(...)
María Esperanza aguardó en la habitación
llena de perritos de repisa. Se alisó la falda y, frente a un espejo
churrigueresco, domeñó la torcida rebeldía de un mechón. A sus cuarenta y cinco
años todavía se veía esbelta y atractiva. Algunos halagadores pueblerinos
siempre la tomaban como hermana de sus hijas porque, sin duda alguna, era más
hermosa que ellas. Con excepción de María Enriqueta.
La puerta se abrió y vio su reflejo en el
espejo. Vestía una saya ancha de campesina rusa, unas plataformas altísimas y
una franela bordada con un motivo psicodélico. El pelo rubio estaba recogido en
un moño. Su rostro sin maquillaje no denotaba temor ni arrepentimiento.
María Esperanza se volvió y la observó con
acritud.
—Bienvenida de nuevo al seno de la familia,
María Enriqueta.
Ella sostuvo la mirada como en un desafío
vitriólico.
—Como comprenderás— subrayó María Esperanza,
aproximándose—, no podíamos quedarnos con los brazos cruzados y optamos por
recuperarte para una vida decente y normal. Espero que estos desgraciados
incidentes no vuelvan nunca a repetirse. De hecho, no se repetirán jamás.
María Enriqueta seguía inmutable.
—Efraín y yo hemos decidido internarte, aquí
en Caracas, en un colegio de monjas. Antes de que protestes, formes un
berrinche (hasta ahora nunca has sido así pero no sé qué cambios te habrán
ocurrido en estos dos días) y antes de que me escribas una carta llena de
rarezas, déjame decirte que, primero, estamos en nuestro perfecto derecho de
hacerlo puesto que eres nuestra menor hija todavía y, segundo, que estamos
Efraín y yo convencidos de no llegar a extremos siempre y cuando te manifiestes
con ánimo de cooperar. Así será más conveniente para todos y contribuiremos a
borrar este escándalo sin mayores traumas.
María Esperanza aguardaba alguna réplica.
María Enriqueta no dejaba descubrir ninguna disposición de contestar,
permaneciendo inmóvil junto a la puerta. Su mirada agrietaba la flema de
aristócrata provinciana de su madre.
—Todo el tiempo me negaba a reconocer que
existía en ti un germen disociador, María Enriqueta. No sé de dónde pueda
provenir. En la familia de Efraín nunca han existido anarquistas, y en la mía
ni se diga. Francamente, ya estoy harta de ti y de tus...
—Si es así, ¿por qué no me dejas en paz? —
la interrumpió María Enriqueta, con rabia.
María Esperanza se acercó se le aun más,
desafiante.
—
¿Y dejarte vagabundeando por ahí con un
cualquiera, enlodando nuestro nombre? Preferiría mil veces que te tragara la
tierra antes que permitirte jugar con nuestra reputación. Sí, ya sé que eso no
te importa porque eres una egoísta que sólo sabes vivir para ti misma. ¿Dejarte
a tus anchas, María Enriqueta, disfrutando de placeres sin obligaciones? No,
señor, estás bien equivocada. De ahora en adelante, y mientras sea necesario,
únicamente tendré para ti mano dura. Se acabó la época del consentimiento
contigo. Tendrás que acogerte a mis reglas y convertirte en una muchacha de
familia, como lo son tus hermanas.
—
¿Qué pasa si me niego? — desafió María
Enriqueta.
María Esperanza tomó entre sus manos uno de
los preciados adornos de porcelana de Benilde, acariciándolo con suavidad
dionisíaca.
—Gracias a Dios que ya tenía previsto el que
me salieras con una reacción semejante. Mira, María Enriqueta, estás pasando
por un período difícil y anormal. Crees, de hecho, que esta fiebre pasajera que
te consume es razón más que suficiente para enfrentarte al mundo al cual
perteneces. Si te empeñas en hacerte la irracional y la incomprendida, pues te
diré que no estamos dispuestos a
permitírtelo.
— ¿Cómo
piensas obligarme, María Esperanza?
—Muy fácil. De ti depende que ese muchacho
salga o no en libertad. La lista de cargos que presentaremos contra él es
grande, comenzando por seducción y rapto de menor de edad. Ya tenemos
palabreado al juez para que le imponga una sanción ejemplarizante y, si por
azar intenta defenderse, su familia pagará las consecuencias. No te quepa
ninguna duda de que haremos todo lo que está a nuestro alcance para impedir que
nuestro nombre ande de boca en boca como si fuéramos artistas de la farándula.
