miércoles, 13 de enero de 2010

Primer centenario del padre Chacín


Acto de fin de curso. Al fondo, de izq. a der., el prof. Zerpa, monseñor Chacín y el prof. Matute. En primer plano, el suscrito (8 años), Ana Arbeláez de Soto y Nicolás Soto Martínez.



Carpetas de arena


Vocación imperecedera


por: Nicolás Soto


Corría la segunda mitad de los años ochenta. Trabé conocimiento en Caracas con el recientemente fallecido profesor Manuel Bermúdez, estudios semiológicos mediante. En cierta ocasión, me solicitó, con talante dicharachero: “Sotico, pásame eso ahí por favor”, desplegando los labios para indicar cierto objeto. No pude dejar de preguntarle, “Profe, ¿de qué parte del llano es usted?” Respondió él con otra interrogante: “¿Por qué me lo preguntas?” “Porque solamente la gente del llano amuñuña la boca así para señalar las cosas”. Me confesó, entonces, su procedencia apureña y me preguntó la mía. “Soy de Valle de La Pascua, Guárico”, revelé. “Caracha, chico, ¿cómo está el padre Chacín?”, me replicó enseguida, corroborando a plenitud la cabal identificación de mi gentilicio con la figura de nuestro sacerdote y educador por excelencia.


Tiempo presente. Lito Silveira, destacado docente y amante de las letras, coetáneo del suscrito, pupilo y albacea del padre Chacín, me informa de los preparativos para solemnizar el primer centenario de su nacimiento. La memoria se desplaza, sin solución de continuidad, hasta los ahora lejanos días cuando inauguramos el colegio Juan Germán Roscio, el “colegio del padre”, al decir de los vallepascuenses de ahora y siempre.


Fue en el año escolar 1961-62. La casa parroquial, frente a la plaza Bolívar, al lado de la ahora catedral, nos acogió. Desde su llegada a Valle de La Pascua, en 1958, corriendo los albores de la hoy desleída democracia, el arcipreste trujillano había luchado por concretar una iniciativa docente con el ánimo de plantar una semilla de calidad y rigor en el ámbito escolar. Nosotros no pasábamos de ser unos bisoños, pero intuíamos (¡empezábamos a vivirlo!) un aire de renovación sacudiendo el orbe en esos siempre tan mentados años sesenta (la década maravillosa, al decir del neurólogo Alejandro Cedeño). La iglesia católica se desperezaba. En el despacho parroquial se destacaba una foto del padre Chacín siendo recibido en Roma por Juan XXIII, el papa bueno, el pontífice del concilio Vaticano II, impactante y medular sínodo destinado a remecer las estructuras, las prácticas y la conexión con el resto de la humanidad de la institución erigida a la sombra de Pedro el apóstol, el pescador de almas. Uno era un carajito, pero no resultaba difícil inferir que el padre Chacín había captado la seña de enarbolar su misión a través de la formación de seres humanos íntegros, productivos, calados de ética y moral. Para hacer entrar la crisis en el seno de la ignorancia. Para desplegar el amor eclesial mediante la enseñanza. O, para esgrimirlo a la manera del historiador inglés Thomas Carlyle: “Sin amor no hay conocimiento”.


Valga una anécdota para ilustrar ese celo docente por los valores trascendentes del prelado nacido en La Ceiba, Trujillo. Cuando la muchachada inquieta de la cual formábamos parte salía a recreo, invadíamos el reducido patio de tierra de la casa parroquial con nuestras metras y nuestros gritos: “¡Barajo pichigüeca! ¡Barajo tornique! ¡Todo ahí! ¡Boto tierrita y no juego más!” No sé de dónde salió un par de perros realengos, de esos llamados en el llano rabo’e jilo, objeto de caricias rústicas y de alguno que otro tormento por parte nuestra. El padre Chacín nos enseñó a respetar el derecho de los animales a no sufrir e inmediatamente bautizó al par como Rinconete y Cortadillo. ¿De dónde provinieron tales remoquetes? El padre satisfizo mi curiosidad señalando, en una incipiente biblioteca colegial, un desgastado tomo de las Novelas ejemplares de un tal Miguel de Cervantes y Saavedra. Ahí tuvimos nuestro primer contacto con la picaresca española y con el inmortal autor de Don Quijote. A Dios rogando…


Me regreso a los años ochenta caraqueños. En una conversación con Adriano González León, alguien saca a relucir mi gentilicio. El autor de País Portátil, valerano él, paisano del presbítero él, me señala: “Allá en tu Valle de La Pascua natal vive desde hace unos cuantos años mi coterráneo, el padre Chacín, diseminando cultura y saber, como un abnegado héroe del espíritu”.

Feliz cumpleaños número cien, padre.