domingo, 28 de junio de 2009

Sesentera VII, la de la morronga

Abrázame fuerte porque me voy


Las trampas fidedignas

Sesentera VII

Hubiérase dicho, por la oscuridad circundante, que se trataba de un antro de mala muerte cualquiera, tenebroso como la guarida de Barnabás Collins. Pero no era sino una muestra más del signo de los tiempos. Tan sólo diez años atrás, en los cincuenta, la atmósfera de dancing, de night club, habría inculcado una dosis mayor de alumbrado para un escenario mucho más prolijo, con bailarinas emplumadas paseando sus esbeltas anatomías ante una audiencia engalanada, emperifollada y enjoyada, tal cual se veía en los documentales de los saraos perezjimenistas de Bolívar Films. Por supuesto, la música habría corrido a cargo de una orquesta, de una verdadera big band, con metales y todo, mínimo una docena de ejecutantes, combinando a Glenn Miller con Pérez Prado. ¡Ugh!

Ahora el bluyín marca la pauta. La melena y las patillas en ellos, la minifalda más el pelo lacio y suelto en ellas, imprimiendo rasgos aparentes de negligencia e indocilidad. La muchedumbre, abigarrada e hirsuta, danza a la vera de una rockola multicolorida. Nos observan de reojo, con atención vagamente disimulada mientras nos montamos en los hierros, tanteando casi a ciegas en la penumbra, sobre el escenario minimalista. El humo es denso y opaco, pero se siente un calor flanqueado de suspiros, cuchicheos y mucha luz negra. Algunos vinieron expresamente a vernos y hasta nos arriman unas birras. ¡Salud, bróder! Ya casi estamos en ambiente. Conectamos los instrumentos, hacemos prueba de sonido, viene la seña, se corta el clamor de la sinfonola y arrancamos.

La primera pieza es nuestra versión de “Te quiero, te quiero”. Nuestro ritmo es más acelerado, más uptempo que el de Nino Bravo. Juanchorro aprovecha para inaugurar por esta velada la desmesura de su gañote. El mote le queda de perlas porque su flojera tiene fama de ser más colosal que la bocina que se gasta en la garganta, un verdadero chorro de voz, y, cuando no está cantando, su corpachón se rehúsa a abandonar el nido del amodorramiento, bien sea en colchón o en chinchorro. “Ven a mí abrázameeeee, porque te quiero, te quiero, te quiero…”, truena con su vozarrón.

Empatamos el segundo número sin respiro alguno. “Imagíname, actuando como un niño sobre ti, sintiéndome salvaje sobre ti”. La pista se llena de parejas. La gente en la barra corea los estribillos sin dejar de campanear los tragos. El propietario del antro sonríe veladamente: la noche va a dar ganancia. Nuestro baterista Pedrín comienza marcando el ritmo con suavidad, pero a medida que nos adentramos en la canción sus redobles van adquiriendo más y más nervio. El Oso Álvaro desgrana sus líneas de bajo con la seguridad y agilidad de una pantera acurrucada. Chucho el tecladista envenena las armonías dejando colar, como quien no quiere la cosa, unas disonancias y unas séptimas disminuidas para matizárselas a lo jazzístico, cual Thelonius Monk. Yo, por mi parte, le afinco la pata al wah wah para que no se olviden que a mi guitarra Telecaster Fender le ronca el mamo.

“Amor adiós, no se puede continuar, ya la magia terminó, ahora tengo que marchar…” Provengo del mundo roquetero, o rockero, como prefieran. Pero, según alegan en México, “por dinero baila el perro”. Hace unos días mi bolsillo languidecía de limpieza, me armé de valor, me canché una peluca y unos lentes más oscuros que el alma de un dictador disfrazado de bonachón (para evitar las puyas pesadas de mis panas mamadores de gallo en caso de llegarme a descubrir la jugarreta), me inscribí en “Musiú busca estrellas” programa que el canal 4 transmite desde el cine Río de Sabana Grande, me encaramé en el proscenio con una guitarra que le quité prestada a una ex, me lancé con “Me estoy portando mal” de Leo Dan, me embolsillé trescientos machacantes, y con eso almorcé en el comedor de la UCV durante unos cuantas lunas. Albricias, mamá Dolores. ¡Este es el tuyo, mi pueblo!

