LIVORINI
Todos los viejos lugareños se explayaban con
el relato de la llegada inicial de Anacleto Livorini a Santa Narda de Miguaque.
Luciendo ropas que lindaban con la sordidez
del harapo, pero llevadas con dignidad de conde veneciano, se apareció un día
de finales del XIX mercando fruslerías y baratijas de diversa laya: espejuelos
franceses, tricóferos con grabados de musas de larguísimas crinejas, pociones
de eterna juventud, depurativos para la sífilis y demás enfermedades secretas,
biblias medievales de caracteres góticos y rosarios ensalmados de colmillos de
tiburón.
Sentó sus reales en una choza precaria, aledaña
a las barrosas y palúdicas aguas de “La Chamana” a la espera de mejores
tiempos. Otro buen día, adquirió una cámara fotográfica. Los almidonados
pobladores de Miguaque solicitaban al esbelto italiano que plasmase sus endomingadas
figuras — tiesos bigotes y peinados flor de parcha ellos, encorsetadas siluetas
e hinchadas pechugas, ellas — en las placas de vidrio que parecían surgir de la
nada en el caos ciclópeo de su laboratorio. Algunos creyeron adivinar en la
jerigonza que parloteaba incesantemente el mediterráneo fotógrafo, rastros de
olvidadas hazañas contrabandistas en las Antillas y de expediciones caucheras
en las gruesas selvas de Guayana. A ratos dejaba escapar alusiones a la
espantosa existencia de los prisioneros en el penal francés de Cayena, con profusión
de carraspeos que semejaban las erres galas. Narraba también prolijamente los
peligros de la manigua y de los espectros del mar, como si fuese un Simbad
aventado al llano por los caprichos insondables de los dioses. Describía
escaramuzas en los avatares de incontables batallas garibaldinas, con explicaciones
detalladas de táctica y estrategia, flancos desguarnecidos y ataques suicidas.
Mezclaba términos en varias lenguas y romances, y ni eso disminuía un ápice la
atención de sus convives.
El coronel Sandalio Fragachán, primera
autoridad civil y militar de Santa Narda de Miguaque, recibió un telegrama
urgente desde Caracas. El presidente de la república y jefe de la revolución
restauradora, general Cipriano Castro, su Jefe, lo conminaba a reunir, por
cualesquiera medios disponibles, tropas y pertrechos para librar una batalla, a
todas luces trascendental, contra el ejército de facciosos que se hacía llamar,
pomposamente, revolución libertadora. El coronel Sandalio Fragachán, andino de
ojos oblicuos y espeso acento montañés, había hecho buenas migas con Anacleto
Livorini en incontables y caniculares tardes en el rancho de “La Chamana”,
tomando café endulzado con papelón y aderezado con unas gotas de miche. El
coronel Sandalio Fragachán intuía que el
italiano era de confiar. Le confirió, por consiguiente, el rimbombante título
de comandante y a los dos días tomaron rumbo a La Victoria con treinta hombres
a caballo y ciento y pico de infantería, armados los más de ellos con machetes y
picas a falta de chopos y máuseres.
Livorini se lanzó con denuedo al fragor de
la batalla, zarandeando palabras en una jerga a ratos incomprensible donde se
fusionaban, sin solución de continuidad, los juramentos más soeces en una
docena de idiomas y dialectos.
—
¡Managgia
Sant’Antonio, carajo!
Retumbaban los cañones y vomitaban los
güinchésteres.
—
¡Porca
miseria de la putana Eva!
Ahogaba el olor a pólvora y ensordecían los
plomazos.
—
¡El
coño de la mamma di questi schifosi!
Rebotaban las esquirlas y arreciaba la
metralla.
—
¡Mi
ci pulisco il culo con la tua anima, stronzo cagatto per forza!
Después de varios días de intensos combates,
cuando las fuerzas restauradoras parecían exhaustas y al borde del colapso,
apareció el vicepresidente de la república,
general Juan Vicente Gómez, comandando un milagroso tren provisto de
armamento y tropas frescas. El coronel Sandalio Fragachán recibió la orden de
despejarle la vía de francotiradores enemigos. Anacleto Livorini lo escoltó con
su arrojo habitual.
—
¡Mi
sono rotto il cazzo, maricones!
Los rebeldes comenzaron a dispersarse. El
presidente Cipriano Castro ordenó dar cuenta de ellos hasta exterminarlos. Con
obstinación cazurra, el vicepresidente Juan Vicente Gómez los fue persiguiendo
por el llano, la costa y la cordillera, derrotando uno a uno a los
caudillos insurgentes, como cirujano extirpando pólipos, hasta la postrera y
decisiva batalla.
El general Nicolás Rolando, último jefe en
armas de la revolución libertadora, se atrincheró en Ciudad Bolívar, frente a
la parte más angosta del Orinoco, desdeñando las ofertas para una capitulación
honrosa que le hizo el impasible vicepresidente Juan Vicente Gómez. La lucha
fue cruenta y librada calle por calle y casa por casa. El coronel Sandalio
Fragachán recibió un balazo en pleno abdomen. Los médicos declararon que sería
imposible extraer el proyectil sin provocarle una hemorragia que podría resultar
letal. Tendría que resignarse a vivir el resto de sus días con ese cuerpo
intruso alojado en sus entrañas y a no participar en más acciones bélicas.
—Non preocuparse, mi coronele, que bisho
malo non morirse— lo confortó Anacleto Livorini.
—
¡Qué tochada, Anacleto! ¡Coja el mando de
las tropas miguaqueñas y vaya y sáquele la ñoña a esos pingos!
De Ciudad Bolívar regresaron cubiertos de
gloria. El vicepresidente Juan Vicente Gómez convertido, por obra y gracia del
ditirámbico verbo presidencial, en el “Salvador del Salvador”. Sandalio
Fragachán, ascendido a general en su lecho de convaleciente, fue designado al
poco tiempo, presidente del Estado. Anacleto Livorini ahora era coronel en
premio a los servicios prestados, con sumo arrojo y temeridad, en la campaña.
