sábado, 3 de septiembre de 2016

Matemáticas - Inglés - Francés




Inglés – Matemáticas – Francés
todos los niveles
Clases individualizadas y focalizadas


(58-412) 759.40.07

nnss1954@yahoo.com




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Blast From The Past

Varios artículos del 2002.

A ver si se me dio el don profético,




Los mecates del viento

Pancho Chamberlain



                        Viendo a Francisco Arias en rueda de prensa contestando sí pero a lo mejor no (o, más bien, no pero tal vez sí) al ser confrontado por los reporteros con los insistentes rumores de que va a aceptar la vicepresidencia bolivariana, no puedo dejar de evocar la enjuta figura de aquel primer ministro inglés, al pie de la escalerilla de un avión y ondeando un pañuelito, al tiempo que musitaba una frasecilla paradigmática en la historia de la credulidad humana: peace in our times. Paz para nuestro tiempo, en cristiano, aseguró, el iluso dignatario. Y al cabo de unos meses, reventó la segunda guerra mundial.

                        Recapitulemos para quienes llegaron tarde. Hitler había rearmado a Alemania en contravención del tratado de Versalles, había ocupado la zona desmilitarizada del Rin y se había anexado a Austria. Pretendía engullirse a Checoslovaquia y el mundo entero temblaba ante el temor de una conflagración. Neville Chamberlain, el macilento primer ministro de Inglaterra, queriéndose ahorrar un conflicto, pensó: “Vamos a darle al hombre lo que pide, seguro que se sentirá satisfecho y así se quedará tranquilo de una vez por todas”. Churchill, voz que clamaba en el desierto, pataleó hasta más no poder, oponiéndose. Nada que ver.  Hitler prometió que hasta allí llegaban sus ambiciones, Chamberlain se tragó el anzuelo y Checoslovaquia pasó a formar parte del Reich. Sólo que el tirano del bigotillo no se conformó con eso y al tiempo quiso más. Y más. La única manera de pararlo fue con una montaña de millones de cadáveres. Neville Chamberlain quedó asentado en los anales como el ingenuo número uno del mundo.

                        Como seguramente quedará también registrado Jimmy Carter. Durante su presidencia, aplicó la táctica del apeasement, el apaciguamiento, creyendo que los soviéticos se comportarían debidamente. En ese período 77-81, más bien, el expansionismo comunista llegó a su máxima expresión, gracias a los servicios del palafrenero habanero en Angola, Etiopía y Mozambique. Tan caído de la mata resultó el manisero de Georgia que Fidel Castro, héroe máximo del presidente bolivariano, se lo vaciló totalmente con el asunto aquel del Mariel. Y ahora lo tenemos aquí, con su nota de Chamberlain errabundo, de intermediario cándido creyendo que Hugo R. es un dechado de buena voluntad.

                        ¿Creerá de verdad Pancho Arias que Chávez sea capaz de rectificar? ¿Pensará seriamente Baduel que podrá manipular a sus conjuramentados de Güere para él poder constituirse en gran elector del Tao nacional? ¿Se puede pactar en un plano de racionalidad con quien evidentemente muestra signos de severas perturbaciones psicosomáticas, traducidas en una desmedida ambición de poder? ¿Supondrá ciertamente Arias Cárdenas que su antiguo compañero del 4F ha dejado de ser un fascista de izquierda? Quien haya tenido oportunidad de haber intentado transarse con un extremista sabe perfectamente que esa gente nunca concierta con sinceridad, pues adolecen de un maquiavelismo enfermizo. El premio Nobel alemán Günter Grass afirmó una vez: El comunismo, como toda esperanza, también dejó cinismo. Los comunistas y fascistas son cínicos por naturaleza. Basta con recordar a Hitler con Chamberlain. O a Carter con Brezhnev y Castro.

                        Hay gente que piensa que Arias hace lo correcto. Con él en la vicepresidencia, alegan, la transición sería menos traumática. Resultaría mucho más potable que Rangel, añaden. Pero uno, escaldado como el que más, no puede dejar de preguntarse: ¿no será que el hombre de la verruga pretende terminar de jo..., qué digo,  de fregarnos con esta sutil dosis de vaselina y anestesia?


                        Pancho: ¡ni se te ocurra agitar el pañuelito!