Chucho cuadró este toque para ponernos en unos centavos, navegando en la popularidad de este género romántico, donde la vieja balada y el bolero de siempre se revisten de modernidad, con instrumentación eléctrica, a la manera de Los Ángeles Negros. Está en boga bailar muy apechugados, con luces negras por doquier, en un ladrillito, puliendo hebilla o, como dicen los más zumbados, “dándose morronga”. A lo mejor uno de estos días matamos un tigre en San Juan de Los Morrongos. No caen mal los churupos.

Pero también acepté este toque porque sabía que tú vendrías. Y, mientras, “quiero recordar esta noche, momentos que no volverán, y hacer de aquellos poemas, tristes como una oración…”, te diviso, entre volutas y voces distantes, bailando con alguien, tus ojos de caramelo celestial vagando, buscándome sin saberlo. Le hago el coro a Juanchorro en la canción de Roberto Carlos “Estoy amando locamente a la enamorada de un amigo mío”, y tú y yo aprehendemos una verdad única y contundente.

Hasta que me arropas de paraísos y candores con ese mirar tan tuyo, “con un sonreír eterno en tus labios, con una mirada que habla de amores”, díselo, Charles Aznavour, como si estuviéramos en “Venecia sin ti”.Termina el toque. No ha sido otro tigre más, lo sé. Se apagan las luces. La velada acaba y me has esperado. Tu novio se marchó. ¿Qué tiene la música esta noche? Todo de nuevo entre los dos renacerá. Detén la noche, vida mía, porque esta noche la paso contigo. Y tú, reloj, no marques las horas.

viernes, 19 de junio de 2009

Osadías


A veces el gris te desnuda de luces,
el rojo exhala guirnaldas
y el verde canta sin escenificar médulas.
Luego, frutas, vinos y morados
estallan dulcemente desde tus visiones
marcando siluetas y conciencias, bien. Bien.




Aunque el blanco antagonice multitudes,
los espejos y los cascos devengan rocines
tras siglos de molinos, panzas, maritornes,
para morir en el lecho de la cordura
recuperando semiologías de infinito amor.
Redimirme te ruego
con paleta tenue y torrente café.
Píntame quijotes negros, albos, variopintos.
Píntame memorias y lanzas de almíbar.




¿Inventaste acaso la vida y el tiempo?
Acércate con dedos sixtinos
concediéndome tu aliento de patria y mujer,
mas no reniegues de los saberes áridos:
detrás se afilan las verdades y las artes.
Acércate prodigando policromías:
amores y estéticas, vaya.
Te explicaré el sabor de los símbolos:
eres tú, sorpresa frondosa,
armonía preciosa,
labradora de sueños.

martes, 2 de junio de 2009

Sesentera VI, la del sequito con su séquito

Si la naturaleza no se opone…

Tejiendo fisuras

Sesentera VI


Los árboles de la plaza Bolívar se yerguen como guachimanes calmos, aun cuando el ajetreo de los obreros desdice del solaz que debería proporcionar este islote de verdor en medio de este pueblo donde abundan, en los solares de las casas, los robles, las matas de mango y cotoperí, los guayacanes, apamates y mamones. El mamón se da en esta etapa previa a las lluvias. Siempre he sostenido que ese fruto debería llamarse “mamado” porque el mamón es uno al mamarlo. En lo particular, dejé de mamarlo años ha: se me enreda en la plancha y me produce unos retortijones en las tripas colindantes con el cólico miserere. Debo confesar, no obstante, el agrado que me produce observar a las chicuelas ataviadas con el uniforme verde del liceo Gil Fortoul al chupar y chupar ese agraciado fruto. ¿Serán cosas de viejo verde? El rechinar de mis apolillados huesos me dice que ya no estoy para esas lavativas.

El calorón atosigante augura proximidad del invierno desde hace unas cuantas semanas. Aquí, sentado en este banco encementado de la plaza Bolívar, no se me hace difícil dilucidar la preocupación de los viandantes: las lluvias no llegan. Algunos ya vocean lo impronunciable: sequía. Mis aguachinadas neuronas se remontan hasta hace tres décadas. En 1936 hubo una resequedad pertinaz. No hacía un año de la muerte del bagre benemérito J.V. Gómez, dueño y señor de Venezuela durante veintisiete calendarios. El ronquito sucesor en el sillón de Miraflores, Eleazar López Contreras, había nombrado como presidente del Guárico al general Emilio Arévalo Cedeño quien, ni corto ni perezoso, diligenció la traída de una ruma de molinos de viento. Todavía se les ve en las anchuras de los sabanales colindantes, enhiestos como ogros grisáceos aguardando a algún quijote veguero que les zarandee la ventolera. Cumplieron su cometido y aliviaron la sed de gentes y ganados.

El polvillo que levantan los obreros en su brega remodeladora de la plaza se me adhiere a la osamenta con porfía de reumatismo empalagoso. Están eliminando las barandas donde, hasta hace poco, amarraban los burros cargados de leña fustigados por los arrieros de la montaña de Tamanaco. Adiós a las escalinatas y al cemento gorroñoso donde los flojazos pascuenses se tallaban el lomo evitando el esfuerzo de estirar la mano para rascarse. Bienvenidas las rampas y los ladrillos. Bienvenido el modernismo del arquitecto Alcides Cordero. ¿Qué pensaría el general Arévalo si no hubiera muerto hace pocos años? Todavía me parece verlo llegar como todos los días, con su liquiliqui banco, a la esquina de Alayón, encaminando su decoro ancestral, quizá viéndose a sí mismo a lomos de un caballo cerrero, irrumpiendo con su terca rebeldía contra el despotismo que renace y renace entre nosotros como el corocillo después de las lluvias, resistiéndose a ocupar su sitio en la letrina de la historia. Pero siempre surgirán los Arévalo Cedeño para enfrentársele, con su ética quijotesca y su terquedad acerada en contra de los caporales engreídos. Voto por este émulo de Alonso Quijano.

Un telegrafista insurgente, él. Yo fui telegrafista también, pero me cayó la vejez como una guaratara astronómica y ahora sólo me queda esta asiduidad por esta plaza Bolívar a la que están poniendo patas p’arriba, gracias a la picota del progreso. Los otros ancianos que la frecuentan insisten con el tema de la sequía. Me comentan que la señora Elsa de Arzola y otras damas le han solicitado al padre Chacín encabezar una rogativa y una procesión. Las lagunas y los caños se están secando. Las reses mueren de sed y es preferible sacrificarlas. Los maizales se disfrazan de sombras raquíticas. Se habla que van a venir aviones de la milicia a bombardear las nubes con nitrato de plata a ver si les desmigajan el agua. Me está dando una sed egipcia.

Paseo la vista en derredor. La iglesia de La Candelaria. El Sol de Oro. El almacén El Precio Bajo. La sastrería de Zambrano. La imagen de la moza con crinejas bailando escobillao encima de la tienda La Llanera. La Casa Henry. El chivo Moreno y Armando Fraile en la farmacia Llanera. Los choferes de plaza cargando pasajeros (“¡Caracas, Caracas, Caracas voy!”). El Mastranto. El Hotel Venezuela. La Eureka. El Almacén Japonés. Las tiendas de los turcos. La prefectura con sus agentes uniformados de marrón y sus faltriqueras. Los obreros desguazando la vieja plaza para darle paso a la nueva. A la noche llegarán los estudiantes con sus sillas de extensión, sus pizarras y sus termos.

Me levanto del banco y me seco el sudor del pescuezo con un pañuelo que hace rato perdió el frescor del agua de colonia Jean Marie Farina. El Libertador empuña su espada y me ve marchar con paso de caballo macilento. Mañana a lo mejor llueve.