domingo, 12 de febrero de 2017

Noventitantos (IX)


Capítulo HHHH
Las campañas electorales son unos torbellinos oblicuos. Por todos lados brincan unas ebriedades desafinadas y unas indisciplinas que se expanden como redes surgidas de unos declives enmarañados. Con todo y que no soy afecta a los enjundiosos e introspectivos análisis, no pude dejar de preguntarme cómo hacían las cosas para marchar con un mínimo de eficacia ante el ciclón de desbarajustes que brotaba por doquier, a semejanza de un chicle gigantesco. He visto desorganización en los tribunales, en la universidad en la cual me gradué, en el tránsito caraqueño, en las colas de los cines y hasta en los baños de las discos. Pero  nada como el despelote frondoso de una campaña eleccionaria en Venezuela.
No pude negarme a nada luego de que el doctor Rubén Arnoldo Rovira pugnase (con éxito resonante) por incluir mi nombre en la lista de diputados por el estado Cojedes. Más de una vez escuché, a mis espaldas, el mote de paracaidista. Pero, estando metida en la candela, ¿qué importaba? Tenía acceso directo al candidato, el turbulento ex presidente, no solamente a través de mi cada vez mayor compenetración con Javier Grimán, sino también por mis méritos propios. Como era de prever, le caí bien al hombre y, al poco tiempo, me constituí en un formidable bastión del comando de campaña. Para no descontrolarme por completo en medio del frenesí y del agite, distribuí mis bártulos vitales de la manera más natural.  Arnaldo, mi novio, al frente de mi flanco afectivo, operaba, asimismo, el frente económico en estrecha conjunción con Carmen Adilia Fragachán, de tal forma que nuestra compañía suministradora de alimentos en gran escala siguió funcionando a la perfección. Además, dada la seguridad en la victoria del bando de “Bicho Loco”, teníamos asegurada la transición, sin traumas, para el cabal desempeño de nuestras operaciones mercantiles y financieras con la nueva administración. Le aseguré a Fedora que, en agradecimiento por el empujón inicial, le mantendría una participación en las utilidades. Es más, ¿quién podía afirmar a rajatabla que ella y el doctor Lizarraga pasarían a ser cadáveres insepultos de la política nacional? Conociendo el carácter veleidoso y la corta memoria de los venezolanos, no resultaba hipotético conjeturar una previsible resurrección de la influencia de ambos en el ambiente político al cual yo me estaba adaptando con mayor y mayor firmeza. Nuestro archirrival, el vetusto y egolátrico ex presidente socialcristiano, no cesaba de arrojar sus dardos ponzoñosos contra mi amiga y su consorte. Fuentes confiables y discretas se me aproximaron en los acallados vestíbulos donde se entretejen las infinitas componendas de la política para asegurarme que ya el anciano soberbio había fijado sus vitriólicas pupilas contra mí, en lo específico. Un hipotético triunfo suyo auguraba vindictas judiciales fulgurantes y punitivas, Sin embargo, todas las mediciones serias de opinión vaticinaban un holgado triunfo bicholoquiano, con lo cual esas ansias retaliativas se verían frustradas antes de ver la luz. De todos modos, conversé largamente con mi futuro suegro sobre el particular, por no dejar ningún cabo suelto y para aprovechar la innegable influencia que éste ejercía sobre la mayoría determinante del poder judicial.
Pero no todo podía ser miel sobre hojuelas. Hubiera ofrendado la mitad de la vida que me quedaba por delante por obtener la mejoría de mi mamá. Mas no podía ser así. Me empeñaba en negármelo a mí misma, en no querer advertir conscientemente los signos que delataban su creciente palidez, adelgazamiento y ronquera. Contraté una enfermera para que velara por ella con dedicación exclusiva. La pobre no daba su brazo a torcer en su deseo de que yo me labrara un nicho material de confort y desprovisto de agobios. Siempre me insistía en no desmayar, pues no quería ver repetida la quebrada torrencial de penurias y privaciones soportada por ella para echarnos adelante a LauraÉ y a mí. Empero, me mortificaba en demasía su amargura para con mi hermana. ¿Es que ni siquiera esta adversidad lograría aproximarlas? Me juré que no cejaría en mi empeño de reconciliarlas. Rezaba con fervor por ello, por estrecharlas en un cerco de amor recobrado, por cobijarlas en una vida común. Y estaba persuadida de que el pequeño Pedro Pablo, con su inocencia de ensueño y su adorable risita de dos y tres dientecitos, lograría el prodigio. Sólo me restaba impulsar la oportunidad propicia.
¿Cómo hice para caminar por las cuerdas flojas de la escasez de tiempo? Mis días transcurrían ahora en el encierro aéreo de unas avionetas que tragaban, sin masticar, las millas náuticas del espacio aéreo nacional e internacional; en el hermetismo refrigerado de las naves que me llevaban y me traían de interminables reuniones donde negociábamos (con paciencia de hermana Teresa de Calcuta) la composición del Congreso, asambleas legislativas, concejos municipales, comités ejecutivos y demás corporaciones deliberantes donde el ánimo de figuración de toda laya de personajes garantizaba el descenso pentecostal del espíritu santo de la democracia representativa; en las interminables comilonas y libaciones (a lo largo y ancho del territorio patrio) que me permitieron conocer las disímiles ofertas de la gastronomía vernácula, de acuerdo a la región donde estuviésemos adobando los diferentes condumios políticos, pues es deber inevitable de todo aquel que se involucre en los azogues comiciales el prestar su diente y su paladar (sin posibilidad de negación, so pena de incurrir en inefable falta de etiqueta y descortesía hacia los anfitriones) para la ingesta de toda clase de mondongos, hallacas, bollos pelones, arepas peladas, gofios, conejos en coco, pasteles de chucho, zapoaras guisadas, naiboas de Cúpira, chichas andinas, arroces con patos güiriríes, ruedas de jurel al ajillo, rones de pasita, piscas andinas, carnes en vara, cochinos horneados, pasteles de morrocoy, asados negros, paloapiques, tarcaríes de chivo, huevas de lisa, terneras a la llanera, parrillas con chinchurria, lebranches tacarigüeños, fresas con crema de la Colonia Tovar, calentaítos merideños, caviares de berenjena, guarapitas del médico asesino y no sigo porque me va a faltar sistema gástrico para metabolizar, digerir y asimilar tanta comida. De hecho, gané unos kilitos y la determinación de perderlos, al finalizar la descocada vorágine, en un reputado gimnasio que me recomendó Javier.
Javier. De no haber sido por él no habría podido sobrellevar el inmenso trajín que se me vino encima en esos días. Definitivamente, el tipo era el as del desenvolvimiento, el relacionista público único e imprescindible, el gran componedor de las trastiendas veniales. Su infinita gama de relaciones y recursos me abría todas las puertas, a todo nivel, en todos los ámbitos. Los jerarcas del ejecutivo, legislativo y judicial; los pontífices de la banca y las finanzas; las enyesadas matronas de las crónicas sociales; los zamarros caporales de las maquinarias partidistas… ¡y hasta los juerguistas consuetudinarios de la noche caribeña! me recibían sin sofocos protocolares (ni antesalas) ante la recomendación, suave pero firme, de Javier Grimán. Todos olisqueaban ganancias, réditos y plusvalías pues era fama que Javier fungía de sumo titiritero y gran chambelán de las compuertas dadivosas de “Bicho Loco McGraw”, presidente de la munífica Venezuela, de la magna Venezuela, de la pletórica Venezuela, de la desbordante Venezuela, en el quinquenio setentero que vio subir los precios del petróleo a niveles de intoxicación, época añorada cuando hasta los habitantes de los cerros de Caracas llegaron a beber fino escocés de dieciocho años en ranchos que podían carecer de agua corriente y cloacas, pero donde no faltaba un equipo de sonido estéreo irradiando el estruendo meticuloso del bachiche en la gozadera de una interminable noche de año nuevo. El hiperkinético ex presidente “Bicho Loco McGraw” despertaba la nostalgia por el retorno de ese paraíso perdido y Javier Grimán, aunque desconocido para el gran público y la masa, interpretaba el rol del prosódico deus ex machina y del purpurado demiurgo que conjuraría (con sus artes prodigiosas) el renacer de esa añorada bacanal. Llegó, tenía que ser así, el momento climático de la campaña electoral en que la imaginería popular concedió a los dos principales candidatos el carácter maniqueo que nuestra unidad de medios (encargada de moldear la percepción primaria de los electores con sus alquimias propagandísticas) esculpió a partir del bla-bla-blá interminable y gaseoso de las cabezas parlanchinas en que se habían convertido las vacas sagradas de nuestra política. Por un lado, el patriarca, petrificado por la ira y por la rabia de saberse el elegido del Señor y no ser reconocido como tal por la mayoría de sus conciudadanos; evocador de una época engavetada en las desvaídas memorias de un populismo alcanforado; paternalista pero pacato; altruista pero pichirre; probo en lo personal pero autista hacia el desmán ajeno (sobre todo si los perpetradores resultaban consanguíneos); voceador de vocaciones aperturistas para con las nuevas generaciones, mas incapaz de desprenderse de la tonsura candidatural con terquedad de náufrago incurable; flemático e iracundo cual Júpiter tonante ante quien retara su avidez de figuración histórica. Por el otro, el arrobador y arrollador shamán de la Venezuela saudita; el sudoroso, impulsivo e irrefrenable montañés, con sus tics y sus retruécanos verbales, incansable en sus correrías al igual que una manada de búfalos en tropelía; con su aura de rey Midas, reavivando la saudade por las vacas gordas. Y, detrás de él, Javier Grimán aglutinando las voluntades de todos los factores (conspicuos y no conspicuos), como el supremo médium imantador de las cábalas que harían revivir los días de la abundancia, las noches del jolgorio colectivizado y las madrugadas de azucaradas resacas. Después de cinco años de achante en los cuales se oyó crecer la hierba, según la percepción generalizada, todos, absolutamente todos en Venezuela (con excepción, quizá, del amortajado patriarca y los más duros de sus seguidores), echaban de menos la vuelta de nuestra versión vernácula de “los años locos”. Quien dijera lo contrario pecaba de hipócrita. Hasta los mismos compinches de LauraÉ, ataviados con su idealismo izquierdoso, reconocían lo imperativo e inevitable del retorno de “Bicho Loco”. Recuerdo al “Gocho” Rojas, arrellanado en un sofá del apartamento de mi hermana, queriendo impresionarme con su polisemia de alazán, al momento de parafrasear un aforismo de  un viejo y olvidado pensador, deglutido en una de sus atragantadas intelectualosas:
¾Te voy a citar algo que leí por ahí: “Castidad significa pasión, castidad significa neurastenia. Y pasión y neurastenia significan inestabilidad. E inestabilidad significa el fin de la civilización. No puede haber una civilización verdadera sin abundancia de agradables vicios”.
¾¿Quién es ese filósofo de la decadencia? ¾preguntó Nadia Coronado.
¾Aunque tú no lo creas ¾clarificó el “Gocho”, escrutándome sin poder disimular la contorneada ansiedad de su oftalmología virola¾, eso aparece en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley.
¾Donde vaticinaron la reproducción asexuada y en probeta ¾corroboró LauraÉ.
¾Pero en Venezuela lo que viene es el gran desnalgue. “Bicho Loco”, prácticamente, diciéndolo y sin decirlo, está clamando por la gran bacanal. El nuevo mundo feliz, el nuevo imperio de los sentidos, el nadir de la castidad, el cénit de la morronga ¾vaticinó el “Gocho”.
¾¿Adónde se fue la utopía? ¾preguntó LauraÉ, pendiente de que Pedro Pablo no se despertara.
¾La utopía subyace aturdida en la soledad de quienes no le temen al encontronazo consigo mismos. La utopía se manifiesta como una ausencia presentida en el miedo a la muerte y en el silencio que remueve las culpabilidades. La utopía es una niebla pálida disfrazada de fiel de la balanza en la frontera dual que separa al hombre-conciencia del hombre-tropismo. Su precio, su peaje, su tarifa, repito, viene traducido en soledad, escepticismo y en una ética laica, y será cancelado ese débito cuando el hombre-conciencia venza al hombre-hedonismo. Mucho me temo que este no es el instante para que ello ocurra. Por lo tanto, como no poseo veleidades de Job andino, rogaría a una de mis amables anfitrionas ¾al llegar a esta solicitud, el “Gocho” Rojas me miró con sus ojillos desviados de saltimbanqui pueblerino¾ que me conceda la gracia de servirme otro ronsonol con mucha aguakina y bastante limón.
¾¡Qué barato te vendes, Rojitas! ¾criticó, bromeando, Nadia.
¾Recapitulo y rebobino: ¡mi vocación no es de mártir! ¾replicó él.
¾Dame el vaso, yo te lo sirvo ¾me volteé hacia Arnaldo, quien se adormilaba frente a la tele al compás de una culebra mexicana¾. ¿Te traigo más café con leche, mi vida?
¾Mmmmm… bien.
LauraÉ había contratado a Benny para su programa televisivo de concursos y el tipo se la estaba devorando. En apenas unos meses se había convertido en una celebridad. Sus locuras y desfachateces ante las cámaras eran la comidilla de casi toda Venezuela, pues se burlaba de media humanidad sin pedir ni dar cuartel. A veces me parecía que iba a pasarse de la raya. Mis sentimientos hacia él seguían su consabido trayecto ambivalente. Admiraba su desparpajo, pero me enervaba su informalidad perenne, su superficialidad contemplativa y su dejadez crónica por todos los guiños sólidos de la vida. Me llamaba constantemente, pero yo no respondía. Me sentía temerosa, no lo niego, de una recaída en ese pozo sin fondo donde sucumbiría, a no dudar, bajo una irrealidad ebria, encantadora pero succionante, cual canto de sirena preñado de péndulos bituminosos cuyas oscilaciones lloverían mi pérdida y mi insensatez. Llegué, incluso, a escribirle una carta, no enviada (pero tampoco hecha trizas) conservada en un estuchito secreto, camuflado en las astringentes cómodas de mi corazón.