Los partidarios de la vencida revolución
libertadora saldaron con sus vidas, el exilio o la confiscación de sus bienes
su participación en la aventura. El presidente Cipriano Castro, su poder ahora
consolidado e indisputado, permitió a sus lugartenientes echarle el guante a
las posesiones más apetecibles en las regiones bajo su mando. Ni cortos ni
perezosos, Fragachán y su socio, el flamante coronel Anacleto Livorini, se
dieron a la tarea de ponerle el ojo y apoderarse, por diversos medios, de los
mejores hatos del Estado.
El antiguo aventurero descubrió, con sumo
placer, las satisfacciones de la vida pastoril. Le cogió afición a la ganadería,
a las vaquerías y a la vida a caballo, mientras apreciaba con voracidad cómo
sus leguas de tierras y sabanas se iban ensanchando cada día más, por artes de
legalidad o por argucias condimentadas de prepotencia no solapada. A veces,
para no mostrar avaricia succionante, permitía que Fragachán o el vicepresidente
Juan Vicente Gómez le ganaran la partida de alguna finca propiedad de algún
obstinado enemigo de la causa. Pero el despecho era compensado usufructuando
negocios de diversa índole, como el despacho de un lote de finos cueros a las
Antillas; o le echaba garra al monopolio del tabaco de mascar que se expendía
en las bodegas de todo el Estado en connivencia con Fragachán; o remitía a una
partida de purgüeros a las selvas caucheras de Guayana para incrementar el peso
de sus botijuelas llenas de morocotas; o hacía de comisionista para el
vicepresidente Juan Vicente Gómez en el negocio de la pesa de carne; o le
montaba una tienda de géneros surtida con las telas más finas y los brocados
más vistosos, a Raiza Azucena Antilano, su amante en la capital del Estado,
hija de una de las familias más mantuanas de todo el llano; o hacía lo mismo en
Tenapa con la mulata Isabel Cordero, su barragana favorita; o se batía a tiros
con Silvestre Lindano, descerrajándole un certero disparo en la frente, en
plena calle La Cuaima bajo el atosigador sol de un mediodía nunca olvidado por
los moradores, en disputa por los
favores de Concha Magdalena Moros, la casquivana esposa del occiso, quien,
desde aquel ominoso día y sin importarle su honra y el qué dirán, lo acogía en
su fresca residencia de amplio zaguán y anchos ventanales, concediéndole la
administración de las extensas tierras recibidas en herencia de su malogrado y
cornúpeto cónyuge que, a la larga y previsiblemente, pasaron a engrosar el
creciente patrimonio del antiguo mercachifle de fruslerías, baratijas,
abalorios y otrora fotógrafo ambulante de tiesos mostachudos y encorsetadas matronas.
Sus bastardos no tardaron en plenar las
escuelas y las esquinas de casi todos los pueblos del Estado. A su primogénito
con Raiza Azucena Antilano, nacido prematuramente en medio de metrajes de telas
y varas de brocados importados de París de Francia, se lo dio en bautizo a
Sandalio Fragachán.
—Lo iba a llamar Giovanni Battista — le
comentaba, en castellano casi perfecto ahora, con llanerísimo acento — como mi
abuelo, que en paz descanse allá en Calabria, que fue quien verdaderamente me
crió y me vivía diciendo: “Anacleto, muchacho, si te quedas aquí como pastor de
cabras no pasarás de ser un pendejo toda tu vida. Coge camino, que el mundo pertenece
a los que se atreven y no a los pajúos que se quedan aguardando la misericordia
del señor”.
—Y ese abuelo suyo, ¿de qué murió? —
preguntó Sandalio Fragachán.
Anacleto Livorini se llevaba a la boca una
copa de fino cristal, perteneciente a la vajilla de la casa de gobierno, y
sorbía comedidamente, a la usanza europea, el brandy “Cardenal Mendoza”.
—Al mío nonno
— la remembranza del abuelo traía el dejo italiano a su hablar — lo mataron los
maledetti austríacos. Él era
partisano. Estaba con Garibaldi.
—Esos son los riesgos de meterse a
revolucionario. Pero todo está bien si la causa es justa y merece la pena
arriesgar la vida por la independencia de la patria. ¿No le parece, compadre?
Ya es hora que empiece a tratarlo de esa manera, porque vamos a estar toda la
vida vinculados por el sacramento.
—Ya le digo. Brindo por eso... compadre.
Tomaron otro sorbo, apoltronados en los
mullidos sillones estilo imperio de la casa de gobierno.
—Y entonces, ¿cómo se va a llamar el mocoso,
compadre?
—Si no es Giovanni Battista, pues qué
carrizo, que se llame Juan Batista que, a fin de cuentas, resulta lo mismo. Raiza
Azucena dice que no le gustan los nombres en musiú.
—A propósito, compadre, y perdóneme la
entrepitura como dicen aquí en el llano, pero ¿por qué no se decide de una vez
por todas y asienta cabeza? No se puede quejar: Raiza Azucena es una flor de
matapalo, lo quiere a usted de verdad-verdad, es una muchacha de inmejorable
familia y estoy seguro que, formalizando la cosa, será mejor para todos.
—Caracha, compadre, la verdad es que le he estado metiendo coco al asunto
desde hace tiempo. El problema es que si me caso con una las otras se me alzan,
y la única manera de tenerlas contentas es así como estoy ahorita. De vez en cuando cogen el merequetén ese
de celarse las unas de las otras, pero
le doy un zipotazo a la pared o grito tres mentadas de madre bien fuertes y se
quedan tranquilitas. Además, mujer es lo que sobra. Y que conste que no son
ideas exclusivas mías. Esto se lo he oído decir al mismo general Gómez quien, como
usted sabe, anda más o menos en una situación parecida a la mía. Guardando las
distancias, claro.
Al escuchar el nombre del vicepresidente,
Sandalio Fragachán permaneció absorto en sus pensamientos. Livorini sintió el
insólito silencio, pero la compenetración entre los dos hombres era
considerable, por lo cual se atrevió a preguntar:
—
¿En qué piensa, compadre?
Fragachán pareció titubear.
—Las cosas se han estado complicando mucho
últimamente.
Miró a su alrededor con sigilo. Estaban
solos, lo sabía, mas la prudencia aconsejaba extremar precauciones.
