ELENA
Elena Bernárdez sabía muy bien que a los hombres
se les atragantaba la existencia cuando ella hacía irrupción en sus vidas. Por
esa alquimia invisible que poseen las ungidas para devenir en hembras
hechiceras, intuía los apetitos trémulos originados por la espesura de su
presencia y por la vastedad de la noche que reposaba en sus ojos. Sentía a
plenitud cómo los machos la desnudaban mentalmente, cómo se les hacía agua la boca,
cómo los hipnotizaba con su voz reminiscente de dramaturgias subterráneas. Era
un juego volátil e inflamable, dominado por ella con artes y destrezas de
amazona: sabía que la integridad de su acosada virtud y el resguardo de su
cueva de jade estaban protegidos por la pacatería de los años cincuenta. Mírame
y no me toques, cual inalcanzable objeto tras indestructible vidriera.
Y no era que fuera deslumbradoramente
bonita. Al menos según la idea ampliamente diseminada por el cine, con esa
belleza de nariz afilada y blancura propia de los productos del star system hollywoodense. Pero el ardor
que emanaba de su acanelada epidermis, más la atmósfera de sabrosura suicida
que se desprendía de su cuerpo de danta salvaje, provocaban, sin lugar a dudas,
una exacerbación del deseo.
La transformación fue de la noche a la
mañana. De niña había sido enteca, casi raquítica al primer vistazo. “Esta muchacha
como que tiene caquexia”, solía afirmar su mamá. Tenía canillas flaquísimas y
sus dedos huesudos eran como garras para defenderse de los varones en los rudos
juegos de la infancia. Con esa crueldad hurgadora y semisádica que poseen todos
los niños, fue atiborrada de apodos. Por el mero afán de burlarse inclementemente
de ella, le enrostraban a viva voz remoquetes como “Flaca Vitola”, “Pecho’e
Tabla”, “Palillo Eléctrico”, “Firi-Firi” y muchos más. Elena, de vivo genio
como su tocaya troyana, les replicaba con otra catajarria de frescuras. Porque,
como era de esperarse con esa esmirriada y nada atractiva figura, la poco femenina
muchacha prefería los juegos de los varones por sobre aquellos propios de las
niñas. Era diestra con las metras, volando papagayos, ensartando la perinola
hacia delante y de a para atrás, destrozando los pabilos ajenos con el gurrufío
y conocía con precisión las sutilezas del ajiley, el truco y el dominó. No se
arredraba a la hora de ir a pescar
pavones o cazar patos güirirí con algunos de los muchachos ya mayorcitos, a
quienes ni remotamente despertaba, pero ni por asomo, el menor apetito sexual.
Tan era así, que delante de ella se explayaban en la narración de sus precoces
aventuras con prostitutas, mucamas y chicas de diversas raleas. A Elena tales
temas de conversación le soliviantaban la imaginación y la curiosidad.
Comenzaba ya a sentir un cosquilleo perplejo que no sabía evadir. El influjo
implícito de aquellos percances relatados en ambiente de complicidad
compartida, con aquellos adolescentes tomándola como uno más de la partida,
hacía surgir las primeras y agudas contradicciones de su desubicación. Actuaba,
hablaba, reaccionaba, pensaba y se comportaba casi como un varón, dentro de un
cascarón fisiológico que, aun cuando en lo exterior no lo aparentaba en
demasía, era, ineluctablemente, femenino. Sin saberlo, presentía que podía
enamorarse, ilusionarse y prendarse de cualquiera de esos mismos muchachos con
quienes participaba de vivencias y travesuras, desde bailar trompos hasta fumar
cigarrillos a escondidas.
Cierto día de vacaciones de Agosto, la
pandilla de la cual era consuetudinaria había quedado en reunirse en un peladero
fuereño para jugar béisbol. Encargada por los otros de guardar en su casa el
astillado bate junto con la única pelota disponible, Elena se presentó en el
campo de juego luciendo un gastado pantalón de kaki, perteneciente a su hermano
Cándido con quien compartía la ropa dada la similitud de tallas, una anchísima
camisa a cuadros y sendos zapatos de goma U.S. Keds, amén de la consabida gorra
de tractorista. Estaba más que dispuesta a ocupar otra tarde más en alborotada
competencia con los muchachos.