“Benny:
“Somos dos vectores en un espacio imaginario, de igual magnitud pero de direcciones distintas. Has profundizado en mí, más de lo que imaginas. Nuestros planos, aun cuando se entrecruzan, parecieran pertenecer al mismo ámbito, pero no es así.
“Pienso en tus manos tocándome paulatinamente en cada resquicio de mi piel, en cada pliegue sentido, en cada curvatura gemida. Pienso en tus dedos arrancándome cada suspiro al recorrer lentamente mi ser, llegando al alma y volviendo como marea dueña de la orilla. Con tu lengua humedeciendo lo húmedo y saboreando lo dulce, lo ácido y lo amargo. Sueño con mi entrega temida, guardada, restringida, dejando de serlo al sentir tu aliento, tus ímpetus, tu euforia.
“Te quiero, te quiero, te quiero muy junto a mí respirando el mismo aire, sintiendo lo mismo, viendo lo mismo, y mirándonos a los ojos y compartirlo sin decir palabra, y dejándome llevar por la vanagloria, fingiendo cada uno para el bienestar del otro. Es por eso que sólo los momentos fueron hechos para nosotros, y no la permanencia, pues nos coartaríamos hasta el dolor, hasta la herida, hasta el odio y… y… te quiero, te quiero, te quiero.
“Perdóname por no poder ser perfecta, pero creo que nunca lo sospechaste, aquel día que te caí de sopetón y te derramé mi coctel encima, en una fiesta en Miami (yo tampoco llegué a sospecharlo). Todo se inició como un respiradero en los túneles emocionales por donde uno se mete. Y termina respirando el aire del otro. El aire tuyo.
“Te amo. Pero nunca sabrás cuánto. Porque no puede ser.
Ornela”
Primera vez en mi vida que escribo algo tan largo (aparte de mi trabajo en los tribunales). Siempre creí que los dones de la literatura pertenecían únicamente a LauraÉ. De todas maneras, a Benny y a mí nos separaba la misma vorágine, el mismo torbellino incorpóreo surcando el mismo plano cartesiano. Él, figurando de cuerpo entero como el nuevo oráculo de la befa que denuncia la desnudez del soberano. Ornela, oculta tras los vestíbulos agiotistas que apuntalan los tinglados y los frisos lisiados de la grande y desconocida parodia. Solamente la agotadora transfusión de jornadas febriles me garantizaba un reposo medular y un olvido piadoso de su imagen clavada en mi mente. Como una especie de exorcismo a la carta, cada vez que el recuerdo de Benny atolondraba mi alma con su carga de compasivo descuido, buscaba la mano de Arnaldo y la apretaba contra mi pecho, musitando para mis adentros una plegaria por la desintoxicación de mi alma, una plegaria barredora de sus trinos poéticos, una plegaria aspiradora de sus ecos risueños, una plegaria coleteando los muelles donde no volverían a atracar sus muletillas que (muy a pesar mío) me hacían reír. Por ese lado, llegué hasta a agradecerle a dios la enfermedad de mi mamá, pues ayudaba a endurecer mi corazón con respecto a Benny.
Empeoraba a ojos vistas. Cada día se consumía más. Quería dármelas de corajuda, pero mis piernas temblaban ante la posibilidad real de su pronta desaparición. LauraÉ se cohibía ante su presencia. Ni aun en ese trance, ninguna de las dos podía desinhibirse de tantos años de dardos e incomprensión. ¿Qué adventicio torneo de falsa dureza era ese? No podían estar juntas en el mismo cuarto porque la atmósfera se hacía irrespirable. Y LauraÉ se empecinaba en no dejar venir a Pedro Pablo, argumentando que (dada su tierna edad) podía sobrevenirle un trauma. De nada valieron mis súplicas para lograr un armisticio entre ambas. Podría haberme tendido como un puente uniendo las dos orillas de ese precipicio salitroso y ninguna de ellas se habría atrevido a cruzarlo. Decidí, entonces, dejar las cosas de ese tamaño. La testarudez repetida me acalambra el entendimiento.
El día de la elección se aproximaba como un imán vertiginoso fletado por una prestidigitación de epítetos, corricorris y planetas en franco rumbo de colisión. Mis jornadas arrancaban a las cuatro de la madrugada. Después de verificar cómo había pasado la noche mi mamá (en el noventa por ciento de los casos, la tos y las crecientes dificultades respiratorias me hacían desvelar), de instruir a la enfermera (le informaba de mi ubicación de acuerdo a la agenda del día) y de confortar a mi vieja enferma (le acariciaba el pelo mientras ella, sacando aire de la nada, insistía sin desmayar en que no perdiera el tiempo y le sacara el jugo a la oportunidad), me apersonaba al búnker del comando de campaña. Tras intercambiar impresiones, planes y estrategias con el cogollito (así llamábamos al círculo de los más íntimos del hiperventilador ex presidente, conformado por esta servidora, Javier Grimán y los tres más incondicionales dirigentes del partido), cada cual tomaba su rumbo específico en la coordinación de las actividades de la jornada. Habitualmente, Javier y yo nos turnábamos para ver cuál de los dos acompañaba en ese día al candidato. Tarea realmente agotadora, por lo demás, ya que al susodicho le brotaba la energía como un torrente volátil en el maremágnum de las interminables caminatas por las calles y barrios de todas las poblaciones venezolanas, en el marco de los calcados mítines y concentraciones de masas donde se peroraba tanto y no se decía nada (pero, en el fondo, eso es lo que le gusta a la gente), en el cuadro de las monocotiledóneas reuniones con las dirigencias regionales donde se repetían (hasta el infinito) los mismos chismes y las mismas intrigas parroquiales, los mismos peines y los mismos dardos con curare, las mismas zancadillas y los mismos velados comentarios por causa de las mismas prebendas, las mismas ansias de figuración, las mismas ambiciones, los mismos cálculos y los mismos quítate-tú-pa-poneme-yo, en el tejido de la pedigüeñería sin tapujos en que se convertían las asambleas con los representantes de las barriadas, de las asociaciones de vecinos, de los sindicatos, de las federaciones de campesinos (con o sin tierra), de los gremios profesionales, de los estudiantes sin cupo, de los industriales clamando más proteccionismo, de las fuerzas vivas (nacionales, locales y regionales), de los militares retirados, de los jubilados de la administración pública, de las organizaciones de comerciantes informales, de los importadores, de los exportadores, de los curas católicos, de los pastores evangélicos, de los rabinos judíos, de los brujos, de los yerbateros, de los curiosos, de las juntas pro mejoras, de los comités organizadores de las ferias patronales de los pueblos, de las sociedades de socorro mutuo, de los grupos culturales solicitando más y más subsidios, de los ateneos con juntas directivas dominadas por inmortales matronas enraizadas en la gran prensa nacional, de los insaciables pozos sin fondo que son las universidades nacionales, de los comités pro graduación de los liceos públicos y los colegios privados, de los ganaderos, de los agricultores, de los latifundistas, de los parceleros, de los conuqueros, de los que viajan a New York y a Miami para comprar ropa y revenderla, de los abogados, de los médicos, de los ingenieros, de los limpiabotas, de los contabilistas, de los recogelatas, de los escarbadores en los basureros, de los pintores de brocha gorda, de los poetas solicitando que les publiquen un libro… todos clamando por sus irrenunciables derechos… todos sin excepción demandando demandando pidiendo pidiendo pidiendo exigiendo exigiendo exigiendo solicitando solicitando solicitando dame dame denme denme denme deme deme deme dennos dennos dennos… y “Bicho Loco McGraw” exudando contento y satisfacción en su papel de altísimo repartidor de indulgencias por obra y gracia de nuestro supremo padre bienhechor, la deidad de deidades, el Moloch de Venezuela, el Baal de Venezuela, el Vellocino de Oro de Venezuela, la Espada en La Piedra de Venezuela, el maná de Venezuela, la gallina de los huevos de oro de Venezuela, nuestro santo benefactor Papá Estado Petrolero. Y Ornela al pie del cañón. Tejiendo y destejiendo. Uy, qué bochorno tan atolondrado. A veces pernoctábamos en las diversas ciudades, en casa de los ricachones locales que (contribución mediante) esperaban la justa retribución a su apoyo en la forma de contratos de obras públicas, licencias de importación, concesiones de radio y TV, créditos blandos para no pagarlos más nunca, ventas con sobreprecio al estado manirroto, el perdón de las acreencias con el Banco de Desarrollo Agropecuario, la Corporación Venezolana de Fomento, el Banco Industrial o cualquiera de las quebradas y expoliadas instituciones financieras del gobierno. Para todos, el aspaventoso candidato tenía una meliflua sonrisa, un palmetazo en el hombro o un secreto compartido que hacía creer al susodicho de marras (en su mansión barquisimetana, en su quintota maracucha o en su hacienda tachirense) que era copartícipe en las grandes movidas de la política criolla. Ay, Ornelita, ¡cuánto aprendiste en esos días de vértigo y bólidos encapsulados! Si no nos quedábamos para la noche, regresábamos a Caracas en volandas, ligando que no hubieran cerrado todavía el aeropuerto de La Carlota. Ya una vez en tierra, Arnaldo me esperaba, me llevaba a casa de LauraÉ a juguetear un rato con Pedro Pablo, o a mi casa, donde me aguardaba mi mamá con su mal que la estaba consumiendo de a poquito, como a una Dama de Las Camelias en el fárrago de la Venezuela saudita. Y, al día siguiente, de vuelta a las andadas.
Me estaba convirtiendo en una Lucrecia Borgia caraqueña. A través de Fedora (y, por mampuesto, del doctor Arnulfo Lizarraga quien, en una hábil maniobra, había “concertado” las paces con el arrogante anciano soberbio, el ex presidente copeyano, logrando insertar dos de sus fichas en el comando estratégico de campaña) lograba enterarme de las maniobras del campo contrario con antelación. Sabiéndose, a título de ejemplo, en total desventaja (todos los sondeos de opinión así lo mostraban), el colérico líder demandaba (a veces en tono de imperiosa requisición, otras veces con imprecación quejumbrosa) un debate, una confrontación televisada para acorralar con su dialéctica sibilina al verborreico “Bicho Loco”. En cierto momento, las encuestas mostraron una nada deleznable inclinación del electorado para que ese torneo se realizara. Decidimos, entonces, en una reunión del cogollito, iniciar las negociaciones. Contacté al doctor Lizarraga. Éste era nuestro aliado tácito, pues no olvidaba los agravios que el vetusto candidato le había endilgado en la precampaña e intuía que sus aspiraciones presidenciales, para el quinquenio subsiguiente, se verían amplificadas con la derrota de su correligionario e implacable némesis. Además, contaba con mi colaboración (vía Fedora) por el flanco financiero. Así las cosas, no le costó mucho prestarse a la jugada y servir de emisario de “buena fe”. Por supuesto, sabiéndonos ganadores (y por amplio margen), no nos interesaba concederle tribuna a nuestro egolátrico contendor. Establecimos las primeras negociaciones, bajo un manto de rigurosa confidencialidad, con los delfines del embalsamado ex presidente. Por parte de las huestes bicholoquianas, asistimos Armandito (el dirigente de la juventud del partido con quien, cada cierto tiempo, compartía, en los respiros del columpio electoral, unas breves horas de sexo recreacional) y yo. Concordamos, tentativamente, varias fechas para la producción del tan ansiado debate. La nuestra era, en definitiva, una maniobra de diversión. Logramos que el amortajado candidato aminorara sus incesantes peticiones por la realización de la confrontación televisada, con lo cual la iniciativa de las hostilidades comiciales volvía a estar de nuestro lado, y acordamos que la transmisión se efectuaría quince días antes de las elecciones. Nuestra intención, lógicamente, era la de suspender el asunto con cualquier pretexto. Ya teníamos, incluso, previsto un par de maquiaveladas como excusa para acusar al bando contrario de no jugar limpio cuando, fortuitamente, falleció de un infarto fulminante un ex canciller alemán (gran chivo de la Internacional Socialista) y nuestro impulsivo “Bicho Loco” recogió (la ocasión no la podían pintar más calva) sus arreos de peripatético líder tercermundista. Sin mediar preparativos, se encaramó en un avión (gentilmente cedido por nuestro viejo amigo y financista Óscar Zavala, vendedor de tanques y misiles franceses e israelíes), y voló a Berlín, no sin antes excusarse al pie de la escalerilla de la aeronave (ante una batería de micrófonos y cámaras) por tener que suspender el debate desencadenador de tantas expectativas, dejando atrás a su rival por la presidencia escupiendo viperinos rayos y centellas. Javier y yo habíamos previamente abordado la nave. Durante los tres días que permanecimos en la urbe germánica, nuestro inquieto caudillo asistió a las exequias, se codeó y conferenció con los prohombres del socialismo europeo, varios ex presidentes latinoamericanos y un sinfín de personalidades, todo esto (por supuesto) bajo la exhaustiva cobertura de la televisión venezolana, para remachar su imagen de estadista. Por las noches, Javier y la suscrita nos dimos a la tarea de recorrer las discos y los clubes de Berlín occidental, con su aire de decadencia expectante, sus adictos al por mayor, sus punks de caras pintarrajeadas, sus noches de rave y de psicodélica adrenalina. Al tercer día, “Bicho Loco McGraw” ordenó nuestra partida hacia New York. Y, sin más preámbulos, aterrizamos en la babel de hierro. Ahí conocí a Alecia.
