BARQUERO
Lenta y pausadamente, Pedro Ramón Sojo
deslizó su mano derecha a través del dril del bolsillo. Estrujó con fruición el
último billete de veinte bolívares que le quedaba.
—
¿Cuánto es, mi querido amigo, compatriota de
Camoens? —carraspeó, con acento alcoholizado.
El lusitano lo observó, desaprensivo.
—São
veintidoush boulívaresh, paizano. Ounce cervecéitash.
La mirada de Pedro Ramón pareció margullirse
en lejanías huidizas. A través de la humareda de los cigarrillos, un par de
barrigudos parroquianos trataba de ganarse el favor de una fichera a la vera de
una sinfonola.
Sembré una flor...
—Me va a disculpar, amable Cicerone— siseó,
con errática dignidad, Pedro Ramón—, pero le voy a quedar debiendo dos
bolivaritos. Se los pago en el próximo viaje.
Pedro Ramón pretendió levantarse del
taburete. Una mano lo asió con fuerza.
—Qué va, paizano. Ya con eshta são oushenta
boulívaresh que me débesh. Ou
cancéilash ahurita ou véimush coumo hacéimush, pero de aquí não te vash sim
pagar.
Yo la regaba
con agua que cae del
cielo.
Y la regaba con
lágrimas de mis ojos...
Un intento de leve manotazo de Pedro Ramón,
buscando desembarazarse del agarrón, consiguió hacerle perder el equilibrio. La
brusca caída hizo que se golpeara la boca contra el filo de la barra.
Mis amigos me
dijeron
ya no riegues esa
flor:
esa flor ya no
retoña,
tiene muerto el
corazón...
Metamorfosis soez.
—
¿Qué pasa, portugués? ¿Crees que no te voy a
pagar tus cuatro lochas? —un vahído se
le coagulaba por las romanillas del mareo. Palpó con su lengua, en la acritud
del paladar, una viscosidad salada. No sentía el labio, pero sí la creciente
hinchazón. Pedro Infante, desde la rocola, seguía musitando:
... esa flor ya no retoña
tiene muerto el
corazón.
La terrosa sensación de sangre le creó un
agobio de furia. Olvidando la indignidad pasada, asió una botella de cerveza a
medio llenar y la arrojó contra la rockola. Los chispazos eléctricos saltaron
como sordas centellas glaciales. Con ira gutural, propinó un puntapié a una
silla aledaña que, por poco, alcanza a una desnutrida meretriz. La reacción de
los parroquianos ventrudos no se hizo esperar.
—Pero bueno, ¿qué le pasa a éste? — exclamó
el primer barrigudo, mientras inmovilizaba a Pedro Ramón atenazándole los
brazos por la espalda.
—
¡Aquiétate, marrrdito borracho desgraciao! —
gritó, asustada por los fogonazos que todavía seguía arrojando la agónica
sinfonola, la desnutrida meretriz. Esquivaba, simultáneamente, las epilépticas
patadas de Pedro Ramón, en inútil esfuerzo por zafarse.
—Llame a los policías, paisano, para que se
lleven a este beodo— manifestó el segundo barrigudo, atajando las piernas
frenéticas de Pedro Ramón.
—
¡Suéltenme, sicarios! — la ebria voz se destejía
en abismos de saliva reseca.
El portugués había cogido un garrote,
parecido a un rolo de policía, y se aproximaba amenazante.
— ¡Maudito
deshgraciadu!
—
¿Te vas a cobrar tus piches ochenta bolívares
con mi vida? — Pedro Ramón pujaba con denuedo. En un recodo de su conciencia,
la abrumadora vergüenza de su autoestima pisoteada lo impulsaba a una patética
jaquetonería —. Anda pues, miserable. ¡Mátame! ¡Mátame para que satisfagas tus
rastreros instintos! ¡Cóbrate con sangre la malhadada deuda que en infausto día
adquirí contigo! ¡Y que los mil demonios del paraíso de los réprobos carguen
después con tu alma vil de filibustero y mercenario!
—Adiós carrizo, el tercio nos salió pico’e
plata— prorrumpió el primer barrigudo, apretando aún más los brazos de Pedro
Ramón.
