sábado, 11 de abril de 2015

Noventitantos (IV)



Capítulo XXXX
 
                        Navegué sorteando meses frotados de escamas, borrascas y sargazos de mimbre.
                        Para empezar, el embarazo me afectó terriblemente. No deseaba que sucediera porque las condiciones no eran las más propicias. Pero aconteció, con método del ritmo y todo. Las píldoras anticonceptivas me soliviantaban con unas taquicardias y unas piquiñas enervantes. Para colmo, el aparato con que intenté reemplazarlas me provocaba sangramientos. Acudí a una ginecóloga del Seguro Social. Me recomendó abstinencia total durante los días previos a la colocación de un novedoso diafragma. El engorroso papeleo retrasó el asunto y yo estaba asustada.
                        Tenía presentimientos. Cada día me daba cuenta que él ya no era el mismo. Hasta se atrevía a hacerme el amor con indiferencia rutinaria, casi sin caricias ni escarceos, casi por obligación. La situación entre nosotros había cambiado, como los reflujos de las mareas.
                        Yo recordaba siempre mis vacilaciones de aquellos lejanos y borrosos primeros días. Dudas que, no obstante, me hicieron llevar y dejarme arropar. Me preguntaba, a ratos obsesivamente, si el fondo de las cosas no residió en el hecho de que anhelaba marcharme de casa de mi mamá y romper con todo. Al final de cada día me resistía a abandonar la universidad porque no soportaba la idea de verme encerrada en aquellas cuatro paredes donde se me toleraba y se me observaba con la intemperancia sorda con que se tolera y se observa a las intrusas. Lamentaba, entonces, que la lucha armada hubiera sido derrotada una década antes. De no haber sido así, habría cargado con mis bártulos y habría zarpado, con toda seguridad, a la montaña El Bachiller o a la sierra de Coro a empuñar un fusil o, por lo menos, a ayudar en algo a los combatientes. O, a lo mejor, habría permanecido en la ciudad colaborando de alguna forma con las unidades tácticas de combate. Desdichadamente, los tiempos decretaban un repliegue que se traducía en traiciones y en francas volteretas. El canto de sirena del dinero fácil pudo más. La confusión reinante me indujo a transigir en el amor.
                        Valdemar se me convirtió, poco a poco, en una presencia indispensable. Parecía aferrarse a mí con fruición de guacuco en la arena. Con mi consentimiento implícito, se nos identificó a ambos como pareja. No era para menos: se nos veía juntos por doquier. Pero, en esa época, resultaba evidente que él estaba más enamorado de mí que yo de él. Me necesitaba y yo le permití apoyarse en mí porque yo también precisaba de un punto de referencia, de un faro en medio de las rocas de madera y los guanaguanares ciegos. Íbamos juntos a los conciertos de Atahualpa Yupanqui, a las muestras colectivas de los artistas plásticos rechazados por los salones oficiales, a las conferencias sobre realismo mágico de Alejo Carpentier y Miguel Otero Silva, a las cátedras del humor de Zapata, a los recitales de Alí Primera y Ríchar Atencio Villasana, a los mitines de José Vicente Rangel, de Américo Martín y hasta del orejón Luis Beltrán Prieto. Nos conseguíamos con parejas amigas en el cafetín del ateneo y partíamos a bucólicas excursiones por el camino viejo de los españoles, hacia Galipán o por los lados de la Colonia Tovar. Polemizábamos y cuestionábamos todo. Pasábamos, sin que nos arredrasen las boyas indicativas de los estancos tácticos, del proceso cubano a la unidad de la izquierda y el asco del MAS a confundirse con el chiripero ultroso; de la dispersión de los cuadros del feminismo militante a la insuficiente solidaridad con el sandinismo acosado; de la criminal complicidad entre los regímenes de Napoleón Duarte y Luis Herrera Campíns enfrentando al Farabundo Martí de Liberación Nacional a los arrestos neoimperialistas de los yanquis invadiendo Grenada... y había mucho vino y ron para que las conversaciones se prolongasen hasta las cuatro y las cinco de la madrugada, buceando entre las gasas inconclusas del humo de los cigarrillos sin filtro.
