lunes, 29 de diciembre de 2014

Gris (XIII) (1)


GOZA, GONZA

Gonzalo Ayala se sentía como una intrépida cucaracha en baile de gallinas atravesando el cortejo fúnebre. Pero no hallaba razón alguna en apenarse. Más bien se solazaba al notar la sorpresa y el rechazo provincianos al desparpajo de su excéntrico atavío. Sus jeans lucían desteñidos, como si hubieran sido propiedad del mismísimo Buffalo Bill, y los ruedos finalizaban en una floreada cinta de tela. Su camiseta ostentaba un extraño letrero: Get your shit together, además de un dibujo de hojas puntiagudas y dentadas. Calzaba, asimismo, unos zapatos de gamuza gris veteados por cortezas geologizadas y terrones como de bambú. La melena, lacia y luenga, le saludaba los omoplatos.
          ¡Ah muchacho bien mechúo! — oyó proferir a una señorona de pechos como lechosas pintonas.
          ¡Resiete'e zángano! — escuchó exclamar a un ventrudo y ensombrerado propietario de vacas paridas y vegas orinoqueñas.
Aun cuando era vox pópuli la degeneración y desvergüenza de Pedro Ramón Sojo al final de su vida, toda Santa Narda de Miguaque había hecho punto de honor el asistir a su sepelio. Los Enrile, los Fragachán, los Alvarenga e, incluso, algunos miembros del clan Livorini se encontraban presentes. Habían manifestado sus condolencias a la inexpresiva viuda, guarnecida su tumefacta e hinchada faz tras un grueso velo negro.
Guiados por el paso hierático del padre Carrasco, los dolientes penetraban al viejo cementerio miguaqueño.
Gonzalo caminaba a paso veloz, tratando de encontrar a sus amigos. Súbitamente, sintió una mano que se le adosó al codo.
          ¿Y entonces, Sojito? — saludó, con la informalidad propia del grupo.
Pedro Esteban miró receloso hacia los lados y lo haló un poco para apartarlo del gentío.
  ¿No tienes nada ahí? — preguntó.
          ¿Qué, chamo, te quieres arrebatar en este cementerio?
—Quiero vacilármela trono.
—Bueno, hazte el loco y te espero allá abajo, detrás de aquel mausoleo grandote. Déjame arrancar yo primero para que nadie nos capture.
—Eso... — convino Sojito.
Elena se veía atractivamente misteriosa con el rostro totalmente cubierto y su atuendo de riguroso luto, erguida, orgullosa y desafiante ante cualquier chismorreo.
—No siente ni pena, ni dolor, ni nada. Ni siquiera ha derramado una lágrima, la muy vagabunda— comentó, a sotto voce, Adriana de Antilano.
—Pero debe estar sufriendo un verdadero calvario por dentro porque, por más que sea, algún sentimiento de culpabilidad debe tener— ripostó Jackeline de Moros, cuidando de no perder el paso de la lenta procesión ya en el interior del camposanto.
—Calvario es el que va a vivir ahora, sin nadie que la mantenga, porque segurito que José Gregorio no va a dejar el monte así como así, y Elena no tiene un cuero donde pasar un dolor. Todo se lo tragó Pedro Ramón, rajando caña como un trapiche— sentenció, en secreto, Adriana de Antilano.
—Hablando de José Gregorio, me dijeron que lo vieron por la montaña de Tamanaco. Allí, y-que, vive encuevado como una lapa, sin querer saber de nadie. Me dicen que ni se baña, ni se afeita y, para más ñapa, está cundido de niguas y garrapatas.
—Entonces debe estar igualito a un araguato. Pero dime una cosa, chica, ¿Elena se quedó sin nada?
—Los bienes de Pedro Ramón Sojo desde hace años cayeron en pozo jondo. Cómo será, que hace un año yo le compré "Los Mauticos" en ochocientos mil, ¡y se los pagué como cochino mión...!
—Cónfiro, ¿y tú tienes tanta plata así?
—No me cambies el tema. Le compré el hato, como te venía diciendo, y me dicen que en menos de tres meses dilapidó los reales entre deudas viejas y peas nuevas.
—Yo me enteré en el Banco Agrícola que la casa la tenía hipotecada y recontrahipotecada desde hacía tiempo.
—Y José Gregorio escondido como un mato de agua.
—Eso es mientras le acomodan el juicio, mija.
—Me contaron que contrató a Ramírez Pérez, el abogado aquél que era secretario de Juan Bautista Livorini o qué sé yo en la época de Medina Angarita...
—Ese es una lanza en lo oscuro.
—Ese saca a cualquiera de la cárcel en menos de lo que espabila un cura loco. Dicen que tiene controlados a todos los jueces desde Caracas hasta aquí.
—Pero, ¿tú crees que Elena sea tan caradura para volverse a enredar con José Gregorio Livorini después de toda esta vergüenza?
—Ay, niña, los designios del Señor son inescrutables.
—Fíjate cómo la ve el padre Carrasco, con el rabito del ojo.
—Cállate, chica, no digas necedades.
—Mejor es, porque ahí viene don Loro destilando la mabita a raudales.
          ¿Cómo se siente, don Lorenzo? ¿Todavía le siguen dando esas puntadas en el cuadril?
—A mí, en lo particular, no me gusta enrolarlo en papel de bolsa— clarificó Sojito, manteniendo la atención en la destreza con que Gonzalo liaba y encendía el amorfo cigarrillo.
—A mí tampoco— acotó el otro mientras tosía un tanto sin interrumpir la "cura" del tabaco, aplicando un poco de saliva en los sitios donde había quemado el contenido en mayor cantidad para uniformizar el encendido.
En eso hicieron su aparición Giancarlo y David.
          ¿Como que llegamos a buena hora? — preguntó, querencioso, Giancarlo.
—A este italianito sí que le encanta la malanga. Ya me extrañaba no haberlo visto por estos lares— significó Sojito, terminando de chupar el joint y ofreciéndoselo a David.
—No, gracias— lo rechazó.
—Siempre se me olvida que tú no eres fumón.
—Pero yo sí soy— terció Giancarlo, tomando ávidamente el irregular cigarrillo.
—La verdad es que no veo la necesidad de andar con estos escapismos. Ustedes no saben en qué rollo se están metiendo con esta fumadera a cada rato— advirtió gravemente David, pero sin asomo de querer malquistarse con sus amigos.
—Y tú no sabes lo cagante que son los notones que se agarran fumando este monte bendito— replicó Giancarlo.
—No seas pilón y pásalo ya— Sojito palmoteó a Giancarlo con la urgencia de la creciente adicción.
David observó a Gonzalo.
—Tú eres el gurú de esta nueva secta— dijo.
Gonzalo no respondió, limitándose a esbozar una ligera sonrisa.
—A mí me parece que no deberías estar aquí, Sojito— continuó David. Viendo que su pequeño amigo no le hacía mucho caso, pendiente de las idas y venidas del cada vez más magro tabaco, lo conminó enérgicamente—. Pero bueno, vale, ¿tú no quieres poner atención? ¡Ese que están enterrando ahí es tu papá!
—Aguántate un momento. Lo que queda es un resto de chicharra— fue toda la respuesta de Sojito, aguardando a que Gonzalo prendiese el cabo final del cigarrillito utilizando una especie de pinza para no quemarse los dedos con las postreras brasas.
David prefirió no contestar y se retiró sin explicaciones. Sojito resintió el gesto.
          ¿Qué le está pasando que últimamente lo estoy viendo muy susceptible?
—No le pares— sugirió Giancarlo, comenzando a sentir los efectos de una cromática euforia.
—Tengo una traba tan, pero tan grande que casi no puedo caminar— declaró Sojito—. Páginas reacias y éxodos sanguíneos.
  ¿Qué? — preguntó Giancarlo.
A Gonzalo le dio por reír.
—Ja ja ja. Este Sojito siempre la agarra por recitar vainas extrañas.
          ¡Uf! Es que el cerebro se me pone elástico, dúctil y maleable. En fin, el acuciante deber me apela. Ya vengo.
Los otros lo vieron alejarse rumbo al cortejo.
          ¿Cómo crees que se la vacile? — preguntó Giancarlo.
—Sojito es un control total— sentenció Gonzalo.
David caminaba ensimismado. Presentía que algo estaba cambiando, pero no atinaba a asirlo en su pensamiento. Esto de las drogas comenzaba a disgustarlo porque, por naturaleza, era desafecto a cualquier clase de vicios. Ya se estaba percatando del cambio de conducta de sus compañeros, notablemente de Sojito.
En los últimos tiempos, Pedro Esteban había sufrido una radical transformación de personalidad. No era más el estudiante modelo. Se estaba dejando crecer la melena, a semejanza de Gonzalo. En el plano musical, se fastidiaba notoriamente cuando las piezas que planeaban montar Los Enigmáticos no eran suficientemente ácidas, underground o psicodélicas. A David no le disgustaban estos estilos, pero resentía el exclusivismo rayano en intolerancia de Pedro Esteban. ¿Qué tenía de malo ensayar alguna que otra balada para ensanchar el repertorio? Además, Sojito se había tomado la música verdaderamente a pecho y hasta hablaba de que pensaba, formalmente, en hacer de ella la principal actividad de su vida. "Ahí sí es verdad que no lo acompaño", pensaba David. Para él, a todas luces, lo más importante, ahora, era estudiar ingeniería. La música estaba bien como pasatiempo. Pero no se podía pensar seriamente en subsistir de ella. Y menos aun interpretando música progresiva que, evidentemente, era preferencia de una minoría.
La fiebre por el grupo estaba pasando, eso resultaba claro. Hasta el mismo Pedrarias, otrora el más ferviente animador del proyecto, se mostraba indiferente, apocado, alejado del entusiasmo original. Pero, ¿para qué preocuparse?, razonaba David. En menos de un año la familia Lisandro en pleno estaría residiendo en Caracas. Si acaso, vendría a Miguaque esporádicamente.
Ya la masa humana que escoltaba a la negra carroza fúnebre se hacía más compacta.
—Davo— lo interceptó una delgada figura de pómulos salientes, poblada barba y gruesos anteojos oscuros.
Al escuchar el familiar apelativo, David se detuvo y contempló con ojos interrogativos al dueño de la ronca voz.
          ¡Lito! — reaccionó, al fin, denotando la sorpresa que le producía el inesperado encuentro.
Extrañamente, Azaelito, su hermano mayor, le hizo señas para que moderara su júbilo y, simultáneamente, lo acompañase en forma discreta, alejándose un tanto del resto de la multitud.
          ¿Qué pasa, Lito? ¿Cuál es el misterio? ¿Y esa barba? — inquirió David, sin dejar de seguir a su hermano.
—Tranquilo, Davo. Todo a su tiempo.
—Pero, ¿y eso que te viniste de Caracas sin avisar?
—Problemas.
  ¿Qué sucede?
—Mira, Davo, necesito que me eches una manito. Para empezar, nadie, absolutamente nadie, debe saber que estoy aquí, ¿oíste?
David asintió. Todo esto olía raro.
—Cuento contigo para que me soluciones varios problemas. Primero, deseo que me consigas ropa de la que tengo todavía en la casa. Te la traes a escondidas. Segundo, sería bueno si me pudieras traer alguna plata también, porque ando más limpio que talón de lavandera.
  ¿Real? ¿De dónde?
—No sé. Ve si mi mamá te puede pasar algo. Es urgente.
—Okey, está bien, pero cuéntame cuál es el secreto.
Azaelito se detuvo frente a la verja del cementerio.
—Estoy metido en líos, Davo— confesó—. La Digepol me anda buscando y, como no tenía adónde ir, decidí venirme para Miguaque. Aparte de que acordé reunirme con otra gente aquí, unos compañeros que están por llegar.
David abrió los ojos, sorprendido. Se confirmaban los temores del viejo Azael Lisandro.
—Si mi papá se entera...
—No tiene por qué enterarse. ¿Cuento contigo, entonces?
David no vaciló.
—Sí.
Azaelito le pasó la mano por el hombro afectuosamente a su hermano menor.
—Bien, Davo. Te espero mañana por la noche, a las ocho, en el corral de doña Martina.
          ¿Ahí? ¡Pero si eso está invadido por el monte! Yo creo nadie va al corral de doña Martina desde que nosotros, cuando carajitos, nos la pasábamos haciendo guerras de pepas de guásimo.
Azaelito sonrió ante el divertido recuerdo de los días ya lejanos.
El padre Carrasco todavía no lograba acostumbrarse a rezar los responsos en castellano, de acuerdo a las normas del Concilio Vaticano II. Mientras iba recitando las letanías, contestadas sin tardanza por las beatas y rezanderas, se imaginaba, revestido de púrpura y aureolado de magna pompa, presidiendo, con sonoros latinazos, el entierro del presidente de la República. Tal ensoñación se mezclaba, en rápida conexión, con visiones de Elena: el cuerpo firme envuelto en seda negra, las torneadas piernas, los preciosos tobillos, el delicioso talle, los pechos de mandarina y miel.
Aun con la cara estropeada, Elena era la hembra más apetitosa de los contornos. Y por allá, un poco más atrás, venía Jackeline de Moros, todavía un portento de sabrosura femenina. El padre Carrasco estaba acostumbrado ya a esa sucesión sin fin de ambiciones de jerarquía eclesiástica y de libidinosas ansias de refocilamiento. Al principio de su carrera sacerdotal, tales paradojas le producían accesos místicos de penitencia y deseos de autoflagelación, cual cartujo. Pero, a medida que se iba habituando a su influencia y preponderancia en medios miguaqueños, las crisis ascéticas redujeron su magnitud. "Lo único que me falta es cogerle el gusto al aguardiente y a la versificación para terminar de parecerme al padre Borges", pensó, recordando al inefable capellán de Juan Vicente Gómez.
