sábado, 17 de enero de 2015

Noventitantos (I)



Capítulo X
 
                        Todavía recuerdo el ocre pálido y descascarado de las paredes del bloque. Al igual que nuestras vidas allí, el oxígeno reptaba con acritud de estrechez pecuniaria. Todo era grasiento y relumbroso, pegajoso al tacto y con rugosidad de perdigones usados.
                        Valdemar me acompañaba, como de costumbre. Fumábamos, pareciendo las chimeneas de los viejos navíos de la marina de guerra que siempre veíamos surtos en La Guaira. Y, por sobre todo, hablábamos.
                        Era una noche en que la brisa masajeaba los escuálidos arbustos de la vereda. De día se hubiera creído que el sol atosigante era digno de Maracaibo o Cabimas. Los pocos árboles en ciernes habían sido maltratados, inmisericordemente, por los muchachos ociosos de la vecindad y sus camaradas de los cerros.
                       —No son sino pichones de malandros, desgraciadamente— argüí yo, pensando: “los pobres”.
                        —Energías fatuas— arguyó él, carraspeando—. Víctimas de la carencia de canalización y orientación.
                        —Habiendo tantas cosas por qué luchar— aduje.
                   —Es la confusión reinante, producto de la alienación— adujo él.
                        Avanzábamos sin querer apresurarnos. Desde detrás de unas bombonas de gas que jugaban a centinelas de unas persianas raídas en lo más profundo de su gris, provenía la cacofonía delirante de varias telenovelas.
                        —Pan y circo— comenté, estrujando mis pleamares contestatarias.
                        Su rostro cernió una media sonrisa, la misma que siempre se le extraviaba entre los manglares de su barba.
                        —Ahora les ha dado por adaptar las obras de Gallegos y de los Alejandros Dumas, padre e hijo— comentó, enjugando sus rompeolas contestatarios—. Pero eso no les quita ni una ñinguita de estupidez.
                        —Por algo es el huésped alienante— hice gala del oleaje semiótico que se me había impregnado en tantas horas de conversación en los cafetines de Humanidades.
                        A Valdemar le era imposible hablar sin sazonarme con un repertorio de aspavientos mediterráneos.
                        —Es la caja de Pandora del siglo XX.
 —  ¡Uy! —interjeccioné — ¡Qué barroco!
                    —Eso se lo escuché a uno de esos intelectualosos de ateneo que estudian contigo.
                        No pude reprimir una ligera carcajada.
                        —Apuesto a que fue el “Gocho” Rojas.
                      —El mismo que viste y calza— afirmó, acentuando la cuasi sonrisa que se me antojó una media luna islámica.
                        Escuchamos un ruido. Al parecer, un pipote de basura se había tambaleado por obra y gracia de un gato realengo.
                        Valdemar atisbó en la semipenumbra. Las venas de su cuello se hincharon con tensión de vejigas adriáticas.
          ¿Quién está ahí? —resopló, estirando las aletas de su nariz.
                        —Seguro que es un gato...— y no había terminado yo de decir la frase cuando una sombra brincó, evadiendo una columna mal iluminada.
                        —Se aquietaron, pues— exclamó otra silueta que surgió de entre la basura desparramada.
                        Sentí la mano de Valdemar en mi brazo. Me inspiró algo de confianza, pero había unas arrugas de miedo que me cucaracheaban por doquier.
                        Eran dos. Uno tenía una navaja corta. El otro blandía una pistola oscura y anónima. Los ojos de ambos brillaban con fulgor de borrascas jamaiquinas.                   
          ¡Bueno, pinches, aflojando esas nedas! —conminó el más bajito, la mano nerviosa en la navaja calcando péndulos acérrimos.
                        Valdemar no movía ni un músculo. Yo deseaba gritar y correr, pero su mano era un grillete que adormecía mi brazo. No podía hacer nada, aun queriéndolo.
                        El otro me tumbó los libros de un zarpazo. Lo brusco del movimiento hizo que Valdemar me soltara. Le vi al atracador remolinos de manchas en la cara, como si estuviera aquejado de un carare acanelado. Se me abalanzaba. Reculé.
          ¿Qué passsa? ¡O se retratan con los car’e palos o los quiebro a los dos! —chilló el enano.
                        Lo sorpresivo del acoso del careto me hizo trastabillar. Un saliente del empedrado de la vereda se tropezó con mi talón. Mis pies se enredaron con los de mi atacante. Ambos rodamos por el suelo.
