viernes, 29 de noviembre de 2013

23.01.1958

Lastres concomitantes

23 enero 1958 en mi pueblo natal





Marcos Evangelista Pérez Jiménez
Michelena, Táchira, 25 abril 1914 - Madrid, España, 20 septiembre 2001


1

El régimen se tambaleaba desde el día de año nuevo. La sublevación de los aviadores de Maracay, en conjunción con los blindados de Hugo Trejo, había sido sofocada. Pero las ondas de choque se delataron con los sucesivos cambios de gabinete y la renuncia forzada del temido capo de Seguridad Nacional, Pedro “Peter” Estrada, y la defenestración de Laureano Vallenilla Lanz (hijo), ministro del Interior y Maquiavelo mayor de la dictadura.

Los partidos ilegalizados hermanaron esfuerzos unitarios al cobijo de la Junta Patriótica. El martes 21 enero los periódicos nacionales no circularon, acatando la convocatoria a huelga general. A mediodía en punto, las campanas de todos los templos redoblaron. El popular “Sapo”, sacristán de la iglesia de La Candelaria (hoy catedral) en Valle de La Pascua, Guárico, se arremangó los calzones y le dio trapiao a los badajos.

El ambiente en mi patria chica pecaba de bucólico. Había habido relativamente poco trabajo para Seguridad Nacional, hasta esas fechas, bajo el mando de un sujeto de apellido Uzcátegui, a quien secundaban los matones conocidos como “el teniente” Fernández y uno apodado “Gavilán”. Otro tenebroso personaje, “el capitán” Almeida, llegado en esos días de enero desde San Juan de Los Morros, garantizaba ante las autoridades estadales la tranquilidad del entonces Distrito Infante, por encima del jefe civil regular, Arturo Díaz Vargas. Connotados personajes locales, simpatizantes del Nuevo Ideal Nacional (parapeto ideológico de la satrapía), refrendaban el anhelo de orden a la brava impuesto por el despotismo.

Me refieren testigos de la época que la tarde del 21, "el capitán” Almeida tuvo un altercado con un residente del caserío Corozal (algunos afirman que era de Jácome), de apellido Martínez (Agapito para algunos de mis informantes, Rafael para otros). En esta reyerta Almeida llevó las de perder, pues Martínez llegó hasta a despojarlo del armamento. Simultáneamente, Jaime Ubieda tradujo la valentía a punto de aflorar al quemar un retrato de Pérez Jiménez frente a la sede de Seguridad Nacional, en la calle Real entre Atarraya y Retumbo, al lado de la arepera de Ponce. Dicha efigie era de obligatoria colocación tanto en sitios públicos como privados.

Una tensa calma anegaba la atmósfera. Mi padre, por ejemplo, marchó bien temprano ese día a Caracas para traerse a mis hermanos Ana Mercedes, ya estudiante en la UCV, y Manuel Vicente, a punto de finiquitar el bachillerato (el Liceo José Gil Fortoul llegaba únicamente hasta tercer año). Algo grande se auguraba por doquier. Vientos de fronda, para decirlo en lenguaje elegante.

2

Al día siguiente, miércoles 22, el cuadro lucía casi normal en aquel poblado de casi veinticinco mil almas. Pocos se sumaron al paro general. No era para menos. Las plantas de radio y TV transmitían programación regular, como si nada ocurriera, mientras, en Caracas, toda la zona céntrica era teatro de mitines relámpagos y calles regadas de tachuelas. Los activistas de la Junta Patriótica eludían sagazmente a las fuerzas represivas. En barriadas como La Charneca y El Guarataro, se enfrentaban a peñonazo limpio contra el fuego graneado de la policía y la Seguranal.

