domingo, 30 de abril de 2017

Noventitantos (XX)


Capítulo J57615©


— ¿Qué sucede? —LauraÉ se levantó como tocada por un corrientazo.
La tierra se cimbró bajo nuestros pies con un quejido hostil. Nos quedamos paralizadas por un momento, a la expectativa.
— ¿Dónde está Benny? —me interrogó LauraÉ, toda ella un manojo de nervios.
Ante lo intempestivo del crujido telúrico, la luz de la linterna parecía haberse disuelto en grumos tendenciosos.
—No es un temblor… no es un temblor… Dios santo, que no sea… —empezó a balbucir LauraÉ, asiéndose firmemente de mi mano— Ornela, mi niño, Ornela…
Volvimos a sentir un sacudón. El estómago se me convirtió en una maizina de retortijones. Sentí un jalón en mi brazo izquierdo que, por poco, no me lo despega.
— ¡Nos vamos de aquí! ¡Ya! ¡Muévanse!
Benny tiró de ambas. Corrí arrastrando, a mi vez, a LauraÉ. Miré hacia arriba al atravesar el patio. El cielo brillaba con una tonalidad puntillosa. Unos relámpagos fugaces cruzaban la bóveda amoratada y difuminaban unas lumbres espectrales. Parecía una madrugada falaz.
Salimos de la casa en estampida. A unos diez metros, cruzando la calle de atrás y pegado al cerro, se hallaba el esqueleto de aceros cuadriculados de un edificio en construcción. Benny nos obligaba a escapar en esa dirección.
—No, hacia allá no. Vamos a buscar mi carro y nos regresamos a Caracas —me opuse.
Por toda respuesta, Benny me empujó con más fuerza. LauraÉ trastabilló, pero Benny fue lo suficientemente ágil y la izó en un santiamén.
Fue, entonces, cuando atisbé el enorme paredón en que se había convertido el mar. Era una masa grisácea y silenciosa. Venía hacia nosotros con una lentitud inexorable, como una guadaña de escarchas, como una pesadilla de terribles toneladas que nos aplastaría en algunos segundos de animación suspendida. De no haber sido por Benny, me habría quedado petrificada ahí, como el conejo ante la serpiente que le enseña sus colmillos, en ese sitio que pronto sería cubierto por las aguas tumefactas, abismada por la belleza descarnada de la muerte.
Benny nos zarandeó, sin misericordia. El instinto me obligó a transmitirle esa inercia a LauraÉ. El horrendo muro de la ola gigante comenzaba a desplomarse a escasos metros de nosotros con un ruido mágico y seco.
— ¡Suban, carajo, suban! —exhaló Benny.
Corrimos por la escalera del edificio en construcción, buscando las alturas. Unos chispazos cruzaban el cielo, a semejanza de cometas de melaza.
No sé cómo lo hicimos, pero LauraÉ y yo llegamos a la azotea en un tris. La estructura se estremeció al encajar el impacto del agua. Mi hermana se aferró a mí y yo me apoyé en una especie de baranda metálica, aguardando lo peor.
— ¡Mi hijo, mi hijo! ¡Reza por él, Ornela!
Fue lo último que escuché antes de que una soberbia onomatopeya de aspiradora lo copara todo. Después de unos minutos de vaivenes alucinantes, sólo quedaron un silencio y una oscuridad de una perfección escalofriante. La mano de LauraÉ seguía firmemente anclada en la mía. Estábamos vivas, al menos, todavía.
—Benny… Benny… ¿Dónde está Benny, Ornela? —me preguntó ella, toda temblorosa, toda nervios, toda ella un susto mayúsculo.
Sin detenernos a pensar ni por un instante comenzamos a gritar.
— ¡Benny! ¡Benny! ¡Benny!
Otro relámpago, muy cerca de nuestras cabezas, nos hizo saltar. Sin embargo, ahí mismo recobramos el aliento.
— ¡Benny! Dios mío, ¡Benny! ¡Responde!
En la extraña luminiscencia, en la opaca luz, en la horripilante fractura de la visibilidad, el mar parecía retirarse, como cogiendo impulso para volver a la carga. El pánico nos invadió. No seríamos capaces de resistir otra embestida de la mar bravía.
Percibimos otro estrépito de masas en colisión. El piso volvió a moverse.
—Cristo todopoderoso, protégenos —murmuré, casi con resignación, ante lo inevitable.