La multitud se apiñaba ante la fosa, embocadura urgida de pronta carroña. El padre Carrasco proseguía mecánicamente con las oraciones de rigor. Su frente, criada entre lomos crepusculares de valles andinos, se desbordaba de sudor. "Por algo me llaman en este pueblo Cabeza'e Manare", pensó con sorna al pasarse el pañuelo por la ardorosa e incipiente calva. Con rápidas ojeadas se fijaba en la ubicación de todas y cada una de las personas presentes. Sentía velada satisfacción por ser, en ese momento, el eje de la ceremonia. "Siempre me ha gustado el liderazgo", caviló, en medio de invocaciones a la vida eterna y a la resurrección de los muertos.
Sojito se abrió paso por entre el apretujamiento de cuerpos sudorosos, sin molestarse a pedir permiso. La gente lo observaba, guardando la compostura, como a un ente insólito.
Se colocó a la orilla de la tumba, a pocos pasos de Elena. Miró el féretro y el olor de las coronas de flores le avivó la euforia. Levantó la vista y notó la mirada de pocos amigos del cura. Hasta hacía relativamente poco, el padre Carrasco había sido su modelo a imitar. Ahora, bajo los efectos del cannabis, le parecía un monigote fantasioso dotado del extraño don de vociferar aventadas premoniciones.
Las fronteras y los dogales se desvanecieron.
—Profetas obcecados— exclamó a media voz, en un breve hiato del monótono rezo del padre Carrasco. Todos voltearon extrañados hacia él, menos Elena.
Giancarlo y Gonzalo no salían de su asombro ante tan corrosiva osadía, encaramados como estaban en las ramas inferiores de un mamón.
—Sojito es una vaina seria— comentó Gonzalo, con los ojos entrecerrados y una media sonrisa que le hacía arrastrar las palabras con salaz acento.
El padre Carrasco se desperezó ante la varicosa intromisión de su alumno. Lo observó con expresión de zozobra demolida y prosiguió con la rutina de la ceremonia.
Desde el mamón devenido en atalaya, Gonzalo atisbó a Julia Limardo confundida en un tropel de adolescentes ataviadas con el uniforme del colegio "María Santísima".
—Bueno, musiú, te dejo solo por el momento— dijo, comenzando el descenso.
—Tranquilino José Mata, chamo— respondió Giancarlo, embebido en la frenética actividad transportadora de unos bachacos culones.
Sojito miró hacia donde estaba Elena. Una meteorología de sábanas escurridizas parecía rodearla, como de costumbre. Los circunstantes eran penitentes trashumantes, prole muda y palurda, creyentes en mitologías agrietadas. Era imperativo acometer algo para rescatarlos de ese movedizo espejismo.
"Perdona a tu pueblo, Señor", comenzó a canturrear con grave voz. Las anónimas cabezas volvieron a tornarse todas hacia él. "Perdona a tu pueblo, Señor", ya el segundo verso contenía una rítmica desconocida en el cántico religioso original. El padre Carrasco se asemejaba a un muñeco de comiquitas imprecando un "¡Gulp!", como si tuviera un globo suspendido sobre su cabeza. "Perdona a tu pue-e-e-blo, perdónalo, Señoooor", y la inflexión flotaba con reminiscencias a la coyotesca guitarra de Jimi Hendrix. "Perdona a tu pueblo... oh yeah", alcanzó a finalizar con movimiento de cabeza de cantante ciego, como todo un Ray Charles, un Stevie Wonder o un José Feliciano miguaqueños.
Elena lo presenció y lo oyó desde detrás de la distancia del hosco cortinaje negro que velaba su cara. Era como una película en sepia. ¿De quién era ese hijo? ¿De quién era ese muerto? ¿De quién era esa prisión inflexible? ¿De quién era esa voz aquejada?
El padre Carrasco no tuvo tiempo de restituir su autoridad. Fue tan inesperado que creyó ahogarse en una represa de sudor. Con rápido movimiento de pupilas vio la misma sorpresa en las caras de Alfredo Enrile Salom, de Efraín y María Esperanza Alvarenga, del coronel Ferrer y de don Lorenzo Miranda Toledo. De retorno, sólo pudo percibir el claro dejado por el sobresalto de la diluida presencia de Sojito. Volvió su anegada frente hacia el otro lado y el cuerpo suave-erecto-grácil-firme y delicioso de Elena también había desaparecido.
Gonzalo se acercó a Julia con paso lagunero de garzón soldado. Ella se separó un tanto de sus compañeras.
—Hola— dijo él.
—Hola— dijo ella.
—Todo se ve diferente desde allá arriba— afirmó él.
Julia no captó la intención de la extraña frase.
  ¿Desde dónde? — preguntó ella.
—Desde las alturas del amor.
Julia sonrió.
—Estás más loco que una cabra— le dijo, entornando los ojos.
—Loco estaría si no me hubiera venido a conocerte.
En eso notaron cómo Sojito se desprendía de la multitud y pasaba cerca de ellos, poseído de un gozo clandestino. Un saludo azaroso mordió sus oídos.
          ¿Y quéeeeeee? — Sojito pareció acentuar su expresión con un recortado paso de bailarín.
          ¡Vaya duro! — respondió Gonzalo, matizando una semicarcajada.
Sojito siguió de largo. Julia se le quedó mirando.
—Sí que está cambiado, ¿verdad? — comentó, volteándose de seguidas hacia Gonzalo—. ¿Por qué tienes los ojos tan rojos?
—Creo que me va a dar conjuntivitis— mintió él.
Giancarlo venía un tanto acelerado en la misma dirección.
  ¡Qué bolas, bróder! ¡Qué bolas!
  ¿Qué pasó, chico? — preguntó Julia, intrigada.
El musiú les relató lo acontecido, corroborándolo con los corrillos suspicaces que ya empezaban a formarse.
—Me voy a perseguirlo, no vaya a ser que se meta en rollos— dijo Giancarlo, procediendo a seguir el rastro de Pedro Esteban.
Julia se quedó un tanto recelosa.
—Entre ustedes está sucediendo una cosa rara— comentó.
Gonzalo, encogiéndose de hombros:
—No olvides que Sojito acaba de sufrir un fuerte shock.
Las otras chicas le hicieron señas a Julia para reemprender el regreso.
—Tengo que irme.
  ¿Cuándo te vuelvo a ver? — preguntó Gonzalo.
—No sé— Julia contestó algo secamente.
La detuvo, tomándola firmemente de la mano. Por un momento, ella devolvió el apretón. Repentinamente, pareció arrepentirse y se zafó. A Gonzalo se le veían las ganas de insistir contenidas en el matorral trepidante de su respiración.
—Deja. Nos pueden ver— protestó quedamente ella.
—Julia, ¿tú... tienes novio?
Ella se sonrió.
—No. ¿Y tú, dejaste una novia en Valencia?
  ¿Dónde queda eso?
La mirada entre ambos fue profunda y vibrante de lunas andariegas. Continuaron en silencio hasta la salida del camposanto, sus manos separadas por una levísima pátina de aire.
Giancarlo volvía, casi al trote.
  ¡Qué bolas, bróder! ¡Qué bolas!
          ¿Qué pasó? ¿No conseguiste a Sojito? — inquirió Gonzalo.
—Cáiganse para atrás: ¡Pedrarias y María Enriqueta se fugaron!
Julia evidenció su consternación. Las otras muchachas, habiendo captado la información, se acercaron presurosas, ávidas de detalles.
Mientras, Elena había llegado a la casa.
No se sentía proclive a arreglar los destrozos infligidos por José Gregorio Livorini. La embargaba una abulia barnizada de espasmos sin recuerdos. No se sentía capaz ni siquiera de vislumbrar un pórtico pragmático que la indujese a tomar el control de su vida. Era una dejadez enfática. Entró a su habitación con ánimo de revivir el familiar rito narcisista.
Se desvistió con parsimonia, recordando los viejos días cuando era una flacuchenta hiperkinética y no la aquejaba el pesimismo prodigioso que la inmovilizaba ahora. Abrió la puerta del escaparate y se plantó frente al espejo. Una radio vecinal canturreaba a lo lejos:
Frente a una copa de vino
yo me río de mí
me da una pena tan grande
que me tengo que reír
La imagen que se reflejaba era la de una sirena encapotada. De una vieja botella de brandy "Cardenal Mendoza" se sirvió una larga porción en un vaso de cartón que consiguió encima de la mesa de noche. Lo ingirió de una buena vez y sintió un calor de azogue esquiando aguas abajo en su esófago. Se quitó el sostén y se miró de perfil. Sus senos temblequearon un tanto al verse libres. Seguían firmes, llenos y redondos. Un nuevo y rápido trago hizo que los pezones se le hincharan como ciruelas veraneras. Bajó la pantaleta con extrema lentitud, solazándose con la tela que parecía rehusar escaparse de la húmeda hendidura que hasta entonces había resguardado. La prenda descendió acariciando sus muslos, sus tibias pantorrillas y sus tobillos. Un tercero y requemante trago la indujo a buscar el alivio arcilloso de su mano acuciosa. Se colocó de espaldas al espejo y se inclinó, colocando su torso en posición horizontal para poder contemplarse por entre sus separadas piernas. El dedo medio la penetraba con serenidad insaciable. La posición era fatigosa. El velo le impedía respirar. Se enderezó sin dejar de acariciar su pubis con un débil contoneo de bailarina marroquí. Se sirvió otro largo vaso de brandy y lo largó de un solo trago. La borrachera le lamía las entrañas. Se quitó el velo y la visión de su cara hinchada la asqueó sin cortarle la excitación. Mientras se aproximaba al orgasmo, veía su rostro tumefacto alejarse y acercarse con vértigo coagulado, como en esas películas vaqueras italianas donde abusan del zoom in. Acabó, por fin, y luego del placer no se sintió con ganas de tolerarse. Fue al gabinete del baño, extrajo un frasquito de somníferos y se quedó aletargada, contemplándolo.
El viaje resultó largo, demasiado largo, y había durado toda la noche. Sin embargo, el exceso de café consumido lo mantenía despierto. "De todas maneras", razonó, "siempre me ha costado un imperio dormir de día".
No así ella. Él podía sentir su respiración acompasada.
Al llegar al hotel, había decidido no acostarse con ella, respetuoso todavía de su doncellez refulgente. En la recepción, el empleado de turno había estado apunto de poner objeciones al hecho de que ocuparan la misma recámara. Un rápido y discreto soborno lo disuadió. Ella ni se dio cuenta por lo fatigada y somnolienta que estaba.
Se acostaron completamente vestidos. Ella en la cama, él en un sofá aledaño. Al cabo de un buen rato de anudado insomnio y de crujiente incomodidad, se trasladó al lecho. Procuró introducirse sin despertarla. Como por reacción condicionada, ella se echó a un lado, cediéndole espacio.
Rememoró los detalles de la fuga. Luego de varios días de espera infructuosa, la ocasión se había presentado con motivo del velorio del papá de Sojito. Todos los Alvarenga habían ido a dar el pésame, menos ella. Alegó un dolor de cabeza como excusa. Pedrarias aguardó a que terminara de oscurecer y se posicionó con "La Miguaqueña" frente al caserón. Luego de una corta y nerviosísima espera, emergió María Enriqueta portando una pequeña valija y un neceser. Cubría su cabeza con un pañolón y sus ojos con gafas oscuras. Afortunadamente, nadie rondó por aquella calle. Para no llamar la atención, Pedrarias arrancó pausadamente. Solamente unos cuantos ladridos de perros callejeros perturbaron la paz de la huída.
Casi ni hablaron durante el trayecto. La drástica decisión abrumaba cualquier locuacidad.
Para no detenerse innecesariamente, Pedrarias había traído dos termos de café. María Enriqueta prefirió no beberlo. Vencida por el cansancio y la fatiga de tantos días de expectativa, descabezó inconexos sueños durante la monótona travesía.
Notó cómo se alzaba y descendía la cobija que la cubría. Súbitamente, ella se volteó. Estaba despierta y lo miraba fijamente. Pedrarias acarició su pelo de seda amarilla.
  ¿Dormiste bien? — le preguntó.
Ella asintió.
—Voy a bañarme— dijo, abandonando la cama.
Pedrarias se quedó mirando el techo. Aun cuando había cavilado detenidamente sobre los pasos a seguir a continuación, una duda litúrgica lo laceraba. María Enriqueta había decidido ponerse en sus manos, sin ambages. No deseaba dejarse apabullar por la carga de lo que se les venía encima.
—Flaco— lo llamó ella desde la puerta del baño.
Estaba desnuda.
María Esperanza Alvarenga empuñaba la hoja de papel con lividez reflejada en el rostro.
Querida María Esperanza:
Yo deseaba, de todo corazón, permanecer en Miguaque y ensayar a complacerlos a todos. Pero, como tenía que suceder, a la larga la tentación me resultó insurmontable (¡¡¡perdona la franchutada!!!). Mi alma quería levantar el vuelo, mi cerebro se afanaba en hacerme prisionera de la lógica y, al final, luego de arduas diatribas, imperó el corazón. Los pies obedecieron y heme aquí escribiéndote esta despedida. Me voy detrás del ensueño.
Al principio, fue una tentación que zumbaba en mis oídos impidiéndome, de vez en cuando, la inmersión en mi mundillo de transparentes fantasías. Recordé unas palabras de Oscar Wilde (¡¡¡un escritor inglés homosexual, María Esperanza!!!): "El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella. Si la resistimos, nuestras almas crecerán enfermizas, deseando las cosas que se han prohibido a sí mismas y, además, sentirán deseo por lo que unas leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal..."
He decidido, pues, entregarme a plenitud a la vorágine de mis tentaciones y a la tiranía del amor. He callado quizá durante demasiado tiempo. Mis palabras estuvieron amarradas y hoy brotan incontenibles como un géiser. Amo. Soy amada. Quiero seguir amando (¡¡¡es divino amar!!!).
