domingo, 28 de diciembre de 2014

Gris (IV)





MARÍA ENRIQUETA


La casa de muñecas era un universo de embrujos miniaturizados. A través de ella, a través de sus espacios y de sus penumbras, se desplazaban los fantasmitas de María Enriqueta Alvarenga, la hija de María Esperanza. Los días germinaban, se asomaban en volutas de ausencias y agonizaban en los alrededores del viejo caserón goteroso, con calor efervescente que hacía brotar bolitas de sudor encima del labio de la niña rubia. Pero en su mundo particular, el mundo donde solamente ella tenía acceso, nadie se preocupaba por las malcriadeces del tiempo. Todo era perfecto e impoluto.
Visto con humor de profano, el aislamiento de la chiquilla de ojos de aguamarina hubiese parecido otro caso de niño ensimismado en los vericuetos de su peculiar mundo interior. Empero, aquellas muñecas engalanadas como princesas renacentistas, aquellos peluches bondadosos y, en particular, aquella casa reducida, estaban dotados de vida por causa de unos de unos duendes que solo respondían al conjuro de María Enriqueta. Por eso  odiaba el que cualquier otra niña, aun sus hermanas mayores, osasen tocarlos, acariciarlos o, tan siquiera, mencionarlos. La reacción era instintiva ante el sacrilegio: únicamente ella podía comprenderlos.
María Esperanza dejaba entrever, de cuando en vez, signos de soterrada inquietud pues le parecía que su hija menor no disfrutaba, al igual que sus hermanas, de los placeres y diversiones propios de su edad. Era, si se quería, la antítesis de su persona. No le gustaba bailar, se interesaba poco por las amables trivialidades y frivolidades de la moda y, aparentemente, no experimentaba atracción especial por los muchachos de su ambiente y condición. La madre Del Valle le había asegurado que, algunas veces, las chiquillas se comportaban de esa manera debido a las crisis naturales de la adolescencia pero que, a medida que se transformaban en mujeres, todo eso tendería a decaer. Que se acordara de la fábula del patito feo.
Pero es que María Enriqueta no era un patito feo. Al contrario. Debajo de ese barniz de indiferencia secular que le resbalaba de su ya bien contorneado cuerpo, se adivinaban las facciones de una belleza acuática e intrigante. De Efraín Alvarenga, su padre, había heredado el abundante pelo dorado que le caía sobre los hombros como una cortina de brocado. De ella, de María Esperanza, había adquirido esa tez lozana y esa naricita respingada que parecía moldeada por manos benditas. Los chicuelos no eran indiferentes ante esa armoniosa amalgama, según lo había podido constatar María Esperanza. De todos aquellos que mostraban un interés especial por María Enriqueta, el más conspicuo era Alfredito Enrile, quien disimulaba de mala manera la renquera espiritual y el azoramiento endeble provocados por la cercanía de la niña rubia, con un sacudimiento que le bajaba directo del corazón.
Alfredito Enrile, con su incipiente bozo, estaba irremediablemente enamorado de María Enriqueta. Solía acecharla a la salida del colegio “María Santísima”, dándose ánimos para hablarle. Le llevaba mangos de bocado, mamones, guayabas y tamarindos. Ella los aceptaba con un donaire de espontaneidad húmeda para replicarle, a continuación, con una media sonrisa:
—Gracias.
Que dejaba a Alfredito Enrile tartamudeando y temblando, cual víctima del mal de San Vito.
Pero no era el caso único. Emilio José Antilano, José Miguel Moros, Ivancito Laredo y otros cuantos más se evadían siempre de la férrea vigilancia del padre Carrasco y venían desaforados hasta el vetusto caserón donde las hermanas de Nazaret regentaban su colegio de señoritas. Ante las otras chicas se mostraban tal cual eran: impulsivos, carentes de timidez y hablachentos, como buenos imberbes de prosapia llanera. Los intercambios de miradas y sonrisas furtivas, pletóricas de hechizos mutuamente consagrados, se sucedían del modo normal. Hasta que aparecía ella.
