THE BOYS WITH THE BAND
La casa de José Miguel Moros estaba atestada
de jóvenes de ambos sexos. Era el acontecimiento esperado por todos aquellos
que no se habían ido de vacaciones y habían permanecido en Miguaque, aburridos
de no hacer nada durante agosto. Ana Verónica Antilano se había encargado de
preparar la guarapita, añadiéndole varias dosis extra de ron, so pretexto de
ser testigo ocular de unas cuantas curdas de adolescentes.
—No tomes tanto, Alfredito Enrile, que vas a
agarrar una borrachera de espanto y brinco, ¡y después quién aguanta tus lloros
por María Enriqueta! — le espetó Ana Verónica inmisericordemente al apocado enamorado de la
rubia ausente.
—No alborotes ese avispero y vamos a bailar
que la música está bien sabrosa— la conminó Ivancito Laredo, quien se jactaba
de ser uno de los galanes danzantes más notorios de Santa Narda de Miguaque.
Conocedor de la debilidad de Ana Verónica porque la tuvieran dando vueltas como
una zaranda, la agarró por el talle y la despegó de la ponchera rebosante de
licor dulzón para internarse en la batahola de parejas.
—
¡Uepa-jé! — les gritó Emilio José Antilano,
tomado de la mano de Julia en medio de una filigrana coreográfica que parodiaba
el clavar de banderillas de la fiesta brava al son del pasodoble “Ni se compra
ni se vende”. El radiotocadiscos aventaba hacia el aire libre del patio el enjambre
dulzón de los saxos y las trompetas de Billo.
Había llovido en la tarde. La humedad se
denunciaba en la tela de vestidos y camisas adherida en las espaldas de los
presentes quienes buscaban alivio al agobiante calor concentrándose en el
despejado patio central de la amplia casa de los Moros. Las señoras
chaperoneaban a sus hijas, sentadas estratégicamente en el recibo. Desde allí,
gozaban de una panorámica perfecta de lo que acontecía en el patio, mientras
eran atendidas diligentemente por Jackeline de Moros, anfitriona y dueña de casa.
—
¿Quién es ese que baila con tu hija,
Adriana?
—Pero bueno, Jackie, ¿te estás quedando
ciega? Ese es Ivancito Laredo.
—Caramba, chica, sí es verdad. Lo que pasa
es que se ha transformado en un hombrón. ¡Le llevas como cuatro palmos por
encima a Ana Verónica!
—Cómo pasa el tiempo, manita. Nuestros muchachos
dentro de poco serán adultos.
—Y nosotras arrugándonos como unas ciruelas
pasas.
—
¡Quién lo dice! Tú te conservas impecablemente.
Pareces la misma quinceañera que se ponía histérica cuando escuchaba a Lucho
Gatica por Radiodifusora Miguaque.
—
¡Qué tiempos, mija, qué tiempos! ¿Te acuerdas
cuando vino Pedro Infante a cantar en el cine “Manapiare”?
—Era un mango caído de la mata.
—Buenmocísimo.
—Todas estábamos que nos derretíamos por él.
—Hasta inventamos aquello del Club de Las Bellas.
¿Te acuerdas?
—El hombre no sabía por quién decidirse.
—Aunque yo creo que él como que tuvo su jujú
con Elena. Lo que pasa es que supieron mantenerlo calladito.
—Chica, ¿cómo sabes todas esas cosas?
—El mundo es un pañuelo, mi amor.
—No lo digas tan alto que las paredes oyen.
—No-oh, chica, eso es vox pópuli...
—Como dice el viejo refrán, pueblo chiquito
infierno grande.
—Elena toda la vida ha sido más puta que la
gallina.
—No tires la primera piedra, mira que te han
cachado echándole ojitos al padre Carrasco, Jackie.
—
¡Pero si él es un santo varón!
—Santo era José Gregorio Hernández, chica,
que murió pobre y casto. En cambio, el padre Carrasco va a morir como san
Lucas.
—Ay, no lo critiques. Mira que él también es
humano y tiene su corazoncito.
—Cuidado con vagabunderías es lo que es,
mujer.
—
¡Tan bueno! Los hombres sí pueden echar su
canita al aire, mientras que una debe hacerse la gafa cuando se consigue a un
tipo que le guste. Pero qué va-ó, las cosas no pueden seguir así. ¡Esto es peor
que el racismo!
—
¿Qué alacrán te picó, chica? ¡Por dios!
—A veces me dan ganas de darle la razón a
Elena y de salir gritando por ahí, bien duro para que todo el mundo me oiga:
“¡Esta totona es mía y se la voy a dar a quien me dé la gana!” Además, ¿tú
crees que esta morcilla de haberse quedado viuda criando carajitos es réquete
divertida? Ya van siete años que llevo aguantando varilla y el rancho ardiendo,
nojose.
—Búscate un hombre decente y cásate otra
vez.
