sábado, 6 de mayo de 2017

Sonata con cascos



Sonata anodina

Las volutas de incienso se elevan semejando palomas carentes de pudor. El padre manotea solicitando el agua bendita y me obliga a despertar de mi sopor. Tanto rato sin recitar los latines me sumerge en ensoñaciones. ¿Qué se puede esperar de un muchachito de ocho años? A lo mejor es por causa del fresquito mañanero. Cuatro de diciembre,  seis y pico de la mañana, y todavía el sol no alumbra completo. Simonote y yo somos los dos monaguillos asignados para esta misa de hoy. Simonote  me lleva como dos o tres palmos de estatura (tiene cuatro o cinco años de edad más que yo). Es un catire bachaco de ojos rayados, inquieto como un temblador y más curioso que un guau guau jurungando un basural. Por eso nos la llevamos tan bien. Yo, usualmente, medro en las repúblicas místicas y aéreas. Simonote jamás despega los pies de la tierra.
La misa finaliza. Una vez en la sacristía, el padre se despoja de las vestiduras sacramentales para quedarse en sotana (¿cómo hace para aguantar los calorones cuando el clima aprieta?), mientras nosotros le damos colocación a la patena, el birrete, las garrafitas de vino y el misal.
—Permiso, padre —la voz de la anciana resulta casi inaudible, como si viniera de un más allá de ropajes negros  guareciendo su consumido semblante  y una confusión de  canas—. Mañana es cinco, padre. Tome, por la memoria del Taita.
La doñita le extiende un arrugado billete de veinte bolívares. El padre se embolsilla el dinero y confirma de un gesto el encargo. Simonote me premia con una mirada interrogativa, mientras la viejita se escurre por la puerta del altar mayor.
Simonote aprovecha un descuido del padre para birlarse con artes de zorro mafioso una ruma de hostias sin consagrar. Ya lo escucho relamiéndose: “Con Naranjita Hit saben pepeadas”. A mí me da grima la pillería. “Resabios de beato virguín”, suele remacharme Simonote, espolvoreándome en el ánimo mi supuesta vocación curera. Otras veces, me endilga después de leer a hurtadillas mis borradores: “Tú y tus remilgos de poeta virguín”. Simonote es un as con los apodos.
Apuro el paso, no vaya a ser que el padre note el despojo. Me reúno con Simonote a la vera de la bicicleta de reparto con el letrero publicitario del abasto donde trabaja, aparcada bajo un roble dizque centenario de la casa parroquial.
—Métele pedal que vamos a llegar tarde a clases —lo conmino.
Residencio mi osamenta en la cesta de la bicicleta. Doblando la esquina, percibimos a la anciana, toda encorvada, como vencida por una carga de centurias.
—Le encargó al padre una misa con responso por el alma del Taita Boves —le clarifico a Simonote—. El cinco de diciembre de 1814 lo mataron en la batalla de Urica. Dicen que Pedro Zaraza, a quien llamaban el Taita Cordillera, lo atravesó de un lanzazo. Cuando íbamos a visitar a mi difunta abuela en Calabozo, siempre la escuchaba decir: “Fulanito es más malo que Boves”. ¿A quién se le ocurre celebrarle una misa con responso a semejante sanguinario?
Como quien quiere y no quiere le seguimos el afán a la doña. Continúa recto por la calle Atarraya y dobla a la izquierda en la avenida Táchira. Pareciera que las pantorrillas se le fueran a dislocar, mas no, ahí sigue su rumbo con paso ambiguo, pero sin desmayo. Ya estamos a casi un kilómetro de la iglesia, en pleno arrabal, y la anciana pareciera no perder su degollado ímpetu. Simonote pedalea duro, resollando. ¿Qué  misterio hace que el caminar aletargado de la anciana agarrote el apremio de mi tenaz amigo? ¿Quién no ha soñado una pesadilla donde intentas correr, huyendo de algo terrorífico, le pones empeño y las piernas no te responden? La bicicleta de reparto pareciera atascarse en una calzada de engrudo.
La doñita penetra por un matorral y entra en una covacha. De repente, la penumbra parece acordonar el aire. Simonote avanza hasta un estoico cotoperí. Descendemos y sin mediar palabras perseguimos a la viejita. La oscuridad avanza. La choza resulta un engaño visual, siendo más amplia adentro que lo sugerido por su aspecto exterior. Es una estancia sin horizontes, con un gris lánguido ciñendo los infinitos. “Mira, pichurro virguín: las cuevas de Cirilo”, señala Simonote.
Una conseja ha estado alborotando al pueblo los últimos días. Un doncito llamado Cirilo alega haber descubierto unas misteriosas cavernas. Algunas veces, sostiene, comunican con las antípodas (yo, como buen lector de Julio Verne, rememoro Viaje al centro de la tierra). En otras ocasiones, desembocan en la ultratumba de las retentivas. Algunos lenguaraces argumentan que Cirilo detenta secretos de tesoros enterrados. Y eso es lo que más atrae a Simonote: “Vamos a seguirla. Aquí hay morocotas y doblones pa’ tirar p’arriba”.
Sin mirar atrás, mi compañero irrumpe en una abertura que se adentra en una profundidad ayuna de aristas. Es una galería donde el gris se confunde con sombras de murciélagos hipotéticos. Mi despavorida imaginación me juega malas pasadas, atino a pensar. La pendiente deviene un tanto resbalosa. Todo se oscurece más. La única guía que poseo en este torbellino marchito es el jadear de Simonote, hasta que ceso de oír su respiración. Miro a todos lados y solo percibo telarañas, plastas, musgo y aire viciado. Deseo gritar y algo me lo impide. Me arrastro a tientas por ese túnel corrugado cuando un ruido germina adelante. Alaridos, relinchos, explosiones, pánico. Una mano me hala hacia una claridad de algodones. Es mi camarada de andanzas. Parece tener mi edad. El atrevimiento se le ha esfumado del semblante. La consternación lo abruma.
Logro enfocar el panorama. Estamos en medio de una batalla. Todo es caos, confusión. Hombres corriendo con carabinas de un solo tiro, lanzas, machetes, picas. Mujeres tocadas de mantillas bastas auxiliando heridos. Chiquilines llorosos, rebosantes de moco. Perros soliviantados. Gallinas correteando sin rumbo. Burros cagando cubitos prietos. Y en el cielo, zamuros al acecho. “¿Dónde estamos, niño virguín?”, gimotea Simonote, y me doy cuenta de que en estos linderos de las cuevas de Cirilo vuelvo a ser una criatura de cuatro años. En eso, veo a un hombre de edad absoluta, todo fibra y nervio, dando órdenes imperiosas. Su cabeza es una mota blanca de autoridades.
— Simonote, ese es el general Pedro Zaraza. Vamos para allá—, le sugiero. Mi acompañante se deja conducir, pasmado, dócil. Nos aproximamos al general Zaraza. Otro individuo, aindiado, salpicado de costras de sangre ajena, le habla.
—Taita Cordillera, qué coraje el suyo. Han acribillado a su hermano Lorenzo y a sus sobrinos, y usted no se amilana para nada.
—No hay tiempo para lamentaciones, hermano mío. Tenemos que defender la plaza cueste lo que cueste. Si Boves se sale con la suya, mejor que nos coja Mandinga.
—Pero, ¿está el asturiano ahí, en el Caño de La Vigía?
—No. Sus lugartenientes solo esperan que el hambre y la sed nos obliguen a bajar la cerviz. Y el general Piar que no llega como convenido, ¡caracho!
—Taita Cordillera, creo que le tengo la solución.
El ruido de los disparos y el griterío de la despavorida población no nos dejan escuchar. Un jorobado parecido a Bambi se nos acerca por detrás y nos incrimina:
— ¿Qué hacen estos carajitos aquí? Cojan pa’ sus ranchos, muchachos del carrizo, que aquí lo que viene es carnicería pa’ los zamuros, nojompa.
Nos escabullimos de allí. Sin hacer caso del jorobado, percibimos al aindiado susurrarle algo a un cuadriculado mozo picado de viruelas, mientras el Taita Cordillera alecciona a los francotiradores de las barricadas. Ya oscurece. Nos resguarda la luz mortecina de unos mecheros y algún fogonazo de las carabinas. El aindiado y el cuadriculado mozo picado de viruelas se encaraman en sendos potros.
—Vamos con Dios y la Virgen, Salomón Calderín.
—Espueléalo, que más tarde es peor que más nunca,  José Ignacio García.
El brío de ambos atiza una tromba de sístoles. Brincan la empalizada que nos separa del enemigo cual brisa preñada de grupas. Los defensores disparan al aire y los tildan de traidores. Halo a Simonote y una fuerza irreconocible nos acarrea a la par de esos dos jinetes. Los boveros se aprestan a ametrallarlos.
— ¡Viva el Taita Boves! ¡Ah malhaya con los mantuanos herejes! —aúllan Salomón y José Ignacio, sorprendiendo a los boveros, quienes no disparan.
Se apersona quien parece ser el de mayor rango. Los fugitivos se confiesan: no deseaban perecer de mengua. Déjennos abrevar a las bestias, añaden, y nos unimos a ustedes para la carga final. El cabecilla bovero consiente. Salomón y José Ignacio se acercan al caño. Los caballos apaciguan su sed. Simonote y yo surcamos en las cercanías, cual fantasmas sin domicilio. Un negro correoso nos descubre y nos apunta con una lanza más larga que una serpiente metafísica: “¿Quiénes son estos coñitos?”
Salomón y José Ignacio, ya los corceles saciados, vuelven grupas y despegan en veloz carrera. El negro correoso se nos aproxima, la lanza en ristre. Simonote me interroga con ojos de espanto.
—Los dos jinetes arrancaron para advertirle al general Piar la situación de los defensores. Eso está en la Historia.
—Está bien, sabihondo virguín. Pero, ¿y nosotros? Mira a ese bicho. Nos quiere ensartar. Ay, mamaíta. Mejor me encomiendo al Señor comulgándome estas hostias.
— ¿Hostias sin consagrar? ¿Y sin Naranjita Hit? Pero mira, Simonote, ¿esa no es la doñita que nos trajo hasta aquí? Vente, vamos tras ella. Seguro nos saca de esto.
La señora no se ve tan encorvada y se desplaza con mayor soltura. Su silueta atraviesa los pliegues ambarinos de la entrada de la cueva de Cirilo. La seguimos, alejándonos del gemir de los moribundos escarranchados en la batalla.
Se detiene ella, muy adentro de la caverna, en un recodo púrpura y yermo. Nos detenemos nosotros, a unos pasos. Se voltea. Ya no es una anciana, sino un luminoso rostro moreno y terso bajo el velo, con ojos de ópalo y gestualidad de Virgen. ¿Ángel o demonio? Simonote se engulle unas hostias y se queda varado. Si tan solo pensara en las morocotas y los doblones podría desprenderse del suelo que es aquel sueño donde las piernas no responden. “Simonote, nos vemos en el pretérito”, me despido sin vocablos.
Tras ella ahora floto. Soy un feto residenciado en un capullo amniótico de cosmos y visiones. Soy un cigoto, germen de humanidades. Allá abajo, los contextos se desplazan a velocidades inconcebibles remolcando sus gestas lineales y sus miserias huérfanas de poesía. Me aclimato a la gravitación de  esta Virgen. Ella me encamina hacia la sonata del tiempo. Somos uno y todo, por fin.