Esplendente, misteriosa, como una santa oculta entre ricas arborescencias crepusculares, María Enriqueta los cautivaba a todos, siendo el caso más patético el de Alfredito Enrile. Su celebridad de belleza misericordiosa traspasaba el ámbito del colegio “Francisco Iznardy” del padre Carrasco. Algunos muchachos del instituto “Andrés Bello” y hasta del liceo miguaqueño, no por más plebeyos menos susceptibles de ser heridos por el rayo que licuaba la voluntad más férrea, se acercaban también consternados por la sonrisa de vaga atención que prodigaba la muchacha a todos.
María Enriqueta habitaba en un ignoto palacio de viento y sueños cuya entrada  era vedada  a quien no fuera ella. Era un mundo de frescura metálica, poblado de espectros encantadores que se materializaban en la casa de muñecas. Nadie más sabía de ellos y no era su intención develar tan encantador secreto. Al regresar del colegio de las monjas, se les entregaba en forma total, revestida del halo mágico que atravesaba a borbotones el ventanal de su habitación. Ninguna de las prodigiosas fiestas a las que la obligaba asistir María Esperanza, en compañía de sus hermanas, la incitaba tan siquiera a disminuir la blanca pasión y el cariño que concedía a los duendes y apariciones de la casa de muñecas. Cada uno tenía su nombre, su carácter innato y particular e, incluso, género y número. Los había gruñones, ingenuos, soñadores, laboriosos y María Enriqueta era, para ellos, una suerte de Blanca Nieves llena de encanto sutil, de simpatía cálida y de afecto inmarchitable. Se pertenecían los unos a los otros, alejando a la bella rubiecita del mundo material al cual estaba asignada por ley de cuna.
En cierta ocasión la consagraron reina del colegio de las monjas. Resultaba imposible no haberla elegido: era un capullo de valor inestimable. María Esperanza le mandó a confeccionar un regio vestido de seda, adornado con encajes y pedrería, para que fuera la soberana más inolvidable del colegio “María Santísima”.
La vistieron, la maquillaron y la peinaron. No obstante, a pesar de todo el aparataje con que la engalanaron, corona de perlas genuinas inclusive, había algo que emanaba de dentro de ella misma que lo opacaba todo. Era su belleza tenue y serena, su indolencia mayestática aunada al candor y a la pureza que brotaban de lo más recóndito de su virginidad.
Cuando la vio, Alfredito Enrile apadrinó una contextura de cachorro destetado. Afortunadamente para él, sus compañeros del colegio del padre Carrasco estaban igual de embebidos, engolosinándose con la magistral aparición de María Enriqueta. Todos lucían el uniforme de gala, saco cruzado azul marino con camisa y pantalón de lino blancos, para la misa cantada que sería presidida por el obispo, venido especialmente desde la capital del Estado por tan solemne circunstancia.
David también se encontraba en la iglesia, confundido entre los muchachos del coro bajo la dirección del profesor Arístides Mazatlán. Eran los días en que andaba iniciándose con el cuatro y, por ende, estaba desarrollando a pasos vertiginosos su oído musical bajo la comprensiva guía del mulato de protuberante vientre.
María Enriqueta se había instalado, con derroche de gracia, en el trono particularmente diseñado para ella, según las precisas instrucciones impartidas por María Esperanza. Estaba adornado por crespones verdes y rosados, los colores del blasón del colegio de las monjas, y tenía un reclinatorio forrado en terciopelo para arrodillarse en el instante de la elevación. También siguiendo las directrices de María Esperanza, la egregia iglesia (el padre Carrasco era enfático al denominarla así) de Santa Narda de Miguaque fue pintada y refaccionada para tan importante festividad, aprovechando la presencia del gobernador del Estado y su esposa, amén de otras autoridades civiles y militares de diverso rango.