                        —Bueno, ¿y entonces qué...? —atinó a decir el enano, sorprendido por el percance. Valdemar le propinó un puntapié en la mano. La navaja describió un arco parabólico, yendo a escorar en la profundidad viscosa de una tanquilla.
                        El otro había quedado aturdido por el tropezón. Valdemar le asestó una violenta patada en el bajo vientre y un puñetazo que le hizo sangrar la boca. El arma se le desprendió de la mano y cayó al piso, cerca de mí. Yo, mientras tanto, haciendo acopio de una valentía que me es desconocida, me arrastré manchándome de sangre la ropa y me apoderé de la pistola.
  ¡Apúntalo! —me ordenó Valdemar.
                        Era increíble. Parecía una película que estuviera viendo en un cine de barrio, una tarde cualquiera de calor agobiante y con una de esas migrañas que te ponen a ver doble. Tenía el arma y la miraba como si aquellos dedos que la estaban sujetando fueran unos dedos súper ajenos.
Valdemar arrojó al enano con fuerza inusitada.  Cayó en un rincón como un bulto de ropa sucia. Me arrebató la pistola con el mismo impulso y la introdujo dentro de su chaqueta. El otro huía por entre los faroles eunucos (casi todos los bombillos habían sido destrozados a pedradas).
          ¿Estás bien? —preguntó, ofreciéndome la mano.
                        Me incorporé por mis propios medios. Las piernas me sabían a flan de adrenalina represada. Valdemar seguía con la mano extendida, observándome con expresión de Shirley Temple rumbo al orfanato.
                        —Ayayayay, mamacita...
                        Nos viramos. El retaco se estaba sobando la rabadilla. Los meniscos le tocaban la tiroides. Tenía los ojos virolos y los párpados entreabiertos. De haber estado en Transilvania, lo habría confundido con uno de los zombis alelados por la baba diabólica del conde Drácula.
                        Valdemar lo alzó por el cuello de la camisa. No tendría más de quince años, quizá catorce, a lo mejor trece, pero bajo la palidez blandengue del único farol no canibalizado se apreciaba un conjunto de facciones duras. Era la propia cara del malandrín de barrio, choro y maloso.
  ¡Me malograste, desgraciao!
                        El ruido produjo el encendido de varias luces en los bloques circundantes. Algunos torsos en siluetas achocolatadas se asomaban.
  ¡Suéltame ya, coñ...!
                        Valdemar le arreó cinco coscorrones más, con furia.
                        —Shshshito— y lo obligó a callar.
          ¿Qué escándalo es ese? ¡Ave María purísima! —se oyó una voz de matrona entremezclada con vicisitudes de folletón televisivo.
          ¡Un atraco, doña Tarcisia! ¡Quisieron robarlos, pero el muchacho de la chiva se defendió como un tigre, puso en fuga a uno y al otro lo tiene ahorita guindao pu’el pescuezo! —clarificó una voz cachifosa perteneciente a una cabeza enjalbegada con unos rollos de papel tualé.
          ¡Adiós canastos, ese como que es Canuto! —prorrumpió un vozarrón que pertenecía a un gordo que de día trabajaba con un camión repartidor de cerveza.
          ¡Por fin lo agarraron! —se regocijó una voz aguda adjudicada a una cajera de supermercado que, esa misma tarde, se había teñido el pelo de amarillo candela.
          ¡Llévenlo pa’la jefatura! —exhalaron varias voces desde la seguridad de sus ventanas enrejadas.
                        Valdemar lo templó como un guiñapo.
                        —Ya escuchaste el veredicto, chiquito. Esta noche te sale calabozo.
                        Por más que pataleó no logró zafarse. A medida que avanzábamos, las luces del bloque se fueron apagando. En algunas ventanas se veían los destellos gris azulados de los televisores reflejándose por encima de los muros impertérritos de la noche.
                        Y, de repente, me inspiró lástima.
          ¿Por qué haces estas cosas? —le pregunté, procurando darle a mi voz un matiz comprensivo a pesar del desagradable rato que nos había hecho pasar.
                        Rehusaba mirarme. Insistí.
  ¿Por qué te dedicas a robar?
                        —Porque es un malandrito... — Valdemar se interrumpió cuando le hice un gesto con la mano para que no prosiguiera.
                        Continuaba con la cabeza gacha. Ya no intentaba liberarse de su captor.