Noventitantos (XXX)



Capítulo 1


Sí, lo hice. Como cosa rara, me dejé convencer por esa dialéctica llena de relojerías lunares, de enciclopedias volátiles, de zodíacos fugitivos y de oros zozobrando dicciones turbias.
Fui yo quien les facilitó el acceso al enfático protocolo, falsificando una tarjeta de invitación para dos caudillos de un ignoto y desértico emirato.
Ornela se ha ido a acostar. Ahora tengo en mis manos una reproducción del cuadro de Frida Kahlo, "Las dos Fridas". Veo a las dos cejijuntas mujeres que son una sola, reflejo ambivalente de sí misma, sus manos estrechadas, sus corazones sangrantes y palpitantes unidos por una vena que no solo transporta plasma sino que también acarrea la dosis de amor y locura que nutre al alma. Pero yo no observo una Frida amada y a la otra Frida desdeñada de la que habla la exégesis de su obra. Yo sí veo a dos Fridas que se metamorfosean en LauraÉ y Ornela, conectadas por una arteria viva. Y, al igual que en otros lienzos de Frida, en vez de la imagen de Diego Rivera sobre su frente, nosotras portamos la efigie de él encima de nuestros ojos, del padre de nuestros hijos, del adorable mentiroso que capturó nuestras almas, del encantador veleidoso que ya ha  resucitado dentro de los tiempos y de los espacios para configurar un testimonio indeleble de amor y lealtad, cuya falacia se ha convertido en la definitiva verdad que nos une más allá de los océanos turbulentos y de los follajes que acordonan las posadas de nuestra adoración por triplicado.
Mi compañera en esa composición onírica, que es la misma composición de la vida real, es Ornela, es decir, yo misma, es decir, Benny, es decir, los tres, más Pedro Pablo, más los dos embriones de amor en nuestros vientres, es decir, el compás del amor, es decir, el tempo del amor, es decir, la síncopa del amor, es decir, la mar del amor, es decir, el azul del amor. La dualidad trasciende nuestros cuerpos desnudos, nuestros corazones umbilicados, nuestras sangres desparramadas en el dolor del parto, nuestras alegrías al tener nuestros bebés en los brazos, al arrullar nuestros recuerdos de él ahora que ha regresado para ganar el cielo desde aquí.
"Mi sangre es el milagro que viaja por las venas del aire, de mi corazón al tuyo", le escribió Frida a Diego al finalizar el cuadro, en momentos en que estaban separados, divorciándose. Por eso, una de las Fridas corta la vena con unas pinzas quirúrgicas. En nuestra poesía plástica, Ornela y yo compartimos la vena, la arteria y la sangre, mientras nuestras miradas se encuentran en una distancia que dibuja una oceanografía exuberante que, a su vez, abarca nuestras mentes para refugiarlas en una isla maravillosa poblada por su boca repitiendo, por los siglos de los siglos, "te amo, LauraÉ… te amo, Ornela".
Hágase la vida en nuestros hijos y prolónguese el esmero y la añoranza para que nazcan los gestos porque, a fin de cuentas, el amor sí basta.
Así de simple.


