SOJITO
—Y como era de esperarse, el premio para el
alumno más aplicado del colegio, consistente en medalla de oro y diploma, ha
recaído, una vez más, en la persona de ese pequeño genio que es Pedro Esteban
Sojo Bernárdez, ¡para quien pido un fuerte aplauso!
La voz tonante y categórica del padre
Carrasco impulsó a la audiencia a batir palmas. Cobijados del inclemente sol
llanero por los frondosos copos de las matas de mamón y mango del patio del
colegio, los padres de la muchachada
asistían, una vez más, a la infaltable premiación anual a la labor desempeñada.
Era como una versión local de la entrega del Oscar de la academia: el padre
Carrasco muy pomposo como maestro de ceremonias; el coro del colegio de las
monjas, dirigido por la madre Del Valle, cantando “Del cielo ha bajado la madre
de Dios”, mientras los inquietos zagaletones se desfallecían por acercarse a
las azucenas que despuntaban; el “Chino” Rivera arrasando con los galardones
deportivos y Sojito, con su liliputiense estatura y su corte de pelo “islote”
(afeitado con máquina a lo largo y ancho del cráneo, excepto por un mechón
redondeado y aislado en el frontal), subiendo repetidamente los escalones para
recoger los diplomas y medallas otorgados en religión, conducta, urbanidad y
buenas maneras, aplicación y pare usted de contar.
El padre Carrasco le prendió la
condecoración adicional, apartando las anteriores, con sus peludas manazas,
perforando ágilmente el lino azul marino del flux de gala. Sudaba copiosamente
goteras con olor a sal y le relumbraba la incipiente calvicie. Sojito siempre
se maravillaba de la capacidad inagotable que tenía este hombre para sudar, así
hiciera fresco, brotándole fluido de los poros como un manare. Teniendo conocimiento de la presencia, entre
los padres de su alumnado, de las personalidades más notables del mundillo
social y económico de Miguaque, el cura Carrasco se esforzaba en presentar su
plantel como una tacita de plata. Sus discípulos, engalanados y mostrando la
mejor de las disciplinas, eran como el iris de sus ojos. Y, entre todos ellos,
Sojito quien, hacía pocos días, le había expresado su, hasta entonces,
represada aspiración de convertirse en sacerdote. A Carrasco no le cabía ninguna duda: ¡era a
causa de su deslumbradora y apabullante influencia! ¡Era su paradigma! El padre
Carrasco se hinchó, enorgulleciéndose de Sojito. Su mejor alumno lo había
escogido como ejemplo digno de imitar. La verdad se le revolvía por dentro con
un hipócrita anhelo de sumisión y humildad ante los designios del altísimo en
mescolanza con ensoñaciones de figuración junto a los capitostes del pueblo.
Tanto Sojito como ellos habían sucumbido a su aura de halago y compulsividad.
Del padre Carrasco se comentaba en Miguaque,
muy a sotto voce, que su afán por
agradar a las familias fundadoras del pueblo sólo era superado por la nada
ortodoxa expresión lúbrica que se imprimía veladamente en su faz cuando alguna
hembra de agradables y vistosas redondeces le pasaba por delante. Sobre todo si
era de buena extracción familiar.
Pero Sojito estaba muy niño aún para llegar
a entender tamañas honduras. A él lo impresionaba más la elocuencia abrumadora
que se apoderaba del padre Carrasco cuando, con su impactante voz, profundizaba
en algún punto de supremo interés. Así empezaba a hacerlo en aquel instante.
“Mis muy queridos amigos:
“Nuevamente llegamos al final de una ardua
jornada que nos ha permitido renovar y potenciar nuestro optimismo, nuestro
orgullo y nuestra fe en esta camada de nuevos ciudadanos que se apresta a
conquistar con sus mentes, con sus intelectos y con sus habilidades el
porvenir. Un porvenir que, pese a ese gris que a veces creemos percibir en el
tiempo, pensamos será venturoso, promisor y lleno de posibilidades para el
quehacer creador.
“Hay nubarrones en el horizonte, cosa
imposible de negar en estos momentos. Nefastas influencias, provenientes de
países hermanos caídos en el más irrespetuoso, anticristiano y ateo de los
sistemas políticos, se han extendido, como metástasis, entre un sector de lo
más granado de nuestra juventud pensante. Debemos preguntarnos, ¿en qué nos
hemos equivocado? ¿Por qué no hemos sido capaces de irradiar la luz de Jesucristo
sobre este rebaño descarriado? ¿Cómo hemos permitido que nuestras ovejas hayan
escogido un camino de violencia, un camino de negación, un camino de nihilismo,
para pretender imponernos un estado de cosas a través de una doctrina que, a primera
vista, intenta enmendar un mundo contradictorio y hacerlo más justo y feliz y
que, a la larga, resulta en opresión, esclavitud y muerte?
