Capítulo olutípac
No sentíamos frío, ni hambre,
ni sed. Tapamos nuestros pudores y nos encaminamos hacia abajo. Todo estaba
cubierto por un tapete de lodo, greda, raíces desencajadas y momias flotando en
las aguas estancadas, arropado todo por moscas y zancudos que se introducían
dentro de los orificios de los muertos, todo empastelado por un olor repulsivo,
un hedor coagulado.
—Tenemos que salir de aquí —nos
conminó Benny, guiándonos por el lodazal. Nuestras piernas se hundían en el
pegoste, haciendo muy dificultoso el avance. Pero el ansia de largarnos de esa
pesadilla nos prohibía el desmayo.
Escuchábamos gemidos ahogados
de gente machacada bajo los añicos. Quise taparme los oídos, pero supe
instintivamente que lo mejor sería continuar. Sin mirar atrás. Ya casi no
llovía. Las nubes ocres seguían ahí, casi al alcance de la mano.
La marea se había retirado
unos cuantos metros, ofreciéndonos un sendero atestado de vehículos a medio
enterrar, perros náufragos y una muchedumbre de emigrados que, como nosotros,
buscaban una vía de escape, una tabla de salvación, una oruga salvavidas, algo
a que aferrarse para subsistir. Éramos un éxodo de zombis, una cuadrilla de
sonámbulos. Nadie hablaba, nadie gesticulaba.
No se veía el sol por ningún
lado porque no era ni de día ni de noche. El mar permanecía en silencio.
"¿Dónde están las gaviotas y los otros pájaros?", me pregunté. Todo
el paisaje del litoral había cambiado abruptamente. Ahora la costa era un
precámbrico de plasmas repujados. Sólo se podía sentir una brisa factorizada
proveniente de la montaña, apestosa a podredumbres, del mismo paredón que la noche anterior había
arrojado salpicaduras de exterminio y
muerte.
La procesión avanzaba en
silencio en medio del silencio. Aquí y allá nos sobrecogían unos lloros
apagados. El asombro se había velado. Sólo quedaba el deseo de errar hacia
allá, hacia quién sabe dónde, hacia donde seguramente continuaba la vida. Yo me
volteaba a cada momento y sabía que dejábamos atrás la posibilidad de salvar a
alguien pero, al mismo tiempo, sabía que era inútil. Todos estábamos condenados
a callar.
Llegamos, al fin, a
Caraballeda, un balneario de fantasmas. La comitiva se iba alargando. De un
recodo surgió, bruscamente, una concurrencia con vestiduras rotas, bocas llenas
de dientes renegados y miradas enrojecidas. Comenzaron a hostigarnos. Una mujer
color lechosa que venía a unos cuantos metros detrás de nosotros cayó y se le
abalanzaron como abejas africanas al ataque, le desgarraron la ropa y se dieron
a la tarea de ultrajarla. Esto pareció ser la señal para que todos ellos se
precipitaran sobre el séquito. Benny nos haló hacia un lado y huimos a todo
dar. La turba cargó contra la procesión. Sus aullidos eran feroces, como
apaches desenfrenados atacando una caravana. Los zombis carecían de energía
para defenderse. La gente dejó de ser gente para convertirse en bichos.
Nosotros tres corríamos y corríamos, sintiendo muy próximo el aliento ponzoñoso
de la jauría. Veíamos en los aledaños a las hordas saqueando, violando a los
vivos y a los muertos, despojando a los cadáveres de todo lo que llevasen
encima, comiendo carne cruda de perro y gato, hartándose de morcilla humana y
piltrafas. Era una batalla campal de salvajes contra espectros inermes.
Sentí un mazazo en mi
cintura. Un hombracho de perfiles opacos me había agarrado por la trabilla del
pantalón e intentaba quitármelo por las malas. Vi sus ojos lúbricos, sus mandíbulas
ahítas de odio y lujuria, su boca húmeda de resuellos primarios. Ornela también
luchaba por desprenderse de una masa de músculos curtidos que la había tendido
de espaldas contra el barrial, una masa de musculaturas de la que surgía una
garra que buscaba su sexo, mientras que el hombrachón que me atenazaba
restregaba mis pechos con sus manos hediondas a matadero y yo intentaba
liberarme de esa prisión de tendones y
fuerza caníbal. De pronto sonó un golpe deshumedecido y el tipejo se
derritió como un alfeñique expuesto al sol. Benny sostenía un tubo grueso de
hierro negro en sus manos. Giró y, de un solo envío, le asestó varios mazazos
al musculoso que intentaba violar a Ornela, desintegrándole el cráneo y
desperdigando volutas de masa blanquecina y sangre que mancharon a mi
aterrorizada hermana. Benny la hizo incorporarse y ya estábamos de nuevo
acorralados por una patota amortiguada de la que sólo podíamos distinguir una
ruma de pupilas apagadas y frías, una canica lambucia de bocas enmarcadas en
costras de saliva seca, un gargajo subalterno de pasos hormigueantes hacia
nosotros y una carretilla premeditada de pechos desnudos henchidos de cólera
zoológica. Benny quería hacerlos retroceder blandiendo el tubo, pero nosotras
sabíamos que eso no los disuadiría. En los alrededores se percibía la bacanal
de violación, profanación y pillaje.