—Mejor es que llame a la justicia, paisano—
aconsejó el segundo ventrudo, batallando con las exaltadas piernas de Pedro
Ramón al tiempo que se apercibía de la nada saludable intención del portugués.
—
¡Acaben conmigo, verdugos, energúmenos,
centuriones de las tinieblas! — voz aguardentosa, pastosa, acrimoniosa.
—
¡La tuya, por si acaso es conmigo! — ripostó
la desnutrida meretriz.
Atraídas por el escándalo, se asomaron las
otras prostitutas, algunas de ellas sólo cubiertas por pantaletas y sostén,
mientras que sus clientes también trataban de atisbar el rebullicio proveniente
del bar desde las habitaciones del fondo del pasillo.
—
¡Contémplenme, oh hetairas, oh moradoras de
este sórdido mabil, en los momentos de mi pasión, mientras estos esbirros
palurdos me conducen al gólgota de mi falaz destino! ¡Dispongan de mi hálito
vital, malditos cancerberos del averno!
La cabeza de Pedro Ramón Sojo se zarandeaba
mostrando escleróticas extraviadas.
—Este borrachín lo que está es alucinando—
el primer barrigudo intentaba sujetar firmemente a su presa—. ¿Qué fue lo que
le diste, portugués, para que se pusiera así?
—
¡Ese ron que tú sirves aquí como que está
adulterao, João! — gritó un parroquiano en calzoncillos junto a la puerta
entreabierta de una de las habitaciones del pasillo. La chica que lo acompañaba
lo haló nuevamente hacia adentro.
—No les hagas caso, João— dijo la desnutrida
meretriz—, y llama al prefecto para que se lleven rápido a este revoltoso.
— ¿E quem me
paga la jrrrocola? Não senhor, eshto não se queda assim.
Pedro Ramón se puso lívido, conteniendo la respiración.
Los demás pensaron, instintivamente, en un ataque de apoplejía o algo similar.
Todos se paralizaron, a la expectativa por un segundo cuando, de repente, Pedro
Ramón bufó:
—
¡Cayo Bruto traicionando al César! ¡Vinoni
traicionando a Bolívar! ¡Judas Iscariote traicionando al Cristo! ¡Maldito seas!
—
¡Agárrelo bien, compay, que este elemento se
echa unas revividas raras! — el segundo barrigudo pugnaba con las canillas
temblequéricas del ebrio.
Pedro Ramón intentaba zafar sus miembros,
como si en ello se le fuera la vida.
—
¡Me vendes por cuarenta denarios! ¡Prefiero
morir antes que presenciar tamaña iniquidad! ¡Llévame, Luzbel! ¡Ven por mí,
ángel de las tinieblas! ¡Te prefiero mil veces antes que caer en las hediondas
fauces de estos pérfidos reptiles!
—Caracho, compañero, ¡nos salió teatro
gratis! — batalló el primer barrigudo, sudando copiosamente por el esfuerzo de
inmovilizar al delirante intoxicado.
El portugués se aproximó, aún más
amenazante.
—Borrashu do merda— masculló, con furia almidonada—:
me las vash a pagar tóudash y cada una de lash que me débesh.
Ya alzaba el garrote para propinarle a Pedro
Ramón un golpe por las corvas, cuando una voz retumbó desde la puerta principal
del establecimiento.
—
¿Qué acontece, João?
El aludido reaccionó a la autoridad de la interpelación.
—Mire, senhor Viera, não esh la primeira
véish que eshte ceudadanu viene aquí a beber cervezínhash y preteinde irse sim
pagar. Aparte de que acaba
de deshtrouzar la jrrrocola por uma jrrrabia que agarrou.
Viera se abrió paso entre los presentes.
Pedro Ramón permanecía casi lánguido, su humanidad oprimida por el abrazo
sofocante del barrigudo bicéfalo.
—Ya veo— dijo el señor Viera, observando la
sinfonola deteriorada.
—Iba a shamar a la policía cuando o senhor
shegou— João explicó, ya más apaciguado.
—Pero, antes de eso — interrumpió el señor
Viera, con escasos trazos de acento lusitano al hablar —, me imagino que
pensabas darle un pequeño escarmiento a este buen amigo.