“En algo estamos cometiendo yerros, hermanos
y hermanas. En algo hemos fallado cuando no les hemos mostrado, a ellos, a
nuestros muchachos y muchachas que han optado por la violencia, el camino de la
verdad y del espíritu, el camino de nuestro señor.
“Es por ello que debemos esforzarnos, con acuciante
empeño, para que esta generación que hoy estamos modelando acepte, comprenda y
asimile el lenguaje del amor, de la fe y del entendimiento. No los conduzcamos
al sacrificio estéril, a la inmolación
inútil en aras de una utopía que desemboca, inevitablemente, en un ambiente de
dictadura total, de negación cabal de los valores del hombre, de negación de
Dios. Y negar a Dios, óigase bien, es negarnos a nosotros mismos. Es despreciar
la vida.
“Les pido, pues, que invoquemos al altísimo
para que estos niños de hoy, futuros hombres mañana, entreguen el tesoro de su
energía y de su industria a causas más loables: el progreso de nuestra
bienamada patria a través de la paz y el trabajo, y la gloria de nuestro señor
a través del amor al prójimo y la exégesis de las excelsas enseñanzas de
nuestra santa madre iglesia.
“Desechemos la violencia incoada y
estimulada desde el bastión del ateísmo en el Caribe. Hasta ahora, gracias a
Dios, nuestra cristiana y piadosa comunidad de Santa Narda de Miguaque ha
estado alejada del epicentro de los acontecimientos. No se ha producido en
nuestra localidad ningún atentado terrorista; ningún asesinato a mansalva de
ningún agente policial; ninguna acción guerrillera como sabemos que acaece en
Caracas, Maracaibo, en las montañas de Falcón y en otras zonas importantes del
país. Pero, ¡cuidado!, no estamos exentos totalmente del peligro de que la
violencia extremista rompa por sus fueros aquí.
“Es por eso que los exhorto, mi muy leal
feligresía, a que estemos vigilantes, a que seamos previsivos con mucho ojo
avizor. Empezando con nuestros propios hijos. Ellos serán los conejillos de
Indias con que los profetas de la apostasía totalitaria querrán experimentar.
“Juntemos nuestros corazones y nuestras
almas y elevemos una plegaria, con toda la fuerza de nuestra fe, para que el
demonio de la violencia se vea erradicado por siempre jamás de esta tierra
bendita del señor. Oremos, hermanos y hermanas”.
La letanía de padrenuestros y avemarías
surcó el tiempo caluroso de la tarde de Julio durante un rato prolongado.
Sojito se esforzaba en rezar con devoción. Tenía una vaga noción de lo
expresado por el padre Carrasco en su perorata. No era, sin embargo,
completamente ajeno al tema. Recordaba que, a cada momento, la televisión perifoneaba
un mensaje incesante, con imágenes de un soldado moribundo en brazos de un
sacerdote, que remataba siempre en lo mismo: “La violencia es el arma de los
que no tienen razón”.
Se acordaba también del regordete, cachetón
y picado de viruelas presidente de la república cuando se refería a los
alzados, con atiplada voz, como “palafreneros del castrocomunismo”. Y no podía
olvidar la palidez de muerte lenta de la inmensamente obesa tía Eloísa cuando
le mencionaban que, en cualquier momento, se podían llevar a Eugenio Enrique,
primo de Sojito y cadete en la academia militar, a combatir. “Lo mandaron para
las guerrillas”, era la expresión más corriente para indicar que a algún fulano
le habían asignado la terrífica misión. A cualquiera se le helaba la
hemoglobina. Sojito rememoró, tan solo dos años antes, el sobrecogedor sepelio
de Cheo Fragachán, recién graduado de subteniente del ejército, quien tropezó
con una bala de fusil automático en el alzamiento de la base naval de Carúpano.
Mala suerte. Su ataúd, cobijado por el tricolor nacional, fue conducido al
cementerio viejo en hombros de las más sobresalientes personalidades miguaqueñas,
casi todas emparentadas con el extinto joven oficial. Fue una muestra de
repudio ante la violencia extremista y, al mismo tiempo, un signo palpable de
solidaridad de casta.
