lunes, 29 de diciembre de 2014

Gris (VIII)




ELENA

Elena Bernárdez sabía muy bien que a los hombres se les atragantaba la existencia cuando ella hacía irrupción en sus vidas. Por esa alquimia invisible que poseen las ungidas para devenir en hembras hechiceras, intuía los apetitos trémulos originados por la espesura de su presencia y por la vastedad de la noche que reposaba en sus ojos. Sentía a plenitud cómo los machos la desnudaban mentalmente, cómo se les hacía agua la boca, cómo los hipnotizaba con su voz reminiscente de dramaturgias subterráneas. Era un juego volátil e inflamable, dominado por ella con artes y destrezas de amazona: sabía que la integridad de su acosada virtud y el resguardo de su cueva de jade estaban protegidos por la pacatería de los años cincuenta. Mírame y no me toques, cual inalcanzable objeto tras indestructible vidriera.
Y no era que fuera deslumbradoramente bonita. Al menos según la idea ampliamente diseminada por el cine, con esa belleza de nariz afilada y blancura propia de los productos del star system hollywoodense. Pero el ardor que emanaba de su acanelada epidermis, más la atmósfera de sabrosura suicida que se desprendía de su cuerpo de danta salvaje, provocaban, sin lugar a dudas, una exacerbación del deseo.
La transformación fue de la noche a la mañana. De niña había sido enteca, casi raquítica al primer vistazo. “Esta muchacha como que tiene caquexia”, solía afirmar su mamá. Tenía canillas flaquísimas y sus dedos huesudos eran como garras para defenderse de los varones en los rudos juegos de la infancia. Con esa crueldad hurgadora y semisádica que poseen todos los niños, fue atiborrada de apodos. Por el mero afán de burlarse inclementemente de ella, le enrostraban a viva voz remoquetes como “Flaca Vitola”, “Pecho’e Tabla”, “Palillo Eléctrico”, “Firi-Firi” y muchos más. Elena, de vivo genio como su tocaya troyana, les replicaba con otra catajarria de frescuras. Porque, como era de esperarse con esa esmirriada y nada atractiva figura, la poco femenina muchacha prefería los juegos de los varones por sobre aquellos propios de las niñas. Era diestra con las metras, volando papagayos, ensartando la perinola hacia delante y de a para atrás, destrozando los pabilos ajenos con el gurrufío y conocía con precisión las sutilezas del ajiley, el truco y el dominó. No se arredraba a la hora de  ir a pescar pavones o cazar patos güirirí con algunos de los muchachos ya mayorcitos, a quienes ni remotamente despertaba, pero ni por asomo, el menor apetito sexual. Tan era así, que delante de ella se explayaban en la narración de sus precoces aventuras con prostitutas, mucamas y chicas de diversas raleas. A Elena tales temas de conversación le soliviantaban la imaginación y la curiosidad. Comenzaba ya a sentir un cosquilleo perplejo que no sabía evadir. El influjo implícito de aquellos percances relatados en ambiente de complicidad compartida, con aquellos adolescentes tomándola como uno más de la partida, hacía surgir las primeras y agudas contradicciones de su desubicación. Actuaba, hablaba, reaccionaba, pensaba y se comportaba casi como un varón, dentro de un cascarón fisiológico que, aun cuando en lo exterior no lo aparentaba en demasía, era, ineluctablemente, femenino. Sin saberlo, presentía que podía enamorarse, ilusionarse y prendarse de cualquiera de esos mismos muchachos con quienes participaba de vivencias y travesuras, desde bailar trompos hasta fumar cigarrillos a escondidas.
Cierto día de vacaciones de Agosto, la pandilla de la cual era consuetudinaria había quedado en reunirse en un peladero fuereño para jugar béisbol. Encargada por los otros de guardar en su casa el astillado bate junto con la única pelota disponible, Elena se presentó en el campo de juego luciendo un gastado pantalón de kaki, perteneciente a su hermano Cándido con quien compartía la ropa dada la similitud de tallas, una anchísima camisa a cuadros y sendos zapatos de goma U.S. Keds, amén de la consabida gorra de tractorista. Estaba más que dispuesta a ocupar otra tarde más en alborotada competencia con los muchachos.
