miércoles, 30 de noviembre de 2011

Correrías arevaleras

Tejedurías al guayacán
Emilio Arévalo Quijote (IX)

¡Oh libertad preciosa,
no comparada al oro,
ni al bien mayor de la espaciosa tierra,
más rica y más gozosa
que el precioso tesoro
que el mar del sur entre su nácar cierra;
con armas, sangre y guerra,
con las vidas y famas,
conquistado en el mundo;
paz dulce, amor profundo
que el mar aparta y a tu bien nos llamas;
en ti sola se anida
oro, tesoro, paz, bien, gloria y vida!

 
Lope de Vega, Canción


Hilachas y culatas
                       
Transcurridos el juicio sumario y la ejecución de Tomás Funes, cabía preguntarse, ¿hacia dónde llevaría el rebelde Emilio Arévalo Cedeño su lucha antidictatorial? El resonante laurel había repercutido a lo largo y ancho de Venezuela y Colombia. Algunos cabecillas insurgentes propusieron al guariqueño abrogarse la jefatura total de la insurrección. Era el perfecto némesis del Bagre de La Mulera, adujeron. Arévalo desistió, considerándose un soldado más de una revolución cuyo primer autoritas nominal era el desterrado doctor José María Ortega Martínez. La deslealtad no afloraba entre sus blasones.

Veinticinco días le bastaron para aglomerar fuerzas y emprender ruta en dirección de Maipures, escala previa al Apure, donde buscaría batirse con el sagaz capitoste gomero Vincencio Pérez Soto. Allí recibió nuevas de la llegada del doctor y general Roberto “El Tuerto” Vargas, quien tramoleaba el rimbombante rótulo de jefe de la circunscripción militar del centro, “y como mi ejército pertenecía a su jurisdicción, debía yo subordinarme a él”. La relación entre los dos oponentes contra Juan Vicente Gómez despegaba malamente.

Alega EAC en su autobiografía la usurpación del “Tuerto” de tales títulos de comando. En el marco de un posterior exilio, Arévalo nos relata su reencuentro con los Dres. Ortega Martínez y Baptista: “(…) al darles las gracias por la broma que me echaron al mandar a Vargas allá, me contestaron de una manera categórica y formal que ellos no habían dado ningún nombramiento a Vargas (…) (Cuando) supo Vargas mi gran triunfo de Río Negro se fue para la frontera de Arauca procurando aprovecharlo, llamándose Jefe de la Circunscripción Militar del Centro”.

El penacho tóxico

Vargas se apareció en Puerto Carreño, orilla neogranadina del Meta, junto a Pedro Pérez Delgado, “Maisanta”, y un contingente de ochenta hombres. El “Tuerto” asumió el mando de las tropas insurrectas, designándose al doctor Carmelo París jefe de estado mayor y a Emilio Arévalo Cedeño como jefe de la división Río Negro.  Una vez establecida la jerarquía de mando, navegaron con destinación a Caicara del Orinoco, donde permanecieron “ocho días sin hacer nada y dando tiempo a las tropas de Gómez para que se reacomodaran bien (…) El descontento de la fuerza toda era general, dada la actitud de Vargas, su carácter agresivo y díscolo, sus planes de impertinencia”. La discordia se asomaba como una hidra pestífera.

Ya vadeado el Orinoco, hubieron París y Arévalo de sofocar una escaramuza de rebelión contra el “Tuerto” en Cabruta. Todavía con el desagrado aromatizando el ambiente, la hueste cogió rumbo vía al Capanaparo, sin proponerse Roberto Vargas enfrentar al ejercito gomecista, acantonado a una legua de distancia en el sitio Las Cenizas, demarcación del hato San Pablo. Los contendientes se avistaron y no tardaron las andanadas de Winchester en roznar los sabanales. Según EAC, el “Tuerto” Vargas, en su inmovilidad, se había anidado en una vivienda al otro lado del río y no se apersonó al teatro de la refriega sino mucho después de comenzadas las hostilidades. Los gomeros, comandados por el doctor Febres Cordero y el general Tovar Díaz, se habían desbandado, pero Vargas desistió de perseguirlos y aniquilarlos, logrando los oficialistas entrar tranquilos en San Fernando de Apure a los seis días de este episodio.

Cabañuelas en rasgadura

Llegados a las proximidades de Guasdualito y conociendo del emplazamiento allí de unos setenta hombres del gobiernero batallón Guaicaipuro, el “Tuerto”, al fin, se alistó para atacar. En la noche, faltando tres leguas para alcanzar el poblado apureño, se enteraron del arribo de un contingente andino reforzando la guarnición. 


Arévalo recelaba del apresto del “Tuerto”. Sospechaba de su propensión de remitir a otros al desguazadero mientras permanecía resguardado del fragor por la lejanía. Tamaño jefazo, pues. El guariqueño transmitió la decisión de entablar combate a sus oficiales subalternos, el general Ricardo Arria Ruiz, jefe de la brigada Páez; el general Asisclo Ramírez, jefe de la brigada Cedeño; y el coronel Burguillos, jefe del cuerpo de tiradores, quienes aseguraron darse por entero porque EAC los comandaba, pero no así por obedecer las directivas de Roberto Vargas, a quien descalificaban sin tapujos. Arévalo predicó con el ejemplo y los conminó a mostrar la disciplina del subordinado leal.

