miércoles, 3 de mayo de 2017

Noventitantos (XXIII)



Capítulo AK47½

—Comunícame otra vez con el güevón ese de Araque.
Al mayor Clarencio Rincón no le agradaba ni un ápice la perspectiva de volverse a enfrentar a las incómodas condiciones de vuelo que veníamos de dejar atrás.
— ¿Araque?… Soy yo otra vez… Llama a La Orchila e infórmales que voy para allá. Necesito urgentemente hablar con el presidente… Me sabe a corn flakes si tus instrucciones eran no revelar su paradero… Voy para allá y punto. Esto es una emergencia nacional… ¡Cállate y haz lo que te digo!
El mayor Rincón colgó. El helicóptero ascendía nuevamente por un costado de la montaña. El mar Caribe cambiaba de magenta a gris, a veces hasta con lengüetas moradas. Nos remecíamos de tal forma que en algún instante creí marearme. Las nubes pasaron del ocre mortecino de la costa a un negro mate que amedrentaba. Vimos chispas eléctricas que deseaban sobar el fuselaje. Pero el pavor se había expatriado en aquel estuario maltrecho que dejábamos atrás, a merced de la fiereza de hombres contra hombres, hombres lobos de hombres, hombres saciándose con la sangre de los hombres. Cerré los ojos un segundo para no ver y no sentir, aun cuando la muerte estuviera al alcance de la mano, en aquel cascarón volador que podría precipitarse al mar en cualquier momento.
A los veinticinco minutos, poco más o menos, todo cambió. El sol apareció, sin timidez, y los nubarrones se esfumaron. Las aguas semejaban una alfombra tenue. Los tripulantes del helicóptero se atrevieron a lucir aliviados. Ornela mantenía un diálogo tajante con el mayor Clarencio Rincón. Yo estrujaba mis manos.
El arenal de La Orchila ya estaba a la vista. Nos aproximábamos a la pista de aterrizaje aledaña a las instalaciones que mantenía ahí la marina de guerra. Una pléyade de efectivos surgió de entre el abigarramiento de aviones y helicópteros. Al descender del aparato, con las piernas temblequeantes, notamos sus caras nada amistosas, casi semejantes a las de la jauría del litoral.
Clarencio Rincón se dirigió con paso firme hacia el inmueble. Nosotras lo seguimos. Los efectivos hubieran deseado interceptarlo, pero el cuadrado y autoritario porte del mayor los disuadió.  De la puerta surgió un oficial. Nos miró con cara de pocos amigos, sobre todo teniendo en cuenta el estropicio que presentábamos Ornela y yo.
— ¿Dónde está el presidente? —ladró Rincón.
—El acceso a esta edificación está prohibido a personal no autorizado. Le ruego que se retire, mi mayor.
Con un movimiento ágil, Rincón lo tomó por la pechera y le enrostró su feroz mandíbula cuadrada.
—Mire, zoquete, yo soy el gobernador del estado Carabobo y esto no es un juego. Llévenos de inmediato ante el presidente, porque si no ahorita mismo le arranco las bolas de un tirón y se las doy de alimento a esos perros que están ahí afuera, y así se ahorran la perrarina que les toca hoy.
El oficial empalideció y decidió que lo mejor era obedecer. Atravesamos unos pasillos refrigerados y llegamos a un portón resguardado por dos policías navales. Al vernos, nos apuntaron con sus metralletas.
— ¡Bajen esas armas, carajo! ¡Firmes, nojoda! —rugió Rincón y los dos susodichos obedecieron como autómatas.
Rincón abrió la puerta de un empujón. Nosotras penetramos al recinto detrás de él. Sentados en los alrededores de un amplio mesón de caoba pudimos ver a Yosney presidiendo una junta compuesta por Fidel Castro, don Golindano, Valentín Vergara, Óscar Zavala, un señor sesentoso con cara picada de viruelas, un rubito regordete de bigotes chorreados y dos atildados adultos jóvenes con porte de yuppies mayameros, todos ellos con un vaso de whisky en la mano.
Silencio embarazoso durante unos segundos. Yosney observó a Clarencio Rincón con una expresión hermética de indio ancestral tallado en paletas de eucalipto. Paseó su mirada hacia mí y esbozó una sonrisa.