Si por mí fuera, ese jovencito se quedaría pudriéndose en la cárcel por un
largo tiempo. Sin embargo, deseo brindarte la oportunidad de entrar en los
dominios de la razón. Tú tienes la palabra.
María Enriqueta acusó el golpe. Bajó la
mirada y dio unos pasos en dirección a la ventana. Era evidente que vacilaba.
El cinismo transeúnte de María Esperanza siempre lograba desarmarla.
— ¿Y
si te digo que estoy embarazada?
María Esperanza no patentizó sorpresa, como
esas actrices de telenovelas que parecen matronas británicas.
—No te creo.
—No te hagas la ingenua, María Esperanza.
¿Tú crees que Wilson y yo nos la hemos pasado jugando Monopolio? Aun cuando no
tengo la edad reglamentaria, soy una mujer. Conozco mi cuerpo. Sé que porto un
hijo suyo en mi vientre y, ¿sabes?, quiero tenerlo.
María Esperanza no se caracterizaba por ser
lerda en sus pensamientos.
—No te preocupes, María Enriqueta. Lo
tendrás— aseguró.
Soles de hormigón conversando con las
trampas mudas del calor.
El Charger buscó la sombra de un almendrón.
Un arriero se enrumbaba al centro del pueblo con su carga de cagajón de burro.
Con su prestancia de doncel gachupino y sus
anteojos inhóspitos, descendió del vehículo. Subió a la acera, caminó seis
pasos cojeantes y tocó a la puerta de la angosta y modesta vivienda rural, con
cadencia de clave cifrada y urgencia de complicidad pagana.
Mientras le abrían, observó a su alrededor.
Una doñita vaciaba una lata de agua en un patio, un perro realengo se lamía las
ñesclas con fruición, una niñita de facciones caribes se asomaba curiosa detrás
de unos barrotes de caoba, un catirito socorreño trataba de que su papagayo
nadara con la brisa, una radio lejana y eufórica canturreaba al sonsonete de
"Ace lavando y yo descansando", un cieguito en la esquina ofrecía los
cuadros sellados y El Relancino de Táchira para hoy.
La puerta se quejó como enfermo de
hidropesía.
— ¿Está
el señor Fernando? — preguntó.
—No, pero está el doctor Luis— le
contestaron.
—Le traigo carta de Cumaná— afirmó, casi en
letanía.
—Entonces pase para que se la entregue.
El ñato que le había abierto lo guió al
interior. Era una casa estrecha y larga. Las habitaciones se encontraban a un
lado y eran pequeñas. Había gente durmiendo. En el comedorcito estaba sentado
un sujeto joven, flaco, alto, de barba negrísima, pelando una vera con una
navaja de las que se usan para amolarles las espuelas a los gallos.
—El comandante Argenis— le dijo el ñato,
señalando al barbudo y procediendo a recoger una toalla para internarse al
patio trasero.
— ¿Comandante
Camero? — preguntó el barbudo.
— ¿Cómo
está usted?
—Tome asiento.
—Gracias.
— ¿Quiere
tomarse un café?
—Sí, por favor.
—Natalí, tráenos dos cafés, ¿sí?
Una trigueña joven salió de la cocina con
dos pocillos humeantes. Se sentó junto a ellos.
—Natalí es mi compañera y máxima confidente—
explicó el barbudo.
—Tanto gusto.
Natalí inclinó la cabeza, a guisa de saludo.
"No tendrá más de veinte años", pensó el recién llegado, recordando a
la que siempre estaba en su mente.
—Somos todos oídos, comandante Camero— sentenció
el barbudo, soplando el café.
El recién llegado se echó un tanto hacia
atrás en la silleta de cuero.
—La operación ha sido aprobada por la
dirección nacional.
—Magnífico— acotó el barbudo.
—Traje los elementos necesarios. Los cargo
en el baúl del carro.
— ¿Tal
cual lo solicité?
—No.
El comandante Argenis miró a Natalí y luego
al recién llegado. Una gallina piroca cacareaba en el solar vecino.
—La dirección nacional no quiere nada con
explosivos. Prefieren una operación tipo comando. Alegan que el factor sorpresa
es crucial puesto que este Estado jamás ha sido escenario de enfrentamientos de
lucha armada. De ahí, entonces, que las probabilidades de que los agarremos con
la guardia baja sean altas. ¿Eso altera sustancialmente sus planes, comandante
Argenis?