          ¿Cuántos años tienes? —inquirí, sin ningún resquemor en mi aliento.
                        Comenzó a mirarme lentamente, muy de soslayo. De algún modo, logré tocarle cierta fibra aprensiva.
                        —Once...— masculló, volviendo a bajar la cabeza, como apenado.
                        —Tan chiquito y ladrón— comentó Valdemar.
                        No sé qué sentí en ese momento. Quizá fuese un mazacote de furia, contra el sistema anonadante e insensible que empujaba a esas criaturas hacia las cloacas de la vida; y compasión, piedad y ternura por esos desheredados. Los vemos tantas veces, todos los días, en cualquier lugar de la gran ciudad... ¡y volteamos hacia otro lado, insensibles ante ese monumental agobio! Después se nos revuelve el alma leyendo un relato de Charles Dickens, describiendo las infinitas miserias del proletariado londinense en la época victoriana. ¡Qué paradoja, teniendo la viga incrustada en la propia retina!
  ¿Dónde vives?
                        Volvió a mirarme con el rabillo del ojo antes de decidirse a contestar.
                        —Por ahí. En la vía... — su voz sonó un poco más perceptible.
  ¿Cómo? ¿No tienes casa?
                        —Yo cuelgo donde me capture “El Callao tunay, Tumeremo tumorro nay”.
  ¿Quéee? —no comprendí ni un ápice.
                        —Que duerme donde lo sorprenda la noche— tradujo oportunamente Valdemar, procediendo a sacudirlo con ínfulas de titiritero—. ¡Habla claro, chiquito, que no te entendemos!
                        Sus facciones se distendieron, borrándose las asperezas coralinas que rizaban su expresión de duro callejero. Creí que iba a llorar. Al fin y al cabo no era más que un niño. Impulsivamente, tomé su rostro entre mis manos y, como por inercia, nos detuvimos.
                        —Canuto es tu nombre, ¿verdad?
                        Asintió, atisbándome con sus ojitos vidriosos.
  ¿Y tus padres, Canuto?
                        Nuevamente apartó la vista de mí.
                        —Mi vieja chambea por los lados del Nuevo Circo. De vez en cuando m’l’arrimo con algodón d’España porque lo que levanta no es muchongo.
  ¿Y en qué trabaja ella, Canuto?
                        Levantó los ojitos y noté un dolor de médulas, vientres, plaquetas y lágrimas cohibidas.
                        —Es prostiputa...
                        Valdemar, el falso duro Valdemar, el aparente insensible Valdemar, quedó tan conmovido que lo colocó nuevamente en el suelo y apartó sus manos de aquella mínima marejada corporal. Al verse libre, Canuto por poco resbala. Mi compañero lo sostuvo prontamente.
  ¿Te sientes mal? —le pregunté.
                        —Es q’hace días q’m’está latiendo el cajetín. De vainita me di antielote con par de balas frías y un juguete de piñata.
                        Valdemar salió nuevamente en mi auxilio.
                        —Solamente ha comido dos perros calientes y un jugo de piña en varios días.
          ¿Por eso fue que intentaste atracarnos? —pregunté.
                        Su faz pareció readquirir rigores de encrespamientos submarinos.
          ¿Qué tú quieres? Yo no he visto a Linda y las tripochas m’roncan como mina y curveta en día d’San Juan Bailongo.
  ¿Y tu amigo? —proseguí.
          ¿El “Leche Cortá”? Ese es un ñero. Apenas vio al panal aquiles zumbando tacles como Bruce Lee s’piró to’soplao y m’dejó to’abollao.
                        Sin mediar explicaciones, saqué un billete de cincuenta, el último que me quedaba hasta fin de mes, y se lo ofrecí.
  ¿Qué haces? —preguntó Valdemar,
                        Canuto me oteó con aire de extrañeza. No era a menudo a objeto de atenciones semejantes, por decir lo menos.
                        —Tómalo— lo conminé.
                        Su vista se paseaba del billete a mis ojos y viceversa, con torpeza de peñero queriendo atracar y la resaca impidiéndoselo.
                        Al fin se decidió. Sus dedos pequeños y arrugados rozaron los míos.
                        —Es para que comas algo... y no te veas en la necesidad de robar.
                        Valdemar quiso interponerse.
                        —Pero, ¿qué es lo que haces?
                        —Lo único en que puedo ayudar.
          ¿A un malandrito? Mañana va a salir igualito del retén, buscando a quién asaltar...