—Compadre, la situación no es como antes —
Fragachán prosiguió —. Ya el general Gómez no es el hombre de absoluta
confianza del presidente. Me cuentan los amigos que tengo en Caracas que, más
bien, se ha intentado marginarlo y segregarlo, aun cuando la causa restauradora
tiene infinidad que agradecerle desde los días cuando estábamos exiliados en
Colombia. El general Gómez se encargó, con su habilidad de buen administrador y
negociante, de que nada le faltase a Cipriano Castro y a todos nosotros, sus
seguidores, durante esos largos siete años en que aguardábamos, a veces hasta a
punto de perder la esperanza, el momento propicio para pasar la raya y
volvernos a Venezuela a luchar por las banderas del partido liberal.
—Pero siempre he escuchado decir que el más
fiel y leal amigo del presidente Castro es, precisamente, el general Gómez.
—Y es verdad, compadre. Pero las cosas han variado
bastante desde que la causa restauradora
se consolidó en el poder. Ya don Cipriano no es el mismo de antes. Me refieren mis contactos que
ahora, para hablar con él, hay que franquear la impenetrable barrera de los
doctores valencianos. Usted de seguro los ha oído mencionar: José Rafael
Revenga, Ramón Tello Mendoza, Manuel Corao y compañía. Ellos son, de paso,
quienes le consienten los vicios al presidente y le consiguen las mocitas para
que las desvirgue en sucesión, una detrás de la otra, y mientras más pichonas,
mejor. Me cuentan que se mete en unas orgías de varios días y, como le dije,
los doctores valencianos aprovechan las debilidades de don Cipriano para
acaparar poder, echarle el guante a los mejores negocios, intrigar y, lo más
grave, alejarlo de sus verdaderos compañeros o, para decirlo por todo el cañón,
del general Gómez, quien es un hombre íntegro que no se presta a esas
cabronerías.
—
¿Y qué se puede hacer, compadre?
—Por los momentos, nada, porque los doctores
valencianos son tan desgraciados y tan canallas que han influenciado en el
ánimo del presidente para que le ponga peines, conchitas de mango y trampitas
babosas al general Gómez, a ver si peca por toche. Pero qué va, él no cae en
provocaciones y, mientras pasa el tiempo, se ocupa de que el ejército esté
contento y de que los coroneles y generales de la causa restauradora permanezcan
satisfechos, aun cuando don Cipriano no los reciba. Siempre está pendiente de
nosotros y de nuestras necesidades. Por contraste, el presidente Castro ni
atiende los asuntos del gobierno ya.
—Caramba, compadre, qué cosa más seria.
—Yo no sé en qué va a parar esto. Por ahí me
llegó la bola de que don Cipriano tiene el riñón muy enfermo por causa del
exceso de brandy y totona. También me comentaron que los mejores médicos de
Caracas le han recomendado que se vaya a operar a Alemania, porque si sigue así
dentro de poco puede ocurrir lo peor. Los doctores valencianos andan muy nerviosos
y maniobran para que don Cipriano no deje al general Gómez encargado de la
presidencia mientras esté ausente.
—
¿Y qué cree usted que va a pasar, compadre?
—Si el presidente de verdad tiene que
marcharse a Alemania a recuperar su salud, yo creo que lo mejor es dejar al
general Gómez al frente del gobierno. Su lealtad es inquebrantable.
Llegado a este punto, Sandalio Fragachán
probó otro sorbo de “Cardenal Mendoza”. Un silencio de expectativa sobrecogió a
los dos hombres.
—Mire, compadre, le voy a decir esto para que quede entre
nosotros dos. Si, mientras dure la ausencia de don Cipriano, el general Gómez
decide dar cuenta de la pandillita valenciana, no le voy a negar a usted que, a
mí y a unos cuantos de los oficiales más devotos a la causa nos va a entrar un
fresquito muy sabroso por dentro.
Sandalio Fragachán carraspeó y se inclinó
hacia su contertulio.
—Quiero que sepa, compadre Anacleto
Livorini, que voy a cuadrarme incondicionalmente al lado del general Juan
Vicente Gómez en los tiempos difíciles que se avecinan.
Anacleto Livorini no vaciló.
—Y yo quiero que usted sepa, general
Sandalio Fragachán, que yo me lanzo con mi compadre para donde él vaya.
Al poco tiempo de acaecida esta
conversación, los acontecimientos se precipitaron. Cipriano Castro no aguantó
más el riñón y se embarcó para Alemania. No había terminado de disiparse el
humo del barco que transportaba su presencia macilenta de macaco lúbrico,
cuando su segundo al mando, hombre de confianza y apocado seguidor desde los
días del destierro en Colombia, lo despojó incruentamente del poder,
inaugurando un régimen que se iba a prolongar por casi treinta años.
En premio a su sólida lealtad con el zorruno
general Juan Vicente Gómez, Sandalio Fragachán y Anacleto Livorini vieron acrecentar
su influencia, su poder y su peculio todavía más. Fragachán, no obstante, se
sentía más inclinado a los avatares y riesgos de la guerra. Desoyendo las
recomendaciones facultativas que le recordaban del viejo proyectil de Ciudad
Bolívar, se lanzaba, cada cierto tiempo, en relampagueantes campañas contra los
obstinados y quijotescos guerrilleros que molestaban, cual tábanos imprudentes,
la parsimonia imperturbable del eternizado dominio gomecista, invadiendo
los llanos venezolanos desde el Meta,
Casanare y las regiones amazónicas colindantes con Colombia. Llegó el tiempo en
que Anacleto Livorini se excusaba con su compadre por no poder acompañarlo en
tan fatigosas correrías, alegando los naturales achaques de la edad y las secuelas
de una vida ya de por sí harto aventurera.
De esta manera, el antiguo errabundo de
mares, selvas y llanuras sentó sus reales en forma definitiva. Siguió tomando,
por supuesto, provecho de su envidiable posición para irse adueñando, en forma
inexorable y de la misma manera como los meandros de los ríos llaneros aniegan
la sabana en invierno, de leguas y más leguas de tierra. Ya era el primer
terrateniente de la región, sólo superado en su denuedo terrofágico por el apetito
nunca satisfecho del jefe supremo de la causa rehabilitadora, comandante en
jefe del ejército y presidente, a ratos, de la república, el benemérito general
Gómez.
