viernes, 5 de mayo de 2017

Noventitantos (XXIX)




Capítulo 2

A los tres días de la elección, el avión donde el mayor Clarencio Rincón volaba de regreso a Valencia estalló en el aire. Mucho se insistió en la mano oculta de la guerrilla colombiana, de la cual se había declarado antagonista de manera pública y desembozada.
Siguiendo los requerimientos de mi cuñado el presidente de la República Libertaria Venezolana, me asocié con Óscar Zavala para despachar varios embarques de alimentos, medicinas, repuestos y hasta computadoras para Cuba. Pasaban los meses y no se nos pagaba. Le reclamé airadamente a Zavala y el muy pícaro me reveló que esa gente no le cancelaba nada a nadie, pero que no me preocupara que las verdaderas ganancias iban a llegarnos con las ventas de armas tanto para Fidel como para los insurgentes colombianos. Es más, aseguró el muy gandul, ni siquiera el monopolio petrolero estatal había visto un solo dólar por los no sé cuántos miles de barriles diarios de crudo que se fletaban para la isla. Me sugirió que me tranquilizara: él iba a hablar con el presidente Quiñones sobre el particular. Pero es que ni siquiera yo, su cuñada, tenía acceso a él para plantearle el cobro. Óscar Zavala, haciendo gala de todo su empalago vanidoso de veleta inhundible, me pidió paciencia. Yo le pedí que se fuera a lavar ese paltó. Eventualmente, el gobierno libertario de Venezuela terminó pagando la bendita factura el día del diablo por la mañana, a pesar de que el dinero en efectivo corría a raudales en las altas esferas gubernamentales. Yo, Ornelita Pérez Pirrone, venezolana, mayor de edad, de este domicilio, de estado civil indefinido, a pesar de mi incipiente barriga y en pleno arbitrio de mis derechos libertarios, logré sacarle una buena tajada a esa danza de los millardos, aunque tuve que enseñarle los dientes y los colmillos a los Oscarzavalas, Valentinvergaras y Dongolindanos, de quienes se decía que le pasaban su cosita al propio Yosney, muy por debajo de cuerda, muy a la chita callando. De mi porción del pastel los únicos beneficiarios serían, bien entendido, mi ingenua y siempre querenciosa LauraÉ, el pequeño y adorable Pedro Pablo, y nuestros dos hijos por nacer, es decir, los dos hijos del amor más grande que haya existido en este mundo.