La ceremoniosidad sacralizada en el canto bien temperado de los discípulos del profesor Arístides Mazatlán vestía el recinto con alfabetos de glorificación beatificada. El olor del incienso, el crepitar de los cirios, la perplejidad del quejido del órgano con sus resonancias ondulantes y el rumor de la luz infinita se confabulaban para crear el ámbito donde María Enriqueta devino en santísima virgen de los milagros y las fatigas, doncella madre del verbo redentor y aflicción de los misterios apocalípticos. Los ángeles del cielo, disfrazados de sombras demudadas, se prosternaban ante ella suplicando, por misericordia, el consuelo de su atención, así fuese por infinitésima fracción de segundo. Todos los muchachos la contemplaban atónitos, soñando despiertos con su amor y con su alma caritativa de madonna inalcanzable. Alfredito Enrile se quebrantaba de ilusiones y de congojas.
La campanilla repiqueteó, llamando a los feligreses a la sagrada comunión. María Enriqueta, como reina casta, encabezó la procesión de penitentes, mientras el padre Carrasco, obsequioso y zalamero al lado del obispo e insistentemente gruñón y déspota con un desgalichado monaguillo que lo escoltaba, exhibía una sonrisa de solaz al comprobar la buena organización de todo el protocolo litúrgico que había preparado. Las monjas de la congregación de Nazaret se lo habían agradecido por la mañana, con su castizo dejo al hablar. Al finalizar la misa solemne, el padre Carrasco iba a departir en “Roble Gacho”, el hato de Efraín Alvarenga, con el obispo, el gobernador, el coronel Ferrer, los Antilano, los Moros y quizá hasta con el jaquetón de José Gregorio Livorini. “Con tal de que la caña se acabe temprano para que no empiece a armar pleitos”, pensó el padre Carrasco con ínfulas optimistas.
          ¡Cuidado, infeliz! ¡Cuidado! — le dijo, con evidente enfado, al larguirucho y torpe monaguillo que, por poco, no deja caer el cáliz con las hostias consagradas.
María Enriqueta se arrodilló frente al altar mayor con su desenfadado porte de emperatriz de las almas. Aun cuando había prestado escasa atención al ambiente que la rodeaba, sentía en su espalda, casi con peso físico real, la mirada preñada de satisfacción de María Esperanza. Le había resultado poco menos que un suplicio ponerse el vestido de encajes y pedrerías, sintiéndolo demasiado ostentoso para su gusto simple de princesa de los ensueños. Tuvo que ceder ante la inflexibilidad de María Esperanza. Sus hermanas habían sido, cada una en su respectiva oportunidad, reinas del colegio de las monjas, excusa inmejorable para organizar en “Roble Gacho” saraos inolvidables, a los cuales habían asistido las familias más importantes e influyentes de Santa Narda de Miguaque y de otros pueblos del Estado. Razón más que suficiente para que María Enriqueta continuase con la tradición y propiciase otro motivo de enorgullecimiento para la familia. Última palabra. María Enriqueta se resignó. Cuando se miró al espejo de verdad que poseía un aire mayestático. Pero, a los duendes y apariciones que moraban en los resquicios del embrujo y en los precipicios del tiempo no les importaba cómo estuviese ataviada. Les bastaba el cantío de su pelo dorado y el perfume de su voz para considerarla su reina y su bienhechora.
El obispo y el padre Carrasco se acercaron, con paso proceloso, para concederle la eucaristía. María Enriqueta alzó el rostro lentamente, abrió la boca y, en el momento en que recibió el pan sagrado, observó a la vera del par de dignatarios eclesiásticos, a una figura empapada de la tristeza secular y del enigma nocturno de los habitantes de la casa de muñecas. María Enriqueta lo miró fijamente, como nunca antes había mirado a nadie, y descubrió la soledad de barro y almíbar del monaguillo. Esa nariz de cónsul romano, esos ojos de diablillo generoso, esa boca de genio exiliado en mil botellas arrojadas a mil océanos y ese aire de magnetismo azul hicieron que María Enriqueta reconociera a uno de los pobladores de su reino íntimo y particular, escapado al mundo real y puesto ahora, en medio de su turbación y rubor evidentes, frente a su soberana. Anonadado por la celestial visión que tenía enfrente, el monaguillo dejó caer el misal, la patena, la estola y el cirio, sin apartar la vista de la dulce y atormentadora hechicera que lo estaba subyugando. Ni el afincado coscorronazo que le propinó el padre Carrasco, empinándose hasta casi perder el equilibrio, pudo lograr que el espigado monaguillo volviese del trance del cual ya más nunca hubiera querido despertar.