                        Lo hubiera dado todo por quedarme en la universidad para siempre. Pero los conflictos presupuestarios lo impidieron. No había plazas para los licenciados en Letras. La situación en casa se me hacía insostenible, además. Cualquier intento de diálogo con mi mamá, así fuera con referencia a lo más nimio, degeneraba en las acostumbradas diatribas por parte de ella, con un lenguaje cada vez más pletórico de vituperios y referencias amargadas sobre mi padre. Yo no le respondía. ¿Para qué hacerlo? Mi mamá no era sino una pobre mujer frustrada con quien jamás habría yo de entablar una verdadera comunicación. Encima temía que, en cualquier ocasión, pasara de sus aspavientos de mantarrayas en la sombra y de aquel discurso preñado de dicterios hacia todo lo representado y amado por mí, hacia la acción enajenante, hiriente, morbígena, con agresión de icebergs descalabrando líneas de flotación. Ante ella, sentía el eco de aquellas palabras de F. Scott Fitzgerald, queriendo avanzar como “botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”. No me quedaba otra alternativa que destrabar las ataduras y salir a empaparme de aire de mundo y mares océanos. Así lo hice.
                        Conseguí unas horas de clase en un ciclo básico situado en Las Minas de Baruta. Impartía Castellano y Literatura, con lo cual aseguré mi primer sueldo estable. Al cabo de poco, ya tenía unas cuantas horas repartidas entre un instituto de niños bien por los lados de Prados del Este y el ciclo básico. El contraste entre el despliegue derrochador de aquellos y la carencia de prácticamente todo entre la gente del barrio era patético. Busqué ganar un poco de sosiego para mi escoriado sentido de la equidad trasladando, subrepticiamente, excedentes (un microscopio, dos carteleras en desuso y unos cuantos útiles destinados al basurero) de uno al otro. Me sentí como un Robin Hood femenil. La mirada agradecida y esperanzada de los muchachos del ciclo básico era premio más que suficiente para los agobios que me tomaba. Por esos días, se me presentó, asimismo, una magnífica oportunidad de alquilar un apartamento tipo estudio en Bello Monte, cerca de la Peña Tanguera. Valdemar consiguió prestada una camioneta ranchera y, en el transcurso de una tarde lluviosa, mudé mis pertenencias. No dejé nota de despedida ni nada por el estilo para Ornela y mi mamá. Simplemente lo hice y ya está.
                        Poco a poco fui reuniendo elementos para mi apartamento. Compré adornos rústicos de barro a unos artesanos del Hatillo y Valdemar me fabricó unas silleticas y unas mesitas de madera (las pintó de ocre). Su compañía me resultó valiosa por aquel entonces: siempre andaba consiguiendo cosas de utilidad. Se aparecía con pocillos de peltre, afiches, ollas, herramientas y toda laya de peroles a los que se les asignaba utilidad, por obligación y necesidad. Después de ayudarme en los arreglos, conversábamos mucho. Los besos no se habían vuelto a repetir, desde los tiempos del bloque. Había algo más, indefinido e inefable. Las raras ocasiones en que no se aparecía por el apartamento, la soledad trotaba por mi pecho, irrumpiendo con estampidas de tsunamis peruanos. Necesitaba relatarle mis vicisitudes en el ciclo básico y en el colegio, ventana y espuma de mis ínfimos piélagos particulares. A veces venía Ornela, hablando hasta por los codos, moviéndose y desplazándose, curioseando por aquí y acullá, tocando las cosas y mudándolas de lugar, pero ya no me enervaba tan fácilmente como antes: mi tolerancia hacia ella aumentaba en la medida en que más distante se desarrollaba mi vida independiente. Conoció a Valdemar y, aunque pienso que se tomaron el esfuerzo de disimularlo, no se cayeron bien el uno con el otro.