—Eso es lo que quisiera. Pero, ¿quién
carrizo, en un pueblo olvidado de Dios, como este va a amargarse la vida enredándose
con una viuda cuarentona y con tres muchachos zagaletones? ¡Todo un hato fundao, como decimos aquí en el llano!
—Ten un poquito de paciencia y verás que se
te da la cosa.
—
¡Qué paciencia ni qué ocho cuartos! ¡Si ya
me están saliendo telarañas en la bicha por falta de uso!
—Jesús, manita, estás hablando peor que un
gandolero. Aunque, a decir verdad, en el fondo te comprendo. Después que una ha
probado las delicias del dulce pecado se hace difícil vivir sin él.
—No hables paja que tú nunca has tenido un orgasmo.
El otro día me lo confesaste. ¿O ya se te olvidó?
—Eso no es lo más importante.
—En fin, dejémoslo de ese tamaño.
Breve pausa. Observaron con nostalgia a las
jóvenes parejas en la danza.
—Si supieras — Jackeline de Moros no pudo contenerse
y retomó el hilo — la soledad y la angustia que te da por las noches, durmiendo
sola, después que te acostumbraste a un hombre. A veces muerdo la almohada de
la desesperación.
—No podemos vivir sin amor, definitivamente.
—Es así. Cambiemos de tema porque sino me entra
la depre. Además, Adrianita, no tienes por qué hacerme caso. Ya sabes que me
tomé tres guarapitas y me rasco de nada.
—
¡Con tal de que no te conviertas en una beoda
consuetudinaria como Pedro Ramón Sojo!
—Deja quieta ya a esa pobre gente.
—Lo que más lástima me da es que la pobre Elena
cambió a su borrachín por un matón.
—Cállate, chica, que ahí viene Pilar de
Fragachán, que perifonea más que Radio Rumbos y Radio Reloj Continente, juntas
y a todo volumen.
—
¡Ni que estuviéramos revelando los secretos
de la bomba atómica! Aquí, en Santa Narda de Miguaque, el que no sepa de las
aventuras de Elena de Sojo y José Gregorio Livorini es porque todavía está
chupándose el dedo.
—Tampoco es para que lo andes regando por todas
partes como semilla al viento.
—
... y hay unas cuantas por ahí que se
quieren arrimar también al sabor del cuerneo.
— ¿Qué
dices?
—Como lo oyes...
—
¿Qué haces que no me lo cuentas? Puedes
confiar en mí que soy una tumba helada para estas cosas.
—Qué ridícula se ve Margarita Fragachán con
ese vestido estampado. Se parece a Daisy, la novia del pato Donald. Lo único
que le falta es el lacito en la cabeza.
—
¡No me cambies el tema, manita! ¡Háblame del
cuerneo! Anda pues.
—Por Dios, mujer. Si hasta me enteré que se
van en secreto para Caracas a verse con los tipos, cosa de que nadie se entere.
Pero a esta que está aquí nadie la engaña.
—
¡Habrás pasado tú por lo mismo!
—Es más, muérete: aquí, en Miguaque, hay
unos cuantos maridos desprevenidos, portadores de cachos sin saberlo.
—
¡Loado sea el altísimo!
—Si hasta rayan el techo de lo grande que
tienen las carameras.
—Ay, bendito sea Dios.
—No digas de esta agua no beberé. Mira que
tú no has sido muy inocente que digamos.
—El zaperoco que se armaría si se enteran...
—No alcanzarían las balas para la
plomamentazón que reventaría.
—Yo mejor no sigo hablando porque ahí viene
don Lorenzo.
—No vaya a ser que publique todo este show
en la primera página del periodiquito.
—Ojalá no se nos vaya a empegostar mucho
tiempo ese viejo aquí.
—Es peor que un chicle.
—Dígame cuando coge a recitar las poesías
esas que escribe.
—Todo lo hace por adulancia.
—
¿Qué quieres tú? Hay gente que convierte el
servilismo en modus vivendi.
—Lo vieras cuando se junta con Alfredo
Enrile Salom. Se pone con el rabo entre las piernas, como perro regañado.
—Pero bueno, chica, si Alfredo es
prácticamente quien lo mantiene.
—Y es quien le consigue la propaganda con el
gobernador.
—
¿De qué viviría ese pobre señorcito? Lo
único que sabe hacer es escribir pavosidades en el periodiquito.
—A ti te vive sacando en la columna de
sociales. El otro día te llamó “honorable matrona miguaqueña”.
—Basirruque murió tosiendo. Más matrona será
su bisabuela. Además, ¿qué guarandinga será eso?
—Cónchale, chica, culturízate. Consulta el
diccionario.
—Nooo, hija, olvídate de eso. La estudiadera
hace años que se acabó para mí. Además, yo tengo bastantes vacas paridas y unas
cuantas leguas de tierra pegaditas del Orinoco, herencia del difunto que en paz
descanse, para andarme preocupando por libros y periódicos.