Sonaron unas detonaciones y
se escucharon unos aullidos espantosos. Mientras nos replegábamos, pudimos ver
en las inmediaciones unas falanges escupiendo centellazos. Algunos miembros de
la jauría se detuvieron, titubeando. Los más siguieron rodeándonos,
hostigándonos con su lascivia radiactiva. Benny trataba de intimidarlos para
que no se aproximaran más. Yo sentía que mis piernas se iban a licuar. Ornela
empalidecía más y más. Retumbaron unos disparos muy cercanos. Sentí que algo
caliente nos silbó por encima. Escuché vidrios rajarse. Varios de la manada que
nos acosaba se desplomaron, arrojando espumarrajos de sangre por la boca y
sacudiendo sus piernas con espasmos de perros envenenados con estricnina. Los
que quedaron en pie no recularon. Nosotros seguimos hacia atrás, sitiados por
completo y sin escapatoria. Más allá de las cabezas deformes que venían por
nuestros pellejos pude ver a los falangistas tocados con pasamontañas negros,
suéteres negros, pantalones negros y botas de campaña negras, acribillando a
diestra y siniestra, en un aquelarre escolástico, en una matanza desanudada. La
algarabía de gritos y tiros nos iba a enloquecer.
—Benny, Benny —exclamé, a
punto de reventarme por dentro—, llama a tu padre-madre otra vez, ofrécele la
gloria, ofrécele el alimento de nuestras creencias y sálvanos.
Me miró con ojos dislocados
por las esquirlas que se esparcían como una jorobada sinfonía wagneriana. Un
balazo restalló a nuestros pies. Ornela y yo gritamos horrorizadas. Benny le
asestó un tubazo a un energúmeno. La jauría apretaba su círculo de ortigas
inhóspitas. Sus manazas peludas se arrimaban hacia nosotros. Benny repartía
golpe tras golpe, como si nada.
— ¡Padre-madre! —gritó— ¡Ya
basta! ¡Estos no son mis antagonistas verdaderos! ¡Tú lo sabes bien! ¡Es
suficiente! ¡Resérvame para el adversario genuino!
— ¡Padre-madre! —grité— ¡Él
es el que es! ¡Somos una trinidad! ¡Ven a nos!
Ornela nos veía y nos
escuchaba, boquiabierta.
Me lancé contra el muro de
sádicos. Unas lenguas asquerosas me llenaron de baba. Una tropelía de manos
bastas hurgó mis carnes. Benny se enardeció y se zambulló, él también, en el
marasmo, él también, lanzando golpes y patadas, buscando, él también, el
linchamiento. Ornela sucumbió bajo un volumen artero y obsceno. El carnaval de
disparos arreció.
De pronto, el agite tomó un
cariz de Atlántidas cataclísmicas. Una sombra marrón se abrió paso a través de
un cortinaje de sangre, gritando en un dialecto incomprensible. Su mano empuñaba
un machete que se abría paso con golpes veloces y certeros. Me vi libre de
aquella penitenciaría de fémures y falos. Busqué a Benny y a Ornela. Rasguños y
moretones cubrían sus cuerpos, pero vivían. La sombra marrón asestaba
machetazos con vigor sarraceno. Los bichos retrocedían. Varios de ellos cayeron
decapitados. Otros sucumbieron abaleados por la falange que se aproximaba,
tirando sin discriminar. Los plomazos nada que cesaban.
— ¡Por aquí! —apremió la
sombra marrón.
Recordé la masacre en Las
Minas de Baruta. Benny se incorporó, nos tomó por los codos y nos llevó tras la
sombra marrón. Apresuramos el paso mientras los proyectiles volaban por todos
lados como pájaros vertiginosos. Era una película ya vista. Un déjà vu. Brincábamos entre los charcos
inmundos, las basuras desperdigadas y los cadáveres de mandíbulas apretujadas.
