Capítulo YV539&CP
—Hemos sido los primeros, y
creo que los únicos, en sobrevolar a lo largo del litoral, tratando de evaluar
en primera instancia la cuantía de los daños, daños incalculables déjeme
decirle. De repente, observamos esos reflejos impresionantes, como queriéndonos
llamar la atención, por decir lo menos. Parecía obra de un espejo gigantesco y,
por un momento, temimos quedarnos ciegos. ¿Cómo lo hicieron?
El mayor Rincón nos ofrecía
café bien cargado y caliente de un termo.
—Era un simple espejito de
maquillaje, mayor —mentí a gritos, intercambiando una ojeada cómplice con
LauraÉ, mientras el helicóptero se zarandeaba.
—A lo mejor refulgió de
manera inusual —conjeturó el mayor—, quizá debido a las extrañas condiciones
atmosféricas que imperan por aquí. Menos mal que observé con los prismáticos y
pude reconocerla, señora Quiñones.
El mayor tornó su cuadrada
mandíbula hacia un militar de menor rango que le habló por el intercomunicador
interno. El ruido de los rotores era abrumador.
—Debemos volver a La Carlota
de inmediato. Los reportes aseguran que la cosa está bien fea al este de Carmen
de Uría y en la vía hacia Los Caracas. Todos los vuelos están siendo
suspendidos.
—Pero eso no puede ser. ¿Van
a dejar a toda esa gente a merced de esos salvajes? —me desgañité para que el
mayor Clarencio Rincón supiera de mi indignación.
— ¿Qué dice usted? —me
preguntó, mesándose la cuadrada barbilla.
Le conté, grosso modo, las
dantescas escenas que habíamos presenciado. El mayor Clarencio Rincón solicitó
el radio.
— ¿Vicealmirante Lozada? Aquí
el gobernador Rincón —el mayor procedió a referir lo que yo le había relatado,
sazonándolo con una copiosa e incomprensible jerga castrense— Entendido… Cambio
y fuera. Van a mandar unos transportes de tropas con policías navales para dominar
esos focos. Ya los están embarcando en los lanchones.
Miré hacia abajo. El
espectáculo ponía los pelos de punta. En el puerto de La Guaira los
contenedores habían reventado las amarras y flotaban por todas partes chocando
contra los cascos de los buques. Las carreteras y las calles estaban bloqueadas
por los escombros. En algunos sitios, las zonas residenciales habían
desaparecido por completo. Las azoteas de los edificios lucían atestadas de
personas que nos hacían señas, desesperadas, sin duda alguna, por el hambre, la
sed y el miedo. El helicóptero daba unos bajonazos como si estuviéramos en una
montaña rusa.
—Las condiciones para volar
no están muy óptimas —dijo el mayor.
LauraÉ se le quedó mirando
fijamente.
—Mayor, ¿dónde está mi esposo?
El mayor Clarencio Rincón
cuadriculó aún más su mandíbula.
—El paradero del presidente
es desconocido, señora Quiñones.
LauraÉ lo asió por la manga.
— ¿Cómo? Entonces, ¿quién va
a comandar las labores de rescate de todas esas personas?
—Me he tomado la libertad de
contactar con el alto mando para arrancar los operativos de auxilio y defensa
civil.
— ¿Quiere decir que no hay
nadie en Miraflores al frente del gobierno? —insistió LauraÉ.
—Hasta mi colega el
gobernador del estado Vargas está desaparecido. No se sabe si está vivo o
muerto. Me han informado que lo vieron anoche tratando de socorrer a unos
damnificados en la carretera vieja cuando sucedió un deslizamiento que hizo
desaparecer varias barriadas. De hecho, el paso por la autopista también está
interrumpido.
—Pero hay que localizar a mi
esposo, el presidente, para informarle todo. Esto no puede ser.
—Nadie sabe dónde está su
marido, señora Quiñones.
LauraÉ se encogió de hombros
y miraba hacia la montaña cuyo verde necio parecía reflejar el ocre de las
nubes.
—Yo creo que usted puede muy
bien ubicarlo haciendo un esfuerzo, mayor —sugerí, al tiempo que le clavaba los
ojos como si fueran estoques taurinos.
El mayor Clarencio Rincón
encuadró su quijada queriendo expresar que ningún desafío proveniente de una
miope hermana de primera dama sería capaz de arredrarlo.
—Teniente, ¿ya tenemos aquí
señal de celular?
Sobrevolábamos el abra del
Ávila. A lo lejos ya se divisaba todo el oeste de Caracas. El mayor Clarencio
Rincón marcó marcialmente un número.
— ¿Rodríguez? ¿Me escuchas?…
Ubícame inmediatamente al director de la Disip, al mayor Eleazar Araque… ¿Cómo?
Habla más alto… Ese sucio me debe varios favores… Triangulas la llamada y me la
pasas… Dale, pues…
Las nubes que cubrían el área
metropolitana cobraban un color entre amarillo y azuloso veteado. Hacia los
lados de San Bernardino y Cotiza se veía mucho movimiento de gente. Aguzando la
vista pude darme cuenta de que varias quebradas se habían desbordado,
arrastrando enseres, camas, lavadoras, neveras, electrodomésticos e infinidad
de ajuares. O sea que la urbe también estaba llevando lo suyo.
Mi celular había desaparecido
en el marasmo de la noche anterior. Me daban ganas de pedirle prestado el suyo
al mayor pero, de alguna manera, sabía que Pedro Pablo estaba bien y esa
certitud la compartí al compás de una sola mirada con LauraÉ. Ella suspiró,
reconfortada. Nuestro cordón umbilical era más fuerte que cualquier hecatombe.
El mayor Clarencio Rincón se
llevó el teléfono portátil al oído.
— ¿Aló?… ¿Mayor Araque?…
Eleazar, soy yo, Rincón. Necesito saber dónde está Quiñones… ¡¿Cómo que no
puedes decírmelo?!… Mira, Araque, ¡déjate de vainas conmigo!… ¡Cállate y
escúchame, rolo’e pendejo! Si no me dices de inmediato dónde está Quiñones,
todo el mundo se va a enterar de la cómica que pusiste en la toma del canal 8 y
de la plasta de mierda que escenificaste en el garito ese que tienes en
Margarita, ¿me oíste?… Sí, te escucho… Ajá… Ajá… Okey, perfecto.
El mayor Clarencio Rincón
colgó.
—Perdonen el lenguaje,
señoras, pero…
— ¿Dónde está el presidente,
mayor? —lo interrumpió LauraÉ.
—Está en La Orchila.
— ¿En La Orchila? ¿Y qué hace
allá? —insistió ella.
La actitud del mayor nos
persuadió de su ignorancia al respecto. El helicóptero se estaba aprestando a
posarse en la pista de La Carlota.
—Vamos a La Orchila, mayor —solicitó
LauraÉ, con ansiedad.
—Señora Quiñones, las
condiciones atmosféricas no son nada propicias. Sería algo riesgoso…
Metí, sin miramientos, mi
cuchara en el asunto.
— ¿Usted como que tiene miedo
de llevar a la primera dama a La Orchila, mayor? —mis miopes ojos volvieron a
taladrarle el ánimo al gobernador cara cuadrada.
El mayor Clarencio Rincón
alzó su cuadriforme mentón y le gritó al piloto:
—González, ¡dale pa' La Orchila! ¡Ya!
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