Fin




viernes, 5 de mayo de 2017

Noventitantos (XXIX)




Capítulo 2

A los tres días de la elección, el avión donde el mayor Clarencio Rincón volaba de regreso a Valencia estalló en el aire. Mucho se insistió en la mano oculta de la guerrilla colombiana, de la cual se había declarado antagonista de manera pública y desembozada.
Siguiendo los requerimientos de mi cuñado el presidente de la República Libertaria Venezolana, me asocié con Óscar Zavala para despachar varios embarques de alimentos, medicinas, repuestos y hasta computadoras para Cuba. Pasaban los meses y no se nos pagaba. Le reclamé airadamente a Zavala y el muy pícaro me reveló que esa gente no le cancelaba nada a nadie, pero que no me preocupara que las verdaderas ganancias iban a llegarnos con las ventas de armas tanto para Fidel como para los insurgentes colombianos. Es más, aseguró el muy gandul, ni siquiera el monopolio petrolero estatal había visto un solo dólar por los no sé cuántos miles de barriles diarios de crudo que se fletaban para la isla. Me sugirió que me tranquilizara: él iba a hablar con el presidente Quiñones sobre el particular. Pero es que ni siquiera yo, su cuñada, tenía acceso a él para plantearle el cobro. Óscar Zavala, haciendo gala de todo su empalago vanidoso de veleta inhundible, me pidió paciencia. Yo le pedí que se fuera a lavar ese paltó. Eventualmente, el gobierno libertario de Venezuela terminó pagando la bendita factura el día del diablo por la mañana, a pesar de que el dinero en efectivo corría a raudales en las altas esferas gubernamentales. Yo, Ornelita Pérez Pirrone, venezolana, mayor de edad, de este domicilio, de estado civil indefinido, a pesar de mi incipiente barriga y en pleno arbitrio de mis derechos libertarios, logré sacarle una buena tajada a esa danza de los millardos, aunque tuve que enseñarle los dientes y los colmillos a los Oscarzavalas, Valentinvergaras y Dongolindanos, de quienes se decía que le pasaban su cosita al propio Yosney, muy por debajo de cuerda, muy a la chita callando. De mi porción del pastel los únicos beneficiarios serían, bien entendido, mi ingenua y siempre querenciosa LauraÉ, el pequeño y adorable Pedro Pablo, y nuestros dos hijos por nacer, es decir, los dos hijos del amor más grande que haya existido en este mundo.