—Mais u ménush...
Viera lo miró con acritud.
—
¡Ni se te ocurra!
Se tornó hacia los dos ventrudos.
—Déjenlo ir, por favor.
Los dos compadres se miraron entre sí y
luego posaron su mirada en el hombre que, con reposada autoridad, los conminaba
a dejar libre al borracho. La actitud de aceptación subalterna de João los
acabó de decidir.
Pedro Ramón despertó de su ominoso letargo
al sentir sus extremidades en libertad. Paseó su vista alrededor como si no
comprendiera nada de lo que estaba ocurriendo.
—Amigo Sojo— Viera colocó una mano comprensiva
en su hombro—, váyase a su casa tranquilamente. ¿Me ha escuchado?
A través de una confusión impregnada de
brochazos de neón, la dignidad afectada de Pedro Ramón se irguió una vez más.
Ensayando una pose de férula agrietada, agradeció la oportuna ayuda de su
bienhechor.
—Así se habla, mi dilecto camarada, así se
habla... Quiera Dios que nos consigamos de nuevo en ocasión más propicia para
festejar debidamente este excelso momento. Desearía, asimismo, que fuese usted
mi invitado para agasajarlo merecidamente por su calidad de prohombre
servicial, honesto, leal y...
—No se preocupe, señor Sojo— interrumpió
Viera la locuacidad mareada de Pedro Ramón—, que ya tendremos tiempo más
adelante para departir.
—Para brindar —
insistió Pedro Ramón.
—Ajá, para brindar. Mientras tanto, váyase
ya para su casa. No tenga pena.
João veía a su patrón con preocupación.
—Peru, senhor
Viera...
—Fica
tranquilo, João— lo calmó el señor Viera.
Pedro Ramón insistía con el brindis.
—Como decía el vate: “La ocasión la pintan
calva”. Sería bueno no desmerecer los augurios que nos ofrece el hado...
Viera hizo un gesto apremiante a los
barrigudos, entregándoles sendos billetes de a diez bolívares.
—Llévenlo a su casa— les ordenó Viera.
—
¿Y dónde será eso? — interrogó el primer
ventrudo.
—En la calle Federación, como a dos cuadras
de aquí. Verán estacionado un Cadillac El Dorado enfrente.
—
¿El de José Gregorio Livorini? — preguntó el
segundo barrigonudo.
Al escuchar ese nombre, Pedro Ramón se tensó
como guaya de amarrar buques.
—Ese mismo— respondió Viera, para luego susurrar
pretendiendo no ser escuchado por el embriagado causante del desbarajuste—, y
si están aquí de regreso en menos de quince minutos la casa les brindará otra
ronda.
Pedro Ramón reaccionó con indignación cenagosa.
—No, no, no quiero ir allí. Quiero quedarme
aquí, quiero brindar por el nácar de la luna, por el incienso de las grietas,
por el...
—Llévenselo— reafirmó el señor Viera.
—
¡No deje que me lleven, mi dilecto amigo!
Los dos ventrudos lo aferraron con firmeza a
la par que lo arrastraban.
—
¡Será mi sacrificio! ¡No deje que me arranquen
el corazón en el teocali! ¡No, Moctezuma, no, noooo!
—
¿Y cómo queda o pagu de la jrrrocola, senhor
Viera?
—Mañana arreglo eso con José Gregorio
Livorini, João. Él es quien lleva los asuntos de Pedro Ramón Sojo.
João se rascaba la patilla izquierda.
—¿Não é ese o
cara que sempre anda con uma triguenhota buenamozota?
—Esa es la esposa de Pedro Ramón.
—
¡Casho em la manga!
A todas estas, Pedro Ramón era llevado en
peso por sus dos entusiasmados guardianes, quienes ya saboreaban en su
imaginación las cervezas prometidas por librar al negocio de los lusitanos de
tan engorroso cliente.
Pedro Ramón, en su pegostoso delirio,
continuaba con su ritornelo de
incoherencias.