El sol se encontraba en el cénit. La
delgaducha Elena se guarnecía del resplandor bajo un frondoso cotoperí. “¿Qué
le pasará a estos tipos que se tardan tanto?”, pensaba casi con inquietud, pues
era la primera vez que los chicos no acudían puntualmente a la cita convenida.
Cansada de esperar y con los primeros síntomas de apetito evidenciándose en su
estómago, se dispuso a partir cuando se topó con un compañero de escuela a
quien le preguntó por el paradero de los otros.
—Los vi que iban en fila india por los lados
de la laguna de “La Chamana” — respondió el aludido.
En aquellos tiempos, la laguna de “La
Chamana” no se había secado aún del todo. Conservaba sus aguas lodosas y era
allí donde solían reunirse en las tardes de calor sofocante para darse unos clavados
y aprender, mal que bien, a nadar. Usualmente, Elena se abstenía de entrarle al
agua por rasgos mínimos de pudor. La mayoría de los chicuelos ni siquiera
llevaban trajebaños. Las más de las veces, solían zambullirse en interiores. Contrariando
lo habitual, Elena enfiló hacia “La Chamana” con la idea de jugarles una broma
pesada en desquite por haberla dejado esperando en el campo de juego. Quizá les escondería la ropa debajo de unas
topias.
Luego de quince minutos de marcha, ya sabiéndose
cercana al lugar, se desvió del engranzonado camino principal y se internó
entre matorrales, caminando con mucho tiento y evadiendo pisar palos resecos
ocultos entre la hojarasca cuyo crujir podría delatar su presencia. “Qué raro
que no los oigo con el bochinche”, pensó. Los muchachos acostumbraban ejecutar
ruidosas piruetas, pero esta vez el silencio era casi total. Siguió avanzando
con sigilo hasta que por fin percibió los primeros sonidos de la proximidad de
los adolescentes. Pero no eran sus naturales exclamaciones sino algo así como
jadeos, suspiros y expresiones en sordina.
Sintió, a la vez, que la curiosidad se le agolpaba
en las sienes y que no deseaba, por nada del mundo, que sus camaradas notasen
su presencia. Extremando el cuidado, se adelantó un poco más, hasta que un
claro en medio de la espesura le facilitó un punto de observación sin ser
vista. Tenía que ponerse en cuclillas para mejorar su campo visual. Lo hizo
lentamente y lo que miró la abrumó de inmediato, sin darle tiempo a coger aliento.
Los muchachos estaban desvestidos en su mayoría.
Si acaso dos o tres conservaban los calzoncillos. El espectáculo de los cuerpos
varoniles al desnudo le produjo una árida turbación, ya que nunca había visto
uno hasta entonces, salvo la flacura lampiña de su tío Cándido. Pero lo que más
le llamó la atención fue la brillosa y bermeja fogosidad de sus miembros
erectos. Era su primer encuentro con la sexualidad masculina y jamás habría de
olvidarlo. Intentó apartar la mirada de tan insólitos bultos, mas la impresión
era tan opresora y dictatorial que por poco no se apodera de ella un temblor
crispante, hondo y atenazador. Hasta ese momento, ella había sido uno más de la
partida. Ahora la aplastaba masivamente la diferencia que, por arte de la
biología, la separaba de sus camaradas. El efecto que le había producido este
acto de espionaje no le había permitido enterarse del por qué los muchachos
andaban sin ropas en medio del monte.