A las nueve de la mañana del 21 junio 1921 reventó la batalla. Recién llegado a Guasdualito la noche antes, el general Benicio Jiménez lideraba a los defensores, bien atrincherado y apertrechado. Como “un indio tachirense todo nobleza y rectitud”, lo describiría J.A. De Armas Chitty. Las brigadas Páez, Cedeño y Aramendi, esta última bajo la responsabilidad de “Maisanta”, cargaron con denuedo. El “Tuerto” Vargas permanecía en el punto denominado El Chinquero, a un cuarto de legua del centro de la localidad, en casa de José Dolores Chacón y Elena Molina de Chacón, lejos de la metralla.

El encarnizamiento hacía estragos de lado y lado. Narra Juan Carlos Zapata en su libro Plomo más plomo es guerra: “Por el solar de la pensión pasarían los revolucionarios echando plomo y cortando cabezas a filo de machetazos. En la sala principal sería atendido el doctor Ricardo Arria Ruiz (…) puesto en una mecedora tejida de cuero de ganado. Ahí esperaría por el auxilio del doctor y boticario Silverio Agüero —su amigo aunque no su compañero en esta guerra que no era la suya— quien nunca llegó porque la bala de un francotirador, Pedro Becerra, apostado en el techo de la casa de don Tobías Arellano, lo dejaría muerto a cien metros de la pensión”. Ricardo Arria Ruiz sería transportado eventualmente en hamaca hasta Arauca donde se restablecería.

Emilio Arévalo Cedeño penetró al pueblo por la entrada de Los Corrales, mientras “Maisanta” lo hacía por el paso de La Manga. Arria Ruiz lo había hecho por Morrones, donde cayó con el plomazo que lo malogró. Cuenta Zapata: “En una de las calles de Morrones también resultó herido Pedro Fuentes. Eran como las seis de la tarde del primer día de batalla, cuando una bala le destrozó la quijada. Con el tiempo, en Bogotá, se la reconstruyeron con una prótesis de plata y desde entonces se le conoció en todo el llano como Quijada’e Plata”.

Las calles de Guasdualito esgarraban plomo y sangre. Roberto “El Tuerto” Vargas, desde los arrabales, y Emilio Arévalo Cedeño, arrimado a la balacera, dirimían sordamente, a su vez, una pugna caribe y retrechera. ¿A quién le sería develado el hado del triunfo?

@nicolayiyo

El estatismo debe agonizar


Vanaglorias y redoblantes

Matarile al estatismo (I)

por: Nicolás Soto

Todo poder es o se vuelve de derecha. Solo lo convierte en izquierda el control que se ejerza sobre él.
 Jean François Revel


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¿Cuán difícil es desahuciar un concepto mineralizado por siglos y siglos de inercia? Y, en simultáneo y parafraseando el lugar común, ¿qué impide a una nueva idea pulverizar los atavismos y las conductas empegostadas e imponerse con la pujanza de lo inédito, lo ineludible y lo evolutivo? La respuesta parecería empalmarse con dos ingredientes humanos intrínsecamente coaligados: el timing (como dicen los anglosajones), y la energía de algunas élites para irradiar la buena nueva.
                       
Refirámonos a lo primero, considerándolo en su acepción de sentido de la oportunidad y aprovechamiento del momento adecuado, yéndonos a un par de ejemplos históricos. ¿Por qué si nos vanagloriábamos de patriotas a calzón quitao no salieron nuestros ancestros a apoyar con todos los hierros a Gual y España en las postrimerías del siglo XVIII? ¿Ídem con las dos invasiones frustradas de Francisco de Miranda a principios del XIX? Un exégeta del marxismo apuntaría: no estaban dadas las condiciones objetivas. Dicho de otra forma, la noción de independencia no había madurado aun. Algún cínico añadiría: el miedo siempre ha sido libre y a cualquier hijo de la panadera le daría grima verse guindado por el pescuezo con la lengüeta afuera. ¿Mártir yo? ¿Y por causa de una idea no probada todavía? Basirruque murió tosiendo.

De haber existido, en aquellos días, congéneres de la cepa de los actuales encuesteros, seguramente habrían disecado el temperamento de la opinión pública, asegurando la disociación de los radicales gualyespañeros y mirandistas con el ánimo ciudadano, además de reiterar, de acuerdo a sus cifras, la masiva identificación del pueblo con la monarquía gracias a sus “misiones” sociales y su consecuente enganche emocional. Algunos simpatizantes reblandecidos del patriotismo habrían repetido, cual las cotorras que ahorran, tales diagnósticos “técnicos” y habrían descalificado por extremistas a quienes sí se cuadraban sin esguinces con la idea independentista.

Fue menester aguardar la invasión napoleónica a la península ibérica para alumbrar el designio emancipador. En el ínterin, hasta Simón José Antonio de Santísima La Trinidad Bolívar permaneció encuevado en San Mateo, llorando su viudez y añorando el sibaritismo disfrutado otrora en París (Oh la là, les plaisirs de la chair, voyons!). Abdicado a punta de bayoneta el cornudo Carlos IV y pagando cana el deseado Fernando VII en Bayonne, Francia, el vacío de poder sobrevenido en la madre patria aguijoneó el ansia autonomista en las posesiones americanas. Vainas del destino. Ni antes ni después, sino en ese preciso y certero instante pudo parirse nuestra independencia política con respecto a España. Date con el timing.

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Aherrojados en la agobiante espera, pero semejándose a Cristo y sus doce pupilos predicando en el erial, algunos empecinados, obcecados y tozudos personajes mantuvieron viva la llama del anhelo independentista. Gentes leyendo en la clandestinidad a los enciclopedistas, compartiendo las disquisiciones de los filósofos de la Ilustración, comentando apasionadamente las turbulencias de la independencia estadounidense y la Revolución Francesa. Hasta el momento cuando el timing resultó propicio y emergieron de las madrigueras para vocear el alegato desquiciador de la realidad vigente, la realidad cuestionada, la realidad insensata que ellos venían a trastocar, la realidad virtual impuesta por un despotismo de trescientos años.

