MARÍA
ENRIQUETA
La casa de muñecas era un universo de
embrujos miniaturizados. A través de ella, a través de sus espacios y de sus
penumbras, se desplazaban los fantasmitas de María Enriqueta Alvarenga, la hija
de María Esperanza. Los días germinaban, se asomaban en volutas de ausencias y
agonizaban en los alrededores del viejo caserón goteroso, con calor
efervescente que hacía brotar bolitas de sudor encima del labio de la niña
rubia. Pero en su mundo particular, el mundo donde solamente ella tenía acceso,
nadie se preocupaba por las malcriadeces del tiempo. Todo era perfecto e
impoluto.
Visto con humor de profano, el aislamiento
de la chiquilla de ojos de aguamarina hubiese parecido otro caso de niño
ensimismado en los vericuetos de su peculiar mundo interior. Empero, aquellas
muñecas engalanadas como princesas renacentistas, aquellos peluches bondadosos
y, en particular, aquella casa reducida, estaban dotados de vida por causa de
unos de unos duendes que solo respondían al conjuro de María Enriqueta. Por eso odiaba el que cualquier otra niña, aun sus hermanas mayores, osasen
tocarlos, acariciarlos o, tan siquiera, mencionarlos. La reacción era
instintiva ante el sacrilegio: únicamente ella podía comprenderlos.
María Esperanza dejaba entrever, de cuando
en vez, signos de soterrada inquietud pues le parecía que su hija menor no
disfrutaba, al igual que sus hermanas, de los placeres y diversiones propios de
su edad. Era, si se quería, la antítesis de su persona. No le gustaba bailar,
se interesaba poco por las amables trivialidades y frivolidades de la moda y,
aparentemente, no experimentaba atracción especial por los muchachos de su ambiente
y condición. La madre Del Valle le había asegurado que, algunas veces, las
chiquillas se comportaban de esa manera debido a las crisis naturales de la
adolescencia pero que, a medida que se transformaban en mujeres, todo eso
tendería a decaer. Que se acordara de la fábula del patito feo.
Pero es que María Enriqueta no era un patito
feo. Al contrario. Debajo de ese barniz de indiferencia secular que le
resbalaba de su ya bien contorneado cuerpo, se adivinaban las facciones de una
belleza acuática e intrigante. De Efraín Alvarenga, su padre, había heredado el
abundante pelo dorado que le caía sobre los hombros como una cortina de
brocado. De ella, de María Esperanza, había adquirido esa tez lozana y esa naricita
respingada que parecía moldeada por manos benditas. Los chicuelos no eran
indiferentes ante esa armoniosa amalgama, según lo había podido constatar María
Esperanza. De todos aquellos que mostraban un interés especial por María
Enriqueta, el más conspicuo era Alfredito Enrile, quien disimulaba de mala
manera la renquera espiritual y el azoramiento endeble provocados por la
cercanía de la niña rubia, con un sacudimiento que le bajaba directo del
corazón.
Alfredito Enrile, con su incipiente bozo,
estaba irremediablemente enamorado de María Enriqueta. Solía acecharla a la salida
del colegio “María Santísima”, dándose ánimos para hablarle. Le llevaba mangos
de bocado, mamones, guayabas y tamarindos. Ella los aceptaba con un donaire de
espontaneidad húmeda para replicarle, a continuación, con una media sonrisa:
—Gracias.
Que dejaba a Alfredito Enrile tartamudeando
y temblando, cual víctima del mal de San Vito.
Pero no era el caso único. Emilio José
Antilano, José Miguel Moros, Ivancito Laredo y otros cuantos más se evadían
siempre de la férrea vigilancia del padre Carrasco y venían desaforados hasta
el vetusto caserón donde las hermanas de Nazaret regentaban su colegio de
señoritas. Ante las otras chicas se mostraban tal cual eran: impulsivos,
carentes de timidez y hablachentos, como buenos imberbes de prosapia llanera.
Los intercambios de miradas y sonrisas furtivas, pletóricas de hechizos
mutuamente consagrados, se sucedían del modo normal. Hasta que aparecía ella.