—Nada que no se pueda remediar. Necesitaría
unos dos o tres hombres más. El ñato que acaba de salir es experto en
explosivos, pero no pienso arriesgarlo en una misión comando. Será mejor
despacharlo para Caracas donde puede ser más útil.
—De acuerdo. ¿Cómo estamos con el
cronograma?
El barbudo extrajo de su bolsillo una agenda
y un bolígrafo.
—Igual. Hasta ahora nada se ha alterado. Hoy
salió en el periódico local el programa de actos confirmando la fecha.
Asistirán el gobernador, un coronel del regimiento de cazadores, el obispo y lo
más granado de la burguesía terrateniente miguaqueña. Y, con el aderezo de la
presencia del ministro de Educación, dispondremos de cobertura nacional, que
buena falta nos hace.
— ¿Qué
hay de la Digepol?
—Ahora se llama la Disip. Caldera cree que
con estos cambios cosméticos se borran todos los crímenes. Bueno, al grano.
Existe una delegación pequeña. Solamente cinco funcionarios. Por lo que hemos
sabido, ni sospechan que estemos aquí. Su máxima preocupación es el abigeato y
el contrabando ganadero desde Colombia, que todavía están algo rampantes por
estos montes.
— ¿Examinó
el sitio?
—Aquí tengo un plano actualizado que obtuve
en catastro municipal, gracias a los buenos oficios de un simpatizante. La idea
mía es sorprenderlos en el auditorio del colegio "Francisco Iznardy".
Allí podremos ocultar el armamento que usted ha traído, en un sitio inmejorable
que conozco.
—Parece usted muy familiarizado con este
pueblo— observó el comandante Camero.
—Soy miguaqueño, comandante Argenis. Por eso
deseo que esta operación sea un éxito total. Como le venía diciendo, escondo el
armamento en el mismo auditorio, con la ventaja de poder evitar cualquier
requisa. Procedemos a eliminar a todos estos elementos y aprovechamos la
confusión resultante para desaparecer sin dejar rastros.
—Ya hemos definido las rutas de escape y las
conchas— intervino Natalí.
El recién llegado sintió otra vez la vieja remembranza.
— ¿Usted
también es de aquí, Natalí?
—No, soy caraqueña. Del Prado de María.
—
¿Cómo hacemos para entregarle el armamento?
— preguntó el recién llegado.
El comandante Argenis se levantó.
—Tengo una camioneta pick up estacionada en la parte de atrás. Usted me sigue y hacemos
el transbordo en un fundo cercano que conozco. Esta noche iré con dos muchachos
a colocarlo en el teatro de operaciones. Con eso creo que tenemos la mitad del
trabajo hecho. A propósito, comandante Camero, ¿había usted estado antes en
Santa Narda de Miguaque?
El recién llegado traspasó el fondo del
solar con la vista.
—Sí. Hace mucho, muchísimo tiempo. Pero todo
cambia. En fin, vamos a lo nuestro. Encantado de conocerla, Natalí. Veo que el
comandante Argenis cuenta con una digna y eficiente compañera.
—Y eso que usted no la ha visto con un AK-47
de asalto en la mano— aseguró el barbudo.
Natalí sonrió con picardía cómplice.
Se cansó de dar vueltas y más vueltas en la
cama.
Llegó un momento en que sintió un bulto
oprimiéndole los riñones. Fue entonces cuando decidió levantarse. Tenía los
ojos hinchados de tanto dormir.
Miró el reloj. Eran las diez y cuarto. En la
hormigueante vigilia producida por el dormitar sin tener verdaderamente sueño,
había visto a Julia. Ahí estaba su imagen requemante, entre sus parietales. Ni
siquiera existía remordimiento por no haber ido a clases. "Cuando se
entere mi tío, me va a armar uno de padre y señor mío", pensó, "pero,
qué carrizo, no quiero volver más nunca a ese liceo de mierda".
Se tardó una enormidad haciendo abluciones.
Luego se metió debajo de la regadera y el frescor del agua corriendo por entre
sus poros le magnificó la pereza. Se puso los jeans más raídos que poseía, una franela ajustada que resaltaba su
musculatura de Charles Atlas valenciano y unas botas trenzadas de cacique comanche.
La Harley prendió a la primera pernada.
Bocados torcidos del mundo se labraban ausentemente en sus espejuelos de
aviador.
No tardó en enfilar por la calle La Cuaima.
La gente lo veía pasar señalándolo como bicho raro. Usualmente respondía con
burlas a los atónitos peatones. Hoy no estaba de humor.
Se le anudó el estómago cuando vio el Camaro
estacionado en la puerta de la quintica veteada. Se palpó el plexo solar.