¿A qué fingir, entonces? Aquella abnegada chicuela, de agobios recogidos y clandestinas blasfemias, se metamorfoseó en libre crisálida. Fatigaré mi desnudez espléndida en sábanas de satén y rosas. Orbitaré, cual astro disfrazado de odalisca, en espacios de leche, miel y sangre. Tengo hambre, María Esperanza, tengo sed y quiero saciarme.
Ahora me recuerdo del olvido. Hay tanto que borrar de nuestras memorias, como esos minutos de contrahecha lucidez que destruyen ilusiones. El futuro se escurre entre mis dedos porque el presente se nos hace efímero, María Esperanza. Sé que no viviré mucho pero, al menos, disfrutaré de breve conciencia en los potreros de la libertad. Habrá tiempo para el silencio como reza el Libro de los Proverbios, habrá tiempo para el horror y castañetear de dientes como dijo Nuestro Señor y, como colofón, habrá tiempo para orgasmos vertiginosos (¡¡¡no te persignes, María Esperanza, que tú en el fondo no crees en nada de eso!!!).
Adiós. Se despide de ti, con todo el amor que la Reina de las Hadas puede dispensar,
María Enriqueta
María Esperanza no era persona para dejarse ofuscar por arrebatos momentáneos de ira. Ya el día estaba avanzado y, por todas las evidencias, María Enriqueta no había dormido en la casa. Calculó que a esa hora debería andar bien lejos.
          ¡Efraín! — llamó, con voz estentórea. Al mismo tiempo, se preguntaba: "¿De dónde habrá sacado esas ideas tan prostituidas?"
Su marido se asomó a la puerta.
  ¿Qué pasa, María Esperanza?
La respuesta fue seca y cortante.
—Tu hija se fugó con un portugués.
Noche calurosa.
La cercana estación lluviosa impone momentos de transpiración salmuerosa. Los perezosos ventiladores, colgados del techo, no logran amainar el zurcido pegostoso del consomé convertido en atmósfera. Las luces de la sala se apagan. Se suceden diapositivas de publicidad local y truculentos trailers de películas vaqueras italianas. Comienzan a verse imágenes bucólicas.
Una música de voces en el viento y guitarras emboscadas se desdobla en paciente marco para que una tropa de jóvenes peludos transmute un agreste vergel en robusto escenario.
Casi todos los muchachos están presentes.
—Esto hay que vacilárselo como es— afirma Giancarlo, y se ve su hirsuta pelambre atravesar la penumbra rumbo al baño.
En la pantalla comienzan a agruparse colmenas de chicos y chicas de variopinta facha. El ambiente general que se percibe es festivo, eufórico, gregario.
—Panita, no te lo fumes todo.
          ¡Sojito! — identifica Giancarlo a quien lo interpela, dando paso a un acceso de tos.
—Te pateó por atorado. Echa para acá.
Giancarlo, a duras penas, domina la expectoración.
          ¿Dónde estabas? Te anduve buscando toda la tarde, después del entierro.
Sojito hace caso omiso a la pregunta, disfrutando a plenitud de las últimas chupadas.
—Ajá, bichitos, los capturé arrebatándose y sin invitar a nadie— dice José Miguel Moros, irrumpiendo en el baño.
          ¿Y desde cuándo éste es fumón? — pregunta Sojito, pasándole la chicharra.
—Yo lo envenené ayer— responde Giancarlo.
Se suceden las diversas bandas y, en los intermedios, los muchachos se meten al baño en recurrente procesión.
—El "Búlgaro" que no fume más porque se pone paranoico— sentencia Emilio José Antilano.
—Tú lo que quieres es piloneártelo todo— contesta el aludido.
—Apúrense con ese tabaco es lo que es, que por ahí viene el "Mudo"— advierte José Miguel Moros, refiriéndose al cuidador del cine.
Sojito ve a Peter Townshend torturar la guitarra eléctrica. Se identifica con el rictus famélico de Carlos Santana en su "Sacrificio Soul" y, finalmente, siente cómo la sirena exangüe de la Stratocaster blanca de Jimi Hendrix se le escabulle por los meandros de la epidermis.
          ¿Y qué, Sojito, te gustó el festival de Woodstock? — le pregunta Gonzalo, al terminar la función mientras salen a la calle.
—Arrechísimo— responde Pedro Esteban.
—Imagínate, chamo, tocando un solo como el del tipo del Ten Years After. Ese sí es un guitarrista rápido— comenta Giancarlo.
          ¡Uf! — resuella Sojito — ¿Y ahora para dónde le damos?
—Vamos para mi casa — invita Gonzalo —. Aquí tengo unas pepas de speed que me pasó el "Búlgaro" a cambio de una penca.
  ¿Y tu tío? — demanda Giancarlo.
—No hay moros en la costa. Está en Valencia.
—Eso crees tú— clarifica Giancarlo—. Ahí viene José Miguel Moros que es peor que un chicle.
—Operación despiste con él— ordena Sojito.
Dejaron que el agua tibia escurriera sus mármoles veteados de dialectos irrecuperables. Estaban de espaldas, uno al otro, como temerosos de develar su pasión fraguada en brisas impuntuales. Poco a poco se tocaron sus hombros y sus antebrazos.
Ella agarró el jabón y, con delicadeza de prima ballerina, comenzó a friccionarle la espalda. Él permanecía con los ojos entrecerrados mientras las manos de ella dibujaban mapas de espuma y burbujas. Parecía una Magdalena ungiendo a su rabí bienamado. Lo hizo tornarse, despacio, y le enjabonó el pecho. Las manos de él se posaron sobre sus hombros. Ella descendió, en su sacrosanta operación, por el vientre de él, por los muslos de él. Tomó, con sutileza de pastora huérfana, su masculinidad erecta. La acarició y la lavó, diestra como una hurí miliunochesca. Cogió las manos de él y las colocó sobre sus senos. Luego le pasó el jabón y él comenzó la meticulosa tarea de lavarla.
La cargó en sus brazos y, con cautela de venado acechado, la llevó al lecho. Ella temblaba un tanto.
—Sé gentil conmigo— le susurró.
Empezaron a besarse con timidez de principiantes. La mano de él buscó el pecho virgen y sintió el abultado pezón endurecerse. Sus labios entrelazados restallaron con voluptuosidad mullida. La mano tuvo apetito de vientre y de monte de Venus. Ella gimió al sentir la yema intrusa en su clítoris y mojó su gruta de jade con los jugos y fermentos del amor. Sus respiraciones eran dos fuelles sin bridas. La cabeza del amante la dejó sola. Fue en pos del tesoro recóndito. Ella vibró con garbo de espada toledana cuando la lengua de él hurgó, ávida y ansiosa, en su rosada vulva, haciéndola retorcer y sollozar en agonías remotas.
Separó sus piernas y entrevió como él se abría paso por entre las compuertas de su ciega virtud, lenta y pausadamente, pero con denodado silencio. Sentía crujir los cortinajes que preservaban el umbral de sus azarientas querencias al tiempo que sus muslos convulsionaban con espasmos cortos y selváticos. Quería llorar y las lágrimas no le salían. Deseaba abrir los ojos pero había un miedo silvestre taladrando sus jardines sumergidos. El sufrimiento físico era gozo espiritual. Lo amaba.
          ¿Te duele mucho? — preguntó él, con voz queda que no lograba aplacar un dejo de nerviosismo.
Ella denegó con la cabeza y buscó su boca. Las caderas de él empezaron a empujar con rítmica cadencia y ella se dejó llevar, anhelando que sus lenguas se unieran para mitigar el dolor nómada que, entremezclado con un cosquilleo escéptico, la recubría de la cabeza a los pies. A medida que él aceleraba su bombeo, ella creía fenecer entre brocados recalcitrantes con una muerte dulce y cimarrona. De repente, él se puso tenso y pareció buscar el aire como un ahogado. Ella sintió un licor abstracto penetrar sus veredas cubiertas de guijarros humedecidos. Tomó la fatigada cabeza de su amante, primero y único, entre sus manos y lo vio con ojos de Afrodita apacible.
—Te amo, flaco— le dijo, en la vigilia del nuevo amanecer.
  ¡Qué bandido ese Pedrarias!
Giancarlo repite por enésima vez sirviéndose una porción musical de escocés.
—En casa de los Alvarenga están como de velorio, con persianas bajadas, luces apagadas y todo— prosigue el musiú.
—Me dijo Julia que la mamá de María Enriqueta puso la denuncia en la Judicial por rapto y seducción de menor. En buen paquete se metió el flaco— informa Gonzalo, enrolando las últimas briznas de hierba.
—No hables paja porque a ti te trajeron de Valencia por un lío más o menos parecido, según me contaron— asegura Sojito, apoltronado en un sofá estilo danés, tintineando el vidrio de su vaso repleto de Old Parr al ritmo de American Woman, por The Guess Who.
Gonzalo se sonríe con cándida malicia.
—No, vale. Reconozco que yo era medio patotero en El Trigal y que más de una vez acabé fiestas a coñazo limpio. Por eso fue que mi familia decidió mandarme para acá, con mi tío, a ver si la paz y la tranquilidad pueblerinas me hacen coger carril.
—Y te apareciste en Miguaque con dos morrales full de machiche— guasonea Giancarlo.
—Por cierto que éste es el último joint que me queda— confirma Gonzalo, encendiendo el susodicho.
—Pásale ya el tabaco al musiú, antes de que se le salgan los ojos— recomienda Sojito—. Y hablando como los locos, ¿cómo te va con Julia?
—Chévere, pero hay que ver que las miguaqueñas sí son difíciles. Hasta ahora no hemos pasado de agarraditas de mano, y eso  con mucho guillo. En Valencia a esta hora ya la hubiera arrastrado para la playa, a Patanemo o a Bahía de Cata, a vacilarnos el amor en una carpa bajo la luna y las estrellas.
Sojito se levanta bruscamente.
—Estas benzedrinas me han tenido toda la noche con un hormigueo en los pies— dice, asomándose por la ventana—. Vamonós, musiú. Ya está amaneciendo y tenemos parcial de Biología en la primera hora.
          ¡Qué bolas! — exclama Giancarlo —. Me siento al lado tuyo para copiarme porque no he estudiado nada.
Ambos se despiden y salen. En el cruce de la calle La Cuaima con Federación se separan. Ya hay tímidos rayos solares despuntando en el horizonte. Pedro Esteban se encamina a su casa. Siente un plácido mareo ribeteado de cálidos cosquilleos en los pies y en las manos que le infunden inagotables dosis de energía cinética. Un pensamiento recurrente: "¡Qué porquería es todo esto! ¡Qué porquería de pueblo!"
Entra a la casa. El desorden impera por doquier. Piensa: "La entropía se apoderó de este sistema cerrado... ¡Barajo con la termodinámica!"
Todas las puertas están abiertas, dando la impresión de moradas fantasmagóricas. Camina con sigilo, como si temiera despertar a despiadados espectros.
Está pasando frente al cuarto de Elena. Unos extraños aletazos solidificados llaman su atención. Se detiene y escucha con atención creciente. Decide asomarse. Hay tinieblas afelpadas cediendo ante el empuje de penumbras rojizas. Distingue el cuerpo desnudo de Elena, atravesado sobre el crujiente lecho.
Se acerca con una mezcla de susto y excitación. No la ve, en ese instante, como la lejana e indiferente progenitora que ha arrojado por encima de sus vidas un manto de sopor fatigoso. Ha habido una transformación entre ambos. El pequeño beato, devorador de vidas de santos y ascetas, está enterrado bajo un grueso estrato sicotrópico. El pequeño beato está aterrado por una avalancha de alucinaciones que resuenan en un jagüey de escalofríos cojos. El cadáver del pequeño beato se pudre en una tumba de colores centelleantes y nómadas.
La respiración de Elena es fatigosa y ronca. Pedro Esteban la toma cuidadosamente por los hombros, la endereza y le coloca la cabeza sobre un par de almohadas. Se retira un tanto. La escuálida luz le permite contemplarla con sus ojos de pequeño beato cadáver. La ve con aprensión de machito en ciernes. Un bulto se apretuja dificultosamente en su ingle. La recorre de arriba abajo, detallando cada encrucijada de esa geografía tan mortífera. Elena deja escapar un largo eructo y un difuminado vaho de alcohol abofetea a Pedro Esteban. "Ella borracha y yo con esta trona", piensa. No, no piensa. Hay un deseo que trepa como una enredadera perturbadora. Su mano, inconscientemente, oprime la protuberancia entre sus muslos. La otra mano se ha acercado tímidamente hasta uno de los senos de la diosa inerte. Lo acaricia y lo estruja, suavemente pero con firmeza. Toca el pubis perdiéndose en la maraña pilosa triangular, sin encontrar la raja bendita. Se baja el pantalón y se coloca entre sus muslos entreabiertos, la cabeza entre las dos cúpulas acaneladas que suben y bajan al compás de una respiración incierta, casi asmática. Se desespera porque no consigue el surco del dolor y del placer. Sigue a tientas, maldiciéndose por desconocer los senderos femeninos. Se apodera de él un frenesí de ceremonia aborigen. La erección le produce chispas topológicas en la mano mientras su boca babea epilépticamente las tetas de la diosa yerta. Al fin consigue la grieta a la par que su otra mano sigue friccionando con amotinada efervescencia el miembro. Tratando de dominarse intenta penetrarla. Un temor inasible lo embriaga y el pánico y la frustración quieren hacerlo llorar porque la sábana se mancha con su semilla beatífica en la propia antesala del nirvana. Es un chorro incontrolable que lo moja a él y a Elena con intervalos cósmicos. De súbito, el cuerpo de Elena se sacude. Se aparta asustado y aun goteando para verla arquearse quejosamente. Elena vacía una viscosidad biliosa. Pedro Esteban la empuja, con estupor de desahuciado, haciéndole colocar la cabeza fuera de la cama para que no se sofoque con su propio vómito. Le revolotea un recuerdo de Marilyn Monroe en la memoria. Trata, al mismo tiempo, de arremangarse los pantalones y percibe la almidonosa humedad con que su desvalida virilidad impregna el calzoncillo. Elena, luego de expulsar la fétida gelatina, ensaya a recobrar su postura de espaldas, recogiendo la pierna izquierda. Entreabre los ojos. Pedro Esteban está arrodillado fuera de la cama. No quiere que ella lo vea todavía con el pantalón desabotonado. Elena yace totalmente desnuda, manchada de semen y vómito, sin sentir una pizca de pudor.