María Enriqueta tornó a su augusto trono de monarca colegial, no sin antes verse impelida a posar su mirada sobre el duende taciturno que acababa de dejar atrás. Nuevamente chocaron sus ojos y nuevamente percibió la soledad con que la ansiaba el monaguillo, quien ni siquiera prestaba atención a las diatribas del padre Carrasco por el descuido recién perpetrado.
Alfredito Enrile no lo pensó conscientemente, pero pudo darse cuenta de que su inalcanzable suplicio había emergido de su cáscara como una crisálida de rubí y topacio. Supo, sin saberlo, que María Enriqueta había nacido, por fin, para el mundo de los nombres, de los espacios y las angustias. Por eso, desde ese mismo momento, odió, sin conocer la razón, a la torpe y larguirucha figura de sotana blanca y a todo lo que estuviere relacionado con él.
“Roble Gacho” se plenó de invitados luego de la misa solemne. La servidumbre del hato de los Alvarenga se afanaba diligentemente en disponer, sobre los albos manteles de las mesas, las bandejas con el sancocho de res, las verduras, las arepas y las botellas con el picante de Píritu especialmente mandado a preparar por María Esperanza para tan augusta fecha. Las varas con los costillares de las terneras eran acarreadas por peones hasta muy cerca de las brasas a la espera de la orden de la patrona para asarlos a la usanza tradicional, acompañada la carne con un cazabe crujiente y dulce traído expresamente desde Cúpira.
María Enriqueta se había posesionado de la amplia sombra de un mamón macho. Se veía a sí misma como una Scarlet O’Hara, juguetona y grácil, rodeada por compañeras del colegio y unos cuantos de sus agobiados perseguidores. Los pobres chicuelos perdían el aplomo y hasta tartamudeaban abiertamente cuando el aguamarina de sus pupilas les taladraba los peñascos y las cañadas del pensamiento.
La conversación transcurría de nadería en nadería. Súbitamente, María Enriqueta sintió algo que anhelaba revolotearle alrededor con paso de iguana disfrazada de silueta. Se tornó. Vio que el monaguillo se aproximaba hacia donde estaba ella, sin timidez y como queriendo posesionarse de su vida y de sus ayeres.
—Hola —dijo él, como si se conocieran desde siempre.
—Hola —dijo ella, perdonando graciosamente su falta de protocolo al dirigirse a la reina de las sombras invisibles y las muñecas de arena.
Se quedaron silenciosos por unos segundos. Los demás chicos y chicas atendieron el llamado a la mesa.
—Eres uno de ellos, ¿verdad?— preguntó María Enriqueta, con candor ataviado en suspiros.
—Sí — respondió él, sin saber qué hacer con sus manos.
—Lo supe desde el principio.
—Yo también. Por eso vine.
—Es como magia — dijo María Enriqueta sonriendo y permitiendo que las aguamarinas despidieran destellos desconocidos.
—Creo que nada volverá a ser como antes — ripostó él.
Escuchó, desde adentro de la casa, la voz imperiosa de María Esperanza requiriéndola.
—Tengo que irme — dijo, levantándose del columpito donde había estado sentada.
—Sí — concedió él, sabiendo, de antemano, que el secreto sería, en lo sucesivo, el aliado de ambos —. Adiós, reina de los lirios.
María Enriqueta se ruborizó.
          ¿Cómo te llamas? — preguntó con un tono de vino dulce.

—Pedro. Me gustaría que me llamaran Wilson, pero todo el mundo me dice Pedrarias.

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