~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

Esta noche va a ser el acto de juramentación. Tengo el televisor encendido. La cadena ha durado toda la tarde. En un salón de Miraflores debidamente acondicionado, aledaño al balcón del soberano y decorado con varias pantallas gigantes, dignatarios de todos los continentes presentan su salutación al comandante-presidente y a Laura Eunice Pérez Pirrone de Quiñones.
Pedro Pablo está conmigo. No cesa de tocarme el vientre y de hacerme preguntas. Le explico, con toda la ternura que siento hacia él, que muy pronto va a tener dos hermanitos. Dos pequeños y sonrosados alientos que completarán el círculo de nuestra familia, de nuestra indivisible e indisoluble familia. Le digo, de la misma forma, que esos dos pequeños seres que pronto verán la luz son el fruto de un amor inmenso, un amor vastísimo que las dos hermanas creían haber perdido irremisiblemente, pero que fue recuperado en el regocijo de una liberación que va a conmover al mundo.
Pedro Pablo me hace cosquillas con sus deditos en ese ombligo mío que está comenzando a abultarse. Me pregunta cómo puede un bebé estar ahí adentro y cómo hará para salir. Yo suspiro y le hablo del prodigio de la vida, de la concepción y de los lucros incesantes del verdadero amor. Le hablo de Benny. Le digo que Benny es su padre. Él suspira también, me abraza y se reposa sobre mi regazo, quedándose dormido a los pocos minutos.
Mientras siento su respiración serena y acompasada veo que dos jeques de luengas barbas y lentes oscuros le hacen reverencias al comandante-presidente, postrándose delante de él. Quiñones intenta hacerlos levantar y darles la mano. Ellos se yerguen y retroceden sin abandonar sus gestualidades mahometanas y entonando unos cánticos guturales. El comandante-presidente le hace algunas observaciones risueñas a Valentín Vergara,  a don Golindano, a Tiberio Zaavedra y al "Junior" Salaverría. El cortejo de diplomáticos prosigue.
Tomo en mis brazos a Pedro Pablo y lo acuesto en su cama. Lo arropo y retorno frente al aparato. Finaliza esa parte del ceremonial y el comandante-presidente, tomando del brazo a su esposa, se dirige al balcón del soberano. La toma hace una panorámica de la multitud. Arrecian los vítores al aparecer la pareja presidencial, flanqueada por los militares de la custodia y los ministros de mayor confianza y rango revolucionario. En uno de los recorridos de cámara, en medio del apretujamiento de dignatarios y otros asomados, logro percibir el gesto chupado del cantor Ríchar Atencio Villasana y las siluetas ejecutivas de Charlie y Laureano. Luego de cinco minutos de aplausos y exclamaciones de júbilo, Quiñones pide silencio y se arranca con otro de sus estropajosos, trafagosos y ampulosos discursos. Los cuarenta años de las cúpulas putrefactas, los corruptos del ayer, la revolución libertaria, el mundo multipolar donde Venezuela será ahora pieza esencial, bla bla bla…
LauraÉ permanece a su lado con una expresión neutra. De pronto, de entre la masa compacta de militares y ministros emerge una cabeza con turbante, moviéndose como un guiñol aquejado de desatinos empíricos. Mira hacia aquí, hacia allá, hacia arriba y hacia abajo. Parece un pródigo Forrest Gump de seda, amurallado entre caras circunspectas. La masa compacta parece no darse cuenta de su presencia, absorta como está con la perorata presidencial. El del turbante esboza una sonrisilla criptográfica. Se desprende de la masa compacta y se coloca exactamente detrás de Quiñones, asomando sus barbas por encima del encharreterado hombro presidencial. Ahora sí, un edecán se percata de esa intromisión condensada, avanza hacia el jeque, intenta halarlo por el hombro, el beduino lo elude y se sitúa del lado de la otra charretera presidencial gargareando unos vocablos con los que quizás suele azuzar a los camellos en sus lejanos arenales. Quiñones se ha dado cuenta del asunto y, sin interrumpir la andanada verbal, se voltea. El emir escupe algo incomprensible, agitando los brazos. Quiñones se ha callado por un segundo. El militar prende al mustafá por la manga e intenta remolcarlo fuera de escena.
— ¡Suéltelo! —ordena LauraÉ, con una voz desconocida.
Todo el mundo se queda petrificado. Del público, bajo el balcón, no se escucha ni la respiración.
—Pero, ¿qué es esto, Dios mío santo de mi alma? —se oye preguntar a Quiñones.
El edecán suelta al barbudo islámico, sorprendido por la orden tajante de la primera dama.
— ¿Sudé se regüerda, baisano, de Rajiv Gandhi? —pregunta el musulmán prendándose de Yosney Quiñones.
— ¿Qué significa esto? —replica ante las cámaras y los micrófonos el comandante-presidente.
El intruso se despoja de la barba, los lentes y el camisón. Yo salto del sofá. ¡Es Benny! Su diafragma está rodeado de unos bolsones abultados.
— ¡Atrás todo el mundo! —gruñe, sin soltar a Quiñones, cuando el cuerpo de edecanes pretende avanzar hacia ellos— Esto que cargo encima es C4. Ustedes saben lo que es el C4, ¿verdad? Bueno, entonces, échense para atrás.
Mira a LauraÉ. Mi hermana no sabe disimular la palidez.
—Señora, ¡márchese!
LauraÉ parece dudar.
—Márchese, señora. ¡Ya! —repite Benny.
LauraÉ se abre paso entre la masa compacta.
—Y ustedes no se me muevan de ahí, porque mi compañero está exactamente ahí detrás. Director,  abra la toma, por favor, para que el público se dé una mejor idea del emplazamiento de mi colega.
Se ve al otro árabe despojarse también de sus afeites y mostrar, de manera semejante a Benny, los bolsones que le cubren el pecho y la espalda. Es mi papá. Mi respiración se hace anhelante a la par que mis manos y mis pies hormiguean.
Nadie se atreve a mover en el balcón del soberano.
—Ahora, si me permite explicar todo esto, querido amigo —dice Benny, asiéndose de Quiñones—, se trata simplemente del acto definitivo y postrero del SUCRE.
— ¿Qué clase de homenaje es este al grande e invencible mariscal de Ayacucho, compañero excelso en las luchas inmarcesibles de nuestro sagrado padre Libertador? —Quiñones está tragando grueso.
—Es un show, querido amigo —Benny sonríe.
— ¿Un show? —a Quiñones parecen salírsele los ojos de las órbitas.
—Un vodevil psicotrónico y psicotomimético. O, lo que es lo mismo, cuando los medios y la charlatanería arropan la primera naturaleza de los hombres, entonces, y solo entonces, adquieren el rango de substancias. Yo, que he sido un charlatán pusilánime, albergo en mi seno la ilusión de la esperanza, los sueños y las fantasías. Usted también. Por lo tanto, estamos confeccionados en iguales componentes: palabrería y mesianismo.
—Yo soy el representante supremo de la revolución —castañetea Quiñones.
—Revolución, robolución, resolución, revelación, resignación. Usted es el sumo pontífice y el parlanchín artífice de esta sinagoga que ahora está en boga y en la cual todo el mundo se ahoga. Se merece usted, pues, una toga, y de aquí nos vamos todos a bailar al son de "Taboga" en el "Pasapoga". Pasa, poga, pasa y paga, que ahí viene la maga que es muy vaga e indaga tocando un raga. Dígalo ahí por todo el cañón y donando un riñón, mi querido Quiñón.
—Yo soy el presidente de la República Libertaria Venezolana. Usted no es sino un bufón —suda Quiñones.
— ¿Es la bufonería, al igual que la buhonería, un acto superfluo? De la boca de los bufones salen las ruecas de la verdad desnuda y descarnada. Soy, entonces, un bufón en el bufé, un bufón tragón, burlón y fisgón.
— ¿Por qué los bufones tienen que acceder al crimen? ¿Usted no se da cuenta de lo que pretende hacer? Va a aniquilar la posibilidad de que este pueblo, este soberano, esta masa preñada de sueños y fe, esta patria noble y buena, conozca la posibilidad de desquitarse luego de haber afrontado estoicamente los desmanes de las fuerzas del mal —eructa Quiñones.
—Hemos intuido el sagrado carácter de su misión, querido connacional anal. Por ejemplo, fíjese usted, el destino de todo lo que el hombre pone y dispone es convertirse en carroña y ñoña. Toda revolución está de antemano condenada al fracaso porque la revolución destruye, pero no intuye, mucho menos instruye.
—Yo soy la revolución, yo y el soberano somos la revolución, y estamos construyendo el futuro con las quimeras del poeta de la nueva trova para moldear el hombre nuevo —carraspea Quiñones.
—Usted es la canción del elegido, querido sigfrido sufrido, y, como tal, posee la esencia de un redentor frigído y algído en medio de este vahído. Pero insisto y me enlisto en mi rol de  mefisto: ¡¿quiere ver usted, que hasta ahora ha obrado cual veloz cobra, el derrumbe de su obra?! Esa demolición ocurrirá. Ese desplome sucederá. No más rimas para las primas. Hablaré en ingenua prosa, Amalia Rosa,  desglosándome como un periódico de ayer, tal cual se enteró el avaro de Molière. Su obra es grande, ¿verdad?  Dígalo ahí.
Quiñones, todo contrito por primera vez en unos cuantos meses, asiente. Intenta acotar algo pero Benny no lo deja.
—Toda obra grande se desploma. Es algo inherente a su naturaleza, sea física, política o abstracta. Ahí está el templo de Jerusalén para confirmarlo. Ahí están todos los grandes imperios de la historia. Sin ir más lejos, ahí está el ejemplo de Bolívar: vivió lo suficiente para morir amargado al ver la destrucción de Colombia la grande, el emborronamiento de su sueño de unidad latinoamericana y la anarquía en que se sumieron estas naciones que deberían ser una sola. Pero también, ¿hasta cuándo tendremos que soportar esta mitología indigesta y ya francamente tediosa? Al igual que se requiere cada equis tiempo un nuevo mesías, de la misma forma, necesitamos un nuevo liberator, here and now. Bolívar perimió, my dearest, ¿a quién le toca sustituirlo? You or me?
—Para eso debo vivir, para llenar ese destino manifiesto mío y para quebrar ese ultraje histórico al que nos han sometido los imperialismos anglosajones —gargarea Quiñones.
—No se aferre, compañero. Gánese sin flatulencias el pasaje a la eternidad. Sopese las ventajas: usted y yo apenas rozamos la madurez. Los estragos geriátricos aun los avistamos en la lejanía. Tenemos ya una labor hecha que no podremos contemplar nunca. Es preferible, entonces, hacer mutis y partir, sin pagar  ningún peaje vegetativo, hacia la cofradía del nirvana. Ahí están el Che Guevara, Carlos Gardel, Jimi Hendrix, Jim Morrison, John Lennon, Augusto César Sandino, José Martí, Nils Runeberg, Pedro Infante, Jorge Negrete, James Dean, Marilyn Monroe, el "Gocho" Rojas, Canuto, Nicolás Soto,  Franz Kafka, Wolfgang Amadeus el de Salzburgo, Vincent Van Gogh, Evariste Galois, and last but not least, el galileo de las sandalias rotas y el Iscariote. Y ahora, junto a ellos (toquen fanfarria, dear fans), Yosney Quiñones y Benjamín Möllerstein. Eternamente jóvenes, eternamente inmortales. ¿Y sus obras? Incólumes, graníticas, ante el paso corrosivo de los tiempos. Repito y reitero, once again, no se aferre. Pasemos, sin solución de continuidad, al paraíso. Perdamos la sangre y ganemos la inmortalidad.
—Yo soy más grande que Jesucristo —gimotea Quiñones.
—Yo soy más ruin que Judas. Therefore, I am the real messiah.
—No quiero morir, no quiero morir —la voz de Quiñones se apaga.
— ¡Papá! —llama Benny.
Francisco Reinaldo Pérez, esposo de Eunice Pirrone, padre de Laura Eunice y Ornela, hace una seña desde atrás.
—A la cuenta de tres —Benny le soba las charreteras al comandante-presidente. La faz de Quiñones parece la careta trágica del teatro griego.
—LauraÉ, te amo… Ornela, te amo… —dice Benny, mirando fijamente a la cámara— Un… dos… ¡tres!
La pantalla se convierte en una llovizna de rayas blancas y negras.
Siento la puerta abrirse. LauraÉ entra, toda desasosiego, toda angustia, toda amores descalabrados.
Cuando nos abrazamos, nuestros vientres parecen fundirse.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Noventitantos (XXVI)