En el tiempo presente venezolano, signado por un militarismo abrazado sin ambages a la versión más troglodita del estatismo bajo el remoquete de comunismo del siglo 21, las mentes más esclarecidas desempeñándose en disímiles ámbitos —académicos, políticos, económicos, laborales, culturales y mediáticos— comienzan a abordar, sin complejos, la necesidad de descabezar, de una vez por todas, tan nefasta y achantada práctica.

Vale la pena preguntarse, ¿por qué el estatismo se ha asido tanto a nuestra psique social? ¿Por qué nos engrinchamos cuando escuchamos, por ejemplo, que el petróleo no debería seguir perteneciendo al estado y apellidamos de apóstata, blasfemo, impío y hasta de “lacayo del imperialismo” a quien osare expresarse de este modo?

¿Acarreamos dosis de estatismo en nuestro ADN histórico? Es cierto, se ha repetido hasta la saciedad, que la monarquía ibérica fue la mar de mercantilista, vale decir, su accionar prefiguró el patrón estatizante. Todo pertenecía a vuesa majestad, el rey. Si querías ascender en la escalinata social, debías arrimarte a su sombra, probar tu limpieza de sangre, bajarte de la mula para ponerte en un título nobiliario si eras un gran cacao y, por supuesto, ganar sus favores. No valían méritos ni esfuerzo creador. Si el rey hubiera lucido una verruga y pertenecido al Pusv te habría exigido la franela rojo rogelia. Y caudales, muchos caudales, preferiblemente oro y plata. Los mantuanos serían antecesores, por tanto, de los boliburgueses en boga hoy.

Pero aristócratas criollos como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar encabezaron la empresa emancipadora y —pos fíjese, dirían en México— sus pretensiones abarcaban la libertad de comercio, la protección a la propiedad, el estímulo a la iniciativa individual, la atracción de capitales para crear riqueza y por ahí seguimos. ¿No lo creen? Léanse el Discurso de Angostura o cualquier otro documento del adalid republicano nacido en la cuadra de San Jacinto a Traposos. Consulten cualquiera de sus biografías, desde la de Emil Ludwig hasta la de Indalecio Liévano Aguirre, por citar algunas. A la sazón, aplicando la verba comunista, certificaríamos el tufo a capitalismo del hijo de doña Concepción Palacios.

Al morir Bolívar y desmembrarse la República de Colombia (la Grande), José Antonio Páez encabezó un período bastante estable, tildado erróneamente como Oligarquía Conservadora, respetuoso de los preceptos liberales mencionados arriba. Su defenestración, en 1848, generó ciclos de anarquía y violencia fratricida, causantes de bancarrota, atraso y hasta pérdida de territorio nacional (sin disparar ni un tiro, excepto contra nosotros mismos). El mercantilismo volvió por sus fueros. Con la irrupción del petróleo, a principios del siglo XX, el estatismo se desembozó, pues el susodicho mineral pertenecía única y exclusivamente al estado, por herencia de las viejas legislaciones españolas. Al ser propiedad del estado pasaba, sin solución de continuidad, al peculio del sátrapa de turno. Durante los cuatro decenios de democracia civil (“la octava república”, o algo por el estilo, según la chorocracia actual), se intentó dorar la píldora asegurándose a los cuatros vientos que “el petróleo es pertenencia de todos los venezolanos”. Pero el mene, el excremento del diablo, nunca abandonó las alforjas del estado. Ergo, el estatismo prevaleció, con todas sus caléndulas de vicio y corrupción, excepto en el breve interregno 1989-92, cuando se intentaron numerosas reformas (Copre mediante), arrojadas luego al albañal por causa de los cuartelazos que prefiguraron el despelote comunista.

Ha sido necesario el fracaso estridente, dispendioso, irresponsable y delincuencial de la actual dictadura para lograr la epifanía —al estilo de Saulo de Tarso a las puertas de Damasco, convirtiéndose luego en San Pablo— de incontables compatriotas, lográndose, por un lado, desechar el almidonado miriñaque conceptual del estatismo (tal cual el apóstol Pablo con el paganismo), tanto en sus variantes de izquierda como de derecha tradicionales, y, por el otro, espolear el análisis, la reflexión y el enunciado de soluciones para una Venezuela deslastrada del chancro estatista.

Tenemos, consiguientemente, las dos condiciones enumeradas con anterioridad para concitar la irrevocable metamorfosis de la sociedad venezolana, estadio al que llegamos con cierto retraso en comparación con casi todo el resto de Iberoamérica. Con el timing y la disposición de las élites hemos topado, mi buen escudero Sancho Panza, farfullaría el ingenioso hidalgo. Faltaría, de seguidas, terminar de sembrar y cosechar el convencimiento de las mayorías, develando el leit motiv, el acicate, el utensilio  movilizador de las voluntades y encofrador de los cimientos de la Venezuela post estatista. A saber…
@nicolayiyo

lunes, 31 de octubre de 2011

El estatismo como lacra



El colibrí bizantino



Yo contra el estatismo


In communism, the individual ends up in subjection to the state. True, the Marxists would argue that the state is an 'interim' reality which is to be eliminated when the classless society emerges; but the state is the end while it lasts, and man is only a means to that end. And if man's so-called rights and liberties stand in the way of that end, they are simply swept aside. His liberties of expression, his freedom to vote, his freedom to listen to what news he likes or to choose his books are all restricted. Man becomes hardly more, in communism, than a depersonalized cog in the turning wheel of the state.