—LauraÉ —dijo, viniendo hacia donde yo estaba—, me sorprendes. Pero no te quedes parada ahí, pasa para acá. Precisamente le estamos comentando al comandante Fidel las últimas incidencias. ¿Cómo están ustedes? Adelante, adelante. Le hemos asestado un duro golpe a las cúpulas. Las masas han rodeado, hoy por la mañana, la Corte Suprema y el Congreso, y te informo que ¡están renunciando en pleno! ¡Se han acobardado por completo! ¡No aguantaron un empujoncito! Esto nos deja el camino libre para el referéndum y, por supuesto, para una nueva Constitución, con la cual todos los poderes pasarán a manos nuestras y, por consiguiente, se acelerará el proceso. ¿No es así, comandante Fidel?
—Ha sido un gran triunfo para la Revolución Libertaria, presidente Quiñones —enfatizó el avejentado líder cubano—, pero no hay que dormirse en los laureles. Las fuerzas de la oligarquía y del imperialismo siempre están al acecho. Por eso es que en mi país mantenemos en constante estado de alerta a los Comités de Defensa de la Revolución, manzana por manzana, cuadra por cuadra, casa por casa, para que no se cuele ningún gusano contrarrevolucionario. Por supuesto, ustedes sabrán diseñar los mecanismos adecuados para la realidad venezolana concreta. Pero perpetuamente hay que estar ojo avizor y ser implacable con los enemigos. Eso nunca está de más —Fidel Castro pareció cansarse con un asma sombrío y bebió un largo sorbo de su vaso.
—Maravilloso consejo que tendremos muy en cuenta —manifestó Yosney—y que sabremos agradecer. Precisamente, LauraÉ, tú que perennemente te has identificado con la Causa Revolucionaria (¡tantas veces que lo hemos conversado!) y que has mostrado asimismo una genuina indignación por el bloqueo criminal al que tienen los imperialistas sometida a Cuba, te vas a alegrar con esta noticia que te voy a dar. Hemos decidido ofrecerle petróleo y otros suministros vitales al comandante Fidel en condiciones ventajosas para aminorar el sufrimiento y la penuria que vienen padeciendo desde hace cuarenta años los heroicos cubanos. Es un gesto mínimo de solidaridad de parte de Venezuela hacia Cuba. ¿No es así, comandante Fidel?
—Eso es algo que agradecemos profundamente de parte de nuestro pueblo —dijo, con su voz aflautada, Fidel Castro, sin dejar de chupetear su whisky.
—Pero nuestra adhesión a la Causa Revolucionaria no se circunscribe a esto —Yosney me tomó del brazo y me condujo del otro lado del mesón—, no señor. Permíteme presentarte a estos dos personajes que, estoy seguro, te enorgullecerás de conocer por causa de su inquebrantable fervor revolucionario durante tantos años de lucha en que no han conocido reposo ni confort. En primer lugar, quiero que conozcas al comandante Misael Corolanda, el legendario comandante "Bala de Plata", jefe supremo de las Milicias Revolucionarias de Colombia, el imbatible MRC que tiene al gobierno de la oligarquía colombiana contra las cuerdas.
El comandante "Bala de Plata" se levantó y me ofreció una mano apergaminada, todo obsequioso y zalamero, pero sin mirarme a los ojos.
—Y te presento también al segundo al mando del MRC, mano derecha del comandante Corolanda, el mono Querales —el susodicho me dio su mano regordeta, esquivándome la mirada—, pero no creas que lo llaman mono por lo peludo, no señor, ja ja ja —Yosney le dio una palmada en el hombro a Querales—. Lo que pasa es que en Colombia les dicen monos a los catires. Debe ser porque son una monada, ja ja ja. Bueno, lo cierto del caso es que estamos aquí reunidos tanto para recibir de ellos su visión y su experiencia en aras de ayudar a la incipiente Revolución Libertaria que está dando sus primeros pasos, así como para cimentar mecanismos de ayuda y solidaridad hacia la Revolución Cubana y esta Revolución Colombiana que algún día, toquemos madera, conocerá las mieles del triunfo definitivo. Y, precisamente, concretando esos engranajes de fraternidad contamos con la sapiencia empresarial (tú sabes, todo lo que se refiere a logística, financiamiento, etc. etc.) de gente como Óscar Zavala, un hombre de negocios tan revolucionario como el que más que quisiera que precisamente se contactara con Ornela, mi cuñada, la hermana de mi esposa, quien es también una mujer de negocios muy emprendedora, ojalá y se asociara con él para afinar estas actividades de abastecimiento. Pero esos detalles los dejo en manos de ustedes. Ya Óscar y Ornela se conocen y sé perfectamente que colaborarán con nosotros aportando toda su experiencia, que no es poca, en este árido campo que nosotros, los políticos y militares, no manejamos con tanta afluencia. Y, finalmente, LauraÉ, quiero presentarte a dos grandes amigos de la Causa, cuyo conocimiento nos ha sido posible establecer a través de sus contactos con el MRC, con el comandante Corolanda y con el comandante Querales, a quienes han facilitado valiosos servicios durante estos últimos tiempos, poniendo a su disposición su sabiduría financiera y comercial, pero no por ello abandonando el necesario idealismo del cual se nutre la Causa Revolucionaria, lo cual nos demuestra, y en esto le hago especial énfasis a mi cuñada Ornela, que los negocios no se contradicen con el sueño y la utopía de todo revolucionario genuino. Te presento, pues, al licenciado Charles Huntington, quien a pesar de su nombre anglosajón es más mexicano que el mole poblano, y al licenciado Laureano Londoño, grandes colaboradores en nuestra lucha, gente que nos ha resuelto una infinidad de dificultades con su capacidad y aptitud gerenciales.