La información solo se obtenía gracias al concurso de quienes dificultosamente llegaban de viaje desde la capital y el centro de la república. Y, por supuesto, a través de los rumores, o “bolas”, no siempre confiables. Los partidos de la resistencia —AD, URD, Copei y el PCV— habían sido diezmados. Los amedrentados líderes locales y regionales casi no poseían canales de comunicación con sus pares nacionales. No obstante, la intuición les susurraba que el régimen, aparentemente, zozobraba. Pero, ¿cómo tener la certitud?

6 de la tarde. Toque de queda. Esa noche resultó cuesta arriba conciliar el sueño. Los noctámbulos pugnaban por sintonizar emisoras colombianas o de otros países, ávidos por enterarse de qué sucedía en Venezuela. Las tres televisoras que a duras penas se captaban en VLP —Radio Caracas TV (canal 2), Televisa (canal 4) y la oficialista Televisora Nacional (canal 5) — habían cesado de emitir antes de medianoche. Ídem, las radios. Silencio en la noche, ya todo está en calma, cantaría Gardel.

Desde la Calle Abajo, posteriormente conocida como avenida Táchira, hoy en día avenida Rómulo Gallegos, se escucharon algunos petardazos. Había mucho botiquín y mucho mabil por ese sector. Probablemente serían algunos borrachos exaltados por el sexo prepago con las hetairas. Vaya usted a saber.

3

Mas, hete aquí que algún insomne logró captar lo insólito a eso de las tres de la madrugada. Radio Rumbos había abierto su señal. El periodista Aquilino José Mata presentaba a su colega Fabricio Ojeda, portavoz de la Junta Patriótica, y al líder adeco zaraceño Jorge “Yoryito” Dáger, quienes a una develaban lo inimaginable hasta hacía poco: Marcos Pérez Jiménez, líder único y sideral, había abordado hacía pocos minutos el cuatrimotor presidencial, conocido como “La Vaca Sagrada”, abandonando el territorio patrio.

“¡Cayó Tarugo, carajo!”, se oyó exclamar a Teodomiro Loreto, mientras corría a encaramarse en una torre de la iglesia para echar a vuelo las campanas. Los pascuenses, todavía lagañosos y algunos ocultando las bacinillas bajo los catres, salían a asomarse, expresando júbilo. A medida que avanzaba el alba, fueron convergiendo hacia la plaza Bolívar, enarbolando el tricolor de siete estrellas y el escudo ostentando el corcel blanco corriendo con el pescuezo voltiao, nuestros eternos símbolos patrios. Manuel Esteban González y Juan Manuel Barrios, por AD, y Facundo Camero Velázquez junto a Alfredo Zamora Pérez, por Copei, insurgieron desde la clandestinidad para arengar a la creciente multitud. Los primeros cauchos quemados propagaron el ardor de la rebelión, mientras Juan Antonio “Palito” Bandres (hermano del bohemio Justo Bandres) y el doctor Francisco Salazar Meneses lograban hacer encender el transmisor de Radiodifusora La Pascua para difundir la buena nueva.

Atrincherados en la antigua prefectura, sobre la acera norte de la calle Real frente a la plaza Bolívar, algunos agentes de Seguridad Nacional y de la policía municipal inhalaron peligro contra sus pellejos. Las pedradas de los manifestantes los encresparon aun más. Asomándose por los ventanales coloniales del vetusto caserón abrieron fuego.

Pero el miedo paralizante que inspiraba la dictadura se había evaporado. De este lado respondieron. Dirigentes comunistas de la talla de Régulo Olivares, el profesor Samuel Eduardo Cuenza (director de la Escuela Normal “Monseñor Álvarez”) y Roque Peñalver dieron muestras de arrojo.