Esplendente, misteriosa, como una santa
oculta entre ricas arborescencias crepusculares, María Enriqueta los cautivaba
a todos, siendo el caso más patético el de Alfredito Enrile. Su celebridad de
belleza misericordiosa traspasaba el ámbito del colegio “Francisco Iznardy” del
padre Carrasco. Algunos muchachos del instituto “Andrés Bello” y hasta del
liceo miguaqueño, no por más plebeyos menos susceptibles de ser heridos por el
rayo que licuaba la voluntad más férrea, se acercaban también consternados por
la sonrisa de vaga atención que prodigaba la muchacha a todos.
María Enriqueta habitaba en un ignoto
palacio de viento y sueños cuya entrada
era vedada a quien no fuera ella.
Era un mundo de frescura metálica, poblado de espectros encantadores que se
materializaban en la casa de muñecas. Nadie más sabía de ellos y no era su
intención develar tan encantador secreto. Al regresar del colegio de las
monjas, se les entregaba en forma total, revestida del halo mágico que
atravesaba a borbotones el ventanal de su habitación. Ninguna de las
prodigiosas fiestas a las que la obligaba asistir María Esperanza, en compañía
de sus hermanas, la incitaba tan siquiera a disminuir la blanca pasión y el
cariño que concedía a los duendes y apariciones de la casa de muñecas. Cada uno
tenía su nombre, su carácter innato y particular e, incluso, género y número.
Los había gruñones, ingenuos, soñadores, laboriosos y María Enriqueta era, para
ellos, una suerte de Blanca Nieves llena de encanto sutil, de simpatía cálida y
de afecto inmarchitable. Se pertenecían los unos a los otros, alejando a la
bella rubiecita del mundo material al cual estaba asignada por ley de cuna.
En cierta ocasión la consagraron reina del colegio
de las monjas. Resultaba imposible no haberla elegido: era un capullo de valor
inestimable. María Esperanza le mandó a confeccionar un regio vestido de seda,
adornado con encajes y pedrería, para que fuera la soberana más inolvidable del
colegio “María Santísima”.
La vistieron, la maquillaron y la peinaron.
No obstante, a pesar de todo el aparataje con que la engalanaron, corona de
perlas genuinas inclusive, había algo que emanaba de dentro de ella misma que
lo opacaba todo. Era su belleza tenue y serena, su indolencia mayestática
aunada al candor y a la pureza que brotaban de lo más recóndito de su
virginidad.
Cuando la vio, Alfredito Enrile apadrinó una
contextura de cachorro destetado. Afortunadamente para él, sus compañeros del
colegio del padre Carrasco estaban igual de embebidos, engolosinándose con la
magistral aparición de María Enriqueta. Todos lucían el uniforme de gala, saco
cruzado azul marino con camisa y pantalón de lino blancos, para la misa cantada
que sería presidida por el obispo, venido especialmente desde la capital del
Estado por tan solemne circunstancia.
David también se encontraba en la iglesia,
confundido entre los muchachos del coro bajo la dirección del profesor Arístides
Mazatlán. Eran los días en que andaba iniciándose con el cuatro y, por ende,
estaba desarrollando a pasos vertiginosos su oído musical bajo la comprensiva
guía del mulato de protuberante vientre.
María Enriqueta se había instalado, con
derroche de gracia, en el trono particularmente diseñado para ella, según las
precisas instrucciones impartidas por María Esperanza. Estaba adornado por
crespones verdes y rosados, los colores del blasón del colegio de las monjas, y
tenía un reclinatorio forrado en terciopelo para arrodillarse en el instante de
la elevación. También siguiendo las directrices de María Esperanza, la egregia
iglesia (el padre Carrasco era enfático al denominarla así) de Santa Narda de Miguaque
fue pintada y refaccionada para tan importante festividad, aprovechando la
presencia del gobernador del Estado y su esposa, amén de otras autoridades
civiles y militares de diverso rango.