—
¿Por qué, Amalivac, dejas que me consuma en
esta charca emponzoñada? Líbrame, por todos los cielos, de este amedrentamiento
eléctrico para que mi verbo no se vea constreñido y pueda, al fin, revelar la
verdad contenida en el arcano de los tiempos...
—Qué vaina, compay, tendremos que calarnos a
este discursero.
—No afloje, compita, que ya estamos
llegando.
—... mi sacrificio será un parto visionario,
un suspiro que liberará al hombre del dogal de la repugnante muerte, puente de
césped entre la indolencia baladí y el...
Un transeúnte, en medio de la brisa de las
once y media de la noche:
—Cará, ahí llevan otra vez a Pedro Ramón,
muerto de la pea y hablando más pendejadas que un guaro después de un aguacero.
Arribaron, por fin, a la casa de la calle
Federación. El Cadillac estaba aparcado enfrente. Como por arte de birlibirloque,
Pedro Ramón enmudeció.
—Bueno, maestro —dijo el primer barrigudo—,
ya llegó. Métase para adentro y acuéstese para que se le pase esa juma.
—
¿Lo dejamos aquí en el zaguán, compita? —
preguntó el segundo barrigudo.
—
¿Qué quiere, compay, que lo lleve cargado
hasta su cama y lo arrope con una cobija pelúa?
—Por lo menos toquemos la puerta para que alguien
de adentro venga y lo recoja.
—No-ó, gallo. Hasta aquí llegó el cariño.
—Monós, entonces.
—Monos, dijo Monagas.
—Nos juíiiiimos, como dicen Los Corraleros
de Majagual.
Al saberse en territorio conocido, Pedro
Ramón reaccionó, más por fuerza de la costumbre, guiado por una especie de
tropismo desnudo, que por raciocinio consciente. Sus pasos resonaban quedamente
en el piso de grises mosaicos. “Tanto tiempo viendo la misma imperturbable
simetría de estas losas”, pensó, “que ya debo tenerlas talladas con buril en
las telarañas de mi alma”. Una imagen del corazón de Jesús enmarcada en baquelita
lo observaba desde la luz amarillosa del aplique cobrizo encima del anteportón,
con ese atisbo acusador e impertérrito de todos los santos refugiados detrás de
vidrios tibios. Pedro Ramón le devolvió la mirada, inestable por el fermento
del desequilibrio nauseabundo de su cabeza. “¿Qué me ves, bellaco?”, murmuró,
sintiendo una opresión macilenta en la pesadez de su respiración. La saliva se
le atascaba en la resequedad del paladar.
Escuchó susurros detrás de la puerta. Eran
ellos, lo sabía. Se aproximaban. Intentó recuperar, mediante un gesto desafinado,
algo de altivez para disfrazar un poco la ruindad de su facha y de su porte.
La puerta se abrió.
La mirada despectiva de José Gregorio
Livorini le maceró las sienes.
—Ah caramba, ¿cómo está ese gran jefe? Pase
adelante, no se quede ahí — la voz gruesa y cavernosa, con su cadencia
imperativa, no le dejó alternativa.
Se introdujo en el recibo con un esfuerzo
que le hizo sentir en la nuca la carne de gallina. Como de costumbre, Elena ni
se dignó a verlo al pasar, cual si fuera un bicho, un insecto, o peor aun, como
si no existiese.
Los oía cuchichear. Quizás se estarían riendo
de él, burlándose cruelmente de su miseria como hombre. Lo embargaba un
pensamiento crudo, más intuido que razonado. Pero esa noche, no sabía por qué,
comenzaba a mentalizarlo, a digerirlo, a desmenuzarlo. Por algún resquicio se
le estaba colando una sedición, a través de una costra sedimentada de iniquidad
y humillaciones.
La reacción condicionada por tantos años de
bajeza lo conducía a la pieza que ocupaba al fondo del caserón. Los luceros del
firmamento lo guiaban como si fuera una res nariceada. Mas no esa noche. Tenía
que pensar. Tenía que sopesar su vida. Tenía que oponerse a los rebullones.
Sí. Escudriñarlo todo. Revolver todos los aparadores
y gavetas de su espíritu, como en un sicoanálisis visceral, íntimo y
desgarrador. El autorretrato de su muerte en vida.