Martin Luther King




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Ganas no me faltan de principiar estas disquisiciones fusilando al chivudo Karl Marx: “Un fantasma ha venido recorriendo Venezuela —y, por extensión, a casi toda Latinoamérica y a otras sociedades acogotadas por el atraso y el achante—: el fantasma del estatismo”. El estatismo presentándosenos primorosamente empaquetado, con lacito cuchi y todo,  como paternalismo, asistencialismo, clientelismo, redentorismo y, ¿por qué no decirlo?, como socialismo del siglo actual, anterior o venidero.


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El estatismo se ha disfrazado de todo esto, y mucho más, para prometernos el cielo en la tierra, amén de  la solución cabal de nuestros problemas. Se nos ha vendido el estatismo — con otros nombres, es verdad —como la varita mágica de la justicia y la igualdad. Simultáneamente, se nos obsequia mediante su concurso, la revancha contra los agravios y las iniquidades expiadas por los pueblos oprimidos.

Por supuesto, en boca de demagogos, dictadorzuelos, autócratas, caudillos corrompidos y aun de demócratas confundidos, el estatismo no se llama estatismo, sino, más bien, socialismo, justicialismo, bolivarianismo, nueva república, contraloría comunal, revolución participacionista, o se amolda con cualquier otro mote utilizable. El resultado no varía, la Historia es testaruda al respecto: más poder para unos cuantos aprovechados y más atraso para Juan Pueblote, en momentos cuando se acelera la competencia global al aparear producción y productividad, creación y creatividad, conquistando así nuevos mercados y ganando peso específico en el concierto de los bloques regionales.

Pero, cabe preguntarse, ¿en qué consiste el mentado estatismo? ¿Es una doctrina? ¿O acaso una ideología? ¿Será, más bien, una religión? Alguna interpretación capciosa, a la cual no somos ajenos, lo define como un subterfugio para quienes han ansiado desde siempre hacerse con el mando a toda costa. Expliquémonos.
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El ser humano, desde los albores de la civilización, sintió necesidad de agruparse con sus congéneres —jugando cuadro cerrado, para esbozarlo en términos beisboleros—, esencialmente para defenderse tanto de los peligros de la naturaleza como de la amenaza de otras asociaciones de individuos en la búsqueda del control de los recursos escasos y, por ende, del predominio.

Al congregarse las individualidades, se hizo imperativo arrogarse formas de organización. Las tareas se dividieron y se originaron las jerarquías. Los más corajudos, más dotados y más aguzados descollaron y adquirieron preeminencia sobre los demás. Quienes se rezagaron reconocieron tácita o explícitamente la primacía de quienes se encumbraron. Nació así el poder. ¡Ah, el poder! ¡Con el poder hemos topado, Sancho Lipa!

El poder se vislumbró en los albores de la civilización como un aura irradiada por ciertos elegidos. Los mortales vulgares y silvestres lo reconocían intuitivamente y se doblegaban ante él, surgiendo, de esta manera, los faraones, monarcas, reyes, césares, emperadores, tlatoanis, incas, kanes y demás todopoderosos de la tradición. O te arrodillabas ante ellos, o lo pagabas con tu pellejo.

Mas, hete aquí que las sociedades se fueron tornando más complejas, gracias, entre otras cosas, al perfeccionamiento de las potencialidades humanas: la ciencia, la técnica, las modalidades comunicacionales esparciendo el pensamiento, amén de los imperativos éticos y morales incoados por los sistemas de fe —allí donde comenzó a prevalecer la separación entre religión y estado, luego de grandes matazones por causa de la intolerancia—, y los adelantos progresivos en las esferas de la comprensión y el conocimiento que hicieron brotar exigencias más complicadas. La autoridad per se del ungido de los dioses resultaba insuficiente. Se precisaba de una estructura abarcadora de todo. Como ya existía el sustrato de la nación —conglomerado de almas afines amalgamadas en un ámbito geográfico—, se da el génesis del estado. Brota, consecuentemente, el estado nación.



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El estado emerge como representación política y jurídica del universo nacional. Los monarcas no se contentan con ufanarse del origen divino de sus prerrogativas. Ahora cuentan con la excusa del estado, confluencia y canalización de la voluntad de la nación. El pueblo se supedita al estado. Y el monarca es el estado. Así lo resumió el francés Luis XIV, el rey sol, cuando proclamó: L’État, c’est moi. El estado soy yo. Yo, yo y yo, y nada más que yo. Viva el estado, ergo, viva yo.

El estado, consecuentemente, pasa a ser el todo por el todo. Nada puede superarlo. El estado lo dirige todo. El estado lo posee todo. El fundador del fascismo, Benito Mussolini, lo sintetizó magistralmente: Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato. Mario Cassamassima —un commendatore llanero nacido en Molfetta, por las cercanías de Bari, casi en el tacón de la bota italiana— lo tradujo al criollo de la siguiente manera: “Dentro del estado, todo; fuera del estado, nada; contra el estado, naiboa”. Este lema, por cierto, ha sido imitado hasta la saciedad por los comunistas del siglo 20 y del siglo 21 (“Dentro de la revolución todo, bla bla bla…”), evidenciando así que el comunismo y el fascismo son hermanos mellizales. El mismo musiú con el mismo cachimbo. Ellos son rojos rogelios y se entienden.

Nosotros, hispanoamericanos en general y venezolanos en particular, somos hijos del colonialismo ibérico acatarrado hasta la próstata de mercantilismo, sistema basado en el acaparamiento de metales preciosos y la improductividad, y como tales, nunca, óiganlo bien, nunca hemos gozado a plenitud del sistema de libertades individuales y colectivas con sus implicaciones políticas, económicas, sociales y culturales.