El sol se encontraba en el cénit. La delgaducha Elena se guarnecía del resplandor bajo un frondoso cotoperí. “¿Qué le pasará a estos tipos que se tardan tanto?”, pensaba casi con inquietud, pues era la primera vez que los chicos no acudían puntualmente a la cita convenida. Cansada de esperar y con los primeros síntomas de apetito evidenciándose en su estómago, se dispuso a partir cuando se topó con un compañero de escuela a quien le preguntó por el paradero de los otros.
—Los vi que iban en fila india por los lados de la laguna de “La Chamana” — respondió el aludido.
En aquellos tiempos, la laguna de “La Chamana” no se había secado aún del todo. Conservaba sus aguas lodosas y era allí donde solían reunirse en las tardes de calor sofocante para darse unos clavados y aprender, mal que bien, a nadar. Usualmente, Elena se abstenía de entrarle al agua por rasgos mínimos de pudor. La mayoría de los chicuelos ni siquiera llevaban trajebaños. Las más de las veces, solían zambullirse en interiores. Contrariando lo habitual, Elena enfiló hacia “La Chamana” con la idea de jugarles una broma pesada en desquite por haberla dejado esperando en el campo de juego.  Quizá les escondería la ropa debajo de unas topias.
Luego de quince minutos de marcha, ya sabiéndose cercana al lugar, se desvió del engranzonado camino principal y se internó entre matorrales, caminando con mucho tiento y evadiendo pisar palos resecos ocultos entre la hojarasca cuyo crujir podría delatar su presencia. “Qué raro que no los oigo con el bochinche”, pensó. Los muchachos acostumbraban ejecutar ruidosas piruetas, pero esta vez el silencio era casi total. Siguió avanzando con sigilo hasta que por fin percibió los primeros sonidos de la proximidad de los adolescentes. Pero no eran sus naturales exclamaciones sino algo así como jadeos, suspiros y expresiones en sordina.
Sintió, a la vez, que la curiosidad se le agolpaba en las sienes y que no deseaba, por nada del mundo, que sus camaradas notasen su presencia. Extremando el cuidado, se adelantó un poco más, hasta que un claro en medio de la espesura le facilitó un punto de observación sin ser vista. Tenía que ponerse en cuclillas para mejorar su campo visual. Lo hizo lentamente y lo que miró la abrumó de inmediato, sin darle tiempo a coger aliento.
Los muchachos estaban desvestidos en su mayoría. Si acaso dos o tres conservaban los calzoncillos. El espectáculo de los cuerpos varoniles al desnudo le produjo una árida turbación, ya que nunca había visto uno hasta entonces, salvo la flacura lampiña de su tío Cándido. Pero lo que más le llamó la atención fue la brillosa y bermeja fogosidad de sus miembros erectos. Era su primer encuentro con la sexualidad masculina y jamás habría de olvidarlo. Intentó apartar la mirada de tan insólitos bultos, mas la impresión era tan opresora y dictatorial que por poco no se apodera de ella un temblor crispante, hondo y atenazador. Hasta ese momento, ella había sido uno más de la partida. Ahora la aplastaba masivamente la diferencia que, por arte de la biología, la separaba de sus camaradas. El efecto que le había producido este acto de espionaje no le había permitido enterarse del por qué los muchachos andaban sin ropas en medio del monte.