Se trataba de la legendaria querida de “Bicho Loco”. Aun cuando a la luz pública el matrimonio con su abnegada mujer de cuarenta años parecía incólume, resultaba un secreto a voces su relación con Alecia, quien recibía, de parte de todos cuantos acudían al entorno bicholoquiano, la adulación y los miramientos de una soberana en su corte. Javier entraba y salía, como Pedro por su casa, del amplísimo apartamento dúplex de Sutton Place. A pesar de que hice gala de todas las artimañas que me ganaron el apelativo de avión en la universidad “Santa Cecilia”, Alecia no quedó impresionada conmigo. Pienso, de sinceridad, que le caí francamente mal, pero la mujer tenía mucho mundo recorrido y siempre me premiaba con una aséptica sonrisa de publicidad de dentífrico, sin duda en condescendencia hacia Javier  y hacia el ex mandatario con quien hacía vida marital y a quien le había traído dos hijas al mundo. “Siempre hay una primera vez. No se puede ser monedita de oro con todo el mundo”, pensé. De todas maneras, esos tres días en la gran manzana me sirvieron de relax y de olvido. La primera noche, acompañamos Javier y yo, a nuestro jefe, a Alecia y al célebre Ronnie, magnate de la televisión nacional, a cenar en Le Cirque. En medio de la anodina conversación de sobremesa que Alecia pugnaba por liderar, “Bicho Loco” y Ronnie comenzaron a conjeturar planes para convertir a Venezuela en la potencia mediática de Latinoamérica. Hábilmente y con sutileza untuosa de hombre ducho en el humus donde chapaletean los grandes mercaderes, Ronnie obtuvo del futuro mandatario la seguridad de un apoyo abierto y generoso de parte de  la próxima administración para sus proyectos, a cambio (no había que estar dotado de un cacumen einsteineano para captarlo) de un respaldo total de su imperio mediático a las políticas bicholoquianas. Ronnie se despidió lanzándome una sonrisita en la que se mezclaban el charm de Robert Redford con la codicia guisada de un superbroker de Wall Street, más una breve pizca de la picaresca criptográfica de Mario Moreno “Cantinflas”. Para no irme en blanco, le devolví el gesto, gratificándolo con una de esas miradas ornelianas que, a pesar de estar enclaustradas tras unos espejuelos de chica intelectual, lo prometen todo sin asegurar nada. “Touché, turtle!”, hubiera dicho el sin par Benny. Luego de la cena, nuestro líder y su querida decidieron retirarse temprano. Javier me convenció para continuar con los recorridos nocturnos. Fuimos a un sitio en el Village donde se alternaban varias bandas imitadoras de Los Ramones. Estuvimos, a continuación, en un club donde tocaban  jazz en un idioma de parábolas incomprensibles y donde los presentes parecían unos fantasmas de antepasados vigilando covachas en indumentaria de noviembre. Recalamos, de seguidas, en un antro gay, donde todos los tipos iban ataviados de cuero negro y gorras de motociclista. En una de esas, Javier me llegó agarrado de la mano de un bigotudo que caligrafiaba su musculatura de levantapesas bajo un chaleco sin mangas y me dijo, sin anestesia: “Manita, vete, si quieres, para el hotel porque Robert (se refería al jamado) me acaba de invitar a su apartamento y… bueno, tú sabes, ¿no?”, y yo, como buena hija de mi madre, reflexionando: “Ornela, Nueva York no se quiere dar contigo. Pero tú tranquila, que lo tuyo es asegurar el futuro”. Regresé al hotel, llamé a mi mamá, en Caracas, pero respondió la enfermera contándome que la había sedado para que pasara la noche con tranquilidad. Llamé a LauraÉ, pero me contestó Débora, la llanerita que cuidaba a Pedro Pablo, refiriéndome que mi hermana había telefoneado para explicar que la grabación de no sé qué programa del Doctorísimo Chancleto se había retrasado y que, por lo tanto, iba a llegar tarde y el niño ya estaba dormido. Repiqué, a continuación, a casa de Arnaldo y me atendió su mamá, la señora Bolivia, para decirme que había llegado con dolor de cabeza y fiebre, síntomas inequívocos de una gripe que estaba dando por esos días y a la que el ingenio popular había bautizado como “La Bicha Loca”, y ya se iba a pegar a hablar de las señoras de no sé cuál comité de damas cuando, en un resquicio de su incesante cotorra, logré decirle que yo también me iba a acostar, que mañana volvería a llamar, buenas noches y un besote para todos. Como Javier no apareció en los dos días siguientes y nuestro hiperkinético jefe se encuevó a hacer vida familiar, me fui de tiendas, subí al Empire State Building y conocí la Estatua de La Libertad. Estando sola no podía dejar de pensar en Benny. ¿Qué estaría haciendo ese grandísimo locuaz? Menos mal que se acercaba el regreso a Caracas y, por ende, la recta final de la campaña.
El “Bicho Loco McGraw” ganó, por segunda vez, la presidencia con amplísima ventaja, tal como se había pronosticado. Ya el hombre había designado, in pectore, su equipo de gobierno y las actividades, políticas y comerciales, adoptaron un ritmo más sosegado. Decidí, entonces, pasarme unos días a solas con Arnaldo entre Los Roques, Margarita y Miami. Mi mamá permanecía en un estado estacionario. Como la quimioterapia le producía unas náuseas y unos vahídos espantosos, decidimos retomar el tratamiento en enero, dándole oportunidad a que recobrara fuerzas. La insté a que nos acompañara, pero ella aseguró que nada ni nadie la sacarían de su casa, en donde estaba muy bien en compañía de sus pericos enjaulados. Total que hice de tripas corazón y me marché con Arnaldo, dispuesta a que la playa, el sol y la arena hicieran que el estrés, el agite y los desbarajustes de la vida cotidiana descendieran a niveles tolerables. En pleno despegue del avión, rumbo al archipiélago, le dije a Arnaldo:
¾Papi, ya está bueno de esperar. Este año nos casamos. Compramos una casa, la acomodamos a nuestro gusto y, de una vez por todas, legalizamos este concubinato. Verás cómo todo el mundo se contenta cuando hagamos pública nuestra determinación. ¿No te parece?
¾Mmmmm… bien ¾contestó mi novio, recibiendo un vaso grande de café con leche que le traía una azafata.
Pero no podía olvidar a Benny. Incluso dejé de ver televisión para no tropezarme, ni por casualidad, con su imagen que ahora engalanaba la publicidad de un sinnúmero de productos: café de Los Andes, polvos para lavar y blanqueadores de ropa, detergentes tapa amarilla, atunes enlatados, jugos de pulpa fresca, refrescos de cola negra y automóviles refrigerados de largas trompas. El muy sinvergüenza tuvo hasta el tupé de aparecer semidesnudo, con su infantil barriguita y su incipiente calvicie, en una cuña de ¡pañales desechables! que fue el comentario obligado de esas navidades y año nuevo. Todo el mundo tomaba partido, a favor o en contra. Y, por supuesto, ésta que está aquí viendo sus esfuerzos para apartarlo de su mente malgastados pues ahora lo veía en las vallas de las autopistas y las contraportadas de las revistas, lo escuchaba en decenas de spots radiales que los taxistas reproducían a full volumen y, para completarla, tenía que oír los pareceres de la gente en las colas de los aeropuertos, de los supermercados, de los cines, de los teatros, y Benny Miller por aquí, y el Doctorísimo Chancleto por allá, y dale y dale y dale y dale y dale… y lo peor resultaba cuando estaba en plena faena amorosa con mi novio, el hombre con quien iba a estabilizar mi vida y mis afectos, y tenía que morderme un dedo, o la almohada, para que no se me brotara su nombre ajeno, en medio de ese ir y venir de infinitas y cosquillosas plumas cuando el encrespamiento de la carne la hace confesar a una las veleidades de un alma que no obedece a falsas riendas.
Luego del quince de enero tuve que reincorporarme al cogollito. La toma de posesión de “Bicho Loco” estaba adquiriendo visos de monumental coronación. Había que coordinar la llegada y alojamiento de casi todos los mandamases de Latinoamérica, más la primera dama norteamericana, el presidente del gobierno español y una pluralidad de dignatarios y diplomáticos que realzarían con su presencia, la nueva investidura de nuestro inquieto jefe. Javier y yo, nuevamente, tomamos las riendas ejecutivas del asunto, acicateados por la inagotable energía del presidente electo. Menos mal que Arnaldo y Carmen Adilia ya conocían al dedillo todos los detalles de la operación comercial, por lo cual me concreté a cimentar los contactos ya establecidos y a abrir nuevas compuertas con la naciente administración. Logré convencer a Fedora de radicarse en Miami y, desde allí, supervisar todos los procedimientos que, con plena seguridad, nos repartirían pingües ganancias. Todo lo hacíamos con discreción elevada al máximo. Sin embargo, el conocido columnista de izquierda Valentín Vergara alcanzó a comentar (de manera velada y sin mencionar nombres) que se estaba fermentando un monopolio en la distribución de alimentos y víveres para el Patronato Institucional de Alimentación, los comedores escolares y todos los organismos gubernamentales relacionados con el ramo, en connivencia con altos personeros del régimen anterior y del nuevo gobierno. Prometía Vergara información adicional con detalles más específicos en futuras entregas. Se lo comenté a Javier y quedamos en que sintonizaríamos con mayor agudeza nuestras antenas para averiguar de dónde provenía la fuga de información.
Los preparativos de la toma de posesión se hicieron más intensos, con lo cual nuestras mentes se preocuparon con decisiones de mayor perentoriedad. Me juramenté como diputada por el estado Cojedes, aunque convine con mi suegro que coordinaría con mi suplente para que éste asistiera a la mayoría de las sesiones y me ahorrara la presencia en el parlamento, salvo en caso de absoluta necesidad. Total, estaba colmada de obligaciones.
La investidura del “Bicho Loco McGraw” resultó un éxito rotundo. Trabajamos, como posesos, sin descanso, robándole horas al sueño. Venezuela fue el marco de intensas reuniones entre los diversos mandatarios, originándose acuerdos de trascendencia continental. El barbudo dictador cubano, con todo y sus treinta y pico de años de rígida autocracia, recibió la desmesurada atención de los medios, puesto que ese magno cónclave significaba, en parte, que estaba dejando de ser un paria internacional. No obstante, nuestro flamante presidente reelegido ganó puntos ante la opinión pública mundial cuando de manera amable pero categórica, lo conminó a democratizar su régimen. Y, en medio de estas sinuosidades de la alta política, logré contactar a varios funcionarios de la comitiva cubana quienes escucharon, con bastante interés, mis ofertas para suministrarle víveres a la bloqueada isla, a través de un esquema que se nos había ocurrido a Fedora y a mí tomando a México como base de operaciones. Las puertas habían quedado abiertas.
Todo auguraba viento en popa. Llamé a Fedora para que fletara dos barcos y los llenara de leche en polvo, carne congelada, embutidos, fiambres, frutas y otros bocadillos. Lo que sobrara del aprovisionamiento al Patronato Institucional de Alimentación lo colocaríamos en varias cadenas de comercialización, formales e informales. El negocio no podía ser más redondo.
Pude hablar con Javier a las dos semanas después de la investidura bicholoquiana. Nos reunimos en su apartamento de Valle Arriba.
¾¿Por fin? ¿Vas o no vas de cónsul en Miami? ¾le pregunté, sabiendo de antemano que sus ambiciones burocráticas fatigaban esos derroteros.
¾No, manita. El hombre dezea que me quede a zu lado. Me nombraron zubzecretario de la prezidenzia, un puezto bien ozcuro y mal pagado, pero con una ofizina en la mera adyazenzia del dezpacho prezidenzial. Cuento contigo para que me échez una manito, porque el zueldito no da ni para pagarle a la cachifa.
¾Aquí te traje algo, porque me imaginaba que por ahí venía la lavativa ¾contesté, alargándole un sobre amarillo con una apreciable cantidad en efectivo.
¾Gráziaz. La coza pareze que eztá peluda, Orne.
¾Cuéntame, a ver.
¾Tiénez que reclamarle a Fedora.
¾¿Qué es lo que tengo que reclamarle a Fedora?
¾Cónchale, zuz compañéroz de gobierno razparon la olla. No dejaron prácticamente nada de rezérvaz. El gordito ecz prezidente quemó cazi tódaz laz divízaz para mantener, artifiziozamente, la paridad del bolívar. Maquilló laz zífraz.
¾¿Y todo eso qué significa?
¾Que vienen medídaz de auzteridad y de dizciplina fizcal. Ezta tarde me colé en la reunión del gabinete económico con el gran jefe y ze habló abiertamente de aumentar el prezio de la gazolina, de zubir el impuezto zobre la renta y de recaudar dinero a como dé lugar, porque no hay con qué zubvenzionar loz gáztoz del eztado. Imagínate que el miniztro de hazienda afirmó que, zi no ze recolecta plata cuanto ántez, no habrá múnaz para pagar la nómina de la administrazión pública dentro de doz mézez. Ademaz, el hombre ez partidario de liberalizar la economía, ziguiendo laz páutaz del Fondo Monetario Internazional.
|¾Pero el presidente condenó en la campaña electoral al FMI por querernos imponer políticas tan austeras a rajatabla. Es más, los llamó, si mal no recuerdo en un mitin en Barinas, la “bomba-solo-mata-gente”.
¾No zerá la primera vez que un político promete una coza y termina haziendo otra. Pero prepárate para lo mejor. Habrá devaluazión.
¾Coño ¾exclamé¾. ¿De cuánto?
¾Eztaban hablando de un veinte por ziento.
¾Entonces la vaina es más seria de lo que se pensaba.
¾Cambia tódoz los bolívarez que téngaz, porque la coza ez rápido.