Habían amarrado dos burras, una de un horcón
y otra de un tamarindo, y estaban copulando con ellas, turnándose. Veía sus
caras, relamidas de éxtasis, mientras sus nalgas iban y venían, con cadencia de
salvajismo ritual, en un deslumbrante shock
que abrió el entendimiento de Elena a la violencia primaria y ludíbrica del
sexo. Comprendió que hasta allí llegaba su afinidad con los varones, hasta el
borde del acertijo que se había hecho jirones, con brutalidad de avalancha y
pérdida de uno mismo en la epifanía del placer. Su intuición le señaló, espontáneamente
y con profundidad de siglos yertos, que la masculinidad posee estas urgencias
que la hacen débil y zoológica. Rondaba el aire una complicidad ceremoniosa,
como de descubrimiento de las caligrafías de la imaginación. Los que aguardaban
ocasión para refocilarse con las inmovilizadas pollinas comparaban,
infantilmente, el largo y grosor de sus virilidades, en medio de sandeces
susurradas para no perturbar la concentración de quienes estaban en trance de
oscilación carnal. Elena no se explicaba la desazón y la mezcla de deseos
encontrados que experimentaba. Por una parte quería marcharse de allí, con
mucha repulsa y una buena de dosis de disgusto por lo que los chicos estaban
protagonizando con... con esos animales... con esas burras dóciles, sometidas,
avasalladas, embrutecidas. Pero, por otro lado, cierta confusa seducción la incitaba
a no moverse, a aguardar a que adicionales enigmas le fueran develados de la
misma forma. Y, cosa más curiosa todavía, se identificaba sin querer queriendo,
introspectivamente, con las cuadrúpedas. Pero no en la sumisión y en la
aparente carencia de voluntad, sino en la vocación de grácil receptáculo, de
magnética arena movediza, de boca devoradora, de encantador estuche de
sortilegios y refugio de dolores y efluvios y vientres y deseos atragantados. Se
tocó la vagina y se asustó al sentir una loción tenue untando sus muslos y un
desasosiego y un corrientazo nublado que por poco no la hizo gritar, gemir y
revolcarse en los matorrales. Logró dominarse y se escabulló con rodillas gelatinosas,
augurando que nada sería igual que antes, que su caparazón de marimachito había
encajado un aldabonazo fatal.
La metamorfosis le sobrevino al poco tiempo.
Luego de los primeros flujos menstruales, arribados tardíamente, suaves
redondeces comenzaron a demarcar los límites difusos de su núbil cuerpo. Aun
cuando siguió acompañando a los muchachos en sus correrías, existía un muro
maleable entre ellos desde el episodio de las borricas. Elena notaba, además,
que ya no podía ejercitarse con el mismo ánimo en las destrezas físicas y
gimnásticas. Antes era capaz de correr como un gamo y de, incluso, ganarle a
algunos de los varones en pruebas de velocidad y resistencia. Pero sus caderas
se estaban ensanchando y sus piernas, hasta entonces larguiruchas y escuálidas,
parecían moldearse bajo la acción de un invisible torno conducido por hábiles y
expertas manos. Sus pechos crecieron y tomaron la forma de melones maduros. Su
piel adquirió tersura de maíz tierno y su color de café con leche dejaba
entrever señales escondidas de efervescencia y arrebato.
Durante esos crisálidos días, Elena no se
dejó ver. Se sentía insegura al saber que un viejo y ajado molde se estaba
desintegrando para siempre. Por primera vez en su vida la acuciaba el deseo de
acicalarse con coquetería y de interesarse por la moda. Se quitaba a cada rato
la ropa para admirar la tentadora figura que reflejaba el manchado espejo del
escaparate de algarrobo: pechos firmes de erectos y redondos pezones, vientre
de madreselva con hendidura de algodón revestida de negrura siempre húmeda,
pubis aquejado de dulces fermentos, glúteos de reina del Nilo, piernas
sensuales e incitantes con aroma de sedas en el humo y el delirio.
Elena exploraba sus remotas hondonadas, descubriendo
la frondosidad de una jungla iracunda. Esculpía con sus etéreos dedales la
sinuosidad del goce y del frenesí. Palpaba el impertérrito elíxir de su
triángulo de concubina de las deidades y auscultaba la vastedad hambrienta de
su nirvana. Ahora era una hembra. Una hembra de verdad.