Los cáusticos monaguillos

Guiñándole a los ciegos



Los malos caerán, es verdad, pero Dios es quien debe fijar el momento, no yo.
Benito Pérez Galdós

Cotorreando


                        Diálogo es sinónimo de plática con mutuo respeto. Esto nos lo han recalcado insistentemente la OEA y el Centro Carter. Se trasluce  la existencia de dos bandos antagónicos, munidos ambos de una visión particular del país y provistos de una buena fe inmanente, cuyo excesivo celo los hace coludir en un campo donde la normal confrontación ha dado paso a la diatriba feroz.  En esta esquina tendríamos a la inmensa mayoría de los venezolanos, hastiados de la corrupción y de  la intolerancia, ambicionando parir (con todo el dolor que ello implica) una sociedad más democrática, transparente y productiva. Empero, ¿qué tenemos en la acera de enfrente?

                        Ya prácticamente mutilado de los factores democráticos que alguna vez lo acompañaron en la consecución del poder, el oficialismo se reduce a una maraña rabiosa empatucada de  mitologías radicales. El chavismo con Chávez (ya hablaremos del ídem “sin”) se nos antoja como una chorocracia desbocada, corolario de tantos años coexistiendo con un sistema judicial deplorable, donde se nos enseña, valga el caso, que el secuestro resulta que ahora no tipifica delito, que disparar contra una multitud inerme es un caso flagrante de defensa propia, que se debe robar ya no tanto para comer sino para defender la revolución, que desaparecer “n” millardos de dólares es una minucia ... y no sigo porque la troja está alta, como dicen en el llano.

Mirándose en aquellos espejos


                        ¿Se puede dialogar con el extremismo? ¿Se puede negociar con delirantes que profesan una visión excluyente? Para moldear una respuesta a lo anterior, demos un vistazo a la Historia.

                        Rememoremos, de entrada, a Hitler con Chamberlain y Daladier en Munich[1]. La ingenuidad del inglés y del francés costó decenas de millones de cadáveres. Tito debió su supervivencia política a que nunca se le aguó el carato delante del “padrecito” Stalin. Jrushov hablaba por un lado de coexistencia pacífica y por el otro atiborraba a Cuba de misiles nucleares (Octubre del 62, señores ... ¡y cuarenta años no es nada!). Si Kennedy no se hubiera avispado hoy en día EEUU sería una república “democrático-proletaria”. Sin embargo, hubo que pagar el precio de la impunidad para Fidel, rumbo a convertirse en el esclavizador más longevo desde el Big Bang para acá. En 1973, los gringos transaron con los norvietnamitas su retirada de la contienda que estuvo a punto de fracturar la unidad estadounidense. Fueron las famosas negociaciones entre Kissinger y Le Duc Tho, ambos acreedores a posteriori del Nobel de la paz. No habían terminado de despejar el campo los norteamericanos, cuando los comunistas, irrespetuosos del acuerdo de desarme, propinaron el zarpazo final y arrasaron con todo. Casi treinta años, quién sabe cuántos muertos y un infinito de  miseria más tarde, Indochina vuelve sobre sus pasos al capitalismo, vale decir, al neoliberalismo salvaje. ¿Qué pensar de los famosos acuerdos entre Carter y Brezhnev para frenar la carrera armamentista? Mientras mareaban al iluso manisero de Georgia, los soviéticos emprendieron la más agresiva campaña de expansión en Asia y África utilizando los servicios (y la carne de cañón) suministrados por el déspota de La Habana. Sólo la debacle en Afganistán y la decidida posición de Ronald Reagan pudieron aquietarlos. A finales de los ochenta colapsó el muro de Berlín, marcando el principio del fin del comunismo. En Centroamérica, las guerrillas  izquierdistas accedieron a deponer las armas únicamente cuando se percataron de que  existían sectores no dispuestos a dejarse subyugar.

Háblame de ti


                        Todo lo anterior nos demuestra la imposibilidad de parlamentar con agentes ganados a la idea de que son poseedores de la verdad absoluta y de que portan el estandarte de una pretendida revolución que los unge con la Razón Histórica (así, con mayúsculas). Para ellos, para los josevicentes y diosdados, todo se limita a ganar tiempo mientras profundizan su labor de zapa de manera artera y metódica. En el interim, ¿con quién dialogamos nosotros?