De toda la caterva de críos que fue dejando
a lo largo y ancho de la región, su favorito era Juan Bautista. Hacia el final
de sus días, Anacleto Livorini decidió establecerse definitivamente en Santa
Narda de Miguaque, pueblo aun aldeano y de polvorientas calles que se
convertían en atascosas bombas en la época de las lluvias incesantes. Juan
Bautista siguió a su padre y no tardó en descollar por mérito propio.
Era insolente, dominante y prepotente. Ya antes
de los veinte años de edad se había batido a tiros con tres tipos distintos por
líos de faldas o de alcohol, corriendo la peor suerte sus contrincantes.
Presagiando líos y vendettas, tal como en sus mocedades calabresas, Anacleto
Livorini optó por mandarlo a pasar una larga temporada a Caracas.
A principios de 1936, poco después de
fallecer Juan Vicente Gómez, el viejo Anacleto contrajo una ripiosa fiebre y exhaló
su terminal aliento. Fue un suceso de repercusión nacional. Prominentes figuras
del gobierno y de las finanzas se apersonaron en Santa Narda de Miguaque,
venciendo las prolongadas distancias y el clima palúdico, a presentar sus
respetos al venerable patriarca. En representación del general Eleazar López
Contreras, presidente provisional de la república, estuvo el coronel Isaías
Medina Angarita. Allí hizo buenas migas con Juan Bautista Livorini, quien había
aplacado en algún grado sus ínfulas de matón pueblerino en Caracas,
convirtiéndose en una suerte de refinado prohombre de la vida social y
económica de la región. Dada la preferencia de su padre hacia él, había recibido
como herencia lo mejor de las vastas extensiones latifundistas acaparadas por
Anacleto Livorini. La prepotencia había evolucionado hacia una cachaza casi
aristocrática. Caracas, con sus cabarés, cupleteras y cortesanas, ahora le
resultaba imprescindible. Mas, para no contrariar uno de los grandes deseos del
viejo, Juan Bautista Livorini había consentido en casarse con Auristela
Fragachán, hija del compadre, mejor amigo y gran compañero de vicisitudes de su
progenitor.
Poco tiempo después llegó al mundo José Gregorio
Livorini, en Caracas. La mansión de anchos corredores, pulidos mosaicos y
extraños arabescos cobró singular vida con sus berridos, muecas y carantoñas.
Auristela Fragachán volcaba hacia él todo su amor de esposa desdeñada. A cada
rato irrumpían en la frontera de su vida conyugal, como espectros efímeros,
actrices de teatro de revistas, zagalas de exótico origen y sopranos zarzueleras.
Auristela Fragachán se refugiaba en el mundo pueril de José Gregorio,
atosigándolo con mimos y caricias, complaciéndole sus antojos y perdiendo toda voluntad propia
y todo ánimo de sana determinación ante los ojos de color félido del chiquillo.
José Gregorio veía a Juan Bautista en
contadas oportunidades, resintiendo la imposición del soberbio carácter paterno
frente a sus melindres de niño malcriado y voluntarioso. De ahí, entonces, que
las magulladuras de sus berrinches, ensordecidos por el enojo implacable e
inapelable de Juan Bautista, se canalizaron hacia la crueldad y el sadismo
contra los seres indefensos que tuviesen la desgracia de ponerse al alcance de
su mano. Al principio, se satisfacía con desplumar a los canarios enjaulados de
Auristela y en arrojar a los gaticos de Angora cual misiles desde la azotea.
Después le dio por destripar cucarachas y bachacos, por prenderle fuego en las
alas a las mariposas para verlas consumirse lentamente, y por despachurrar
sapos, ranas, culebras, lombrices, ciempieses, iguanas y alacranes. Llegó el
día en que los vecinos de la urbanización El Paraíso descubrieron, con estupor,
que sus mascotas eran los conejillos de Indias con que José Gregorio Livorini
ejercitaba sus artes de cirujano aberrado.
En cierta ocasión, ya estando la nación
gobernada por la bonachona y sonriente figura del general Isaías Medina Angarita,
se presentó Juan Bautista en la mansión del Paraíso. José Gregorio, ya casi un
zagaletón, trepó por la enredadera y atisbó por una rendija la conversación de
sus padres.
Auristela estrujaba un pañuelo en sus manos
y era obvio que realizaba esfuerzos inauditos para no dejarse ahogar por los
sollozos. Juan Bautista caminaba de un lado a otro, con pasos impacientes y
marítimos. Su voz tronaba, como disparos de cañón en matinée dominical.
—Mira, Auristela, ni que inundes esta
habitación con un aluvión de moco y lágrimas me vas a hacer desistir. Aparte de
que me ha salido este compromiso con Isaías, ya te lo expliqué, de encargarme
de la presidencia del Estado por un tiempo. Los dos lo vemos más como un asunto
personal que como una cuestión política. Isaías Medina es mi amigo, me está
solicitando un favor y yo no puedo, ni quiero, quedarle mal.
Auristela, con voz húmeda:
—Pero no tienes por qué llevártelo. Mi única
compañía ha sido él, en esta vida de soledad y martirio a la que me has
sometido.
José Gregorio se dio cuenta que hablaban de
él.
—Es cierto, Auristela —afirmó Juan Bautista,
queriendo ser compasivo pero resultándole un gesto grotesco en el cuadro de su
rigidez mantuana—. Reconozco que he sido un calvario para ti. Pero es
conveniente, ahora que me marcho por no sé cuánto tiempo para nuestra región de
origen, es conveniente, te repito, que me lleve a José Gregorio. También es
verdad que no he sido un buen padre para él y que lo he dejado demasiado tiempo
en tu custodia, abusando de tu paciencia...
—
¿Cómo puedes decir eso? Estás hablando de mi
hijo, a quien quiero más que nada en este mundo y tú vienes ahora a quitármelo,
así como así — sangloteó Auristela.
—Sí, sí, te concedo la razón, pero ya es hora
de que el muchacho se acostumbre a mi presencia, a mi influencia, a mi vigilancia.