—Dios santo, ¡mi hijo! —LauraÉ se balanceaba al borde de la histeria— ¡Benny! ¡Benny! ¿Dónde estás? ¡No nos abandones!
El cielo se volvió a poner de un escarlata espectral. LauraÉ se abrazó a mí.
Escuchamos una tos apagada. Me sobresalté y me desprendí para  sumergirme en una negrura más sólida que el granito.
— ¡Ornela, no me dejes!
Descendí como diez escalones y palpé un bulto húmedo. Era Benny, en el límite del desvanecimiento, luchando por respirar mientras expulsaba una flema de trementinas y aletas herrumbrosas. Lo así por las axilas y lo ayudé a levantarse.
— ¡Encontré a Benny, LauraÉ! ¡Está vivo! —grité, buscando reconfortar a mi hermana.
Benny escupió algo salobre y me haló hacia arriba. Milagrosamente había conservado sus anteojos. Ahora estábamos de nuevo juntos los tres, esta vez en la azotea. LauraÉ, al vernos, nos estrechó a ambos, contagiándonos sus espasmos y su llanto.
— ¿Qué ha sido todo esto, Benny? —le pregunté, con un aplomo bien falso.
—Un terremoto, un maremoto… —respondió, aprisionándonos a las dos contra su pecho y respirando afanosamente— Si no me hubiera aferrado a esa cornisa, en estos momentos estaría flotando a cinco kilómetros de aquí —Benny acarició nuestras cabezas, buscando reconfortarse con nuestro miedo elevado al cuadrado—, por eso es que nunca hay que dar ese consejo de "no te aferres, no te aferres".
—No te burles de nosotras, Benny —dije, aguantando las ganas de llorar y propinándole unos mullidos puñetazos a las empapadas vestiduras que cubrían su corazón.
El mar se había retirado más allá de la playa y lucía congelado. Yo no sabía qué pensar, mucho menos qué decisiones tomar. LauraÉ, la fuerte y sólida como una roca LauraÉ, sollozaba quedamente, confundiendo sus lágrimas con la garúa infinita.
El suelo volvió a estremecerse.
Aterida de pavor, traté de observar nuevamente el oleaje colosal que nos barrería de una vez por todas. Pero las aguas, a lo lejos, se veían calmas.
— ¿Qué sucede ahora, Benny? —interrogué, sintiendo su abrazo con más fuerza.
—La montaña se está derrumbando.
LauraÉ extrajo fuerzas del terror y contempló, junto conmigo, el avance indetenible de un alud que  arrastraba árboles, carros, desechos y peñascos, ahogando con su manto inapelable los gritos, los aullidos y los cánticos espeluznantes de agonía, en un espectáculo apocalíptico y tiránico.
"Ahora sí vamos a morir", pensé, "comprimidos en este cataclismo de barro y mar. Sin escapatoria. Sin refugio". Lo último que me pasaba por la mente era rezar. De alguna telepática manera, LauraÉ captó este deseo asfixiado por la impotencia y comenzó a recitar el Padre Nuestro.
Benny nos haló a las dos hacia abajo, obligándonos a ponernos de rodillas a su alrededor. "Qué ironía", volví a pensar en otra fracción de segundo, "Benny el descreído, Benny el irreverente, Benny el agnóstico burlón, a breves pasos de la muerte, busca el consuelo divino. Ver para creer. Mejor me pongo a orar yo también. La hora definitiva se acerca".
El edificio se bamboleaba a diestra y siniestra. Todo chirriaba. Todo llovía. Todo se volvió escombros en aquel recorrido de destrucción anónima. Todo se volvió una fotografía de sorderas chuecas.
—Es menester que ofrezcas tu señal ahora, oh padre, oh madre, oh guía —clamó Benny, oteando el cielo con sus ojos desenfocados.
—…ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte… —el responso de LauraÉ decolaba como una tertulia entre codornices estancadas.
"Dame valor; Cristo, y protege, por sobre todas las cosas, al pequeño Pedro Pablo, hijo de LauraÉ e hijo mío". Cerré los ojos y entrelacé fuertemente mis dedos con los de mi hermana y Benny.
La sacudida bajo nuestros pies se intensificaba, como si fuésemos viajeros en una locomotora mórbida irrumpiendo desde un pretérito de blasfemias.