La sombra marrón era un baquiano navegando entre antiorgasmos en ese crucial
Armagedón. Los balazos empezaron a escucharse más y más distantes mientras nos
alejábamos de aquel mar que reflejaba el ocre hematocrítico de las nubes.
No sé cuánto tiempo corrimos,
pero llegó un momento en que vadeábamos unas quebradas fétidas al borde de un
cerro erosionado por la lluvia incesante de aquellos días empalagados de odio…
y no pude más.
—Descansemos un rato —imploré.
El corazón quería salírseme del pecho.
La sombra marrón se detuvo,
de espaldas a nosotros. Ornela sudaba a chorros. Sus lentes estaban empañados,
otorgándole a su cara una expresión de esfinge impresionista. Benny se hincó,
resoplando. "¿Está en actitud de adoración? ¿Qué es lo que implora
ahora?", me pregunté.
La sombra marrón seguía
dándonos la espalda. Benny lo observaba, arrobado. Tanta locura y tanta
tragedia juntas en tan breve lapso atraían pensamientos insólitos a mi mente.
La sombra marrón no flaqueaba ante la grandeza y el horror de aquella
panorámica desolada. Poco faltaba para que descendiera un arcángel pueril y
proclamara la anunciación. No me sentía en mis cabales. Es decir, dentro de mí
pugnaba por aflorar el raciocinio, pero mi gestualidad y mi discurso estaban
poseídos. Yo estaba presa dentro de un pabellón de cancerosos lunáticos. Me
aproximé a la sombra marrón con el recogimiento y la ascesis de tres
pastorcillos fatimenses.
— ¿Es usted el padre-madre? —le
susurré con voz monacal.
Volcó toda su atención hacia
mí. Era un hombre avejentado. Los surcos que le cruzaban la cara diseñaban una
marquesina de corchos que desembocaban en un cuello de papiro seco. Era
delgado, algo encorvado pero ágil. De algún modo lo sentí familiar. Intenté
forzar la memoria para ver si lo recordaba de alguna parte, pero el cansancio y
la alucinación astringente que me embargaban me impedían cualquier ejercicio de
recuerdos.
—Alguna vez fui padre —respondió,
con una voz cuya tonalidad también aporreó
alguna profundidad de mi yo.
—Gracias… por habernos
salvado —expresó Ornela, y sentí que también ella, de algún modo, reconocía
algo en él.
—Y usted —dijo el señor
marrón, señalando a Benny— ahora que se ha comportado como un valiente, debe
conducirlas fuera de esta merienda de desalmados. Esa es su misión.
— ¿Cómo saldremos de esto?
¿Estará todo el litoral en estas mismas condiciones? —le pregunté.
—Lo de anoche no ha sido sino
el preludio de todo lo que vendrá —replicó el hombre marrón, con un aire
distante.
Nos quedamos observándolo.
Había algo indemne que emanaba de su interior, algo cercano, conocido, cálido,
sempiterno. Hubiéramos permanecido imperturbables, cual protagonistas de una
revelación trascendente e inefable, de no haber escuchado un lloriqueo
torturado que nos puso los pelos de punta en aquella semipenumbra ocre.
El impacto de aquel desgarro
nos aventó de nuestro momentáneo hechizo. Salimos expelidos a indagar su
procedencia. Trotamos a duras penas hacia una ranchería cuyos restos se desperdigaban
a lo largo y ancho de una meseta de barro endurecido. Se trataba, a todas
luces, de un barrio tapiado en su totalidad por el derrumbe. Aquellos ahogos
llegaban a nosotros semejando los quejidos de un animal agónico. Pero no,
definitivamente era un lamento humano, un sollozo personal, un llanto tenebroso
y patético.
Una cabeza, un cuello y parte
de un torso sobresalían de la tierra endurecida. Unos ojos perturbados e
implorantes de misericordias nos observaban con fijeza.
—Busquemos una pala o lo que
sea para sacar a ese hombre de ahí —sugirió Ornela, súbitamente presa de una
energía desprovista de ambivalencias.
El semienterrado movía la
cabeza de un lado para el otro.
— ¡Yo lo que deseo es que me
maten! —gritó.
Ornela y yo nos paralizamos
del espanto.
— ¡Mátenme, por favor!
Me le acerqué temblando.
—Pero, ¿qué es lo que pide
usted? —le pregunté— ¿No ve que ha sido un milagro el que usted esté vivo?
— ¿De qué vale eso? —el
hombre estaba totalmente fuera de sí, más allá de todo juicio— Toda mi familia
está muerta, aquí, bajo mis pies. Todavía siento a mis dos hijitas, a mis dos
pequeñitas que apenas comenzaban a vivir, aferradas a mi cintura, a mis
piernas, y yo no pude salvarlas, por más que corrí, cargándolas, para que esta
montaña maldita no se las tragara. Las solté un momentico, creyendo que
teníamos un segundo para poder respirar y ver para dónde seguir, en aquella
oscuridad del demonio, en medio de aquel desastre infernal, pero todo fue tan
repentino, la tierra nos cubrió tan rápido, y ellas lloraban y se ahogaban,
mientras su mamá era arrastrada por la corriente gritándome también que la
salvara. Siento sus manos aquí, sus manos que se aferraron a mí implorando
salvación. ¿No lo entienden? Ellas están muertas, ¡aferradas a mí! ¡Aferradas a
mí!
Abracé a Ornela, abrumada por
el dolor con que me contagió ese hombre.
— ¡Mátenme, por favor!
¡Mátenme! ¿Para qué seguir viviendo?
El hombre marrón empuñó su
machete. Ornela y yo nos estrechamos, cerrando los ojos con más fuerza aún,
pero no pudimos dejar de oír el golpe seco. Benny nos alejó de allí.
Caminamos hasta un terreno
infecundo y silencioso. Aquel abominable silencio se había apoderado de todo. Quién sabe sobre
cuántos cadáveres estábamos parados.
El hombre marrón se acercó
hasta nosotros. Yo no sabía si odiarlo o agradecerle su terrible piedad.
—Alguna vez yo también fui
padre —su acento era un fármaco de cercanías inasibles—. Y, al igual que él, yo
también perdí a mis dos hijas, sin tener la consolación de poder arrebatarme la
vida.
Me le quedé viendo fijamente.
—Ella se marchó así, de
improviso, llevándoselas. No las he vuelto a ver. Ella no soportó aquel nuevo
fracaso en aquel negocio que se veía tan promisorio.
Ornela también le concedió
toda su atención.
—Yo hubiera sido, como dice
usted, un padre-madre para ellas.
Un helicóptero verde se
aproximaba.
—Ojalá no sepa nunca usted,
señora, lo que significa el abandono.
El batir de las aspas se
sentía más y más cercano.
—El rechazo, hermano siamés
del abandono, se queda para siempre grabado como un hierro candente en el
espíritu y resulta imposible borrar esa carga tan pavorosa.
El aparato se estaba posando
muy cerca de donde nos encontrábamos. La precaución me indujo a agachar la
cabeza un poquito. Ornela hizo otro tanto, sin dejar de ver a aquel señor
marrón que, repentinamente, se nos había convertido en sinónimo de desamparo.
—Pero, en fin —suspiró, sin
dejarse inmutar por el escándalo del helicóptero—, a pesar de la catástrofe,
todo seguirá como siempre. La piedad no es sino el calambre del perdón. Yo ya
he perdonado. Y, a mi vez, espero algún día ser perdonado.
Me acerqué a él, tomando de
la mano a Ornela.
— ¡Señora Quiñones! —escuché
una voz detrás de mí, a pesar de la barahúnda del aparato.
— ¿Se llamaba ella Eunice
Pirrone? —le pregunté al abandonado señor marrón.
El hombre marrón retrocedió
tres pasos con expresión de clérigo en reposo.
— ¿Francisco Reinaldo Pérez,
verdad? —Ornela se oía más ansiosa que yo.
— ¡Señora Quiñones! —la voz
se oía ahora muy próxima.
—Yo soy Laura Eunice. Y esta
es Ornela…
— ¡Señora Quiñones!
Sentí una mano en mi hombro y
la conducta aprendida me hizo virar. Ornela también escrutó al recién llegado.
— ¿Qué tal, mayor? ¿Conoce
usted a mi hermana? Ornela, te presento al gobernador del estado Carabobo,
mayor Clarencio Rincón.
—Tanto gusto —dijo él,
tendiéndole la mano.
—También me gustaría
presentarle a… —volví la cabeza y las palabras se ahogaron en mi boca.
Benny y mi papá habían
desaparecido.
—Vengan conmigo —sugirió el
mayor Clarencio Rincón.
Dubitativamente, Ornela y yo le seguimos los pasos,
sin dejar de voltearnos a cada momento, como si realmente no hubiéramos querido
irnos de ahí, no sé si tan sólo por seguir viendo aquel paisaje arruinado,
aquella inmensa tumba, aquel descomunal escondite.
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