Habían amarrado dos burras, una de un horcón y otra de un tamarindo, y estaban copulando con ellas, turnándose. Veía sus caras, relamidas de éxtasis, mientras sus nalgas iban y venían, con cadencia de salvajismo ritual, en un deslumbrante shock que abrió el entendimiento de Elena a la violencia primaria y ludíbrica del sexo. Comprendió que hasta allí llegaba su afinidad con los varones, hasta el borde del acertijo que se había hecho jirones, con brutalidad de avalancha y pérdida de uno mismo en la epifanía del placer. Su intuición le señaló, espontáneamente y con profundidad de siglos yertos, que la masculinidad posee estas urgencias que la hacen débil y zoológica. Rondaba el aire una complicidad ceremoniosa, como de descubrimiento de las caligrafías de la imaginación. Los que aguardaban ocasión para refocilarse con las inmovilizadas pollinas comparaban, infantilmente, el largo y grosor de sus virilidades, en medio de sandeces susurradas para no perturbar la concentración de quienes estaban en trance de oscilación carnal. Elena no se explicaba la desazón y la mezcla de deseos encontrados que experimentaba. Por una parte quería marcharse de allí, con mucha repulsa y una buena de dosis de disgusto por lo que los chicos estaban protagonizando con... con esos animales... con esas burras dóciles, sometidas, avasalladas, embrutecidas. Pero, por otro lado, cierta confusa seducción la incitaba a no moverse, a aguardar a que adicionales enigmas le fueran develados de la misma forma. Y, cosa más curiosa todavía, se identificaba sin querer queriendo, introspectivamente, con las cuadrúpedas. Pero no en la sumisión y en la aparente carencia de voluntad, sino en la vocación de grácil receptáculo, de magnética arena movediza, de boca devoradora, de encantador estuche de sortilegios y refugio de dolores y efluvios y vientres y deseos atragantados. Se tocó la vagina y se asustó al sentir una loción tenue untando sus muslos y un desasosiego y un corrientazo nublado que por poco no la hizo gritar, gemir y revolcarse en los matorrales. Logró dominarse y se escabulló con rodillas gelatinosas, augurando que nada sería igual que antes, que su caparazón de marimachito había encajado un aldabonazo fatal.
La metamorfosis le sobrevino al poco tiempo. Luego de los primeros flujos menstruales, arribados tardíamente, suaves redondeces comenzaron a demarcar los límites difusos de su núbil cuerpo. Aun cuando siguió acompañando a los muchachos en sus correrías, existía un muro maleable entre ellos desde el episodio de las borricas. Elena notaba, además, que ya no podía ejercitarse con el mismo ánimo en las destrezas físicas y gimnásticas. Antes era capaz de correr como un gamo y de, incluso, ganarle a algunos de los varones en pruebas de velocidad y resistencia. Pero sus caderas se estaban ensanchando y sus piernas, hasta entonces larguiruchas y escuálidas, parecían moldearse bajo la acción de un invisible torno conducido por hábiles y expertas manos. Sus pechos crecieron y tomaron la forma de melones maduros. Su piel adquirió tersura de maíz tierno y su color de café con leche dejaba entrever señales escondidas de efervescencia y arrebato.
Durante esos crisálidos días, Elena no se dejó ver. Se sentía insegura al saber que un viejo y ajado molde se estaba desintegrando para siempre. Por primera vez en su vida la acuciaba el deseo de acicalarse con coquetería y de interesarse por la moda. Se quitaba a cada rato la ropa para admirar la tentadora figura que reflejaba el manchado espejo del escaparate de algarrobo: pechos firmes de erectos y redondos pezones, vientre de madreselva con hendidura de algodón revestida de negrura siempre húmeda, pubis aquejado de dulces fermentos, glúteos de reina del Nilo, piernas sensuales e incitantes con aroma de sedas en el humo y el delirio.
Elena exploraba sus remotas hondonadas, descubriendo la frondosidad de una jungla iracunda. Esculpía con sus etéreos dedales la sinuosidad del goce y del frenesí. Palpaba el impertérrito elíxir de su triángulo de concubina de las deidades y auscultaba la vastedad hambrienta de su nirvana. Ahora era una hembra. Una hembra de verdad.