—Padre mío que eres, a la vez, madre de este santuario, hasta ahora tus designios han permanecido ocultos para mí, abandonado a ciegas en esta desolación abandonada a sí misma. Rescátame, yo que soy uno en tres a tu imagen y semejanza. Haz que viva esta simiente de uno que es una trinidad y permíteme darle un nuevo impulso a tu gloria. Aliméntate de mi creencia, nútrete con el fervor renaciente que voy a perpetrar, vigorízame con tu epifanía, somos uno en tres reflejados en ti…
"¿Qué dice este loco?"
La avalancha de lodo se avecinaba. El acero y los remaches crujían. La placa comenzaba a agrietarse. Sentí el pavor de morir.
Ahora, ya, right now! All you need, sweet almighty, is a boost in the world's beliefs to regain your strength! I am the new lamb! But we are three in one! Let us be in thou! —Benny gemía con una desesperación y un espanto helados.
Una bulla metálica y un desplome de rayos inocuos descendieron del cielo. El mundo convulsionó bajo nosotros y su fuerza fue tanta que nos lanzó, nos arrojó y nos manteó. Permanecimos suspendidos en el aire, sin soltarnos, en una descalza estrella de paracaidistas, durante unos segundos eternos, durante unos siglos efímeros. Cuando caímos, un trueno imponente y colérico estremeció la hogaza de universo que se descalabraba allá abajo.
Luego fue el silencio huérfano, la certeza de haber traspuesto esa encrucijada de dolor y carne, la quietud de saberse esencia de la divinidad y la esperanza de haberlo dejado todo atrás.
Estuve tendida de espaldas. Las gotas resbalaban por mi cutis. Tuve sed y bebí hasta saciarme de ese rocío sudado por ti, amor mío, amor místico, amor de santas trinidades.
El piso ya no era una masa dura, pétrea y fría. La noche era una cripta de sal y miel. El reposo endulzaba mi respiración.
Un sagrado impulso me hizo despojarme de toda vestimenta bajo esa lluvia pertinaz, para bautizarme en ti y penetrar a esta nueva vida después de la vida tras la vida más allá de la vida en el infinito de la vida que es el cielo de mi cielo y de mi vida.
Entonces te vi, amor de mi vida, y nos vi a los tres desnudos, tomados de la mano, mirando al cielo que nos abarcaba por doquier. Alcé mi pecho hacia ti, mientras LauraÉ te rodeaba con sus piernas largas y torneadas. El goce tríptico marcó el renacer del amor porque fuimos una para ti y los tres fuimos un solo placer, un solo beso, una sola caricia, una sola adoración y un solo génesis en esa casaca de ternura y deseo. LauraÉ y yo fuimos tu contradictoria Silvia Saint. Ambas fuimos tu virgen hechicera carente de máculas. Amalgama de los tres en el discreto embeleso que nos produce saber tu nombre secreto e impronunciable, ambas siendo el odre donde se desparramaron tus sólidos, líquidos y gaseosos, vasija espiritual para tu saliva, casas indivisas donde se domicilian por los siglos de los siglos tus polvos divinos.
Luego me abracé a LauraÉ y tú nos cubriste con tu cuerpo pecoso de la lluvia, de la luna inexistente, de la tiniebla ingrávida y del viento yermo.
Así nos encontró el amanecer.

miércoles, 26 de abril de 2017

Noventitantos (XIX)



Capítulo F49758Ñ


Carmen Adilia Fragachán, la socia de Ornela, consintió en quedarse con Pedro Pablo. El pequeño, algo adormilado todavía, lloró un poquito pero se consoló cuando su mamá y su tía le aseguraron, con todo el amor del universo, que pronto estarían de vuelta.
Abordamos el automóvil y pusimos proa buscando la autopista. La llovizna no amainaba.
—Cuando me dijo que era un asunto de vida o muerte me dio la impresión de que estaba herido o malogrado —comentó Ornela, denotando mortificación.
— ¿Por qué no te dio más detalles? —pregunté, sin disimular la incertidumbre.
—Tenía miedo de que mi teléfono estuviese pinchado. Hoy en día en Caracas quien no tenga el aparato intervenido es un cero a la izquierda, palabras textuales suyas.
Volvió a sonar el celular de mi hermana.
—Aló… Sí, Benny, soy yo… ¿Dónde es eso?… Okey… Sí, tu número aparece en mi pantalla… Cuando vaya llegando te repico… ¿No puedes decirme qué es lo que pasa?… Sí, sí, no te impacientes, vale… Ya estoy en camino.