Al día siguiente transferí toda mi liquidez (y la de la compañía) a mis cuentas en Miami, en dólares. Llamé a mi suegro y le relaté el asunto, aconsejándole hacer lo mismo. Me lo agradeció sutilmente, conminándome a no contárselo a más nadie. Había que evitar un pánico financiero a toda costa.
El lunes siguiente fleté una avioneta y partí a Maracaibo, Mérida y San Cristóbal a supervisar la llegada de varias gandolas apertrechadas de provisiones para los diversos programas de nutrición. Almorcé, en pleno vuelo, para ahorrar tiempo.
¾Hay disturbios en Guarenas y en el centro de Caracas. Lo acabo de escuchar en la radio ¾me informó el piloto, en el trayecto hacia Mérida, ya con los picos nevados a la vista.
¾Los encapuchados, ¿no? Esos nunca están contentos con nada.
Regresamos a Caracas al final de la tarde. Sobrevolando el valle que alberga a la capital, nos fijamos en varias columnas de humo y en multitudes en estampida en las avenidas Baralt y Lecuna.
¾¿Qué pasa ahí abajo? ¾pregunté.
¾Son las manifestaciones. Acabo de escuchar en la radio que, al parecer, varias unidades de la Policía Metropolitana están en huelga.
Al aterrizar percibimos nerviosismo en las personas.
¾Hay saqueos en el Centro, Plaza Venezuela y Sabana Grande ¾informó un capitán de la Fuerza Aérea que ostentaba una verruga con pelos en el cachete izquierdo.
¾La gente está bajando de los cerros a arrasar con lo que encuentre ¾aseguró un enfluxado gerente de transnacional que tenía las cejas pegadas de un solo trazo.
¾Por aquí me informan que las chusmas de los barrios de Petare han comenzado a atacar todo lo que es El Marqués, La Urbina y El Llanito, y se están metiendo en las casas impunemente ¾me cuchicheó, con acento sifrino, una conocida y bronceada modelo que acababa de llegar de un fin de semana en Saint Marteen con un novio de orondas pantorrillas, culo cuadrado y mentón a lo Kirk Douglas. Ambos parecían extraídos de un anuncio playero de cigarrillos.
¾ Se alzó el negraje. Se formó el mierdero ¾rezongó un gordito fofo y patizambo, célebre en toda Caracas por haberse hecho millonario vendiendo gold filled  a raudales.
Fui al CCT y recuperé mi carro. Por la Río de Janeiro y la Principal de Bello Monte se veían colas y colas de gente a pie y ni un solo autobús, camionetica puesto o taxi cumpliendo con el servicio. Previendo zaperoco en la Universidad Central, me desvié por Santa Mónica y la Nueva Granada. Las patrullas y ambulancias iban y venían con sus sirenas estrepitosas a millón. Llegué, por fin, a nuestro apartamento de Las Acacias. Serían alrededor de las ocho y media. Por los lados de La Charneca se escuchaban detonaciones.
¾Está dormida ¾me aseguró la enfermera, informándome en detalle la cantidad de centímetros cúbicos de la ampolleta opiácea que le había inyectado a mi mamá.
Marqué para casa de LauraÉ. Todavía no había regresado de una de sus interminables grabaciones con el Doctorísimo Chancleto, me confirmó Débora. Luego pedí que me pusiera al pequeñín. Escuchar su vocecita de algodón contarme en su media lengua sus juegos con los muñecos de los héroes fantásticos que le había traído de mis últimos viajes fue reconfortante. “Vé ahora a acostarte.  Tía Orne pasará a verte mañana y te va a llevar unos caramelos y un avioncito de papel”. Sus gorgorinos y sus agudas risotadas colmaron mi ánimo de un cariño transparente, dulce e infinito.
Llamé a casa de Arnaldo. Me contestó la señora Bolivia, tratando de disimular los nervios. Ni Arnaldo ni el doctor Rovira habían regresado aun. María Bolivia había telefoneado desde Boston para referirle que acababa de ver por televisión las escenas de violentos disturbios en Caracas y otras ciudades de Venezuela. Algunas vecinas le habían comentado que habían observado a gente de los barrios vecinos merodeando por los alrededores, como si estuvieran reconociendo el terreno. “Voy a soltar los rottweilers”, me aseguró. Le solicité que me llamara en caso de cualquier novedad mientras llegaban mi novio y su esposo.
Localicé a Javier en su casa. Me lo imaginaba enfundado en su batín de seda estampada y calzado con sus pantuflas de fino cuero, tomándose su coñac del estribo.
¾La zituazión eztá bajo control. Ez maz, ya el hombre ze fue a acoztar.
¾Pero por aquí lo que se escucha es plomo parejo.
¾Todavía quedan algúnoz fócoz dizpérzoz. Ya el miniztro del Interior y el gobernador de Caracas azeguran que la P.M. tiene el azunto dominado y que ni ziquiera habrá falta de zacar la Guardia a la calle.
¾ No me confío, Javier.
¾Bueno, vete a dormir tranquila. Por zierto, ¿cómo zigue tu mamá?
Mi mamá continuaba sedada aunque se podía advertir su respiración irregular. La enfermera estaba nerviosa. Le habían contado que en El Valle, donde residía su familia, las turbas habían detenido varios camiones cargados de alimentos y otros enseres y los habían desvalijado. Se podía apreciar su intranquilidad, pero la disuadí de marcharse repitiéndole lo que me había dicho Javier.
Al rato llamó Arnaldo. Todo estaba en orden y me vendría a buscar por la mañana. Luego repicó LauraÉ para decirme que ya había llegado a su casa, que se veían patrullas por doquier y que, al parecer, todo volvía a la calma. Los disparos por La Charneca y El Cementerio se hicieron más esporádicos. Me tomé un té de toronjil para atemperar los nervios, yo que suelo dormir como un lirón de los lirones, y me fui a la cama.
Abrí los ojos a las cinco. Todavía no había salido el sol. Mi mamá seguía durmiendo. Tomé una ducha, un té de menta y salí cuando Arnaldo apareció al doblar la esquina. Nuestro primer destino era el galpón que habíamos arrendado en Catia para almacenar y clasificar los alimentos.
La muchedumbre se hacía más densa en la avenida Sucre. Tenían cara de pocos amigos.
¾Esto no anda nada bien, Arnaldo. Ya no es una simple manifestación. Tiene aspecto de que se va a convertir en un motín generalizado.
Llegamos, por fin, al galpón. Los dos vigilantes y otro par de empleados se veían asustados.
¾La cosa está fea, doctora ¾me aseguró el jefe de depósito, un flaco al que se le notaban las puntadas con que le cosieron el labio leporino.
¾¿Qué se dice por ahí? ¾pregunté.
¾La gente está abriendo negocios con patas de cabra, ganzúas y cualquier herramienta que se les atraviese. Están cargando con todo: televisores, neveras, ropas costillares completos, cajas de aceite, cajas de papel tualé, radios, equipos de sonido… ¾respondió el montacarguista, un barrigoncito pata de loro.
¾¿Y la policía? ¾insistí.
¾Esos son los primeros que invitan a la gente a que se coja las cosas ¾contestó al jefe de depósito.
¾Y ellos mismos están cargando también con los corotos ¾corroboró el montacarguista.
El ruido de la multitud aumentó afuera.
¾Abrieron el galpón de la esquina, el de los turcos que importan electrodomésticos de Panamá ¾llegó anunciando uno de los vigilantes, un mulato calvo que no llegaba a los treinta años.
¾Están volcando los carros y les están pegando candela. La gente está que no cree en cuentos ¾notificó el otro vigilante, un moreno barloventeño que tenía cara de gran bailador de tambó en las fiestas de San Juan Guaricongo.
¾Meta su carro, doctora.
Busqué a Arnaldo con la mirada y no lo encontré. Sin pensarlo dos veces, salí, encendí el vehículo y lo introduje al recinto. Los vigilantes cerraron la puerta corrediza tras de mí.
Alguien entre la turba se apercibió de la acción. Como carnívoros sedientos de sangre, unos treinta hombrachones, la mayoría con el torso desnudo y el rostro cubierto por sus deshilachadas camisas a guisa de capuchas, corrieron hacia el local y comenzaron a patear la puerta. Los golpes retumbaban como una hiedra sónica que le enfrió el guarapo a mis acompañantes.
¾Esto se jodió, mi pana ¾dijo el vigilante calvo.
¾Escuché que a un chino que pretendió defender su abasto, en la avenida San Martín, lo lincharon y, total, igualito terminaron saqueándolo ¾comentó el vigilante barloventeño.
¾Mejor ábrales el portón y que se cojan todo ¾recomendó el montacarguista.
Los trancazos arreciaban. La pesada puerta no tardaría en ceder. Eran demasiados y estaban resueltos.
¾¡Abran, coños de sus madres! ¡Tumben esa mierda!  ¾se escuchaban los alaridos de la turba sedienta de botín.
¾¡Arnaldo! ¡Sal! ¡Llama a la policía! ¡Llama a la Guardia! ¾exclamé a todo pulmón. Mi novio no aparecía por todo eso.
Miré de reojo a mis acompañantes. Un par de segundos más y se unirían a la chusma, de eso no quedaba duda. Por un rescoldo de mi mente pasó como una tromba un pensamiento atroz: violación.
En eso el portón crujió con estrépito de cimbal chino.
Una figura se introdujo, al principio temerosa, luego más resueltamente.
Y después otro más. Y otro. Y otro.
No sé cómo lo hice, pero en una fracción de segundo despojé al vigilante barloventeño de su escopeta. Su descuido no lo dejó reaccionar a tiempo.
A punta de puro instinto, quité el seguro e hice un disparo al techo.
Los invasores se paralizaron.
Permanecí inmóvil, apuntando hacia el grueso de la aglomeración que se agolpaba a la puerta del galpón.
¾Pero bueno, jeba, ¿te vas a oponer a la acción del pueblo? ¾exhaló un flacuchento que se encontraba a la vanguardia del grupo, cubierta su cara con una camisa a cuadros a semejanza de un tuareg  en el desierto.
No me moví de mi sitio. Ni uno solo de mis músculos manifestó el más ligero temblor. Debía parecerme a una estatua infranqueable.
¾Vamos a escoñetar a esa pajúa y le damos una redoblona ¾sugirió una voz empastichada que no supe ubicar.
¾Eso. Y después arrasamos con toda esta verga.
¾Échenle bolas, pues.
Pero nadie se movía.
¾Bueno, ¿y entonces? ¿Le vamos a tener miedo a esa cabrona?
De pronto, alguien arrojó un proyectil. Una lata de cerveza a medio llenar me golpeó en la frente. El líquido pastoso se derrumbó sobre mis lentes, empañándome momentáneamente la visión. Mi dedo índice se tensó contra el gatillo.
Comenzaron a avanzar. Resueltos.
Las estampas borrosas se aproximaban.
Me dije a mí misma: “No pienses. Hazlo”.
Sonó un disparo.
Y otro.
Y varios más.
Se volvieron a paralizar. Yo estaba como en animación suspendida. Los veía como si fuera espectadora de una comiquita fantasmagórica teñida en fuegos tártaros.
Repentinamente alguien gritó, en medio de los crecientes disparos.
¾Coño, pana, es el ejército y vienen repartiendo plomo a diestra y siniestra.
¾La pinga es negra así el burro sea alemán. Yo me piro, bróder.
¾Dale, güevón, dale…
Salieron todos en veloz carrera. Ahora arreciaba el tableteo.
Permanecí tiesa en el mismo punto. El corazón parecía salírseme del pecho. Tenía la cara húmeda y pegostosa.
Los otros se acercaron sigilosos. Estaban más pálidos que jeroglíficos telepáticos.
¾Deme eso, doctora ¾el vigilante barloventeño sustrajo de mis manos inertes la escopeta.
¾Doctora, le rajaron la cabeza. Véngase para ponerle una curita ¾recomendó obsequiosa y nerviosamente el vigilante calvo.
Reaccioné.
¾No. Déjenme.
Se quedaron tiesos. Viéndome. Después comprendí que la vergüenza por su pusilanimidad los había transformado en quejumbrosos émulos de los perros callejeros cuando sienten que un dóberman anda suelto por los predios.
En eso salió Arnaldo de la oficina, hablándome desde detrás de un parabán de lluvioso celofán, con una vocecilla sin contornos.
¾Mami, acabo de ver al presidente en la televisión. Antes había estado el “policía” Alguíndigue ¾se refería al ministro del Interior¾, pero le dio un soponcio en pleno discurso. Ahí mismito cortaron la transmisión, pero al ratico salió el propio “Bicho Loco” y anunció que le había ordenado al ejército hacerse cargo de la situación, decretó el toque de queda a partir de las seis de la tarde y la suspensión de las garantías.
Se refrenó, de improviso, al verme.
 ¾¿Qué tienes en la frente?
Me palpé. Había sangre en la yema de mis dedos cuando los retiré.
¾Nada ¾respondí.
El montacarguista, bastante achicopalado por el episodio que venía de presenciar, me pasó un pañuelo.
¾Tome, doctora.
¾Gracias ¾le contesté, sin mirarlo.
¾Vamonós para la casa, mami ¾propuso Arnaldo.
¾No se preocupe por nada, doctora. Nosotros nos encargaremos. Como que todo vuelve a la normalidad, ¿no? ¾aseguró el vigilante barloventeño.
¾Sí, sí, doctora, váyase tranquila ¾recomendó el jefe de depósito.
Cuchichearon algo con Arnaldo. Ahora sí sentía que mis piernas iban a flaquear.
Arnaldo me abrió la compuerta y me ayudó a penetrar al carro. Antes de subir, sacó su cartera y les repartió unos billetes a los empleados. Arrancamos y, nuevamente, el portón se trancó tras de nosotros.