Recordó a las mansas jumentas atadas a los troncones y las nalgas apretujadas que iban y venían, horadando, taladrando, agrietando las aberturas de las pecaminosas guaridas de la lujuria. Mordía la cobija para no gritar mientras estrujaba sus pechos y su respiración se hacía gruesa como un ladrillo. Sus muslos temblaban afiebradamente a la par que sus dedos abrían nuevos horizontes en las grutas borrosas del deseo, y su imaginación, con opaca porfía, regresaba al paraje donde los muchachos se daban contento ya no con las burras, sino con ella, uno tras otro con sus enhiestos arietes agolpándose en el pórtico de su canal aterciopelado, intrusos de su gineceo, ladrones en la noche, saltimbanquis furtivos, máquinas de azogue y de placer, caracoles intrépidos en las rendijas de la vesania. Ya era la hembra-vorágine. La hembra-tremedal.
Al emerger de su temporal reclusión advirtió el cambio de actitud de los demás hacia ella. Ya no era uno más de la partida. La flacucha figura de los juegos de la pubertad había desaparecido para no volver. Sus antiguos compañeros de travesuras fueron sucumbiendo uno a uno, como mangos maduros en marzo, ante su espejismo de objeto buñuelesco del deseo. Ninguno obtuvo sus favores pues, luego de provocar su entusiasmo con ensayos de poses y actitudes de incitación malévola, Elena les hacía entender, a veces hasta con desaires vergonzantes, que la conquista de su corazón no era para ellos. Aprendía así la sutil destreza de manipular el tinglado de las fragilidades masculinas: la promesa no verbalizada de unos besos, una mirada fija y provocante durante milésimas de segundo, una sonrisa semioculta. Más que suficiente para desatar el ansia desmedida de poseerla.
De los jóvenes pasó a los maduros, con preferencia por quienes dispusiesen de caudales. Los sonsacaba obteniendo la satisfacción de algún capricho. La señora Bernárdez veía, al principio, con malos ojos que Elena usufructuase de la fragilidad de los machos hacia  ella. A duras penas había procurado el sustento de los suyos, tras haber sido abandonada por varios hombres, explotando sus pericias culinarias: el dulce de coco, la  torta burrera, el pan de horno, el rúcano, el alfeñique, el ponqué, la naiboa y todo género de golosinas nacían en su destartalada cocina de kerosén marca “Perfection” para que Cándido las expendiese en su bodega. Pero, a la larga, la señora Bernárdez se vio forzada por las circunstancias a amainar su ojeriza. Su hija dominaba cada día con creciente pericia el arte de exprimir a sus adoradores. Se amontonaban los obsequios sin que, en definitiva, los perseguidores de Elena lograran nada a cambio. La vieja dulcera la veía dilatar más y su precario universo material a expensas de los rendidos enamorados, no sin antes advertirle:
—Negrita, hay que tener mucho cuidado. Los hombres siempre andan buscando que una los arregle con cuchara, negrita. Pero hay que andar ojo’e garza, negrita. La totona no debe ser sino para el marido de una, negrita. Está bien que consigas todas esas cosas para ayudarnos en la casa pero sin aflojar nunca la bicha, negrita. No me canso nunca de repetírtelo, negrita. Mucho juicio, negrita.
Y Elena:
—Pero bueno, ¿qué es, mamá? ¡Ni que yo fuera cogida a lazo!
Poco a poco, a fuer de sonsacamientos y de jugar sin arriesgar en aquellos tiempos de gazmoñería empalagosa, Elena fue ampliando sus magros haberes. Nuevos vestidos, alguna que otra joya verdadera o de fantasía, estuches de maquillaje, perfumes. Para su mamá una cocina a gas nueva, en reemplazo de la vieja “Perfection”, con lo cual la producción de arequipe, dulce de leche, suspiros, catalinas y demás delicadeces vernáculas  se vio complementada con fritangas de toda laya, tostadas, empanadas y comidas para llevar, a ser vendidas, por supuesto, en la bodega de Cándido. El lampiño hermano amplió, asimismo, su comercio adquiriendo cochinos para beneficiarlos, lo cual hacía todas las mañanas, muy temprano, para descuartizarlos a continuación. Dejaba el pernil para venderlo ya fuese al mayor ora al detal y, con el resto, preparaba frituras que inundaban el ambiente con un olor capaz de resucitar al más fenecido de los cadáveres.