          ¿Qué haces aquí? — pregunta, con voz cavernosa y aquejada de sueños estropeados.
Pedro Esteban no responde, en un disimulo de vergüenza y culpabilidad.
—Busca un coleto y limpia todo eso— ordena la diosa de las tetas erguidas y se vuelve a quedar dormida profundamente.
Once de la mañana.
Las muchachas del colegio "María Santísima" salieron en tropelía a disfrutar del receso en el patio y los pasillos. El tema de conversación era el consabido.
—Quién la hubiera visto con su cara de mosquita muerta y su actitud de que nunca rompió un platico— comentó una trigueña narizona con un peinado a lo Doris Day.
—Ni siquiera aguantó tres pedidas y salió huyendo— remachó una flaca de cara larga y puntiaguda como una garza paleta.
—Ay, pero eso a mí, más bien, me parece... ¡tan romántico! — subrayó una gordita pecosa, haciendo gala de su desmedida afición por las ofídicas telenovelas.
— ¡Qué romántico ni qué ocho cuartos, chica! — descalificó la trigueña narizona — ¡A quién se le ocurre fugarse con un portugués en una camioneta toda vieja y descascarada!
—Ay, chica, él es tan venezolano como cualquiera de nosotras— protestó la gordita pecosa.
—Pero es un limpio— recalcó la flaca carilarga.
—Y es más feo que un porrazo en una espinilla a medianoche— intervino una catirita cabeza de escobillón.
—Parece un loro machorro— se afincó la flaca garza paleta.
—Jesús, Rebeca, no seas tan ordinaria— la reconvino la trigueña narizona.
—Siempre presentí que María Enriqueta era la más valiente y osada de todas nosotras— suspiró la gordita pecosa.
—Y la más puta también— agregó la flaca garza paleta, sin dar un respiro, provocando risillas cómplices de la trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón.
          ¿A quién llamas así, estúpida? — resonaron la voz y la autoridad de Julia Limardo, testigo involuntaria de la soez afirmación, al irrumpir desde detrás de una columna que la había ocultado a la mirada de las urracas parlanchinas.
—Mira, pues, quién sale a defender a la otra— respondió, amoscándose, la flaca garza paleta—: ¡la noviecita del mechudo!
—Una chismosa lengua de hacha es lo que eres tú— replicó Julia.
La trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón se amedrentaron con la fogosa aparición de Julia. No así la flaca garza paleta:
—Defiendes a esa bandida porque eres igual a ella. Tal para cual: cada ladrón juzga por su condición.
          ¿Y a ti quién te otorgó el derecho de calificar a los demás? — fustigó Julia— Ocúpate de tus propios asuntos y no seas tan entrépita.
Julia pretendió dejar, con esta respuesta, zanjada la discusión. Comenzaba a alejarse cuando la voz arrogante de la flaca garza paleta la detuvo.
—Yo no seré reina de belleza como María Enriqueta y tú, pero por lo menos no ando enredada con drogadictos.
Julia se tornó con gesto de extrañeza.
—No hables idioteces, Rebeca.
La interpelada avanzó dos pasos, separándose de las otras.
—La que no debe ser tan ingenua eres tú, Julia Limardo. Avíspate y abre los ojos.
Julia permaneció paralizada por la curiosidad. La flaca garza paleta aprovechó para consolidar la ventaja que le ofrecía la sorpresa.
          ¿Cómo? ¿Todavía no sabes que tu mechudo y sus compañeros de la banda de twist se fuman el LSD como cochinos comiendo nepe? Estás igualita al marido que le ponen cachos: ¡eres la última en enterarte! Yo que tú me cuidaría mucho de arrejuntarme con esos marihuaneros.
Las otras arremetieron casi al unísono.
—Se la pasan con los ojos rojos como un tizón— reseñó la trigueña narizona.
—Y la boca se les pone más seca que teta de vieja— sentenció la catirita cabeza de escobillón.
Julia estaba atónita y luchaba por disimularlo.
"La verdad es que a mí no me gusta nada que los hombres se dejen crecer el pelo, la barba y los bigotes porque parece que anduvieran abandonados y no como José Bardina y Raúl Amundaray que siempre están bien peinaditos y buenosmozos", pensaba la gordita pecosa.
—Cuídate, Julia Limardo, porque leí en la "Vanidades" que los hombres cuando fuman droga se ponen esquizofrénicos y les da por atracar, matar y violar— advirtió, para finalizar, la flaca garza paleta procediendo a abandonar el campo de batalla junto con las otras tres.
Julia intentaba digerir la información mientras se dirigía a la salida del colegio. ¿Qué significaba todo esto? "Rebeca es chismosa", meditaba, "engreída y chocante. No, no puede ser cierto nada de eso. Habrase visto. Los muchachos, es verdad, tienen sus rarezas pero no creo que anden metidos en esa cosa tan repugnante".
Salió del colegio, presurosa. No deseaba aguardar por el transporte escolar. Seguía desatando, en su confundida mente, réplicas y contrarréplicas, alrededor de las petulantes disquisiciones de Rebeca. Pero había una sombra tóxica en los huacales extraviados de su alma. "Drogas, drogas", pensaba y asociaba imágenes abyectas, repulsivas, pecaminosas. Estaba asustada.
Cruzó la calle. Distinguió, en el ancho lote baldío que se extendía frente al colegio, una nube polvorienta que se acrecentaba en galopes férvidos. Era Alfredito Enrile, acercándose, como si huyera de pestes preñadas, encima de un cuarto'e milla.
          ¡Julia, Julia! — oyó gritar su nombre y desaceleró el paso.
Alfredito Enrile desandó la distancia en poco tiempo, colocándose al lado de Julia mientras contenía al brioso macho tensando las riendas.
—Si me vas a preguntar por María Enriqueta, Alfredito, déjame decirte, de entrada, que yo fui la primera sorprendida con lo que pasó.
—Pero, ¿co-co-co-cómo es po-posible, Ju-Julia? — atinó él a interrogar con su infaltable tartamudeo.
—No sé, no sé. Preferiría no hablar de eso.
—E-ese ma-maldito po-portugués. Si lo vu-vuelvo a ve-er le voy a re-reventar el a-a-alma a pa-patadas — amenazó Alfredito Enrile.
—Con eso no se soluciona nada. Si María Enriqueta tomó esa decisión, sus razones habrá tenido...
—Pe-pe-pero es que no-no hay ni-ninguna explicación, Ju-Julia.
Ella se había detenido. Miraba a la lejanía.
—Sí la hay.
  ¿Y-y-y cuál es, e-entonces?
—Se enamoró, Alfredito. Simple y llanamente. Todo el mundo quería obligarla a ser lo que ella no deseaba ser, a amar lo que ella no tenía por qué amar, a guardar una apariencia que no se ajustaba a la realidad de su corazón. María Enriqueta se obstinó de vivir en un mundo que no es su mundo.
—N-No, Julia, de-déjate de pe-pendejadas. E-Esa no-no es una ra-razón pa-para salir hu-hu-huyendo co-como u-una p...
Julia estalló en cólera, interrumpiéndolo.
—Te equivocas, Alfredito Enrile. Puede que yo no apruebe su conducta pero eso no nos da pie para calificarla de prostituta.
Alfredito demudó el enojo por la burla amarga.
—Y yo-yo que estaba pe-pensando se-seriamente ha-hablar con mi tío E-Efraín y mi-mi tía Ma-María Esperanza para pe-pedirla e-en ma-matrimonio.
Julia lo escrutaba con ceño sardónico cuando un ruido estrábico de metales en fricción la hizo volver la cabeza.
Gonzalo se acercaba, cabalgando una desportillada Harley & Davidson de largos, angulados y cromados manubrios que se reflejaban agresivamente en unos cosmopolitas espejuelos de aviador. Frenó haciendo gemir los cauchos. Julia quedó flanqueada. Gonzalo lucía risueño.
—Vengo del colegio— explicó, haciendo oír su voz por encima del estruendo reseco de la moto—. Pregunté por ti y me dijeron que hacía poco te habías ido.
—Sí. Decidí venirme antes de la hora. ¿Tú conoces a Alfredito Enrile?
—Tanto gusto— expresó Gonzalo, con candidez.
Alfredito chasqueó los dientes despectivamente. Gonzalo resintió el desaire.
—Bueno, creo que es hora de irme— intervino Julia para cortar la tensión.
—Si quieres te llevo— ofreció Gonzalo.
—No, gracias. Prefiero irme a pie.
—Déjame llevarte, Julia. En realidad, a eso vine— insistió Gonzalo, patentizando su interés especial por la chica.
—Es que... no sé si será correcto montarme en tu moto— explicó ella, observando muy de reojo y rápidamente a Alfredito Enrile.
  ¿Qué tiene de malo que te vengas en mi moto?
Alfredito Enrile ripostó con tono gélido que no lograba disimular su gaguera.
—A-aquí, e-en Mi-Miguaque, las mu-muchachas decentes no se a-andan mo-montando en mo-moto como las pu-putas drogo-gómanas de Ca-Caracas y Va-Valencia.
Gonzalo se irritó con la indirecta.
          ¿Qué tiene que ver la decencia con las motocicletas?
          ¿Qui-quién es e-este pa-pazguato, Ju-Julia? — increpó Alfredito Enrile, halando la rienda por la inquietud del macho ante el ruido metálico — ¿O-otro de los hippies a-amigos de So-Sojito?
—Muchachos, por favor...
          ¿Qué es lo que te pasa a ti, imbécil? — retó Gonzalo, crispando los puños.
          ¡Gonzalo, no! — Julia trató de aplacar los ánimos.
          ¿Conque te-te las da-das de a-arrechito? — el tartamudeo de Alfredito Enrile era ahora un hilillo de bucles engripados.
Gonzalo se sintió presa de una furia pagana. Arrancó bruscamente con su moto levantando la rueda delantera. Dio una media vuelta pronunciada y enfiló de frente contra Alfredito Enrile. El caballo se encabritó.
          ¡Muchachos, no! — gritó Julia, echándose hacia atrás.
Alfredito Enrile consiguió controlar al macho. Con un breve caracoleo, esquivó el encontronazo y procedió a perseguir a Gonzalo.
  ¡Pa-párate, ma-maricón!
La humareda no lograba delatar quién perseguía a quién. El lote baldío pronto se les hizo pequeño. Alfredito jineteaba con destreza inscrita en el código genético. Gonzalo hacía que la motocicleta se desgañitara en roncos bramidos.
Se entrecruzaron varias veces, como bizarros caballeros en justas medievales, midiéndose y observándose con ira creciente.
De pronto, Gonzalo quiso sorprender con una maniobra de esguince, alzándose y estirando su mano para halar a su contrincante. Alfredito Enrile eludió el lance aprovechando el acendrado dominio que tenía de su cabalgadura. Gonzalo se fue de lado, casi en horizontal, procurando dar un giro pronunciado en alta velocidad. Un desnivel del terreno le hizo perder el equilibrio. La caída fue brusca y aparatosa. Rodó cinco metros y quedó tendido, largo a largo.
Alfredito Enrile giró, volviendo caras. Espueleó al cuarto'e milla y enfiló al galope hacia donde estaba su adversario. Había perdido todo sentido de la ecuanimidad.
Gonzalo vio, en nubes cristalinas desenfocadas, lo que se le venía encima. Haciendo un esfuerzo denodado, se apartó de las mortíferas coces logrando, con el mismo impulso, levantarse. Todo le daba vueltas, pero el instinto lo guió en tres zancadas hasta la moto. Alfredito Enrile venía cargando otra vez y todavía no conseguía encenderla. Nuevamente creyó verse bajo los cascos del bruto.
Se agachó, dominando el mareo, en una fracción de segundo y asió una laja. La lanzó con todas sus fuerzas y vio, a través de una capa plástica de sudor, cómo atinó a clavársela en la frente, tumbándolo del caballo. Un fortuito acto reflejo lo hizo brincar felinamente para sortear al equino.
Alfredito Enrile sintió la sangre como un manojo líquido en su cara. Una sombra arcillosa se le aproximó, prendiéndolo por la pechera. De un templón, Gonzalo lo alzó con brusquedad. Alfredito Enrile procuró soltar sus pesadas manos, en gesto defensivo, pero un veloz pescozón de su contrincante lo desarticuló, cayendo al polvoriento suelo como un amorfo saco de estopa.
Gonzalo lo miró arrastrarse. Sentía una suerte de punzón hurgando entre sus costillas. Repentinamente, recordó.
Buscó a Julia, pero ella no estaba ahí. La calle cercana lucía desierta. El azul mentolado del cielo y el terrible sol del mediodía asesinaban las sombras.
La respiración de Alfredito Enrile se escuchaba dificultosa. Gonzalo recogió su moto, la encendió a la segunda patada y se alejó raudo, haciendo flamear su lacia melena por entre los cortinajes de la canícula llanera.
Arístides Mazatlán se acercó pausadamente a Sojito.
—El padre Carrasco quiere hablar contigo. Te aguarda en su despacho.
Pedro Esteban reaccionó mecánicamente, apartándose del corrillo que comentaba las incidencias del examen que habían presentado en la mañana.
Se encaminó hacia la dirección del colegio con la mente en blanco, del mismo modo como había efectuado la prueba parcial. Traspuso la antesala y, sin pedir permiso a la secretaria, se introdujo.