                        —No lo vamos a llevar a la jefatura.
                        Valdemar se quedó atónito. Le taladré la mirada con una expresión inequívoca: no pensaba retractarme. Al fin, se encogió de hombros.
                        —Bueno. Sea como tú quieras.
                        Me torné hacia Canuto.
                        —Puedes irte.
                        Había un remolino de incredulidad y agradecimiento infantil en su diminuta y redonda cara. Estrujó el billete y lo guardó en un bolsillo de su gastado bluyín.
                        —No quiero que vuelvas a meterte en problemas. ¿Comprendido?
                        Me premió con una sonrisa abrillantada por un pícaro candor antes de partir en veloz carrera, atravesando los vericuetos de los bloques.
                        —Quién te entendiera— suspiró Valdemar, sin resabios de enojo.
                        —No hay nada qué entender— respondí, al tiempo que reanudábamos el regreso a mi casa. Volví a sentir la misma brisa salobre, triste y cadenciosa de mi niñez.
                        Llegamos a una bifurcación de la vereda. Mi edificio estaba a pocos pasos.
                        —Si quieres déjame aquí. No tienes por qué llegarte hasta...
                        —Quiero acompañarte hasta la entrada— me interrumpió Valdemar —. Además, como están las cosas, no desearía que salga otro malandro a despojarte de la plata, así sea con la mejor voluntad de tu parte.
                        No había atisbos de sarcasmo en su comentario.
                        —Eres incorregible— puntualizó, con simpatía de estrella marina.
                        —Soy incorregible— concordé, sonriendo.
                        La reja de entrada estaba próxima. Con la mano libre saqué las llaves.
                        —Gracias por acompañarme, Valdemar.
                        Se aproximó con un donaire de pingüino acaudalado. Su cara estaba muy cerca de la mía y exhalaba un aroma de vísperas de onomásticos patrios. Todavía no sé por qué dejé que me besara. Recuerdo claramente que las mejillas me ardieron y que, cuando cerré los ojos, un vaivén de ínfimas pelotas se destiñó en la pantalla púrpura de mis párpados. De no haber dejado caer los libros por segunda vez en la noche, a lo mejor me hubiera quedado paralizada.
                        Valdemar se inclinó y los recogió. Estaba aturdida.
                        —Hasta mañana— atiné a decir y me introduje tras la reja.
                        —LauraÉ...— susurró él al trasponer yo los primeros escalones.
          ¿Sí? —repliqué, al ver su sombra borrosa y tiesa adosándose a los barrotes de hierro mantecoso.
                        —Te quiero mucho...
                        Tampoco sé aun la razón que me llevó a responderle, casi tartamudeando:
                        —Gracias...
                        Escapé, sintiendo que mis piernas eran un piélago de arcillas y algas huérfanas. Sabía que sus ojos estarían, durante largo rato, barrenando el toldo grumoso de la penumbra, buscándome, ansiándome, percibiéndome. Las manos me sudaban, impregnando los libros con una humedad embadurnada de uveros en los playones. Habría deseado diluirme en cien millardos de átomos de mar, pero se me interponía una piedad meticulosa que me hacía buscar apoyo en la aspereza de la pared de los rellanos. ¡Cómo ansiaba el estado de la perfecta imperceptibilidad!
                        Una puerta se entrecerró con estrépito en uno de los pisos superiores, dejando colar unos graznidos de maremoto nipón. El encantamiento se me difuminó entre perlitas efímeras, huertos en claroscuro y sombras chinescas.
                        Me detuve para recobrar el aliento y vencer las setecientas confusiones y ochocientos cincuenta y nueve dudas que se agolpaban en el istmo que atavía mi cabeza, mi corazón y mis egregios dolores. Tal vez todo era la resultante de esa velada tan repentina y fugaz. Valdemar me atraía, ciertamente, pero... no sé, me copaba una incertidumbre que velaba mi pensamiento. Sí, definitivamente, eso era. No quería reflexionar. No debía reflexionar. Por una vez debía detener la seguidilla de análisis concienzudos que estrujaban mi cerebro. ¿Estaba enamorándome de Valdemar? ¿O era, simple y llanamente, una atracción momentánea, presta a eclipsarse a la menor contrariedad?