Todos los días, la deliciosa muchacha despertaba con los guturales aullidos de los cerdos aprestados para recibir el leñazo que los despacharía a mejor vida. El sonido seco del impacto, al aterrizar el palo criminal sobre la desvalida testa del chancho, hacía exclamar a Elena:
          ¡Otro cochino que se va de este mundo!
Cándido replicaba, a su vez, elevando una mirada amartelada a la musculatura relumbrosa del zambo matarife:
          ¡Rolo’e toletazo, Indalecio!
Y la señora Bernárdez más allá, persignándose como si el occiso fuera gente:
          ¡Jesús, María y José!
Tal era la identificación que vivía en su ámbito con la atmósfera porcina que, cuando estaba en presencia de algo a alguien extraordinariamente de su gusto, Elena no podía tener como obligado comentario otra cosa que:
          ¡Mejor que cochino frito!
Y, ni por pienso dejaba de seguir exudando la misma femineidad perturbadora que la ayudaba a ir satisfaciendo sus antojos y deseos, haciendo caso omiso de las habladurías y chismes que ya se empezaban a urdir en torno a ella. Aunque no por ello dejase de padecer un cierto dejo de amargura al notar las invisibles barreras que le salían al paso por causa de la estrechez económica de su familia y, más que por eso, por los oficios que procuraban la existencia de su hermano y su madre. Pero, su juventud, belleza y apetitosidad le permitían esquivar los aspectos negativos al recordarle, en todo instante, el embrujo poderoso que ejercía sobre los integrantes del sexo opuesto, sin merma de su honra y de su doncellez.
Hasta que hizo irrupción Nectario Quijada.
Llegó contratado para el liceo “Joaquín Crespo” y el recién establecido colegio “María Santísima”. Debía encargarse de varias cátedras humanísticas: Moral y Cívica, Educación Artística, Filosofía, Latín y Francés. Había cursado cuatro años de Derecho sin poder finalizar la carrera. La necesidad lo llevó a dar clases de bachillerato. Apareció en Santa Narda de Miguaque un nublado día de septiembre con la capotera de su convertible blanco alzada y su prestancia de doncel gachupino a lo Arturo de Córdova: nuez de Adán prominente, bigotillo prevaricador, cabellos claudicantes ante tres o cuatro pases de Glostora con Rubina y estatura de galán del cine de oro azteca. De inmediato, provocó un revuelo metastásico entre las quinceañeras de entonces y algunas jóvenes señoras.
Elena, aparte de su atildado porte, no le vio nada de particular. Ya su interés se orientaba hacia el lado pecuniario con intención de resguardar las compuertas de su corazón, endureciéndolo y ensordeciéndolo a los impulsos primordiales. Todo hubiera resultado según lo planeado de no haber mediado el tráfago ventoso del alma de Nectario Quijada.
Le escribía sonetos perplejos y poemas sin rima, con palabras atropelladas y metáforas patológicas que diseñaban vehemencias asimétricas, migajas infinitas de un amor a la intemperie. Cuando lograba tener un momento a solas con ella, en los recreos del liceo, le brotaban torrentes de peroratas suplicantes. La llamaba virgen de las piedras, arcángel de las cayenas amarillas, tormento de las copiosas madrugadas. A Elena de casualidad le quedaba tiempo de responderle:
—Caramba, profesor, usted sí que dice cosas raras...
La invitaba a pasear en el convertible y se solazaba con  el viento desmadejando su melena de cacica india. Adoraba mirar los hoyuelos que se labraban en sus mejillas cuando expresaba su contento, con esa risa tan suya, tan de cachorra juguetona y cimarrona. Veneraba, en lo más arcano de su obcecación por ella, el color café con leche de su piel que se ponía más café con leche confrontado con el trasfondo del desplazamiento a ochenta por hora a través del terraplén del estero y del lienzo de garzas, corocoras y paujíes, y del aniego blanquiazulado del invierno, y de las reses amodorradas y purgadas por la hartazón de pasto verde. Y, súbitamente, obedeciendo al impulso más elemental, le robaba un beso, con picardía de niño malcriado.