Las calles estaban llenas de soldados y vehículos militares. Muchos de ellos correteaban tras las desaforadas multitudes, disparando al aire, abaleando por aquí, dispersando por allá. Arnaldo esperó a que un desmirriado soldadito con cara de campesino del Tuy le franqueara el paso en una alcabala móvil. Un teniente bigotudo, con incipiente panza cervecera, nos vio con cara de pocos amigos al cruzar la barrera. Rodeamos la plaza del Silencio, donde las paredes esculpidas por Narváez se maquillaban con la ebriedad de una tarde orgiástica de botín y soles balizados e hirsutos (el porrazo en la cabeza me puso a divagar con pensamientos tipo Benny). Cuando nos hundimos en el túnel del Silencio, no aguanté más y comencé a llorar. Arnaldo se sorprendió.
¾¿Qué te pasa, mami?
Me recompuse como pude.
¾Nada. Sólo deseo llegar rápido a la casa para prepararte un café con leche.
¾Mmmmm… bien.
Durante varios días la ciudad guardó una tensa calma. La impresión resultante fue que la gente se exacerbó por las duras medidas económicas tomadas por el gobierno. Los rumores iban y venían. Que si la extrema izquierda había azuzado los motines o si, por el contrario, habían surgido por combustión espontánea. Que si habían matado en una refriega a un capitán del ejército por los lados de la Panamericana. Que si los congresistas habían quitado las placas de sus carros para no ser identificados por los vulgares y silvestres, pues se había comentado de pobladas donde algunos diputados por poco no habían sido linchados (Armandito, mi esporádico amante fue uno de lo que no utilizó su propio automóvil por varias semanas). Que si el desabastecimiento se iba a prolongar durante mucho tiempo, ya que numerosos supermercados habían sido víctimas de saqueos. Que si la morgue de Bello Monte estaba que rebosaba de cadáveres (más de dos mil según algunos, por encima de cuatro mil aseguraban otros) y, por lo tanto, se imponía enterrarlos a la brevedad en fosas comunes. Que si el Caracazo marcó el fin de la Venezuela saudita porque significó el día en que los cerros bajaron. Que si las compras nerviosas arreciaban porque se preparaba otro alzamiento popular. Que ahora va a venir la gente de los barrios no sólo a desvalijar sino también a violar a toda la gente blanca y catira de las urbanizaciones caraqueñas. Y las bolas iban y venían.
No pudiendo permanecer inactiva, liquidé mis existencias en un santiamén y le encargué a Fedora, en Miami, tres barcos más, considerando la precariedad en los suministros y  el pánico desatado en Caracas por el sacudón. La gente gastaba lo que no tenía para llenar la despensa. Durante varios días, las colas en los mercados y en los abastos reflejaron el temor de los caraqueños a pasar hambre. Ornela, haciendo de tripas corazón, cuadruplicó (en un tris) sus ventas. Resultó, a la postre, un buen antídoto para el latazo que recibí en la frente y el chichón que oculté tras una pollina por más de una semana.
Algo había cambiado. Ya “Bicho Loco” no era el reverenciado gurú de las vacas gordas. La sargentería del partido, incapaz de apreciar la labor de largo aliento que se pretendía acometer, empezó a torpedear las iniciativas del gobierno. Era evidente que el presidente se disponía a modificar profundamente la estructura paternalista, hipertrofiada y dadivosa del estado petrolero. Se imponía la modernización a ultranza. Aun cuando no soy ducha en los intrincados y áridos campamentos de la macroeconomía, entendí a la perfección la estrategia última: actualizar el funcionamiento de la administración, reduciéndola de tamaño y adecuándola a las necesidades de una globalización creciente. Era menester, entonces, privatizar las empresas estatales improductivas, grandes alimentadoras de un déficit convertido en un monstruo de un millón de cabezas. Había que deshacer el nudo gordiano de un aparato estatal pantagruélico transformado (por obra y gracia del clientelismo) en el máximo empleador, en el supremo contratista y en el dionisíaco dispensador de prebendas y discrecionalidades. Los jóvenes tecnócratas (llegados al poder de la mano del hiperkinético presidente) lograron convencernos de trocar nuestro destino de país monoexportador por un futuro de comunidad productora y productiva, insertada en un marco evolutivo donde se aprovechasen a cabalidad nuestras ventajas comparativas. De esta forma, “Bicho Loco” daba el triple salto mortal desde su antiguo trapecio de populista socialdemócrata hasta el trampolín aperturista y neoliberal.
Por supuesto, tal metamorfosis acrecentó el vocinglerío de una oposición anclada en las viejas formas de concebir el estado. La voz cantante la llevó el amortajado ex presidente copeyano, quien no perdía la ocasión para enrostrarle al primer mandatario su inconsistencia entre lo que ofreció en la campaña electoral y las políticas que se llevaban a efecto. Los partidos de izquierda clamaban cada vez que se solicitaba al congreso el permiso correspondiente para vender alguna de las requetequebradas empresas públicas: “¡Traición a la patria! ¡Están mancillando la soberanía nacional!” Valentín Vergara denunciaba a diestra y siniestra los negociados, verdaderos o inventados, donde se desangraba dolosamente el patrimonio colectivo. Mi nombre comenzó a ser cita, casi obligada, en las numerosas columnas que publicaba en varios diarios capitalinos. Incluso llegó a mencionar que Ornela Pérez Pirrone era la socia, la testaferra y la mujer de  paja de Alecia, amante del presidente y campeona obligada del chanchullo y la trapisonda. En cierto momento, saturada por el aluvión de denuncias, me vi tentada a entablarle una querella judicial. Se lo mencioné a Javier, una noche en su apartamento.
¾Zi lo demándaz lo conviértez en víctima. Y ezo ez, prezizamente, lo que él anda buscando.
¾¿Y me voy a quedar, entonces, de brazos cruzados?
Javier no me respondió enseguida. Se alisó su batín de seda y saboreó un kalúa.
¾Ya zé. Me acabo de acordar. ¿Tú conózez a Verónica del Trigal, la gran doña de la high caraqueña? ¾Javier notó mi gesto dubitativo y prosiguió¾ Bueno, el cazo ez que la única forma como pudo quitarze de enzima a Valentín, en una ocazión en que zu zegundo o tercer marido intentó pazar un lote de Ferraris zin pagar mucho aranzel, fue comprándole únaz pintúraz a Lucky.
¾¿Quién es Lucky?
¾La mujer de Valentín.
¾¿Y qué tal son esas pinturas?
¾Zon únoz liénzoz enórmez (nunca pinta nada chiquito), donde jamaz faltan únaz flórez en colórez eztrambóticoz y únaz vírgenez defórmez y zúper infládaz, ziempre zobre un fondo de follájez formádoz por aglomeraziónez de carítaz de bebez zobre capúlloz.
¾Variaciones sobre el mismo tema ¾comenté.
¾Ziempre pinta lo mizmo.
¾Es como las teleculebras: repetición de una misma historia, hasta el infinito, variando los decorados y los rostros pero, en el fondo, la misma miasma.
¾Eczacto. Yo la llamo, para miz adéntroz por zupuezto, la Fernanda Botero de laz ártez plázticaz nazionález. Y, ¡ay de quien ze meta con ella! Te conzíguez a Valentín de frente, el adalid de la izquierda venezolana, el zumo pontífize de la denunzia, la impoluta veztal de la honradez, el hombre que no tiene prezio…
¾Pero si le compro unos cuadros a la susodicha me despojo del sambenito.
¾Déjame llamar a Verónica del Trigal para que te ponga en contacto con Lucky.
Dicho y hecho. A través de la amiga de Javier, adquirí cinco horrendas pinturas de vírgenes amorfas cobijadas por unos encerados de flores paquidérmicas arrimadas, a su vez, a unos follajes puntillistas atomizados en una infinidad transoceánica de caritas de recién nacidos sobre hojuelas de pálidas rosas. La gracia me salió en treinta mil dólares. Valentín refería mi nombre, una vez sí otra vez no, hasta que, al cabo de un mes, enfiló sus baterías contra Alecia, sin Ornela de por medio.
¾¿Por qué Alecia no le compra unas pinturas a Lucky y así se quita, de una vez por todas, a Vergara de encima? ¾le pregunté, en otra ocasión, a Javier.
¾Mijita, zi Alezia junta tódoz loz cuádroz de Lucky que pozee ya tendría un muzeo. Lo que paza es que Valentín ze la tiene jurada a nueztro prezidente dezde que a un zobrino zuyo lo mató la polizía política, en un enfrentamiento con la guerrilla urbana en loz áñoz zezenta, cuando “Bicho Loco” era miniztro del Interior.
¾¿Pero el tipo era guerrillero?
¾Zí.
¾¿Y le metía al terrorismo también, verdad?
¾Mmmjú.
¾Entonces murió en su ley.
¾¿Cómo le eczplícaz tú ezo a Valentín? Para él loz guerrilléroz fueron únoz mártirez inmaculádoz, únoz zanmiguélez arcángelez, únoz heróicoz luchádorez por la juztizia y la igualdad. Y, por zupuezto, tódoz loz contrárioz eran loz demónioz encarnádoz, la reprezentazión del mal y, por ende, del capitalizmo y del entreguizmo neocolonial. Total, tú zábez cómo zon loz ñángaraz. Olvidémonoz de eze azunto. Ya le comprazte loz adefézioz a Lucky y Valentín Vergara te va a dejar tranquila… por ahora.
Continué con mis operaciones a un ritmo afiebrado. Importábamos contenedores tras contenedores de víveres y vituallas. No nos dábamos abasto. Valentín Vergara peroraba a diestra y siniestra la supuesta corrupción del régimen, los pasados desmanes de Fedora, los opíparos negocios de Alecia, el tren de vida descocado del “Bicho Loco McGraw” y su corte, pero a Ornela Pérez Pirrone no la volvió a mencionar.
Las medidas económicas habían resultado una píldora dura de tragar, pero sus resultados comenzaban a dar frutos. Llegaban inversionistas de todas partes del mundo buscando oportunidades de negocios en la Venezuela del gran viraje, donde se había resuelto, por todas las apariencias, la fallida experiencia latinoamericana del estatismo asfixiante.
Pero los dolientes del antiguo régimen de privilegios y proteccionismo no cesaban en sus amargas críticas. Los primeros denuestos provenían del partido socialdemócrata, supuestamente el sostén político del gobierno bicholoquiano. Hasta mi suegro, el doctor Rovira, marcó distancia públicamente. El hiperkinético presidente hacía caso omiso del alud de dardos verbales y de acusaciones de corrupción, sin parar de hablar y de montarse en aviones y helicópteros, siempre rumbo a algún punto distante del globo terráqueo o de la geografía patria.
Armandito y Javier se enzarzaron en una amarga pelea por la prevalencia en los desdoblados bastidores del poder. El primero manipulaba sus contactos a todo nivel en el partido y su proyección como líder joven y representante de las nuevas generaciones políticas ante la opinión pública. Javier movió los hilos de su intimidad con el gran jefe indio y su cada día menos indiscreta consorte. Armandito apeló a la sufrida y abnegada primera dama, quien contaba con una excelente imagen ante la gente dada la amplitud de sus obras filantrópicas y su estoicismo frente al notorio adulterio del presidente. Javier se alió con Ronnie, el magnate mediático, quien aspiraba a más y más concesiones de canales de TV, emisoras de radio, periódicos, licencias de importación, financiamientos blandos y (últimamente) pretendía también erigirse en primer suplidor de armamento para los militares.
Armandito me confesó, luego de una olímpica sesión de desahogo sexual en la suite real de un hotel cinco estrellas, que estaba en juego la jefatura del partido y la próxima candidatura presidencial, a la cual él aspiraba. Yo le hice ver que, de acuerdo a lo pactado en el pasado proceso con “Bicho Loco”, mi suegro había obtenido el compromiso moral y la anuencia tácita de todas las tendencias y, por lo tanto, debía ser el abanderado. Armandito me replicó, al tiempo que jugueteaba con mis senos e introducía sus dedos en mi vulva, que en política no valían esos contratos (ni siquiera pasándolos por notaría) y, mientras me penetraba y comenzaba a bombear con denuedo, me aseguró que nada ni nadie le arrebataría la nominación para la próxima justa electoral. Aun gozando de intensas oleadas de cosquilleos generalizados, no pude dejar de calcular mis próximos movimientos para seguir sacándole el mayor provecho al asunto. Entre gemido y gemido pensaba: “Gana mi suegro, sigo en la jugada. Gana Armandito, permanezco en play. Gana la oposición con Lizarraga, continúo figurando. Coño, Ornelita, no hay forma ni manera de que pierdas”.
A los pocos días me reuní con Javier en su dúplex de Valle Arriba.
¾Perdí, manita.
Hice gesto de extrañeza.
¾Me mandan para Miami de vizecónzul.
Me quedé de una pieza.
¾Armandito ze zalió con la zuya. El prezidente me dize que ez lo mejor por loz moméntoz. También le dio orden a Alezia de alejarze por un tiempo. Pareze zer que la gota que derramó el vazo fue que la zuzodicha pretendió calentarle la oreja al hombre con únoz nombramiéntoz militárez, la coza ze zupo y múchoz generález eztán que echan chízpaz. Azí que la orden ez clara y tajante: Alezia para Nueva York, yo para Miami y Armandito ze queda aquí, dueño de la zituazión y amanzando a loz caimánez del partido. El muy zuzio no zólo ze zalió con la zuya en todo ezto, zino que también me hizo perder únoz emoluméntoz que penzaba ganarme con Ronnie.
¾¿Qué pasó con Ronnie? ¾pregunté.
