martes, 22 de octubre de 2013

¿Loquillos a mí?

Unos pétalos ahogados

El festín

(Variaciones sobre una obra maestra de Luis Buñuel)



…los mendrugos cargados de relámpagos
Rafael Cadenas, Los cuadernos del destierro

a Betico Obregón


Velázquez, Los borrachos (1629), Museo del Prado, Madrid, España






                    Podría haber sido el aguijón del hambre. O la curiosidad de saberse, por vez originaria en la vida, objeto de  interés humano, de compasión, de benevolencia. No de mera curiosidad morbosa por parte del orbe de la cordura, a menudo de repulsa y asco, con burda de mohines arrugados ante esa aureola de bichos raros y sin indultarles el tufo a retobo con que muchos de ellos desahuciaban las meteorologías.

                        Como si un transparente flautista de Hamelín los guiara, cogieron el rumbo consabido, más allá del Ánima del Pica Pica, más acaíta de Los Aceites. Ya se habían aclimatado a la efigie caritativa de ella, a los risueños reproches de ella, a las manos virginales de ella dispensándoles escudillas de atole, anafes de cecina, pinchos arrebolados de chinchurria y mondongo, pocillos efervescentes de chicha cuando no de gaseosas agringadas llamadas por algunos de entre ellos guarapo‘e botella, contimás resueltos taturos de papelón con limón, amén de la ñapita de rúcano, alfondoque o pan de horno, a guisa de postre. Y luego a relamerse esos locarios con la panza llena.

                        El Guabinero capitaneaba el pelotón, un saco de yute lleno de hojalatas retrecheras trajinándole las paletas. Más atrasito, María La Guerrillera enunciaba un monólogo incandescente que rebotaba en sus ojos engrillados, del que nomás se pudo comprender “¡Cojan la trilla, aguachinaos!”

                      — ¡Iíiiii! —chilló regocijadamente Unsio, con vocales agudas cual silbato de réferi.

                      — ¡Le cae al que llegue de último! — retumbó la voz de Anguito en la penumbra madrugadora de finales de octubre.

                      — ¡Silencio, Anguito, que tú fuiste el que quemó La Laguna del Pueblo! — retó Chencho, tratando de no perder el paso.

                      — ¿Y tú, mardito Chencho, que le robaste la mujer al cura? — retrucó el aludido, volteándose con arrestos de asestarle unos cogotazos al impertinente.

                    Fierita y el Doctor Ñema se interpusieron y evitaron la riña.

                         — ¡Apúrense es lo que es, que se va a enfriar la papa y Viridiana no solo no va a esperarnos, sino que también nos va a regañar! ¡Dejen la peleadera pa’ después! — aconsejó La Vaquerita, castigando el asfalto con sus botas Loblan puyudas.

                        Unos metros más adelante de la Bomba Aragua los embistió el sol. Cruz María el de la vera hubiera querido aporrearlo con su vara afilada, pero Manigueta, presto como un cunaguarito en celo, le atajó la mano y, con los ojos brotados por la incipiente resolana, le espetó en jerigonza locaria:

                        ¡Cújelo, chupi chupi!

                   — ¡Ah malhaya contigo, cochino congo!— silbó Pegapegoste, invocando a través de la neblina que le espelucaba el cogote resueltas raciones de pernil, chicharrón y teretere.

                        Apuraron el paso al avistar la entrada de la finca. Desde que el tío viudo se había guindado de un mecate, Viridiana y su primo el galán habían quedado al frente. El tío viudo que había recobrado a Viridiana del convento (donde estaba por recibirse de monja) y la había dopado aquella noche de grillos sorgueros y relámpagos estirados, engalanándola con el traje de novia de su esposa muerta, la hermana de la mamá de Viridiana. ¡Viridiana era la viva imagen de la occisa! El tío viudo que sorbió el manjar virginal de la narcotizada novicia. El tío viudo que, presa de un agobiante ratón moral en esa alborada reseca, había cortado por lo sano ahorcándose con la soga peluda de un olvidado columpio.

                        Desde entonces, Viridiana renunció a los votos monacales y, con cristiana caridad, los había socorrido a ellos, a los locarios del pueblo, sanándoles sus llagas, escurriéndoles las lagañas, esculcándoles las garrapatas y las niguas, intentando alejarlos del ocio para inducirlos a la vida productiva. Y el primo galán mofándose de esa utopía aldeana, sin dejar de bucearle las formas a Viridiana.

                       El tropel entró a la finca con su vocinglerío intacto. Pero no había nadie, ni en los paños de sabana, ni en la casa, mucho menos en los alrededores del alcornoque donde se colgó el tío viudo.

                         A la vista del árbol fatídico sintieron un leve recogimiento. Era el atisbo de la muerte desflorando las brumas de la chifladura.

                        — ¡Jambre que me estás matando! — exclamó Paraco, y eso estrenó el salvoconducto para que desfilaran hacia el comedor abandonado.