—Usted como que es medio pasadito, profesor...
Y creía morirse de celos cuando la observaba, de lejos, paseando por el estero en el De Soto gris acero de Lino Fragachán o en el Pontiac Parisien negro de Medardo Enrile. Y pensaba en que, a lo mejor, también esos infelices barrigudos, que se chupaban los dientes y eructaban como marranos después de comer, le escamoteaban besos babosos a la apetecible rapazuela a cuenta de ricachones de pueblo.
Hasta que una noche de julio, ya transcurridos los exámenes finales, coincidieron en una fiesta en casa de una compañera de Elena. Refrescado por un viento contumaz que soplaba del Orinoco, Nectario Quijada bailó, bajo la bóveda entretejida de cocuyos recién nacidos, prodigándose con sus querenciosas discípulas. Hubo un momento, de esos que permanecen grabados en las raras fotografías del alma, en que atrapó a Elena y ya no la dejó ir.
El tocadiscos de alta fidelidad dejó escurrir los jacarandosos mambos de Pérez Prado y los sabrosos merecumbés de la orquesta Sans Souci, a la par que las anchurosas faldas pretendían alzar el vuelo como palomas de lino, dril y seda. Los cuerpos del profesor y la muchacha se balancearon al unísono y sus dedos se entrelazaron fuertemente. Sus ojos se encontraron. Ella sonrió y Nectario Quijada se emborrachó de dicha. Elena tenía el talle dócil, pero ya no hubo necesidad de palabras.
Poco antes de finalizar la fiesta, ella le dijo al oído:
—Llévame a tu casa.
Allí se amaron con hambre atolondrada y con glotonería de celofán. Elena quería saciar, de una vez por todas, la sed de misterios vislumbrados y atisbados por el dintel del portal del deseo.
Se esforzaron por mantener su relación en el máximo secreto, mientras decidían cómo informar a la vieja dulcera de sus intenciones matrimoniales. Al poco tiempo, Elena descubrió en su interior las señales ginecológicas de lo que se avecinaba. Había que apurar las cosas. Decidió comunicárselo a Nectario cuanto antes.
Cuando se encontraron, él no la dejó hablar.
—Elena, mi amor, tengo que confesarte algo. De inmediato.
Ella permaneció lívida. “Pertenece a otra”, pensó, “por mandato de algún papel sellado”. Deseó que la tierra se la tragara. Ahora sí le importaba lo que pensaran los demás. ¿Tendría la suficiente entereza para pedirle que se divorciara, destruyendo un sacramento?
Nectario lucía azorado. Continuó.
—Me han descubierto. Lo sé.
Elena titubeó.
          ¿Te han descubierto? ¿De qué hablas?
—Elena, mi vida, perdóname por no habértelo dicho antes... pero, es que no podía confiar en nadie.
          ¿Qué te pasa, Nectario? ¿Qué es eso que no me habías dicho?
—Verás. No hallo por dónde empezar— Nectario parecía al acecho de algo—. Mi nombre no es Nectario Quijada y me temo que la Seguridad Nacional ya lo sabe.
¡La temida policía de la dictadura de Pérez Jiménez! Elena sintió un vuelco en el estómago.