La ceremoniosidad sacralizada en el canto
bien temperado de los discípulos del profesor Arístides Mazatlán vestía el
recinto con alfabetos de glorificación beatificada. El olor del incienso, el
crepitar de los cirios, la perplejidad del quejido del órgano con sus
resonancias ondulantes y el rumor de la luz infinita se confabulaban para crear
el ámbito donde María Enriqueta devino en santísima virgen de los milagros y
las fatigas, doncella madre del verbo redentor y aflicción de los misterios
apocalípticos. Los ángeles del cielo, disfrazados de sombras demudadas, se
prosternaban ante ella suplicando, por misericordia, el consuelo de su
atención, así fuese por infinitésima fracción de segundo. Todos los muchachos
la contemplaban atónitos, soñando despiertos con su amor y con su alma
caritativa de madonna inalcanzable.
Alfredito Enrile se quebrantaba de ilusiones y de congojas.
La campanilla repiqueteó, llamando a los
feligreses a la sagrada comunión. María Enriqueta, como reina casta, encabezó
la procesión de penitentes, mientras el padre Carrasco, obsequioso y zalamero
al lado del obispo e insistentemente gruñón y déspota con un desgalichado
monaguillo que lo escoltaba, exhibía una sonrisa de solaz al comprobar la buena organización de
todo el protocolo litúrgico que había preparado. Las monjas de la congregación
de Nazaret se lo habían agradecido por la mañana, con su castizo dejo al
hablar. Al finalizar la misa solemne, el padre Carrasco iba a departir en
“Roble Gacho”, el hato de Efraín Alvarenga, con el obispo, el gobernador, el
coronel Ferrer, los Antilano, los Moros y quizá hasta con el jaquetón de José
Gregorio Livorini. “Con tal de que la caña se acabe temprano para que no
empiece a armar pleitos”, pensó el padre Carrasco con ínfulas optimistas.
—
¡Cuidado, infeliz! ¡Cuidado! — le dijo, con
evidente enfado, al larguirucho y torpe monaguillo que, por poco, no deja caer
el cáliz con las hostias consagradas.
María Enriqueta se arrodilló frente al altar
mayor con su desenfadado porte de emperatriz de las almas. Aun cuando había
prestado escasa atención al ambiente que la rodeaba, sentía en su espalda, casi
con peso físico real, la mirada preñada de satisfacción de María Esperanza. Le
había resultado poco menos que un suplicio ponerse el vestido de encajes y
pedrerías, sintiéndolo demasiado ostentoso para su gusto simple de princesa de
los ensueños. Tuvo que ceder ante la inflexibilidad de María Esperanza. Sus
hermanas habían sido, cada una en su respectiva oportunidad, reinas del colegio
de las monjas, excusa inmejorable para organizar en “Roble Gacho” saraos
inolvidables, a los cuales habían asistido las familias más importantes e influyentes
de Santa Narda de Miguaque y de otros pueblos del Estado. Razón más que
suficiente para que María Enriqueta continuase con la tradición y propiciase
otro motivo de enorgullecimiento para la familia. Última palabra. María
Enriqueta se resignó. Cuando se miró al espejo de verdad que poseía un aire
mayestático. Pero, a los duendes y apariciones que moraban en los resquicios
del embrujo y en los precipicios del tiempo no les importaba cómo estuviese
ataviada. Les bastaba el cantío de su pelo dorado y el perfume de su voz para
considerarla su reina y su bienhechora.
El obispo y el padre Carrasco se acercaron,
con paso proceloso, para concederle la eucaristía. María Enriqueta alzó el
rostro lentamente, abrió la boca y, en el momento en que recibió el pan
sagrado, observó a la vera del par de dignatarios eclesiásticos, a una figura
empapada de la tristeza secular y del enigma nocturno de los habitantes de la
casa de muñecas. María Enriqueta lo miró fijamente, como nunca antes había
mirado a nadie, y descubrió la soledad de barro y almíbar del monaguillo. Esa
nariz de cónsul romano, esos ojos de diablillo generoso, esa boca de genio
exiliado en mil botellas arrojadas a mil océanos y ese aire de magnetismo azul
hicieron que María Enriqueta reconociera a uno de los pobladores de su reino
íntimo y particular, escapado al mundo real y puesto ahora, en medio de su
turbación y rubor evidentes, frente a su soberana. Anonadado por la celestial visión
que tenía enfrente, el monaguillo dejó caer el misal, la patena, la estola y el
cirio, sin apartar la vista de la dulce y atormentadora hechicera que lo estaba
subyugando. Ni el afincado coscorronazo que le propinó el padre Carrasco,
empinándose hasta casi perder el equilibrio, pudo lograr que el espigado monaguillo
volviese del trance del cual ya más nunca hubiera querido despertar.
