sábado, 6 de mayo de 2017

Sonata con cascos



Sonata anodina

Las volutas de incienso se elevan semejando palomas carentes de pudor. El padre manotea solicitando el agua bendita y me obliga a despertar de mi sopor. Tanto rato sin recitar los latines me sumerge en ensoñaciones. ¿Qué se puede esperar de un muchachito de ocho años? A lo mejor es por causa del fresquito mañanero. Cuatro de diciembre,  seis y pico de la mañana, y todavía el sol no alumbra completo. Simonote y yo somos los dos monaguillos asignados para esta misa de hoy. Simonote  me lleva como dos o tres palmos de estatura (tiene cuatro o cinco años de edad más que yo). Es un catire bachaco de ojos rayados, inquieto como un temblador y más curioso que un guau guau jurungando un basural. Por eso nos la llevamos tan bien. Yo, usualmente, medro en las repúblicas místicas y aéreas. Simonote jamás despega los pies de la tierra.
La misa finaliza. Una vez en la sacristía, el padre se despoja de las vestiduras sacramentales para quedarse en sotana (¿cómo hace para aguantar los calorones cuando el clima aprieta?), mientras nosotros le damos colocación a la patena, el birrete, las garrafitas de vino y el misal.
—Permiso, padre —la voz de la anciana resulta casi inaudible, como si viniera de un más allá de ropajes negros  guareciendo su consumido semblante  y una confusión de  canas—. Mañana es cinco, padre. Tome, por la memoria del Taita.
La doñita le extiende un arrugado billete de veinte bolívares. El padre se embolsilla el dinero y confirma de un gesto el encargo. Simonote me premia con una mirada interrogativa, mientras la viejita se escurre por la puerta del altar mayor.
Simonote aprovecha un descuido del padre para birlarse con artes de zorro mafioso una ruma de hostias sin consagrar. Ya lo escucho relamiéndose: “Con Naranjita Hit saben pepeadas”. A mí me da grima la pillería. “Resabios de beato virguín”, suele remacharme Simonote, espolvoreándome en el ánimo mi supuesta vocación curera. Otras veces, me endilga después de leer a hurtadillas mis borradores: “Tú y tus remilgos de poeta virguín”. Simonote es un as con los apodos.
Apuro el paso, no vaya a ser que el padre note el despojo. Me reúno con Simonote a la vera de la bicicleta de reparto con el letrero publicitario del abasto donde trabaja, aparcada bajo un roble dizque centenario de la casa parroquial.
—Métele pedal que vamos a llegar tarde a clases —lo conmino.
Residencio mi osamenta en la cesta de la bicicleta. Doblando la esquina, percibimos a la anciana, toda encorvada, como vencida por una carga de centurias.
—Le encargó al padre una misa con responso por el alma del Taita Boves —le clarifico a Simonote—. El cinco de diciembre de 1814 lo mataron en la batalla de Urica. Dicen que Pedro Zaraza, a quien llamaban el Taita Cordillera, lo atravesó de un lanzazo. Cuando íbamos a visitar a mi difunta abuela en Calabozo, siempre la escuchaba decir: “Fulanito es más malo que Boves”. ¿A quién se le ocurre celebrarle una misa con responso a semejante sanguinario?
Como quien quiere y no quiere le seguimos el afán a la doña. Continúa recto por la calle Atarraya y dobla a la izquierda en la avenida Táchira. Pareciera que las pantorrillas se le fueran a dislocar, mas no, ahí sigue su rumbo con paso ambiguo, pero sin desmayo. Ya estamos a casi un kilómetro de la iglesia, en pleno arrabal, y la anciana pareciera no perder su degollado ímpetu. Simonote pedalea duro, resollando. ¿Qué  misterio hace que el caminar aletargado de la anciana agarrote el apremio de mi tenaz amigo? ¿Quién no ha soñado una pesadilla donde intentas correr, huyendo de algo terrorífico, le pones empeño y las piernas no te responden? La bicicleta de reparto pareciera atascarse en una calzada de engrudo.