—Salí de Caracas huyendo de la Seguranal luego del asesinato de Ruiz Pineda. Desde entonces, no he permanecido en ningún sitio por mucho tiempo. Hace unos meses, el partido me encargó que organizara un comité de la resistencia aquí. He tenido que andar todo este lapso con pies de plomo. Me dejé crecer el bigote y hasta me pinté el pelo para encubrir mi verdadero aspecto y ocultar mi identidad. Ya lo ves, ni siquiera contigo podía sincerar la verdad verdadera. Quería aguardar para revelártelo todo, pero resguardando tu seguridad. La cosa estaba marchando viento en popa hasta esta mañana. Me estaba tomando un café en el negocio del portugués de la plaza Bolívar, creo que es Viera como se llama, cuando vi a Polanquito, el esbirro, llegando directamente de Caracas en un flamante Mercury. Solamente pudo haber venido por mí, Elena. Seguro que algún chivato aquí le pasó la novedad de mi, hasta ahora, desapercibida identidad real. Tengo que marcharme inmediatamente, mi amor. No quiero darte más detalles porque mientras más sepas más te comprometes en algo en lo cual no tienes ni arte ni parte.
Elena palideció. El mundo se le contraía de golpe.
—Te juro que pronto me pondré en contacto contigo.
Y, de improviso, sucedió lo que tenía que suceder. La puerta de la habitación de Nectario se abrió como una estampida. Una sólida patada la descerrajó de cuajo y, cual tromba enceguecedora, entraron unos sujetos fornidos vociferando.
          ¡Alto ahí, Benavides!
Nectario, o Benavides, intentó ganar una de las ventanas de un salto. Sonó un petardazo y cayó al suelo. El pantalón de dril se manchó de rojo a la altura de la rodilla derecha. Elena intentó gritar. El terror le congeló la exclamación en la acritud del paladar.
Sus emociones se coagularon en un dédalo inextrincable. Vio cómo los esbirros lo pateaban inmisericordemente. Nectario, o Benavides, apretaba sus ojos y sus dientes para no dejar constancia del agobiante dolor que le estaba lacerando la astillada rodilla.
          ¿Pensabas que me ibas a engañar con ese disfraz de carnaval, desgraciado? — tronó una voz engolada que pertenecía, contradictoriamente, a un sujeto de escaso porte.
Elena miró al hombrecito apoderarse del umbral, interrumpiendo el paso con sus recortadas piernas y unos brazos amorfos cruzados sobre el pecho.
—Estos adecos de mierda creen que se las saben todas. Llévenlo a la comandancia para que medio le curen la pierna y prepárenlo, que salimos para Caracas. A don Pedro le va a gustar este regalito que le vamos a llevar de Santa Narda de Miguaque.
Divisó a Elena, de soslayo. No pudo disimular la careta de sátiro que se le cinceló en el rostro.
—Ay, papito. Mírame a este caramelo que tenemos aquí.
          ¡Ella no tiene nada que ver con esto! ¡Déjala tranquila! — se desgañitó Nectario, o Benavides, casi llorando por el dolor de la herida. Tenía los ojos como un par de tizones y la faz desencajada.
Elena hubiera querido desenredar sus impresiones. El miedo se le amalgamaba con las náuseas y las ganas de esfumarse de ahí con la necesidad de confortar al hombre que la había transformado en mujer y hembra. Su mirada, errabunda en el vacío, tradujo pavor.
—Ese gallito sí se preocupa por ti, muñeca — pronunció viscosamente Polanquito, a la par que tomaba a Elena por un brazo, atrayéndola hacia sí y aspirando sibilinamente por la boca entreabierta, con gesto de lascivia bastarda.
          ¡No te atrevas a tocarla, perro sarnoso! — gritó desde el suelo Nectario, o Benavides.
Sin mediar respuesta, uno de los subordinados le asestó un puntapié en todo el centro de la rodilla malograda. Otro de los patanes le descargó un soberbio puñetazo que convirtió los labios de Nectario, o Benavides, en un coleto sanguinolento. Elena se tapó la boca para no gemir al ver a su amante retorcerse como si estuviera convulsionando por el agobio de una epilepsia amorfa.
          ¿Conque ella es lo que verdaderamente te duele, hijo de la gran puta? Prepárate entonces para lo que vas a ver— bufó Polanquito.