Capítulo 3


Ornela y yo estamos embarazadas. Lo hemos sabido de manera simultánea. Fuimos juntas al ginecólogo y nos hicieron todos los exámenes. Estamos rebosantes de salud y dicha.
Nos hemos visto con Benny una vez más. A orillas del mar, ¿dónde más podría haber sido? Tan lejos y tan cerca de la devastación, tan lejos y tan cerca de la belleza totalitaria de las arenas, los uveros y los diez mil soles que han brillado en sus ojos. Nos ha puesto al tanto de los terribles síndromes que porta en su sangre y que milagrosamente no se nos han propagado. Nos ha revelado el terrible precio a pagar. Ornela y yo hemos llorado como dos maríamagdalenas ateridas por el miedo de los años y los siglos pero, al final, hemos comprendido. Estaba escrito que así sería. Hemos visto la sombra marrón de mi padre atisbándonos desde lo alto de aquel playón resguardado por desfiladeros tenaces y hemos creído que nos lanzó una bendición eterna y circular.
Hemos regresado, enseguida, a nuestro tráfago cotidiano. Las labores de socorro de las incontables víctimas de la catástrofe del litoral me han mantenido ocupada. Yosney, utilizando su gran poder de convencimiento mediático, ha logrado persuadir a la mayoría de los venezolanos de que las víctimas no excedían de unos pocos centenares. Yo he querido creerlo así también. Necesito creer. La Utopía necesaria es parte imprescindible de mi alma como las olas lo son de las bahías ilesas. La Utopía me conquista y me resarce de las pretendidas motas de engaño. La Utopía me unge en un baptismo invulnerable, así tú no creas en ella, Benny. Pero yo merezco la ingenuidad y el pecadillo de la creencia.
Yosney Quiñones, mi esposo ante la ley, ha descendido como un ángel exterminador sobre los vestigios del viejo orden. Se convocó, en tiempo récord, a la Asamblea Constituyente. El profesor Adriano Kandinsky, un matemático de alto coturno neuronal, ideó un ingenioso sistema de combinaciones para lograr que la votación se concentrara en los candidatos propuestos por Yosney, otorgándonos una mayoría de más del noventa por ciento de los miembros de la Asamblea con poco más o menos de la mitad de la votación efectiva. Más del setenta por ciento del electorado se abstuvo.
La Constitución por la que tanto se luchó fue aprobada de la misma forma. Novecientos y pico de artículos fueron discutidos en algo más de un mes y ratificados por mayoría aplastante. El país ahora pasaba a llamarse República Libertaria Venezolana, en homenaje al Libertador, Dios y Oráculo definitivo del Nuevo Orden Revolucionario. Quien dudase en la Nación, tan siquiera someramente, del carácter cuasimetafísico de Bolívar se convertía, ipso facto, en un vendepatria. El Poder se concentraba en las manos exclusivas del Presidente de la República Libertaria. El Parlamento sería, en lo sucesivo, unicameral y susceptible de disolución cuando el Jefe del Ejecutivo lo juzgara conveniente. Nuestra Democracia recibiría el apellido de Protagonista y Participacionista. La Política Exterior adquiriría, por Rango Constitucional, carácter Antiimperialista y Antimonopolar. La Utopía recibió un Baño de Relegitimación.
En medio de ese torbellino, Yosney intentó tener nuevamente comercio carnal conmigo. Le confesé mi gravidez. El impacto no lo dejó ni siquiera tocarme. Yo tenía oculto, muy próximo a mí, un atomizador paralizante en previsión de (puntos suspensivos). Se  marchó creyendo que el fruto de mi vientre era suyo. Esa noche, al calor de un discurso en cadena nacional que duró más de seis horas, se explayó hablando de su inmenso orgullo de ser padre por doble partida. Su otro vástago, bien entendido, era la nueva Carta Magna.
Se convocó a nuevas elecciones para relegitimar los Poderes del Estado. Sorpresivamente, el mayor Clarencio Rincón renunció a la Gobernación de Carabobo y se lanzó al ruedo como único candidato opositor a la presidencia. Yosney no se cansaba de insultarlo y de descalificarlo a placer. La capacidad dialéctica de Rincón no le confería el calibre de contendor de cuidado, aun cuando los viejos partidos, más divididos que una colmena de abejorros cegatos, lo apoyaron con todos los hierros. Rincón y todos los candidatos no revolucionarios perdieron ahogados en interminables acusaciones de fraude y querellas electorales. La abstención nuevamente rondó el setenta por ciento.
El nuevo Acto de Juramentación fue pautado para exactamente una semana después de la Elección. Se haría en el denominado Balcón del Soberano, en la fachada de Miraflores que da hacia la avenida Urdaneta.
Benny me llamó. Quería estar ahí, presente con nosotros. Por supuesto, me imaginé para qué. Le dije que sí.
        Lloré hasta que mis ojos se secaron.

Noventitantos (XXV)



Capítulo 4


Como de costumbre, he circunnavegado por estos torbellinos de ánimas carentes de urbanidad. Mi sino es perder a quienes quiero. No deseo juzgar a nadie, aun siendo menester el avalúo de mi tránsito por esta existencia.
Mi madre abandonó a mi padre de una manera tajante, pulcra, ejecutiva e irrevocable. ¿Tuvo razón al despojarnos a LauraÉ y a mí de su presencia y de su cobijo paternal? ¿Era o no era justo que ella trivializara su vida al lado de un hombre que daba tumbos del timbo al tambo pero que nos amaba sin condiciones? ¿Por qué esa amargura que guardó hacia él y que se manifestaba todos y cada uno de los días que duró su vida? Abandonando a mi padre ella creyó redimirse. Hoy en día me pregunto, ¿no se perdió ella también perdiéndose a ambos? Hay algo de lo cual ahora estoy más segura que nunca: mi madre nunca lo dejó de amar. Eso es algo que LauraÉ y yo heredamos: solo hay un amor en nosotras para un solo hombre: un genial fracasado: un quijote breve y denso: un esclarecido de extraños ritmos: un emancipador descachalandrado: pero precisamente por eso más genuino, incoherente y lleno de paradojas, como todo ser que se respete (aun cuando Benny desconoce las nociones baladíes de respeto, protocolos, formulismos, banalidades y manualidades). Es nuestro karma y nuestra redención. Es nuestro padre reencarnado y redivivo, a quien, a semejanza de nuestra madre, hemos abandonado no una, sino varias veces, en raptos de lucidez y cordura, pero cuyo carisma frutal siempre logra sobrecogernos porque cuenta con una llave de metal noble con la que siempre llega a mi corazón, que es el mismo corazón de LauraÉ.
Y cuando pienso en todo lo que hemos afrontado, me doy cuenta de que este santoral, esta congregación, esta facción de duendes de mar y légamo que hemos sido, ha girado alrededor de él y él ha girado en torno a nosotras, emperifollándonos con ese brocado absurdo y gracioso que ha sido su amor. Menciono y desgloso, además, brevemente: Fedora, tú que luchaste a brazo partido para sobreponerte a la pobreza y los infortunios. Rojitas, tú que elucubraste galantemente las más disímiles teorías y aquellas éticas de deserción creativa. Canuto, tú que fuiste tan maltratado por la vida y, sin embargo, viviste para LauraÉ y para Benny. Todos los demás también, víctimas y victimarios, en esta humanidad que es una mentira mintiéndose a sí misma, tal como lo han sido las mentiras de Benny, esos atribulados embustes que estampan el discurso de su salvación y resurrección en nuestras almas.
Sé que mi padre y él ahora andan juntos. Sé que esa mutua compañía significa un dulce mensaje de amor para LauraÉ y para mí.
     Sé que ahora soy fecunda, Benny, gracias a ti. Nuestras entrañas rebosan de esta nueva vida que vamos a engendrar, LauraÉ y yo, las dos magdalenas de tu alba y tus luciérnagas.