                        Creo que debemos verter nuestras baterías argumentales hacia los ciudadanos que aún toleran pasivamente a Chávez por el solo hecho de no querer reconocer el gravísimo error cometido al catapultarlo a la relojería del poder, a pesar de los pesares, pero que exhiben una palpable vocación democrática. Gente que, quizá por atavismo, se resiste todavía a comprender que el paternalismo, el estatismo, el intervencionismo y el socialismo han fracasado irremisiblemente. Compatriotas nuestros a quienes debemos inducir a despertar de esta curda postrera del neomarxismo que se niega a morir, respirando el último oxígeno de una justicia social en la que el propio Hugo R. no cree, pues su único afán es aferrarse al poder a como dé lugar. Cosas de psicóticos. Eso, y no otra cosa, es el significado del “chavismo sin Chávez”.

                        Gastar saliva en bribones como el líder del 4F, sus ministros y gobernadores es equivalente a piropear a un sordo. Resistir sin claudicar es la única opción. El crimen jamás vencerá a la honra.

                        ¿Chorizos a mí? ¡Basié!


[1] El ulterior Pacto Ribentropp-Molotov, entre dos tendencias totalitarias, reveló que perro no come perro y si lo come lo “eruta”.



El artilugio insomne

Izquierda, dilema y problema



                            La inminente y deseada (por la abrumadora mayoría de los venezolanos) eyección del poder de Hugo R. Chávez F., con más pena que gloria y acusado de una panoplia de fechorías, simboliza un verdadero aldabonazo al espíritu de la benemérita izquierda latinoamericana. Se trata de un nuevo y estrepitoso fracaso en la larga cadena de intentos por implantar una visión de la sociedad asentada, primigeniamente, en patrones de justicia social que resulta difícil no compartir. El problema surge a la hora de amoldarse con la dura realidad. Cabría preguntarse, entonces, ¿en dónde reside la falla?

                             Uno se cansaba, en 1998, de advertir las funestas consecuencias que traería el arribo a la presidencia del antiguo golpista. Uno vaticinaba enguerrillamiento, siembra de odios, invasiones, inflación, estancamiento y corrupción disparada al infinito. Hoy en día a uno le preguntan: ¿tú como que eres pitoniso? Nada que ver. Bastaba con tomarse la molestia de enterarse acerca de la historia reciente, de medio siglo para acá, de nuestra América hispana para intuir que íbamos a bailar al son de un disco rayado. Demos un repaso rasante y topémonos con algunas interesantes coincidencias.

                            Guatemala, 1954. Jacobo Arbenz es electo presidente. El no saber controlar la exaltación y la retórica de algunos de sus correligionarios trae como efecto inmediato la reacción desmedida de la extrema derecha local y el acaloramiento de la histeria anticomunista norteamericana en pleno macarthismo. ¿El resultado? Apoyado por la CIA, el coronel Castillo Armas derroca al régimen y se inicia una sangrienta etapa de incontables violaciones a los derechos humanos por parte de ambos bandos. Por cierto, Ernesto Che Guevara estaba en Guatemala por esos días y esta vivencia catalizó su propensión a la violencia revolucionaria.

                            Chile, 1970-73. Salvador Allende, al igual que Arbenz,  arriba a la presidencia electo democráticamente y también pierde el control de la situación ante elementos fanatizados pertenecientes a la denominada “Unidad Popular”. En medio de un cuadro de anarquía generalizada, se suceden los actos contra la propiedad privada, las alcabalas “revolucionarias” en las calles y los intentos por penetrar y dividir a las fuerzas armadas. ¿Corolario? La extrema derecha chilena despertó, la CIA volvió a meter sus manos en el caldo y el general Pinochet propinó uno de los golpes de estado más sanguinarios de la historia. Días antes del putsch, aparecieron pintas en las paredes de Santiago: remember Jakarta, evocando la asonada de Suharto que provocó miles de muertos. Por cierto, durante los días finales de Allende se reveló una novedosa forma de protesta: el cacerolazo.