—Tú no lees ni a Corín Tellado.
—Pero ni suplemento, mujer, leo yo.
—Cónfiro, chica.
—Don Lorenzo, caramba, ¿cómo está usted?
—Don Lorenzo, ¡dichosos los ojos que lo ven!
En un rincón del amplio recibo-comedor de la
casa de los Moros se encontraban, recostados, de la pared, los amplificadores,
las cornetas y la batería del conjunto. Los chicos y chicas miraban de soslayo
los extraños aparatos, los micrófonos y la panoplia de platillos y tambores.
Los jóvenes habían logrado equiparse pidiendo prestados los elementos que les
hacían falta por aquí y por allá, con los amigos, con sus familias. Una
verdadera colcha de retazos.
Ya eran más de la diez de la noche. José Miguel Moros se mostraba impaciente.
—
¿Qué le pasará a esos tipos que no llegan?— inquirió.
—Están todos en casa del “Bolondrio”. Parece
que tienen un lío— respondió un catirito con la cara llena de barros.
—Vamos para allá a ver qué sucede— determinó
un gordito broco.
—Dicho y hecho — sentenció el hijo de
Jackeline de Moros.
La residencia de los Awad quedaba a cuadra y
media de la casa de José Miguel. Hasta allí llegaba con claridad el rebullicio
del baile y la guachafita.
Debajo del poste del alumbrado público se
veían las siluetas encorvadas de Pedrarias y del “Bolondrio”. Fumaban
ansiosamente. Era evidente que estaban nerviosos. Ambos vestían camisa blanca
manga corta y corbata azul oscuro.
—Adiós cará— prorrumpió José Miguel Moros ya
cuando estaba a segura distancia de ser escuchado—, estos carajos como que se
metieron a evangélicos. Era lo que nos faltaba.
Pedrarias y el “Bolondrio” se voltearon para
observarlo mejor, con una media sonrisa pespuntando en la comisura de los
labios.
—No me vayan a echar el carro, hermanitos —
prosiguió José Miguel—. Toquen esta noche en mi fiesta. Miren que les he hecho
publicidad al por mayor.
—Para empezar, te equivocaste. Si acaso, a
quien nos parecemos es a los mormones y no a los evangélicos, mi llave— le
respondió guasonamente el “Bolondrio”.
—Este es el uniforme oficial del conjunto —
explicó Pedrarias.
—Chévere pero, ¿por qué no se han ido para
mi casa? Allá todo el mundo está que se revienta con la impaciencia. ¿No es
verdad, muchachos?
Los otros asintieron unánimemente.
—Es que David se nos enfermó.
—
¿Cómo va a ser?
—Sí, vale. Tenía treinta y nueve y medio de
fiebre. Estuvo vomitando hasta ahorita. Lo tenemos aquí dentro, convaleciendo
en casa de los “Bolondrios”.
—Esa es una gripe que está dando. La llaman
“La Rompehuesos”.
—Lo atiborramos de aspirina, cafenol y
limonada caliente — clarificó el “Bolondrio”—. Por lo menos se le quitó la
tembladera que tenía.
—Mejor es que lo tengamos aquí— aseguró Pedrarias—.
Si el viejo Azael se entera le da un patatús de padre y señor y mío.
—Sin contar la moridera que le puede dar a
la señora Maritza— puntualizó el “Bolondrio”.
—Ah, caray — interjeccionó José Miguel —. ¿Y
no pueden arrancar sin él?
—Ni se le ocurra, gallo— intervino el
“Bolondrio”, cuidando que alguna brasa desprendida del cigarrillo no le perforara
la camisa blanca de algodón —. Sin David no nos movemos para ningún sitio.
—Es nuestro papaúpa musical — clarificó Pedrarias.
—Sin él no valemos ni tres lochas de mierda—
remató el “Bolondrio”.
—Entonces, ¿nos quedamos sin el debut de ustedes?
— interrogó José Miguel Moros.
Pedrarias y el “Bolondrio” se encogieron de
hombros.
—Cónchale, José Miguel, menos mal que no
estás cobrando entrada— dijo el gordito broco.
—Porque si no te escoñetábamos la casa, así
como hacemos en el cine “Manapiare” cuando la película se corta y empezamos a
gritar “¡mi bolívar, mi bolívar!” — dijo uno a quien apodaban el “Búlgaro”.
—Ni que fuera matinée, güevón— ripostó José
Miguel, con glóbulos de sudor en su labio superior.
En eso, el papá de los “Bolondrios” se asomó
por la ventana aledaña al zaguán.
—Dabbí se esdá reguberando. Iá biene bara
agá— informó, con rasposo acento de pavo viejo libanés.