                        Nunca había pensado en serio en el amor. Por algún motivo desconocido, no me veía desplomándome víctima de un ensueño. O, por lo menos, así fue hasta que Valdemar me besó. Era diferente. En el liceo tuve una (¿cómo llamarla?) “aventurilla” con un muchacho. Lo hice impulsada por el acoso de mis ¿amigas? Todas estaban experimentando nuevas fronteras. “¿Para qué preocuparse, chama?”, me decían, “si desde que inventaron la píldora puedes hacer el amor cuantas veces quieras y con quien quieras. Si me gusta un tipo, me lo cojo y punto”. Algunas relataban, sin rubor alguno, la manera cómo lo hacían, con cuántos lo hacían, las proezas de cirqueras que hacían. Yo me sentía como cucaracha en baile de gallinas. Por eso fue que me atreví. Para integrarme. Me seleccionaron a un catire que estudiaba en el quinto de Ciencias “B”. Salimos en grupo para una discoteca en Plaza Venezuela. Fue también la primera vez que bebí. Veía a las muchachas darse besos apasionados con sus parejas. Afortunadamente, el catire era medio tímido y lo más que se atrevió fue a agarrarme la mano, y eso porque la única cerveza que me tomé se me subió rápido a la cabeza y me produjo cierta turbación. De ahí, más nada. Seguimos viéndonos durante las semanas siguientes. Él me acompañaba hasta el bloque, igual que Valdemar ahora, y nos despedíamos con un besito púdico en la mejilla. Después de los exámenes finales de aquel julio caluroso y húmedo, las muchachas inventaron un paseo a Playa Pantaleta. Se consiguieron varios carros y partimos. Jugamos con las raquetas, preparamos un sancocho de pescado y, en fin, la estábamos pasando bien. El catire no se despegaba de mi lado. Pero me dio mal espíritu el que la mayoría de los muchachos (y varias de las chicas también) estaban algo subidos de alcohol. Empecé a preocuparme seriamente cuando oscureció y no veía por ningún lado intenciones de regresar a Caracas. Mi asiduo escolta me trajo algo de refresco intentando aplacar el evidente disgusto que ya se me notaba. La bebida me supo algo rara. Al poco rato, comencé a sentirme mal, con el vientre revuelto y la cabeza que me daba vueltas. Busqué un sitio apartado para vaciar el estómago, estragada por las náuseas. El catire venía tras de mí, atorado y procurando asirme. Me recosté de una piedra del rompeolas y vi a una de las muchachas debajo de un fortachón, ambos completamente desnudos. No aguanté más y les vomité encima. Creo que perdí el conocimiento porque lo único que recuerdo es que veníamos en un Jeep descapotado por la autopista. Parecía como si las muchachas iban a estallar en sollozos. El fortachón increpaba al catire y le decía algo así como “¿Tú como que eres imbécil? ¿No sabes que la yoimbina (o algo parecido) puede ser peligrosa? ¡Animal!” Quisieron llevarme a una clínica y me negué. Estaba bastante mareada pero podía mantenerme en pie. Me dejaron en las cercanías del bloque, subí al apartamento y, gracias a Dios, mi mamá y Ornela habían salido. Al día siguiente, tuve las suficientes energías para aguantar con estoicismo el tifón de regaños y recriminaciones.
                        Llegué, por fin, a mi casa. Largos años de convivencia me habían enseñado que, por más cuidado que pusiese al abrir la puerta, nadie me salvaría de los rezongos de mi mamá por llegar tarde.
                        Las bisagras rechinaron con guayabo de gato castrado. Detestaba aquel olor a cigarrillo mal apagado que se extendía a lo largo y ancho. Mi mamá arrancó con una letanía prosaica, adormecida y robotizada.
                        —Hasta cuándo esta carajita va a tener la desfachatez de llegar a esta hora sin importarle que...
                        La voz se fue apagando a medida que me iba desplazando hacia el cuarto. De repente, algo me caminó por las pantorrillas y, por poco, no suelto un grito que hubiera representado el apocalipsis con mi mamá.
                        Ornela reprimía la risa en un rincón. Estaba manipulando un ratón de plástico accionado a través de un tubito que finalizaba en una pera para inflar, parecida a la de un tensiómetro. Sus ojos lucían más bizcos detrás del escudo empañado de unos lentes gruesísimos.
 ¡Chica, que me asustas! —le reclamé, deseando no armar gresca que diera motivo a mi mamá para levantarse y hacerme objeto de un barullo.
  ¡Qué gafa eres! — Ornela sabía cuánto aborrecía ese remoquete— ¡Siempre caes con el mismo truquito!
                        —Ya cállate y duérmete.