¾Dezeaba únoz contrátoz para vendérlez tánquez y lánchaz a la milizia, pero Armandito ze enteró de mi alianza con él y, ni corto ni perezozo, ze encompinchó con Óscar Zavala (aunque él cree que yo no lo zé) y noz tumbaron el negozio. Ronnie eztá que zi lo córtaz no echa zangre por laz vénaz porque tuvo conozimiento de que, al parezer y por mediazión de Armandito, a Zavala también le van a otorgar una conzezión para un canal de televizión. Y, de pazo, el muy zángano de Ronnie ahora no me quiere reconozer lo que me debe por miz geztiónez  Miéntraz maz ricáchonez, maz pichírrez y pezetéroz.
¾Ese Ronnie se las da de pulpo y quiere acaparar demasiado poder.
¾Y para maz ñapa, ahora el tipo ez enemigo del gobierno. Coza que no le conviene para nada al "Bicho Loco". Tremenda metida de pata. El canal de Ronnie ez el que tiene maz alta zintonía, zobre todo por laz novélaz de Horazio Quintín Zúñiga, y ahora el gobierno lo que va a llevar ez plomo gruezo. Ez maz, hazta Benny ze eztá preztando para la jugada porque en zuz prográmaz no haze zino burlarze abierta y dezcaradamente del prezidente. ¿Zabez cuál ez la última que zacó?
¾No. Dime a ver.
¾”Bicho Loco” eztá debajo de una mata de mango. Un pájaro, pozado en una rama, ze haze pupú y el zuzio le cae en la calva. Él ze palpa, ve la caca en zuz dédoz y eczclama: “¡Qué tochada, ze me rompió el zerebro!”
¾Qué chiste tan malo ¾dije, riéndome para mis adentros y pensando en mi loco e inquieto judío errante.
¾Puez ézaz cózaz, poco a poco, van calando y erozionando la baze de zuztentazión del gobierno. Ez maz, me atrevo a dezir, conoziéndolo como lo conozco, que Ronnie ze ha pazado por completo a la opozizión. Y no ez un enemigo fázil de despreziar. “Bicho Loco” no ze da cuenta que le eztán zerruchando laz pátaz.
¾¿Y Benny también está en la oposición?
Javier se sonrojó. “Coye”, pensé, “¿qué tiene Benny que a todos nos turba?”
¾Eze lo que eztá ez loco de remate. Pero, a fin de cuéntaz, ¿quién no eztá mal de la chaveta en ezte mundo de vízperaz de milenio? Vámoz a tomárnoz un kalúa, Orne, y a olvidárnoz, ziquiera por un rato, de ezta avalancha de mierda que ze noz viene enzima.
El traslado de Javier como vicecónsul en Miami nos favoreció en nuestras operaciones de importación de alimentos. Los trámites se aligeraron ostensiblemente. Es cierto que se perdía un importante contacto en las interioridades del palacio presidencial. Pero lo compensé incrementando mis encontronazos eróticos con Armandito, quien (con todo y sus ínfulas de playboy) se prendaba más y más de mí.
En lo que sí tenía razón Javier fue en la reciedumbre asentada que adoptó la oposición al pasarse Ronnie, con todos sus bártulos mediáticos, al campo de los enemigos abiertos y declarados del régimen. Las novelas de Horacio Quintín Zúñiga mutaron sus sagas: las historias de mujeres en la búsqueda de su identidad e independencia como seres autónomos y pensantes devinieron en frescos de una sociedad donde permeaba la corrupción, desde los estratos más encumbrados del valle caraqueño hasta los ranchos más encaramados de los empobrecidos cerros que ciñen la metrópoli. En una de ellas, titulada “Los senderos del paraíso”, la protagonista, de nombre Flora Toscana (inspirada, según LauraÉ, en un personaje operático) era el objeto de las pasiones y vaivenes hormonales de varios chupasangres enchufados en la gran movida de los negociados y el cohecho, hasta que irrumpe en escena el buenmozo vengador Édinson Vicario, surgido de las entrañas de las barriadas populares a la cabeza de una insurrección muy parecida al Caracazo; se adueña del corazón de la protagonista, cae preso y aprovecha la reclusión para cultivarse (ahora la cosa venía por los lados del Conde de Montecristo, me clarificaba LauraÉ); de seguidas, el apuesto Édinson Vicario rescata a Flora Toscana de las garras del envilecido doctor Escobedo Gracián, gran capitoste de las cúpulas podridas y, eventualmente, Édinson y Flora terminan haciéndose dueños de la situación, a pesar de los arteros arponazos que les dirigen las fuerzas oscuras que se enfrentan no solo contra el amor entre nuestros héroes sino también contra las energías redentoras del pueblo, representadas en este caso por la romántica parejita y bla-bla-blá. Para colmo, mi hermana era la productora ejecutiva, vale decir, jefa indiscutida, gran gerente corporativa y santa patrona del programa de marras, hito incólume en la historia de las teleboas venezolanas. Lástima que el susodicho culebrón (a pesar del rompimiento de todos los récords locales de medición de audiencia) no gustó afuera. Ergo, no se vendió ni en España, ni en México, ni en Singapur. Mucho sabor localista, alegaron los clientes foráneos, al tiempo que pedían varias gruesas extras de las culebras tradicionales con su carga lacrimógena de mucamas preñadas por el galán preciosón y ricachón de turno, amén de las tarántulas perversas y las pérfidas contrafiguras de rigor. De todo hay en la viña del Señor. Y para colmo de los colmos (¡y esto sí era el colmo!), LauraÉ le hizo dar un papel a Benny como el fiel escudero, el infaltable Sancho Panza, el nada enmudecido Bernardo de un desenmascarado Zorro, el neoPancho del neoCisco Kid, el muy ocurrente acompañante y pupilo del muy heroico y popular Édinson Vicario. Total, que con el cacumen de Horacio Quintín Zúñiga, más las muy logradas actuaciones de los artistas que interpretaban a Flora, Édinson y el doctor Escobedo Gracián, más la producción ejecutiva de LauraÉ y el debut histriónico de Benny, “Los senderos del paraíso” se había convertido en el hit  de la década. Y le producía un daño terrible, en el ánimo de la percepción pública, al gobierno del “Bicho Loco McGraw”.
Benny me escribía unas cartas que me erizaban toda la epidermis. Yo las guardaba en un cajoncito secreto, al fondo de mi cómoda, junto con otros objetos que ese ufano loco me enviaba: muñequitos de barro, prendedores de insólitas formas, camafeos esmaltados, cajitas para guardar los aretes, peluches con forma de gremlins y jedis. Pero eran sobre todo sus palabras encendidas de una oscuridad delirante las que me hacían pensar en él con el ensueño de una pasión enloquecida que no podía ser. Muchas veces me despertaba en medio de la noche, me salía subrepticiamente de la cama para no interrumpir los ronquidos de Arnaldo, me encerraba en el baño a leer con manos temblorosas y la vista gelatinosa que me hacía desteñir las letras sobre el papel en una danza misteriosa disfrazando sus palabras de una fiebre selvática, y en más de una ocasión me descubrí besando los trozos de albahaca y las colecciones de tiza líquida que eran su rúbrica. Me pasaba luego el día sumida en un frenesí lampiño y con una inquietud en barrena hasta que, no pudiendo contenerlo más, lo llamaba, nos citábamos en un motel de la Panamericana, en su apartamento de La Florida, en un hotel gringo del litoral, en la Colonia Tovar, y hacíamos un amor hematúrico, agónico, pleno de rasguños y gestos primarios, con la textura indulgente de todas las drogas adictivas, con la locura agujereada de la heroína, el crack, el perico, la marihuana, el peyote y los quaaludes. Y colmada ya, por el instante, mi apetito de insania, huía de él diciéndole una y mil veces, para zaherirlo y zarandearlo en su placidez hedonística: “Yo también te quiero, Benny, pero no puedo enamorarme, ni de ti ni de nadie. Soy incapaz de enamorarme. Nuestros mundos son divergentes, Benny. Nunca podré amarte con la magnitud con que tú me amas, Benny. ¿Podrás perdonarme algún día por ser tan brutalmente sincera contigo, Benny? Contéstame, Benny, no te quedes callado, viéndome así con esa mirada que lo dice todo y a la vez no dice nada. Me marcho, Benny. No sé si te volveré a llamar”. Y me iba, sin mirar atrás. Y me prohibía pensar en él, concentrándome en mi trabajo gerencial, en mis operaciones comerciales tanto con la administración pública como con diversas cadenas de supermercados y distribuidoras de víveres y alimentos, y los préstamos y los pagarés, y el precio de los bienes básicos, y los vaivenes monetarios, y Fedora llamándome para que agilizara las cartas de crédito y los papeleos de importación, y Javier llamándome para datearme con nuevas oportunidades de negocios de las que se enteraba por sus conexiones en el consulado y el alto gobierno, y Arnaldo llamándome para que viniera a firmar los documentos de la casa que íbamos a construir en Catia La Mar muy cerca de la del doctor Rovira y la señora Bolivia, y Armandito llamándome para hacer el amor a hurtadillas y contarme todas las jugadas del ajedrez chimbo en que se dividían las ambiciones desmedidas de todos los participantes en toda la comedia del poder, y mi mamá cada día más enferma pero soportando con entereza el cangrejo que se la estaba comiendo por dentro, y Pedro Pablo creciendo cada día más hermoso y adorable, y LauraÉ metida de cabeza en su canal de televisión y en su novela que a la chita callando estaba socavando cada día más las bases del régimen bicholoquiano aun cuando la procesión viniera por dentro, y Benny, y Benny, y Benny, Benny, Benny, escribiéndome esas cartas enloquecidas, esas sifrinas comedias donde me criticaba veladamente por mi doble vida, por mi doble cara, mi doble cruz, pero es que mi corazón es tuyo, Benny, y, no obstante, el resto de Ornela no te pertenece, Benny, porque el resto de Ornela es ancho y ajeno, y no es de nadie, Benny. Si sucumbo ante ti me voy a volver loca. Y mi naturaleza no es la locura, Benny, tú lo sabes bien. Mi sino es tener la cabeza bien puesta sobre los hombros y tener el control de las cosas. Y, sin embargo, te amo, Benny, pero no puedo decírtelo abiertamente y espero que lo comprendas. Y nos seguimos llamando en las cenagosas madrugadas, regresando yo de alguna cena en algún exclusivo club con algunos cocteles de más  y la locuacidad pugnando por salirse de mi pecho, luego de haberme contenido y sumergido en largas conversaciones con siluetas borrosas y homogéneas acerca de las intrigas del poder y los nuevos ángulos que se materializan por doquier para ganar más y más dinero, y al llegar a mi casa, luego de verificar que mi mamá prosigue estacionaria, muriéndoseme de a poquito (cada día una molécula más de ella se me escurre entre los dedos),  es entonces (y solo entonces) cuando marco tu número, o aguardo aprensiva a que tú marques el mío, y contesto presurosa: “Estoy pensando en ti”, para no decirte abiertamente que te quiero porque no puedo decírtelo, porque es el último resguardo de mi cordura, porque soy hiperracional, porque no puedo dejarme arrastrar entre tus campos de locura empaquetados y encalados con aletas de ventrílocuo, porque soy toda control y eficiencia corporativa, y tú respondes al alimón: “I’m thinking about you, sweet little thing”, con tu voz deconstruida en los jugueteos náufragos, y arrancas a decirme insensateces: “I’ve got a hard on, sweetie, every time I talk to you, every time I hear your voice”, y yo, “¿Qué sandeces me estás diciendo, Benny?”, y entonces traduces, que tienes unas erecciones bestiales y parece que tu cosa va a estallar como un plumero multicolor, Chancleto tú le dices, y agregas que no puedes aguantarte más, que te la estás frotando, y hablas con un tono de desahogo, y yo te respondo con mi cordura de incólume mármol: “Deja las cochinadas, Benny”, pero en realidad estoy mojada, estoy goteando, soy un torrente desbordado, y te digo: “No sigas, Benny, que hoy estoy ovulando y cuando estoy ovulando paso el día de un humor de perros”, e intento contarte las mil y una peripecias que he sobrellevado durante el día, que si el cheque que no sale, que si me devolvieron la valuación y la cobranza se ha retrasado, que si la diligencia en el Patronato Institucional de Alimentación, pero tú sigues tallándote a Chancleto y diciéndome que quieres besarme el cuello y pellizcarme los pezones, y yo pellizco mis pezones por ti y acaricio mi punto incandescente por ti y (a duras penas) logro dominar mi voz para que no traslucir que estoy a punto de tener un orgasmo, hasta que me callo y te dejo hablar y te dejo que me cuentes todo lo que me harías si estuviéramos los dos tendidos en una manta, desnudos los dos, en una playa desierta, en Los Roques, en La Orchila, en Punta Cana, bajo un cielo ahíto de estrellas polares, desnudos los dos, mis piernas aprisionándote la cintura, Chancleto entrando y saliendo, lentamente, húmedamente, desnudos los dos, y tú recitándome palabritas de amor al oído, poemas de amor al oído, me amas que no puedes más, me quieres arrechísimamente, y yo acabo mil veces, me erizo toda, y yo recuerdo tus manos, tus labios, tus ojos, tu respiración, tus brazos… y vuelvo a tus manos, hurgando en mis pliegues encendidos… y yo cual arrobada planta absorbiendo la magnificencia del placer de vida que la luz le da, y recuerdo tu avidez, tu necesidad, tu urgencia que luego devino a calma y luego a prontitud, y luego a dejadez, y luego tu maniobra sentida y aprehendida, y luego tu reacción al encontrarte con eso que no habías aprendido; pero no lo recuerdo todo, estoy desvariando como sólo tú me haces desvariar, Benny, y cierro los ojos y me doy a sentir y no puedo explicarlo más y, en un último rasgo de lucidez, tapo la bocina para que no oigas mis mmmmmmmm y aaaaaaaahhhh, y nunca sepas el poder que ejerces sobre mí. Y cuando ya he acabado y cuando percibo, por el tono plácido y somnoliento de tu voz que tú también has llegado, te corto tajantemente, te dejo, me voy, resguardo mi compostura vital diciéndote que estás loco de atar, y tú me amenazas con hacerme el amor sin respiro y sin dobleces la próxima vez que nos veamos y yo te respondo: “Veremos”, con un tono de voz que quiere ser glacial para castigarte por tus aberraciones de sexo telefónico, pero lo que pasa, Benny, y te lo repito por última vez, es que mi amor por ti solo lo debes a ti mismo y a lo que has hecho que yo sea cuando estoy contigo, y perderte ahora para mí nunca será una pérdida, pues si algún día eso llega a suceder, nunca será de tal manera pues cada minuto hablado, sentido, vivido junto a ti, es ganancia. Te amo, Benny. Pero nunca te lo voy a decir. Nunca lo sabrás. Nunca lo entenderás.