El mercantilismo peninsular se afianzó, precisamente, en los años de los descubrimientos y conquistas de nuevos mundos. Fue la respuesta de la corona unificada de Castilla y Aragón contra la reforma luterana que se desparramaba como reguero de pólvora por el viejo continente, vertiendo la simiente de las libertades económicas y políticas, es decir, de aquello denominado chapuceramente por Marx como "capitalismo".

Los reyes de España otorgaban capitulaciones a los conquistadores y aventajados para explotar las nuevas tierras, pero eso sí, reservándose la propiedad de las riquezas, tanto del suelo como del subsuelo. Ellos, o lo que es lo mismo, el estado, detentaban la titularidad de todo. Habían parido, sin saberlo, al estatismo que todavía nos escuece por estos contornos.

Bajo Isabel y Fernando, Carlos V, Felipe II y demás monarcas absolutos, el reino hispano espalilló el oro y la plata americanos. Nada más con el cerro Potosí, en la actual Bolivia, se deglutieron fortunas colosales. Pero como supeditaban su accionar al sistema mercantilista, donde vale más estar bien conectado con los poderosos de turno amasando caudales que producir con ingenio y competitividad, apenas transcurridos cien años de la llegada a estos lares del genovés Colón, España era una nación arruinada y endeudada hasta los tequeteques. Las ínfulas expansionistas buscando imponer el modelo español — ¿el socialismo del siglo XVI?— se hicieron añicos. Mientras tanto, aquellos países donde anidó la incipiente economía de mercado —Inglaterra, Francia, Holanda, la futura Alemania—despegaron hacia lo que sería a posteriori la revolución industrial, germinando entornos propicios para los descomunales avances científicos, tecnológicos y en todos los cauces del pensamiento atribuibles a la modernidad.

España entró en una larga decadencia, de la cual no salió a flote sino recientemente, luego de echar por la borda al mercantilismo y abrazar el vilipendiado “capitalismo”. La crisis de estos días se parece mucho a la debacle del sobreendeudamiento sufrida por Latinoamérica en los años ochenta. La consigna es sanearse, reordenarse y relanzarse.

¿Y Venezuela? Al igual que la España de los siglos anteriores, nuestro país no logra aun desembarazarse del espejismo estatista. El señuelo petrolero ayuda a cimentar el mito. Pero tarde o temprano nos alcanzará la dura realidad y habremos de cambiar porque bueno pero bueno pero bueno sí, como decía hace añales Julián Pacheco, el muchacho de La Charneca con siete cuartas de espalda.

Por brevísimos lapsos se ha intentado oxigenar el esclerotizado sistema estatista padecido por Venezuela durante cinco siglos, el último de ellos en el intervalo 1989-92 (bajo la turbulenta segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez). Pero siempre recaemos en el tiñoso estatismo y nunca despegamos hacia el desarrollo integral, a diferencia, por ejemplo, de Brasil, Chile y Colombia, naciones que sí parecen enrumbadas por esa vía.



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Nuestra sociedad venezolana ha adolecido de estatismo hasta más no poder. El estado es el dueño del aire que respiramos, del sol que sale por las mañanas, de las paraulatas que cantan en las ramas de los paraguatanes, del agua de los ríos y quebradas, de la lluvia y de la sequía, de la risa y del llanto, del amor y del guayabo negro. El estado lo posee todo. El estado es el dueño del petróleo y no los venezolanos, como se ha proclamado por ahí.

Y, por sobre todo, el estado es el mandamás de turno, del signo que sea. El estado es el jefe de la causa. El estado es yo el supremo. El estado es el amado líder. El estado es él y de él, muy al estilo del absolutista rey de Francia.

¿No creen ustedes que ya es hora de darle matarile al estatismo? Solo así pasaríamos a detentar las riendas de nuestro propio destino. No sé. Digo yo.

@nicolayiyo

lunes, 24 de octubre de 2011

Huecos y troneras del mundo


Arrumacos porosos


Los huecos negros de la intolerancia

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No hay que gozar de una memoria elefantiásica para evocar la calidad de la infraestructura venezolana en el pasado reciente. Aun careciendo de los rasgos idóneos dignos del primer mundo, las carreteras, autopistas, caminos rurales y demás vías de comunicación de nuestro país —amén de las calles, avenidas y veredas de nuestros centros poblados—, mostraban una aceptable transitabilidad.

La ciudadanía se quejaba razonablemente, anhelando mejorías en el estado de dichas arterias, y los responsables de la administración pública, en buena medida acuciados por las presiones comiciales, de alguna manera, en algunos casos con mayor interés y en otros con profusión de excusas para disimular la tardanza, procuraban hacer ver que estaban trabajando para reparar constantemente la vialidad existente y, simultáneamente, ampliar el inventario de nuevas calzadas urbanas e interurbanas.

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En el caso específico del Guárico, la condición deplorable de las carreteras de esta entidad por causa del exceso de tráfico pesado desde Guayana hacia el centro de la república y viceversa, ameritó la instalación de peajes, ejemplo seguido a continuación en el resto del país. Hubo al principio mucha oposición, producto, quizá, de tantos años de estatismo paternalista y clientelar.

Sin embargo, como era época de bajos precios petroleros, se hacía evidente que la administración central no podía sufragar el costo de manutención de las vías y mucho menos la construcción de nuevos ramales. De paso, con la transferencia de responsabilidades a los ejecutivos regionales se impulsaba el proceso de descentralización.