                        Pude, incluso, comprarme un carrito, un Fíat chirriquitico que quién sabe por cuántos propietarios había pasado (Ornela aseguraba que era de séptima mano).Valdemar se aplicó con el carburador y los frenos, logrando un mínimo de confiabilidad. Más de una vez pretendió dejarnos botados en la vía, pero apenas sentía sus diestras manos hurgarle las entrañas, el cacharrito cobraba vida... ¡y arrancaba de nuevo! Los muchachos del ciclo básico lo lavaban y le sacaban brillo, y hasta los chicuelos de Prados del Este me daban consejos de buen mantenimiento. Cada día parecía cobrar vida propia, siendo parte inapreciable de mi libertad. Lo bauticé formalmente como El Delfine, porque era alegre y retozón (cuando no lo afectaban los achaques) como sus congéneres reilones de las tersas profundidades.
                        Disfrutaba de la autonomía atlántica con que me desenvolvía por aquellas risueñas jornadas. Tenía mis responsabilidades, ciertamente muchas de ellas la mar de atosigantes, pero diríase que flotaba como brisa atravesando prados sumergidos de violetas, como sueño surgido de sueños y espejos abominables (tipo Borges). Las triviales limitaciones no eran barrera suficiente para impedir la ilusión del reo que ve abierta la puerta de la celda y puede, enseguida, señalar con nuevos ojos las viejas cosas para conferirles jerarquía de almas. La poesía reptaba por los aires ecuánimes del crepúsculo. La montaña del Ávila era una memoria verdosa para la luz que lamía sus playas de oxígeno. La risa de los muchachos de Baruta se me confundía con la música atónita de los pájaros del cerro. El Delfine me remitía a transparentes vidas griegas, no concebidas como fracasos inescapables, sino más bien olisqueadas en proyecciones alternadas: danzas sobre arenas blancas e inmarchitables, al sur de oleajes y caracoles maternales.
                        Valdemar solía verse, cada vez más a menudo, sin recursos para afrontar sus necesidades. Su carrera se prolongaba por causa de los frecuentes cierres de la UCV y por su afán de involucrarse en luchas partidistas. Le gustaba militar en los grupos ultrosos y verse inmiscuido en interminables polémicas entre el Comité de Luchas Populares, la Causa R, Bandera Roja y el Partido de la Revolución Venezolana. Su familia decidió mudarse, por ese entonces, a Puerto Ordaz y él se quedó solo en Caracas. Lo dejaba dormir en la salita de mi apartamento, sobre una estera que él mismo me había regalado. Una calurosa noche de mayo, los cimientos de la ciudad parecieron crujir con agonía de granito. Me encontraba enfrascada en la lectura de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y me asusté, de veras que me asusté. Salí corriendo, con un pánico eléctrico clavándoseme en el tapón del estómago que me impedía gritar. Recordé, en fracciones de segundo, el terremoto del 67 y el trauma con ceguera que provocó en mi alma el terror de verme tapiada en vida sabiendo que los gusanos se aproximarían, implacables e inapelables, a devorar mis mucosas y mis córneas, y yo sin poder impedirlo y ahogándome de pavor como Edgar Allan Poe bajo el definitivo péndulo. Iba, despavorida y sin saberlo a ciencia cierta, a saltar por la ventana o a lanzarme desbocada por las escaleras cuando sentí su mano atraerme hacia sí y un extraño consuelo me abrigó.
                        —Ya pasó— susurró.
                        Intenté sollozar y dejé que mi cabeza se posara sobre su pecho desnudo. El temblor de tierra había cesado y comenzaba el temblor de mi cuerpo, pues dejé que sus labios pasearan por mi cara y permití que su barba se confundiera con mi pelo y que su boca abrevase de la mía sumiéndome en una calidez que yo sabía, desde hacía mucho, que estaba buscando y deseando. Desde esa noche, dormimos juntos.