Más que tu hijo, José Gregorio es un varón, un hombre, y necesita de hombres a
su alrededor para formar su carácter. Tú has sido una buena madre, Auristela,
pero lo has consentido mucho y temo que se vaya a descarriar. Además, va a estar
conmigo en la casa de gobierno, la misma casa de gobierno que por muchos años
ocupó su abuelo, tu padre, y va a aprender cómo es que se baila el trompo en
este país. Considera, asimismo, que José Gregorio va a heredar todo lo que yo
tengo, que son unas cuantas leguas de llano y unas cuantas reses, más lo que le
corresponde por parte tuya de la sucesión de Sandalio Fragachán, y es bueno que
se acostumbre a velar por su futuro patrimonio. Y nada mejor para eso que la
vida del monte. Que aprenda a montar a caballo, a arrear y a herrar ganado, a
sembrar potreros, a tirar líneas de alambre, a todo pues, en fin. Tiene que convertirse
en un hombre y lo mejor para eso, vuelvo y te repito, es que se embraguete con
los peones y coja conciencia de lo que es la vida del llanero.
Auristela empalideció.
—Pero eso es muy peligroso, Juan Bautista.
¿Y si lo muerde una víbora? ¿Y si se ahoga en un caño? ¿Y si se llega a caer en
un río y se lo comen los caribes, o un caimán, como le pasó a mi hermano Pablo?
—A Pablo le sucedió eso por quedarse dormido
debajo de un moriche con cinco botellas de caña clara entre pecho y espalda.
Pero, ¡olvídate de esas necedades, chica! Ese muchacho tiene sangre de Livorini
y de Fragachán en las venas y, como dicen en el llano y perdóname lo vulgar,
“hijo’e mono no pela bejuco”. Te garantizo que se va a integrar a la vida
llanera como si hubiera nacido allí y nunca hubiera venido a Caracas. Aparte de
que yo voy a estar cerca de él, rondándolo y vigilándolo, y si se descontrola
lo hago encaminar otra vez, así sea arreándole unos buenos cogotazos.
—Te lo llevas con la intención de
maltratarlo. ¡Tú lo odias! ¡No lo quieres porque es tu hijo!
—No, chica, ¿cómo se te ocurre decir eso?
—Lo que quieres es arrebatármelo para
terminar de malograr mi vida.
—Pero bueno, Auristela, ¿tú estás loca?
—
¿Tú crees que yo no sé que te casaste conmigo
solamente para complacer a tu papá? ¡Tú nunca has estado enamorado de mí! Pues,
sí, lo sé. Me has sometido a esta existencia de abandono y de sufrimiento, por
vivir esperando a que regreses de tus rochelas y de tus degeneraciones con esas
mujeres de la vida. ¿Tú crees que no me doy cuenta de cómo se burla todo el mundo
de mí, aquí en El Paraíso y en el Country Club? ¿De qué me sirve vivir en esta
casa lujosa, en este sitio que todavía es el mejor de toda Caracas, si no
cuento con un marido respetable, que nos represente en todo momento a mí y a mi
hijo?
—
¿Qué más respetable me quieres, mujer? Si
hasta el propio Isaías Medina me busca y me pide de favor que le acepte la presidencia
del Estado.
Auristela, al borde de la histeria:
—
¡Eres un canalla y un cínico! ¡Lo que
quieres es quitarme a mi hijo, como venganza contra tu padre por haberte hecho
casar conmigo!
Juan Bautista, con displicencia:
—La verdad es que, por casarme, lo hubiera
hecho con cualquiera. Hasta con la negra Filomena que, por lo menos, era más
hembra que tú. Siempre me pareciste un trozo de hielo.
Auristela, lacerada en lo más vivo y
avalanzándose para clavarle las uñas:
—
¡Miserable! ¡Ruin! ¡Desgraciado!
Juan Bautista, propinándole una sonora
cachetada y arrojándola al lecho donde tantas noches solitarias había pasado:
—
¡Mujercita idiota!
José Gregorio presenció todo con lividez.
Quería irrumpir en la habitación y golpear y patear a Juan Bautista con saña.
Mas un miedo glandular le inmovilizaba las piernas. Decidió escabullirse.
Descendió por la enredadera. Intentaba evadir un ventanal lateral, con
pretensiones de saltar el paredón del patio trasero cuando un vozarrón lo
detuvo.
—
¡José Gregorio!
El pavor lo frenó en seco.
—
¡Venga para acá!
No supo qué sería, pero algo lo impulsó a
obedecer.
—
¡Vaya a su cuarto y acomode toda su ropa que
nos vamos ya! ¡Arcadio! —Juan Bautista llamó a uno de los sirvientes—: ¡Ayude
al joven a preparar su equipaje!
José Gregorio, sus tripas reverberando y con
un asomo de rebeldía:
—
¡Yo no voy con usted a ninguna parte! ¡Me
quedo con mi mamá!
Por segunda vez en la noche, un bofetón
afincado de Juan Bautista Livorini vino a componer la situación. La hombría
repentina de José Gregorio se diluyó en jipeos de niño.
—
¡En diez minutos lo quiero a usted listo,
arreglado y con la petaca en la mano, carajo!
Juan Bautista lo dejó en manos de los mayordomos
de los hatos, con el encargo de que le enseñaran todas las destrezas y artes
del llanero. Como si hubiera estado instruido sin saberlo, José Gregorio
Livorini se sintió, al poco tiempo, en su ambiente natural. Aprendió a manear
toros; a cabalgar días y noches sin apearse en interminables vaquerías; a
vadear ríos crecidos, infestados de rayas, caribes y tembladores; a reconocer
al voleo cada una de las reses de la madrina; a enlazar váquiros y fabricar
sogas de pita con cuchillos caseros; a amolarle las espuelas a los gallos con
navajitas cacha blanca importadas de China; y a desflorar, con su espolón
contumaz, a las hijas de los peones que comenzaban a despuntar como hembras
cimarronas de la sabana.
De vez en cuando y con regularidad, debía presentarse
ante Juan Bautista en la casa de gobierno en la capital del Estado. Allí
escuchó, con semblante inmutable, la noticia infausta de que Auristela había intentado
suicidarse cortándose las venas. Sintió un rencor sesgado que supo sepultar
debajo de un inventario de iniquidades por cobrar.
Mientras tanto, se dejó seducir por los
ramalazos externos del poder. Le encantaba que los pulgosos soldaditos del
ejército nacional y los policías provincianos se le cuadrasen marcialmente.