Recordó a las mansas jumentas atadas a los
troncones y las nalgas apretujadas que iban y venían, horadando, taladrando,
agrietando las aberturas de las pecaminosas guaridas de la lujuria. Mordía la
cobija para no gritar mientras estrujaba sus pechos y su respiración se hacía
gruesa como un ladrillo. Sus muslos temblaban afiebradamente a la par que sus
dedos abrían nuevos horizontes en las grutas borrosas del deseo, y su imaginación,
con opaca porfía, regresaba al paraje donde los muchachos se daban contento ya
no con las burras, sino con ella, uno tras otro con sus enhiestos arietes
agolpándose en el pórtico de su canal aterciopelado, intrusos de su gineceo,
ladrones en la noche, saltimbanquis furtivos, máquinas de azogue y de placer,
caracoles intrépidos en las rendijas de la vesania. Ya era la hembra-vorágine.
La hembra-tremedal.
Al emerger de su temporal reclusión advirtió
el cambio de actitud de los demás hacia ella. Ya no era uno más de la partida.
La flacucha figura de los juegos de la pubertad había desaparecido para no
volver. Sus antiguos compañeros de travesuras fueron sucumbiendo uno a uno,
como mangos maduros en marzo, ante su espejismo de objeto buñuelesco del deseo.
Ninguno obtuvo sus favores pues, luego de provocar su entusiasmo con ensayos de
poses y actitudes de incitación malévola, Elena les hacía entender, a veces
hasta con desaires vergonzantes, que la conquista de su corazón no era para ellos.
Aprendía así la sutil destreza de manipular el tinglado de las fragilidades
masculinas: la promesa no verbalizada de unos besos, una mirada fija y provocante
durante milésimas de segundo, una sonrisa semioculta. Más que suficiente para
desatar el ansia desmedida de poseerla.
De los jóvenes pasó a los maduros, con
preferencia por quienes dispusiesen de caudales. Los sonsacaba obteniendo la
satisfacción de algún capricho. La señora Bernárdez veía, al principio, con
malos ojos que Elena usufructuase de la fragilidad de los machos hacia ella. A duras penas había procurado el sustento
de los suyos, tras haber sido abandonada por varios hombres, explotando sus
pericias culinarias: el dulce de coco, la torta burrera, el pan de horno, el rúcano, el alfeñique,
el ponqué, la naiboa y todo género de golosinas nacían en su destartalada cocina
de kerosén marca “Perfection” para que Cándido las expendiese en su bodega.
Pero, a la larga, la señora Bernárdez se vio forzada por las circunstancias a
amainar su ojeriza. Su hija dominaba cada día con creciente pericia el arte de
exprimir a sus adoradores. Se amontonaban los obsequios sin que, en definitiva,
los perseguidores de Elena lograran nada a cambio. La vieja dulcera la veía
dilatar más y su precario universo material a expensas de los rendidos
enamorados, no sin antes advertirle:
—Negrita, hay que tener mucho cuidado. Los
hombres siempre andan buscando que una los arregle con cuchara, negrita. Pero
hay que andar ojo’e garza, negrita. La totona no debe ser sino para el marido
de una, negrita. Está bien que consigas todas esas cosas para ayudarnos en la
casa pero sin aflojar nunca la bicha, negrita. No me canso nunca de repetírtelo,
negrita. Mucho juicio, negrita.
Y Elena:
—Pero bueno, ¿qué es, mamá? ¡Ni que yo fuera
cogida a lazo!
Poco a poco, a fuer de sonsacamientos y de
jugar sin arriesgar en aquellos tiempos de gazmoñería empalagosa, Elena fue ampliando
sus magros haberes. Nuevos vestidos, alguna que otra joya verdadera o de
fantasía, estuches de maquillaje, perfumes. Para su mamá una cocina a gas
nueva, en reemplazo de la vieja “Perfection”, con lo cual la producción de
arequipe, dulce de leche, suspiros, catalinas y demás delicadeces vernáculas se vio complementada con fritangas de toda
laya, tostadas, empanadas y comidas para llevar, a ser vendidas, por supuesto,
en la bodega de Cándido. El lampiño hermano amplió, asimismo, su comercio
adquiriendo cochinos para beneficiarlos, lo cual hacía todas las mañanas, muy
temprano, para descuartizarlos a continuación. Dejaba el pernil para venderlo
ya fuese al mayor ora al detal y, con el resto, preparaba frituras que
inundaban el ambiente con un olor capaz de resucitar al más fenecido de los
cadáveres.