Sojito confirmó la noticia al salir del
interior de la casa. También portaba la consabida camisa blanca manga corta y
la corbata azul oscuro.
—Se nos recupera el hombre, amigos. Se
levantó pidiendo que no le den más cafenol porque no quiere amanecer mañana
defecando tabletas.
—
¿Qué más dijo? — preguntó Pedrarias.
—Que sí va a tocar, pero que lo dejen orinar
los cuarenta litros de ron con limón y guarapo de papelón que lo obligamos a
beber.
—
¡Se salvó tu fiesta, Jota Eme! — exclamó el
“Búlgaro”.
—
¿Y los otros músicos? — inquirió José
Miguel.
—En el solar, hablando mariconerías y
fumando más que unas putas viejas — informó Pedrarias.
—Voy a decirles que se vengan. De paso aprovecho
y me traigo a David, así sea en peso — dijo el “Bolondrio”, yéndose al interior
de su casa.
—Esa “Rompehuesos” es super jodida — comentó
el “Búlgaro” —: a mi hermano le dio el miércoles y lo sentó de culo.
Salieron los otros integrantes del conjunto.
Pantaleón, el “Bolondrito” y el musiú Giancarlo también lucían el uniforme.
La humedad se convertía en melliza táctil
del calor.
—Aguí biene Dabbí. Drádenlo gon güidado que
se siende gomo sabo adrobellado bor gamión — refraneó el papá de los Awad en su
jerigonza libanesa.
Caminando pausadamente, apareció David en el
umbral. La señora Awad, una trigueña criolla de amplísima sonrisa y ademanes
cariñosos, lo sostenía por el codo izquierdo. Su semblante mostraba los
estragos de la virosis, si bien se le veía con ánimo de pronta recuperación.
—Debes tener mucha prudencia, David, sobre todo
con los cambios bruscos de temperatura. Evita mojarte si llueve. Muchachos— la
señora Awad se tornó hacia el grupo —, cuídenlo. Todavía tiene treinta y siete
y medio de temperatura.
—No se despreocupe, mi doña, que va a estar
en buenas manos— ripostó José Miguel Moros, al tiempo que le preguntaba al
convaleciente—: Hermano, ¿cómo te sientes? ¿Crees que puedes darle?
—Haremos el intento, compadre — murmuró David,
todavía un tanto débil. Cuando se levantó de la cama, había tenido la impresión
de que un alud de bolitas de colores le había estallado enfrente de los ojos.
No obstante, el compromiso de dar a conocer la música que había ensayado tan
arduamente, durante las últimas tres semanas, lo había impelido a sacar fuerzas
de la flaqueza. Más que el nerviosismo propio de estos casos, temía por la
escasez de energía que le había quedado como secuela de la gripe. Se sentía tan
fatigado que todo le ocasionaba excesivo esfuerzo, aun el simple hecho de
levantar el pie para caminar. Se preguntaba, al mismo tiempo, si sería capaz de
sostener con firmeza la guitarra.
La aglomeración de adolescentes se encaminó
hacia la casa de los Moros.
—Entonces, Giancarlo, ¿cómo es eso de que dejaste
el acordeón por la guitarra eléctrica? — preguntó el catirito de los barros en
la cara.
—
¡Tremenda calentura la que agarró tu papá
cuando supo que abandonaste la tarantela por el twist! — remachó el gordito
broco.
—
¿Y la que cogió el viejo Azael Lisandro cuando
se enteró que David vendió el arpa? “Muchacho’er carajo” — imitó el “Búlgaro”
al papá de David, con recargado acento llanero — “nojose, te voy a sacá la
tira’er lomo a cuerazos, carajmm”.
—
¡Iuuuju! — gritó burlonamente el gordito
broco.
—No le frieguen tanto la paciencia a David,
que se le acaba de escapar por un tris a la pelona— bromeó José Miguel Moros.
—Tampoco fue para tanto, tampoco fue para tanto—
refunfuñó el joven músico, buscando recobrar los bríos.
—
¿Y Pedrarias qué es lo que toca? — exclamó
el “Búlgaro”.
—Bueno, a ti te puedo tocar el culo—
respondió el aludido, haciendo restallar las risotadas de los demás.
—
¡Púyalo, Pedrarias! — chilló el catirito
espinilludo.
El “Búlgaro” no se amilanó con la chanza y
le replicó en falsete:
—
¡Soy la reina del colegio de las monjas y me
gusta ese flaco! ¡Lo malo es que es más feo que la palabra gargajo!
Las carcajadas se hicieron más estruendosas.
—
¡Mama gallo que te luce! — dijo Pedrarias,
pretendiendo ser desdeñoso, con un amago de sonrisa ante la sorna de sus compañeros.
El “Búlgaro” afinó aún más su imitación.
—
¡Ay, pero no te pongas bravo, Pedrarias mi
amorrrr! ¡Si no me tiras un beso ahorita te dejo y me voy ya-ya-yá con
Alfredito Enrile!