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Esta noche va a ser el acto de juramentación. Tengo el televisor encendido. La cadena ha durado toda la tarde. En un salón de Miraflores debidamente acondicionado, aledaño al balcón del soberano y decorado con varias pantallas gigantes, dignatarios de todos los continentes presentan su salutación al comandante-presidente y a Laura Eunice Pérez Pirrone de Quiñones.
Pedro Pablo está conmigo. No cesa de tocarme el vientre y de hacerme preguntas. Le explico, con toda la ternura que siento hacia él, que muy pronto va a tener dos hermanitos. Dos pequeños y sonrosados alientos que completarán el círculo de nuestra familia, de nuestra indivisible e indisoluble familia. Le digo, de la misma forma, que esos dos pequeños seres que pronto verán la luz son el fruto de un amor inmenso, un amor vastísimo que las dos hermanas creían haber perdido irremisiblemente, pero que fue recuperado en el regocijo de una liberación que va a conmover al mundo.
Pedro Pablo me hace cosquillas con sus deditos en ese ombligo mío que está comenzando a abultarse. Me pregunta cómo puede un bebé estar ahí adentro y cómo hará para salir. Yo suspiro y le hablo del prodigio de la vida, de la concepción y de los lucros incesantes del verdadero amor. Le hablo de Benny. Le digo que Benny es su padre. Él suspira también, me abraza y se reposa sobre mi regazo, quedándose dormido a los pocos minutos.
Mientras siento su respiración serena y acompasada veo que dos jeques de luengas barbas y lentes oscuros le hacen reverencias al comandante-presidente, postrándose delante de él. Quiñones intenta hacerlos levantar y darles la mano. Ellos se yerguen y retroceden sin abandonar sus gestualidades mahometanas y entonando unos cánticos guturales. El comandante-presidente le hace algunas observaciones risueñas a Valentín Vergara,  a don Golindano, a Tiberio Zaavedra y al "Junior" Salaverría. El cortejo de diplomáticos prosigue.
Tomo en mis brazos a Pedro Pablo y lo acuesto en su cama. Lo arropo y retorno frente al aparato. Finaliza esa parte del ceremonial y el comandante-presidente, tomando del brazo a su esposa, se dirige al balcón del soberano. La toma hace una panorámica de la multitud. Arrecian los vítores al aparecer la pareja presidencial, flanqueada por los militares de la custodia y los ministros de mayor confianza y rango revolucionario. En uno de los recorridos de cámara, en medio del apretujamiento de dignatarios y otros asomados, logro percibir el gesto chupado del cantor Ríchar Atencio Villasana y las siluetas ejecutivas de Charlie y Laureano. Luego de cinco minutos de aplausos y exclamaciones de júbilo, Quiñones pide silencio y se arranca con otro de sus estropajosos, trafagosos y ampulosos discursos. Los cuarenta años de las cúpulas putrefactas, los corruptos del ayer, la revolución libertaria, el mundo multipolar donde Venezuela será ahora pieza esencial, bla bla bla…
LauraÉ permanece a su lado con una expresión neutra. De pronto, de entre la masa compacta de militares y ministros emerge una cabeza con turbante, moviéndose como un guiñol aquejado de desatinos empíricos. Mira hacia aquí, hacia allá, hacia arriba y hacia abajo. Parece un pródigo Forrest Gump de seda, amurallado entre caras circunspectas. La masa compacta parece no darse cuenta de su presencia, absorta como está con la perorata presidencial. El del turbante esboza una sonrisilla criptográfica. Se desprende de la masa compacta y se coloca exactamente detrás de Quiñones, asomando sus barbas por encima del encharreterado hombro presidencial. Ahora sí, un edecán se percata de esa intromisión condensada, avanza hacia el jeque, intenta halarlo por el hombro, el beduino lo elude y se sitúa del lado de la otra charretera presidencial gargareando unos vocablos con los que quizás suele azuzar a los camellos en sus lejanos arenales. Quiñones se ha dado cuenta del asunto y, sin interrumpir la andanada verbal, se voltea. El emir escupe algo incomprensible, agitando los brazos. Quiñones se ha callado por un segundo. El militar prende al mustafá por la manga e intenta remolcarlo fuera de escena.
— ¡Suéltelo! —ordena LauraÉ, con una voz desconocida.
Todo el mundo se queda petrificado. Del público, bajo el balcón, no se escucha ni la respiración.
—Pero, ¿qué es esto, Dios mío santo de mi alma? —se oye preguntar a Quiñones.
El edecán suelta al barbudo islámico, sorprendido por la orden tajante de la primera dama.
— ¿Sudé se regüerda, baisano, de Rajiv Gandhi? —pregunta el musulmán prendándose de Yosney Quiñones.
— ¿Qué significa esto? —replica ante las cámaras y los micrófonos el comandante-presidente.
El intruso se despoja de la barba, los lentes y el camisón. Yo salto del sofá. ¡Es Benny! Su diafragma está rodeado de unos bolsones abultados.
— ¡Atrás todo el mundo! —gruñe, sin soltar a Quiñones, cuando el cuerpo de edecanes pretende avanzar hacia ellos— Esto que cargo encima es C4. Ustedes saben lo que es el C4, ¿verdad? Bueno, entonces, échense para atrás.
Mira a LauraÉ. Mi hermana no sabe disimular la palidez.
—Señora, ¡márchese!
LauraÉ parece dudar.
—Márchese, señora. ¡Ya! —repite Benny.
LauraÉ se abre paso entre la masa compacta.
—Y ustedes no se me muevan de ahí, porque mi compañero está exactamente ahí detrás. Director,  abra la toma, por favor, para que el público se dé una mejor idea del emplazamiento de mi colega.
Se ve al otro árabe despojarse también de sus afeites y mostrar, de manera semejante a Benny, los bolsones que le cubren el pecho y la espalda. Es mi papá. Mi respiración se hace anhelante a la par que mis manos y mis pies hormiguean.
Nadie se atreve a mover en el balcón del soberano.
—Ahora, si me permite explicar todo esto, querido amigo —dice Benny, asiéndose de Quiñones—, se trata simplemente del acto definitivo y postrero del SUCRE.
