lunes, 31 de octubre de 2011

El estatismo como lacra



El colibrí bizantino



Yo contra el estatismo


In communism, the individual ends up in subjection to the state. True, the Marxists would argue that the state is an 'interim' reality which is to be eliminated when the classless society emerges; but the state is the end while it lasts, and man is only a means to that end. And if man's so-called rights and liberties stand in the way of that end, they are simply swept aside. His liberties of expression, his freedom to vote, his freedom to listen to what news he likes or to choose his books are all restricted. Man becomes hardly more, in communism, than a depersonalized cog in the turning wheel of the state.

Martin Luther King




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Ganas no me faltan de principiar estas disquisiciones fusilando al chivudo Karl Marx: “Un fantasma ha venido recorriendo Venezuela —y, por extensión, a casi toda Latinoamérica y a otras sociedades acogotadas por el atraso y el achante—: el fantasma del estatismo”. El estatismo presentándosenos primorosamente empaquetado, con lacito cuchi y todo,  como paternalismo, asistencialismo, clientelismo, redentorismo y, ¿por qué no decirlo?, como socialismo del siglo actual, anterior o venidero.


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El estatismo se ha disfrazado de todo esto, y mucho más, para prometernos el cielo en la tierra, amén de  la solución cabal de nuestros problemas. Se nos ha vendido el estatismo — con otros nombres, es verdad —como la varita mágica de la justicia y la igualdad. Simultáneamente, se nos obsequia mediante su concurso, la revancha contra los agravios y las iniquidades expiadas por los pueblos oprimidos.

Por supuesto, en boca de demagogos, dictadorzuelos, autócratas, caudillos corrompidos y aun de demócratas confundidos, el estatismo no se llama estatismo, sino, más bien, socialismo, justicialismo, bolivarianismo, nueva república, contraloría comunal, revolución participacionista, o se amolda con cualquier otro mote utilizable. El resultado no varía, la Historia es testaruda al respecto: más poder para unos cuantos aprovechados y más atraso para Juan Pueblote, en momentos cuando se acelera la competencia global al aparear producción y productividad, creación y creatividad, conquistando así nuevos mercados y ganando peso específico en el concierto de los bloques regionales.

Pero, cabe preguntarse, ¿en qué consiste el mentado estatismo? ¿Es una doctrina? ¿O acaso una ideología? ¿Será, más bien, una religión? Alguna interpretación capciosa, a la cual no somos ajenos, lo define como un subterfugio para quienes han ansiado desde siempre hacerse con el mando a toda costa. Expliquémonos.
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El ser humano, desde los albores de la civilización, sintió necesidad de agruparse con sus congéneres —jugando cuadro cerrado, para esbozarlo en términos beisboleros—, esencialmente para defenderse tanto de los peligros de la naturaleza como de la amenaza de otras asociaciones de individuos en la búsqueda del control de los recursos escasos y, por ende, del predominio.

Al congregarse las individualidades, se hizo imperativo arrogarse formas de organización. Las tareas se dividieron y se originaron las jerarquías. Los más corajudos, más dotados y más aguzados descollaron y adquirieron preeminencia sobre los demás. Quienes se rezagaron reconocieron tácita o explícitamente la primacía de quienes se encumbraron. Nació así el poder. ¡Ah, el poder! ¡Con el poder hemos topado, Sancho Lipa!

El poder se vislumbró en los albores de la civilización como un aura irradiada por ciertos elegidos. Los mortales vulgares y silvestres lo reconocían intuitivamente y se doblegaban ante él, surgiendo, de esta manera, los faraones, monarcas, reyes, césares, emperadores, tlatoanis, incas, kanes y demás todopoderosos de la tradición. O te arrodillabas ante ellos, o lo pagabas con tu pellejo.

