viernes, 7 de diciembre de 2012

Marchas y contramarchas




Mantisas de argamasa
Emilio Arévalo Quijote (XIV)

¿Podemos escapar de la barbarie? La barbarie solo es la venganza o la nostalgia del salvajismo; su fondo es la inautenticidad.
Octavio Paz, Corriente alterna

 




Tijereteando
                       
Desde Zaraza, Emilio Arévalo Cedeño emprendió camino sobre Guafalito, Cojedes.  Nuevamente la rapidez y el factor sorpresa, en un recorrido sobrepasando las veinte leguas, resultaron determinantes para doblegar la tropa al mando del general gobiernero Fernando Márquez Fuenmayor. Esa fecha, 15 septiembre 1921, apenas a trece días de la refriega en Santa María de Ipire, sentaba un peligroso precedente para la solidez y el prestigio de la inexpugnable fortaleza gomecista. Por vez primera en su ya largo reinado de casi catorce años, una fuerza adversaria se adentraba al centro del país y, por mampuesto, se colocaba, como dicen en el llano, a tiro’e soga pelúa de Maracay, guarida irreductible de quien se ufanaba de ser el dueño y señor de Venezuela.

Pero la suerte vino una vez más en auxilio del enmantillado dictador. El miedo imperante imposibilitaba el reclutamiento de efectivos frescos y el acopio de armas, munición y avituallamiento. Decidió, por consiguiente, el quijotesco vallepascuense incursionar sobre Zuata, Anzoátegui, donde un brote de influenza —quizá rémora de la epidemia de gripe española del año 1918 que mató a Alí Gómez, el hijo predilecto del sátrapa— amenazó con disgregar sus tropas. Sintiéndose acosado, EAC buscó desconcertar al enemigo trasladándose velozmente a Mapire, en la ribera anzoatiguense del Orinoco. Allí atacó al vapor Amparo, no pudiendo capturarlo “por la imprudencia de un oficial nuestro”, logrando ponerlo en fuga e impidiéndole cumplir su misión de resguardo al régimen.

Desdeñando el descanso, Arévalo contramarchó sobre Zuata, ambicionando hostigar y hostigar en zonas centrales, con testarudez de poseso. Atravesando el suroriente del Guárico, en un sitio denominado Tres Matas, el contagio agredió una vez más y EAC presenció “con dolor, la muerte de varios de mis compañeros atacados de grippe (sic), (estando) yo de muerte un día, y me salvé milagrosamente, para continuar marcha castigado todos los días por la fiebre y tan mal del pecho, que parecía estaba tuberculoso”. Todo esto bajo lluvias copiosas y el aniego vastísimo que asimilaba la sabana a un océano de acentos grisáceos y azulados.

Predicados

Acicateando las monturas, con arrestos de ánimas embuchadas de purgatorios, Zuata los vio pasar. Volvieron grupas enseguida, al galope sobre Valle de La Pascua con proa hacia Altagracia de Orituco, ocupada sin resistencia por el abandono de los pelotones gomeros. Presa del quebranto batallador, quizá con córneas desorbitadas cual Don Quijote antes de colisionar fierros con dragones alucinados como molinos, Arévalo Cedeño se lanzó a la caza del “Doctor Luis Godoy, Presidente del Estado Anzoátegui, (quien) venía sobre mí con una fuerza de consideración, (pero) Godoy no quería encontrarse con nosotros. (Pasé) por Guaribe, El Valle, Guanape y llegué a Onoto (donde) la temperatura me bajó, y fue tanto el estado de gravedad, que mis compañeros esperaban mi muerte para disolverse”.

Estaba prescrito que su hora final no arribaba aun. En eso él y Juan Vicente Gómez se parecían, a pesar de ellos mismos. Gentes de aquellos tiempos y comarcas le han asegurado a diversos cronistas, en relatos de tradición oral, que el doctor Godoy supuestamente contrató a un experto tirador, un sujeto mentado “El Negro” Rosendo Chirica, empleado del jefe civil de Barcelona, Carlos Chapellín. En vecindades de La Panchita, límites de Guárico y Anzoátegui, este sicario se apersonó para velar a su presa. Era fama que jamás gastaba más de dos cartuchos en tan sanguinaria faena. Sus ajusticiados se contaban por docenas. Carlos Chapellín, cuentan en Anzoátegui, le entregó una caja de cápsulas para el máuser,  buscando asegurarse del encargo.

Afirma la tradición que “El Negro” Rosendo Chirica tuvo en la mira en más de una oportunidad a Emilio Arévalo Cedeño. Pero, por primera vez en su frondoso historial de asesinatos a larga distancia, con precisión y asepsia de orfebre de la muerte, al “Negro” Rosendo Chirica le tembló el pulso. Ni variando el ángulo de tiro mientras brincaba de rama en rama, con agilidad de tigrito en los raudales, lograba controlar el tembleque. Nada de nada. La muñeca le desvariaba y la vista se le encapotaba.

Según los cronistas, los memoriosos de la región testificaban que “El Negro” Rosendo Chirica regresó de incógnito a la ciudad del Neverí. Años después, cuando le preguntaban por qué no le quebró la crisma a Emilio Arévalo, dizque murmuraba a la sordina, casi santiguándose: “Ese hombre tiene oraciones”.

Sin recobrarse del todo, EAC malició que Godoy iría sobre Aragua de Barcelona. Arévalo, forzando la galopada, se apoderó de la plaza primero. El capitoste de la dictadura se devolvió a Barcelona, donde se atrincheró.

La movilidad incesante, como emparentado con una ameba vibrante, rubricaba el accionar arevalero. Dada la imposibilidad de un ataque frontal contra la capital anzoatiguense, por carencia de pertrechos y demás aprestos, EAC cogió la vía de Clarines, pasando a predios mirandinos por Barlovento y llegándose hasta El Guapo.

Esta población era defendida por los hermanos Manuel Antonio y José Miguel Guevara Ron, ambos generales gomecistas, célebres por su férreo control sobre esa localidad, al igual que lo había hecho su padre años antes, el general Lorenzo Guevara, de quien se presumía era el padre biológico del siniestro Tomás Funes, el Terror de Río Negro, según afirmación del historiador Oldman Botello en su trabajo Golpe de suerte que catapultó a Arévalo Cedeño. No obstante, algunos investigadores especializados en esa región y época, verbigracia Julio González Chacín, sostienen que la paternidad de Funes debe achacársele al general Lorenzo Guevara Ron, hermano de los dos primeros mentados. Y otros más por ahí (Edgardo González, Historia del Territorio Federal Amazonas, Caracas, 1984), le endilgan la progenitura del susodicho al general Manuel Guevara con una indígena de la cazabera población de Cúpira. Sea cual sea la verdad, le tocó a Arévalo volver a lidiar con la casta del ajusticiado en San Fernando de Atabapo, al inicio de ese trepidante año 1921.

Señala el cronista Vicente Gutiérrez en su obra Río Chico, ciudad bicentenaria, la determinación de José Miguel Guevara Ron de batir al más tenaz antagonista del gomecismo, asegurándole a su hermano Manuel Antonio que si no derrotaba “al sedicioso, no volveremos a vernos”. Creyó tenderle una celada al guariqueño, pero Arévalo, más astuto, lo derrotó completamente. José Miguel Guevara Ron, temiendo el reclamo airado de Juan Vicente Gómez, se descerrajó un tiro en la sien. Todavía quedaba gente con vergüenza.

A Emilio Arévalo Cedeño lo aguardaba aun más acción, en una peripecia cuajada de rebeldía nerviosa y de quijotismo desprendido.


@nicolayiyo