Ornela cortó la comunicación.
—Vamos al litoral —dijo—. Cuando lleguemos a Macuto debemos buscar un teléfono público y de ahí lo llamamos. Está sicoseado con una manía persecutoria que lo tiene al borde del descontrol.
Me quedé pensativa. Solo se escuchaba el tilín-tilín de la lluvia sobre el caparazón del carro y el ritmo obstinado del limpiaparabrisas. Ornela conducía a lo máximo que se podía, extremando la prudencia. El pavimento se encontraba más jabonoso que de costumbre.
—Está en la casa de Horacio Quintín —clarifiqué, ya sobre la bajada larga y ondulante que nos llevaría hasta las trochas donde reculaba el mar.
— ¿Cómo puedes estar segura?
—Es una premonición, pero apuesto todo lo que tengo a que está ahí —aseguré.
La lluvia no cedía. Al atravesar el túnel Boquerón II sentimos unas ráfagas de viento húmedo y caliente sacudir el vehículo. El vidrio se empañaba a pesar del aire acondicionado. La visibilidad se reducía.
Pasamos La Guaira. Llegando a Macuto conseguimos una oficina de CANTV con una batería de teléfonos públicos funcionando. No había mucha gente.
—Afortunadamente siempre cargo una tarjeta a la mano, porsia —dijo Ornela extrayéndola de su bolso y descendiendo del auto rauda y presurosa. La vi dirigirse hacia un aparato desocupado, marcar el número con su escrupulosa intranquilidad, sacar libreta y  lápiz, garrapatear profusamente con una mano aguileña y regresarse con una prisa naval que no me dio tiempo a mordisquearme las uñas.
—No te equivocaste, hermana. Está en casa de Horacio Quintín —me espetó mientras arrancaba.
— ¿Qué exorcismo estará llevando a cabo ahora ese loco?
—Vamos para allá y lo sabremos.
La lluvia estaba comenzando a enervarme. Ni arreciaba ni se detenía.
— ¿Habrá estado lloviznando así todo el día? —preguntó Ornela, con los reflejos en máxima alerta: lo último que deseábamos era que el vehículo patinara.
—El agua purificadora que lava y deslava el pecado, bautizando las caries del alma para después transmigrar entre los espíritus solubles y redimirnos por la vida ante la muerte.
— ¿Tú crees que esa seguidilla de muertes… de asesinatos y suicidios creativos tenga redención? —auscultó mi hermana, sin perder la concentración en la ruta.
—Ojalá fuera posible rescatar el alma de los hombres solo a través del amor. Siempre faltará un tonel inadmisible de violencia y, por extensión, de crimen. Hasta el mismo Jesucristo lo entendió así. Lo que más nos exalta de su pasión no son las parábolas y los milagros, sino el vejamen inabarcable al que fue sometido, la tortura y el castigo sangriento con su aforo de dolor infinito. Sin esa riada de aflicciones no nos hubiera llegado su impronta de redentor. Tan solo habría sido otro taumaturgo más. Pero la atrocidad de su suplicio y su agonía lo hizo trascender.
—Yo soy enemiga del dolor, LauraÉ.
—Yo no le temo. Pero te comprendo. Esa aversión al agobio es parte de la influencia de Benny sobre nosotras. Es su lacre personal e intransferible.
Ya nos encontrábamos en Tanaguarena. Yo leía las indicaciones que había anotado Ornela en la libreta. A pesar de lo borroso del panorama pudimos dar con el camino correcto.
Llegamos a la quinta de Horacio Quintín. Apartamos la cinta amarilla con que la policía prohibía el paso a los transeúntes y penetramos. Todo estaba en tinieblas. Por suerte, Ornela había tenido la precaución de traer una linterna y un paraguas.
— ¿Benny? —clamé.
— ¿Dónde estás? —gritó Ornela.
Un súbito ruido proveniente del patio central nos sobresaltó. Una sombra intacta nos salió al paso.
— ¡Benny! ¡Nos vas a matar del susto! —exhaló Ornela.
—Vengan por aquí —replicó él, sin inmutarse.
Atravesamos el descampado. Las gotas nos golpeaban el rostro. Alcanzamos el garaje techado de la casa. Sobre una especie de silla playera extensible se encontraba posado Canuto. El haz de la linterna de Ornela lo recorrió de arriba abajo con una espuma lánguida.