Noventitantos (XXIV)



Capítulo 5


Afortunadamente el "Gocho" había ahorrado unos cuantos dinerillos, cediéndomelos antes de partir para Miami a lanzarse desde el balcón con su hermana Fedora, con lo cual podía defenderme durante algún tiempecillo. Además, el chamo que hizo en "Los senderos…" de Édinson Vicario había sido contratado para grabar una novela y rodar una película en Argentina, prestándome las llaves de su apartamento; inmejorable refugio, por lo demás, puesto que nadie sabía de mis andanzas por esos lares. Y, por si fuera poco, me vi a escondidas con mi vieja; la pobre me había perdonado, a pesar de todas mis "blasfemias", y me regaló dos mil quinientos dólares. Tenía garantizadas, pues, unas cuantas semanas de supervivencia.
En alguna ocasión escuché decir al "Gocho" que no existía acto más consubstanciado con la libertad que el dominio de la propia muerte. Traducido al espánglish: esa es la dialéctica del suicidio creativo. Pero ahora pendía también sobre mi espíritu el terrible secreto, la terrible aflicción.
El "Gocho" era un archivo ambulante de citas, aforismos y greguerías. Cierta vez me comentó que Ernesto Sábato había asegurado que en toda revolución hay vencidos: la tiranía, la corrupción, la vileza, el servilismo. Pero en esta revolución nuestra los triunfadores resultaban ser los supuestos vencidos. En cinco palabras: el extraño mundo de Subuso. Infiérese de lo anterior (¡uy, qué epistemológico y deontológico sueno!) que se precisa de una salvación áurea. Dedúcese de la pretérita premisa que urge la parusía del siguiente redentor. Parusía is greek for the second coming. You follow, don't you? ¿Dónde atinar con él? Es aquí donde se me viene a la mente otra tertulia en la cual el "Gocho" me refirió un cuento de Jorge Luis Borges en el que se relata la desventura y  desdicha de un estudioso nórdico luego de descubrir, tras un razonamiento inverosímil, que el verdadero mesías no fue Jesús sino Judas (a) el Iscariote, vale decir, el verdadero sacrificado en aquella pascua judía fue el delator que se expuso a la condena eterna: el sufrimiento, la degradación y el pavor de saberse traidor confluyeron en una culpa extraordinariamente mayor que cualquier suplicio a lo largo de cualquier vía dolorosa. Jesucristo fue un señuelo, a patsy just like Lee Harvey Oswald said that he himself was. La realidad del mesianismo estaba del lado del ahorcado de los treinta denarios. Qué acto más superfluo fue la infidencia de Judas: ¡todo el mundo en Jerusalén y en Palestina sabía quién era el galileo! ¿Acaso no lo habían visto por doquier obrando prodigios y milagros? Prosiguiendo con esa idea de tan inusuales quilates, podemos avalar que toda revolución debería ser sinónimo de redención y para redimir se necesita un redentor, pero el redentor no es el portaestandarte ante quien Pilatos se lava las manos, sino quien lo traiciona a la vista de todos. El pérfido desleal se hunde en una soledad escabrosa. Se trata, según Borges, de un ascetismo hiperbólico e ilimitado. "El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu". La verdadera pasión ocurrió al extremo de la soga atada de la higuera de donde pendió el cuerpo abyecto del tesorero apostólico, el hombre que ensució sus uñas con los dineros ajenos. Es ahí, entonces, donde se purga la esencia pecaminosa de la humanidad. De ahí se origina el juego de espejismos que hemos vivido hasta hoy. Una lúcida componenda para evadir la verdad primigenia. Tiene que ser así porque el universo, hecho a imagen y semejanza de Dios, no es perfecto. Como dijera el enloquecido pero sagaz Vincent Van Gogh, es un estudio, un boceto Suyo —de Dios, no se enreden— que le salió mal y chueco. El propio Dios es imperfecto. Si Jesús fue humano e incapaz de pecado, entonces no es el hijo de Dios, sino un profeta vergatario, un asceta atrinca, un iluminado cuatriboleado. El verdadero mesías es —tiene que ser— defectuoso. El mensaje también lo es —defectuoso, digo— y, por lo tanto, se diluye en el tiempo, se vence cada "n" años o siglos. Esa es la razón por la que transcurrido algún período, padre-madre tiene que remitir a la tierra un renovado emisario suyo para que lo enderece todo. Dependiendo de la beatitud o bonhomía exhibidas, la influencia del enviado se prolonga en el espacio y en el tiempo. Al cabo de un lapso se agria como la leche al descampado. Se impone el renacimiento constante para insuflarle nuevo vigor a la creencia, que es el verdadero nutriente de padre-madre. El aliento del Cristo ha durado veinte siglos porque fue santo y manso. Muhammad no lo fue tanto. Moisés menos. Bajaulá (el de la Fe Bajai) a lo mejor trasciende porque fue bueno entre los buenos. Mientras tanto quedo yo. Mentiroso hasta más no poder, pero no traidor. Torturándome en la vergüenza y el bochorno, pero no desleal. Abandonado en el abandono del abandono y en el rechazo del rechazo, pero amando sin condiciones. ¿Qué mejor currículum para el mesianismo? Pero al igual que el Iscarius, tengo una sombra que descabezar, un becerro de oro que desguazar, un fariseo que desnudar. Moisés contó con las tablas de la ley. Cristo se valió de la cruz y de Judas. Muhammad se armó con la yijad. Yo dispongo del suicidio creativo, legado del "Gocho", mi Juan Bautista de bolsillo.