Llegó a la pieza. Encendió el bombillo y se
quedó viéndolo fijamente, aguardando a que los mosquitos de la noche iniciaran
su contoneo petulante y alocado alrededor de la luz amarillosa y tristona. Las
acuarelas de su alma.
Elena. Elena. Ahora lo comprendía. Ella no
era culpable de este desgarramiento inaccesible que lo emació cual carcinoma
voraz desde el primer instante en que la vio y en las incontables ocasiones en que
la siguió hasta la casa del matacochino y la vieja dulcera. Era, entonces, un
muchacho ingenuo aficionado a la poesía, a la música clásica y a las pocas
películas de autor que acertaban a pasar en el cine “Manapiare”. Un joven de
sensibilidad altruista en un rincón perdido del llano. Tales refinamientos provocaban
en sus coetáneos burlas y chascarrillos, y aun dudas acerca de su hombría.
Huérfano desde temprana edad, Pedro Ramón había cultivado sus peculiares gustos
en la soledad. Nunca había sentido el aguijón ardiente de las pasiones ni el saetazo
de la congoja hasta que percibió, por vez primera, el olor a humo flagrante y a
hojarasca culpable de Elena.
Fue una obsesión que se le clavó como un
dardo exquisito en los sueños, en los insomnios y en el bajo vientre. Los
poemas abstrusos que escribía para el periodiquito de don Lorenzo Miranda
Toledo —pletóricos de divertimentos pomposos sobre la exuberante naturaleza del
llano y de metáforas peatonales sobre las aves y las nubes— se convirtieron en
lamentos agobiados de mareas despechadas. Eran mensajes sin destinatario, ya
por su timidez proverbial o, bien simplemente, porque el objeto de su delirio
se saltaba la lectura de la sección literaria del periodiquito para
concentrarse en la sección de chismes de farándula.
El resplandor del bombillo lo hipnotizaba,
aun estando fuera de foco. Sus memorias de aquella época eran un mazacote de
arias de Enrico Caruso y de sudorosas noches de vigilias poéticas con don
Lorenzo, su cuasi confidente.
—Muchacho, ¿y quién es esa lejana Beatriz,
esa infranqueable Dulcinea que ha cegado tu luz de esa incordial manera? — le
preguntaba el viejo intelectual pueblerino.
Y
Pedro Ramón se rememoraba timorato, como un leproso endeble. Sufría de vértigos
indoloros ante el vislumbre de la acanelada belleza que martirizaba sus noches
solitarias. Le dio por espiarla. Por seguirla de lejos. Por retorcerse de celos
al verla pasar con Medardo Enrile, con Lino Fragachán y con aquel galanzaso de
profesor (“¿era Quesada que se llamaba el tunante?”) que tenía aquel
convertible de adonis de película gringa y que desapareció de un día para otro
de estos contornos sin que se supiera más nada de él. La observaba desde la
cobarde distancia de su pusilanimidad, sacudiéndose de perturbadores
escalofríos cuando se proponía — de una vez por todas y para siempre —
abordarla, hablarle, verla de cerca y declararle, sin cortapisas, su amor, su
pasión, su locura, su creatividad desbocada en desatinados poemas sin rima para
la tinta de la imprenta del periodiquito de don Lorenzo.
Y recordó también, amortajado de vergüenza,
aquella tarde lejana, impregnada de la fragancia de los años 50, cuando se la
presentaron. Sí, ahora se acordaba bien. Nunca llegaría a borrar esa memoria
por completo, aun inhumándola en los cuchitriles del alma.
Fue en una ternera, en un fundo de Alfredo
Enrile Salom. Estaba en un corrillo, hablando de los poetas y copleros del
llano con don Lorenzo y los dueños de casa. “El renco Loyola y su pañuelito
significan una puesta en escena rústica de una ópera de centauros que implora
por un Verdi vernáculo que la escriba”, apuntaba él, doblegando su consabida timidez.
Repentinamente, se escuchó la voz carrasposa de Lino Fragachán dando las buenas
tardes y uniéndose, impulsivamente, al grupo. El foco de la conversación se
desvió. Sintió un disgusto marcial por la interrupción de su tema favorito. Y
la vio a ella, ahí mismo, a su lado. Las rodillas se le convirtieron en atole.