Durante los años noventa, se logró una mejoría parcial de las condiciones de tránsito en las carreteras guariqueñas. Se incrementó el rayado, se colocaron ojos de gato en algunos tramos, aumentó la vigilancia vial con un cuerpo policial habilitado a tal fin, se contó con la presencia de un cierto número de grúas y ambulancias y, de alguna forma, se pudo inferir que estábamos a punto de ingresar a la siguiente etapa: la construcción de la autopista de los llanos centrales. Todo ello en medio de denuncias (fundamentadas o no) de que los peajes servían como caja chica de los gobernadores.

La llegada de la actual sinvergüenzura al poder en 1999 le propinó un frenazo al asunto. Los peajes fueron suprimidos, las carreteras volvieron a ser adscritas al gobierno central y ahí tenemos los resultados: aun contando con ingresos récord en materia de hidrocarburos, toda la vialidad en Venezuela y, por supuesto, la guariqueña, presenta un estado sencillamente patético y lamentable.

Pareciéramos víctimas de una guerra, pero no por causa de la invasión de supuestos imperios, sino por motivo de una conflagración desatada contra los venezolanos por los adalides de la incompetencia, la piratería y la corrupción.

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Al mismo tiempo, las calles y avenidas de las ciudades de todo el país y, por supuesto, las del Guárico y, más específicamente aun, las de nuestro vapuleado municipio Leonardo Infante, presentan a ojos vistas condiciones ya inocultablemente alarmantes.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué es un suplicio desplazarse por nuestras arterias urbanas y rurales? ¿Por qué no se utiliza el dinero de nuestros impuestos para darle adecuado mantenimiento a calles, avenidas y vías de penetración?

La respuesta pareciera girar alrededor de un concepto básico en el ámbito de los desempeños humanos: falta de gerencia. La sobredimensión del factor pugnacidad política privaría por encima de consideraciones de eficiencia y optimización de recursos, tanto humanos como materiales.

Por vivir permanentemente ocupados en las diatribas exacerbadas por el discurso demagógico del amado líder —diatribas manifestándose tanto en el ámbito interno del oficialismo como en su pretensión de silenciar a la machimberra a los factores democráticos que lo adversan—, los actuales gobernantes no se dedican en cuerpo y alma, y mucho menos a tiempo completo, al objetivo para el cual supuestamente fueron electos: la solución de los problemas del municipio, del estado y de la nación.

Y si a eso le agregamos la muy palpable carencia de méritos profesionales y gerenciales, tanto del amado caudillo como de su patriciado burocrático y de su entorno boliburgués, podemos concluir que la incompetencia la llevan enraizada en el código genético.

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Nuestro municipio, al igual que el resto del Guárico y de Venezuela, necesita gentes y políticas abocadas a rescatarnos del estado de cataclismo institucional y catástrofe en la infraestructura al que estamos sometidos.

En el caso concreto de nuestras calles ahítas de agujeros, precisamos de mucho concreto y de  mucho asfalto, pero también de una política de mantenimiento vial permanente, con cuadrillas multiplicándose perennemente a lo largo y ancho de nuestra geografía para mantener, mantener, mantener y mantener nuestra maltratada red vial.

El ingenio popular se ha dado a la tarea de señalizar las troneras que adornan nuestras calles. Los actuales gobernantes, por lo visto, no soportan la burla e ironía del  pueblo. A la primera manifestación de nuestros indignados, vuelan a reprimirlos sin contemplaciones. Bien rezaba el viejo dicho: “La violencia es el arma de los que no tienen razón”.

El pueblo venezolano, el pueblo guariqueño y el pueblo infantino sabrán expresar su descontento por tanta ineficiencia. Sabremos, asimismo, dotarnos de un gobierno que tape los huecos y que le dé mantenimiento oportuno a toda la infraestructura que, a fin de cuentas, es nuestra.

Llegó la hora de la rendición de cuentas. 


lunes, 29 de agosto de 2011

Arévalo y Funes: juicio en Atabapo

 Enarbolando zábilas
Emilio Arévalo Quijote (VIII)

De sueños de ambición apacentó su ociosidad a su pobreza, y despegado del regalo de la vida, anheló inmortalidad no acabadera.
Miguel de Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho
 

Tras la cábala procedimental
                       
                          Tomás Funes había izado la banderola blanca, temeroso de perecer abrasado por la candela y las cóleras de los amazonenses. Escribe Emilio Arévalo Cedeño en su autobiografía: “En aquel momento fue que vino a acordarse Funes de que es mal negocio ser malo, y que lo bueno y práctico es ser bueno”. El jefe guariqueño designó una comisión para ocupar el cuartel funero y desarmar la guarnición. La formaban el general Fermín Toro, jefe de estado mayor;  el coronel Luis Felipe Hernández, segundo de Arévalo; el general Marcial Azuaje (Cuello’e pana), jefe del cuerpo Anzoátegui, y otros oficiales.
                        Algunas reláficas interesadas pretenden sustraerle méritos al guerrero vallepascuense en la derrota del monstruo de Río Negro. Se olvidan ex profeso de la penuria de la travesía, más las bajas ocasionadas por la encarnizada resistencia de Funes quien, aun sabiéndose disminuido por la lejanía de sus leales en la cosecha purgüera, vendió caro su pellejo.
                        EAC recalca: “Nuestras pérdidas fueron de alguna consideración, contando entre los heridos al general Asisclo Ramírez y al coronel Napoleón Manuitt, Jefe(s) de los Cuerpos ‘Arauca’ y ‘Horacio Ducharne’, respectivamente”. Solo la astucia y el arrojo pudieron refrendar un laurel tan inesperado contra el  puño de hierro de un tirano enmantillado como Gómez, ayuno de descalabros, tanto en lo político como en lo militar. Y mayor resulta el mérito arevalero al considerar que Tomás Funes —en coyunda con figuras de la talla de Eustoquio Gómez y Vincencio Pérez Soto— era considerado como uno de los puntales del caciquismo cuyo principal lema, ultra personalista por lo demás, era “Viva Gómez y adelante”.
La captura del terror del Amazonas no puede desdeñarse como una peripecia marginal, si bien no significó un zarpazo mortal contra la hegemonía gomera. El hombre de La Mulera podía asumir para sí mismo el anacrónico ditirambo eructado por el adulante Gumersindo Rivas —un josevicentehoy de principios del siglo XX— a los pies del compadre don Cipriano Castro en las páginas del periódico El Constitucional: “Siempre vencedor, jamás vencido”. Desde la invasión de los sesenta, en 1899, que lo llevó al poder, primero como vicepresidente del Cabito y luego por mérito golpista propio, Gómez únicamente había conocido triunfos, tanto suyos como de sus lugartenientes. Emilio Arévalo Cedeño suponía el primer baldón contra su palmarés, así fuera en un flanco tan remoto.
                        No hay enemigo chiquito, reza el añoso aforismo. Desde ese momento, el sátrapa andino conoció del peligro de tener un adversario tan mañoso y escurridizo. Su captura se hizo imperiosa.