El padre Carrasco estaba hojeando unos textos. Levantó la mirada y observó a Sojito con ceño severo. Pedro Esteban, sin inmutarse, tomó asiento en un sillón.
—Hacía tiempo que deseaba hablar con usted, señor Sojo— dijo el padre Carrasco, levantándose molesto y recalcando con acidez lo de "señor".
Sojito no respondió.
—Su conducta, en los últimos tiempos, ha dejado mucho que desear— continuó el padre Carrasco, mientras llevaba el tomo que había estado hojeando hacia un lugar vacío en un anaquel—. Su rendimiento, lógicamente, también se ha visto afectado por la irregularidad de su proceder. He visto sus últimas calificaciones y, francamente, no sé qué comentarios podría usted hacerme al respecto.
Sojito miraba al vacío, sin expresión en el rostro. El padre Carrasco se impacientó.
—Le estoy hablando, señor Sojo. Aguardo su respuesta— puntualizó el cura, secándose el sudor.
Pedro Esteban ni siquiera se dio por aludido. El padre Carrasco se enervó y golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Pero bueno, ¿qué falta de respeto es esta? ¡Hágame el favor de ponerse de pie cuando le hablo! ¿Cómo pretende usted entrar al servicio de la Iglesia siendo incapaz de mantener la sumisión y el respeto imprescindibles?
Sojito enfocó sus pupilas en él con aire de euforia extraviada.
—Qué Iglesia ni qué Iglesia— musitó, con desgano terroso.
          ¡¿Cómo?! — exclamó el padre Carrasco, dejando flotar goterones de sudor y saliva.
—Vieja Iglesia no le gana a Pink Floyd... — respondió Sojito, levantándose del sillón con pesadez.
El padre Carrasco se quedó atónito ante lo fuera de contexto que le parecía la escena. Usualmente, la sola imponencia de su corpachón sudoroso y montaraz amedrentaba a los muchachos más rebeldes. Y, de complemento, siempre tenía a la mano una regla de corazón de acapro, mentada "La Milagrosa", con la cual lograba restablecer la disciplina. Se decidió a darle una lección a quien había sido el favorito de sus alumnos. Tomó la regla y se abalanzó presuroso hacia él.
Sojito le había dado la espalda. Iba hacia la puerta.
          ¿Qué dijiste, infeliz? — alcanzó a decir el padre Carrasco antes de arrearle el primer palmetazo a Sojito por el omoplato, con fuerza desmedida por la furia que lo embargó al notar la displicencia del discípulo.
Pedro Esteban sintió un ardor náufrago. Antes de que pudiera reaccionar fue víctima de otro reglazo. Y de otro. Y de varios más.
El padre Carrasco parecía ensañarse. Sus ojos eran dos muecas bizcas y brotadas. ¿A quién golpeaba con tanta cólera? En cierto recuadro fugaz del vértigo empapado en sudor, se vio a sí mismo en ardides de autoflagelación. En otra secuencia de carrusel en barrena, vio la boca sensual de Elena abriéndose golosa y lúbrica.
La mano del padre Carrasco descendió por última vez, ya sin fuerzas. Colocó a "La Milagrosa" sobre el lomo de Pedro Esteban como si, desdeñosamente, lo estuviera armando caballero. Su frente, poblada por transpiraciones inhóspitas, viró hacia la puerta. Vio la silueta de la secretaria, aterida por la sorpresa y con la mano en la boca, reprimiendo un grito.
          ¡Váyase! ¡Cierre la puerta! — le ordenó. La temerosa mujer obedeció sin un respingo.
Se agachó para recoger el exánime cuerpo de Sojito.
—No me toques, balurdo— exhaló Pedro Esteban, al tiempo que se arrastraba con impulso eléctrico para evitar la mano del cura.
—Señor Sojo, perdóneme. No sé lo que me pasó— alcanzó a decir el padre Carrasco, por primera vez en su vida abrumado por la vergüenza de haber tenido que recurrir a los bárbaros palmetazos.
Pedro Esteban se levantó con un dolor de salmos resecos.
—Estoy tan apesadumbrado al verlo de esa manera, señor Sojo. A usted que ha llegado a ser mi alumno favorito por su inteligencia, por su aplicación y por su esmero en el estudio. Ahora que lo veo, entregado al vicio y a las bajas pasiones, he creído verme a mí mismo.
El padre Carrasco hablaba en un dialecto cándido, como si estuviera representando un monólogo escrito por dramaturgos tercermundistas.
—Porque, ¿sabe?, usted, señor Sojo, es como yo: vanidoso, concupiscente y ególatra. No se culpe, señor Sojo. He anhelado redimirme haciendo de usted un bálsamo para mi némesis. He deseado convertirlo en un paradigma. Hasta hace poco, usted lo ha sido, ¿no es cierto? Recuerdo cuando venía usted a preguntarme detalles de la vida de los santos varones de la Iglesia. ¿Lo recuerda usted también?
El padre Carrasco parloteaba con cadencia de actor de ateneo tercermundista.
—Notaba claramente los atributos de la piedad que lo revestían de esa aura mística que siempre portan los elegidos. Apuesto a que lo embargaban crisis ascéticas. Ah, ya veo que estoy en lo cierto por la manera cómo reacciona usted, señor Sojo, y no me sorprende porque yo también, cuando tenía esa maravillosa edad de la inocencia y del paraíso perdido, las sentía. Me oprimían el alma, señor Sojo, y me sentía cerca del Señor. Quería ser un cardenal santo a toda costa. Soñaba despierto. Me veía beatificado y purpurado, confortado por el orgullo de mi madre que ahora está en el cielo.
El padre Carrasco peroraba con énfasis siseante de crítico literario tercermundista.
—Hasta podía ver, nítidamente por lo demás, mi nombre en gruesos caracteres de periódico: ¡el primer cardenal santo de Venezuela! Con mucha suerte, por supuesto, si antes no me ganaba la partida José Gregorio Hernández. Y mi espíritu se elevaba impoluto, como nube de incienso, como pájaro desnudo.
El padre Carrasco despercudió su alma con sinceridad de intelectual de cafetín tercermundista.
—Pero, ¿qué digo? ¿En qué me convertí? Hubo un día, señor Sojo, en que percibí la prisión de la carne por vez primera. Los pinchazos de la envidia y los mordiscos de la lujuria. ¡Dominus vobiscum! Leí una y mil veces los evangelios para encontrar inspiración y consuelo. Esos fueron mis cuarenta días en el desierto. Cuarenta días de ayuno y transfiguración contemplativa, luchando a brazo partido con el pérfido demonio y sus abyectas tentaciones. Su espada llameante tasajeaba mi carne y yo gozaba sufriendo porque sabía que la mano del Todopoderoso estaba cerca para rescatarme de esas tentaciones babilónicas. Me di el gusto de resistir y demostrarle a mi Padre, que todo lo oye y todo lo ve, que era digno de Él y de Su gloria.
El padre Carrasco esbozó una sonrisa de prohombre culturoso tercermundista.
—El día cuando entré al seminario supe que había vencido en la batalla. Escuché unas trompetas celestiales que señalaban mi destino de miembro por derecho propio del santoral. Era un encantamiento maravilloso, señor Sojo. Ya tenía un pie dentro del cielo.
El padre Carrasco ensombreció su semblante con falsa hidalguía de escribidor barbudo tercermundista.
—Pero nunca conté con los putrefactos gusanos que quedaron viviendo en las heridas que me infligió Satán en esta carne perteneciente a este irredento mundo. La fortaleza de mi deseo de santidad cardenalicia fue, a la vez, la debilidad de mi perdición. ¡Qué de sueños pecaminosos me atormentaron en esas noches de claustro, convirtiéndose en obsesiones ceremoniales paganas, en liturgias sensuales que practiqué con el pudor insensato de los excomulgados! Creí perderme en laberintos de barro. El suicidio vino a mí como la expiación necesaria. Me dije: ¡afróntalo, afróntalo, afróntalo! Esa es la solución de los valientes. Ni siquiera a eso podía llegar.
El padre Carrasco se  mesó la calva con hipócrita sumisión de poetastro urbano tercermundista.
—Adiós, santidad. Adiós, beatitud. La pusilanimidad es tan grande, señor Sojo, que ni siquiera logro desprenderme de estos hábitos. Envidio a las macaureles y a las mapanares que cambian de piel. Pedí un millón de veces: ¡metamorfosis, ven a mí! Pretendí errar en universos embriagados y heme aquí: confuso, desquiciado y desnudo. Cuando llegué a Santa Narda de Miguaque creí posible enmendarlo todo. Estaba usted, además.
El padre Carrasco miró a Sojito con infatuación  de feminista morrocotuda tercermundista.
—Era como mi otro yo redivivo, ávido de una nueva oportunidad para alcanzar la epifanía. ¡Juro por todos los ángeles del cielo que lo intenté de veras! Traté de guiarlo, señor Sojo, por el itinerario que nos indican las sagradas escrituras. Pero, a la larga, tenía que fallar. No había escapatoria. La carne se impone con denuedo. Quisiera desgarrarme la epidermis y arrancarme las gónadas para no sentir más estos buitres enceguecidos que me picotean las entrañas, sin dejar de bailar al son de una tonadilla macabra y sangrienta. Quisiera vaciarme las órbitas para no ver más esas obsesiones de pedernal que estallan en mi alma como mil chispazos, como mil fogonazos. Vivo ofuscado por deseos de fornicar, por deseos de avaricia, de codicia, de ira, de sevicia, de blasfemias, de locura.
El padre Carrasco se reía. Sus carcajadas resonaban como un hipo tóxico en el crucifijo de la mesa y en el retrato de Juan XXIII que colgaba de la pared.
—Ayúdeme, señor Sojo— dijo, recomponiéndose un tanto—. Ayúdeme, se lo suplico, en retribución de lo mucho que he hecho para que su alma pertenezca a la pléyade de los bienaventurados de nuestra santa madre Iglesia. Tiéndame una mano, señor Sojo. No deje que me hunda en la ciénaga de la infamia. Ambos estamos hechos de la misma argamasa y nos merecemos un tantico de lealtad mutua. Nos parecemos como dos gotas de agua, ¿no le parece, señor Sojo?
El padre Carrasco pretendió tomar a Pedro Esteban del brazo.
—No se aparte, señor Sojo. Déjeme contar con usted. Deténgase, por favor.
El cura, alucinado, perseguía a Sojito por la minúscula oficina.
—Deberíamos vivir en simbiosis, como los líquenes. Qué bien, ¿verdad?
Sojito se tropezó con "La Milagrosa". La rescató del suelo y, con movimiento zorruno, le asestó un tarrayazo al padre Carrasco por el pecho. El sacerdote detuvo su marcha y, por un momento, pareció que recuperaba sus cabales.
—Pero, ¡¿cómo se atreve a...?!
          ¡Microorganismo obtuso! — lo adjetivó Sojito, volviéndolo  a sonar por la rabadilla y por las corvas.
          ¡Yo soy la roca que golpea a la ola! — replicó, transido de dolor, el padre Carrasco, adelantándose en veinte años a la canción del "Puma" José Luis Morillo.
          ¡Germen putrefacto! — lo arreó Sojito por el cuadril.
          ¡Es una deuda que tengo que pagar, como se pagan las deudas del amor! — juliojaramilleó el padre Carrasco, arrostrando tormento en las batatas y los calcañales.
          ¡Carcinoma de apostasía! — Pedro Esteban le descargó "La Milagrosa" por el occipucio y por el cogote.
          ¡En El Cañaguate está mi martirio! — el padre Carrasco entró en éxtasis.
Los palmetazos tenían ritmo de guaguancó.
          ¡Dios mío... qué locura es esta! — irrumpió la secretaria, arrebatándole "La Milagrosa" a Sojito.
El padre Carrasco, catatónico y sofocándose en pleamares de sudor, se imaginaba bailando mambo moruno con la virgen de La Macarena (que extrañamente se parecía a Elena) en el "Roof Garden" de Zaragoza, Ohio.
Los carrillos regordetes de Juan XXIII ahora le sonreían una plácida mueca, con guiño y todo, a Sojito.
—Lo van a expulsar por esto— advirtió la secretaria, ayudando al vapuleado y ensopado cura a erguirse.
—Aquí es— anunció Pedrarias.
"La Miguaqueña" abandonó la avenida Urdaneta en la esquina de la plaza Candelaria, yéndose a estacionar a corta distancia de una venta de churros.
María Enriqueta observó el grisáceo edificio de arquitectura muy en boga en los años cincuenta. Le parecía estar en Europa por la profusión de ibéricos por doquier.
          ¿Estás seguro que hacemos bien, Wilson? — preguntó.
—No te preocupes.
Descendieron ambos y se introdujeron en el inmueble. Dentro del ascensor, Pedrarias le tomó la mano y la miró con afectividad profunda. María Enriqueta recostó su cabeza en el pecho de él.
La puerta del ascensor se abrió. Avanzaron por un pasillo relleno de tonalidades crema y azul cielo. Pedrarias pulsó un timbre frente a un apartamento de sólida puerta de cedro. Al abrirse, una venerable cabeza canosa emergió.
—Tía Fafá— dijo Pedrarias, abrazándola con efusividad. Tornándose, la presentó: — Ella es María Enriqueta.
La tía Fátima la escrutó sin malicia.
—Pasen. Eishtán na sua casa— respondió, con grueso acento portugués.
Hubiera querido darle la mano a María Enriqueta, pero lo sorpresivo de su aparición y las conjeturas que no tardó en hacerse, aunadas a la tradicional reserva campesina lusitana, la restringieron un tanto. Sentía algo de nerviosismo y luchaba por no transparentarlo.
—Vou a fazer augo de café. Sémtense que ya jregreso.
Los dos fugitivos se apoltronaron uno junto al otro en un sofá de paletas.
—Ya vas a ver cómo es ella. Es un ser muy, pero muy especial.