—Quiero presentarles a Elena Bernárdez.
Acaba de ser electa novia del estudiantado miguaqueño— dijo Lino Fragachán.
Rostro demudado de la señora Enrile quien, a
duras penas, le dio la mano a Elena y pidió permiso. Pedro Ramón, haciendo un
esfuerzo inaudito, logró estirar su brazo.
—Mucho gusto. Pedro Ramón Sojo— expresó, con
un ligero tartamudeo que cogió camino hasta sus manos sudadas.
—Encantada. Elena Bernárdez.
Y eso fue todo. La muchacha ni siquiera lo
miró de soslayo. Casi de inmediato, Lino Fragachán y ella se marcharon.
—Qué encanto de criatura— comentó Alfredo Enrile
Salom, engolosinado.
—Es una ninfa, una musa, una inspiración
sublime. ¿No te parece, Pedro Ramón? — preguntó don Lorenzo.
—
¿Ah? — atinó a decir el aludido.
Desde aquel instante, esa hematuria luminosa
no lo dejó en paz. Procuraba aparecérsele intempestivamente. Se le atravesaba
en el camino, fingiendo casualidad, para ofrecerle compañía. Ella se excusaba
con coqueta indiferencia: era su estado de gracia natural.
Pedro Ramón desfallecía atormentado.
Un domingo en la tarde tuvo, al fin, la
ocasión de toparse con ella, a solas. “Es ahora o nunca”, pensó. Como ya era
usual, le ofreció escoltarla hasta su casa. Ella no rehusó. Comenzó, entonces,
a hablarle con lenguaje ampuloso de exaltación. La describió como flor de
éxtasis, lucero mágico, cielo del mismísimo cielo en versos inflamados. Le
suplicó piedad para el penitente, para el asceta abochornado que era él mismo.
Si no hubiera estado poseso por esa
impulsividad fluvial, habría notado una ausencia desesperanzada, una mácula
lacerante en la lozanía de la muchacha. Sus ojos permanecían opacos y
distantes. Su habitual actitud de princesa regalona se había disipado en aires
enclaustrados.
En la acera norte de la calle Libertad
comenzaba una invisible pero precisable división en la calidad social de los
habitantes de Miguaque. De aquel lado, la pobreza contenida, la sordidez
disimulada, la vulgaridad de la medianería. Al llegar ahí, Elena se detuvo,
inexplicablemente. Las beatas que cruzaban en su camino hacia la misa de 6 la
miraban de reojo, rumiando su desaprobación envidiosa. Pedro Ramón sintió el
agobio poroso del tiempo decisivo.
—Elena, cásate conmigo.
Hasta ese momento, las palabras de Pedro
Ramón habían sido como zumbidos de moscas en sus oídos. Se tornó y lo miró con
expectativa curiosa.
—Elena, cásate conmigo— el bombillo despidió
un fulgor ambarino mientras Pedro Ramón, sentado al borde del camastrón,
recordaba la extraña expresión de Elena.
—No sé— dijo ella, escuetamente, prisionera
de dudas rígidas.
—Debo parecerte un impulsivo, Elena, pero
quiero decirte que te has convertido en una obsesión para mí. Estoy enamorado
de ti.
—Hasta luego— fue su respuesta. Pedro Ramón
la vio alejarse, atravesando el polvo globular de una tarde de domingo
agonizante.
Pedro Ramón insistió. Todos los días la
esperaba, la acompañaba, la vigilaba. Se hizo habitual en la bodega de Cándido,
su reblandecido y fofo hermano. Compartía la tertulia dicharachera de la vieja
dulcera en el reducido espacio del fogón de las multifragancias.
Hasta que un día, de sopetón:
—Está bien, Pedro Ramón. Seré tu esposa.
Se quedó perplejo por lo descomunal de su
oceánico regocijo.
—Pero quiero que nos casemos ahora mismo, de
ser posible.
En medio de su gozo, Pedro Ramón no se hizo
de rogar. A la semana ya estaban unidos en matrimonio civil y eclesiástico.