— ¡Canuto! ¡Estás herido! —mi voz era un grito empañado.
Canuto intentó erguirse. Un coágulo sanguinolento emergió de su boca.
—Pero, ¿qué insensatez es esta? ¿Por qué no lo has llevado a un hospital? —el paroxismo se estaba adueñando de mí. Sin embargo, un rasgo de sensatez me señaló la futilidad del enojo. Mi pequeño protector de siempre estaba irremisiblemente condenado.
—Qué bueno q'vino, mi tierna —los ojos de Canuto emitían un chispazo macilento—, porq'este tierruíto como q's'está yendo pa'otro tripeo.
—No digas eso, Canuto —tomé su cabeza entre mis manos.
—Cero muelas, maicuín, q'este bachiche s'acabó.
Miré a Benny con rabia.
— ¿Ves lo que tus disparates producen? ¿Qué necesidad hay de esto?
La silueta de Benny era una hebra sinuosa en el aire aprisionado.
—Qué va-oh, no lo descargue, mi reinita, q'el Benitín es el propio bicharango. Lo q'hemos hacío es limpiá al mundo d'tanto ñero hambroso d'piastras, nedas q'le faltan a unos y les sobran a esos showseros. Porq'l'voy a decir una vaina: estos artistas son la misma miasma q'los q'estaban antes, puro afinque d'mojón y pura coba —un ataque de tos con esputos rojizos lo hizo buscar el aire que se le iba—, pura cotorra y puro apliquéishon. El Benitín y el "Gochíbridis" no'staban pelaos. ¿D'qué vale la pena seguir en este bembeteo? Nací jodío y jodío m'muero, pero m'llevé a unos pajúos en los cachos. Y lo mejor d'tuá vaina es q'la última visión q'm'arrastro es la suya, mi reina bella…
—Debe haber un cielo donde quepamos todos —mi voz estaba empezando a resquebrajarse.
—Ese es un pley donde voy a coroná más efectivo… ¿Benitín? ¿Pa'dónde t'fuiste, pintica?
—Estoy aquiles rondón, Canutillo.
—Nos vemos después del súper barranco, men…
—Viento, fámily.
—Viento, panamá.
—No s'deje mareá c/esos chivos, mi reinita —Canuto se me estaba yendo, como una flor mustia, como un pececillo sereno—. El Benitín tá restiao c/usté y la doctora.
Posó su cara sobre mi pecho. Y dejó de respirar.
Mis ojos estaban anegados. La luz de la linterna parpadeó.
—Benny, ¿por qué se vinieron para acá? —preguntó Ornela, su timbre confundiéndose con el rumor apagado de la llovizna que parecía acrecentarse.
—Era una cábala de Canuto —contestó él, mirando hacia fuera.
— ¿Cómo hiciste para llegar, trayéndolo malherido? —reiteró Ornela.
—Nos vinimos por la carretera vieja. Sorteando derrumbes. Hay escombros por doquier. Gente tapiada, barrios enteros sepultados… —Benny hablaba con un dejo hipnótico.
— ¿No tenían otro sitio dónde esconderse? —Ornela caminaba hacia él y se devolvía, rasgando con su elocuencia pagana la monotonía circular de la penumbra—Ya, ya, ya, ya lo veo. Este es el último lugar donde a las autoridades o a cualquiera (incluyéndonos a LauraÉ y a mí) se les ocurriría buscarlos. La casa de Horacio Quintín Zúñiga. La casa donde se inició toda esta bacanal. La casa donde se desintegró el himen del suicidio creativo…
— ¡Del crimen creativo! —repliqué, con un sollozo abierto y vulnerable.
—El SUCRE, el CRICRE, ¿qué más da? —prosiguió Ornela—Aquí fue donde todo comenzó. Y ahora que Canuto también ha muerto, víctima inocente del sistema y victimario intacto de la mano de quienes lo indujeron, verbigracia tú y Rojitas, Rojitas y tú, todo debe finalizar, como en el ciclo que se reencuentra con su origen, como la serpiente que se muerde la cola, como las agujas del reloj que siempre vuelven al cero. Todo comienza aquí y todo finaliza aquí. ¿No es así, Benny?
This is the end… my only friend, the end —canturreó Benny.
— ¡Todos ustedes están locos! —expulsé un grito sordo y breve.