Mas, hete aquí que las sociedades se fueron tornando más complejas, gracias, entre otras cosas, al perfeccionamiento de las potencialidades humanas: la ciencia, la técnica, las modalidades comunicacionales esparciendo el pensamiento, amén de los imperativos éticos y morales incoados por los sistemas de fe —allí donde comenzó a prevalecer la separación entre religión y estado, luego de grandes matazones por causa de la intolerancia—, y los adelantos progresivos en las esferas de la comprensión y el conocimiento que hicieron brotar exigencias más complicadas. La autoridad per se del ungido de los dioses resultaba insuficiente. Se precisaba de una estructura abarcadora de todo. Como ya existía el sustrato de la nación —conglomerado de almas afines amalgamadas en un ámbito geográfico—, se da el génesis del estado. Brota, consecuentemente, el estado nación.



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El estado emerge como representación política y jurídica del universo nacional. Los monarcas no se contentan con ufanarse del origen divino de sus prerrogativas. Ahora cuentan con la excusa del estado, confluencia y canalización de la voluntad de la nación. El pueblo se supedita al estado. Y el monarca es el estado. Así lo resumió el francés Luis XIV, el rey sol, cuando proclamó: L’État, c’est moi. El estado soy yo. Yo, yo y yo, y nada más que yo. Viva el estado, ergo, viva yo.

El estado, consecuentemente, pasa a ser el todo por el todo. Nada puede superarlo. El estado lo dirige todo. El estado lo posee todo. El fundador del fascismo, Benito Mussolini, lo sintetizó magistralmente: Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato. Mario Cassamassima —un commendatore llanero nacido en Molfetta, por las cercanías de Bari, casi en el tacón de la bota italiana— lo tradujo al criollo de la siguiente manera: “Dentro del estado, todo; fuera del estado, nada; contra el estado, naiboa”. Este lema, por cierto, ha sido imitado hasta la saciedad por los comunistas del siglo 20 y del siglo 21 (“Dentro de la revolución todo, bla bla bla…”), evidenciando así que el comunismo y el fascismo son hermanos mellizales. El mismo musiú con el mismo cachimbo. Ellos son rojos rogelios y se entienden.

Nosotros, hispanoamericanos en general y venezolanos en particular, somos hijos del colonialismo ibérico acatarrado hasta la próstata de mercantilismo, sistema basado en el acaparamiento de metales preciosos y la improductividad, y como tales, nunca, óiganlo bien, nunca hemos gozado a plenitud del sistema de libertades individuales y colectivas con sus implicaciones políticas, económicas, sociales y culturales.

El mercantilismo peninsular se afianzó, precisamente, en los años de los descubrimientos y conquistas de nuevos mundos. Fue la respuesta de la corona unificada de Castilla y Aragón contra la reforma luterana que se desparramaba como reguero de pólvora por el viejo continente, vertiendo la simiente de las libertades económicas y políticas, es decir, de aquello denominado chapuceramente por Marx como "capitalismo".

Los reyes de España otorgaban capitulaciones a los conquistadores y aventajados para explotar las nuevas tierras, pero eso sí, reservándose la propiedad de las riquezas, tanto del suelo como del subsuelo. Ellos, o lo que es lo mismo, el estado, detentaban la titularidad de todo. Habían parido, sin saberlo, al estatismo que todavía nos escuece por estos contornos.

Bajo Isabel y Fernando, Carlos V, Felipe II y demás monarcas absolutos, el reino hispano espalilló el oro y la plata americanos. Nada más con el cerro Potosí, en la actual Bolivia, se deglutieron fortunas colosales. Pero como supeditaban su accionar al sistema mercantilista, donde vale más estar bien conectado con los poderosos de turno amasando caudales que producir con ingenio y competitividad, apenas transcurridos cien años de la llegada a estos lares del genovés Colón, España era una nación arruinada y endeudada hasta los tequeteques. Las ínfulas expansionistas buscando imponer el modelo español — ¿el socialismo del siglo XVI?— se hicieron añicos. Mientras tanto, aquellos países donde anidó la incipiente economía de mercado —Inglaterra, Francia, Holanda, la futura Alemania—despegaron hacia lo que sería a posteriori la revolución industrial, germinando entornos propicios para los descomunales avances científicos, tecnológicos y en todos los cauces del pensamiento atribuibles a la modernidad.