                        Abrieron las gavetas del seibó y se regodearon con los manteles y las servilletas de lino antes de colocarlos con pudores meritorios sobre la majestuosa mesa de caoba. Mientras, Galavís y Rancio acertaron en la alacena con par de parrilladas criollas ya preparadas al estilo de Generoso Castro, una pierna de venado en salazón según los anales gastronómicos de Félix Cristóbal Ruiz, sendos potes de confituras marca “Nina” comprados en el Supermercado Friuli, y veinte jemes de carne salpresa adobada con una receta secreta del popular Picure. En la nevera develaron una cazuela de caraotas blancas refritas, doce hallacas importadas de la esquina de Mandilito, nueve topochos madurados con carburo y cobijados con periódicos oficialistas empatucados de verrugas galácticas, dos viandas hasta la conga de quesos de mano retumberos y diez bombonitas de guarapo’e botella, de ese que los musiúes llaman Coke.

                        Y arrancó la comilona, cada cual engulléndose su buchaíta con fruición     de gladiador verriondo. Por un momento solo se escuchaban los resuellos electrolíticos de Limache y los clamores heréticos del Loco Martín:

                        — ¡Esa comida es robá!

                        — ¡Cállate la jeta, piazo’e zángano! — le espetó La Loca Rita.

                        — ¡Esa jeba está cogía! — arguyó el Loco Martín sin dejar de mondarle el cuerito a un ala de pollo.

                        Risotadas iban y venían, junto a diálogos inconexos, a la par que los paladares se refocilaban sin descanso.

                        Juan Zarazo resultó el primero que los atisbó bajo el dintel de la puerta del comedor. Viridiana, boquiabierta; el primo galán, despectivo y como advirtiendo: “Esto era de esperarse”.

                        Un destello de culpabilidad y vergüenza los azotó, sobre todo frente a Viridiana, a quien tanto debían. El primo galán les ordenó con altanería de sargento embraguetado desalojar el recinto, “…¡pero lo que es ya!” Viridiana, por su parte, mezclaba desencanto con un tinte de comprensión lastimera.

                        A algunos de los locarios se les deformaron aun más las córneas. Parecían alertas para la agresión. El primo galán crispó los puños. Viridiana temió lo peor.

                        En eso se escucharon los rugidos de las motos, a través de un tapiz de polvo y piedras en volandas. Una hueste de jinetes vandálicos se apoderaba de la finca. Sus intenciones se reflejaban en la mirada vidriosa de sus retinas empachadas de sicotrópicos y aguardiente. Venían a arrasar con todo, a pillar y a secuestrar.

                        Los locarios retrocedieron desde el cobijo de los finos manteles y ante el fulgor de los metales escupidores de muerte. El primo galán intentó un síntoma de resistencia. Un cachazo en la cara y un borbotón de sangre lo redujeron a la impotencia.

                        Los desalmados tenían todas las de ganar. Hasta que varios de ellos rodearon a Viridiana con intención de forzarla. Querían un atracón de lujuria. El deseo sádico los impelía.

                        Jopo dejó de mordisquearse el cuello de la camisa y, arremangándose los ruedos de su braga de caqui “Palo Grande”, los embistió con una furia desconocida en él hasta ese entonces. Mojandas lo imitó con su bamboleo de balancín petrolero. Sin darles un respiro a los malandros, La Loca Agustina, Pescuezo’e Gallo, Arepita y El Esmayao les brincaron encima con ganas de vaciarles las cuencas de los ojos enchavados de tanta droga.

                        Pío Pío Camaguán se arrastró como una mapanare sicodélica y les mordió las pantorrillas a los rufianes quienes, sorprendidos desde todos los ángulos por ese enjambre alucinado, encajaron un ciclón de dentelladas, topetazos, tacles voladores y silletazos. Orejas y narices comenzaron a revolotear desprendidas por mordeduras salvajes. Las manos se les engarrotaron y no pudieron disparar los armamentos rusos. Globos oculares rodaron por el piso. Chícura, El Tarugo y Car’e Muerto les clavaban los cuchillos de rebanar carne en vara por todos lados. El ataque de las abejas africanas quedaba como un juego de niños ante tal acometida. Los que no dejaron el pellejo prefirieron la huida: “¡Paticas pa’qué las quiero!”, imploraron, porque las motos fueron saboteadas por los locarios.

                        Desde aquel día, los locatos no solo siguieron comiendo gratis gracias a las mercedes de Viridiana. Hasta se ganaron el agradecimiento del amoscado primo galán, quien, luego de las pingües comilonas, los enseñaba a jugar Truco, Carga La Burra y Chencho Colorao.

                        Eso sí, apostando puros lepes, porque Viridiana aborrecía los envites.






El tío viudo también quería su festín, pero para él solito

@nicolayiyo