martes, 6 de noviembre de 2012

"Helio" (extracto)





El ciclón de las hebillas
Elio conducía desaforado, como en los viejos tiempos cuando las calles y avenidas de Caracas lo naufragaban en su escapatoria. Si tomaba las curvas con imperio, pensaba: “Marisa me habría recriminado diciendo por qué conduces así entonces-después-no-sé-qué-y-no-sé-qué-más”. Si los cauchos se quejaban al abandonar el asfalto por la tierra y los peñones de los caminos, pensaba: “Marisa se habría quejado, entonces-después,  de mi afán por tomar las rutas más insólitas”. Si levantaba un enjambre de polvo y pedruscos, pensaba: “Marisa me habría recalcado que si anduviéramos en su carro y se lo ensuciaba, entonces-después, tendría que lavárselo yo mismo porque ella, entonces-después, era muy delicada con su carro, entonces-después, porque yo soy un gran descuidado, entonces-después...”

Eran poco más de las seis. El sol de agosto se negaba a desaparecer tras la raya del horizonte y el calor colaba su zozobra despreciando el forcejeo del aire acondicionado. La memoria de Elio volvía una y otra vez a la silueta de Marisa Testi, su ex mujer de la cual no ha logrado divorciarse todavía pues no ha conseguido un cliente solvente para  la casa. Marisa le ha mandado a decir con la abogada que tenía las oficinas en Chuao que la partición de bienes sería justa. Él hubiera querido ponerse en contacto directo con ella, ir a Caracas y hablarle. Pero Marisa ha sido tajante sobre este punto. Todo lo que tenían que decirse sería comunicado por conducto de la abogada. Elio se la imaginaba, con esa frialdad acerada de la que ella era capaz cuando se proponía herirlo. Él conocía también el modo de escarnecerla. Sabía cómo vilipendiarla y hurgar en sus llagas memorables, en las cosas que la acomplejaban: su trasero un tanto escuálido y su vientre algo flácido que ella  ocultaba con sagacidad cuando se vestía, porque en eso ella sí era experta cuando se lo proponía, en arreglarse y deslumbrar, y no era menester que  todo el mundo se lo repitiera, pues Marisa era bella (“Tu mujer es una muñequita Barbie”, lo congratularon sus primas solteronas que vivían en Vista Alegre el día del matrimonio eclesiástico). Un  furor arrasado  le oprimió el ánimo al sentir  su memoria  rebosada por esos recuerdos y apretó el acelerador automáticamente.

Una camioneta Toyota verde oscuro estaba accidentada a la vera del camino. La ira le impidió ver el tornado de polvo con que cubrió a los desafortunados ocupantes y el encerado también verde que tapaba la carga que transportaban.

Iba a ochenta, noventa, ciento y pico por hora en esa calzada estragada, devorando espacio y tiempo para olvidarla. Elio salía a conducir sin rumbo fijo procurando no pensar. Pero Marisa volvía y volvía siempre a su imaginación.

Una valla saturada de colorines auguraba la pronta construcción de un puente o de una alcantarilla, Otra obra más del gobierno revolucionario de Ádicson Hermelindo Fragachán... La revolución no se detiene!!!

Elio desaceleró un tanto. Ádicson Hermelindo Fragachán. Tenía tiempo sin verlo, pero resultaba imposible escaparse del ícono cachetón, lunaroso y enmostachado que engalanaba las pancartas omnipresentes en las carreteras, vías, caminos reales y trochas del estado. Elio recordó aquella agobiadora película inglesa que había visto hacía unas pocas noches en uno de los canales del cable en la que un burócrata tenue, acompañado de su indescifrable enamorada, buscaba escurrirse de la vigilancia de un fulano big brother que todo lo auscultaba, para terminar traicionándola (“Julia”, creyó recordar el nombre de la emborronada chica) al ser torturado y sentir su rostro atenazado dentro de  una jaula metálica donde pululaban unas ratas asquerosas. “Mil novecientos ochenta y cuatro... así se llamaba la película. Ese fue el año en que conocí a Marisa”, pensó. Otro cartel irrumpió en su campo visual, esta vez profetizando cosechas récord para el presente y el futuro: Con la Revolución Libertaria todos vivimos mejor!!!, y la efigie de Ádicson Hermelindo se parecía más y más al big brothertotalitario.

Lo recordaba echón, petulante, malhablado y veladamente pendenciero en el Liceo Cecilio Acosta, hacía ya casi veinticinco años. Elio estaba a punto de graduarse de bachiller cuando Ádicson Hermelindo arrancó la secundaria. Elio se parapetaba detrás de un vago recelo cada vez que sus miradas se topaban. Hasta que un día cualquiera, le habló:

—Tú eres hermano mío.

Ádicson Hermelindo, por primera vez en su vida, perdió su talante de gallito bravucón.