Soledades a derecho

                        En septiembre 1967, en El Universal de Caracas, el cronista Guillermo José Schael publicó en su columna “Brújula” una misiva de un sobrino de Funes, Miguel A. Pérez Mirabal, proporcionando una versión de los sucesos de San Fernando de Atabapo obtenida, a su vez, del testimonio de Santana Veitía, hombre de brega del campo relacionado con ambos protagonistas de estos lances.
                        Citémoslo: “Uno de los hechos que no sólo esclarece sino que confirma el señor Veitía, es el relacionado con la toma de Río Negro (…) Ella no fue cruenta en sí (…) Arévalo Cedeño no tuvo que pelear prácticamente. Y la muerte de Funes fue resuelta en medio de un diálogo más o menos del tenor siguiente:
          ¿Qué hago contigo, Funes?— inquirió Arévalo.
—Lo mismo que haría yo contigo, en situación contraria —respondió Funes—, te fusilaría…
Por lo que su sentencia prácticamente se la dictó el mismo Funes. Consecuente siempre con la crueldad y rudeza que significó su existencia, Funes era hijo de mi abuelo materno José Miguel Guevara (…)”
                        Haciendo abstracción de lo narrado en el párrafo anterior, la tradición venezolana, marcada a lo largo de más de un siglo de interminables contiendas civiles —nuestras “matazones republicanas”, al decir del ideólogo gomecista Laureano Vallenilla Lanz—, imponía el pase por las armas, sin fórmula de juicio, del enemigo vencido y, de seguidas, la sevicia gratuita con los despojos del infortunado. Ello como secuela natural de la fiereza ejercida en la Guerra a Muerte, la Federación y nuestras incontables “revoluciones”.
Escasas excepciones descollaron en un panorama tan desolador concerniendo los derechos humanos: el juicio por sedición contra Manuel Carlos Piar, incoado por El Libertador en 1817; el proceso por rebelión contra Matías Salazar, propiciado por Antonio Guzmán Blanco en 1872... y hasta aquí nos ayuda la sesera. Más típicos resultaban el balazo artero, el machetazo a lo Iscariote o el mecate alrededor del gaznate, sin más ni más. En 1921 todavía estaba reciente la ejecución alevosa del general Antonio Paredes —sobre aguas del Orinoco en 1908, hecho narrado magistralmente por Ramón J. Velásquez en La caída del liberalismo amarillo—, asesinato ordenado, supuestamente, por don Cipriano desde el lecho mismo donde convalecía con el riñón rebosante de pus (y dale con el pus). Este crimen fue citado por el mismísimo Gómez como causal determinante para el derrocamiento y subsecuente juicio al ex dictador Cipriano Castro.
                        Si a ver vamos, la usanza reinante permitía a Emilio Arévalo Cedeño, con su triunfo inesperado y vertiginoso, plantar al terror del Amazonas frente a la guadaña del verdugo. Nada lo obligaba a guardar las formas. Y, sin embargo, EAC, primeramente, se proclama representante de la “Revolución Constitucionalista” bajo la jefatura del Dr. José María Ortega Martínez, vale decir, se arropa con una simiente de legalidad; segundamente, convoca a “todos los elementos de San Fernando de Atabapo, para que eligieran un Gobernador del Territorio, del seno de ellos mismos”, inoculándose así de democracia; y, finalmente, reúne un “Consejo de Oficiales, que, a manera de Tribunal de Guerra en Campaña, conociera de la causa de Tomás Funes y Luciano López, responsables directos de los grandes crímenes que allí se habían cometido (haciendo) de Río Negro un feudo particular, separándolo prácticamente del territorio de la República”.
                        Puede colegirse de todo esto una intención civilista y hasta pedagógica por parte de Arévalo, a pesar de provenir del campo bélico. Su intento de utilizar la justicia como un ariete para equilibrar las fuerzas sociales se traduce en su colisión contra las prácticas inhumanas: “Durante mi permanencia en Río Negro, me ocupé también de acabar con la esclavitud que allí existía, teniendo todos los poderosos del Territorio, a su servicio, cantidades de doscientos y hasta trescientos indios, que con el nombre de Personales, los empleaban en los campos de balatá y de goma, dándoles solamente la comida y un miserable vestido que ponerse, como también haciéndoles pagar cuentas imaginarias, de miles de pesos, que según les decían sus dominadores o amos, eran sumas que debían sus padres y abuelos y que ellos estaban obligados a pagar”.
                        El 30 enero 1921 finalizó su deliberación el tribunal. La defensa de los procesados recayó en la persona del coronel Eliseo Henríquez, secretario general de gobierno de Funes (y padre de Manuel Henríquez, futuro cronista de Puerto Ayacucho). Abrumado el defensor por el rosario de crímenes atribuidos a los indiciados, “no pudiendo negar la lista de los cuatrocientos veinte compatriotas sacrificados por Tomás Funes y Luciano López (…) tan sólo se limitó a suplicar el perdón de los dos reos, en nombre de su amistad personal con ellos, y la gratitud que les debía”. El veredicto de pena capital resultó unánime, en un juicio oral, transparente, abierto y libre de coacciones.
