Sonata anodina
Las
volutas de incienso se elevan semejando palomas carentes de pudor. El padre manotea
solicitando el agua bendita y me obliga a despertar de mi sopor. Tanto rato sin
recitar los latines me sumerge en ensoñaciones. ¿Qué se puede esperar de un muchachito
de ocho años? A lo mejor es por causa del fresquito mañanero. Cuatro de
diciembre, seis y pico de la mañana, y
todavía el sol no alumbra completo. Simonote y yo somos los dos monaguillos asignados
para esta misa de hoy. Simonote me lleva
como dos o tres palmos de estatura (tiene cuatro o cinco años de edad más que
yo). Es un catire bachaco de ojos rayados, inquieto como un temblador y más
curioso que un guau guau jurungando un basural. Por eso nos la llevamos tan
bien. Yo, usualmente, medro en las repúblicas místicas y aéreas. Simonote jamás
despega los pies de la tierra.
La
misa finaliza. Una vez en la sacristía, el padre se despoja de las vestiduras
sacramentales para quedarse en sotana (¿cómo hace para aguantar los calorones
cuando el clima aprieta?), mientras nosotros le damos colocación a la patena, el
birrete, las garrafitas de vino y el misal.
—Permiso,
padre —la voz de la anciana resulta casi inaudible, como si viniera de un más
allá de ropajes negros guareciendo su consumido
semblante y una confusión de canas—. Mañana es cinco, padre. Tome, por la
memoria del Taita.
La
doñita le extiende un arrugado billete de veinte bolívares. El padre se embolsilla
el dinero y confirma de un gesto el encargo. Simonote me premia con una mirada
interrogativa, mientras la viejita se escurre por la puerta del altar mayor.
Simonote
aprovecha un descuido del padre para birlarse con artes de zorro mafioso una
ruma de hostias sin consagrar. Ya lo escucho relamiéndose: “Con Naranjita Hit saben
pepeadas”. A mí me da grima la
pillería. “Resabios de beato virguín”,
suele remacharme Simonote, espolvoreándome en el ánimo mi supuesta vocación
curera. Otras veces, me endilga después de leer a hurtadillas mis borradores: “Tú
y tus remilgos de poeta virguín”.
Simonote es un as con los apodos.
Apuro
el paso, no vaya a ser que el padre note el despojo. Me reúno con Simonote a la
vera de la bicicleta de reparto con el letrero publicitario del abasto donde trabaja,
aparcada bajo un roble dizque centenario de la casa parroquial.
—Métele
pedal que vamos a llegar tarde a clases —lo conmino.
Residencio
mi osamenta en la cesta de la bicicleta. Doblando la esquina, percibimos a la
anciana, toda encorvada, como vencida por una carga de centurias.
—Le
encargó al padre una misa con responso por el alma del Taita Boves —le
clarifico a Simonote—. El cinco de diciembre de 1814 lo mataron en la batalla
de Urica. Dicen que Pedro Zaraza, a quien llamaban el Taita Cordillera, lo
atravesó de un lanzazo. Cuando íbamos a visitar a mi difunta abuela en
Calabozo, siempre la escuchaba decir: “Fulanito es más malo que Boves”. ¿A
quién se le ocurre celebrarle una misa con responso a semejante sanguinario?
Como
quien quiere y no quiere le seguimos el afán a la doña. Continúa recto por la
calle Atarraya y dobla a la izquierda en la avenida Táchira. Pareciera que las
pantorrillas se le fueran a dislocar, mas no, ahí sigue su rumbo con paso
ambiguo, pero sin desmayo. Ya estamos a casi un kilómetro de la iglesia, en
pleno arrabal, y la anciana pareciera no perder su degollado ímpetu. Simonote
pedalea duro, resollando. ¿Qué misterio
hace que el caminar aletargado de la anciana agarrote el apremio de mi tenaz
amigo? ¿Quién no ha soñado una pesadilla donde intentas correr, huyendo de algo
terrorífico, le pones empeño y las piernas no te responden? La bicicleta de
reparto pareciera atascarse en una calzada de engrudo.
La
doñita penetra por un matorral y entra en una covacha. De repente, la penumbra
parece acordonar el aire. Simonote avanza hasta un estoico cotoperí.
Descendemos y sin mediar palabras perseguimos a la viejita. La oscuridad
avanza. La choza resulta un engaño visual, siendo más amplia adentro que lo
sugerido por su aspecto exterior. Es una estancia sin horizontes, con un gris
lánguido ciñendo los infinitos. “Mira, pichurro virguín: las cuevas de Cirilo”, señala Simonote.
Una
conseja ha estado alborotando al pueblo los últimos días. Un doncito llamado
Cirilo alega haber descubierto unas misteriosas cavernas. Algunas veces,
sostiene, comunican con las antípodas (yo, como buen lector de Julio Verne, rememoro
Viaje al centro de la tierra). En
otras ocasiones, desembocan en la ultratumba de las retentivas. Algunos lenguaraces
argumentan que Cirilo detenta secretos de tesoros enterrados. Y eso es lo que
más atrae a Simonote: “Vamos a seguirla. Aquí hay morocotas y doblones pa’
tirar p’arriba”.
Sin
mirar atrás, mi compañero irrumpe en una abertura que se adentra en una
profundidad ayuna de aristas. Es una galería donde el gris se confunde con sombras
de murciélagos hipotéticos. Mi despavorida imaginación me juega malas pasadas,
atino a pensar. La pendiente deviene un tanto resbalosa. Todo se oscurece más.
La única guía que poseo en este torbellino marchito es el jadear de Simonote, hasta
que ceso de oír su respiración. Miro a todos lados y solo percibo telarañas, plastas,
musgo y aire viciado. Deseo gritar y algo me lo impide. Me arrastro a tientas
por ese túnel corrugado cuando un ruido germina adelante. Alaridos, relinchos,
explosiones, pánico. Una mano me hala hacia una claridad de algodones. Es mi
camarada de andanzas. Parece tener mi edad. El atrevimiento se le ha esfumado
del semblante. La consternación lo abruma.
Logro enfocar el panorama. Estamos
en medio de una batalla. Todo es caos, confusión. Hombres corriendo con
carabinas de un solo tiro, lanzas, machetes, picas. Mujeres tocadas de mantillas
bastas auxiliando heridos. Chiquilines llorosos, rebosantes de moco. Perros soliviantados.
Gallinas correteando sin rumbo. Burros cagando cubitos prietos. Y en el cielo,
zamuros al acecho. “¿Dónde estamos, niño virguín?”,
gimotea Simonote, y me doy cuenta de que en estos linderos de las cuevas de
Cirilo vuelvo a ser una criatura de cuatro años. En eso, veo a un hombre de
edad absoluta, todo fibra y nervio, dando órdenes imperiosas. Su cabeza es una
mota blanca de autoridades.
—
Simonote, ese es el general Pedro Zaraza. Vamos para allá—, le sugiero. Mi
acompañante se deja conducir, pasmado, dócil. Nos aproximamos al general Zaraza.
Otro individuo, aindiado, salpicado de costras de sangre ajena, le habla.
—Taita
Cordillera, qué coraje el suyo. Han acribillado a su hermano Lorenzo y a sus
sobrinos, y usted no se amilana para nada.
—No
hay tiempo para lamentaciones, hermano mío. Tenemos que defender la plaza
cueste lo que cueste. Si Boves se sale con la suya, mejor que nos coja Mandinga.
—Pero,
¿está el asturiano ahí, en el Caño de La Vigía?
—No. Sus
lugartenientes solo esperan que el hambre y la sed nos obliguen a bajar la
cerviz. Y el general Piar que no llega como convenido, ¡caracho!
—Taita Cordillera,
creo que le tengo la solución.