La balacera arreció a la par que Antonio “Loquito” Fuentes y Emilio Carpio Castillo (recién graduado de odontólogo) intimaban la rendición incondicional de los esbirros. Ernesto Alayón les disparaba a los acuartelados desde la esquina de la Real con Atarraya, mientras los hasta hacía poco enconchados líderes sindicales Rafael Silveira y Manuel Figuera organizaban a los manifestantes de la plaza Bolívar. Notorio dechado de intrepidez desplegaron el dirigente juvenil y futuro abogado Manuel “Miningo” Fernández, uno de los Cachutt de quien me aseguran sería vilmente asesinado tres o cuatro años después por un digepol, el flaco Felipe Moyetones (con su sempiterno liquiliqui), Mateo y Dionisio Camero (dirigentes adecos evangélicos), José Noel Pinto, y un luchador popular acciondemocratista a quien llamaban “El Eléctrico” (no he podido averiguar su nombre verdadero), gran tirapiedras y zumbador de tachuelas.

Los polizontes se sabían derrotados. El gentío aumentaba y se enardecía más y más. Agotadas la munición y las ganas de seguir defendiendo una causa a todas luces perdida, lo imprevisible vino en su auxilio, aprovechando ellos para huir brincando por los patios traseros de la prefectura.

Una columna de soldados hizo su aparición, ya casi al final de la mañana, llegando directo desde San Juan de Los Morros, bajo el comando del gobernador del Estado Guárico y jefe militar de la zona, el coronel Roberto “El Turco” Casanova, quien, probablemente notificado vía radio o telegrama (una llamada telefónica de larga distancia era, por esa época, más difícil que moniá un corozo),  decidió apersonarse en Valle de La Pascua para evitar mayores desmanes. Me refieren que contó asimismo con el concurso de un pelotón de guardias nacionales provenientes del entonces floreciente campo petrolífero de Roblecito. Arturo Díaz Vargas puso el cargo a la orden (Almeida lo había conminado a traerle una ristra de muertos, a lo que Díaz, corajudamente, se negó). Casanova de inmediato nombró prefecto a Víctor Camero Pulido, hombre de gran autoridad moral respetado por todos los sectores.

Hubo conatos de linchamiento de esbirros y de algún que otro factótum del perezjimenismo local. Pero el señor Martínez de Corozal (o Jácome) apareció muerto. Hay quienes sospechan que "el capitán” Almeida, gracias al desbarajuste, fue por él y lo liquidó a cuenta de la humillación recibida. También me comentan que, ya apaciguados los ánimos, al llegarse a la sede de Seguridad Nacional, las nuevas autoridades descubrieron un cadáver con evidentes indicios de tortura. Al parecer, se trataba de un ciudadano de apellido Ortega de quien me afirman estaba emparentado con una alta figuranta del régimen actual. Habrá que verificar este dato.

Restablecida la calma en VLP, “El Turco” Casanova marcharía en volandas a Caracas a integrar la Junta Militar de Gobierno, junto al contralmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto y el también coronel Abel Romero Villate. Tal figuración resultaría efímera. A los pocos días, la presión popular lo eyectó del poder en unión de Romero Villate. La opinión pública sentía ojeriza por todo lo que hediera a perezjimenismo.

4

Así pues, mi pueblo natal se distinguió como una de las pocas localidades venezolanas donde se registraron episodios de insubordinación activa contra ese autoritarismo. Una población que hasta ese momento había lucido como apocada y hasta abúlica. Sin embargo, como reza el viejo adagio castizo, la liebre siempre salta por donde menos se la espera.

Yo tenía tan solo tres años de edad y todavía me acuerdo clarito del zafarrancho. A la comadre Teresa Parra se le salía el corazón por la boca con cada detonación.

Años después, Teodomiro Loreto me contaría que, al descender del campanario, se tropezó con el locario Jopo. Venía como diablo que lleva el alma desde la Casa Henry, del lado sur de la plaza, con los ojos desorbitados ante tanto plomo. Teodomiro lo increpó: “Jopo, ¿por qué corres?” Y el aludido le respondió, sin dejar de mordisquearse el cuello de la camisa: “¡Porque no puedo volar!”

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Agradecimientos:
David Gómez
Leonardo Gómez
Héctor Soto A.
Manuel Soto A.


@nicolayiyo