España entró en una larga decadencia, de la cual no salió a flote sino recientemente, luego de echar por la borda al mercantilismo y abrazar el vilipendiado “capitalismo”. La crisis de estos días se parece mucho a la debacle del sobreendeudamiento sufrida por Latinoamérica en los años ochenta. La consigna es sanearse, reordenarse y relanzarse.

¿Y Venezuela? Al igual que la España de los siglos anteriores, nuestro país no logra aun desembarazarse del espejismo estatista. El señuelo petrolero ayuda a cimentar el mito. Pero tarde o temprano nos alcanzará la dura realidad y habremos de cambiar porque bueno pero bueno pero bueno sí, como decía hace añales Julián Pacheco, el muchacho de La Charneca con siete cuartas de espalda.

Por brevísimos lapsos se ha intentado oxigenar el esclerotizado sistema estatista padecido por Venezuela durante cinco siglos, el último de ellos en el intervalo 1989-92 (bajo la turbulenta segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez). Pero siempre recaemos en el tiñoso estatismo y nunca despegamos hacia el desarrollo integral, a diferencia, por ejemplo, de Brasil, Chile y Colombia, naciones que sí parecen enrumbadas por esa vía.



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Nuestra sociedad venezolana ha adolecido de estatismo hasta más no poder. El estado es el dueño del aire que respiramos, del sol que sale por las mañanas, de las paraulatas que cantan en las ramas de los paraguatanes, del agua de los ríos y quebradas, de la lluvia y de la sequía, de la risa y del llanto, del amor y del guayabo negro. El estado lo posee todo. El estado es el dueño del petróleo y no los venezolanos, como se ha proclamado por ahí.

Y, por sobre todo, el estado es el mandamás de turno, del signo que sea. El estado es el jefe de la causa. El estado es yo el supremo. El estado es el amado líder. El estado es él y de él, muy al estilo del absolutista rey de Francia.

¿No creen ustedes que ya es hora de darle matarile al estatismo? Solo así pasaríamos a detentar las riendas de nuestro propio destino. No sé. Digo yo.

@nicolayiyo

lunes, 24 de octubre de 2011

Huecos y troneras del mundo


Arrumacos porosos


Los huecos negros de la intolerancia

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No hay que gozar de una memoria elefantiásica para evocar la calidad de la infraestructura venezolana en el pasado reciente. Aun careciendo de los rasgos idóneos dignos del primer mundo, las carreteras, autopistas, caminos rurales y demás vías de comunicación de nuestro país —amén de las calles, avenidas y veredas de nuestros centros poblados—, mostraban una aceptable transitabilidad.

La ciudadanía se quejaba razonablemente, anhelando mejorías en el estado de dichas arterias, y los responsables de la administración pública, en buena medida acuciados por las presiones comiciales, de alguna manera, en algunos casos con mayor interés y en otros con profusión de excusas para disimular la tardanza, procuraban hacer ver que estaban trabajando para reparar constantemente la vialidad existente y, simultáneamente, ampliar el inventario de nuevas calzadas urbanas e interurbanas.

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En el caso específico del Guárico, la condición deplorable de las carreteras de esta entidad por causa del exceso de tráfico pesado desde Guayana hacia el centro de la república y viceversa, ameritó la instalación de peajes, ejemplo seguido a continuación en el resto del país. Hubo al principio mucha oposición, producto, quizá, de tantos años de estatismo paternalista y clientelar.

Sin embargo, como era época de bajos precios petroleros, se hacía evidente que la administración central no podía sufragar el costo de manutención de las vías y mucho menos la construcción de nuevos ramales. De paso, con la transferencia de responsabilidades a los ejecutivos regionales se impulsaba el proceso de descentralización.