—Somos hermanos por parte de padre.

Elio lo sabía porque Lilian se lo había espetado con suma virulencia al viejo Heriberto Laredo en una de las tantas disputas familiares. Los recuerdos le cabalgaron como un mazacote gelatinoso en desbandada.

—Si crees que me vas a heredar estás muy equivocada. No eres más que una piazo’e zángana, siempre revolcándote con todos esos tipos con quienes te escapas a toda hora del día y de la noche. ¿A quién piensas engañar? —gruñó el viejo Heriberto Laredo sin dejar de inspeccionar a la inmutable señora Lirio, como reprochándole su descuido en la crianza de la moza.

— ¿Y tú qué te crees? ¿Es que acaso eres muy inocente? —Lilian no se arredraba.

El viejo Heriberto Laredo permanecía al lado del fregadero. Sus labios y dientes castañetearon de la rabia contra la arcilla del tazón de café que se estaba tomando.

—El pueblo entero sabe que eres el viejo verde de la comarca, persiguiendo a todas las Lolitas que se te atraviesan. Y todo el mundo está al tanto de los hijos que tienes regados por ahí, sobre todo del anormal ése que tuviste con la oligofrénica de Lizybeth Fragachán, que ya anda metido en líos con la justicia —a Lilian se le desencajaban los ojos, en un gesto heredado de aquel padre a quien se enfrentaba, mientras se le aproximaba, sin rastro alguno de temor, viniendo del comedor.

La señora Lirio revolvía su plato, inexpresiva, inalterable, sin que nada la sacase de su autismo. En eso Elio se le parecía: evadía el barullo encerrándose en una concha plomiza. Pero no pudo dejar de prestar atención ante la abrumadora verdad que Lilian estaba revelando.

—Ése es el hijo tuyo que más salió a ti: ¡sádico y pendenciero! Ya por ahí se dice que tiene unas cuantas violaciones a cuestas. ¿Cuántas tienes tú?

El viejo Heriberto Laredo lanzó el tazón al interior del fregadero. El ruido tronó en toda la casa como una andanada de granizo.

— ¡Cállate, maldita loca!

Vomitando una espuma oleaginosa, el viejo Heriberto Laredo se abalanzó contra la muchacha, el puño en alto, dispuesto a golpearla. Lilian reculó un tanto. Cuando ya tenía casi encima a su padre, logró empuñar un cuchillo de picar carne.

— ¡Atrévete a tocarme y te corto una vena!

El viejo Heriberto Laredo se detuvo. La miró de arriba abajo y soltó una risilla coyotesca.

— ¡Cuerda de locos! ¡Una cuerda de tarados es lo que son ustedes! ¡La vieja apática y sus dos cachorros: la putica y el pánfilo! ¡Me voy pa’l coño! ¡Quédense en su chiquero!

La señora Lirio no levantaba la vista del plato. Elio observó a Lilian abandonar el comedor mientras su padre se iba golpeando todas las puertas a su paso.

Elio había acelerado nuevamente la camioneta hasta más no poder. Las nubes de polvo se le enganchaban de la cola. Sus manos estrujaban el volante. Volvió a toparse con otra pancarta del gobierno.

—Somos hermanos — la mente de Elio había regresado al Liceo Cecilio Acosta, en plenos años setenta, a Ádicson Hermelindo y sus mejillas depuradas por la mirada seca.

— ¿Y tú qué quieres que haga? —le respondió Ádicson Hermelindo, con pose retadora.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Arévalo: entre hienas y medrosos




Rabadillas a ciegas
Emilio Arévalo Quijote (XIII)

El pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho.
Jorge Luis Borges, La espera


Sanguazas

Emilio Arévalo Cedeño, hostigado por las fuerzas gomeras al mando del coronel Julián Carreño España, optó por sortear Santa María de Ipire. A un cuarto de legua del poblado, buscó fortificarse en la quebrada Santa Lucía. Allí aguantó impávidamente la inicial ofensiva arrolladora del enemigo, superior en número.

El lance se definió a la hora justa de romper hostilidades. EAC ordenó una carga cerrada, prevalido de la ventaja de haber ocupado una posición inmejorable que le permitía ocultarse y ametrallar a mansalva a una tropa gobiernera exhausta. En efecto, según J.A. De Armas Chitty en su reláfica Un recuerdo a caballo: “La gente de Carreño traía un galope de muchos kilómetros y, cuando pasaron por Santa María,  apresaron en Las Cuevas a un soldado enfermo que Arévalo dejó allí con instrucciones de decir que iban en fuga. Carreño creyó fácil capturar a Arévalo y ordenó violentar la marcha. Por eso, al enfrentar en El Alto del Jobo a un enemigo al que no veían, un enemigo que disparaba oculto y con éxito, la masa se desconcierta. A Carreño le matan la mula de un tiro y con él caen su asistente y varios soldados”. Se produjo, ipso facto, la estampida de la soldadesca reclutada a la brava por la dictadura. Corrían despavoridos hacia el norte, rumbo a Mata Negra, El Cartán, el río Ipire y Zaraza. Subalternos del comandante oficialista intentaron contener la debacle en Mata Negra, pero su tentativa resultaba suicida. “Eran ciento ochenta hombres en fuga”, así nos lo describe De Armas Chitty.