                        Puede decirse que fue el ansia de verme protegida lo que me llevó a ser suya. Por esa inercia obstinada que nos induce a todas a recogernos bajo el manto de esos abrazos asertivos, de esos pectorales sólidos y rectangulares. Por esa fragilidad de incertidumbres biológicas que no es más que una agresión divina y bíblica, creación masculina de hecho, a la fortaleza de largo aliento del sexo femenino. El amor, en última instancia, es una claudicación y una adherencia inhóspita de energías sin empleo más útil. Un anexo escueto. Una vertiente sensorial de los goces efímeros entre dos cuerpos en trance de levedad. Y que me perdone Milan Kundera.
                        Ah, pero entonces no lo pensé así. Valdemar me satisfacía, suavemente y sin digitaciones febriles. Logramos, de hecho, acomodarnos a una vida de callada y moderada lealtad. Al fin pareció encontrar una rutina y una estabilidad de hogar propio. Pudo dedicarse (ya no más sobresaltos) a concluir la carrera de ingeniería civil. La nuestra fue una cohabitación integral y totalizadora. Su figura se hizo familiar en el ciclo básico de tanto irme a buscar en El Delfine (rezongaba cuando debía recogerme en el colegio de Prados del Este). Ya en las postrimerías de aquel año escolar, organicé varios actos culturales y él colaboró a plenitud. Monté un par de obras de teatro. Los muchachos de Baruta escogieron Yerma, de Federico García Lorca. Nos divertimos mucho fraguando una puesta en escena bastante heterodoxa, con música arrebiatada de cueros y guaguancó (no había cante jondo a la mano). Valdemar lo disfrutó a más no poder. Y, como colofón, logré convencer a mis alumnos de Prados del Este para escenificar Fuenteovejuna, con lo cual (creo) pude persuadir a unos cuantos entre ellos de que existen muchas posibilidades de trascender en la vida, siempre y cuando se pueda dejar de lado el Disco Music, los paseos sifrinos a la playa para surfear y otras estériles diversiones. De ambas experiencias surgieron algunas vocaciones por las tablas.
                        Valdemar se graduó de ingeniero civil. Los tiempos eran duros. Había recesión y, paradójicamente, los precios del petróleo alcanzaban niveles altísimos. Se desesperaba por no poder encontrar trabajo y maldecía constantemente a los copeyanos. Un día se apareció con la noticia de que, ¡enhorabuena!, había logrado emplearse en una constructora perteneciente a uno de los doce apóstoles. “Eso no importa”, lo conforté esa noche, “porque, por los momentos, lo que necesitas es adquirir experiencia. Después, cuando poseas una base y relaciones más sólidas, podrás salirte de ese antro de corrupción”. Su respuesta fue lacónica: “Hay que comer y, además, debo ayudarte”.
                        Durante varios meses, todo siguió igual. Valdemar trabajaba largas horas, como buscando recuperar el tiempo perdido. Empezó a comer con más apetito e, incluso, a trotar y a hacer ejercicio. Mis clases continuaban con la dinámica usual, salvo por la cada vez mayor ojeriza que yo le estaba provocando a la directora del ciclo básico, una trigueña solterona que nunca dejaba de usar medias antivárices y que había llegado a ese cargo, indudablemente, por alguna palanca favorable en el partido de gobierno. Opté por no atravesar su campo visual y auditivo, en la medida de lo posible, y así no llamar su atención.
                        Cierto día, sufrí un susto terrible. Llegué al apartamento y noté que un tipo de pómulos salientes y labios carnosos estaba acostado en mi cama (mejor dicho, en mi colchón, porque todavía no había ni siquiera comprado el jergón). Ya iba a gritar pidiendo ayuda cuando me di cuenta de que era Valdemar.