A David se le hizo difícil reprimir la risa,
con todo y lo débil que estaba.
—
¡Hablas igualito a María Esperanza, “Búlgaro”!
— le contestó Pantaleón al imitador, a quien le habían endilgado semejante
apodo no por provenir de tan eslavas latitudes sino por lo vulgar y folklórico
de sus chanzas. De vulgar a “Búlgaro”, fonéticamente hablando, el trecho
resultó escaso.
—
¡Pedrarias, mi cielo, mi rey! — volvió con
atiplados fueros el “Búlgaro”, reforzando su remedo— ¿Dónde está Alfredito?
¡Ay, qué romántico, estos hombres se van a matar por míiiiiiii!
El buen humor contribuyó, en buena medida, a
diluir el miedo escénico de los músicos debutantes. En medio de las risas
generales, arribaron a la casa de José Miguel Moros.
— ¡Llegó
la música! — gritó, con voz estentórea, el “Búlgaro” al trasponer la puerta.
Las parejas danzantes comenzaron a separarse, atraídas por la novedad.
—
¿Para dónde vas, Ana Verónica? — preguntó
Ivancito Laredo, no sin cierta dosis de aprensión lasciva al ver que la
muchacha se le desprendía, huidiza.
—Me voy a la cocina a preparar más guarapita
— respondió la quinceañera —. Aparte de que tengo que reportarme con mi mamá.
—Está bien. Pero regresa pronto porque si no
me da la calambrina.
—Cállate, necio — se despidió Ana Verónica,
recompensando a su galán con una mirada de abierto y premeditado interés.
Los integrantes del conjunto se fueron
abriendo paso por entre la abigarrada masa de concurrentes que los observaba
con curiosidad. Respondían a saludos aquí y allá, mientras Pedrarias y
Pantaleón encendían los amplificadores para que los tubos al vacío de sus
circuitos se calentaran. La guitarra Telecaster de David, ganga de segunda
mano, iría conectada a una planta “Teisco” de cincuenta vatios con un woofer de doce pulgadas. El musiú Giancarlo había
conseguido con un tío, vendedor de artefactos eléctricos, un amplificador y dos
cornetas “Phillips” que habían cumplido su cometido en los ensayos, pese a no
estar diseñados para guitarra eléctrica. El bajo “Maya” adquirido por Pedrarias,
producto de sus ahorros haciendo guardias en la arepera del señor Viera,
sonaría a través de una planta “Conard”, específicamente diseñada para el
perifoneo a la intemperie típico de los mítines políticos y conectada a dos
cornetas de rockola, birladas de un bar de ficheras regentado por su padre. La
batería del “Bolondrio”, ya comprometida su futura adquisición por Sojito, no
podía ser más peculiar: el redoblante provenía de la banda seca del liceo
“Joaquín Crespo” de Santa Narda de Miguaque; los tom toms eran un préstamo de la banda municipal del pueblo por cortesía
de su director, el profesor Arístides Mazatlán; el bombo había sido sustraído,
pícaramente, por el “Bolondrio” y Pantaleón
del acervo de la escuela de música de Tenapa luego de cierto tumultuoso
intercambio beisbolístico entre los muchachos del padre Carrasco y el liceo
tenapeño; los parales de los platillos eran unos pedazos de cabilla doblados y
soldados a un segmento, de poco más de un metro de altura, de tubo galvanizado
de cañería, finiquitados en la punta con un cilindro roscado donde se ajustaba,
mediante una tuerca mariposa y una arandela de mopa antivibratoria, el platillo
correspondiente. De manera semejante, el high
hat mostraba la ingeniosidad del “Bolondrio” al diseñar un mecanismo
rústico pero eficiente. Contaban, por añadidura, con dos micrófonos “Zenith”,
una planta “Ampex” y otro par de cornetas de intemperie para las voces
cortesía, una vez más, del profesor Arístides Mazatlán y su Combo “La
Sensación”.
Comenzó la afinación previa de las
guitarras, bajo la guía del empalidecido David. El musiú Giancarlo
transparentaba su ingente nerviosismo. Pantaleón se acoplaba a las indicaciones
de David, al tiempo que señalaba a Pedrarias el nivel adecuado de sonoridad de
cada uno de los instrumentos. El “Bolondrio” apretaba con una llave los cueros
de los diferentes tambores, chequeándolos con leves y sincronizados golpecitos
con la punta de las baquetas; un cigarrillo recién encendido en la comisura
izquierda de su boca le hacía guiñar constantemente, cosa que hacía pensar a
Sojito en que su mentor en las artes percusivas pretendía comunicarse con él a
través de un laberinto fugaz de señas y gestos.