María Enriqueta asintió mientras paseaba la mirada por el austero apartamento, engalanado por una borrosa ampliación de  una pareja matrimonial proveniente de  los remotos años de  la Gran Guerra Europea.
—Esos son mis abuelos— describió Pedrarias— cuando se casaron en Aveiro, hace como quinientos mil años, durante el período jurásico de la era secundaria, según palabras textuales de Sojito. Aquella es la máquina de coser con que tía Fafá me arremangó los pantalones de kaki que tenía puestos el día que te conocí, ¿te acuerdas?, y ese es el pick up donde estrené el primer disco de Los Beatles que compré.
En eso salió la tía Fátima con una bandeja, una tetera y tres tazas.
—Perdounen lo malou. Eish que casi numca jrecéibo visítash.
—No se preocupe, señora Fátima— dijo María Enriqueta, incorporándose para ayudarla con el servicio—. Aunque es la primera vez que nos vemos, creo conocerla de toda la vida por lo mucho que Wilson me ha hablado de usted.
La tía Fátima sirvió el café parsimoniosamente. Los tres comenzaron a sorberlo sin mucho apuro, como dando tiempo al tiempo por no saber qué decir.
—Y bien, tía Fafá— se aventuró Pedrarias a romper la reserva —, ¿cómo te parece mi mujer?
María Enriqueta bajó la mirada con un ligero rubor. La tía Fátima colocó gravemente su taza a medio consumir sobre la bandeja.
—Acredito, Coquinho, que por o ben de toudosh, não se débem apresurar as cóisash. He sabéido o que ushtéidesh han héishu. Eu lo sentu muito cuando vou a decir éishtu: pensu que os dóish han cometidu um tejrrible ejrror.
El semblante de Pedrarias se ensombreció. María Enriqueta no despegaba la vista del piso.
—Não han debéidu haberse eishcapadu de la forma em que lo fazeron. Ashá, no Miguaque, quedou um lío enorme porque ushtéidesh em suo egoishmu, se oulvidárum que exíshtem duas famíliash preocupáidash por o que acontece a ushtéidesh dóish.
—Dos familias, tía— interrumpió Pedrarias—, que siempre se han opuesto a dejarnos vivir lo nuestro en libertad. El egoísmo no es nuestro, es de ellos.
La tía Fátima no se inmutó por el vigor con que Pedrarias defendió su parecer.
—Vocé puode falar assim, Coquinho, con toda éisa déishpreocupação porque vocé é um hombre. Nada pierde, ningué. Pero féijate en esha. Esha perdeu a sua inocencia. ¿Con qué se preseinta esha na sua casa, agora depóish de éishta aventura que não tem ningún sentidu?
—Su casa es donde yo esté. ¿Es que no comprendes, tía? Ya ni siquiera la considero mi noviecita. ¡Es mi mujer! La mujer que elegí, y que me ha elegido, para pasar juntos el resto de nuestras vidas.
—Esha é uma menor de edade, ante la religião y la jushtéicia. Não pode casarse ni comprometerse sim la aprobação de suo pai e de sua mai.
          ¡Al diablo con la religión y la justicia! — ripostó Pedrarias.
La tía Fátima se levantó como un resorte.
—¡Não blashféimesh na minha casa, Coquinho!
Un silencio sin asilos descendió durante varios segundos. Pedrarias se mordía la lengua.
—Vocé sabe bem que sempre he deseado o melhor pra vocé— retomó la tía Fátima, luego de respirar profundamente— porque háish séido casi como um filho pra mim. Pero éishtu não pode ser. Ash cóishash na vida tem a sua  manera de ajrreglarse. Não de éishte móudo, eishcapándose coumo bandéidush, jrompendu con todos osh precéitush y bushcandu jrefugiu no pecadu. Vocé não pode dishponer da véida de éishta criatura como si vocé eishtuviera jugando áish eishcoundéidash.
—Yo me vine con él porque así lo quise, señora Fátima— replicó María Enriqueta, con la voz a punto de quebrársele—. Además, yo lo amo.
Pedrarias se levantó, aproximándose a la tía Fátima.
—Compréndenos, tía Fafá. Si hicimos lo que hicimos es porque no teníamos más alternativas. Hubiésemos querido que nuestros padres comprendieran nuestra situación y, a lo mejor, todo habría resultado en un noviazgo convencional. Pero no se pudo. Nos erigieron barreras infranqueables, nos acosaron, nos hostigaron y nos vilipendiaron. Llegó un instante en que no pudimos soportar más estar separados por convencionalismos idiotas. Y aquí estamos.
La tía Fátima, resignada, se tornó hacia Pedrarias.
—E agora, ¿qué éish o que quiérem?
—Que nos ayudes— contestó él.
—Perou...— titubeó la tía Fátima.
—Escucha, no deseamos importunarte. Sabemos que nuestra posición es delicada, pero estamos resueltos a llegar hasta el final. En este momento precisamos de tu apoyo moral porque, de hecho, nos hemos quedado sin familia.
La tía Fátima cavilaba.
—Tenemos que buscar, en lo inmediato, un lugar donde asentarnos— prosiguió Pedrarias— y yo tengo que conseguir un trabajo. Nuestras intenciones son serias, tía Fafá. Hasta pensamos casarnos lo más pronto posible. Pero necesito que me ayudes hablando con cualquiera de tus conocidos para que me emplee. Es todo lo que te pido. ¿Nos ayudarás, tía?
Pedrarias y María Enriqueta, tomados de la mano, aguardaban ansiosos la respuesta.
—Não sé si será cojrrectu...
—Cuando se ayuda a dos personas que se quieren, como Wilson y yo, nada es censurable, señora Fátima. Créame cuando le digo, de todo corazón, que no hemos buscado perjudicar a nadie.
—Tudavéia éiresh muito niña pra falar asim.
—Puedo tener poca edad— afirmó María Enriqueta con convicción—, pero me siento responsable y capaz para asumir el rol de mujer al lado del hombre a quien amo.
La energía de los jóvenes acabó por convencer a la tía Fátima.
—Eishtá bem, eishtá bem. Vou a ashudarlus.
—Gracias, tía Fafazinha— los ojos de Pedrarias relampagueaban de alegría—. Sabía que no nos podías fallar.
—Vou falar mañana méishmu con váriush paisánush pra ver quem de éshush pode emplearte, Coquinho. Por o méinush não os vou a dejar murir de hambre. A propóisitu, ¿dónde eishtán vivemdo agora?
Pedrarias le refirió el hotel donde habían pernoctado.
—Recojan as suas cóisash e se múdam pra no apartamentu do Sabana Grande. Coquinho lo conoce. Pódem utilizarlo mentras eishtá desocupadu. Aquí eishtán as shaves.
Pedrarias la abrazó con infinita ternura.
  ¡Tía Fafá!
La tía Fátima se zafó con tenue timidez.
—Ea, vai agora. Vai, Coquinho.
Pedrarias y María Enriqueta se marcharon, radiantes. La tía Fátima procuró distraerse recogiendo el servicio de café y, mientras fregaba, no dejaba de preguntarse si había hecho bien.
Sonó el teléfono. La tía Fátima acudió a responder.
—¿Sí? É Fátima que fala... Sí...
El rostro de la tía Fátima comenzó a cambiar de expresión.
—Não pode ser... pero si eu... no meu apartamentu de Sabana Grande... Eishtá bem... Tudu bem... Adéush...
Colgó y se quedó pensativa.
La noche cayó sobre el pueblo de Miguaque con el entusiasmo de una sustancia sin fronteras.
David atravesaba las polvorientas calles que aleteaban por las resecas orillas de la antigua laguna de La Chamana, ahora convertida en un lodazal astillado, pletórico de basuras, carroñas nostálgicas y mosquitos impertinentes. El calor se entronizaba en filigranas sin sedativos.
Divisó el viejo corral de doña Martina, reguero de paredones mutilados e invadido por abrojos, tributarios de  desidia y abandono. Constató que nadie lo había seguido. Con apuro recogido, penetró al interior de las cenicientas ruinas. Un viento de guásimos disonantes lo conminó a pegarse de las húmedas y mohosas paredes. La oscuridad era un ensalme desconocido.
Tenía miedo de caerse, por lo cual asió contra su pecho el paquete. Siguió avanzando con asombro colindante con el pavor. De haberse tropezado con un búho, habría salido corriendo como diablo que lleva el alma. Atisbó entre la niebla invisible y vio un murmullo lumínico que describía una especie de elipse juguetona. Descubrió el viejo truco de la brasa de cigarrillo girando y el efecto consiguiente producido por la permanencia de la impresión en la retina.
  ¿Eres tú, Davo?
—Sí.
—Vente, pues.
David avanzó, más confiado. Azaelito lo aguardaba, sentado encima de una astillada gavera de refrescos.
—Te traje esta ropa que estaba en el escaparate tuyo— dijo David, entregándole el alijo.
  ¿Nadie te vio venir?
—Negativo.
  ¿Seguro?
—Pero bueno, Lito, ¿cuál es el misterio?
—Las precauciones nunca están de más. La cosa está pelizorrera. ¿Me conseguiste algo de plata?
David extrajo del bolsillo cinco billetes de a cien bolívares.
—Toma. Los saqué de mi cuenta porque me daba pena pedírselos a mi mamá, mucho menos a mi papá. Le hubiera dado una apoplejía.
—Gracias, Davo.
Se escuchó un grito cercano, oculto detrás de unas ramas que arrojaban sombras chinescas.
  ¡David, samamabísch!
Azaelito se levantó como tocado por el rayo. Con espasmo félido, un treinta y ocho especial "Smith & Wesson" apareció en su mano. David sintió sus piernas como gelatinas candentes.
          ¡David, samamabísch! — se volvió a escuchar la voz, acompañada de crujidos en el montarascal— ¿Con quién te encuentras en el extravío contingente de este cementerio sórdido?
          ¡No lo tires! — conminó David a Azaelito, quien se aprestaba, sin duda alguna, a apretar el gatillo — ¡Es Sojito!
Pedro Esteban brotó como un espectro, apartando escombros botánicos.
—Te dejaste seguir— recriminó ácidamente Azaelito.
David se quedó inmutable, sujetándole el brazo a su hermano para que no se le fuera a ir un disparo.
Sojito se acercó, escudriñándolos.
          ¿Y éste quién es, don David? Si no tuviera esa barba de guerrillero bizantino me atrevería a jurar que se parece a Azaelito.
—Es Azaelito — confirmó David.
  ¿Entonces, Azaelito? — saludó Pedro Esteban.
Azaelito refunfuñó, disgustado.
—Coño, carajito, de vainita no te pegué un plomazo.
Sojito ni se perturbó siquiera a la vista del arma.
          ¿Se puede saber de dónde carrizo sales tú? — inquirió David.
—Te siguió — insistió Azaelito —. Ahora todo el mundo se va a enterar que estoy aquí.
—No es mi norma seguir a nadie, y mucho menos por estos maramarales donde se está perfectamente expuesto a la mordedura de terribles reptiles— empezó Sojito a explicarse—. En realidad, debo confesar que llegué aquí primero que ustedes desde esta tarde, buscando refugio ante la persecución de sicarios que anhelan apoderarse de mi pellejo para freírlo en aceite y exhibirlo en lo alto de una pica, como hicieron con el general José Félix Ribas en tiempos de la Guerra a Muerte.
          ¿Por qué hablas como un intelectual colombiano, Sojito? — preguntó Azaelito, con ciertas ganas de reír.
—Está fumado— constató David, denotando un rastro de enojo—. Así que viniste para acá a ocultarte después de la pelotera que armaste hoy.
Sojito se encogió de hombros.
—Mi memoria no registra incidentes dignos de la caridad del recuerdo.
  ¿De qué hablan ustedes? — intervino Azaelito.
David hizo el relato de los palmetazos del padre Carrasco. Azaelito rompió a carcajadas, gozando un imperio con la osadía del ex pichón de cura.
—Eso sí que estuvo bueno. Y pensar que fue Sojito quien le dio su escarmiento a ese mequetrefe— recalcó Azaelito, hipeando por la hilaridad.
—En tremendo lío te has metido, chamo— reconvino David a Sojito.
—Como dice el escatológico intestino grueso: ¡son gases del oficio! — argumentó Pedro Esteban, prolongando su euforia artificial.
—Lástima que malgastes toda esa energía que tienes en ese asunto de drogas, Sojito. Un tipo con tu inteligencia debería canalizarse mejor en el ámbito de la dialéctica social, sobre todo cuando se vive en un medio limitado como éste, signado por la podredumbre de valores y la complicidad.
—Tienes razón, Azaelito— respondió Pedro Esteban—. Pero, ¿cómo podríamos encauzar nuestras aspiraciones?
—De la forma como hiciste con la persona de ese cura torpe y corrompido: golpeando y aniquilando.
David hizo patente su inconformidad.
—No estoy de acuerdo con la violencia.
—Eso es relativo, Davo. Gandhi estuvo acertado en la India. Pero, aquí y ahora, te llega el instante en que descubres cómo se maneja el tinglado y debes decidirte a luchar contra tanta iniquidad. Fíjate, yo creo que Sojito no levantó su mano contra el padre Carrasco por meras desavenencias personales sino que, en el fondo, tuvo su primera rebelión contra ese monstruo irradiador de ignorancia y superstición que ha sido la Iglesia Católica. Aliados con nuestra oligarquía, con los militares y con los políticos mediocres, los curas se han encargado de anestesiar a nuestros pueblos con toda esa sarta de sandeces que predican desde el púlpito para mantenerlo sumiso, obediente y engañado. Medio te atreves a cuestionar o a develar la ignominia de esa coalición perversa y tienes que huir, tal como lo estamos haciendo en este momento Sojito y yo. Bien lo dijo Marx, la religión es el opio del pueblo. O la marihuana. Nos quieren adormecer para explotarnos mejor. Antes de que eso suceda, prefiero que ellos sean barridos de la faz de la tierra con todos sus sirvientes, lacayos y títeres. Y en eso estamos, Sojito.