          ¿Entonces, te sorprendiste? —me dijo, sonriendo por la impresión que me había causado.
  ¿Y la barba? —le pregunté, ya bajo control.
                        —“Todo tiene su final, nada dura para siempre”— contestó, canturreando con voz desafinada el número popularizado por Héctor Lavoe y Willie Colón.
                        Fue premonitorio, hoy no lo dudo. Porque, a partir de ese instante, todo comenzó a cambiar en él. El antiguo aspecto descuidado, tan a tono en el ambiente de la UCV, fue echado por la borda. Nuevos ternos hicieron irrupción en el guardarropa.
                        —Hay que cambiar la percha. El trabajo así lo exige— explicaba.
                        Cuando llegaba tarde olía a alcohol.
                        —Las relaciones públicas con estos burócratas gobierneros me van a romper el hígado— clarificaba.
                        Cada día se aparecía con un adminículo distinto.
                        —Estos japoneses inventan unos corotos arrechísimos— puntualizaba, al tiempo que le conectaba la videograbadora Sony al televisor de 28 pulgadas y al equipo estéreo.
                        Ahora le daba por fastidiarse en medio de la conversación con nuestros amigos de siempre.
                        —Esta gente sí que habla paja. Con razón nunca pasarán de ser unos pendejos— calificaba, a la par que se servía una generosa porción de escocés 18 años (el ron quedó para las visitas).
                        Yo no pensaba en nada. En realidad no deseaba hacerlo. Siempre he sentido temor del futuro, sobre todo cuando las cosas a mi alrededor aparentan sacudirse y hay vientos de cambio en el ambiente. Hasta Ornela lo percibía.
                        —A Valdemar parece que le va bien en su trabajo de la constructora. El otro día me lo conseguí cenando en El Portón con el director de vialidad del MTC, que es uno de los chivos que más mea con los contratos de obras. ¿Cómo te parece? El tipo fue compañero suyo en la facultad de ingeniería y ahora parece que lo está resolviendo con chambas y más chambas. Pero, ¿qué te pasa? ¿No te alegras de que, por fin, tu hombre va a salir de abajo? —me comentaba ella con su aplomo de abogada “pilas” graduada en la universidad Santa Cecilia.
                        Y en el ciclo básico, la directora no esperaba a que aconteciera alguna desventura para achacármela directa o indirectamente.
                        —A estos muchachos no se les puede otorgar ese grado de confianza que usted les da, profesora Pérez Pirrone, porque se extralimitan y finalizan perdiendo todo sentido de la disciplina y el respeto— me reconvenía con su boca agrietada y su voz de guacharaca afónica.
                        Valdemar se compró un carrazo último modelo.
                        —Vidrios eléctricos, LauraÉ. Y toca aquí, para que sientas cómo enfría ese aire acondicionado. Parece una nevera, ¿verdad? —me decía antes de aconsejarme que prescindiera del Delfine (él me regalaría un Caprice o un Century después, alegaba).
                        Ornela no dejaba también de hacerme recomendaciones.
          ¿Por qué andas todavía en esa llaga? Cualquier día de estos te deja indefensa y a merced de cualquier malandro en uno de esos barrios por donde te la pasas. Aprovecha que Valdemar ahora está en la buena para que te compre un carro decente. Por cierto que hace dos noches me lo topé echándose palos con el socio del ministro en el Seasons y me quedé un rato con ellos. Te voy a decir una cosa, LauraÉ: estaba equivocada con él. Es un tipo simpático y entrador. Va a llegar lejos— me aseguraba con su prestancia de personita provista de todos los contactos del mundo.
                        En el ciclo básico, los escualos no disminuían su hostigamiento.