La doñita penetra por un matorral y entra en una covacha. De repente, la penumbra parece acordonar el aire. Simonote avanza hasta un estoico cotoperí. Descendemos y sin mediar palabras perseguimos a la viejita. La oscuridad avanza. La choza resulta un engaño visual, siendo más amplia adentro que lo sugerido por su aspecto exterior. Es una estancia sin horizontes, con un gris lánguido ciñendo los infinitos. “Mira, pichurro virguín: las cuevas de Cirilo”, señala Simonote.
Una conseja ha estado alborotando al pueblo los últimos días. Un doncito llamado Cirilo alega haber descubierto unas misteriosas cavernas. Algunas veces, sostiene, comunican con las antípodas (yo, como buen lector de Julio Verne, rememoro Viaje al centro de la tierra). En otras ocasiones, desembocan en la ultratumba de las retentivas. Algunos lenguaraces argumentan que Cirilo detenta secretos de tesoros enterrados. Y eso es lo que más atrae a Simonote: “Vamos a seguirla. Aquí hay morocotas y doblones pa’ tirar p’arriba”.
Sin mirar atrás, mi compañero irrumpe en una abertura que se adentra en una profundidad ayuna de aristas. Es una galería donde el gris se confunde con sombras de murciélagos hipotéticos. Mi despavorida imaginación me juega malas pasadas, atino a pensar. La pendiente deviene un tanto resbalosa. Todo se oscurece más. La única guía que poseo en este torbellino marchito es el jadear de Simonote, hasta que ceso de oír su respiración. Miro a todos lados y solo percibo telarañas, plastas, musgo y aire viciado. Deseo gritar y algo me lo impide. Me arrastro a tientas por ese túnel corrugado cuando un ruido germina adelante. Alaridos, relinchos, explosiones, pánico. Una mano me hala hacia una claridad de algodones. Es mi camarada de andanzas. Parece tener mi edad. El atrevimiento se le ha esfumado del semblante. La consternación lo abruma.
Logro enfocar el panorama. Estamos en medio de una batalla. Todo es caos, confusión. Hombres corriendo con carabinas de un solo tiro, lanzas, machetes, picas. Mujeres tocadas de mantillas bastas auxiliando heridos. Chiquilines llorosos, rebosantes de moco. Perros soliviantados. Gallinas correteando sin rumbo. Burros cagando cubitos prietos. Y en el cielo, zamuros al acecho. “¿Dónde estamos, niño virguín?”, gimotea Simonote, y me doy cuenta de que en estos linderos de las cuevas de Cirilo vuelvo a ser una criatura de cuatro años. En eso, veo a un hombre de edad absoluta, todo fibra y nervio, dando órdenes imperiosas. Su cabeza es una mota blanca de autoridades.
— Simonote, ese es el general Pedro Zaraza. Vamos para allá—, le sugiero. Mi acompañante se deja conducir, pasmado, dócil. Nos aproximamos al general Zaraza. Otro individuo, aindiado, salpicado de costras de sangre ajena, le habla.
—Taita Cordillera, qué coraje el suyo. Han acribillado a su hermano Lorenzo y a sus sobrinos, y usted no se amilana para nada.
—No hay tiempo para lamentaciones, hermano mío. Tenemos que defender la plaza cueste lo que cueste. Si Boves se sale con la suya, mejor que nos coja Mandinga.
—Pero, ¿está el asturiano ahí, en el Caño de La Vigía?
—No. Sus lugartenientes solo esperan que el hambre y la sed nos obliguen a bajar la cerviz. Y el general Piar que no llega como convenido, ¡caracho!
—Taita Cordillera, creo que le tengo la solución.