Durante los años noventa, se logró una mejoría parcial de las condiciones de tránsito en las carreteras guariqueñas. Se incrementó el rayado, se colocaron ojos de gato en algunos tramos, aumentó la vigilancia vial con un cuerpo policial habilitado a tal fin, se contó con la presencia de un cierto número de grúas y ambulancias y, de alguna forma, se pudo inferir que estábamos a punto de ingresar a la siguiente etapa: la construcción de la autopista de los llanos centrales. Todo ello en medio de denuncias (fundamentadas o no) de que los peajes servían como caja chica de los gobernadores.

La llegada de la actual sinvergüenzura al poder en 1999 le propinó un frenazo al asunto. Los peajes fueron suprimidos, las carreteras volvieron a ser adscritas al gobierno central y ahí tenemos los resultados: aun contando con ingresos récord en materia de hidrocarburos, toda la vialidad en Venezuela y, por supuesto, la guariqueña, presenta un estado sencillamente patético y lamentable.

Pareciéramos víctimas de una guerra, pero no por causa de la invasión de supuestos imperios, sino por motivo de una conflagración desatada contra los venezolanos por los adalides de la incompetencia, la piratería y la corrupción.

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Al mismo tiempo, las calles y avenidas de las ciudades de todo el país y, por supuesto, las del Guárico y, más específicamente aun, las de nuestro vapuleado municipio Leonardo Infante, presentan a ojos vistas condiciones ya inocultablemente alarmantes.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué es un suplicio desplazarse por nuestras arterias urbanas y rurales? ¿Por qué no se utiliza el dinero de nuestros impuestos para darle adecuado mantenimiento a calles, avenidas y vías de penetración?

La respuesta pareciera girar alrededor de un concepto básico en el ámbito de los desempeños humanos: falta de gerencia. La sobredimensión del factor pugnacidad política privaría por encima de consideraciones de eficiencia y optimización de recursos, tanto humanos como materiales.

Por vivir permanentemente ocupados en las diatribas exacerbadas por el discurso demagógico del amado líder —diatribas manifestándose tanto en el ámbito interno del oficialismo como en su pretensión de silenciar a la machimberra a los factores democráticos que lo adversan—, los actuales gobernantes no se dedican en cuerpo y alma, y mucho menos a tiempo completo, al objetivo para el cual supuestamente fueron electos: la solución de los problemas del municipio, del estado y de la nación.

Y si a eso le agregamos la muy palpable carencia de méritos profesionales y gerenciales, tanto del amado caudillo como de su patriciado burocrático y de su entorno boliburgués, podemos concluir que la incompetencia la llevan enraizada en el código genético.

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Nuestro municipio, al igual que el resto del Guárico y de Venezuela, necesita gentes y políticas abocadas a rescatarnos del estado de cataclismo institucional y catástrofe en la infraestructura al que estamos sometidos.

En el caso concreto de nuestras calles ahítas de agujeros, precisamos de mucho concreto y de  mucho asfalto, pero también de una política de mantenimiento vial permanente, con cuadrillas multiplicándose perennemente a lo largo y ancho de nuestra geografía para mantener, mantener, mantener y mantener nuestra maltratada red vial.

El ingenio popular se ha dado a la tarea de señalizar las troneras que adornan nuestras calles. Los actuales gobernantes, por lo visto, no soportan la burla e ironía del  pueblo. A la primera manifestación de nuestros indignados, vuelan a reprimirlos sin contemplaciones. Bien rezaba el viejo dicho: “La violencia es el arma de los que no tienen razón”.

El pueblo venezolano, el pueblo guariqueño y el pueblo infantino sabrán expresar su descontento por tanta ineficiencia. Sabremos, asimismo, dotarnos de un gobierno que tape los huecos y que le dé mantenimiento oportuno a toda la infraestructura que, a fin de cuentas, es nuestra.

Llegó la hora de la rendición de cuentas.