                        A las diez de la mañana los condujeron a la plaza del poblado. El coronel Elías Aponte Hernández dirigía la parada general de las fuerzas y el también coronel Marcos Porras comandaba el pelotón ejecutor. Funes enfrentó de primero la muerte. Según Oscar Yanes: “Una hora antes de ser ejecutado Funes pidió hablar con Arévalo Cedeño y le ofreció decirle dónde ocultaba su tesoro a cambio de que el guerrillero le diera una lancha, un revólver y cuarenta litros de gasolina. El vencedor no aceptó trato alguno. Funes entonces pidió un liqui liqui blanco, un sombrero Panamá y salió a la plaza Bolívar a enfrentar la muerte como un valiente”. EAC no menciona tal proposición en su autobiografía, pero sí habla de la fuerte suma de dinero depositada en Ciudad Bolívar y prometida por Luciano López a cambio del perdón. Arévalo la rechazó de plano.
                        Oldman Botello nos ofrece el relato de Tito Sierra Santamaría, tachirense de Rubio, aquerenciado a posteriori en San Juan de Los Morros, miembro de la fuerza rebelde, a la sazón con 21 años de edad y testigo presencial de los hechos: “Cuando iban a vendar al gobernador de Amazonas, este se negó y exclamó en voz alta, ‘¡Hombres de mi temple no se vendan. Quiero ver a mis asesinos!’ Luego entregó a uno de los oficiales del pelotón de fusilamiento su anillo de brillantes y le dijo: ‘Use este anillo en nombre de Tomás Funes’ (el anillo causó la muerte violenta de todos quienes lo usaron, tanto en Venezuela como en Colombia, según es fama). Exclamó para que lo oyeran todos ‘¡¡Malhaya sea Antonio Levanti que me vendió con Arévalo Cedeño!!’ Finalmente tomó su sombrero, lo lanzó al público y se despidió: 'Adiós, amigos míos'. Inmediatamente el coronel Marcos Porras Becerra dio la orden de fuego y el 30 de enero de 1921, a las 9 de la mañana, se cumplió la sentencia del remedo de juicio. No es cierto lo que escribió Arévalo en su libro donde incluye muchas inexactitudes ex-profeso y que serán reveladas en mi biografía sobre el personaje, en vías de publicación; no es cierto que la gente gritó de contento cuando se desplomó sin vida el menudo personaje todo vestido de negro. Al contrario, los indios principalmente, con quien se portó tan bien, lloraron a su benefactor como unos niños y de eso hay testimonios”.
                        ¿Contradicción en los detalles? Un cronista habla de un liqui liqui blanco. El otro de un traje negro, puntualizando, además, que los aborígenes "lloraron a su benefactor" a la hora del fusilamiento. EAC describe en su autobiografía el júbilo y el alivio de los atabapeños transcurrida la ejecución. Lo cierto es que, a diferencia de Funes, a Arévalo no se le conocen exacciones ni desmanes. Jamás despojó a nadie de lo suyo, nunca robó reses ni víveres, siempre pagó sus consumiciones —echando al taturo de los detritus la antigua conseja de las montoneras dizque revolucionarias (más bien cuatreras) de nuestra historia: “Viva la revolución, muera el ganado”—, fue escrupuloso en su trato con las mujeres y con los débiles, conminando a sus subordinados a seguir su ejemplo. En resumen, fue un caudillo anti caudillista.
                        La moraleja por abrevar de este hito consistiría en el denuedo contra la iniquidad y el delito, conjugado con el accionar irrenunciable por la justicia. El destino de todos los depredadores del poder por el poder mismo, así se amparen en argucias supuestamente científicas y redentoristas, debería ser siempre el banquillo de los acusados. Quizá el juicio de Atabapo no guardó todas las formalidades propias de un estado de derecho rutinario. Pero el proceso a Funes rubrica el anhelo de un hombre fraguado en un ideal civilizatorio ante los atropellos viles de la barbarie.
                        A lo mejor todavía no hay finiquito en la lucha del Quijote arevalero contra los atropellos de los Funes de hoy. Es materia pendiente, pues.

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Post Scriptum: Al conocerse la proeza del guariqueño, circuló de boca en boca en el llano la siguiente copla:

Tomás Funes se llamaba
el tirano de Río Negro
¡Ah, malhaya la justicia
de un Arévalo Cedeño
el protector del lisiado,
el amigo de los buenos,
el que siempre tuvo espada
al servicio de los pueblos!


Otrosí: En 1991, el cineasta caraqueño Atahualpa Lichy recreó este drama a través de su película Río Negro, en versión libre, de un modo muy venezolano, pero a la vez tan universal. Vean, por favor, la secuencia de la ejecución de Funes accediendo al siguiente link

@nicolayiyo




El general Matías Salazar fue procesado sumariamente y ejecutado durante el dominio sobre Venezuela del Ilustre Americano. 





El Benemérito calibró el fuste de Arévalo Cedeño al enterarse de los hechos de Río Negro.