De todos, el más nervioso era el
“Bolondrito” Pablito Awad. Como vocalista principal sabía que todas las
miradas, más temprano que tarde, se volcarían hacia él. Mientras duraba la
espera, procuraba amainar su tensión sonándose la coyuntura de los dedos y
desviando su mirada como una ruleta rusa averiada.
Los consabidos gritos bromistas no se
hicieron esperar.
—
¡Púyalo, Pedrarias! — reiteró el gordito broco.
—
¡Fos, “Bolondrito”, hueles a palo de
gallinero! — guasoneó un cachetoncito jipato.
—
¡Giancarlo, mi vida! — el “Búlgaro”, en falsete,
no se podía quedar atrás.
—
¡Sojito, pichón de cura, salte de ahí! —
insistió el cachetoncito jipato.
Los ojos hundidos de David se posaron
alternativamente en todos y cada uno de sus músicos.
—
¿Listos? — preguntó.
—Positivo— aseguró el “Bolondrio”.
—Arrancamos con “Lupe”. Do Mayor — ordenó
David.
Julia se acercó a José Miguel Moros.
—
¿Cómo se llama el conjunto? — inquirió.
—Pues la verdad es que eso es un enigma— respondió
el dueño de casa.
—Pero deben tener un nombre. Sino, ¿cómo los
vas a presentar, entonces? — insistió Julia, mientras Emilio José Antilano
persistía en querer llevársela aparte y ella, sin perder la amabilidad, se
resistía.
David dio la entrada.
—Un, dos, tres...
El estruendo electrónico llenó de pronto el
ambiente. Los altavoces dejaban escapar olas de sonoridad inquietante y
perturbadora, algo desacopladas al principio. Empero, el vigor liderizante de
David logró, al cabo de cuatro compases, que las dos guitarras, el bajo y la
batería confluyeran en un mismo cauce. El “Bolondrio comenzaba a cuajar dentro
del ritmo, con compacta fiereza y arrojo.
En eso, José Miguel Moros atravesó el
improvisado escenario y tomó con cierta brusquedad uno de los micrófonos,
acarreando un salpullido auditivo.
—Señoras y señores les presento a... ¡Los
Enigmáticos! ¡Aplauso, por favor!
Con lo cual el grupo recibía su bautismo de
fuego. La muchachada se arremolinaba en los corredores balaustrados. Algunos se
encaramaban en sillas y mesas para tener una mejor perspectiva. Existía un
interés contagioso por la novedad de la llamada música moderna, la vistosidad
de las extrañas guitarras, el bullicio energizado y magnificado, el
primitivismo sanguíneo del tamborileo sincopado. Para quienes no habían
conocido en sus vidas más que la monotonía miguaqueña, tal catarsis producía
una reacción equivalente a la de los aborígenes de Nueva Guinea al tener
contacto con los artilugios del siglo XX. Literalmente, quedaron pasmados y boquiabiertos.
Un crispado redoble del “Bolondrio”,
imitando el estilo de Ringo Starr, dio la entrada para el vocalista. Mas, he
aquí que el “Bolondrito” era un manojo de nervios; permanecía aferrado al paral
de su micrófono con los labios contraídos, el tórax echado hacia delante a la
manera de los jorobados y los ojos en blanco. Pantaleón se desorbitaba.
Giancarlo parecía no darse cuenta, concentrado como estaba en que sus dedos no
se descontralaran y marcaran con precisión los acordes. Sojito sí se percataba
de la situación e intentaba hacerle señas a David para que solucionara el
percance. Pedrarias aguardaba con ansiedad el inicio del canturreo para ajustar
debidamente el volumen del amplificador de voces. El “Bolondrio” dejó pasar
otros cuatro compases y repitió el redoble para que su hermano arrancara.
“¿Será que este pazguato olvidó la letra?”, pensó al notar que su hermano
tampoco entró a la segunda llamada. David desgranó un adorno, en preciso y
cortante punteo haciendo gemir con requemante alarido a la Telecaster, marcó el
pie con el tiempo, dio un vistazo al congelado “Bolondrito” y dio comienzo, por
su cuenta, a la melodía:
E-eh,
Lupe
Lupita
mi amor
Yeah
yeah...
A la segunda ronda del estribillo se le
reunió el “Bolondrito” como si un chasqueo de los dedos lo hubiera sacado de un
abstruso encantamiento. La voz le salió al principio algo apelmazada pero, a
medida, que fue entrando en calor, la perfomance se le fue soltando,
haciéndosele más dúctil. David, a todas estas, sentía que la energía retornaba
a su organismo. Ya no le quedaba rastro alguno de la fiebre que lo había derribado
pocas horas antes. Al cambiarse para la segunda voz, el “Bolondrito”, por
carencia de autonomía en el oído, se iba detrás de él, incapaz de armonizar.
Volvía David a tomar el lead y
Pablito Awad volvía a agarrar la misma voz, en una especie de persecución
vocal. Intentó nuevamente David la segunda voz pero, al darse cuenta de que el
“Bolondrito” no se adhería a su rol armónico, optó por hacerle los coros en la
misma línea para no enredarse demasiado. Al ir aumentando la temperatura de la
ejecución, Sojito tomó una pandereta y un par de maracas que había ocultado
previamente en el cajón que fungía de armazón de una de las cornetas. Apuntaló,
a la manera del “Monkee” Davy Jones, el ritmo cortante del “Bolondrio”,
sazonándolo con alternados alaridos que provocaron en Pedrarias una regocijada
sorpresa.
Yo
la vi, caminando junto a mí
con su Do-Wah-Diddy
Diddy-dán, Diddy-Dú...
Las
piezas se sucedían una detrás de otra. Algunas conocidas, otras no tanto.
Hay
una casa en Nueva Orleans
que
es donde nace el sol
y
es allí, Señor, donde mi vida destruí
pido
perdón a Dios...
La concurrencia acompañaba el beat con las palmas. Unos cuantos
cantaban las letras al unísono. Algunas parejas decidieron ensayar alguno que
otro paso de surfin’ a la manera de
las películas playeras de los vermouths dominicales.
—Pero qué bien bailan música moderna
Margarita Fragachán y el “Búlgaro”. Vamos a darle nosotros también a ver si
aprendemos — propuso Ana Verónica Antilano.
Ivancito Laredo dejó escapar un gruñido
cavernoso. Hizo de tripas corazón y se decidió acompañar en el baile a la
fogosa quinceañera.
—Caramba, Jackie, ¿pero qué escándalo es
ese?
—Son los amigos de José Miguel, Adriana. Han
formado un conjunto de música moderna.
—
¿De twist?
—Ahora creo que lo llaman surfin’ o algo por el estilo.
—Habráse visto eso de bailar despegados. El
hombre por un lado y la mujer por otro, dando brincos frenéticos. Parecieran
epilépticos.
—
¿Ah?
—
¡Que parecen epilépticos!
—
¡Habla más alto que no te oigo con este alboroto!
—Vámonos para la cocina y seguimos conversando
allá.
—
¿Cómo?
—Que nos vayamos para la cocina a seguirle
dando a la sin hueso.
—
¿Y dejar a Ana Verónica sola? ¡Ni se te ocurra,
chica!
—No le va a pasar nada.
—
¿Ah?
—
¡Que no le va a pasar nada!
—Mírala cómo se menea. Parece una piñata a
la que le estuvieran cayendo a palos. Al llegar a la casa le voy a meter un
regaño para que aprenda a comportarse en público.
—Déjala tranquila, mujer. Lo que está
procurando es divertirse un poco.
—
¿Que la deje quieta? ¿No viste cómo se llevó
a Ivancito Laredo agarrándolo por la mano? ¿Qué irán a decir?
—Anda, chica, vamos para la cocina.
—
¿Cómo?
—Ah pues, carrizo. ¿Usted no viene, don
Loro?
Te
doy, mi bien
rosas
rojas que
dicen
lo
profundo y dulce de mi amor por ti...
El amplificador “Phillips” de Giancarlo, no
habituado a trabajar durante largos períodos con tan altos niveles decibélicos,
se recalentó y dejó escapar unos tosidos ásperos y broncos, síntoma inequívoco
de un pronto y oneroso desperfecto. Giancarlo veía con impotencia a Pedrarias.
—
¡Ah, Pedrarias! ¡Arréglale el güergüereo al
musiú! — vociferó el impenitente “Búlgaro”.
—Consígueme un ventilador ya, José Miguel—
exigió Pedrarias al dueño de casa—, porque sino este bicho se nos quema aquí
mismo.
Procediendo sin dilación, José Miguel
suministró ipso facto el aparato
solicitado. Transcurridos un par de minutos de soplo bienhechor, la guitarra de
Giancarlo recuperó su sonido original, para alivio de David y del resto del
conjunto.
Luego de una barroca versión instrumental de
“Malagueña” de Ernesto Lecuona, David se posesionó enérgicamente del micrófono
y anunció:
—Y ahora, amigos y amigas, para finalizar
esta pequeña actuación, que esperamos haya sido del agrado de todos ustedes, tengo
el inmenso placer de presentarles a nuestro director técnico y futuro bajista,
el popular Pedrarias, en su debut como cantante, ofreciéndonos su
extraordinario versión del “Pájaro Bañista”. ¡Con ustedes... Pedrarias!
Aplausos, chillidos y silbidos recibieron al
desgalichado inspirador primigenio de Los Enigmáticos. Por entre el jaleo
reverberó el atiplado remedo del “Búlgaro”:
—
¡Pedrarias, muñeco, me voy a desmayar!
¡Aaaayyyy!
Más risas y manifestaciones de júbilo
sirvieron de marco para el inicio de la desmadrada pieza.