Pedro Esteban meditó un tanto al conjuro de estas palabras que enjugaban el pozo de resentimientos en la ebullición de su alma.
          ¿Tú crees que sea llegado el momento de organizar una eutanasia política? — preguntó.
—Claro que sí. Esta generación de barrigones miopes y picados de viruela que nos gobierna fracasó. Lo peor de todo es que no están dispuestos a aflojar el poder por las buenas, aun cuando se llenen la boca hablando de democracia y elecciones mientras, simultáneamente, masacran al pueblo, al estudiantado y a todo aquel que se manifieste públicamente con cierta dosis de dignidad. ¿Ustedes no han escuchado hablar de los cientos de desaparecidos durante el gobierno de Leoni, política que, al parecer, ha decidido continuar Caldera? ¿No han escuchado hablar del asesinato del profesor Lovera? ¿De los campos de concentración, muy al estilo nazi, de Yumare, Cachipo y La Pica?
David asomó un titubeo de respuesta.
—No.
—Yo sí he oído hablar de todo eso— prorrumpió Sojito, ya un tanto más sobrio—. Pero siempre se nos ha dicho que esas son leyendas de la propaganda comunista, magnificadas por Radio Habana-Cuba. ¿De verdad que eso existe, aquí en Venezuela?
Azaelito se tomó su tiempo.
—A ti te parecerá increíble, pero es cierto. Este país es una ficción, excepto para los grandes aprovechadores del sistema. Los ricos, los curas, los militares y los políticos. Los demás, que coman mierda. Por eso es que existe la guerrilla, para luchar y doblegar a los explotadores quienes, a su vez, son fichas teledirigidas desde la CIA y el Pentágono en resguardo de las transnacionales. La consigna es una sola, muchachos: Patria o Muerte, como firmaba el Che sus proclamas. Yo decidí cuadrarme en esta lucha.
—... y vivir huyendo, sin tener un sitio que te pueda acoger sin reservas y teniendo que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado— se atrevió David a replicar.
          ¿Qué importan los riesgos, Davo? Al final, lo único que prevalecerá es la transformación de esta sociedad injusta en una sociedad de hombres nuevos y libres. Por los momentos, son las balas y la pólvora las que hablan. Pero te aseguro que, una vez que triunfemos, todo será distinto porque nuestra meta es esa, luchar por un hombre nuevo en una patria libre de ataduras foráneas.
—Yo te ayudo como hermano pero no deseo verme involucrado en hechos sangrientos, porque mi ánimo no los tolera— dijo David, sincerándose.
—Creo que Azaelito tiene razón, David— manifestó Sojito—, porque ya es hora de dejar la abulia y la comodidad y dar un paso al frente para ponerse en acción. Hay que desquitarse el engaño con fuego. No es posible que nos hayan tenido con los ojos vendados todo este tiempo. Es terrible despertar y hartarse de esta repugnante realidad que han pretendido ataviar con coronas de lirios podridos. Tenemos que desengañarnos y ayudar a los demás a que se percaten del orín y el moho que corroen a este sistema cadavérico, empezando por sacudir hasta sus cimientos a ese compendio de mitos indigestos que es la Iglesia Católica. Después nos podemos ocupar de los áulicos, los cortesanos, los chupasangre y los gorilas sádicos.
Azaelito se manifestó complacido.
—Eso es Sojito. Hay que pasar del palabrerío inocuo a la acción.
David se desperezó con cierta aureola desilusionada.
—Yo mejor me voy. ¿Necesitas algo más, Lito?
—No, Davo, gracias. No desearía que te marcharas disgustado conmigo.
—Jamás me enojaría contigo, Lito. Eres mi único hermano. Solamente aspiro a que te encuentres a ti mismo y reconcilies tu energía de cambio con el resto de la sociedad. Por favor, no vayas a perpetrar algo de lo que después puedas arrepentirte.
—No lo haré. Te lo aseguro.
—Y tú, Sojito, si quieres puedes venirte esta noche a mi casa y quedarte hasta que soluciones todos tus rollos. Te lo digo de sinceridad porque tú eres mi pana.
Sojito abrazó a David, emocionado.
—Gracias, David, pero esta noche iré a dormir donde mi abuela. No te preocupes por mí. Me quedo un rato aquí, mientras se hace tarde para que no me estén atisbando por esas calles. Aprovecho y converso con Azaelito de todas estas insólitas realidades.
David se quedó mirándolos a los dos por cinco segundos. Por fin, decidió levantar vuelo.
—Okey, pues. Cuidado con vainas.
—Tranquilo, David— respondió Sojito, viéndolo alejarse—. Se preocupa mucho, ¿verdad?
—Siempre ha sido así. Pero es un tipo leal y de una sola palabra. Retomando el tema, ¿qué tienes pensado hacer ahora que me has hablado con tanta intensidad de agarrar al toro por los cachos?
—Te lo voy a decir después que me eches el cuento de qué es lo que se traen entre manos tú y tu gente porque, déjame decirte, que desde que te oí hablando de esa manera me di cuenta de que no estás aquí por azar y, mucho menos, íngrimo y solo.
Azaelito no pudo reprimir una reacción jocosa.
  ¡Este Sojito es una vaina seria!
Gonzalo dobló en la esquina de las calles La Cuaima y Federación.
La Harley se deslizó por la bajada en segunda velocidad, dejando escapar un ruido bronco capaz de asustar a cualquier rata de albañal. El aire recalentado lo golpeaba en la cara como alas de guacamayo bisoño.
Se detuvo frente a la casa salpicada de verrugas blancas de cemento. Se sentía extraño, con cierta pesadez ecológica en el estómago. En el fondo de su mente, se imaginó desistiendo, montándose de nuevo en la moto y yéndose. "¿Qué me pasa?", pensó, "primera vez en mi vida que ando con tanto nervio y todavía no le he hecho ni dicho nada. ¿O acaso será por eso?"
El timbre sonó con agonía de libelo bíblico. Un rostro pálido de viuda casta asomó detrás de una ventanilla.
  ¿Qué desea?
  ¿Está Julia?
—Un momento.
La señora Raquel, viuda de Limardo, entró a la habitación de su hija y le habló a través de su reflejo en el espejo frente al cual Julia se estaba peinando.
—Ahí te busca un joven.
  ¿Quién?
—Un melenudo.
Julia detuvo el patinar del cepillo. La señora Raquel percibió el gesto. Julia se levantó de la banqueta, abrochándose la blusa.
—Es uno de esos muchachos, ¿verdad?
          ¿A qué te refieres? — preguntó Julia, deteniéndose en el umbral.
—En el pueblo se están comentando cosas.
Julia sostuvo la mirada de su madre.
—Le diré que se vaya cuanto antes.
—Es lo mejor.
Atravesó la estrecha sala, como si flotara por entre los muebles metálicos. Abrió la puerta y, con el mismo movimiento, la cerró tras de sí. Quedaron frente a frente en el angosto corredor.
          ¿Qué deseas, Gonzalo? — preguntó, con cierta gelidez, observando, de paso, los raspones y alguna que otra contusión en su faz.
—Hablar contigo.
Ella exhaló, denotando contrariedad. Se adelantó y buscó el aire tibio de la noche al final del corredor que daba a la acera.
  ¿De qué? ¿Del espectáculo de hoy?
—Oye, el tipo ese me provocó — replicó él, yendo tras ella.
Sin poder contenerse más, lo increpó.
  ¿Qué es lo que está pasando aquí, Gonzalo?
Había una perplejidad de galeote en la cara de Gonzalo.
—Estas cosas raras que están pasando aquí en Miguaque...
—No  me dirás— la interrumpió— que un poco de diversión, en estos pueblos olvidados de Dios, no cae mal.
—Tú lo tomas a broma porque no eres de aquí. Eres como esos indios que le pegan candela a la sabana y se marchan rampantes, sin importarles nada y sin ni siquiera voltearse a ver la tierra calcinada que dejan atrás.
—No es para tanto, Julia...
Ella estaba a punto de enfado.
—No es nada que te hayas peleado con Alfredito Enrile y por poco lo matas. Tampoco es nada que Sojito, hasta ahora el mejor alumno del colegio, estuviera a punto de romperle las costillas al padre Carrasco. No es nada que María Enriqueta y Pedrarias se hayan fugado. No es nada que José Gregorio Livorini haya matado a Pedro Ramón Sojo. No es nada que ustedes estén consumiendo droga y, probablemente como dicen por ahí, se meten en orgías diabólicas...
—Julia, por favor, esas sí son habladurías.
—Habladurías o no, a mí, en lo particular, no me gusta verme relacionada con nada que se vea turbio o huela rancio. Dime la verdad, Gonzalo: ¿es cierto que tú eres el mayor distribuidor de drogas de Miguaque? ¿Es cierto que te has dado a la tarea de meter la marihuana en los helados que les venden a los niños para convertirlos en adictos? ¿Es cierto que ustedes se fuman la cocaína, caen en trance y practican actos carnales contranatura?
Gonzalo estaba pasmado ante el tamaño de la imaginación de las mentalidades chismosas. Si así hablaban de una expansión que no había trascendido de lo meramente recreacional y del carácter de inmadura travesura de jóvenes aburridos en un pueblo sin alternativas, qué dejarían para cuando, de verdad-verdad, se presentara un conflicto genuinamente serio. Iba a contestar, cuando un sonido de automóvil deportivo acercándose y frenando le hizo ver que Julia no le estaba dispensando mucha atención.
          ¡Eugenio Enrique! — exclamó ella viendo descender del Camaro crema que se había detenido frente a su casa a un larguirucho con atuendo de teniente de la Guardia Nacional.
A Gonzalo no le cayó simpática la interrupción porque, aparte de disputarle el interés de Julia, se había estacionado a escasísimos milímetros de la Harley, casi chocándola.
—Julia, pero qué buenamoza estás— respondió el recién llegado, viendo de reojo la estrafalaria indumentaria de Gonzalo.
          ¿Cuándo llegaste? — preguntó ella, con los ojos repentinamente brillantes.
—Hace poco— prosiguió Eugenio Enrique—. Sabrás que me transfirieron para el destacamento de la Guardia en Tenapa, así es que me vas a tener todos los días fastidiándote por aquí.
—Qué bueno— acotó ella—. Pero, pasa. Ven para que saludes a mi mamá.
El espigado Eugenio Enrique entró al corredor.
—Chao, Gonzalo— le espetó Julia, sin aguardar respuesta procediendo, de seguidas, a introducirse en la casa para acompañar al teniente.
A Gonzalo le pareció verse como en película. No sabía si desear que la tierra se lo tragase o que lo partiera un mal rayo. O acaso mejor hubiera sido echarse a reír como un orate. Su desubicación era total.
Encendió la moto y arrancó. No había recorrido tres cuadras cuando vislumbró la silueta del "Chino" Rivera despidiéndose de Rosita Bustamante en una esquina y, simultáneamente, haciéndole señas de detenerse.
—Dame la cola, panita.
—Móntate, pues.
Nueva arrancada.
  ¿Y entonces, Gonzalín?
—Aquiles. Mira, "Chino", ¿tú no eres candidato a echarte un par de birras conmigo?
—Chévere. Lo malo es que estoy limpio.
—No te despreocupes. Yo pago.
Se sentaron en una mesa al aire libre en la terraza del Hotel "Santa Narda". Luego de darle un repaso a los hechos consabidos y ya con las reservas disipadas, por causa del lupuloso frescor, Gonzalo se atrevió a preguntar.
—"Chino", ¿tú conoces a Eugenio Enrique?
          ¿A "Pájaro Vaco", el primo de Sojito? — ante la extrañeza de Gonzalo, el "Chino" continuó— ¿Un tipo altote, parecido a una vara de puyar locos, que es cadete?
—Ya es teniente de la Guardia, creo.
—Adiós cará, ya es teniente el condenado— el "Chino", de repente, comprendió la curiosidad de Gonzalo—. Ay, cuchi, ya sé por dónde me vienes, sinvergüenzón.
Gonzalo puso cara de yo-no-fui.
—Ese siempre ha sido el candidato de la señora Raquel para esposo ideal de Julia. Desde que estaban chiquitos. Pero, ¿qué? Yo creía que tú estabas ahí como Sandy Koufax: duro y curvero. ¿O no?
A Gonzalo ahora sí le dio por reír. Y recordaba el desplante.
Les parecía inmenso.
Al menos así parecía en comparación con la minúscula habitación del hotel que acababan de dejar. A lo mejor también influía en esa impresión la carencia total de muebles. Pero de que el apartamento de Sabana Grande les venía como anillo al dedo, no cabía duda. Así pensaban los dos, mientras sus pasos resonaban con un eco malicioso que rebotaba contra las paredes desnudas.
—Flaco, por lo menos tenemos una cama— expresó María Enriqueta desde la puerta de la habitación principal.
Pedrarias venía con las maletas. Su semblante no compartía el humor condescendiente de ella.
—Voy a conseguir algo de comer.
—No compres nada para mí, flaco. No tengo hambre.
—No voy, entonces— replicó él, con aire preocupado.
—Además, no quiero quedarme sola— dijo ella, en su idioma de jazmín veranero.
Pedrarias salió a chequear la luz y el agua en el resto del apartamento. Ella sacó sábanas limpias de una de las maletas, vistió la cama y se recostó, rendida por el cansancio.
—Al parecer todo está normal— advirtió Pedrarias, de regreso.
Ella lo llamó desde la cama.
—Ven, Wilson. Acuéstate aquí, conmigo.
Pedrarias lo hizo, pero no con sobrado entusiasmo.
          ¿Qué te pasa, flaco? Te noto como distante — preguntó María Enriqueta, intentando formar bucles con la cabellera de Pedrarias.
—No sé. Estoy algo nervioso.