                        —No tengo sueño.
  ¿Y por eso vas a fregarme la paciencia?
                        —Estoy fastidiada.
                        Se subió a la parte superior de la litera.
                        —Vamos a jugar parchís, LauraÉ.
                        —No quiero jugar. No estoy de humor.
                        —Nunca me complaces.
          ¿Tú estás loca? ¿A quién se le ocurre jugar parchís a esta hora de la noche? No sé por qué tienes que ser tan atorrante.
                        Comencé a desvestirme.
  ¿Estás cansada, LauraÉ?
                       —Sí, estoy cansada. ¿Y qué?
                        Ornela se sentó en cuclillas en el borde superior de la litera. Era síntoma inequívoco de que no tenía la menor intención de dejarme tranquila por un largo rato.
  ¿Estás cansada de tanto estudiar, LauraÉ?
                        No le hice caso.
                        —Tan rico que es estudiar así, LauraÉ.
                        Mi mutismo pretendía disuadirla de continuar su tonto juego de agobios.
                        —Si es que eso puede llamarse estudiar, LauraÉ.
                        Me puse la franela larga con la que me gustaba dormir y me encaminé hacia el baño.
                        —Con un novio tan chévere cualquiera estudia hasta tardísimo todas las noches.
                        Me detuve en el umbral y me volteé.
                        —Ay, ¡y qué “chabocho” el beso que se dieron junto a la reja!
                        Esto era el colmo.
                        —Mira, piojo— hice un esfuerzo para que mi voz no se saliera de su cauce—, me sigues espiando y... y...
                        Me quedé con el dedo acusador en el aire.
          ¿Se lo vas a decir a mi mamá? ¿O prefieres que se lo diga yo?
                        Nos interrumpió el quejido ronco de ella, a la par que un resplandor de fósforo recién encendido arrojaba vitrales amarillentos en su habitación.
                        —Pero bueno, ¿es que no me vas a dejar dormir, Laura Eunice? Todos los días es este mismo calvario, esta misma vía dolorosa. Qué insensibilidad, Dios mío. La única hora posible en que puedo descansar y vienes a perturbármela. No me ayudas en nada de los oficios de la casa, no me ayudas en nada con tu pobre hermana, no me ayudas en nada con los centavos que me obligan a luchar a brazo partido para ganármelos...
                        Podía ver, a través de los orzuelos rígidos de la penumbra, las pupilas vivarachas de mi hermana en el regodeo. Era su goce particular y nada podía disminuirlo.
                        —...porque somos unas mártires, eso es lo que somos Ornela y yo, nacidas para sufrir y abotagarnos de dolor. Todas las noches me quedo ronca de tanto rezarle a San Judas Tadeo y a San Onofre para que nos iluminen y tú, Laura Eunice, tú lo que haces es burlarte, porque ahora vas a la universidad y te has entregado al ateísmo perverso de...
                        “Variaciones sobres el mismísimo sempiterno tema”, pensé, “igual que escuchar Noti-Rumbos o Radio Reloj Continente por las mañanas”. Presumo que mi gesto de resignación era evidente al trasluz de las sombras homogéneas. Ornela se dejó llevar por la rutina.
                        —Métete al baño de una vez— susurró, estirando la cobija con sus pies huesudos y puntiagudos.
                        —...sí, sí, Laura Eunice, porque eres una inconsciente y a veces soy presa de la angustia y el remordimiento, porque no sé si habré engendrado... cof cof cof... si habré engendrado a una pécora... cof cof cof... a una insensible... cof cof cof...
                        Cerré la puerta del baño y pasé la aldaba. Afuera repercutía la voz de mi mamá que era un murmullo ahogado en lagunas de tos. Cogí Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y me enfrasqué en su lectura. Me aislé del mundo durante un largo rato, desplazándome con ligereza de vestal entre chapuzones de palabras que se enhebraban en mi pecho y me hacían pensar en océanos inmóviles y gaviotas ciegas.
                        Cuando salí del baño, era bien de madrugada. A lo lejos se escuchaba el interminable pasar de los carros por la autopista con ecos de sinfonías tontas. Ornela dormía profundamente. Me acosté y tardé un buen rato en conciliar el sueño. Una franja de luz se posó sobre mis ojos.
                        “Mañana será otro día”, pensé, “y ya veremos”. Las confusiones huyeron de mi alma. Me vi a mí misma nadando desnuda en una playita rodeada de nebulosas opacas.