Voy a Miami y regreso a Caracas “n” veces. Hoy estoy en Puerto Ayacucho, mañana en Coro, pasado mañana en Puerto Ordaz, el fin de semana en Catia La Mar o en Puerto Azul con los Rovira. Por todos lados prodigo sonrisas, frases amables, el último chiste, abrazos y besos. Diríase que soy la reina de esta tremenda fiesta. Todos tienen que ver conmigo. Fedora me comunica que siente nostalgia por las arepas gochas y las piscas andinas. No puede volver a Venezuela sin arriesgar un auto de detención. Valentín Vergara denuncia todas las semanas un nuevo escándalo contra ella, sin olvidar a Alecia, y haciendo los inevitables puntos de comparación entre ambas y las amantes de los reyes de Francia que, eventualmente (pontifica didácticamente), con su permisividad y corruptela, precipitaron el terror guillotinesco de la Revolución y de Robespierre. El rubicundo heredero Ronnie coloca su madeja de televisoras, radioemisoras y periódicos en franca confrontación con el gobierno. Mientras tanto, Óscar Zavala, para no quedarse atrás, se da el tupé de concederle a Valentín, en su nueva cadena llamada Tele-Tevé, un par de horas semanales. En uno de sus programas dominicales, en medio de la escenografía querubínica diseñada por Lucky, el infatigable periodista destapa la olla de un traslado de dólares de la partida secreta de la seguridad del estado dizque para financiar una operación de asesoría policial en Centroamérica, pero dejando entrever que los dineros han sido desviados para provecho personal. No la nombra, pero en el aire permanece el nombre de Alecia y su ostentoso tren de vida neoyorquino. Enseña a la cámara copias fotostáticas de cheques de gerencia, comprobantes de compras de divisas, pasaportes de supuestos agentes antisubversivos venezolanos actuando contra la insurrección izquierdista en El Salvador y a favor de la contrainsurgencia nicaragüense. Acicateados por este cúmulo de evidencias, un grupo de parlamentarios de extrema izquierda solicita, ante la corte suprema, la apertura de una investigación judicial (un antejuicio de mérito, en el argot de nuestro inquisitorial sistema penal) contra el presidente de la república. La prensa internacional se hace eco del escándalo, pues no hace mucho se ha destituido en Brasil a un presidente por un asunto similar. El Watergate latinoamericano, o Latingate, lo llaman.
Me encuentro a Javier muy azorado en Miami.
¾Manita, qué metida de pata tan grande. Eztámoz cundídoz de ezpíaz. Ez la mizma gente del partido, encrezpádoz porque “Bicho Loco” no loz toma en cuenta para nada, quiénez lez eztán pazando toda eza informazión a Valentín, a Ronnie y a tódoz nuéztroz enemígoz políticoz. Ezo ez lo que yo llamo ezcupir para arriba. Y el prezidente no haze cazo a laz recomendaziónez que le hazémoz quiénez zí eztámoz conziéntez de la zituazión. Eze avizpero eztá zumamente alborotado. Hazta el FBI noz eztá inveztigando.
¾¿El FBI? ¿Qué tienen que ver ellos con nosotros? ¾Pregunté, sorbiendo un poco de piña colada bajo un toldo de un local art deco frente a los arenales de Miami Beach.
¾Coño, que ya no puédez traerte únoz zentavítoz de Venezuela porque creen que zon producto del narcotráfico y de ótraz operaziónez nada zantificádaz. Azí que lo mejor ez abrir únaz cuéntaz en Zuiza o en loz paraízoz fizcález que pululan en tódaz éztaz izlítaz que hay por aquí zerca de Florida. Por zupuezto, nada de ezto lo podrémoz converzar maz nunca por teléfono, porque tódaz laz líneaz, abzolutamente tódaz laz líneaz eztán intervenídaz, manita.
¾¿Y para qué carrizo van a espiar mis conversaciones telefónicas? Yo lo que soy es una mujer de negocios.
¾No zéaz ingenua, Orne. Hoy en día, a todo aquel que ez alguien en Venezuela le tienen montada una vigilanzia de zuz converzaziónez por teléfono. Y maz a ti, mi reina, por tuz contáctoz con el actual gobierno… y con el anterior. Ya Valentín te nombró una vez y, zi ze le da la ocazión, te vuelve a zacar tódoz loz detállez de tódoz tuz azúntoz. Y ni que le cómprez zien pinturítaz a Lucky te va a dejar tranquila. Loz tiburónez eztán oliendo zangre y ze van a lanzar a dentellázoz contra zu preza. ¿Y “Bicho Loco”? Bien gráziaz, viajando por todo el mundo, creyéndoze el gran cacao terzermundizta y el rancho cogiendo candela. Ezte gobierno ze volvió un relajo. Hazta la misma Alezia lo dize, en zu eczilio dorado de Nueva York.
¾Yo no veo la cosa tan tormentosa como tú la estás pintando, Javier ¾repliqué, observando, a través de mis gafas oscuras, a los bronceados apolos que hacían piruetas con  sus patinetas sobre la amplia calzada que bordeaba la extensa playa mayamera.
¾Mijita, cuando el río Guaire zuena ez porque arraztra inménzoz peñónez de mierda. Ezto va a terminar mal, muy mal. Hazta loz gríngoz le eztán cogiendo idea a “Bicho Loco”. Dizen que la corrupzión lo está ahogando. Y zi lo enjuizian, con todo el prozezo de ley, élloz ze lavan laz mánoz como Ponzio el Piloto. Y nozótroz a agarrar nueztro cuchuchaz y a olvidárnoz de regrezar a Venezuela por un tiempo largo, porque quiénez agarren el coroto noz van a arropar con el cuento de que zómoz únoz ladrónez, únoz zaqueadórez, y ezte joven que eztá aquí no quiere conozer una inmunda y hazinada cárzel venezolana pero ni de vizita. Y tú también eztaz en la mira, azí que mejor ez ir tomando precauziónez. Por zierto, Orne, gráziaz por loz últimoz veinte mil dólarez que me mandazte. Ezpero que mi informazión te haya caído de pérlaz y ezpero, también, poder zeguir colaborando contigo hasta que Armandito termine de zacarme del conzulado, porque me la tiene jurada.
En efecto, a los pocos días nos enteramos de la destitución de Javier. Ni aun apelando a los buenos oficios de Alecia, su íntima amiga, pudo conservar el cargo.
¾Mijita, el problema conzizte en que Alezia ze ha enterado de la conchupanzia entre nozótroz doz y, honeztidad por delante, tú le cáez como un trozo de plomo.
¾Pero bueno, ¿qué le he hecho yo a ella para que me tenga tanta ojeriza? ¾pregunté, en la casa de Javier en Cayo Hueso, a la orilla de la piscina, sin dejar de notar, de reojo, cómo mi anfitrión deglutía con los ojos las fibrosas formas de un dorado efebo a quien había contratado para hacerle mantenimiento a la piscina.
¾Zabrán dioz y zuz zecuázez. A lo mejor tu encompinchamiento con Fedora o tuz arrejúntez con Armandito tienen algo que ver. Lo zierto ez que la doña te detezta cordialmente. Y maz ahora que zu influenzia en el área gubernamental ha dizminuido…
¾¿Y eso?
¾Puez que “Bicho Loco” la conminó a quedarze en Nueva York, dedicada eczcluzivamente a la crianza de laz níñaz.
¾¿Y cómo hace para mantenerse?
¾Alezia ez una mujer de múchoz recúrzoz. Cómo zerá de hábil que hazta Ronnie y Ózcar Zavala, azérrimoz rivález en loz negózioz, concuerdan en zubvenzionarla. Me conzta porque lo he vizto. Zi por ella fuera (y conoziendo zu don de géntez, algo en lo cual uztédez doz zon muy parezídaz), todo el mundo en Venezuela caería poztrado a zuz piez. El problema ez que aquello ze ha embochinchado terriblemente. Desde el Caracazo, tódoz le han vizto la oreja blanca a “Bicho Loco”. El partido, inztigado por Armandito y tu zuegro, pareze un potro zimarrón que no le haze cazo a laz riéndaz. Loz médioz cazi tódoz eztán adverzándolo. Zaca el balanze de loz enemígoz que ze ha echado enzima, por zu teztarudez, y veraz que la zituazión no la pintan calva: Ronnie y prácticamente tódoz loz canález de televizión, “El Razional” encabezando el pelotón y prácticamente toda la prenza ezcrita, Valentín Vergara y tras de él prácticamente tódoz loz columníztaz y forjadórez de opinión en Venezuela, Úzlar Pietri y prácticamente tódoz loz notáblez piden la renunzia de la corte zuprema en pleno, hay pozibilidádez de que le abran un juizio al prezidente por loz dólarez que ze mandaron a Zentroamérica, loz militárez eztán moléztoz por laz intromiziónez de Alezia en loz nombramiéntoz de loz áltoz mándoz, tódoz loz díaz “El Razional” revienta un ezcándalo de corrupzión: zobreprezio en la compra de mizílez para la marina, adquizizión de armaméntoz defectuózoz… Carajo, ¿adónde vamoz a parar?
Introduje mi pie dentro del agua de la piscina. Me provocaba un chapuzón.
¾Debe existir alguna manera de cerrarles el pico. No sé, pero, a lo mejor, deberían cortarles la publicidad gubernamental o algo por el estilo. Durante el gobierno pasado, cuando a alguien de la prensa se le ocurría alumbrar a Fedora con una luz someramente desfavorable, el doctor Lizarraga movía algunos ocultos hilos, qué sé yo, mediante el otorgamiento o no de dólares preferenciales para la importación de papel, o amenazas veladas por parte de la Disip e, inmediatamente, cesaban las críticas y resurgían las loas. ¿Por qué no hace algo semejante el presidente?
¾¿Con la economía abierta donde todo el mundo adquiere loz dólarez a prezio de mercado libre? Ezo ze acabó, Orne. Ez lo malo del neoliberalizmo. Tiénez que zeder en loz contrólez y, a la vez, ze abren laz compuértaz para ezte dezbarajuzte. A ezo agrégale que “Bicho Loco” ziempre ze laz ha dado de demócrata a carta cabal. Ez un coriázeo, como dizen loz franzézez. O maz bien, diría yo, ez como el río Guaire (volviéndolo a nombrar): miéntraz maz mierda le echan, maz ze creze. Eztá en zu elemento, puez. No zé qué vámoz a hazer. Ezto ze lo llevó quien lo trajo. Ménoz mal que hémoz eztado tomando laz previziónez del cazo.
En eso arribó Fedora. Lucía un conjunto estampado que realzaba el suave bronceado que, desde que se había radicado en Miami, no abandonaba su tez. Incluso, se podía afirmar que había rejuvenecido. Sus labios destacaban una pintura de tonalidad pastel que producía una agradable armonía con el caramelo de sus ojos. La recibimos con evidentes muestras de aprecio y compartimos con ella nuestras inquietudes.
¾Lizarraga me ha comentado, muy a sotto voce, que hay ruido de sables en los cuarteles.
¾No, no creo, manita. Zi de algo ze han preocupado loz adécoz y copeyánoz ez en mantener conténtoz a loz generález y a loz coronélez. Ez maz, loz mejórez contrátoz de aprovizionamiento zon para élloz. Zino, que lo diga Orne.
¾Que lo diga Ronnie, que está chingo por meterle la mano a la gallina de los huevos de oro ¾aduje, con media pierna dentro del agua.
Fedora nos prodigó una sonrisa atonal.
¾Cambiando de tema, los voy a hacer partícipes de una primicia, solicitándoles, de antemano, que no salga de estas cuatro paredes.
¾¿Y cuál es ese secreto tan misterioso? ¾pregunté, con ambas pantorrillas sumergidas.
¾Yo zoy una tumba helada ¾aseguró Javier, sorbiendo su rum punch y atisbando, con el rabillo del ojo, al apolíneo limpiador de piscinas en su labor de recolección de los aperos de su oficio y ya en franca retirada hacia el cobertizo donde se guardaban las herramientas.
¾Lizarraga y yo nos casamos el mes que viene. Y ustedes dos son los padrinos.
¾Felizitaziónez, manita.
¾¿Te lanzas al agua, entonces? ¾insistí.
¾Me lanzo al agua… por fin ¾respondió Fedora, pero la sonrisa de su boca no era replicada a cabalidad por la euforia empañada de sus ojos.
¾Lánzate al agua, puez ¾dijo Javier y, sin más preámbulos, la empujó hacia la piscina. Fedora cayó de platanazo y emergió muerta de la risa.
¾Chico, mira lo que hiciste. Ahora estoy toda empapada.
¾A ti también te toca lanzarte de chupulún, Orne ¾y, dicho y hecho, el muy tunante me empujó con el pie. Caí de sopetón y tragué agua, por reírme al tiempo que me zambullía.
¾Necio ¾ le dije¾. ¿Cómo hacemos con estas ropas mojadas?