María Enriqueta tornó a su augusto trono de
monarca colegial, no sin antes verse impelida a posar su mirada sobre el duende
taciturno que acababa de dejar atrás. Nuevamente chocaron sus ojos y nuevamente
percibió la soledad con que la ansiaba el monaguillo, quien ni siquiera
prestaba atención a las diatribas del padre Carrasco por el descuido recién perpetrado.
Alfredito Enrile no lo pensó
conscientemente, pero pudo darse cuenta de que su inalcanzable suplicio había
emergido de su cáscara como una crisálida de rubí y topacio. Supo, sin saberlo,
que María Enriqueta había nacido, por fin, para el mundo de los nombres, de los
espacios y las angustias. Por eso, desde ese mismo momento, odió, sin conocer
la razón, a la torpe y larguirucha figura de sotana blanca y a todo lo que
estuviere relacionado con él.
“Roble Gacho” se plenó de invitados luego de
la misa solemne. La servidumbre del hato de los Alvarenga se afanaba
diligentemente en disponer, sobre los albos manteles de las mesas, las bandejas
con el sancocho de res, las verduras, las arepas y las botellas con el picante de
Píritu especialmente mandado a preparar por María Esperanza para tan augusta
fecha. Las varas con los costillares de las terneras eran acarreadas por peones
hasta muy cerca de las brasas a la espera de la orden de la patrona para
asarlos a la usanza tradicional, acompañada la carne con un cazabe crujiente y
dulce traído expresamente desde Cúpira.
María Enriqueta se había posesionado de la
amplia sombra de un mamón macho. Se veía a sí misma como una Scarlet O’Hara,
juguetona y grácil, rodeada por compañeras del colegio y unos cuantos de sus
agobiados perseguidores. Los pobres chicuelos perdían el aplomo y hasta
tartamudeaban abiertamente cuando el aguamarina de sus pupilas les taladraba
los peñascos y las cañadas del pensamiento.
La conversación transcurría de nadería en
nadería. Súbitamente, María Enriqueta sintió algo que anhelaba revolotearle
alrededor con paso de iguana disfrazada de silueta. Se tornó. Vio que el
monaguillo se aproximaba hacia donde estaba ella, sin timidez y como queriendo
posesionarse de su vida y de sus ayeres.
—Hola —dijo él, como si se conocieran desde
siempre.
—Hola —dijo ella, perdonando graciosamente
su falta de protocolo al dirigirse a la reina de las sombras invisibles y las
muñecas de arena.
Se quedaron silenciosos por unos segundos.
Los demás chicos y chicas atendieron el llamado a la mesa.
—Eres uno de ellos, ¿verdad?— preguntó María
Enriqueta, con candor ataviado en suspiros.
—Sí — respondió él, sin saber qué hacer con
sus manos.
—Lo supe desde el principio.
—Yo también. Por eso vine.
—Es como magia — dijo María Enriqueta sonriendo
y permitiendo que las aguamarinas despidieran destellos desconocidos.
—Creo que nada volverá a ser como antes — ripostó
él.
Escuchó, desde adentro de la casa, la voz
imperiosa de María Esperanza requiriéndola.
—Tengo que irme — dijo, levantándose del columpito
donde había estado sentada.
—Sí — concedió él, sabiendo, de antemano,
que el secreto sería, en lo sucesivo, el aliado de ambos —. Adiós, reina de los
lirios.
María Enriqueta se ruborizó.
—
¿Cómo te llamas? — preguntó con un tono de
vino dulce.
—Pedro. Me gustaría que me llamaran Wilson,
pero todo el mundo me dice Pedrarias.
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