—Sin embargo, insisto, la primera vez, cual desfloración anunciada, fue un accidente. ¿Oh no, Benny?
—Un accidente… —repitió él, como si fuera un eco pisoteado.
—Algo les salió mal, porque de buenas a primeras el plan de ustedes no contemplaba matar a Horacio Quintín. Pero quiero que tú nos lo cuentes, Benny. Si de verdad LauraÉ y yo lo representamos todo para ti, como tantas veces lo has dicho y lo has escrito, si nos amas a las dos como si fuéramos una sola, ¿por qué no decirnos la verdad? Por una vez en tu vida, amor mío, for once in your life, love!
Benny seguía atisbando por entre las minúsculas y húmedas agujetas que brillaban en la elipse opaca de mar y confesión.
—Esa noche llegaron ustedes dos, Rojitas y tú —conjeturó Ornela, sin detener sus pasos limpios—, siguiendo esa nota tuya de ataviarse con barbas, sombreros y lentes para que no los reconocieran.
—Los tres… —murmuró Benny, y mi atención se deslizaba del uno a la otra, sin dejar de sentir la cabeza inerte del pobre Canuto en mi regazo.
— ¿Quién era el otro? Ya va, no me lo digas: ¡Canuto!
—El ZZ Top de la ínfima revancha —alegó Benny.
—Así pues estoy en lo cierto —cotejó Ornela—. Vinieron a desquitarse en la persona de Horacio Quintín por haber sido derrocados de la novela.
—No, al contrario, ese no era nuestro propósito.
— ¿Cuál era la intención, entonces? —preguntó Ornela.
—Conversar, cotorrear, just to talk shop, sin ninguna mala vibración. Es más, el propio Horacio Quintín lo dejó entrever así al recibirnos. No hard feelings. Sacó una botella de whisky y nos pusimos a hablar de lo que había sido el rumbo delirante que cogió la novela mientras él estuvo preso. Comentó que se había reído con algunas de nuestras ocurrencias. Yo lo hubiera dejado todo de ese tamaño, pero el "Gocho" se mostraba reticente y abstraído, como si tuviera algún rencor escondido por ahí dentro, sin aflorar.
— ¿Y cuál fue el detonante? —Ornela aceleraba sus pasos para no perder el hilo azuzado de las revelaciones y los razonamientos.
—Canuto sacó unos grametes que yo le había dado hacía varios días para que me los encaletara hasta nuevo aviso y que yo había olvidado por completo.
— ¿Unos gramos? ¿De perico?
—De pericardio.
— ¿Dónde conseguiste esa droga? —Ornela no se detenía.
—Me la dieron Charlie y Laureano de pura cortesía.
— ¿De pura cortesía? ¿Tus amigotes?
Esos mismos. My college buddies.
— ¿Y se puede saber en qué andan metidos tus amigotes?
—Andan metidos en unos negociazos aquí con las altas esferas. De hecho, creo que no les hace falta protección porque para donde se mueven siempre van respaldados —Benny lucía ahora más receloso.
— ¿Narcotráfico? —Ornela parecía la propia metralleta inquisitiva.
—Por varios comentarios que les escuché, como quien no quiere la cosa, cuando estuve con ellos en el Anauco Hilton, presumo que le están lavando unos dólares a la guerrilla colombiana.
La rapidez de la conversación me estaba mareando.
— ¿De qué están hablando ustedes dos? —exclamé con irritación creciente.
Ornela me refirió rápidamente esa parte de la vida de Benny que yo desconocía. Sus amigos, sus panas, sus compinches, Charlie y Laureano, de México DF y Bogotá, respectivamente, y su reciente estadía en Caracas. Vi la plácida faz de Canuto y envidié su paz, su desconexión y su retirada oportuna de este escenario de locuaces cachalotes.
—Volvamos a esa noche aquí, en casa de Horacio Quintín — prorrumpió Ornela, cada vez más conmocionada—. ¿Qué sucedió después que Canuto sacó la droga?
—Horacio Quintín no quería darse con nosotros. Al principio dijo que él no se metía. Pero yo sabía que sí, porque mucha gente del canal, sobre todo los miembros del elenco, me habían confesado que él no era ningún santo. Quizás en el ambiente de la farándula procuraba que no lo conociesen como consumidor, pero entre los teatreros eso era cosa sabida. Así que le insistimos. El "Gocho" hasta le endilgó que si en realidad no se destapaba era porque no nos consideraba como sus colegas e iguales. Horacio Quintín se amoscó con eso. ¡Todo un socialista como él venir a ser acusado de algo así como racista! Ahí mismo comenzaron ellos dos a dispararse dardos filosóficos reticentes, con citas de autor y toda esa parafernalia de intelectuales de tronío, mientras Canuto hacía la traducción simultánea a lenguaje malandro. Yo me reía hasta más no poder. Y así fue cómo el ambiente se distendió. Horacio Quintín bajó la guardia y decidió compartir, sin más ni más.
—Pero algo salió mal —especuló mi hermana, sin dejarlo tomar aire.
—Nos habíamos atiborrado una buena cantidad de esa kriptonita, cuando la discusión subió de tono. Horacio Quintín nos acusó abiertamente de haberle saboteado la novela. "Chalequeado" fue el término preciso que utilizó. Al "Gocho" no le gustó la cosa y lo llamó intelectualoso vendido, plumario ensoberbecido y otras lindezas. El Horacio Quintín perdió los estribos y nos ordenó que nos marcháramos. Nos corrió por todo el cañón, pues. Ah, pero el Canutín le tenía una ojeriza bien puesta el susodicho, adoptó su aire de malandrín de alcurnia y le soltó al anfitrión que no nos íbamos hasta que no probáramos una risca que cargaba en el bolsillo y que era pura caledonia. El hombre se puso todavía más cómico. Yo lo que hacía era reír y reír mientras me vacilaba un jalao p'atrás con la llave de chorro y la cocinita. Horacio Quintín perdió aún más los estribos y parecía un basilisco. En eso, el "Gocho" lo agarró por detrás, le aprisionó los brazos y me dijo que le sostuviera la cabeza. Dicho y hecho. Enseguida, Canuto agarró un pitillo, lo rellenó de perico y se lo sopló dentro de las narices al inmovilizado Horacio Quintín como si fuera una cerbatana. El "Gocho" estaba tenso y sudoroso.  Nada que ver conmigo, porque lo mío era una risa. "Métele más para que dure una semana engorilado y sin dormir", ordenaba el "Gochín" y Canuto dale que dale. En una de esas, el tipo se puso pálido, empezó a boquear y se desplomó. Lo último que me pasó por la cabeza fue que estuviera muerto, pero Canuto sí captó la parte, recogió todo de la manera más ejecutiva y nos hizo enfilar de nuevo rumbo hacia Caracas. Nos acuartelamos en mi apartamento a terminar de meternos esa bolsa y a bebernos como ocho botellas de whisky. Ahí fue donde el "Gocho" se abrió con nosotros, confesándonos que estaba moribundo, aunque de buenas a primeras no lo pareciera, y que su mensaje postrero en esta vida, su canto del cisne, his swam song, sería el suicidio creativo.
—No entiendo cómo un desahuciado podía con tanta droga —persistió Ornela.
—En realidad el "Gocho" no consumía ni bebía. Estaba enfocado con exclusividad en sus teorías vengadoras y los suicidios pletóricos de creatividad. Ese era su soma.
—Y de ahí el siguiente paso fue convencer al pobre Javier para que se sumara a esa locura de ustedes —argumentó mi hermana.
—Javier también sabía que tenía sus días contados, Ornela. Y te voy a revelar otra cosa que a lo mejor no sabes: estaba perdidamente enamorado de mí. Irremisiblemente y sin esperanzas, porque I'm straight, I love no one but you two, both of you.
—Y también persuadieron a Moisés David Valedón —prosiguió Ornela, sin torcer el rumbo de sus dictámenes.
—El "Leche Cortá", alto pana y secuaz del pobre Canuto, may their souls rest in peace —pontificó Benny.
—Y mataron a Armandito y a Valdemar, en un paralelismo absurdo con la teleculebra —continuó Ornela sin inmutarse y en su nota de Ágatha Christie.
—Y los que faltan —sentenció Benny, con un tono de voz incoloro.
— ¿Quién falta? —exclamé, sin poder contenerme más—¿Hasta cuándo vas a seguir con esta locura? ¿Quién será el próximo inmolado? ¿Te vas a seguir manchando las manos de sangre?
— ¿Quién es el próximo? —gritó Ornela, con un sobresalto.
      En ese momento, un gruñido espantoso brotó de las entrañas de la noche, de la tierra y del mar.