El aura nictitante del filamento se
reflejaba en el sudor ambulante de sus sienes.
“Elena”, pensó, “tan cerca y tan lejos de
mí”. Recordó su cuerpo duro y esquivo que, al poco tiempo, lucía deforme,
abombado y cruzado de vasos capilares por la gestación. Recordó sus labios
incitantes desde el exterior, pero yertos y carentes de ardor cuando los
besaba. Recordó sus ojos profundos y ajenos. Recordó sus repetidos fracasos por
hacerla temblar de placer, por excitarla en sus brazos. Recordó sus torpes
aproximaciones, sus torpes manos, sus torpes caricias. Recordó las eyaculaciones
precoces. Recordó a Elena debajo de él, indiferente, ausente, frígida en la
atmósfera de sus presencias corporales, cual espíritu errante y rebelde.
La visión del bombillo ahora estaba empañada
por unas lágrimas que sabían a corcho.
Su matrimonio con Elena significó el
comienzo del derrumbe. Una serie de malas negociaciones arrancó la lenta merma
de su patrimonio. Nunca había sido hombre para lidiar con la realidad, pero
siempre había podido mantener una esencia básica de habilidad administrativa.
No más.
Su ofuscación no hacía más que crecer al
confrontar su fracaso como macho ante la cercanía de Elena. Su inspiración
literaria, esa secreta ambición que lo estimulaba a erguirse por sobre las
miserias cotidianas, se evaporó. Don Lorenzo lo recriminaba amablemente por no
haber mandado más colaboraciones para la sección literaria del periodiquito. A
Pedro Ramón le parecía ser objeto de hirientes escarnios, de cuchillos
candentes generándole más y más cicatrices. Y cada año transcurrido significaba
pérdidas y más pérdidas en tierras y capital.
Para colmo, el niño había salido enfermizo.
Al principio, Elena se desvelaba con los achaques del pequeño: frecuentes y
altísimas fiebres, ataques de asma, tosferina, sarampión, lechina, paperas,
anemia. Al cabo de un par de años, comenzó a desentenderse. La vieja dulcera se
hizo cargo del chipilín ante la indiferencia cada día mayor de sus padres.
No tardó Pedro Ramón en percatarse, aunque
se acobardara en reconocerlo conscientemente, que Elena había vuelto a las
andadas. Nuevamente la veían en compañía de los viejos verdes de Miguaque y
Tenapa, sonsacándolos con sus mañas de apetitosa manceba. Los celos reprimidos
lo despeñaron, ahora sí, sin pasaje de retorno, al alcohol.
Y José Gregorio Livorini irrumpió en la vida
de todo el mundo.
Había permanecido alejado de la civilización
durante los tres años de gobierno adeco, posteriores a la caída de Medina
Angarita, y la subsiguiente dictadura perezjimenista, ocupado en atender sus
hatos. De cuando en cuando llegaban a Miguaque las noticias de sus lances personales
en lejanos pueblos de Guárico y Apure, lo que acrecentaba su leyenda de hombre
de armas tomar.
Un buen día, poco después del derrocamiento
de Pérez Jiménez, los miguaqueños percibieron una legión de albañiles y
carpinteros dándose a la tarea de restaurar la vieja casona de la calle La
Cuaima, frente al sitio donde había perecido Silvestre Lindano de un balazo en
la frente, disparado certeramente por el ulteriormente propietario del inmueble
y consolador de la viuda del finado, el general Anacleto Livorini.
Al poco tiempo apareció el nieto José
Gregorio, seguido de una legión de espalderos, tomando posesión de la anchurosa
residencia. Desde ahí dirigía sus negocios ganaderos, inmobiliarios y de usura.
Todos los años deslumbraba a los lugareños con un vehículo último modelo,
invariablemente Cadillac.
Resultó inevitable: Elena y Livorini se
tropezaron en el camino. Dos animales del monte, de naturalezas nada ambiguas
pero equivalentes. Por un lado, la hechicera a pesar de ella misma. Por el
otro, el tigre ávido de carne fresca. No tardaron en hacerse amantes. El terror
al felino obligaba a todos en Santa Narda de Miguaque a hacerse la vista gorda.