El ruido de los
disparos y el griterío de la despavorida población no nos dejan escuchar. Un
jorobado parecido a Bambi se nos acerca por detrás y nos incrimina:
— ¿Qué hacen estos
carajitos aquí? Cojan pa’ sus ranchos, muchachos del carrizo, que aquí lo que
viene es carnicería pa’ los zamuros, nojompa.
Nos escabullimos de
allí. Sin hacer caso del jorobado, percibimos al aindiado susurrarle algo a un
cuadriculado mozo picado de viruelas, mientras el Taita Cordillera alecciona a
los francotiradores de las barricadas. Ya oscurece. Nos resguarda la luz
mortecina de unos mecheros y algún fogonazo de las carabinas. El aindiado y el
cuadriculado mozo picado de viruelas se encaraman en sendos potros.
—Vamos con Dios y la
Virgen, Salomón Calderín.
—Espueléalo, que más
tarde es peor que más nunca, José
Ignacio García.
El brío de ambos atiza
una tromba de sístoles. Brincan la empalizada que nos separa del enemigo cual
brisa preñada de grupas. Los defensores disparan al aire y los tildan de
traidores. Halo a Simonote y una fuerza irreconocible nos acarrea a la par de
esos dos jinetes. Los boveros se aprestan a ametrallarlos.
— ¡Viva el Taita
Boves! ¡Ah malhaya con los mantuanos herejes! —aúllan Salomón y José Ignacio, sorprendiendo
a los boveros, quienes no disparan.
Se apersona quien
parece ser el de mayor rango. Los fugitivos se confiesan: no deseaban perecer
de mengua. Déjennos abrevar a las bestias, añaden, y nos unimos a ustedes para
la carga final. El cabecilla bovero consiente. Salomón y José Ignacio se
acercan al caño. Los caballos apaciguan su sed. Simonote y yo surcamos en las
cercanías, cual fantasmas sin domicilio. Un negro correoso nos descubre y nos
apunta con una lanza más larga que una serpiente metafísica: “¿Quiénes son
estos coñitos?”
Salomón y José
Ignacio, ya los corceles saciados, vuelven grupas y despegan en veloz carrera.
El negro correoso se nos aproxima, la lanza en ristre. Simonote me interroga
con ojos de espanto.
—Los dos jinetes
arrancaron para advertirle al general Piar la situación de los defensores. Eso
está en la Historia.
—Está bien, sabihondo virguín. Pero, ¿y nosotros? Mira a ese bicho.
Nos quiere ensartar. Ay, mamaíta. Mejor me encomiendo al Señor comulgándome
estas hostias.
— ¿Hostias sin
consagrar? ¿Y sin Naranjita Hit? Pero mira, Simonote, ¿esa no es la doñita que
nos trajo hasta aquí? Vente, vamos tras ella. Seguro nos saca de esto.
La señora no se ve tan
encorvada y se desplaza con mayor soltura. Su silueta atraviesa los pliegues
ambarinos de la entrada de la cueva de Cirilo. La seguimos, alejándonos del
gemir de los moribundos escarranchados en la batalla.
Se detiene ella, muy
adentro de la caverna, en un recodo púrpura y yermo. Nos detenemos nosotros, a
unos pasos. Se voltea. Ya no es una anciana, sino un luminoso rostro moreno y
terso bajo el velo, con ojos de ópalo y gestualidad de Virgen. ¿Ángel o
demonio? Simonote se engulle unas hostias y se queda varado. Si tan solo
pensara en las morocotas y los doblones podría desprenderse del suelo que es aquel
sueño donde las piernas no responden. “Simonote, nos vemos en el pretérito”, me
despido sin vocablos.
Tras ella ahora floto. Soy un
feto residenciado en un capullo amniótico de cosmos y visiones. Soy un cigoto,
germen de humanidades. Allá abajo, los contextos se desplazan a velocidades
inconcebibles remolcando sus gestas lineales y sus miserias huérfanas de poesía.
Me aclimato a la gravitación de esta Virgen.
Ella me encamina hacia la sonata del tiempo. Somos uno y todo, por fin.