~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

Me he puesto en contacto nuevamente con el mayor. Está desesperado, frustrado e indigesto de la rabia. Le jugaron sucio en la elección con ese fraude gigantesco y descarado. Él también se lo buscó, metiéndose a golpista y apoyando de buenas a primeras, sin cavilarlo a fondo, el merequetén revolucionario. Pero ahora busca la salvación verdadera y ha reconocido que yo soy el que  soy siendo para ser lo que es y seguirá siendo lo que es que soy siendo porque soy y soy.
Iré, pues, a Valencia a recoger el C4 y toda la otra parafernalia.

~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

He hablado con Ornela y LauraÉ. Al fin han comprendido. Son copartícipes de este conocimiento que las acoraza contra las espadas ardientes de los malévolos alvéolos. Son misioneras de este ungüento fértil. Son portadoras y nodrizas de esta dulzura seminal que ha surgido de mi pecho y de mis vísceras. Son el amor más genuino y más altruista. Ellas son yo. Yo soy ellas.
      Ornela me proveerá de bagatelas inmunes al desfallecimiento. LauraÉ me abrirá las puertas que me conducirán a este gólgota sin costuras.

Noventitantos (XXIII)



Capítulo AK47½

—Comunícame otra vez con el güevón ese de Araque.
Al mayor Clarencio Rincón no le agradaba ni un ápice la perspectiva de volverse a enfrentar a las incómodas condiciones de vuelo que veníamos de dejar atrás.
— ¿Araque?… Soy yo otra vez… Llama a La Orchila e infórmales que voy para allá. Necesito urgentemente hablar con el presidente… Me sabe a corn flakes si tus instrucciones eran no revelar su paradero… Voy para allá y punto. Esto es una emergencia nacional… ¡Cállate y haz lo que te digo!
El mayor Rincón colgó. El helicóptero ascendía nuevamente por un costado de la montaña. El mar Caribe cambiaba de magenta a gris, a veces hasta con lengüetas moradas. Nos remecíamos de tal forma que en algún instante creí marearme. Las nubes pasaron del ocre mortecino de la costa a un negro mate que amedrentaba. Vimos chispas eléctricas que deseaban sobar el fuselaje. Pero el pavor se había expatriado en aquel estuario maltrecho que dejábamos atrás, a merced de la fiereza de hombres contra hombres, hombres lobos de hombres, hombres saciándose con la sangre de los hombres. Cerré los ojos un segundo para no ver y no sentir, aun cuando la muerte estuviera al alcance de la mano, en aquel cascarón volador que podría precipitarse al mar en cualquier momento.
A los veinticinco minutos, poco más o menos, todo cambió. El sol apareció, sin timidez, y los nubarrones se esfumaron. Las aguas semejaban una alfombra tenue. Los tripulantes del helicóptero se atrevieron a lucir aliviados. Ornela mantenía un diálogo tajante con el mayor Clarencio Rincón. Yo estrujaba mis manos.
El arenal de La Orchila ya estaba a la vista. Nos aproximábamos a la pista de aterrizaje aledaña a las instalaciones que mantenía ahí la marina de guerra. Una pléyade de efectivos surgió de entre el abigarramiento de aviones y helicópteros. Al descender del aparato, con las piernas temblequeantes, notamos sus caras nada amistosas, casi semejantes a las de la jauría del litoral.
Clarencio Rincón se dirigió con paso firme hacia el inmueble. Nosotras lo seguimos. Los efectivos hubieran deseado interceptarlo, pero el cuadrado y autoritario porte del mayor los disuadió.  De la puerta surgió un oficial. Nos miró con cara de pocos amigos, sobre todo teniendo en cuenta el estropicio que presentábamos Ornela y yo.
— ¿Dónde está el presidente? —ladró Rincón.
—El acceso a esta edificación está prohibido a personal no autorizado. Le ruego que se retire, mi mayor.
Con un movimiento ágil, Rincón lo tomó por la pechera y le enrostró su feroz mandíbula cuadrada.
—Mire, zoquete, yo soy el gobernador del estado Carabobo y esto no es un juego. Llévenos de inmediato ante el presidente, porque si no ahorita mismo le arranco las bolas de un tirón y se las doy de alimento a esos perros que están ahí afuera, y así se ahorran la perrarina que les toca hoy.
El oficial empalideció y decidió que lo mejor era obedecer. Atravesamos unos pasillos refrigerados y llegamos a un portón resguardado por dos policías navales. Al vernos, nos apuntaron con sus metralletas.
— ¡Bajen esas armas, carajo! ¡Firmes, nojoda! —rugió Rincón y los dos susodichos obedecieron como autómatas.
Rincón abrió la puerta de un empujón. Nosotras penetramos al recinto detrás de él. Sentados en los alrededores de un amplio mesón de caoba pudimos ver a Yosney presidiendo una junta compuesta por Fidel Castro, don Golindano, Valentín Vergara, Óscar Zavala, un señor sesentoso con cara picada de viruelas, un rubito regordete de bigotes chorreados y dos atildados adultos jóvenes con porte de yuppies mayameros, todos ellos con un vaso de whisky en la mano.
Silencio embarazoso durante unos segundos. Yosney observó a Clarencio Rincón con una expresión hermética de indio ancestral tallado en paletas de eucalipto. Paseó su mirada hacia mí y esbozó una sonrisa.
—LauraÉ —dijo, viniendo hacia donde yo estaba—, me sorprendes. Pero no te quedes parada ahí, pasa para acá. Precisamente le estamos comentando al comandante Fidel las últimas incidencias. ¿Cómo están ustedes? Adelante, adelante. Le hemos asestado un duro golpe a las cúpulas. Las masas han rodeado, hoy por la mañana, la Corte Suprema y el Congreso, y te informo que ¡están renunciando en pleno! ¡Se han acobardado por completo! ¡No aguantaron un empujoncito! Esto nos deja el camino libre para el referéndum y, por supuesto, para una nueva Constitución, con la cual todos los poderes pasarán a manos nuestras y, por consiguiente, se acelerará el proceso. ¿No es así, comandante Fidel?
—Ha sido un gran triunfo para la Revolución Libertaria, presidente Quiñones —enfatizó el avejentado líder cubano—, pero no hay que dormirse en los laureles. Las fuerzas de la oligarquía y del imperialismo siempre están al acecho. Por eso es que en mi país mantenemos en constante estado de alerta a los Comités de Defensa de la Revolución, manzana por manzana, cuadra por cuadra, casa por casa, para que no se cuele ningún gusano contrarrevolucionario. Por supuesto, ustedes sabrán diseñar los mecanismos adecuados para la realidad venezolana concreta. Pero perpetuamente hay que estar ojo avizor y ser implacable con los enemigos. Eso nunca está de más —Fidel Castro pareció cansarse con un asma sombrío y bebió un largo sorbo de su vaso.
—Maravilloso consejo que tendremos muy en cuenta —manifestó Yosney—y que sabremos agradecer. Precisamente, LauraÉ, tú que perennemente te has identificado con la Causa Revolucionaria (¡tantas veces que lo hemos conversado!) y que has mostrado asimismo una genuina indignación por el bloqueo criminal al que tienen los imperialistas sometida a Cuba, te vas a alegrar con esta noticia que te voy a dar. Hemos decidido ofrecerle petróleo y otros suministros vitales al comandante Fidel en condiciones ventajosas para aminorar el sufrimiento y la penuria que vienen padeciendo desde hace cuarenta años los heroicos cubanos. Es un gesto mínimo de solidaridad de parte de Venezuela hacia Cuba. ¿No es así, comandante Fidel?