Acto seguido, el corrupto policía propinó un violento empujón a la muchacha arrojándola sobre la cama. La falda se le había subido hasta un poco más arriba de las caderas. Los esbirros no pudieron reprimir un vistazo goloso a las bien torneadas piernas de la chica que confluían en el abultado triángulo que se moldeaba entre sus muslos debajo de la pantaleta de fina tela. Elena pretendió hacer valer su pudor, pero Polanquito la atenazó con fuerza de monstruo encabritado y ya iba a desgarrarle la prenda íntima cuando Nectario, o Benavides, en medio de ahogos y desesperos, le suplicó:
—Por el amor de Dios... a ella no le hagas nada. Te confesaré todo lo que sé... y lo que no sé también. Te firmo lo que tú quieras, pero a ella déjala ir... por favor... no la toques... ella no tiene nada que ver con el partido...
Polanquito espiró ruidosamente, como si hubiera exorcizado al mismísimo Lucifer.
—Está visto que no se puede mezclar la chamba con el placer.
Tiró de Elena inopinadamente, levantándola de sopetón.
—Por hoy te me salvaste, ricura. Pero busca maneras de no enredarte más con estos adecos de ñoña, porque los localizamos donde se escondan para ponerlos a cantar como jilgueros. Eso sí, mi negra bella— sus dedos peludos de gorila dopado mallugaban el brazo de la muchacha—, si me vuelvo a topar contigo te voy a poner a gozar, igual que si le vieras la carátula a papá Dios... carajo, porque me quedé con las ganas de chuparme ese melocotón.
Los otros esbirros zurcieron sonrisas salaces.
—Bueno, termínate de ir, mamacita.
La muchacha vaciló.
          ¡Que te vayas, nojoda! — energumeneó Polanquito, descargando un puñetazo en una mesa.
Cual mujer de Lot, Elena apresuró el paso. Salió precipitadamente de la casa de Nectario, o Benavides, el recinto donde había sentido por primera vez la vibración de la pasión.
El calor del principio de la tarde había emaciado las calles. No se veía un alma. Caminó como sonámbula hacia su casa. Los pensamientos se le entorbellinaban, las sienes le latían y un sudor cobrizo le germinaba desde los suburbios del alma. “¿Y ahora qué?”, se preguntaba una y mil veces, palpándose el bajo vientre y deseando fervientemente que las piernas no le flaqueasen.
Vio entre brumas acuosas a Pedro Ramón Sojo acercársele, con su obsequiosidad de poeta pueblerino, y ofrecerse a acompañarla, como si hubiera estado haciendo guardia por ella durante centurias. Elena balbució cualquier cosa, creyéndose una autómata.
Llegó a su casa, andando con ligereza de zorro entre maramarales. Despidió a Pedro Ramón Sojo de cualquier manera, dejándolo con su melancolía romanticoide. Se introdujo al interior eludiendo las claridades y el sopor de la “hora del burro”. Nadie se enteró de su llegada.
Tomó el frasco de somníferos que le había sustraído a Cándido. Durante largos minutos lo contempló fijamente, con apetencia suicida, desechando de inmediato la idea, más por cobardía que por otra cosa. Tragó dos píldoras y, mientras el artificial sueño iba apoderándose de su voluntad, dejó que un llanto quedo le zozobrara en las pupilas.
Alrededor de una semana después, apretujada por una decisión que juzgó irremediable, resolvió aceptar los requerimientos matrimoniales de Pedro Ramón Sojo.
No era un mal partido. Había heredado, como vástago único, una cantidad apreciable de leguas de vegas a la vera del Orinoco y media docena de casas para alquilar en Miguaque y Tenapa. No tenía, además, familiares con autoridad suficiente para objetar su boda con la acanelada preciosura hermana del matacochino e hija de la vieja dulcera. Elena aceptó su petición de mano con la condición de que la ceremonia se efectuara sin pérdida de tiempo.

Pedro Ramón Sojo creyó a pies juntillas que el lloroso bebé dado a luz por Elena era sietemesino. Estaba perdidamente enamorado de su flamante esposa.

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