El ruido de los disparos y el griterío de la despavorida población no nos dejan escuchar. Un jorobado parecido a Bambi se nos acerca por detrás y nos incrimina:
— ¿Qué hacen estos carajitos aquí? Cojan pa’ sus ranchos, muchachos del carrizo, que aquí lo que viene es carnicería pa’ los zamuros, nojompa.
Nos escabullimos de allí. Sin hacer caso del jorobado, percibimos al aindiado susurrarle algo a un cuadriculado mozo picado de viruelas, mientras el Taita Cordillera alecciona a los francotiradores de las barricadas. Ya oscurece. Nos resguarda la luz mortecina de unos mecheros y algún fogonazo de las carabinas. El aindiado y el cuadriculado mozo picado de viruelas se encaraman en sendos potros.
—Vamos con Dios y la Virgen, Salomón Calderín.
—Espueléalo, que más tarde es peor que más nunca,  José Ignacio García.
El brío de ambos atiza una tromba de sístoles. Brincan la empalizada que nos separa del enemigo cual brisa preñada de grupas. Los defensores disparan al aire y los tildan de traidores. Halo a Simonote y una fuerza irreconocible nos acarrea a la par de esos dos jinetes. Los boveros se aprestan a ametrallarlos.
— ¡Viva el Taita Boves! ¡Ah malhaya con los mantuanos herejes! —aúllan Salomón y José Ignacio, sorprendiendo a los boveros, quienes no disparan.
Se apersona quien parece ser el de mayor rango. Los fugitivos se confiesan: no deseaban perecer de mengua. Déjennos abrevar a las bestias, añaden, y nos unimos a ustedes para la carga final. El cabecilla bovero consiente. Salomón y José Ignacio se acercan al caño. Los caballos apaciguan su sed. Simonote y yo surcamos en las cercanías, cual fantasmas sin domicilio. Un negro correoso nos descubre y nos apunta con una lanza más larga que una serpiente metafísica: “¿Quiénes son estos coñitos?”
Salomón y José Ignacio, ya los corceles saciados, vuelven grupas y despegan en veloz carrera. El negro correoso se nos aproxima, la lanza en ristre. Simonote me interroga con ojos de espanto.
—Los dos jinetes arrancaron para advertirle al general Piar la situación de los defensores. Eso está en la Historia.
—Está bien, sabihondo virguín. Pero, ¿y nosotros? Mira a ese bicho. Nos quiere ensartar. Ay, mamaíta. Mejor me encomiendo al Señor comulgándome estas hostias.
— ¿Hostias sin consagrar? ¿Y sin Naranjita Hit? Pero mira, Simonote, ¿esa no es la doñita que nos trajo hasta aquí? Vente, vamos tras ella. Seguro nos saca de esto.
La señora no se ve tan encorvada y se desplaza con mayor soltura. Su silueta atraviesa los pliegues ambarinos de la entrada de la cueva de Cirilo. La seguimos, alejándonos del gemir de los moribundos escarranchados en la batalla.
Se detiene ella, muy adentro de la caverna, en un recodo púrpura y yermo. Nos detenemos nosotros, a unos pasos. Se voltea. Ya no es una anciana, sino un luminoso rostro moreno y terso bajo el velo, con ojos de ópalo y gestualidad de Virgen. ¿Ángel o demonio? Simonote se engulle unas hostias y se queda varado. Si tan solo pensara en las morocotas y los doblones podría desprenderse del suelo que es aquel sueño donde las piernas no responden. “Simonote, nos vemos en el pretérito”, me despido sin vocablos.
Tras ella ahora floto. Soy un feto residenciado en un capullo amniótico de cosmos y visiones. Soy un cigoto, germen de humanidades. Allá abajo, los contextos se desplazan a velocidades inconcebibles remolcando sus gestas lineales y sus miserias huérfanas de poesía. Me aclimato a la gravitación de  esta Virgen. Ella me encamina hacia la sonata del tiempo. Somos uno y todo, por fin.

No hay comentarios.: