lunes, 23 de marzo de 2009

Los que se fueron


Cortejos insomnes

Los que se fueron

por: Nicolás Soto
José Ortega y Gassett afirmaba, en su frase más socorrida, que el ser humano es la suma de su yo más su circunstancia. Englobada dentro de esa realidad vital e histórica se encuentra la cofradía espacio temporal a la que, en tanto que individuos, pertenecemos. Vale decir, nos desenvolvemos en una, o varias generaciones, de acuerdo al tiempo y la topografía donde hemos nacido, crecido y vivido. Según el autor alemán Federico Kummer, "una generación abarca a todos los coetáneos que proceden de las mismas situaciones económicas, políticas y sociales y que se hallan equipados, por lo tanto, con una concepción del mundo, con una educación, con una moral y una sensibilidad artística afines". Los seres con quienes hemos convivido nos han marcado con su hierro existencial y nosotros mismos, en tanto que entes dotados del poder de la creación y la creatividad, hemos incoado una huella palpable que, asumida desde un punto de vista gregario pues no estamos solos en el mundo, ha diseñado nuestro episteme generacional, el lente con el cual escrutamos nuestro universo real y con el cual somos escudriñados a su vez, de una forma biyectiva y recíproca.

Lógicamente, pertenecer a una generación conlleva un cúmulo afectivo. Esas personas con quienes hemos compartido nuestra infancia y juventud nos abastecen con un significante avasallador: la memoria de un tiempo cuando creíamos que se podía llegar al cielo que nos correspondía por justicia de corta edad no exenta, ¿por qué no decirlo?, de una holgada carga de ingenuidad e inocencia. Pero, ¿cuál generación no ha adolecido de esa impaciencia por cambiar el mundo?

Cuando nos topamos, bien sea personalmente o a través del sortilegio virtual de la web, con rostros y voces que compartieron ese ayer de ensueños y tropezones, nos rozan las voces y las siluetas de lo que hemos sido, la refracción espiritual de nuestro paso por esta realidad que ya va mostrando sombras alargadas a nuestras espaldas. Se mezclan, entonces, la alegría y la nostalgia, los viejos amores con los sempiternos ideales que, a pesar de haber cambiado de ropaje epistemológico, preservan el ansia irrenunciable de justicia y solidaridad para todos.

Y, por supuesto, se torna inevitable la evocación de quienes ya superaron los escollos del existir constreñidos a los moldes físicos. Los que se han marchado conservando el sello mágico y maravilloso de la juventud y que, por obra y gracia de haber transpuesto el portal de la infinitud incorpórea, logran el milagro de unirnos a quienes hemos quedado atrás, todavía batallando con sinsabores y júbilos en alternancia bipolar. Con la vida, pues. El recuerdo de nuestros compañeros de generación ya idos nos convoca a una ofrenda solar.
Lito Silveira me dio la noticia: murió el gordo Gerardo Camero. Mi compañero de primaria en el colegio del padre y de bachillerato en el liceo “José Gil Fortoul”. Su madrina y protectora, la señorita Lourdes Camero Ramírez, la misma que sembró amor y esperanza con su escuela de artes y oficios en Valle de La Pascua, lo estimuló desde pequeño a estudiar. “Gerardo tiene mucha retentiva”, nos decía al grupo de inquietos zagales que se reunía en su casa de la calle González Padrón a estudiar (y a fregar la paciencia). La corpulencia de Gerardo no le impedía para nada a la hora de jugar las caimaneras o al básquet en las canchas del liceo. ¡Y cómo le mamábamos gallo a todo el mundo! Juntos compartimos la mirada inquieta y curiosa de los años sesenta, ante un mundo viejo que se retorcía como una bestia convulsionada y un mundo nuevo que surgía por los entresijos de la carrera espacial USA-URSS, las nuevas modas que rompían con todo lo convencional ─empezando con el pelo largo y la minifalda─, la sexualidad liberadora y desbordada que trajo la masificación de la píldora anticonceptiva, los intensos debates políticos ─signados por la naciente y asediada democracia venezolana en el marco de la primavera de Praga, el mayo del 68 parisino, la guerra en Vietnam─, las nuevas sensibilidades aguijoneadas por la música (Beatles, Stones), las artes plásticas (el cinetismo de Soto y Cruz-Diez, el pop art), la literatura (el boom latinoamericano), el cine, la televisión, el deporte. Más de una madrugada nos consiguió debatiendo de todo esto y mucho más, tras habernos puñaleado en matemáticas y física, y luego de habernos regalado, si había con qué, con sendas tostadas de las que preparaba Ponce en el “Tamanaco” de la calle Real.
Se marchó el gordo Gerardo. Ya se encuentra al lado de quienes le antecedieron en ese luminoso tránsito de eternidades. Salud.
In Memoriam
Marina Villasana
Mirna Blandín
Gerardo Camero Calcurián
José Antonio Martínez (“El Popo”)
Hamilton García Pellicer
Roger Enrique Domínguez Torres
Ignacio Morales ("Nacho")
Filiberto Rodríguez Montes
Antonio García Vásquez (“Toñito”)
Marcos Morante Álvarez
Rubén Darío Díaz
Rafael Fajardo

viernes, 20 de marzo de 2009

Hablando de inconsistencias numéricas

Estas computadoras del consejo electoral chavetón nos revuelven peor que una lavadora chaca-chaca del año de la pera loca. Por cierto, ¿por dónde andará el 69?