Llegó a pensar, incluso, en imponer esa fórmula de saludo en las fincas
paternas. Le engendraba contento la cortesía edulcorada de los funcionarios,
burócratas y cagatintas que pululaban por los pasillos del caserón colonial convertido
en asiento del poder ejecutivo regional y en cuartel de apretujadas tropas. Era
una coerción que prosperaba a su paso, tutelándole una altivez empírea, un
orgullo pisatario y una satisfacción de cunaguarito relamido.
Hasta que se topaba con Juan Bautista.
Un mezclote de odio, espanto, temor,
admiración, desprecio y respeto ancestral lo entorpecía ante la presencia
mandona e imponente de su padre, entronizado detrás de un macizo escritorio de
cedro laqueado al resguardo de la mirada inescrutable de un Simón Bolívar
colgado de la pared con la mano guarnecida bajo la floreada guerrera de general
en jefe, y la calva grasienta y la faz regordeta y la sonrisilla remota de
Isaías Medina Angarita con el pecho cruzado por la banda tricolor y las llaves
del arca de la independencia. Juan Bautista Livorini era la personificación
transfigurada de la autoridad irremediable e inevitable. Sus preguntas
aguijoneaban cual dardos certeros y crispantes: ¿había engordado el ganado?,
¿cuál era el promedio de arrobas por res?, ¿había comprado los aperos a buen
precio?, ¿estaban despachando el queso y la leche según sus instrucciones?,
¿había mandado a recoger las sillas de montar encargadas a los talabarteros de
Villa de Cura?, ¿había comprado ron y chimó para los peones?, ¿cuántas vacas parieron?
Después del interrogatorio llovía una
catajarria de nuevas órdenes: mátame dos venados y sálame el pisillo porque
quiero hacerle un obsequio al presidente Isaías Medina (a él le encanta el
pisillo de venado); vé a Caracas y cómprale a “Sánchez y Cía.” una planta
eléctrica a gasoil de cinco kilovatios y le firmas la factura; de regreso te
paras en Miguaque y me le dices a Alfredo Enrile Salom, muy discretamente, que tiene
que ser más prudente con el garito porque hasta el obispo vino a quejarse y yo
no quiero tener peos con los curas por un asunto de dados; cómprale a Máximo
Alvarenga el gallo giro que me ofreció, pero no le des más de veinte pesos, y
se lo entregas a “Chivo Careto” para que me lo ponga fino que lo pienso carear
con un pataruco de tu tío Venancio Fragachán, a ver si es tan bravo como lo
pintan.
Y fue a Caracas y estuvo en la arabesca
mansión e intentó asir la imagen huidiza de una Auristela que desvariaba en
predios inaprensibles y que le tomaba las manos escondiéndole las muñecas para
que no le viera las cicatrices y le balbucía incoherencias y la amaba y la
odiaba y la adoraba y la aborrecía y ya al despedirse no sentía nada por ella
porque estaba muerta más muerta que la misma muerte y estaba pintada de dejadez
y desconsuelo espontáneo y cruel como solamente pueden ser crueles los
depredadores cuando abandonan la madriguera y él había regresado para
cauterizar lo poco que le quedaba de sentimentalismos de una infancia que no
llegó a completarse como infancia y salió de allí desplazándose como un espía
de otros mundos y él sintió que el niño José Gregorio (su antiguo yo) nunca fue
un niño-niño sino un niño-chacal un niño-tigre-cebado un niño-caribe-piraña-caimán-del-Orinoco
y aquel niño-niño había muerto junto con
Auristela (es más: aquel niño-niño nunca existió).
El lujoso Packard negro deglutía sediento la
vastedad espesa de la carretera rectilínea, a semejanza de un caracol aferrado
a bóvedas de humo. El velocímetro marcaba casi cien kilómetros por hora. José
Gregorio dormitaba en el asiento trasero rememorando la farra de la noche
anterior, la primera en su vida.
Había persuadido a sus guardaespaldas de llevarlo
a la célebre casa de citas de madame Fournier, para inaugurarse en las
exquisiteces del amor carnal mercantilizado. De entrada, eligió a una rubia
alta de pálidas caderas y a una morena de boca respingona. Se encerró con ellas
durante un par de horas para emerger henchido de prepotencia, pagando más de la
tarifa acordada como compensación por las magulladuras, moretones y arañazos
con que dejó a las chicuelas. Luego de un par de whiskies subrepticios en el Hotel “Majestic”, decidió visitar otras
botillerías. Los malencarados escoltas se encargaron de disuadir a quienes inquirían
por la edad del mozo. Todavía era temprano en la calurosa noche de octubre.
Saliendo del último bebedero, de repente, el
tráfico se atascó. La cola avanzaba con lentitud.
—
¿Qué pasa? — interrogó.
Uno de los espalderos se apeó. En dos
minutos tornó con la respuesta.
—Acaba de finalizar un mitin del partido
Acción Democrática en el Nuevo Circo. La tranca se forma porque todo el mundo
está cogiendo su transporte por esta calle. Al pasar tres cuadras la situación
se compone.
—
¿Y los adecos tienen tanta gente así? — preguntó
desdeñoso.
—Son puros pelagatos — contestó el chofer.
—Una cuerda de alpargatudos y zarrapastrosos
— ripostó el otro escolta.
Ya al rebasar el punto descollante de la
muchedumbre, no resistió la tentación de adolescente díscolo. Sacó la cabeza
por la ventanilla y gritó a todo pulmón, con euforia de alcoholes:
—
¡Adecos maricos! ¡Váyanse a comer mierda!
Sonreía, navegando la modorra, al recordar
el incidente, con el viento candente del mediodía abofeteándolo intermitentemente.
Llegaron, por fin, a la capital del Estado.
Hubiera querido ir primero a perderse en la fronda de una siesta opaca, seguida
de un duchazo helado para mitigar el torturante calor de la “hora del burro”.
Pero las exigencias de Juan Bautista Livorini habían sido precisas y
terminantes, como de costumbre: presentarse de inmediato en su despacho a
rendirle cuentas, con minucioso interrogatorio donde ningún detalle sería
omitido. Era, en fin, el careo entre el tigre maduro, malévolo y veterano, por
un lado, y, por el otro, el tigrito avieso, indócil e impaciente por rapiñar a
su estilo.
Los centinelas se cuadraron automáticamente
a su paso. Empezaba a sentir el aguijón del hambre y unos retortijones
cobrizos.
Juan Bautista se encontraba charlando con el
doctor Ramírez Pérez, presidente de la asamblea legislativa, un hombrecito
modoso de anteojos empañados que fumaba cigarrillos con boquilla.
—Pasa, José Gregorio, y te sientas por aquí
— dijo Juan Bautista Livorini con voz reposada que, sin embargo, no lograba
ocultar la inflexión imperiosa de quien estaba habituado a ser siempre
obedecido.
—Caramba, José Gregorio, ¡pero si ya eres un
hombre hecho y derecho! —alabó obsequioso el doctor Ramírez Pérez, exhalando
volutas de humo por entre sus dientes manchados de tanto fumar cigarrillos con
boquilla.
Los dos hombres retomaron su conversación.
—A mí me parece que el doctor Ángel Biaggini
va a desempeñar muy buen papel desde la presidencia de la república— acotó el
doctor Ramírez Pérez, con acento de caraqueño viejo y mordisqueando
enjundiosamente la boquilla —, porque si el general Medina Angarita lo escogió
para tan altos destinos sus buenas razones tendrá.
—Yo también creo lo mismo, Ramírez. Y hasta
llego a pensar que fue un buen augurio que Diógenes Escalante se haya vuelto
loco, así de repente— hizo un tris con los dedos Juan Bautista Livorini—. Esa
reunidera con los adecos que tenía Escalante no me gustaba para nada, sobre
todo por los compromisos descabellados que estaban tramando. A mí eso de
elecciones y voto para todo el mundo no me convence ni un ápice.
—El problema no son los adecos, Juan
Bautista. El problema es el ansia de retorno que tiene Eleazar López Contreras—
el doctor Ramírez Pérez apretó los dientes contra la boquilla.
—Ya eso está resuelto con la designación de
Biaggini para suceder al presidente Medina Angarita. El congreso lo ratifica y
se acaba el embrollo.
—Por ahí me llegó la bola de una supuesta
conspiración de López Contreras— la boquilla del doctor Ramírez Pérez brillaba
con la viscosidad de la baba con que la chupaba.
—Puras habladurías, Ramírez. El general
López no tiene nada que buscar en esto. Su tiempo ya pasó. Además, pienso que
los yanquis no permitirían, ni de casualidad, que este país se les
embochinchara. Nuestro petróleo sigue siendo valiosísimo para ellos. Y ahora
más que nunca, ya que acaban de echarse encima ese montón de escombros que
llaman Europa, además del Japón, después de los dos bombazos atómicos con que
los obligaron a rendirse. Cualquiera con tres dedos de frente sabe que si la
situación se torna confusa en Venezuela, los musiúes despachan una escuadra
naval completa para acá y todo el mundo a coger carril, como lo han hecho en
República Dominicana y Nicaragua. Y es que el petróleo vale más que el oro.
Sonó un teléfono. Un secretario contestó.
—Es para usted, general Livorini. Larga
distancia desde Caracas. Del ministerio del interior. Dicen que es urgente.
Juan Bautista tomó el auricular. El doctor
Ramírez Pérez, con la boquilla lubricada por el saliveo continuo, y José
Gregorio percibieron su rostro al revestirse de gravedad y preocupación.
—
¿Cuándo? ... ¿Cuántos son? ... ¿Dónde se
encuentra el presidente Medina? ... ¿Y el doctor Uslar Pietri? ... ¿Qué se sabe
de Maracay? ... Correcto... De inmediato tomo las precauciones necesarias.
Colgó. Al doctor Ramírez Pérez le brillaba
la frente y le castañeteaba la boquilla.
—Ha habido un alzamiento en Caracas. Varias
guarniciones, al parecer, están comprometidas.
—Eso es obra de López Contreras, Juan
Bautista, que no te quepa la menor duda— dijo el doctor Ramírez Pérez, chupeteando
la boquilla.
—La situación está confusa. Voy a poner en
alerta a todas las tropas acantonadas en el Estado. Ramírez, váyase al cuartel
“Ezequiel Zamora” y no deje solo ni un momento al general Mestre hasta que
reciba instrucciones mías. Que todo el mundo esté preparado por si acaso se
presenta otra novedad. ¿Entendido?
—Me pongo en camino enseguida — el doctor
Ramírez Pérez salió del despacho con paso de pingüino, sorbeteando la boquilla.
José Gregorio vio a Juan Bautista prorrumpir
en un ametrallamiento de órdenes a medida que convocaba a los subordinados.
—Toda la policía del Estado debe acuartelarse.
Sin pérdida de tiempo. Vigile eso, coronel Simoza. Las tropas tienen que estar ya
en disposición de combate. Verifíquelo,
Fagúndez. La gente del PDV —este era el partido conformado por los funcionarios
del gobierno medinista— debe aprestarse a tomar la calle, en caso de necesidad.
Encárguese de eso, Diosocre.
Los
teléfonos no cesaban de gimotear. Empezaban a llegar telegramas desde Caracas,
Barquisimeto, San Cristóbal, Cumaná y varios puntos más. Pero de Maracay, la
guarnición más importante del país, nada. Juan Bautista Livorini era una
vorágine de instrucciones sin freno.
La confusión era total.
—
¿No hay noticias del presidente Medina Angarita?
Gentes y más gentes entraban y salían del
despacho con apresuramiento de celuloide.
—
¿Qué se dice de López Contreras?
Un ring de teléfono particular. Un áulico
informó a medida que escuchaba por el auricular.
—Mi general Livorini, ¡qué vaina tan seria!
El alzado no es el general López Contreras. Al parecer son los adecos, en
complicidad con los mayores Carlos Delgado Chalbaud, Mario Vargas y Marcos
Pérez Jiménez. Un momento... Pérez Jiménez fue apresado. Dicen que el
presidente Medina les ofreció una rendición honrosa a los insurrectos y
garantías a los jefes de Acción Democrática porque no quiere derramamiento de
sangre. Hay tiroteos en el centro de Caracas, pero la situación está bajo
control.
—
¡Que arresten a todos los dirigentes de Acción
Democrática en el Estado! ¡Ya! — tronó la voz de Juan Bautista Livorini y
algunos uniformados salieron presurosos.
—Sin novedad de Maracay, mi general Livorini...
—El palacio de Miraflores no contesta, mi general
Livorini. Las líneas parecieran cortadas...
—El ministerio de guerra tampoco contesta, mi
general Livorini...
—
¡Sigan intentando, carajo! ¡Prueben a ver
con el telégrafo! — volvió a resonar la voz de Juan Bautista Livorini.
—Todas las tropas están acuarteladas y en
disposición de combate, mi general Livorini.
Repentinamente, tiros y tableteos de
ametralladora a lo lejos, primero en forma discontinua y, seguidamente, sin
interrupción.
—
¿Qué sucede? ¿Quién está disparando? —
demandó Juan Bautista Livorini.
El mismo áulico, conturbado y a punto de
desfogue:
—Mi general Livorini, ¡qué vaina tan seria!
Un comando adeco, con la colaboración de varios suboficiales y tenientes, se ha
apoderado del cuartel “Ezequiel Zamora”. Tienen al general Mestre y al doctor
Ramírez Pérez como rehenes. Han enviado a un emisario, a quien acabo de
apresar, con la amenaza de que, si no nos rendimos en quince minutos, van a
atacar la casa de gobierno.
—
¡Mándele a decir a esos cabrones que aquí no
se rinde nadie! ¡Que repartan todo el parque disponible entre las tropas
leales! ¡Tráeme mi metralleta Thompson!
—Mi general Livorini, ¡qué vaina tan seria!
Casi toda la munición y el armamento fueron trasladados antier al cuartel
“Ezequiel Zamora”. Aquí de casualidad tenemos veinticuatro tiros para cada efectivo.
—Mi general Livorini, telegrama de Maracay:
el cuartel “Páez” y los aviones de la fuerza aérea están en poder de los
facciosos...
—Sin noticias todavía del paradero del
presidente Medina Angarita, mi general Livorini...
—Mi general Livorini, informan desde Caracas
que el partido Acción Democrática está armando a su militancia para irrumpir en
el palacio de Miraflores. La gente del partido comunista solicita fusiles para
salir a defender al gobierno.
—Mi general Livorini, ¡qué vaina tan seria!
Enviaron otro mensajero. Que nos entreguemos de inmediato y se respetará la
integridad física de los ocupantes de la casa de gobierno.
—Mi general Livorini, las tropas del cuartel
“Ezequiel Zamora” más un grupo de civiles, creemos que adecos, están empezando
a ocupar posiciones en los alrededores de la casa de gobierno.
—Mi general Livorini, ¡qué vaina tan seria!
¡Los teléfonos no responden! ¡Nos incomunicaron esos cabezas de güevo!
El fuego arreció súbitamente. El áulico se
zambulló de cabeza detrás de un sillón tapizado de tafetán turco. Los soldados
y policías que custodiaban la casa de gobierno corrían de un lado para otro, en
completo desconcierto, disparando sus viejos pistolones “Colt” de manera
alocada. El estruendo era de año nuevo chino. Las órdenes perentorias de Juan
Bautista Livorini se perdían en el estropicio de la batalla campal.
José Gregorio se adosó a uno de los grandes
ventanales que daban hacia la plaza Bolívar cuando, de repente, un bulto rodó a
sus pies. Un agente policial había encajado un tiro noble en medio de la
frente. La sangre le manaba a borbotones salpicando al joven Livorini con
coágulos amorfos. Los balazos silbaban por doquier como íncubos verriondos,
agujereando el yeso del cielorraso y las paredes de argamasa, con esquirlas y
terronazos atravesando la penumbra de la tarde desfalleciente.
Tomó el revólver del policía abatido y reptó
por entre los crecientes escombros y los cadáveres.
Juan Bautista se había parapetado detrás de
un quicio que daba hacia la entrada principal y descargaba ráfagas
intermitentes casi a ciegas. Por encima de los tejados y las azoteas, los
últimos soldados y policías leales agotaban sus postreros cartuchos. El cerco
se apretaba cada vez más.
Juan Bautista notó la cercanía de su
vástago.
—
¡José Gregorio! ¡Tienes que salir de aquí
cuanto antes! ¡Que no te capturen! —la alharaca había instigado a Juan Bautista
a tutear a su hijo por vez primera en la vida.
El joven Livorini continuó arrastrándose
hacia donde estaba su padre. Juan Bautista disparó otro par de ráfagas más
hasta que se le encasquilló la metralleta. La arrojó con furia a un lado y sacó
un revólver.
—
¡José Gregorio! ¿No me oíste? ¡Es preciso
que te marches! ¡Escóndete en el monte hasta que la situación se aclare!
Ya se encontraba a menos de tres metros de
su padre.
—
¡Me pondré en contacto contigo, no te preocupes!
¡Estos adecos lambucios y los traidores que los acompañan no se saldrán con la
suya permanentemente! ¡Yo veré si puedo evadirme también, pero tendremos que
hacerlo por separado!
Juan Bautista acabó de gastar la carga de su
revólver. Buscaba otra arma entre los cadáveres amontonados cuando fue
arrinconado por la mirada de mapanare y anaconda de José Gregorio, el talismán
morbígeno en la cara de José Gregorio, la tensión expedita y colérica de José
Gregorio echado en el piso tiznado de sangre, la mueca de humo en los ojos de
José Gregorio, el arma empavonada en el garfio que era la mano de José Gregorio,
la alucinación perpleja que dopaba el alma de José Gregorio, el paisaje atragantado
de la negrura en el espíritu de José Gregorio.
Juan Bautista comprendió todo. Estaba a su
merced.
—
¡Termínalo de una vez, desgraciado! ¡Ahora!
Era una orden porosa, irrebatible,
inescapable.
El disparo se extravió en la cacofonía fugaz
de las sombras prematuras y ficticias. Un hilillo escarlata afloró en la
comisura de los labios de Juan Bautista Livorini. Sus ojos brillaron con
escozor de ortografías desconocidas.
La mapanare, que era un tigre, se arrastró
por entre pisadas de fantasmas y conchas de añejas ciruelas.
18 octubre 1945.
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