"Charlie y Laureano", pensé, tendiéndoles la mano automáticamente y medio aturdida, tanta era la verborrea de mi esposo. Pero tenía que despertar de ese hipnotismo algebraico y así lo hice.
—Yosney… presidente —carraspeé, para sugerirle que me dejara hablar antes de continuar su perorata—, la situación en el litoral…
—Ah, eso ya está bajo control. La gente de la armada se ha hecho cargo. Van a retirar los escombros y a organizar a los damnificados. Mientras, seguimos esperando los resultados de la renuncia colectiva de la Corte y el Congreso, lo que marca la derrota definitiva de esos tunantes, ¿verdad, señores? ¡Qué alegría tan inmensa ver que tus ambiciones comienzan a hacerse realidad y…!
—La situación es muy, pero muy grave —lo interrumpí, intentando guardar la calma.
—No debes preocuparte por eso, LauraÉ. Ya he dado las instrucciones.
Fidel Castro y "Bala de Plata" me tomaron cada uno de un brazo.
— ¿Por qué no se sienta un rato con nosotros, señora Quiñones? —preguntó Fidel, con voz de soprano tísica.
—Ande, su mercedita, concédanos el placer de su compañía —solicitó el guerrillero tolimense.
Un tronido corto y autoritario nos paralizó a todos. El mayor Clarencio Rincón, su mentón aún más cuadrado por causa de la furia, le había dado un manotazo al mesón y nos miraba con ojos coléricos.
— ¡Esto no es un juego, Quiñones! La gente está muriendo como moscas en La Guaira, en Macuto, en Camurí, en todo el litoral. No hay tiempo que perder. Hay que movilizar todos los recursos del gobierno.
—Mira, Rincón, no te permito esta insolencia… —terció Yosney.
— ¡Silencio, Quiñones! Si de verdad te crees un líder mesiánico, entonces muévete y encárate con  todo ese fulano soberano que votó para que tú fueras su dirigente. Así no hagas nada, pero déjate ver. Ponte las pilas porque estamos en medio de una gran tragedia. ¡Ya! —Rincón volvió a golpear el mesón.
Mi esposo el presidente mudó de color.
—Ahorita no se puede volar hasta allá. Eso me lo informaron de la comandancia de la armada.
— ¡Carajo, ahora es cuando tienes que demostrar que tienes los pantalones bien puestos y no como en la noche de Febrero! ¡Qué te importa que haya o no haya turbulencia!
—Estoy reunido con mis camaradas…
— ¡Al diablo con estos revolucionarios fracasados! ¡Tu pueblo aguarda por ti!
— ¡Mayor Rincón, lo voy a meter preso por insubordinación! ¡Yo soy el presidente y…!
Clarencio Rincón dio cinco pasos veloces hacia nosotros y, con la velocidad del rayo, sacó una pistola y se la puso a "Bala de Plata" en la sien.
—Antes de que me pongas preso, liquido a este bandolero a quien tú denominas héroe popular y a lo mejor así le hago un favor a Colombia. Nosotros tres nos regresamos de inmediato para Caracas. Y tú, Yosney Quiñones, más te vale perderle el miedo a las turbulencias atmosféricas y le das la cara a la gente del litoral y a Venezuela entera. Hasta esta noche a las nueve te doy plazo. Camine, señor "Bala de Plata", acompáñenos hasta el pie del helicóptero. Carajo, ¿cuánto no me darían los gringos y el mismo gobierno de Bogotá por la entrega suya, así tan mansito como lo tengo ahora?
Volvimos al campo de aterrizaje y abordamos el aparato. El mayor Clarencio Rincón soltó a "Bala de Plata" y se montó, ya con el helicóptero alzando el vuelo.
En el regreso casi no hubo turbulencia.

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