Grace Kelly: Cary, ¿cómo hacemos para atrapar al ladrón?

Cary Grant: Difícil por ahora, catira. Estos boliburgueses están burda de apoyaos. Y los del CNE son más tracaleros todavía.

Amigos todos:

Les envío adjunto documento .pdf contentivo de un análisis muy interesante referente a las inconsistencias numéricas del órgano electoral de la dictadura en el pasado "referendo". Tal como lo demuestran Juan Isaac y su equipo, con tan sólo unas cuantas operaciones aritméticas de relativa sencillez, se evidencia un descuadre entre las cifras de votos válidos, nulos, abstención e inscritos. Los resultados deberían comportarse como un balance contable, vale decir, ajustarse y coincidir por doquiera que se les observe. Tal no es el caso, nuevamente, en otro proceso eleccionario teñido de dolo.

Es llover sobre mojado el afirmar que el REP está contaminado y que todas las elecciones de la dictadura han sido fraudulentas. Esto no lo decimos para que la gente se desanime sino, más bien, para concurrir a cualesquiera comicios si y sólo si se actúa con el ánimo de desenmascarar las escalonadas trampas de que todos hemos sido víctimas. Usualmente no ha sido sino a la caída final de las autocracias cuando se ha logrado acopiar las pruebas fehacientes (the smoking gun, al decir de los anglosajones) de las tramposerías perpetradas, pero los análisis aritméticos permiten ir percibiendo por dónde han venido los tiros. Sobre el particular, existe la investigación efectuada por el equipo encabezado por el ex rector de la Universidad "Simón Bolívar", Freddy Malpica, contenida en el informe de Tulio Álvarez, de la flagrante estafa cometida en agosto de 2004 durante el denominado "referendo revocatorio". Para decirlo en venezolano: Maraña siempre sale.
A quienes nos manifiestan no creer en fraudes, dada su presencia en la auditoría post votación, alegando que el resultado arrojado por la máquina se corresponde con el número de papeletas físicas contadas, les recordamos que nadie, pero absolutamente nadie, fuera del oficialismo, verifica la imparcialidad operativa ni del software ni de los mecanismos de transmisión de la data, y, muchísimo menos, la sumatoria de los resultados en la famosa "sala de totalización". Durante la democracia civil, con todos sus errores y verrugas, cada uno de los actores involucrados tenía acceso a cualquier fase del proceso, desde la cedulación hasta la obtención de los resultados. Si acaso hubo detalles de marrullería en las tristemente célebres "acta mata votos" por la no presencia de algún testigo o por la compra de conciencias específicas. Pero, óigase bien, los fraudes sistematizados, orgánicos y evolutivos, como los actuales, son inherentes a la naturaleza de los regímenes autocráticos.

Asimismo, nos parece un lamentable error apresurarnos a "reconocer" los resultados como si estuviéramos todavía en democracia, como si se tratara de John McCain frente a Barack Obama, o de Ségolène Royal frente a Nicolas Sarkozy, o de Chachopo Pérez cuando perdió la presidencia del club de boche clavao de San Perico de Los Palotes. Tal "reconocimiento" trae consigo la frustración, el desánimo y la depresión de la mayoría ─make no mistake, siempre lo hemos sido, desde 1999 para acá─ que constituimos los demócratas de este país. Tal frustración resultó más que palpable en la semana subsiguiente al "referendo". Lo conveniente sería imitar la conducta de Alejandro Toledo el año 2000 frente a Fujimori: no reconocer y desconocer, paso previo a la resistencia pacífica y, eventualmente, a la desobediencia civil.

Para finalizar, resulta risible la irrupción de los "encuesteros" (ay, ratanálisis), saltando de plácemes porque los resultados previstos por ellos se revelan ajustados a más no poder a lo arrojado por los "transparentes y confiables" computadores del consejo electoral de la dictadura. El inmortal Guillermito Menea La Lanza (William Shakespeare) escribió en Hamlet: "Hay algo podrido en Dinamarca". Fos.

Corolario: ni para cuadrar una suma sirven estos piratones. ¿Trampitas a mí? Basié.

Para obtener el mencionado informe, accedan, por favor, a la dirección:

http://www.easy-share.com/1904112533/MODIFICACION%20BOLETINES%20RESULTADOS%2015F.pdf


martes, 3 de marzo de 2009

Amor en el cólera del tiempo

─ Prima, déme el sí.
─ ¿Otra vez en campaña, mi negro?