— ¿Qué clase de homenaje es este al grande e invencible mariscal de Ayacucho, compañero excelso en las luchas inmarcesibles de nuestro sagrado padre Libertador? —Quiñones está tragando grueso.
—Es un show, querido amigo —Benny sonríe.
— ¿Un show? —a Quiñones parecen salírsele los ojos de las órbitas.
—Un vodevil psicotrónico y psicotomimético. O, lo que es lo mismo, cuando los medios y la charlatanería arropan la primera naturaleza de los hombres, entonces, y solo entonces, adquieren el rango de substancias. Yo, que he sido un charlatán pusilánime, albergo en mi seno la ilusión de la esperanza, los sueños y las fantasías. Usted también. Por lo tanto, estamos confeccionados en iguales componentes: palabrería y mesianismo.
—Yo soy el representante supremo de la revolución —castañetea Quiñones.
—Revolución, robolución, resolución, revelación, resignación. Usted es el sumo pontífice y el parlanchín artífice de esta sinagoga que ahora está en boga y en la cual todo el mundo se ahoga. Se merece usted, pues, una toga, y de aquí nos vamos todos a bailar al son de "Taboga" en el "Pasapoga". Pasa, poga, pasa y paga, que ahí viene la maga que es muy vaga e indaga tocando un raga. Dígalo ahí por todo el cañón y donando un riñón, mi querido Quiñón.
—Yo soy el presidente de la República Libertaria Venezolana. Usted no es sino un bufón —suda Quiñones.
— ¿Es la bufonería, al igual que la buhonería, un acto superfluo? De la boca de los bufones salen las ruecas de la verdad desnuda y descarnada. Soy, entonces, un bufón en el bufé, un bufón tragón, burlón y fisgón.
— ¿Por qué los bufones tienen que acceder al crimen? ¿Usted no se da cuenta de lo que pretende hacer? Va a aniquilar la posibilidad de que este pueblo, este soberano, esta masa preñada de sueños y fe, esta patria noble y buena, conozca la posibilidad de desquitarse luego de haber afrontado estoicamente los desmanes de las fuerzas del mal —eructa Quiñones.
—Hemos intuido el sagrado carácter de su misión, querido connacional anal. Por ejemplo, fíjese usted, el destino de todo lo que el hombre pone y dispone es convertirse en carroña y ñoña. Toda revolución está de antemano condenada al fracaso porque la revolución destruye, pero no intuye, mucho menos instruye.
—Yo soy la revolución, yo y el soberano somos la revolución, y estamos construyendo el futuro con las quimeras del poeta de la nueva trova para moldear el hombre nuevo —carraspea Quiñones.
—Usted es la canción del elegido, querido sigfrido sufrido, y, como tal, posee la esencia de un redentor frigído y algído en medio de este vahído. Pero insisto y me enlisto en mi rol de  mefisto: ¡¿quiere ver usted, que hasta ahora ha obrado cual veloz cobra, el derrumbe de su obra?! Esa demolición ocurrirá. Ese desplome sucederá. No más rimas para las primas. Hablaré en ingenua prosa, Amalia Rosa,  desglosándome como un periódico de ayer, tal cual se enteró el avaro de Molière. Su obra es grande, ¿verdad?  Dígalo ahí.
Quiñones, todo contrito por primera vez en unos cuantos meses, asiente. Intenta acotar algo pero Benny no lo deja.
—Toda obra grande se desploma. Es algo inherente a su naturaleza, sea física, política o abstracta. Ahí está el templo de Jerusalén para confirmarlo. Ahí están todos los grandes imperios de la historia. Sin ir más lejos, ahí está el ejemplo de Bolívar: vivió lo suficiente para morir amargado al ver la destrucción de Colombia la grande, el emborronamiento de su sueño de unidad latinoamericana y la anarquía en que se sumieron estas naciones que deberían ser una sola. Pero también, ¿hasta cuándo tendremos que soportar esta mitología indigesta y ya francamente tediosa? Al igual que se requiere cada equis tiempo un nuevo mesías, de la misma forma, necesitamos un nuevo liberator, here and now. Bolívar perimió, my dearest, ¿a quién le toca sustituirlo? You or me?
—Para eso debo vivir, para llenar ese destino manifiesto mío y para quebrar ese ultraje histórico al que nos han sometido los imperialismos anglosajones —gargarea Quiñones.
—No se aferre, compañero. Gánese sin flatulencias el pasaje a la eternidad. Sopese las ventajas: usted y yo apenas rozamos la madurez. Los estragos geriátricos aun los avistamos en la lejanía. Tenemos ya una labor hecha que no podremos contemplar nunca. Es preferible, entonces, hacer mutis y partir, sin pagar  ningún peaje vegetativo, hacia la cofradía del nirvana. Ahí están el Che Guevara, Carlos Gardel, Jimi Hendrix, Jim Morrison, John Lennon, Augusto César Sandino, José Martí, Nils Runeberg, Pedro Infante, Jorge Negrete, James Dean, Marilyn Monroe, el "Gocho" Rojas, Canuto, Nicolás Soto,  Franz Kafka, Wolfgang Amadeus el de Salzburgo, Vincent Van Gogh, Evariste Galois, and last but not least, el galileo de las sandalias rotas y el Iscariote. Y ahora, junto a ellos (toquen fanfarria, dear fans), Yosney Quiñones y Benjamín Möllerstein. Eternamente jóvenes, eternamente inmortales. ¿Y sus obras? Incólumes, graníticas, ante el paso corrosivo de los tiempos. Repito y reitero, once again, no se aferre. Pasemos, sin solución de continuidad, al paraíso. Perdamos la sangre y ganemos la inmortalidad.
—Yo soy más grande que Jesucristo —gimotea Quiñones.
—Yo soy más ruin que Judas. Therefore, I am the real messiah.
—No quiero morir, no quiero morir —la voz de Quiñones se apaga.
— ¡Papá! —llama Benny.
Francisco Reinaldo Pérez, esposo de Eunice Pirrone, padre de Laura Eunice y Ornela, hace una seña desde atrás.
—A la cuenta de tres —Benny le soba las charreteras al comandante-presidente. La faz de Quiñones parece la careta trágica del teatro griego.
—LauraÉ, te amo… Ornela, te amo… —dice Benny, mirando fijamente a la cámara— Un… dos… ¡tres!
La pantalla se convierte en una llovizna de rayas blancas y negras.
Siento la puerta abrirse. LauraÉ entra, toda desasosiego, toda angustia, toda amores descalabrados.
Cuando nos abrazamos, nuestros vientres parecen fundirse.

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