¾Quítenzelaz ¾sugirió.
¾¿Y nos vamos a quedar desnudas? ¾preguntó Fedora, sin dejar de sonreír.
¾¿Cuál ez el problema? ¾demandó, a su vez,  Javier.
¾Qué riñones tienes tú ¾argumenté¾. ¿Y el chamo ese, el que viene a limpiar la piscina? Nos va a ver en cueros.
¾Ya él ze marcha. Ze acabó su turno. Le pago zuz quinze dólarez y hazta la zemana próczima.
¾¿Seguro? ¾interrogó Fedora.
¾Como que me llamo Javier Grimán. A ver, entónzez ¾e hizo un gesto para que le entregásemos nuestras vestimentas.
Fedora se despojó de su conjunto. Hice de tripas corazón y me quité lo que cargaba puesto. Ambas nos quedamos en pantaleta y sostén. Fedora se conservaba en la línea, con todo su cuerpo muy firme. Yo, en cambio, me sentía algo gorda por causa de la profusión de cocteles y cenas de negocios, más la ausencia de actividad física.
Javier recogió nuestras indumentarias y se dirigió hacia la parte de atrás de la casa, por los aledaños del cobertizo.
¾Ese gran carajo le va a buscar pelea al catirito.
¾Qué bandido ¾comenté¾, nos va a dejar aquí, en la dulce espera.
¾Pues qué tochada, esto me molesta ¾dijo Fedora arrojando hacia la orilla sus prendas íntimas y lanzándose a nadar en dirección opuesta. Yo también me deshice de mi sostén y mi panti, y la seguí, nadando como un perrito.
Fedora se recostó lánguidamente contra el dosel, irguiendo sus rosados y firmes pechos y apuntándolos hacia el azul límpido del cielo de Febrero.
¾¿Qué diría Benny en estos casos? ¾preguntó con su voz de gata santurrona.
¾Alguna barbaridad incomprensible en inglés ¾contesté mecánicamente, sintiendo una vibración extraña muy adentro al evocar su figura gordezuela y sus aberraciones y ociosidades de mitómano irredento.
Ambas nos reímos.
Nos miramos y advertí, sin querer queriendo, la turbación y el sonrojo de Fedora.
“¡Coño!”, pensé, “Fedora también cayó”, y la imagen de Benny adquirió, en el sótano de mis neuronas, una resolución de cinematógrafo angelical. Mis pezones se hincharon.
Cerré los ojos y la tomé por el cuello. La atraje hacia mí, la besé y sentí sus pechos frotarse con los míos. El agua portaba una electricidad prepotente. Una sordina táctil zigzagueó dentro de mis compuertas y mis dedos hurgaron sus recorridos y sus andamios y sus perillas escondidas. Me embarazó una frescura arenosa y vertical, a la par que gemíamos como dos tigresas incendiando cristales vespertinos. Tuve tres orgasmos seguidos y la solté cuando su cuerpo se distendió luego de atisbar el señuelo de una satisfacción evocadora de islas griegas y templos amazónicos.
Emergimos del agua sin atrevernos a intercambiar miradas. Nos cubrimos con unas toallas playeras del tamaño de África y nos encaminamos al interior de la casa. A través de las puertas corredizas de cristales polarizados,  observamos a Javier y al efebo surgir desde el interior del cobertizo. Javier se abotonaba, lo besaba en la boca y le entregaba un dinero. En ese momento, me acorraló una ventisca de culpabilidad enjabonada. Fedora se encerró en un baño. Yo tampoco deseaba cotejarla. Me sentía torpe, débil, reseca y aturdida, como si la tentación se hubiera reclinado a posteriori, bajo un huracán de telarañas y escamas disueltas en un silencio desconocido. Una brisa aplastada se colaba por las rendijas de los vidrios entreabiertos. Javier hacía su entrada, y también traslucía algo de azoramiento culposo, como si ignorásemos Fedora y yo su inocultable condición. Al verme, dibujó en su rostro una sonrisa fenicia, mezcla de picardía, complicidad y aturdimiento.
El pálido encantamiento sucumbió ante los timbrazos de mi celular.
Era la enfermera. Se tomó la libertad, me comunicó, de llamarme directamente (qué explicación tan innecesaria). La respiración de mi mamá se hacía de más en más dificultosa. Presentaba, asimismo, un cuadro de expectoración sanguinolenta. No quería tener entre sus manos la posibilidad de una recaída. ¿La internaba en una clínica? Mi mamá se oponía tercamente a que la trasladaran. “¿No llamó usted a mi hermana?”, pregunté, olvidando (por causa de mi turbación) que LauraÉ, menos que nadie, sería capaz de convencerla. Había tratado de localizarla en el canal, contestó la enfermera, y le habían dicho que estaba supervisando la grabación de unos exteriores en Fuerte Tiuna, pero le había dejado el mensaje en el buscapersonas. “¿Usted cree que sea de gravedad?”, insistí neciamente (sino para qué me habría llamado con tanta premura) y, sin aguardar respuesta, le aseguré que de inmediato regresaba a Caracas. Javier había escuchado todo y se ofreció a llevarme enseguida al aeropuerto. Fedora salió del baño, su aplomo totalmente recuperado, y me aseguró que podía marcharme tranquila, que ella se encargaría de la buena marcha de nuestros negocios en Miami, que me ocupara primero de lo más urgente, la salud de mi mamá era prioritaria. Recogí unas cuantas cosas como equipaje de mano y, llegando al terminal aéreo, sin mucha espera, abordé el avión de Viasa que decolaba a final de la tarde.
Arnaldo me esperaba en Maiquetía. Eran casi las diez y se observaba un revuelo desusado de militares en el aeropuerto. Al parecer, el presidente venía llegando en ese mismo instante de Suiza, luego de asistir a una de las tantas reuniones con dignatarios mundiales que copaban la totalidad de su agenda.
¾No veo la razón para tanta alharaca ¾afirmé.
¾Mmmmmm… bien ¾respondió mi prometido.
Nos pusimos en camino. Llamé a la enfermera por el celular. Me aseguró que la condición de mi mamá ameritaba su traslado a una clínica. Ciertas evasivas y eufemismos me hicieron comprender que la situación no era color de rosas. La previne de mi pronta llegada para que tuviera todo listo. No había tiempo que perder. Mientras trataba de ponerme en contacto con LauraÉ para informarle de mis disposiciones, noté que numerosos camiones rebosantes de infantes de marina y de la policía naval nos rebasaban, a toda velocidad, por la empinada cuesta de la autopista.
¾¿Qué estará pasando? ¿Por qué hay tantos militares en la vía?
Arnaldo no supo responderme.
En la propia Caracas proliferaban aún más los vehículos castrenses y policiales por doquier. Algo extraño estaba sucediendo. Mis temores de una repetición de la insurrección popular de hacía tres años se incrementaron. Por lo menos no nos agarrarían otra vez desprevenidos. Para curarme en salud, llamé a mi suegro. Me atendió la señora Bolivia. Después de preguntarme por la condición de mi mamá, me informó que el doctor se encontraba reunido en la fracción parlamentaria del partido y que su voz le había sonado medio extraña cuando le había telefoneado,  apenas media hora antes. Que cualquier cosa de la que yo me enterara, por favor la pusiera sobre aviso. No me estaba gustando la cosa.
Llegamos a mi casa. Ya la ambulancia solicitada se encontraba en el sitio. Los paramédicos, con toda la eficiencia del mundo por haber bregado tantas veces en incontables emergencias, bajaron a mi mamá con sumo cuidado, la colocaron en una tienda de oxígeno en la parte de atrás del vehículo y, de seguidas, partimos en dirección de la Clínica La Casona, ubicada en las adyacencias de la residencia presidencial. Conminé a Arnaldo a seguirnos lo más aproximado posible.
Al desembocar en la salida de la autopista del Este que daba hacia la urbanización La Carlota nos detuvo un grupo de soldados. Era un grupo de reclutas bisoños (ninguno sobrepasaría los veinte años), tocados de boinas rojas y cada uno portando una cinta del mismo color sobre el brazo izquierdo. Vestían uniformes de camuflaje y sus caras se veían untadas de un pegoste oscuro, pareciéndose a aquellos cantantes de películas de principios del cine sonoro que se hacían pasar por vocalistas de color.
¾Está prohibido el paso ¾nos ladró el que parecía estar al mando de ese grupo, sin dejar de mirar nerviosamente en dirección de la casa presidencial, desde donde se escuchaban unos gritos ahogados por la brisa refrescada que descendía del Ávila.
¾¡Es una emergencia! ¡Déjennos pasar! ¾exclamé yo, enervándome ante el obstáculo imprevisto y percibiendo la creciente dificultad respiratoria de mi mamá (parecía sumida en un sopor encrespado y su cara reflejaba una angustia dopada).
¾Les repito que no pueden pasar ¾el tono de voz del militar cobró un tinte más autoritario.
Me hirvió la sangre.
¾¿Cómo que no podemos? ¿Qué clase de energúmeno es usted? ¾grité con rabia acumulada.
En eso se oyeron unos sonidos muy semejantes al ruido producido por las botellas de champaña cuando las descorchan mezclado con el retumbar de unos triquitraques navideños amortiguados. Me aprestaba a descender de la ambulancia para encararme con los soldados de la inoportuna alcabala, cuando uno de los paramédicos se aferró a mi brazo, gritando:
¾¡Al suelo todo el mundo! ¡Están disparando!
El infierno pareció haberse desatado de repente. Un estruendo de detonaciones escurridas se apoderó del aire de la noche. El chofer de la ambulancia metió retroceso y, haciendo chirriar los cauchos, intentó retornar por la misma vía utilizada para entrar. El carro de Arnaldo estaba muy cerca y lo chocamos de lado. El conductor maniobró rápidamente. Avanzó un par de metros y volvió a retroceder con ímpetu. En esta ocasión, sí evadimos el carro de mi novio. Yo me aferré a la camilla. Mi mamá pareció despertar por un segundo y me miró como preguntándome qué demonios venía a perturbarla en este instante de supremo sufrimiento en que, de casualidad, podía respirar con tanto esfuerzo. Yo temía que el oxígeno se desconectara. Los balazos seccionaban el abatimiento que invadía mis temerosas anorexias ante la gravedad de mi madre. Apreté su mano. Atisbé, a través de la ventanilla de la ambulancia, cómo el soldado que nos había detenido caía al piso con un borbotón rojinegro que le manaba de la cabeza, como si la boina se le hubiera transformado en una grotesca ciénaga de sangre y encéfalo. El chofer encendió la sirena y salimos del lugar a mil por hora. A lo lejos, los disparos arreciaban.
¾¡Menos mal que fuiste policía y te enseñaron a manejar como un campeón de fórmula uno! ¾aseguró el paramédico que fungía de copiloto, más pálido que una sábana de morgue.
¾Silencio y comunícate por radio con la central a ver si nos consiguen permiso de acceso en la Clínica Losada, que está cerca de aquí.
La respiración de mi mamá se hizo más tenue. Cualquiera habría asegurado que dormía un plácido sueño.
Los vehículos militares y policiales pululaban por las avenidas Francisco de Miranda y Rómulo Gallegos.
Sonó el celular. Era mi socia, Carmen Adilia Fragachán.
¾Coye, chama, me llamó en este momento mi novio. Su hermano, el que es mayor del ejército, le informó a la familia que recibió orden de acuartelamiento porque hay un golpe de estado. Ahorita estoy en Colinas de Chuao, mirando hacia La Casona. Lo que se observa y escucha es un tiroteo intenso. De verdad que estoy asustada. ¿Tú dónde estás? ¿Cómo sigue tu mamá?
Había cesado de respirar. El ruido de la sirena de la ambulancia, más el ulular de las patrullas que subían y bajaban por las avenidas me aturdían.
¾Ornela, ¡contéstame!
“¿Dónde está Arnaldo?”, pensé. “¿Por qué no nos sigue el muy pazguato?”
¾Ornela, ¡responde! ¿Qué pasa, chama?
Quería contestarle a Carmen Adilia, pero de mi boca no salía ni un suspiro. La noche se me había convertido en un film cuyo argumento se basaba en una anécdota absurda de cerrajeros piromaníacos.
¾Ornela, ¿me escuchas? Me informa mi novio que, al parecer, mataron al presidente. Ornela si me oyes, por favor, no vayas a salir a la calle. Los militares andan por todos lados y no se sabe nada de nada. Está muy peligrosa la cosa.
“¿Dónde está LauraÉ?”, pensé. “¿Por qué no aparece la muy apática?”
La compuerta trasera de la ambulancia se abrió de improviso. Nos encontrábamos en la rampa de emergencias de la Clínica Lozada. El paramédico le tomó el pulso. Otro enfermero le abrió uno de sus ojos y le alumbró la pupila con una linternita, apartando el celofán de la cámara de oxígeno.
Yo me sentía como flotando entre nubes.
¾Ornela, te dejo. Te vuelvo a llamar más tarde cuando haya noticias concretas. Mi novio me dice que todo está confuso.
¾Ingresa sin signos vitales ¾escuché afirmar al enfermero.
¾¿Carmen Adilia?
¾Sí, Ornela, te oigo. ¿Qué te pasaba, chama?
¾Mi mamá acaba de morir ¾le informé y apagué el celular.
Mis ojos estaban secos. Mi corazón no latía. Mi boca era una gruta pastosa y oscura. Mi alma se deslizaba por un tobogán sudado.
Se llevaban la camilla rumbo a la entrada de emergencias.
Me dio por reír.
La noche transpiró unos manchones púrpuras. ¿Cuántos más morirían antes de que el sol se irguiera por los lados de Petare?
      “¿Dónde está Benny?”, pensé. “¿Por qué no aparecerá ese embustero con carnet de mentiroso?”