  ¿Por qué?
—No me hagas caso.
—Dime por qué.
—Por todo, catira. Me da miedo fallarte. Le tengo pavor al fracaso.
—No veo la razón. Hasta ahora nos ha ido bien. Lo único que me interesa es estar junto a ti. No te estoy pidiendo lujos, ni alfombras, ni joyas. Sólo te exijo que me ames con la misma intensidad con que me has hecho descubrir la gloria de saberse idolatrada por un hombre como tú.
Pedrarias la besó en la frente.
—Gracias, catira.
—No te dejes abrumar por la realidad. Tenemos que escapar de ella y refugiarnos en nuestros sueños. Fíjate, ahora más que nunca quiero escribir. Siento que tengo tantas cosas que contar y compartir. Como, por ejemplo, el hecho de que el amor me fue revelado en dos planos paralelos: el real, es decir, el hecho objetivo de cómo nos conocimos, cómo aprendimos a querernos y cómo decidimos romper con los esquemas; y el otro plano, que es el de nuestras ilusiones y fantasías, que nos envolvieron y nos ataron como dos almas siamesas, errantes en un edén de gnomos, duendes y musas encantadas, donde reinan, per secula seculorum, el flaco y la catira.
Pedrarias rió.
—Sí, Wilson, es verdad. Y quiero que continúes con la música, no me digas que no, porque nuestro hogar tiene que ser una guarida estética. Nuestros hijos crecerán en un ambiente de poesía, de metáforas y de cánticos. ¡Quiero tener muchos hijos tuyos! Los arrullaré con las canciones que tú compongas. Les escenificaré cuentos donde los héroes serán pájaros encantados, princesas cristalinas y flautas mágicas, como las de Mozart. Tendremos cuadros, muchos cuadros, tapices y esculturas. En las tardes de lluvia, reuniré a los niños, junto a mi labor de bordado, y los recrearé contándoles, una y mil veces, la historia de aquel monaguillo taciturno que conquistó el corazón de la reina de las hadas, una lejana tarde de febrero, en un sitio de hechizos recitados por turpiales y cristofués, llamado "Roble Gacho". Ja ja ja ja... ¿Qué te parece, flaco?
—Y desde aquel día, el monaguillo quedó como res nariceada— dijo Pedrarias, recobrando el jolgorio.
—No digas eso, amor mío. No sabes la suerte que has tenido conmigo.
  ¿Ajá? ¿Cómo es eso?
—Tú sabes que siempre me he sentido como una émula de Teresa de La Parra. El otro día leí la explicación de por qué una mujer tan bella y tan especial, como lo fue en verdad ella, nunca se casó.
—A ver...
—Al parecer, una de sus tías, emparentada con Guzmán Blanco y dueña de una vasta fortuna, le dejó en herencia una cantidad que le resolvió, de por vida, su situación económica con la única condición de no casarse jamás. Imagínate que alguien me hubiera hecho esa misma oferta en cumplimiento del karma de las vidas paralelas. ¡No me podría casar nunca contigo!
—Para amarse no hay que estar obligatoriamente casados.
María Enriqueta estaba plácidamente risueña y juguetona.
  ¿Cómo dices? Te oyera María Esperanza...
—No hablemos de cosas desagradables. Mi sola satisfacción será estar enamorado de ti por el resto de mi vida.
La besó en los labios y de inmediato dieron comienzo a los dulces escarceos del amor. Se desvistieron el uno al otro, explorándose con meticulosidad.
Prolongaron durante un largo rato la degustación de sus cuerpos, sus bocas recorriendo enjundiosamente todos los escondrijos de sus desnudas epidermis.
De pronto, unos truenos de madera.
Se sobresaltaron.
Las bisagras de la puerta principal parecía que iban a ceder ante los macizos golpes.
  ¿Qué pasa, Wilson?
—Voy a ver...
Cuando se disponía a incorporarse, escuchó una voz acampanada.
  ¡Abran! ¡Policía!
María Enriqueta saltó de la cama, tapándose con la sábana.
  ¡Abran! ¡Tenemos orden de allanamiento!
Pedrarias se había paralizado.
—Abre, flaco— breve pausa—. Nos encontraron.
La conversación con Azaelito había sido estimulante.
Una serie de ideas nuevas afloraba en su cacumen. Toda la historia podía ser resumida en una lucha de clases donde los explotadores, señores feudales o burgueses acaudalados, se llevaban la parte del león apoyándose en su opresión de los explotados, con la connivencia de las cliques religiosas. El materialismo histórico, a través del método científico de la dialéctica, había logrado dar con el meollo del asunto, un secreto bien guardado durante generaciones. Por eso era que el socialismo era anatema y tabú para curas atorrantes como el padre Carrasco. "Toda la estructura eclesiástica está corrompida hasta el basamento", argumentó Sojito con vehemencia, "y, por lo tanto, hay que destruirla, arrasarla y convertirla en cenizas".
Paradójicamente, Azaelito le había llevado la contraria.
—Nuestro pueblo, aun cuando aparenta no ser muy religioso, en realidad siente una especie de temor reverencial ante todo lo que atañe a los curas. Ni siquiera la guerra de la Federación pudo aplacar el poder inmenso, sustentado en la superstición, que ellos poseen sobre los miedos recónditos de las personas. La Iglesia aquí es un poder. Recuerda el caso del cura Biaggi: a ella, ni con el pétalo de una rosa. El movimiento revolucionario, en lugar de buscar una confrontación directa, deberá atizar las diferencias internas entre la jerarquía fosilizada y los sacerdotes que verdaderamente se la juegan con el pueblo. Ahí tienes el ejemplo de Camilo Torres en Colombia. En Brasil está Dom Helder Cámara en abierta oposición a la dictadura militar al mismo tiempo que propicia que se comience a hablar de una teología de la liberación.
A Sojito el juicio se le fermentaba mediatizado por su experiencia personal. "Estoy sintiendo un odio de judío converso", pensó.
Ahora recorría las calles desiertas con la imperceptibilidad de las sombras adiposas. Había una cólera en su ánimo que demandaba satisfacción. Una venda había sido quitada de sus ojos. El panorama no era como se lo habían pintado.
"Alguien deberá pagar por el descalabro de este sainete incoloro", reflexionaba con terquedad. "Alguien va a pagar por este fiasco".
Cruzó la calle Libertad. Una vez más, intuyó el ramalazo de la diferencia social demarcado por el borde que separaba el lado "decente" del pueblo de la orilla. Casas pobretonas, aseo urbano ausente, aguas negras al descampado y más polvo que aire para respirar.
Los perros ladraban desesperados como respuesta al eco de sus pasos sobre las paredes de la atmósfera. Pasó frente a un bar de prostitutas y una cara deforme y pintarrajeada quiso azuzarlo.
—Pasa adelante, mi negro.
Los acordes de un bolero ranchero de Javier Solís se fueron quedando atrás. Llegó, al fin, a la casa de la vieja dulcera. No quiso abrir el portón que daba a la calle porque sus goznes nunca agarraban lubricación y maullaban terriblemente. Pasó por delante de la santamaría de la bodega de su tío Cándido y se introdujo al solar baldío de  al lado. No había recorrido diez metros cuando arribó a un estantillo que, por experiencia, sabía que no estaba firmemente clavado al suelo. Lo levantó con cuidado y apartó la tela de gallinero. La operación fue rápida y silenciosa.
Sintió ganas de vaciar la vejiga. Como la única poceta de la casa era antigua y escandalosa, decidió hacerlo en las proximidades del galponcito que fungía de depósito de mercancías. Lanzó el chorro contra la pared para amortiguar el ruido.
Un sonido de pasos ahogados y de voces fingidas buscó su atención. Se mantuvo tenso, rastreando su origen.
Provenía del interior del galpón. Caminó con sigilo y divisó una rendija entre los bloques de arcilla sin frisar. Vio una lámpara de kerosén encendida que arrojaba puñales de luz borrosa y desvaída.
Un hombre desnudo pasó por delante de su limitado campo visual. Vestía sólo un delantal y llevaba una bandeja con una botella y un vaso. Caminaba como esas coquetas provincianas que inundaban la plaza Bolívar los domingos por la noche, a la salida de la misa de ocho.
Volvió a pasar otra vez. Venía risueño.
Era Cándido.
Otra sombra borrosa, mucho más corpulenta, pasó por delante de la rendija, arremangándose los pantalones. Hablaba bajito. Cándido siguió en la misma dirección, con actitud parecida a la de los subyugados. La puerta del galpón se abrió.
Sojito se pegó de la pared para no ser descubierto. La sombra corpulenta atravesó el patio, como si se escondiera de las cobijas lunares, para terminar saltando el paredón de atrás. Era el negro Indalecio, a Pedro Esteban no le cupo ninguna duda.
"Qué vaina: ¡mi mamá puta y mi tío marico!", caviló con rencor creciente.
Cándido recogió todas las evidencias de su presencia en el galpón. Existía siempre en él un temor de ujier contrabandista a ser descubierto. Desde pequeño había sentido esa inclinación a ser como ellas. Intentó negárselo a sí mismo, pero sabía que había una distancia insalvable que lo separaba de los varones normales. Hubo épocas en que envidió a Elena por ser tan bella y asediada y era que, en el fondo, se sentía su igual. De muchacho, cuando iba a las matinées, a ver las películas de rumberas mexicanas, experimentaba una furia de pasionaria al oír los chascarrillos y las frescuras del público ante la visión amplificada de muslos, pantorrillas y caderas al son de los mambos de moda. Para él, lo más importante eran los atavíos, los maquillajes, las coreografías, las gestualidades incitantes de María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Ninón Sevilla, Meche Barba y las Dolly Sisters. Cuando apareció el negro Indalecio, recién salido de la isla del Burro donde había purgado pena por uxoricidio culposo, supo que su apariencia de macho neutro se avinagraba. Le dio empleo de matarife, con un salario desacostumbrado, para hacerlo desistir de la idea de dejarse tentar por un italiano de Salerno que se lo quería llevar de caletero de sacos de cemento gris. A Cándido se le clavaban los ojos en esa musculatura brillante que toleteaba, con dinamismo de slugger sabanero, los cráneos porcinos, pasándolos al más allá. Indalecio era una bestia de carga incansable que no tenía tiempo, ni inteligencia para otra cosa que no fuera el trabajo. A la larga, cedió ante los halagos y las veladas acometidas de su patrón. A la hora de desfogarse, al negro Indalecio le era indiferente que su pareja fuera macho o hembra.
Cándido finalizó su labor recolectora. Se colocó una bata de baño sin haberse quitado el coqueto delantal. Apagó la lámpara y, cuando giró hacia la puerta, sintió un eructo de culpabilidad descubierta explotándole en la epiglotis.
En el umbral estaba la silueta recortada de Pedro Esteban Sojo Bernárdez, su sobrino.
Ni un ápice de temple había perdido María Esperanza Alvarenga.
Con aplomo bruñido, colocó la fina taza de China sobre la bandeja y se asomó, por cuarta vez, a la ventana que daba al portal de la quinta.
—Benilde, nunca sabré agradecerte lo bien que te has portado con nosotras en estas circunstancias tan duras— dijo.
          ¿Para qué son las hermanas? — respondió Benilde.
María Esperanza retornó a la silla Luis XV donde había estado sentada.
—Voy a convencer a Efraín para que nos compremos una casa aquí, en Caracas, preferiblemente en La Castellana o en Altamira.
—En el Country conozco a unos amigos que están por mudarse. Si quieres te pongo en contacto con ellos.
—Sería estupendo— María Esperanza vio su reloj mostrando impaciencia—. ¿Por qué se tardarán tanto?
Benilde se levantó, a su vez, rumbo a la ventana.
—Tú sabes que estos procesos son lentos y engorrosos.
—Ramírez Pérez me aseguró que agilizaría todo— explicó María Esperanza.
—Ramírez Pérez está convertido en todo un superveterano. Todavía me pregunto cómo hicieron ustedes para ubicarlos tan rápido.
—Efraín amenazó al papá del muchacho con hacerle revocar la patente de industria y comercio y la licencia de licores. Como a él le toca ser el presidente del concejo municipal este año, por el pacto que hubo con los adecos, eso es como soplar y hacer botellas. Además, le dejó entrever que estaba en camino una acusación por incitación a la prostitución. El portugués es dueño de un bar de ficheras que, imagínate tú, está en toda la esquina de la plaza Bolívar y tiene, también, la mano metida en un lenocinio localizado en plena carretera nacional. Hasta le podría salir eventualmente, y en esto Efraín fue muy enfático, expulsión del país por indeseable.
Benilde se volvió a sentar.
—Y el portugués fue quien los localizó.
—Sí. Parece que tiene una hermana, aquí en Caracas, a la cual el muchacho es muy apegado y, como era de imaginarse, la vino a visitar en compañía de María Enriqueta. Pienso que el portugués, todo asustado y amenazado como estaba, le pintó la situación con toda la cruda realidad.
—Y ella confesó el paradero...
—Exacto. Te digo, sinceramente, que, si nos hubieran salido con gato enmochilado, Efraín y yo estábamos dispuestos a mover cielo y tierra para botarlos a toditos de Venezuela.
—Bien que se lo merecen. Habrase visto tamaña alcahuetería— comentó Benilde, cruzando sus bonitas piernas.
—Inmediatamente comisionamos a Ramírez Pérez para que nos diligenciara a la policía y, afortunadamente, anoche mismo los encontraron. El muchacho no me interesa, pero le hice ver que vigilara que María Enriqueta tuviera las atenciones de rigor. Aun con todas sus travesuras, ella sigue siendo una niña de familia.
María Esperanza había vuelto a acercarse a la ventana.
—Ahí vienen ya. Benilde, hazme un favor.
—Sí.
—Baja y dile a María Enriqueta que suba, que quiero hablarle. A Ramírez Pérez que me espere mientras tanto.
—Bien.
(...)

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