A-ma-ma-ma-ma-ma-ma-má
cu-ma-ma-má
pa-pa-cu-ma-ma-má...
El frenesí del ritmo excedido y desatador de
emociones refrenadas se transmitió instantáneamente desde los músicos hasta el
amasijo sudoroso de espectadores imberbes. Los que no permanecieron extáticos
se dejaron llevar por el fluido contagioso del beat trepanador e inefable,
catalizador de taumaturgias en barrena. Sojito sentía sus manos flamear con
insensibilidad apetitosa al acompañar la rítmica endémica golpeando la pandereta,
sacudiendo las maracas y martillando un cencerro que apareció como caído del
cielo. Quienes no se balanceaban como centauros de deslizadores playeros,
brincaban desaforados, o bien aullaban como deseando liberar recónditos
demonios mimetizados en la sangre indócil de la pubertad. El espectáculo
devenía en éxtasis compartido en el abigarramiento, con excepción de los
adultos presentes y de algunos otros que no simpatizaban con tan mesmerizante
expresividad.
—Ojalá se terminaran de una vez esos
pillidos de araguato neurótico— comentó despectivamente Ivancito Laredo.
—No seas aguado, chico, y vamos a bailar que
yo no vine aquí a rezar el rosario en familia— lo retó Ana Verónica.
—No me gusta esa música de tarados. Además,
no es de hombres eso de andar pegando brinquitos como si te hubieran metido un
chirel por el...
—Cállate, no digas necedades. Si no quieres
venir, espérame aquí. ¡“Búlgaro”, enséñame ese paso tan pepeado que acabas de
hacer! A ver, ¿así es como se hace?
Y del lado de los adultos:
—
¡Válgame Dios! Este escándalo parece fin de
mundo.
—Si eso es música me dejo de llamar como me
bautizó mi difunta madre.
—
¡Ah malhaya el general Pérez Jiménez para
que le ponga preparo a esa pila de zánganos!
—
¡Jackeline, mujer, haz algo antes que la locura
se apodere de este lugar!
—
¡Jackeline, chica, manda a bajar la cuchilla
para que se vaya la luz y se acabe ese ruido del demonio!
—
¿Cómo le parece, don Loro?
Pedrarias se transfiguraba, irradiando una
luminiscencia inasible. El ritornello cacofónico de la monomaniática melodía lo
revestía de ascesis infantil. Lo sumergía, asimismo, en una suerte de eufórico
trance, en una hipnopedia de inocencia y energía transmisible y
retroalimentable intuitivamente en cuestión de minúsculos instantes. Era casi
un estado de desprendimiento astral el que se vivía en esos fogosos minutos,
contaminados todos ellos por el eco electrónico y el canto metalizado y
percusivo de los rústicos aperos musicales. Luego del riff de entrada, reiterado tercamente a lo largo del tema, las
guitarras callaron para abrir paso a un solo gutural de Pedrarias, coreado a
gritos y aullidos por la muchachada. Reinsurgieron con incrementado vigor los
tambores, a la par que David y Giancarlo consolidaban el ritmo trepidante con
punteos yuxtapuestos, y el espigado vocalista desparramaba su presencia a
fuerza de gargareos estentóreos, onomatopeyas de pajarraco alucinado que
provocaban un espasmo en los sentimientos. Bajó de intensidad nuevamente el
acompañamiento, inaugurando un pianissimo
estirado y contenedor de hueros desboques, concentrando la atención en los tempos premeditados. Y, de repente, otra vez el
estruendo de las fuerzas incontenidas, el entusiasmo pleno en lujurias atávicas
y el delirio del clímax imperioso caído como un turbión. Hasta que David dio la
señal para el gran final, preñado de rabia consumida y de estupor jubiloso. Los
aplausos se sucedían a los aullidos y éstos a los chiflidos.
—
¡Otra, otra, otra...! — coreaba la excitada
audiencia, con agolpamiento de curiosos y viandantes que, sin pizca de rubor,
asomaban sus cabezas desde la calle con la curiosidad típica de los lugareños
ante cualquier novedad impactante.
Un José Miguel Moros escocido en sudor se
acercó a David.
—Dice mi mamá que ya está bien por hoy. Dice
también que todos los viejos tienen los tímpanos reventados.
—Por mí también ya es suficiente— replicó el
líder de la banda—. Aparte de que se nos acabó el repertorio.
—
¿Cómo estuvo? — preguntó el “Bolondrito”.
—Para ser la primera vez, ¡chévere! — chilló
Ana Verónica.
Ivancito Laredo volvió a gruñir.
—Por fin se acabó el suplicio. Vente, Ana
Verónica, vamos a seguir con los pasodobles.
Y Jackeline de Moros:
—¿Cómo le pareció, don Loro? ¡Ah muchachos para tener vainas!
—¿Cómo le pareció, don Loro? ¡Ah muchachos para tener vainas!
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