—Eso es algo que agradecemos profundamente de parte de nuestro pueblo —dijo, con su voz aflautada, Fidel Castro, sin dejar de chupetear su whisky.
—Pero nuestra adhesión a la Causa Revolucionaria no se circunscribe a esto —Yosney me tomó del brazo y me condujo del otro lado del mesón—, no señor. Permíteme presentarte a estos dos personajes que, estoy seguro, te enorgullecerás de conocer por causa de su inquebrantable fervor revolucionario durante tantos años de lucha en que no han conocido reposo ni confort. En primer lugar, quiero que conozcas al comandante Misael Corolanda, el legendario comandante "Bala de Plata", jefe supremo de las Milicias Revolucionarias de Colombia, el imbatible MRC que tiene al gobierno de la oligarquía colombiana contra las cuerdas.
El comandante "Bala de Plata" se levantó y me ofreció una mano apergaminada, todo obsequioso y zalamero, pero sin mirarme a los ojos.
—Y te presento también al segundo al mando del MRC, mano derecha del comandante Corolanda, el mono Querales —el susodicho me dio su mano regordeta, esquivándome la mirada—, pero no creas que lo llaman mono por lo peludo, no señor, ja ja ja —Yosney le dio una palmada en el hombro a Querales—. Lo que pasa es que en Colombia les dicen monos a los catires. Debe ser porque son una monada, ja ja ja. Bueno, lo cierto del caso es que estamos aquí reunidos tanto para recibir de ellos su visión y su experiencia en aras de ayudar a la incipiente Revolución Libertaria que está dando sus primeros pasos, así como para cimentar mecanismos de ayuda y solidaridad hacia la Revolución Cubana y esta Revolución Colombiana que algún día, toquemos madera, conocerá las mieles del triunfo definitivo. Y, precisamente, concretando esos engranajes de fraternidad contamos con la sapiencia empresarial (tú sabes, todo lo que se refiere a logística, financiamiento, etc. etc.) de gente como Óscar Zavala, un hombre de negocios tan revolucionario como el que más que quisiera que precisamente se contactara con Ornela, mi cuñada, la hermana de mi esposa, quien es también una mujer de negocios muy emprendedora, ojalá y se asociara con él para afinar estas actividades de abastecimiento. Pero esos detalles los dejo en manos de ustedes. Ya Óscar y Ornela se conocen y sé perfectamente que colaborarán con nosotros aportando toda su experiencia, que no es poca, en este árido campo que nosotros, los políticos y militares, no manejamos con tanta afluencia. Y, finalmente, LauraÉ, quiero presentarte a dos grandes amigos de la Causa, cuyo conocimiento nos ha sido posible establecer a través de sus contactos con el MRC, con el comandante Corolanda y con el comandante Querales, a quienes han facilitado valiosos servicios durante estos últimos tiempos, poniendo a su disposición su sabiduría financiera y comercial, pero no por ello abandonando el necesario idealismo del cual se nutre la Causa Revolucionaria, lo cual nos demuestra, y en esto le hago especial énfasis a mi cuñada Ornela, que los negocios no se contradicen con el sueño y la utopía de todo revolucionario genuino. Te presento, pues, al licenciado Charles Huntington, quien a pesar de su nombre anglosajón es más mexicano que el mole poblano, y al licenciado Laureano Londoño, grandes colaboradores en nuestra lucha, gente que nos ha resuelto una infinidad de dificultades con su capacidad y aptitud gerenciales.
"Charlie y Laureano", pensé, tendiéndoles la mano automáticamente y medio aturdida, tanta era la verborrea de mi esposo. Pero tenía que despertar de ese hipnotismo algebraico y así lo hice.
—Yosney… presidente —carraspeé, para sugerirle que me dejara hablar antes de continuar su perorata—, la situación en el litoral…
—Ah, eso ya está bajo control. La gente de la armada se ha hecho cargo. Van a retirar los escombros y a organizar a los damnificados. Mientras, seguimos esperando los resultados de la renuncia colectiva de la Corte y el Congreso, lo que marca la derrota definitiva de esos tunantes, ¿verdad, señores? ¡Qué alegría tan inmensa ver que tus ambiciones comienzan a hacerse realidad y…!
—La situación es muy, pero muy grave —lo interrumpí, intentando guardar la calma.
—No debes preocuparte por eso, LauraÉ. Ya he dado las instrucciones.
Fidel Castro y "Bala de Plata" me tomaron cada uno de un brazo.
— ¿Por qué no se sienta un rato con nosotros, señora Quiñones? —preguntó Fidel, con voz de soprano tísica.
—Ande, su mercedita, concédanos el placer de su compañía —solicitó el guerrillero tolimense.
Un tronido corto y autoritario nos paralizó a todos. El mayor Clarencio Rincón, su mentón aún más cuadrado por causa de la furia, le había dado un manotazo al mesón y nos miraba con ojos coléricos.
— ¡Esto no es un juego, Quiñones! La gente está muriendo como moscas en La Guaira, en Macuto, en Camurí, en todo el litoral. No hay tiempo que perder. Hay que movilizar todos los recursos del gobierno.
—Mira, Rincón, no te permito esta insolencia… —terció Yosney.
— ¡Silencio, Quiñones! Si de verdad te crees un líder mesiánico, entonces muévete y encárate con  todo ese fulano soberano que votó para que tú fueras su dirigente. Así no hagas nada, pero déjate ver. Ponte las pilas porque estamos en medio de una gran tragedia. ¡Ya! —Rincón volvió a golpear el mesón.
Mi esposo el presidente mudó de color.
—Ahorita no se puede volar hasta allá. Eso me lo informaron de la comandancia de la armada.
— ¡Carajo, ahora es cuando tienes que demostrar que tienes los pantalones bien puestos y no como en la noche de Febrero! ¡Qué te importa que haya o no haya turbulencia!
—Estoy reunido con mis camaradas…
— ¡Al diablo con estos revolucionarios fracasados! ¡Tu pueblo aguarda por ti!
— ¡Mayor Rincón, lo voy a meter preso por insubordinación! ¡Yo soy el presidente y…!
Clarencio Rincón dio cinco pasos veloces hacia nosotros y, con la velocidad del rayo, sacó una pistola y se la puso a "Bala de Plata" en la sien.
—Antes de que me pongas preso, liquido a este bandolero a quien tú denominas héroe popular y a lo mejor así le hago un favor a Colombia. Nosotros tres nos regresamos de inmediato para Caracas. Y tú, Yosney Quiñones, más te vale perderle el miedo a las turbulencias atmosféricas y le das la cara a la gente del litoral y a Venezuela entera. Hasta esta noche a las nueve te doy plazo. Camine, señor "Bala de Plata", acompáñenos hasta el pie del helicóptero. Carajo, ¿cuánto no me darían los gringos y el mismo gobierno de Bogotá por la entrega suya, así tan mansito como lo tengo ahora?
Volvimos al campo de aterrizaje y abordamos el aparato. El mayor Clarencio Rincón soltó a "Bala de Plata" y se montó, ya con el helicóptero alzando el vuelo.
En el regreso casi no hubo turbulencia.