Pero, tal como lo había expresado en su
alocución el padre Carrasco, Santa Narda de Miguaque podía considerarse
afortunada de no haber sido tocada, hasta entonces, por los coletazos de la
casi guerra civil que estaba afrontando el resto de la nación. Era una paz poco
menos que bucólica rota, de vez en cuando, por algún que otro hecho de sangre,
las más de las veces protagonizado por José Gregorio Livorini, rico ganadero y
hombre de armas tomar.
Sojito se estremecía cuando lo veía llegar a
su casa. Aquellos ojos amarillosos y rayados, como de tigre agobiado por el
hambre, le producían un bestializado temor que lo paralizaba, sobre todo cuando
el hombrachón le espetaba un “¿Cómo está hoy ese carajito?” intimidatorio.
Usualmente, entraba marcando su insolencia con sus bototas espueladas sobre el
mosaico de arabescos del patio central de la siempre maltratada mansión sojera.
Procedía, de seguidas, a llamar a Pedro Ramón con su estentóreo vozarrón,
acostumbrado a dominar y a ser obedecido. El papá de Sojito le salía al
encuentro, balbuciendo excusas anodinas para luego pedirle, sin ningún decoro,
cualquier favor a lo cual correspondía José Gregorio Livorini sacando del
bolsillo un fajo de billetes. De allí extraía, a su vez, algunos para
entregárselos a Pedro Ramón quien, sin ni siquiera dar las gracias, se marchaba
presurosamente hacia la calle, presumiblemente a buscar refugio en el primer
bar que consiguiera abierto, incapaz de dominar el vicio que lo iba consumiendo
inexorablemente, como un Lorenzo Barquero cualquiera. Sojito sentía, a
continuación, el peso de la mirada depredadora de Livorini y optaba, al igual
que su progenitor, por dejar el campo libre aun cuando su deseo fuera el de permanecer
en casa ensimismado en sus lecturas.
El acto de premiación había llegado a su
fin. Llevados por el padre Carrasco, Sojito y el “Chino” Rivera iban presentando
sus respetos a las personalidades que habían hecho acto de presencia. El
presidente de la asociación de ganaderos de Santa Narda de Miguaque, don
Alfredo Enrile Salom, los felicitó efusivamente, dejando rechinchinar el hielo
que rebosaba en su vaso lleno de fino escocés.
—Caramba, padre Carrasco, ¡estos muchachos
suyos son unos rolitrancos de alumnos!
—Constancia y método, mi dilecto don
Alfredo.
—Cuente con mi colaboración para el próximo
año escolar, padre. A propósito, ¿de qué marca es este güiski tan bueno con que
usted nos ha obsequiado hoy?
—Es “Chivas Regal”. Un presente de nuestro
gran amigo el coronel Ferrer, quien lo obtiene a muy buen precio en los
almacenes militares.
—Caracha,
voy a hablar con él para que me consiga unas cuantas cajas, ya que el
quince se casa Alejandra, mi segunda hija, y me gustaría contar con este néctar
de dioses para brindar a mis invitados. Vendrá el ministro de agricultura y
cría y, por supuesto, espero contar con su presencia en la recepción, padre.
—Ahí estaré, don Alfredo. No se despreocupe.
—Y ustedes, jovencitos — se dirigió a Sojito
y al “Chino” Rivera —: ¡echen p’alante!
A continuación, el sacerdote y sus dos
pupilos se encaminaron hacia donde estaba María Esperanza Alvarenga en animada
conversación con Adriana de Antilano y Jackeline de Moros.
—... y estuvimos bailando hasta las cuatro
de la madrugada, muérete, y Efraín habló con el maestro Billo para que la
orquesta siguiera tocando, pero qué va, el hombre se puso terco y no quiso por
más plata que le ofrecieron. Si hubiera sabido eso le digo a Efraín que
contratara al profesor Arístides Mazatlán porque, te digo, ¡qué rico hubiera
sido quedarse bailando hasta el amanecer! No, chica, ya la gente no quiere
trabajar como antes. Ay, pero si aquí tenemos al padre Carrasco con su par de
genios. Dígame, padre, ¿qué le parece el cambio que hemos hecho de la verbena
pro-fondos para la nueva sede del colegio de las monjas? La pospusimos para el
catorce. Ya hablé con la madre Del Valle y la idea le pareció excelente.
—No hay que olvidar que el quince es el
matrimonio de Alejandra Enrile y Romualdo Fragachán — replicó el padre Carrasco
—. No querremos, seguramente, que se nos forme una mescolanza con tantas fechas
juntas. A la gente le van a faltar energías para aguantar, ¿no les parece?