Emilio Arévalo Cedeño, llanero zamarro al fin, creyó en un principio que la desbandada era una estratagema, un peine, para inducirlo a abandonar su posición, sorprenderlo y batirlo en descampado. Despachó una avanzadilla y aguardó prudentemente. Los emisarios retornaron corroborando la debacle gobiernera a lo largo y ancho del Banco de La Araña.

Alientos

Sin pérdida de tiempo y ansioso por segar la mies de ese triunfo, Arévalo dispone la marcha forzada rumbo a Valle de La Pascua, ávido por retar directamente al procónsul gomecista en Guárico, el general Manuel Sarmiento, presidente del estado gracias a la unción sacrosanta del Bagre de La Mulera.

Veintidós leguas de recorrido sin parar y, por fin, logra reunirse sin dificultades con su esposa y su hijo, ya de siete años, pues la guarnición oficialista le había dejado el campo libre. El rencuentro con los suyos, a quienes no había visto desde la víspera de su primer alzamiento, le tonifica el ánimo. La alegría vivificante no iba a prolongarse mucho. Todavía deberían transcurrir casi tres lustros para que el tirano falleciese de muerte natural, en su lecho maracayero, y ganar, así, la ansiada y definitiva reunificación familiar.

Dos días duró su estadía en el terruño. Comprendiendo que, en ese instante, las hordas de la dictadura lo rehuían, puso proa rápidamente sobre Tucupido y Zaraza, “en busca de otro cuerpo enemigo para destruirlo”.

En este punto de su autobiografía, Arévalo Cedeño reflexiona sobre la cualidad del aval que encontraba al paso de su gesta: “Nadie quería a Gómez, todo el mundo odiaba a Gómez, pero también es verdad que todo el mundo temía a Gómez; (…) aquellos agasajos y voces de aliento no tenían la contribución práctica de que todos los pueblos se movieran contra la tiranía (…) La mayor parte de las veces aquellos agasajos eran tributados por las mujeres y los Curas de los pueblos por donde pasaba (…) Hubo sacerdotes como los de Santa María de Ipire, La Pascua, Tucupido, Aragua de Barcelona, Lezama, Sabaneta de Turén y otros, que sus manifestaciones a favor de la Revolución fueron tan marcadas por su nobleza, que hago justicia al consignarlas aquí”. Vale decir, los hombres de los pueblos osaban despotricar en privado contra el régimen asfixiante de Juan Vicente Gómez, pero al acercarse la hora de hacer efectivas la acción y la contribución con la lucha democrática, se volvían puro balbuceo y excusas. Algunos, incluso, fingían simpatizar con la causa libertaria y pretendían ser disidentes, para luego caer genuflexos ante el bienamado caudillo y convertirse hasta en delatores de la dictadura, justificando sus desmanes (“El jefe de la Causa no hace trampa ni comete fraude. Volemos a reconocerle sus triunfos”). Como decía la guaracha que ya sonaba por esos años: ¡Buchipluma na’má!

EAC se vigorizó con un recibimiento triunfal y, a la vez, paradójico en Zaraza: “Distinguidas damas de aquella población arrojaban flores a nuestro paso (…) mientras los hombres, los jóvenes, esperanzas de la Patria, permanecían viviendo la tristeza del esclavo, y no venían a engrosar nuestras filas, como se los imponía el deber; prefiriendo vengarse de Gómez, maldiciéndolo muy en silencio en sus tertulias domésticas, y repitiendo los cuentos inventados para ridiculizar a Gómez, como la más alta nota de agudeza e ingenio, sin darse cuenta que aquellas ridículas anécdotas eran el grito de impotencia de un pueblo que no quiso ser masculino, para adorar a la Bestia con delirio y con locura”. Ah, el miedo es libre y, además, carroña de las tiranías.

Pero, eterno sino en la epopeya arevalera, no había tiempo para regodearse en el desaliento de los emasculados. Nuevas fuerzas enemigas, reagrupadas y acicateadas por una jugosa recompensa nutrida desde la inagotable botija de Juan Vicente Gómez, dueño absoluto de Venezuela, se aproximaban. Emilio Arévalo Cedeño debía hincarle los ijares a su montura para no caer víctima de una nueva celada. Ojo avizor, seguía siendo la consigna.

Gómez, el amo del poder se negaba a apearse de la gurupera
@nicolayiyo