Pedro Ramón sintió que el vapor rumoroso del
bombillo desguazaba la mica de indignidad y fingida ignorancia que le velaba el
pensamiento. Se sabía ahíto de vergüenza. Estaba mancillado por el enojo
acumulado durante años de vejaciones y fracasos. Se ahogaba de cólera.
Salió al patio y respiró profundamente. La
modorra del alcohol daba paso a una determinación desconocida. Tenía que hacer
algo. Pero, ¿qué?
En eso notó que Pedro Esteban llegaba de la
calle y se dirigía a su habitación. Era otro ser en su cosmogonía de espíritus
burlones. ¿Qué era aquel muchacho? Una nave a la deriva, quizás. Tenía que
serlo puesto que ni él ni Elena nunca le habían prestado demasiada atención y,
por sobre todas las cosas, los chiquillos necesitan siempre de calor y afecto
por parte de sus padres. Pedro Ramón lo sabía en carne propia porque había quedado
huérfano desde muy pequeño. “Nunca es demasiado tarde para remediar los entuertos”,
pensó. Se encaminó hacia el cuarto del adolescente.
Abrió la puerta. Sojito se desvestía. Pedro
Ramón intentó sonreír paternalmente. Sojito vio una mueca en la demudada faz de
aquel ser que desempeñaba en su teatro particular el rol de progenitor. Se
indignó. Pedro Ramón pensaba para sus adentros, en términos sobrios, pero lo
que reproducían su cara y sus gestos eran los manierismos lerdos de los beodos.
Pedro Esteban lo miró con desprecio y fastidio. Pedro Ramón pretendió jugarle
una chanza amable, con voz risueña y afectuosa, pero su garganta lo traicionó
con un chillido baboso ribeteado de histeria.
—
¿Por qué no te cortas el cabello, muchacho
viejo feo, que pareces una mujercita?
Avanzó para abrazar a su hijo. Pedro Esteban
vio a una especie de zombi maloliente y sebáceo que se aproximaba con
intenciones de molestarlo y abrumarlo con monsergas de loro embriagado. Fuera
de sí y presa de una furia relampagueante, lo expulsó con saña, cerrando
violentamente la puerta. Pedro Ramón trastabilló y cayó de bruces por segunda
vez en la noche.
Sojito se acostó en su chinchorro sintiendo
violentos espasmos en toda su escasa estatura. “Tengo que irme de aquí”, pensó
una y otra vez. La respiración le fallaba y la vista se le nublaba. “Tengo que
irme de esta maldita casa de locos antes de que yo también sucumba”. La
reiteración del mismo pensamiento plenó su mente hasta que el sueño lo venció.
Pedro Ramón palpó el hilillo de sangre que
brotaba de sus labios partidos. Rió para sus adentros sin saber por qué. Se
levantó desmañadamente. “Otra vez el condenado mareo”, rumió. Se sintió mal. El
instinto lo llevó de nuevo a su pieza. Hurgó en un viejo baúl y consiguió una
carterita de caña clara. Tragó largo y recuperó en parte su memoria perdida.
Súbitamente los vio con claridad supina, sin
brumas, como si estuvieran allí mismo, de cuerpo entero. Refocilándose en la
cama matrimonial que él compró en tiempos mejores, esos dos, cual bestias en
celo, salvajemente y sin treguas. Livorini pasaba su lengua bífida de mapanare
por todo el cuerpo de ella y posaba sus ojos amarillosos y manchados de jaguar
cebado (o, más bien, ¿era el bombillo que se había transformado en sus pupilas?)
en la mata tupida del sexo de Elena, mientras a ella se le veía el vientre
latir desaforadamente y Livorini era un cunaguaro ágil y artero y fálico sobre el
cuerpo escultural de esa hechicera.
Pedro Ramón se abalanzó sobre la visión.
Quedó con la cara sobre la almohada, manchándola
de sangre, mientras sollozaba, sin freno, su impotencia.
—
¡Por mi madre que los voy a matar! ¡Así sea
lo último que haga! ¡Por mi madre!
Lo repitió infinitas veces en aquella noche
larga, larga como una cerbatana de indio Panare.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario