lunes, 1 de mayo de 2017

Noventitantos (XII)


Capítulo YV539&CP


—Hemos sido los primeros, y creo que los únicos, en sobrevolar a lo largo del litoral, tratando de evaluar en primera instancia la cuantía de los daños, daños incalculables déjeme decirle. De repente, observamos esos reflejos impresionantes, como queriéndonos llamar la atención, por decir lo menos. Parecía obra de un espejo gigantesco y, por un momento, temimos quedarnos ciegos. ¿Cómo lo hicieron?
El mayor Rincón nos ofrecía café bien cargado y caliente de un termo.
—Era un simple espejito de maquillaje, mayor —mentí a gritos, intercambiando una ojeada cómplice con LauraÉ, mientras el helicóptero se zarandeaba.
—A lo mejor refulgió de manera inusual —conjeturó el mayor—, quizá debido a las extrañas condiciones atmosféricas que imperan por aquí. Menos mal que observé con los prismáticos y pude reconocerla, señora Quiñones.
El mayor tornó su cuadrada mandíbula hacia un militar de menor rango que le habló por el intercomunicador interno. El ruido de los rotores era abrumador.
—Debemos volver a La Carlota de inmediato. Los reportes aseguran que la cosa está bien fea al este de Carmen de Uría y en la vía hacia Los Caracas. Todos los vuelos están siendo suspendidos.
—Pero eso no puede ser. ¿Van a dejar a toda esa gente a merced de esos salvajes? —me desgañité para que el mayor Clarencio Rincón supiera de mi indignación.
— ¿Qué dice usted? —me preguntó, mesándose la cuadrada barbilla.
Le conté, grosso modo, las dantescas escenas que habíamos presenciado. El mayor Clarencio Rincón solicitó el radio.
— ¿Vicealmirante Lozada? Aquí el gobernador Rincón —el mayor procedió a referir lo que yo le había relatado, sazonándolo con una copiosa e incomprensible jerga castrense— Entendido… Cambio y fuera. Van a mandar unos transportes de tropas con policías navales para dominar esos focos. Ya los están embarcando en los lanchones.
Miré hacia abajo. El espectáculo ponía los pelos de punta. En el puerto de La Guaira los contenedores habían reventado las amarras y flotaban por todas partes chocando contra los cascos de los buques. Las carreteras y las calles estaban bloqueadas por los escombros. En algunos sitios, las zonas residenciales habían desaparecido por completo. Las azoteas de los edificios lucían atestadas de personas que nos hacían señas, desesperadas, sin duda alguna, por el hambre, la sed y el miedo. El helicóptero daba unos bajonazos como si estuviéramos en una montaña rusa.
—Las condiciones para volar no están muy óptimas —dijo el mayor.
LauraÉ se le quedó mirando fijamente.
—Mayor, ¿dónde está mi esposo?
El mayor Clarencio Rincón cuadriculó aún más su mandíbula.
—El paradero del presidente es desconocido, señora Quiñones.
LauraÉ lo asió por la manga.
— ¿Cómo? Entonces, ¿quién va a comandar las labores de rescate de todas esas personas?
—Me he tomado la libertad de contactar con el alto mando para arrancar los operativos de auxilio y defensa civil.
— ¿Quiere decir que no hay nadie en Miraflores al frente del gobierno? —insistió LauraÉ.
—Hasta mi colega el gobernador del estado Vargas está desaparecido. No se sabe si está vivo o muerto. Me han informado que lo vieron anoche tratando de socorrer a unos damnificados en la carretera vieja cuando sucedió un deslizamiento que hizo desaparecer varias barriadas. De hecho, el paso por la autopista también está interrumpido.
—Pero hay que localizar a mi esposo, el presidente, para informarle todo. Esto no puede ser.
—Nadie sabe dónde está su marido, señora Quiñones.
LauraÉ se encogió de hombros y miraba hacia la montaña cuyo verde necio parecía reflejar el ocre de las nubes.
—Yo creo que usted puede muy bien ubicarlo haciendo un esfuerzo, mayor —sugerí, al tiempo que le clavaba los ojos como si fueran estoques taurinos.
El mayor Clarencio Rincón encuadró su quijada queriendo expresar que ningún desafío proveniente de una miope hermana de primera dama sería capaz de arredrarlo.
—Teniente, ¿ya tenemos aquí señal de celular?
Sobrevolábamos el abra del Ávila. A lo lejos ya se divisaba todo el oeste de Caracas. El mayor Clarencio Rincón marcó marcialmente un número.
— ¿Rodríguez? ¿Me escuchas?… Ubícame inmediatamente al director de la Disip, al mayor Eleazar Araque… ¿Cómo? Habla más alto… Ese sucio me debe varios favores… Triangulas la llamada y me la pasas… Dale, pues…
Las nubes que cubrían el área metropolitana cobraban un color entre amarillo y azuloso veteado. Hacia los lados de San Bernardino y Cotiza se veía mucho movimiento de gente. Aguzando la vista pude darme cuenta de que varias quebradas se habían desbordado, arrastrando enseres, camas, lavadoras, neveras, electrodomésticos e infinidad de ajuares. O sea que la urbe también estaba llevando lo suyo.
Mi celular había desaparecido en el marasmo de la noche anterior. Me daban ganas de pedirle prestado el suyo al mayor pero, de alguna manera, sabía que Pedro Pablo estaba bien y esa certitud la compartí al compás de una sola mirada con LauraÉ. Ella suspiró, reconfortada. Nuestro cordón umbilical era más fuerte que cualquier hecatombe.
El mayor Clarencio Rincón se llevó el teléfono portátil al oído.
— ¿Aló?… ¿Mayor Araque?… Eleazar, soy yo, Rincón. Necesito saber dónde está Quiñones… ¡¿Cómo que no puedes decírmelo?!… Mira, Araque, ¡déjate de vainas conmigo!… ¡Cállate y escúchame, rolo’e pendejo! Si no me dices de inmediato dónde está Quiñones, todo el mundo se va a enterar de la cómica que pusiste en la toma del canal 8 y de la plasta de mierda que escenificaste en el garito ese que tienes en Margarita, ¿me oíste?… Sí, te escucho… Ajá… Ajá… Okey, perfecto.
El mayor Clarencio Rincón colgó.
—Perdonen el lenguaje, señoras, pero…
— ¿Dónde está el presidente, mayor? —lo interrumpió LauraÉ.
—Está en La Orchila.
— ¿En La Orchila? ¿Y qué hace allá? —insistió ella.
La actitud del mayor nos persuadió de su ignorancia al respecto. El helicóptero se estaba aprestando a posarse en la pista de La Carlota.
—Vamos a La Orchila, mayor —solicitó LauraÉ, con ansiedad.
—Señora Quiñones, las condiciones atmosféricas no son nada propicias. Sería algo riesgoso…
Metí, sin miramientos, mi cuchara en el asunto.
— ¿Usted como que tiene miedo de llevar a la primera dama a La Orchila, mayor? —mis miopes ojos volvieron a taladrarle el ánimo al gobernador cara cuadrada.
El mayor Clarencio Rincón alzó su cuadriforme mentón y le gritó al piloto:
        —González, ¡dale pa' La Orchila! ¡Ya!

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