─ Con este despecho me sale vallenato llorón… ¡Buáaaa!

La cuneta lisérgica

Sesentera (IV)

por: Nicolás Soto

En alguna ocasión habré escuchado al famoso entrevistador británico David Frost con la siguiente frase: “Amor es desvelarse por un niño muy enfermo… o por una persona adulta muy réquete sana”. Las definiciones sobran, pero la esencia de ese sentimiento permanece universal e inalterable: la atracción inefable, inocultable e irrefrenable hacia ese otro ser que intuimos nos complementa y nos nutre afectiva y espiritualmente. Sus síntomas varían según la víctima. Se nos nubla la vista, se nos desbarranca la mollera, se nos sudan las manos, las pupilas se hinchan, las rodillas nos tiemblan y las gónadas arrancan a funcionar a toda mecha codiciando el apareamiento. Recuerdo que el padre Chacín solía reconocer a los enamorados en ciernes porque los delataba un temblequeo peripatético en las aletas nasales. Respiren jondo, mis muchachones.

En aquellos primeros años de los sesenta, había que someterse a una serie de rituales no escritos para lograr el favor de la chica que nos había descoyuntado la sesera. Primeramente, era menester comenzar a rondarla con ínfulas de gallito piroco para darle a entender nuestros requerimientos románticos. Si tenías bicicleta (así fuera de reparto), o mejor aún, corcel, moto o carro, debías dártelas de diestro jinetero de los caminos, haciendo caballito o picando cauchos para que ella te notara. Más de uno se echaba sus estrelladas consecutivamente, ganándose las mofas de los amigos y, por supuesto, perdiendo puntos con la doncella en cuestión. Pero p’alante es que brincan los ojos manque le puyen el sapo…

Previo a la declaración, resultaba conveniente tantear el terreno con una carta de amor. En términos mercadotécnicos, ahí era cuando nos poníamos a valer los pichones de escribidor, como este “humirde” servidor vuestro, pues el dominio de las argucias lingüísticas nos proporcionaba una herramienta invalorable para poder justipreciar el conato epistolar. Por una bagatela, los panas contrataban nuestros servicios y, por arte de birlibirloque, surgían los encendidos requiebros y la profusión de cielos, lunas, soles, vidas consentidas y demás municiones del arsenal romántico. Pero, honor a quien honor merece: debo confesar que más de una vez me fusilé unas cuantas metáforas del Neruda de “Los versos del capitán”. A cachete cada misiva y ¡Caifás, Barrabás!

Donde no había intermediario ni celestina que valiera era a la hora de la declaración. Uno se las ingeniaba procurando conseguir a la causante de nuestros tormentos totalmente sola, inventando excusas para que las amiguitas cogieran las de Villa Diego y no fastidiaran el ceremonial. Ya en frente de aquellos ojos acaramelados y de aquella boquita colorada que nos hacían perder el sueño había que acometer la faena, rogándole a todos los santos no caer víctimas de la gaguera, no tener mal aliento o, peor aún, golpe de ala. Y siempre comenzar el discurso diciendo: “Tú sabes que desde la primera vez que te vi, sentí que mi corazón latía con más fuerza…”, o algo por el estilo.

Como ellas han sido desde los días de Eva la causa capital de la zozobra del sexo masculino, la mayor parte del tiempo nos dejaban en vilo (o en episodio, para decirlo con lenguaje de las series de acción dominicales) solicitándonos tiempo para pensarlo. Quedaba en espera la respuesta tan ansiada: ¿querrá o no ser mi novia? Si te pedían aguardar hasta el bonche del próximo fin de semana, era casi seguro que la contestación iba a ser afirmativa, porque la preciosidad con toda certeza deseaba apuntalar parejo de baile fijo para toda la noche (incluyendo los boleros, agarrada de mano y, muy posiblemente, uno o varios besos robados).

Si la respuesta era nones-nones, a llorá p’al valle y a escuchar canciones de despecho. A veces te edulcoraban el baldazo de agua fría diciéndote: “Te doy un sí… pero de amigo”. O te prodigaban el aldabonazo bailando toda la velada con algún recién aparecido competidor, sin mediar palabras, lo cual provocaba, las más de las veces, la consabida pelea entre los gallitos que se disputaban la preferencia de la moza. Ellas siempre han sido así, chavales. Pero si te daba el sí, ayayay, a caminar entre nubes, inflando el pecho como pavo real y sintiéndote el papaúpa del universo. Contimás, pues.

Demás está decirles que también me puse en unos cobres a cuenta de serenatero guitarrero, en épocas en que uno podía andar por esas calles de madrugada sin temor al malandraje.

Pero los años sesenta devinieron en la partera de cambios verdaderamente revolucionarios que, para bien o para mal, habrían de sacudir a la humanidad entera. La irrupción de la píldora trastocó los patrones sexuales y a aquellos rituales se los tragó el tremedal. Harina de otro costal y tema para otra crónica, parroquiales.