                            Nicaragua, 1978-90. La dinastía de los Somoza es derrotada por la guerrilla izquierdista arropada bajo el nombre del héroe nacional Augusto César Sandino. El asesinato del editor Ernesto Chamorro, sempiterno opositor a la dictadura, galvanizó a la opinión pública. El sandinismo se encaramó en el fervor popular con la espectacular toma del congreso. Carter le quitó la alfombra a Tachito Somoza y la tiranía se desplomó.         Hasta el inefable Carlos Andrés, con sus arrestos de líder tercermundista, se inmiscuyó. Los sandinistas proclamaron la república sandinista con su respectivo ejército sandinista y su constitución sandinista. Empezaron a hacerle pucheros a Fidel y, por ende, a los soviéticos. Decían guardar las formas democráticas pero amedrentaban a la oposición enviándole a las turbas divinas sandinistas, suerte de lumpen portátil y à la carte. ¿Consecuencia? Se despabiló la extrema derecha, Reagan armó a la contra y el país se enguerrilló en medio de una crisis socioeconómica que todavía no parece resolverse. El triunfo electoral inesperado de la viuda de Chamorro aventó a los sandinistas a la oposición de la cual parece que no van a escabullirse en mucho tiempo. Por cierto, el vocablo robolución tuvo su origen en la rapiña del erario a la que se entregaron los antiguos guerrilleros. Como dicen los chamos, se “coronaron”, pues.

                            ¿A qué se les parece esto, amigos? Suena igual al chavismo, ¿verdad? Y de la misma manera que lo hicieron con respecto a estos regímenes, la benemérita izquierda latinoamericana no ha tardado en manifestar su solidaridad automática ante el descomunal fiasco del teniente coronel golpista. Teodoro Petkoff los tilda de borbónicos, porque ni olvidan ni aprenden. Uno siente ganas de decirles también: “los espero en la bajadita”.

                            Los intelectuales de este continente han vivido durante muchos años con la disyuntiva, que viene siendo casi un chantaje, de comulgar con la benemérita izquierda. Muchos abjuraron de tal postura a resultas del caso Padilla. A otros les cuesta desembarazarse de la prosa moquillosa de, pongamos por caso, Eduardo Galeano, porque piensan que le hacen el juego al oscurantismo de signo contrario. Las grandes universidades públicas latinoamericanas (UNAM, UCV, San Marcos de Lima), desde hace muchos años, se han convertido en pagodas que albergan a estos dinosaurios a quienes no se les agua el ojo para apoyar cualquier totalitarismo con tal de que se sume a la liturgia que les es tan cara: la nueva trova, las venas abiertas, Alí Primera, los zapatistas, Tirofijo, antiglobalización, odio irrefrenable a los gringos (Maquiavelo escribió: el que se acusa de que otro se vuelve poderoso obra su propia ruina).

                            En su obra Octavio Paz y la tradición de izquierda, Carlos Monsiváis apunta que el Nobel mexicano no evadió nunca la polémica al profesar las convicciones impopulares cuando hizo falta, reiterando los puntos de vista fundamentales y enunciando las ideas de un modo tan legible que, una vez pasadas la irritación y el desacuerdo, no se desvanecieran. Según O.P., gran parte de la izquierda contemporánea (a la que defino en principio por su apego a la justicia social, su defensa de los derechos humanos y civiles, su oposición a las furias represivas de la derecha y su abandono del culto idolátrico de la revolución) se aparta ahora de las ideas autoritarias. Es la izquierda de la sociedad civil. Aquí no se encuentran partidarios de la violencia, ni defensores de las dictaduras de Corea del Norte y Cuba. A uno le dan ganas de agregar, ni tampoco alabarderos de regímenes delincuenciales como el que sufre Venezuela en este momento.
                  
                            ¿Debe renovarse la izquierda? En realidad esto no es una alternativa novedosa. Ya lo vivieron los socialdemócratas que se separaron de la III Internacional, hace más de un siglo. Recordemos, asimismo, las diatribas que sufrieron en carne propia Haya de La Torre en Perú, Betancourt en Venezuela, Figueres en Costa Rica y Bosch en República Dominicana cuando decidieron no dejarse deslumbrar por el oro de Moscú ni las almenas del Kremlin. El reto del siglo XXI es mantener el ánimo de justicia social haciendo la crítica de lo que llamó Jean François Revel la tentación totalitaria.

                            ¿Dónde cabe Hugo R. en todo esto? En que hasta como pitcher zurdo fracasó. Strike three!


Soles truncos de bahareque

El espejo




                            Plutarco habló de vidas paralelas entre los hombres. ¿Se podría hacer lo mismo a escala social? Pienso en esto mientras releo sobre el auge y la caída del imperio español, aquel “donde nunca se ponía el sol”. El mismo que se inició con un gran acto visionario y con un gran ejercicio de intolerancia: el apoyo de la reina Isabel a Colón y la expulsión de los judíos de la península. Lo primero trajo como consecuencia la apertura de un mundo nunca antes vislumbrado. Lo segundo, la amputación total de un vasto sector proactivo en la economía del incipiente reino, despreciando la noción de que todos hacemos falta. Ambos sucesos traerían cola.