                        —Profesora Pérez Pirrone, me veo en la obligación de llamarle la atención por el lenguaje poco cónsono que destila ese pasquín el cual, según noticias que me han llegado, ha sido auspiciado por usted so pretexto de ser un medio propicio para el intercambio de ideas. De acuerdo a mi apreciación, esta seudopublicación no pasa de ser un adefesio plagado de obscenidades. Esto no es literatura ni es nada— así definía la directora, con el asentimiento del resto del cuerpo docente, al periodiquito que habían publicado en multígrafo los muchachos del club literario auspiciado por mí.
                        Y más aún:
                        —Profesora Pérez Pirrone, me temo que la proyectada escenificación de La Recluta de Andrés Eloy Blanco no podrá efectuarse porque, es nuestro criterio, la política no debe trascender (sic) las puertas de este plantel.
                        Y todavía más:
                        —Profesora Pérez Pirrone, está terminantemente prohibido utilizar las instalaciones de este instituto para ensayos de cualquier género de grupo musical, de danzas, títeres o lo que sea. Eso no es sino excusa de los malandros del barrio para desplegar sus ociosidades en nuestros predios.
                        Ornela me aconsejaba transigir.
                        A Valdemar le dio por mostrarse más lejano. Hasta podría haber jurado que me evitaba.
                        No aguanté más las náuseas y los mareos.
                        —Mes y medio. Es la primera vez, ¿no?
                        —Sí— le respondí a la ginecóloga del Seguro Social, aprovechando el chequeo que me tocaba por esos días. Ni hablamos del dispositivo intrauterino.
                        —Bien. De ahora en adelante, te verás con el obstetra— y me despidió rauda y veloz.
                        Esperé a Valdemar. Dudaba entre decírselo o no.
                        —Estoy embarazada— le confesé a las tres de la madrugada, cuando llegó.
                        Como de costumbre, había procurado no hacer ruido. Yo le seguía la corriente y fingía. Esa noche todo fue diferente, empezando por su mirada acuosa y terminando por el esfuerzo que realizaba para que su cabeza permaneciera firme. Tardó como diez segundos en reaccionar.
          ¿De verdad? —preguntó con la lengua arcillosa.
                        No respondí. Vino hacia mí y me abrazó.
                        —Qué bueno— afirmó.
                        Quise llorar y no pude. Se durmió a mi lado con las medias y los pantalones todavía puestos.
                        Al día siguiente no vino a la casa. Ni al otro.
                        Me quedé sola.
                        La directora del ciclo básico me entregó una carta. Estaba despedida. Cuando el alumnado se enteró hubo huelgas y manifestaciones. Intenté disuadirlos. Fue en vano.
                        —Profesora Pérez Pirrone, usted es la instigadora de todo este embrollo.
                        Fui citada a la policía. Iban a detenerme. No sé cómo se enteró Ornela y logró sacarme del atolladero. Le conté de mi estado.
                        —No pueden botarte así como así. Estás embarazada y la ley lo prohíbe. Vamos a litigarlo.
                        Le dije que ya no me interesaba trabajar más ahí.
                        Recogí todas las cosas de Valdemar, las empaqueté y lo esperé en la entrada de la lujosa oficina que ocupaba ahora en el CCT. Venía acompañado por una rubia oxigenada con porte de modelo y vestida como profesional de altos emolumentos. El contraste con mis sandalias, mi falda ancha de bluyín y mi franela del equipo de volibol de la UCV no podía ser más marcado. La impresión que se le dibujó en el rostro, ahora lampiño, fue de indecisión, duda, sorpresa, medio burla, vergüenza y dolor.
                        Le arrojé sus pertenencias a los pies y, sin decir nada, me marché. Imagino que se quedó boquiabierto, al lado de su esplendorosa catira.
                        Un mes después se quemó mi edificio. Con todas mis cosas adentro.
                        No me preocupé por nada. Me ubiqué, sin meditarlo mucho, en un plano semejante al de Lou Andreas-Salomé: más allá del bien y del mal. Estaba purificada por el fuego y por la soledad del mar (penumbra, luna y miel).
                        Viviría únicamente para el hijo que ya comenzaba a patearme las entrañas.