—Ay, padre — intervino Adriana de Antilano,
haciendo una mueca involuntaria con su boca recargada de pintura de labios —,
usted como que no conoce a los miguaqueños. Aquí cuando se decreta la parranda
no hay quien la pare.
—Me dijeron que el vestido de Alejandra está
soñadísimo — acotó Jackeline de Moros —. Vamos a tener dificultad para elegir
el mejor trousseau del año. Aunque yo
sigo opinando que el traje de reina de María Enriqueta estuvo sencillamente esplendoroso.
—Sin duda alguna, Jackie — dijo el padre
Carrasco, dirigiéndole una glotona mirada a la provocativa pechuga de la
cuarentona, pero bien conservada, viuda de Moros.
—Y a propósito, Sojito, ¿dónde está Elena
que no la vi hoy aquí en el acto? — interrogó empalagosamente Adriana de
Antilano.
Sojito titubeó.
—Esteeee, se quedó en la casa, señora
Adriana. No se sentía bien.
—Me lo imagino — susurró irónicamente
Adriana de Antilano —. Últimamente le están pegando mucho los ratones de Pedro
Ramón.
—Adriana, por Dios — la increpó María
Esperanza, conteniendo a duras penas la risa.
El padre Carrasco carraspeó prudentemente procediendo,
de inmediato, a llevarse a sus alumnos a otro sitio, no sin antes concederle un
imperceptible y ludíbrico guiño a Jackeline de Moros, a lo cual correspondió la cuarentona con una media sonrisa furtiva.
Ya alejándose del lugar donde se hallaban
las tres señoras, Sojito alcanzó a escuchar sus cuchicheos mimetizados, con
velada y torva intención de chisme compartido.
—... se la pasa tan borracho que no se da
cuenta de que José Gregorio Livorini le está comiendo el maíz salteado.
—Pedro Ramón ya no puede con la caramera, mijita.
—Ji ji ji ji ji...
— ¡Y
José Gregorio Livorini no es el primero!
— ¡Ni el último!
—Ji ji ji ji ji...
Al conjuro del nombre que le producía tan
encontradas emociones, Sojito sintió un vacío en el estómago. Volvieron a su
memoria las tigrescas pupilas y la presencia autoritaria que tanto
aborrecimiento le causaban, sobre todo al percatarse de la caterva de
turiferarios y áulicos que le salían al paso cuando se desplazaba por las
calles de Miguaque en su siempre abrillantado y flamante Cadillac El Dorado.
En un descuido del padre Carrasco, Sojito le
hizo una seña al “Chino” Rivera.
—Me voy, “Chino”.
— ¿Qué
es? ¿Para dónde?
—Para mi casa. Si preguntan por mí no me has
vuelto a ver.
—Oye, ¿te vas y me dejas con este muerto encima?
—Cálatelo tú. Ya estoy harto de que lleven
de aquí para allá en exhibición como si fuera una curiosidad de circo.
—Bueno, allá tú. Yo voy a esperar un poquito
más a ver si puedo conversar con las muchachas.
—Sí, ya me di cuenta de que botas la baba
por Rosita Bustamante. Y la verdad es que no se ve mal la niña.
—
¿Verdad que sí? — preguntó el “Chino”, ansioso.
—Mmmjú. Pero la más bonita de todas sigue
siendo María Enriqueta.
—Que no te oiga Alfredito Enrile porque si
lo hace te va a aplicar la tortura china. ¡Ah hombre para ponerse como un
querrequerre cuando le nombran a la carajita!
—Y hay que darle la razón porque de verdad
la muchacha se las trae.
—Se las trae o se las lleva, pero yo me
quedo aquí porque quiero declarármele a Rosita. Deséeme suerte, hermanito.
—Échele pichón, pues — dijo Sojito,
procediendo a abandonar el recinto colegial antes de que el padre Carrasco lo
llamase a demostrar sus enciclopédicos conocimientos frente a cualquier figurón
de las finanzas o la política locales.
No quería ir para su casa. Presentía, sin
querer concedérselo en forma consciente, que se tropezaría allí con la desagradable
e impertinente presencia de Livorini.
Decidió torcer el rumbo hacia donde vivía
Pedrarias. Seguro que lo encontraría, absorto y alejado del mundo, escuchando
una y otra vez su creciente colección de discos de Los Beatles. Al menos
pasarían un buen rato solazándose con la inquietante música que también a él, a
Pedro Esteban Sojo Bernárdez, estaba comenzando a provocarle cosquillas
sensoriales.
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