Todos los días, la deliciosa muchacha
despertaba con los guturales aullidos de los cerdos aprestados para recibir el
leñazo que los despacharía a mejor vida. El sonido seco del impacto, al
aterrizar el palo criminal sobre la desvalida testa del chancho, hacía exclamar
a Elena:
—
¡Otro cochino que se va de este mundo!
Cándido replicaba, a su vez, elevando una
mirada amartelada a la musculatura relumbrosa del zambo matarife:
—
¡Rolo’e toletazo, Indalecio!
Y la señora Bernárdez más allá,
persignándose como si el occiso fuera gente:
—
¡Jesús, María y José!
Tal era la identificación que vivía en su
ámbito con la atmósfera porcina que, cuando estaba en presencia de algo a
alguien extraordinariamente de su gusto, Elena no podía tener como obligado
comentario otra cosa que:
—
¡Mejor que cochino frito!
Y, ni por pienso dejaba de seguir exudando
la misma femineidad perturbadora que la ayudaba a ir satisfaciendo sus antojos
y deseos, haciendo caso omiso de las habladurías y chismes que ya se empezaban
a urdir en torno a ella. Aunque no por ello dejase de padecer un cierto dejo de
amargura al notar las invisibles barreras que le salían al paso por causa de la
estrechez económica de su familia y, más que por eso, por los oficios que
procuraban la existencia de su hermano y su madre. Pero, su juventud, belleza y
apetitosidad le permitían esquivar los aspectos negativos al recordarle, en
todo instante, el embrujo poderoso que ejercía sobre los integrantes del sexo
opuesto, sin merma de su honra y de su doncellez.
Hasta que hizo irrupción Nectario Quijada.
Llegó contratado para el liceo “Joaquín
Crespo” y el recién establecido colegio “María Santísima”. Debía encargarse de
varias cátedras humanísticas: Moral y Cívica, Educación Artística, Filosofía,
Latín y Francés. Había cursado cuatro años de Derecho sin poder finalizar la
carrera. La necesidad lo llevó a dar clases de bachillerato. Apareció en Santa
Narda de Miguaque un nublado día de septiembre con la capotera de su
convertible blanco alzada y su prestancia de doncel gachupino a lo Arturo de
Córdova: nuez de Adán prominente, bigotillo prevaricador, cabellos claudicantes
ante tres o cuatro pases de Glostora con Rubina y estatura de galán del cine de
oro azteca. De inmediato, provocó un revuelo metastásico entre las quinceañeras
de entonces y algunas jóvenes señoras.
Elena, aparte de su atildado porte, no le
vio nada de particular. Ya su interés se orientaba hacia el lado pecuniario con
intención de resguardar las compuertas de su corazón, endureciéndolo y
ensordeciéndolo a los impulsos primordiales. Todo hubiera resultado según lo
planeado de no haber mediado el tráfago ventoso del alma de Nectario Quijada.
Le escribía sonetos perplejos y poemas sin
rima, con palabras atropelladas y metáforas patológicas que diseñaban
vehemencias asimétricas, migajas infinitas de un amor a la intemperie. Cuando
lograba tener un momento a solas con ella, en los recreos del liceo, le
brotaban torrentes de peroratas suplicantes. La llamaba virgen de las piedras,
arcángel de las cayenas amarillas, tormento de las copiosas madrugadas. A Elena
de casualidad le quedaba tiempo de responderle:
—Caramba, profesor, usted sí que dice cosas
raras...
La invitaba a pasear en el convertible y se
solazaba con el viento desmadejando su
melena de cacica india. Adoraba mirar los hoyuelos que se labraban en sus
mejillas cuando expresaba su contento, con esa risa tan suya, tan de cachorra juguetona
y cimarrona. Veneraba, en lo más arcano de su obcecación por ella, el color
café con leche de su piel que se ponía más café con leche confrontado con el
trasfondo del desplazamiento a ochenta por hora a través del terraplén del
estero y del lienzo de garzas, corocoras y paujíes, y del aniego blanquiazulado
del invierno, y de las reses amodorradas y purgadas por la hartazón de pasto
verde. Y, súbitamente, obedeciendo al impulso más elemental, le robaba un beso,
con picardía de niño malcriado.
—Usted como que es medio pasadito, profesor...
Y creía morirse de celos cuando la
observaba, de lejos, paseando por el estero en el De Soto gris acero de Lino Fragachán
o en el Pontiac Parisien negro de Medardo Enrile. Y pensaba en que, a lo mejor,
también esos infelices barrigudos, que se chupaban los dientes y eructaban como
marranos después de comer, le escamoteaban besos babosos a la apetecible
rapazuela a cuenta de ricachones de pueblo.
Hasta que una noche de julio, ya
transcurridos los exámenes finales, coincidieron en una fiesta en casa de una
compañera de Elena. Refrescado por un viento contumaz que soplaba del Orinoco,
Nectario Quijada bailó, bajo la bóveda entretejida de cocuyos recién nacidos,
prodigándose con sus querenciosas discípulas. Hubo un momento, de esos que permanecen
grabados en las raras fotografías del alma, en que atrapó a Elena y ya no la
dejó ir.
El tocadiscos de alta fidelidad dejó escurrir
los jacarandosos mambos de Pérez Prado y los sabrosos merecumbés de la orquesta
Sans Souci, a la par que las anchurosas faldas pretendían alzar el vuelo como
palomas de lino, dril y seda. Los cuerpos del profesor y la muchacha se
balancearon al unísono y sus dedos se entrelazaron fuertemente. Sus ojos se encontraron.
Ella sonrió y Nectario Quijada se emborrachó de dicha. Elena tenía el talle
dócil, pero ya no hubo necesidad de palabras.
Poco antes de finalizar la fiesta, ella le
dijo al oído:
—Llévame a tu casa.
Allí se amaron con hambre atolondrada y con
glotonería de celofán. Elena quería saciar, de una vez por todas, la sed de
misterios vislumbrados y atisbados por el dintel del portal del deseo.
Se esforzaron por mantener su relación en el
máximo secreto, mientras decidían cómo informar a la vieja dulcera de sus
intenciones matrimoniales. Al poco tiempo, Elena descubrió en su interior las
señales ginecológicas de lo que se avecinaba. Había que apurar las cosas.
Decidió comunicárselo a Nectario cuanto antes.
Cuando se encontraron, él no la dejó hablar.
—Elena, mi amor, tengo que confesarte algo.
De inmediato.
Ella permaneció lívida. “Pertenece a otra”,
pensó, “por mandato de algún papel sellado”. Deseó que la tierra se la tragara.
Ahora sí le importaba lo que pensaran los demás. ¿Tendría la suficiente
entereza para pedirle que se divorciara, destruyendo un sacramento?
Nectario lucía azorado. Continuó.
—Me han descubierto. Lo sé.
Elena titubeó.
—
¿Te han descubierto? ¿De qué hablas?
—Elena, mi vida, perdóname por no habértelo
dicho antes... pero, es que no podía confiar en nadie.
—
¿Qué te pasa, Nectario? ¿Qué es eso que no
me habías dicho?
—Verás. No hallo por dónde empezar— Nectario
parecía al acecho de algo—. Mi nombre no es Nectario Quijada y me temo que la
Seguridad Nacional ya lo sabe.
¡La temida policía de la dictadura de Pérez
Jiménez! Elena sintió un vuelco en el estómago.
—Salí de Caracas huyendo de la Seguranal
luego del asesinato de Ruiz Pineda. Desde entonces, no he permanecido en ningún
sitio por mucho tiempo. Hace unos meses, el partido me encargó que organizara
un comité de la resistencia aquí. He tenido que andar todo este lapso con pies
de plomo. Me dejé crecer el bigote y hasta me pinté el pelo para encubrir mi
verdadero aspecto y ocultar mi identidad. Ya lo ves, ni siquiera contigo podía sincerar
la verdad verdadera. Quería aguardar para revelártelo todo, pero resguardando
tu seguridad. La cosa estaba marchando viento en popa hasta esta mañana. Me estaba
tomando un café en el negocio del portugués de la plaza Bolívar, creo que es
Viera como se llama, cuando vi a Polanquito, el esbirro, llegando directamente
de Caracas en un flamante Mercury. Solamente pudo haber venido por mí, Elena.
Seguro que algún chivato aquí le pasó la novedad de mi, hasta ahora, desapercibida
identidad real. Tengo que marcharme inmediatamente, mi amor. No quiero darte
más detalles porque mientras más sepas más te comprometes en algo en lo cual no
tienes ni arte ni parte.
Elena palideció. El mundo se le contraía de
golpe.
—Te juro que pronto me pondré en contacto contigo.
Y, de improviso, sucedió lo que tenía que
suceder. La puerta de la habitación de Nectario se abrió como una estampida.
Una sólida patada la descerrajó de cuajo y, cual tromba enceguecedora, entraron
unos sujetos fornidos vociferando.
—
¡Alto ahí, Benavides!
Nectario, o Benavides, intentó ganar una de
las ventanas de un salto. Sonó un petardazo y cayó al suelo. El pantalón de
dril se manchó de rojo a la altura de la rodilla derecha. Elena intentó gritar.
El terror le congeló la exclamación en la acritud del paladar.
Sus emociones se coagularon en un dédalo inextrincable.
Vio cómo los esbirros lo pateaban inmisericordemente. Nectario, o Benavides,
apretaba sus ojos y sus dientes para no dejar constancia del agobiante dolor
que le estaba lacerando la astillada rodilla.
—
¿Pensabas que me ibas a engañar con ese disfraz
de carnaval, desgraciado? — tronó una voz engolada que pertenecía,
contradictoriamente, a un sujeto de escaso porte.
Elena miró al hombrecito apoderarse del
umbral, interrumpiendo el paso con sus recortadas piernas y unos brazos amorfos
cruzados sobre el pecho.
—Estos adecos de mierda creen que se las
saben todas. Llévenlo a la comandancia para que medio le curen la pierna y
prepárenlo, que salimos para Caracas. A don Pedro le va a gustar este regalito
que le vamos a llevar de Santa Narda de Miguaque.
Divisó a Elena, de soslayo. No pudo
disimular la careta de sátiro que se le cinceló en el rostro.
—Ay, papito. Mírame a este caramelo que tenemos
aquí.
—
¡Ella no tiene nada que ver con esto!
¡Déjala tranquila! — se desgañitó Nectario, o Benavides, casi llorando por el
dolor de la herida. Tenía los ojos como un par de tizones y la faz desencajada.
Elena hubiera querido desenredar sus impresiones.
El miedo se le amalgamaba con las náuseas y las ganas de esfumarse de ahí con
la necesidad de confortar al hombre que la había transformado en mujer y
hembra. Su mirada, errabunda en el vacío, tradujo pavor.
—Ese gallito sí se preocupa por ti, muñeca —
pronunció viscosamente Polanquito, a la par que tomaba a Elena por un brazo,
atrayéndola hacia sí y aspirando sibilinamente por la boca entreabierta, con
gesto de lascivia bastarda.
—
¡No te atrevas a tocarla, perro sarnoso! — gritó
desde el suelo Nectario, o Benavides.
Sin mediar respuesta, uno de los
subordinados le asestó un puntapié en todo el centro de la rodilla malograda.
Otro de los patanes le descargó un soberbio puñetazo que convirtió los labios
de Nectario, o Benavides, en un coleto sanguinolento. Elena se tapó la boca
para no gemir al ver a su amante retorcerse como si estuviera convulsionando
por el agobio de una epilepsia amorfa.
—
¿Conque ella es lo que verdaderamente te duele,
hijo de la gran puta? Prepárate entonces para lo que vas a ver— bufó
Polanquito.
Acto seguido, el corrupto policía propinó un
violento empujón a la muchacha arrojándola sobre la cama. La falda se le había
subido hasta un poco más arriba de las caderas. Los esbirros no pudieron
reprimir un vistazo goloso a las bien torneadas piernas de la chica que
confluían en el abultado triángulo que se moldeaba entre sus muslos debajo de
la pantaleta de fina tela. Elena pretendió hacer valer su pudor, pero
Polanquito la atenazó con fuerza de monstruo encabritado y ya iba a desgarrarle
la prenda íntima cuando Nectario, o Benavides, en medio de ahogos y desesperos,
le suplicó:
—Por el amor de Dios... a ella no le hagas
nada. Te confesaré todo lo que sé... y lo que no sé también. Te firmo lo que tú
quieras, pero a ella déjala ir... por favor... no la toques... ella no tiene
nada que ver con el partido...
Polanquito espiró ruidosamente, como si
hubiera exorcizado al mismísimo Lucifer.
—Está visto que no se puede mezclar la
chamba con el placer.
Tiró de Elena inopinadamente, levantándola
de sopetón.
—Por hoy te me salvaste, ricura. Pero busca
maneras de no enredarte más con estos adecos de ñoña, porque los localizamos
donde se escondan para ponerlos a cantar como jilgueros. Eso sí, mi negra bella—
sus dedos peludos de gorila dopado mallugaban el brazo de la muchacha—, si me
vuelvo a topar contigo te voy a poner a gozar, igual que si le vieras la
carátula a papá Dios... carajo, porque me quedé con las ganas de chuparme ese
melocotón.
Los otros esbirros zurcieron sonrisas
salaces.
—Bueno, termínate de ir, mamacita.
La muchacha vaciló.
—
¡Que te vayas, nojoda! — energumeneó Polanquito,
descargando un puñetazo en una mesa.
Cual mujer de Lot, Elena apresuró el paso.
Salió precipitadamente de la casa de Nectario, o Benavides, el recinto donde
había sentido por primera vez la vibración de la pasión.
El calor del principio de la tarde había
emaciado las calles. No se veía un alma. Caminó como sonámbula hacia su casa.
Los pensamientos se le entorbellinaban, las sienes le latían y un sudor cobrizo
le germinaba desde los suburbios del alma. “¿Y ahora qué?”, se preguntaba una y
mil veces, palpándose el bajo vientre y deseando fervientemente que las piernas
no le flaqueasen.
Vio entre brumas acuosas a Pedro Ramón Sojo
acercársele, con su obsequiosidad de poeta pueblerino, y ofrecerse a
acompañarla, como si hubiera estado haciendo guardia por ella durante
centurias. Elena balbució cualquier cosa, creyéndose una autómata.
Llegó a su casa, andando con ligereza de
zorro entre maramarales. Despidió a Pedro Ramón Sojo de cualquier manera,
dejándolo con su melancolía romanticoide. Se introdujo al interior eludiendo
las claridades y el sopor de la “hora del burro”. Nadie se enteró de su
llegada.
Tomó el frasco de somníferos que le había sustraído
a Cándido. Durante largos minutos lo contempló fijamente, con apetencia
suicida, desechando de inmediato la idea, más por cobardía que por otra cosa.
Tragó dos píldoras y, mientras el artificial sueño iba apoderándose de su
voluntad, dejó que un llanto quedo le zozobrara en las pupilas.
Alrededor de una semana después, apretujada
por una decisión que juzgó irremediable, resolvió aceptar los requerimientos
matrimoniales de Pedro Ramón Sojo.
No era un mal partido. Había heredado, como
vástago único, una cantidad apreciable de leguas de vegas a la vera del Orinoco
y media docena de casas para alquilar en Miguaque y Tenapa. No tenía, además,
familiares con autoridad suficiente para objetar su boda con la acanelada
preciosura hermana del matacochino e hija de la vieja dulcera. Elena aceptó su
petición de mano con la condición de que la ceremonia se efectuara sin pérdida
de tiempo.
Pedro Ramón Sojo creyó a pies juntillas que
el lloroso bebé dado a luz por Elena era sietemesino. Estaba perdidamente
enamorado de su flamante esposa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario