domingo, 28 de diciembre de 2014

Gris (V)



SOJITO

—Y como era de esperarse, el premio para el alumno más aplicado del colegio, consistente en medalla de oro y diploma, ha recaído, una vez más, en la persona de ese pequeño genio que es Pedro Esteban Sojo Bernárdez, ¡para quien pido un fuerte aplauso!
La voz tonante y categórica del padre Carrasco impulsó a la audiencia a batir palmas. Cobijados del inclemente sol llanero por los frondosos copos de las matas de mamón y mango del patio del colegio, los  padres de la muchachada asistían, una vez más, a la infaltable premiación anual a la labor desempeñada. Era como una versión local de la entrega del Oscar de la academia: el padre Carrasco muy pomposo como maestro de ceremonias; el coro del colegio de las monjas, dirigido por la madre Del Valle, cantando “Del cielo ha bajado la madre de Dios”, mientras los inquietos zagaletones se desfallecían por acercarse a las azucenas que despuntaban; el “Chino” Rivera arrasando con los galardones deportivos y Sojito, con su liliputiense estatura y su corte de pelo “islote” (afeitado con máquina a lo largo y ancho del cráneo, excepto por un mechón redondeado y aislado en el frontal), subiendo repetidamente los escalones para recoger los diplomas y medallas otorgados en religión, conducta, urbanidad y buenas maneras, aplicación y pare usted de contar.
El padre Carrasco le prendió la condecoración adicional, apartando las anteriores, con sus peludas manazas, perforando ágilmente el lino azul marino del flux de gala. Sudaba copiosamente goteras con olor a sal y le relumbraba la incipiente calvicie. Sojito siempre se maravillaba de la capacidad inagotable que tenía este hombre para sudar, así hiciera fresco, brotándole fluido de los poros como un manare.  Teniendo conocimiento de la presencia, entre los padres de su alumnado, de las personalidades más notables del mundillo social y económico de Miguaque, el cura Carrasco se esforzaba en presentar su plantel como una tacita de plata. Sus discípulos, engalanados y mostrando la mejor de las disciplinas, eran como el iris de sus ojos. Y, entre todos ellos, Sojito quien, hacía pocos días, le había expresado su, hasta entonces, represada aspiración de convertirse en sacerdote.  A Carrasco no le cabía ninguna duda: ¡era a causa de su deslumbradora y apabullante influencia! ¡Era su paradigma! El padre Carrasco se hinchó, enorgulleciéndose de Sojito. Su mejor alumno lo había escogido como ejemplo digno de imitar. La verdad se le revolvía por dentro con un hipócrita anhelo de sumisión y humildad ante los designios del altísimo en mescolanza con ensoñaciones de figuración junto a los capitostes del pueblo. Tanto Sojito como ellos habían sucumbido a su aura de halago y compulsividad.
Del padre Carrasco se comentaba en Miguaque, muy a sotto voce, que su afán por agradar a las familias fundadoras del pueblo sólo era superado por la nada ortodoxa expresión lúbrica que se imprimía veladamente en su faz cuando alguna hembra de agradables y vistosas redondeces le pasaba por delante. Sobre todo si era de buena extracción familiar.
Pero Sojito estaba muy niño aún para llegar a entender tamañas honduras. A él lo impresionaba más la elocuencia abrumadora que se apoderaba del padre Carrasco cuando, con su impactante voz, profundizaba en algún punto de supremo interés. Así empezaba a hacerlo en aquel instante.
“Mis muy queridos amigos:
“Nuevamente llegamos al final de una ardua jornada que nos ha permitido renovar y potenciar nuestro optimismo, nuestro orgullo y nuestra fe en esta camada de nuevos ciudadanos que se apresta a conquistar con sus mentes, con sus intelectos y con sus habilidades el porvenir. Un porvenir que, pese a ese gris que a veces creemos percibir en el tiempo, pensamos será venturoso, promisor y lleno de posibilidades para el quehacer creador.
“Hay nubarrones en el horizonte, cosa imposible de negar en estos momentos. Nefastas influencias, provenientes de países hermanos caídos en el más irrespetuoso, anticristiano y ateo de los sistemas políticos, se han extendido, como metástasis, entre un sector de lo más granado de nuestra juventud pensante. Debemos preguntarnos, ¿en qué nos hemos equivocado? ¿Por qué no hemos sido capaces de irradiar la luz de Jesucristo sobre este rebaño descarriado? ¿Cómo hemos permitido que nuestras ovejas hayan escogido un camino de violencia, un camino de negación, un camino de nihilismo, para pretender imponernos un estado de cosas a través de una doctrina que, a primera vista, intenta enmendar un mundo contradictorio y hacerlo más justo y feliz y que, a la larga, resulta en opresión, esclavitud y muerte?
“En algo estamos cometiendo yerros, hermanos y hermanas. En algo hemos fallado cuando no les hemos mostrado, a ellos, a nuestros muchachos y muchachas que han optado por la violencia, el camino de la verdad y del espíritu, el camino de nuestro señor.
“Es por ello que debemos esforzarnos, con acuciante empeño, para que esta generación que hoy estamos modelando acepte, comprenda y asimile el lenguaje del amor, de la fe y del entendimiento. No los conduzcamos al sacrificio estéril,  a la inmolación inútil en aras de una utopía que desemboca, inevitablemente, en un ambiente de dictadura total, de negación cabal de los valores del hombre, de negación de Dios. Y negar a Dios, óigase bien, es negarnos a nosotros mismos. Es despreciar la vida.
“Les pido, pues, que invoquemos al altísimo para que estos niños de hoy, futuros hombres mañana, entreguen el tesoro de su energía y de su industria a causas más loables: el progreso de nuestra bienamada patria a través de la paz y el trabajo, y la gloria de nuestro señor a través del amor al prójimo y la exégesis de las excelsas enseñanzas de nuestra santa madre iglesia.
“Desechemos la violencia incoada y estimulada desde el bastión del ateísmo en el Caribe. Hasta ahora, gracias a Dios, nuestra cristiana y piadosa comunidad de Santa Narda de Miguaque ha estado alejada del epicentro de los acontecimientos. No se ha producido en nuestra localidad ningún atentado terrorista; ningún asesinato a mansalva de ningún agente policial; ninguna acción guerrillera como sabemos que acaece en Caracas, Maracaibo, en las montañas de Falcón y en otras zonas importantes del país. Pero, ¡cuidado!, no estamos exentos totalmente del peligro de que la violencia extremista rompa por sus fueros aquí.
“Es por eso que los exhorto, mi muy leal feligresía, a que estemos vigilantes, a que seamos previsivos con mucho ojo avizor. Empezando con nuestros propios hijos. Ellos serán los conejillos de Indias con que los profetas de la apostasía totalitaria querrán experimentar.
“Juntemos nuestros corazones y nuestras almas y elevemos una plegaria, con toda la fuerza de nuestra fe, para que el demonio de la violencia se vea erradicado por siempre jamás de esta tierra bendita del señor. Oremos, hermanos y hermanas”.
La letanía de padrenuestros y avemarías surcó el tiempo caluroso de la tarde de Julio durante un rato prolongado. Sojito se esforzaba en rezar con devoción. Tenía una vaga noción de lo expresado por el padre Carrasco en su perorata. No era, sin embargo, completamente ajeno al tema. Recordaba que, a cada momento, la televisión perifoneaba un mensaje incesante, con imágenes de un soldado moribundo en brazos de un sacerdote, que remataba siempre en lo mismo: “La violencia es el arma de los que no tienen razón”.
Se acordaba también del regordete, cachetón y picado de viruelas presidente de la república cuando se refería a los alzados, con atiplada voz, como “palafreneros del castrocomunismo”. Y no podía olvidar la palidez de muerte lenta de la inmensamente obesa tía Eloísa cuando le mencionaban que, en cualquier momento, se podían llevar a Eugenio Enrique, primo de Sojito y cadete en la academia militar, a combatir. “Lo mandaron para las guerrillas”, era la expresión más corriente para indicar que a algún fulano le habían asignado la terrífica misión. A cualquiera se le helaba la hemoglobina. Sojito rememoró, tan solo dos años antes, el sobrecogedor sepelio de Cheo Fragachán, recién graduado de subteniente del ejército, quien tropezó con una bala de fusil automático en el alzamiento de la base naval de Carúpano. Mala suerte. Su ataúd, cobijado por el tricolor nacional, fue conducido al cementerio viejo en hombros de las más sobresalientes personalidades miguaqueñas, casi todas emparentadas con el extinto joven oficial. Fue una muestra de repudio ante la violencia extremista y, al mismo tiempo, un signo palpable de solidaridad de casta.
Pero, tal como lo había expresado en su alocución el padre Carrasco, Santa Narda de Miguaque podía considerarse afortunada de no haber sido tocada, hasta entonces, por los coletazos de la casi guerra civil que estaba afrontando el resto de la nación. Era una paz poco menos que bucólica rota, de vez en cuando, por algún que otro hecho de sangre, las más de las veces protagonizado por José Gregorio Livorini, rico ganadero y hombre de armas tomar.
Sojito se estremecía cuando lo veía llegar a su casa. Aquellos ojos amarillosos y rayados, como de tigre agobiado por el hambre, le producían un bestializado temor que lo paralizaba, sobre todo cuando el hombrachón le espetaba un “¿Cómo está hoy ese carajito?” intimidatorio. Usualmente, entraba marcando su insolencia con sus bototas espueladas sobre el mosaico de arabescos del patio central de la siempre maltratada mansión sojera. Procedía, de seguidas, a llamar a Pedro Ramón con su estentóreo vozarrón, acostumbrado a dominar y a ser obedecido. El papá de Sojito le salía al encuentro, balbuciendo excusas anodinas para luego pedirle, sin ningún decoro, cualquier favor a lo cual correspondía José Gregorio Livorini sacando del bolsillo un fajo de billetes. De allí extraía, a su vez, algunos para entregárselos a Pedro Ramón quien, sin ni siquiera dar las gracias, se marchaba presurosamente hacia la calle, presumiblemente a buscar refugio en el primer bar que consiguiera abierto, incapaz de dominar el vicio que lo iba consumiendo inexorablemente, como un Lorenzo Barquero cualquiera. Sojito sentía, a continuación, el peso de la mirada depredadora de Livorini y optaba, al igual que su progenitor, por dejar el campo libre aun cuando su deseo fuera el de permanecer en casa ensimismado en sus lecturas.
El acto de premiación había llegado a su fin. Llevados por el padre Carrasco, Sojito y el “Chino” Rivera iban presentando sus respetos a las personalidades que habían hecho acto de presencia. El presidente de la asociación de ganaderos de Santa Narda de Miguaque, don Alfredo Enrile Salom, los felicitó efusivamente, dejando rechinchinar el hielo que rebosaba en su vaso lleno de fino escocés.
—Caramba, padre Carrasco, ¡estos muchachos suyos son unos rolitrancos de alumnos!
—Constancia y método, mi dilecto don Alfredo.
—Cuente con mi colaboración para el próximo año escolar, padre. A propósito, ¿de qué marca es este güiski tan bueno con que usted nos ha obsequiado hoy?
—Es “Chivas Regal”. Un presente de nuestro gran amigo el coronel Ferrer, quien lo obtiene a muy buen precio en los almacenes militares.
—Caracha,  voy a hablar con él para que me consiga unas cuantas cajas, ya que el quince se casa Alejandra, mi segunda hija, y me gustaría contar con este néctar de dioses para brindar a mis invitados. Vendrá el ministro de agricultura y cría y, por supuesto, espero contar con su presencia en la recepción, padre.
—Ahí estaré, don Alfredo. No se despreocupe.
—Y ustedes, jovencitos — se dirigió a Sojito y al “Chino” Rivera —: ¡echen p’alante!
A continuación, el sacerdote y sus dos pupilos se encaminaron hacia donde estaba María Esperanza Alvarenga en animada conversación con Adriana de Antilano y Jackeline de Moros.
—... y estuvimos bailando hasta las cuatro de la madrugada, muérete, y Efraín habló con el maestro Billo para que la orquesta siguiera tocando, pero qué va, el hombre se puso terco y no quiso por más plata que le ofrecieron. Si hubiera sabido eso le digo a Efraín que contratara al profesor Arístides Mazatlán porque, te digo, ¡qué rico hubiera sido quedarse bailando hasta el amanecer! No, chica, ya la gente no quiere trabajar como antes. Ay, pero si aquí tenemos al padre Carrasco con su par de genios. Dígame, padre, ¿qué le parece el cambio que hemos hecho de la verbena pro-fondos para la nueva sede del colegio de las monjas? La pospusimos para el catorce. Ya hablé con la madre Del Valle y la idea le pareció excelente.
—No hay que olvidar que el quince es el matrimonio de Alejandra Enrile y Romualdo Fragachán — replicó el padre Carrasco —. No querremos, seguramente, que se nos forme una mescolanza con tantas fechas juntas. A la gente le van a faltar energías para aguantar, ¿no les parece?
—Ay, padre — intervino Adriana de Antilano, haciendo una mueca involuntaria con su boca recargada de pintura de labios —, usted como que no conoce a los miguaqueños. Aquí cuando se decreta la parranda no hay quien la pare.
—Me dijeron que el vestido de Alejandra está soñadísimo — acotó Jackeline de Moros —. Vamos a tener dificultad para elegir el mejor trousseau del año. Aunque yo sigo opinando que el traje de reina de María Enriqueta estuvo sencillamente esplendoroso.
—Sin duda alguna, Jackie — dijo el padre Carrasco, dirigiéndole una glotona mirada a la provocativa pechuga de la cuarentona, pero bien conservada, viuda de Moros.
—Y a propósito, Sojito, ¿dónde está Elena que no la vi hoy aquí en el acto? — interrogó empalagosamente Adriana de Antilano.
Sojito titubeó.
—Esteeee, se quedó en la casa, señora Adriana. No se sentía bien.
—Me lo imagino — susurró irónicamente Adriana de Antilano —. Últimamente le están pegando mucho los ratones de Pedro Ramón.
—Adriana, por Dios — la increpó María Esperanza, conteniendo a duras penas la risa.
El padre Carrasco carraspeó prudentemente procediendo, de inmediato, a llevarse a sus alumnos a otro sitio, no sin antes concederle un imperceptible y ludíbrico guiño a Jackeline de Moros, a lo cual correspondió la cuarentona con una media sonrisa furtiva.
Ya alejándose del lugar donde se hallaban las tres señoras, Sojito alcanzó a escuchar sus cuchicheos mimetizados, con velada y torva intención de chisme compartido.
—... se la pasa tan borracho que no se da cuenta de que José Gregorio Livorini le está comiendo el maíz salteado.
—Pedro Ramón ya no puede con la caramera, mijita.
—Ji ji ji ji ji...
  ¡Y José Gregorio Livorini no es el primero!
 ¡Ni el último!
—Ji ji ji ji ji...
Al conjuro del nombre que le producía tan encontradas emociones, Sojito sintió un vacío en el estómago. Volvieron a su memoria las tigrescas pupilas y la presencia autoritaria que tanto aborrecimiento le causaban, sobre todo al percatarse de la caterva de turiferarios y áulicos que le salían al paso cuando se desplazaba por las calles de Miguaque en su siempre abrillantado y flamante Cadillac El Dorado.
En un descuido del padre Carrasco, Sojito le hizo una seña al “Chino” Rivera.
—Me voy, “Chino”.
  ¿Qué es? ¿Para dónde?
—Para mi casa. Si preguntan por mí no me has vuelto a ver.
—Oye, ¿te vas y me dejas con este muerto encima?
—Cálatelo tú. Ya estoy harto de que lleven de aquí para allá en exhibición como si fuera una curiosidad de circo.
—Bueno, allá tú. Yo voy a esperar un poquito más a ver si puedo conversar con las muchachas.
—Sí, ya me di cuenta de que botas la baba por Rosita Bustamante. Y la verdad es que no se ve mal la niña.
          ¿Verdad que sí? — preguntó el “Chino”, ansioso.
—Mmmjú. Pero la más bonita de todas sigue siendo María Enriqueta.
—Que no te oiga Alfredito Enrile porque si lo hace te va a aplicar la tortura china. ¡Ah hombre para ponerse como un querrequerre cuando le nombran a la carajita!
—Y hay que darle la razón porque de verdad la muchacha se las trae.
—Se las trae o se las lleva, pero yo me quedo aquí porque quiero declarármele a Rosita. Deséeme suerte, hermanito.
—Échele pichón, pues — dijo Sojito, procediendo a abandonar el recinto colegial antes de que el padre Carrasco lo llamase a demostrar sus enciclopédicos conocimientos frente a cualquier figurón de las finanzas o la política locales.
No quería ir para su casa. Presentía, sin querer concedérselo en forma consciente, que se tropezaría allí con la desagradable e impertinente presencia de Livorini.
Decidió torcer el rumbo hacia donde vivía Pedrarias. Seguro que lo encontraría, absorto y alejado del mundo, escuchando una y otra vez su creciente colección de discos de Los Beatles. Al menos pasarían un buen rato solazándose con la inquietante música que también a él, a Pedro Esteban Sojo Bernárdez, estaba comenzando a provocarle cosquillas sensoriales.

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