                        La extracción de las enormes riquezas mineras — la plata del Potosí alcanzó proporciones inenarrables — y la explotación de la servidumbre indígena y la esclavitud negra atiborraron a España de metales preciosos. “¡Somos un país rico, pardiez!”, habrá gritado estentóreamente más de un fijodalgo. “¡Distribuid la riqueza!”, habrá deseado pensar algún ignorado paleopredecesor de lo que hoy en día se conoce como la revolución bonita. Sin embargo, pese al influjo de tan notorios caudales, a menos de cien años de la llegada del genovés a estas costas, España era un país arruinado y su población padecía los rigores de la miseria, el atraso y la ignorancia. Su decadencia se prolongará por varios siglos, con altas — el siglo de oro, la constitución de Riego, Velásquez, Goya — y bajas — Fernando VII, la pérdida de las colonias, las guerras carlistas y la hecatombe de 1936-39 —, existiendo momentos en que nadie daba un duro por la Madre Patria.

                        Prácticamente ya no existe ningún estudioso que no concuerde con el hecho de que el mercantilismo y la cerrazón produjeron la debacle de la potencia instaurada por los reyes católicos. Creer que se era opulento porque se poseía “todo un Perú” y el desdeño por el trabajo intelectual y manual, con toda su carga de creatividad productiva, iría desencadenando paulatinamente la putrefacción de un modelo muerto desde su inicio. Una estela de ruina e inflación se enseñoreó en la tierra que se emparedó a sí misma con su proyecto bolivariano, perdón, con su Contrarreforma y con la vana creencia de que se estaba sobrado por disfrutar de unos minerales valiosos bajo el suelo. Minerales que  desertaron, de hecho, a los otros países de Europa donde se inició la acumulación de capital y se echaron las bases de lo que sería la primera revolución industrial en la historia de la humanidad. Para que vean que la fuga de divisas no es asunto nuevo.

                        Todo lo anterior guarda  bastante semejanza con la epopeya petrolera de cierta república bolivariana sita en el norte del sur del hemisferio. Y como de mirarnos en ese espejo se trata este relato, vamos a adentrarnos un poquito en cómo se desprendió España de tan pesado fardo mental. Un millón de muertos en un conflicto atroz — desencadenado por el delirio intolerante de los círculos extremistas —, fue seguido por la dictadura implacable de Francisco Franco quien — muy a mi pesar, debo reconocerlo — gradualmente procedió a abrir las fronteras a través del turismo para dejar atrás aquella maledicente conseja que aseguraba que “África empieza en Los Pirineos”. A su muerte, un gran consenso nacional se reflejó a través del Pacto de La Moncloa (el ídem de Punto Fijo de allá, guardando las distancias). Recalquemos, además, que Felipe González, a su regreso del exilio, reunió un congreso del PSOE y logró que el marxismo fuera lanzado al pipote de la basura. Más de uno habló de apostasía, pero al poco tiempo se alcanzó el poder y el ingreso a la CEE y a la OTAN estuvo al alcance de la mano. Chao chigüire, mercantilismo. Bienvenido régimen de libertades ciudadanas, económicas y sociales. Bienvenida sea la prosperidad, así la tilden de neoliberal.

                        Mucha gente se comporta aquí en términos de ceguera análogos a lo que se vivió en los albores de la guerra civil española. Ese no es el ejemplo a imitar, líbranos Chávez misericordioso, perdón, líbranos Cristo redentor. El camino a seguir está clarito, según nos lo muestra la historia hispánica: desprendámonos de aves embarazadas referentes a vivir de una riqueza que no hemos producido y agarremos el astado por los cuernos a través de la producción y la productividad, vale decir, mediante la iniciativa propia, sin estatismos, paternalismos, intervencionismos ni centralismos. O lo que es lo mismo, sin constituciones bolivarianas. Con mucha competitividad pero sin descuidar la justicia social, buscando que quienes menos tienen se conviertan en factores asertivos y dejen de ser simples pedigüeños.

                        Esa sí va a ser una revolución bonita de verdad-verdad. Pero no veo a Chávez mirándose en ese espejo.



Zumbidos septuagenarios

Montesinito, el impune


                       
Me leo de un tirón (¡por fin!) la apasionante crónica “Tras la huella de Montesinos” de Patricia Poleo. Escrito con una prosa trepidante al estilo de esos best sellers que uno agarra temprano en la noche soltándolo bien de madrugada, cual Grisham o Clancy, el relato va develando una tupida madeja de dobles y triples traiciones, engaños, simulaciones y complicidades en medio de un seguimiento tenaz para dar con el paradero del temible hombre fuerte del régimen fujimorista. La Poleo no escatima detalles para reseñarnos su ávida cacería del  célebre Montesinos en su caída estrepitosa tras haber cargado con el dudoso privilegio, entre otros, de haber sido el único capaz de  estafar a la narcoguerrilla colombiana. Y, por supuesto, deja bien establecidas las responsabilidades directas en la acogida que se le dispensó en esta tierra de gracia al siniestro prófugo.

                         Patricia se cuida, no obstante, de dispensar de culpabilidad en este rocambolesco escenario al presidente de la república bolivariana. Aparentemente, los desnudistas nadadores que montaron esta tramoya no dejaron estela de cualquier posible participación directa del barinés. Como dicen los gringos, ellos fueron unos loose canons, unos renegados sin control actuando por su propia cuenta. Pero, suspicaz uno por antonomasia, queda la inquietud en el aire: ¿qué sabía y qué no sabía el cuatrofebrerista? Tratándose, como de hecho lo es, de todo un caudillo tradicional latinoamericano — ávido de poder, hambriento de control y totalitario por convicción — se impone maliciar su oculta guía, su sigilosa vigilancia y su maquiavélico dejar hacer. Aquellos caporales no actúan sin la voz de su amo. Algún día se sabrá toda la verdad de esta fechoría, como, sin duda alguna, se dilucidará la entrega de la joven Mely, el asunto Ballestas, la comandita con Fidel, el crimen de lesa humanidad del 11A y demás bribonadas. Al igual que  sucedió en predios de la maffia napolitana y con la cosa nostra neoyorquina, ya están apareciendo los arrepentidos, agobiados por la conciencia de haber participado en tantas trapacerías.

                        Y así arribamos al meollo de la impunidad consuetudinaria que hemos vivido en Venezuela durante tanto tiempo. Esa misma impunidad a la cual se le puede achacar, en gran medida, la llegada de los revolucionarios bonitos al poder. Impunidad que ha socavado las fibras morales de esta sociedad nuestra tan imperfecta, reflejado cabalmente en este párrafo de Patricia Poleo: “”Hasta que llegué (a Lima), pensaba que el peor daño que este hombre había hecho a Perú era la cantidad de dinero de la que se había apropiado. Ahora comprendía que el daño era aún más profundo, más grave. La herida era más difícil de curar, pues Montesinos había socavado la moral de todo un pueblo, dejándolo además de pobre, incrédulo”. Cambiemos  Perú por Venezuela y Montesinos por el que te conté, y obtenemos el retrato hablado de nuestra actual pesadilla.

                        La impunidad, damas y caballeros, es el asiento de la debacle social. Este cáncer, presente en nosotros prácticamente desde siempre, se ha amplificado hasta límites intolerables. Los rufianes se han apoderado del estado. No bastará con un simple cambio de gobierno. Se precisará de una verdadera voluntad de cambio, en todos los estratos sociales, para que este país se reencuentre en el terreno de la ética. La efervescencia del idealismo mal concebido, mal dirigido y mal digerido ha derivado en el crimen y en el autoritarismo. Si no estremecemos la estructura vil del petroestado intervencionista, rentista y mendicante, tendremos a otro Chávez en el futuro inmediato, más demagogo y rapaz. O sea que la alternativa no se circunscribe únicamente en desalojar a los felones.

                        Me despido, por este milenio, con este axioma del irreverente escritor Henry Miller: “(...) no es la gente tranquila, las personas que viven alegremente quienes causan el dolor y la miseria de este mundo. Son los que se lanzan al todo o nada (...) los conquistadores, los fanáticos. Ellos creen que el paraíso es algo que se crea con sudor y trabajo, haciendo que todo el mundo piense igual. Ese seguro conocimiento que hay en la base misma de todos estos esfuerzos y trabajos no es más que un miserable sadismo que se refocila consigo mismo”. Igualito al Montesinito de aquí, ¿oh no?

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