"¿Qué te pasa, Gonza?", pensó insuflándose ánimos, "¿te vas a
descontrolar a estas alturas del juego y en este pueblo chinchurrio? No seas
zoquete y anda, de una vez, a preguntar si ella está".
En ese momento, vio abrirse la puerta al fondo
del corredor. Temeroso de verse en entredicho, aceleró.
No podía creerlo. Se estaba acobardando, por primera vez en su
vida, ante una muchacha. Las manos le sudaban copiosamente. Decidió dar la
vuelta a la manzana e intentarlo de nuevo.
Empezó a forjar en su mente todas las
explicaciones que quería hacerle. Lo había meditado concienzudamente mientras
rodaba en la cama, batallando con la flojera. Había ideado un rosario de
sofismas y de atajos psicológicos para negarle todo lo que se murmuraba acerca del
consumo de drogas en el pueblo. Se había imaginado a sí mismo creciendo en
estatura e importancia ante ella. Era evidente que Julia se interesaba por él,
todo el mundo podía asegurarlo. "La chama me para", pensó, al tiempo
que volvía a descender por la calle La Cuaima con inercia de Peter Fonda
carabobeño.
El Camaro había arrancado. Se encontraba a
la vera de la siguiente esquina. Gonzalo detuvo la moto frente a la quintica.
El Camaro desapareció. Vio la puerta al fondo del corredor. Tuvo un
presentimiento. Partió de nuevo, apurándose con brío.
Dobló en la siguiente esquina. Sorteó un
camión 350 con barandas y un Valiant mal estacionado. Se acercó al Camaro
procurando no dejarse ver.
Allí estaba Julia, conversando de lo más
animada con el tenientico. Sintió un menestrón atenazante en el estómago. Lo
que más lo enervaba era la duda que lo paralizó en ese instante. No parecía ser
él mismo. "Piensa, Gonzalito, piensa".
El Camaro enfiló raudo hacia la avenida
Andrés Eloy Blanco. Gonzalo se dispuso a acelerar. Sabía que Julia aun no lo
había visto.
Un centellazo metafísico lo disuadió, casi
provocándole un susto. A su lado se había detenido José Miguel Moros,
conduciendo un Jeep.
—
¡Ese Gonzalo! — le gritó, con su nuevo
acento de pavo groovy.
La energía persecutoria se le disipó en un
santiamén.
—
¿Qué, José Miguel? — contestó, con desgano
anticlimático y percibiendo al Camaro alejarse en un facsímil de lejanías.
—Necesito hablar contigo. Es para que toquen
esta noche.
— ¿Le
dijiste a los muchachos ya?
—Ando en eso. Vamos un momento a la casa del
musiú Giancarlo y lo conversamos con calma, matizándonos unos dubis.
—
¿Me vas a invitar? — inquirió Gonzalo,
sintiendo despertar la avidez por el cannabis.
—El musiú es el que te va a invitar: ¡está
jibareando!
—
¡Monos, dijo Monagas! — exclamó Gonzalo,
abriendo caminos.
Julia y Eugenio Enrique almorzaban en el
Hotel "Santa Narda".
El propietario gallego se mostraba
extremadamente obsequioso por la presencia del oficial.
—Gracias, Maradey— le decía el espigado
teniente viéndolo escanciar una porción de vino rosado.
—Y ya lu sabe, mi teniente, estamus a sus
úrdenes.
—Gracias, Maradey.
—Nu tiene sinu que decírmelu y aquí estaré a
su serviciu.
—Muchas gracias, Maradey— repitió Eugenio
Enrique, notando lo divertida que estaba Julia ante su expresión de Job
impenitente.
Maradey se retiró, al fin. Julia no pudo
reprimir la risa.
—Hay gente que se desinfla en presencia de
un uniforme— comentó Eugenio Enrique—. ¿Viste cómo le brillaba la calva?
—Lo que estaba viendo era tu semblante de
paciencia y resignación— comentó ella.
—Gajes del oficio. Si te enseñan a soportar
fatiga, ¿por qué no me va a ser posible aguantar este chaparrón? — Eugenio
Enrique levantó la copa, cambiando de tema— Quiero brindar por una personita
tremendamente especial. Cuando me fui de Miguaque era apenas una niña. Hoy, a
mi regreso, la veo convertida en toda una mujer. Una mujer muy bonita, además.
Julia manifestó su halago en la complacencia
de su gesto.
—Gracias, Eugenio Enrique. Tú también has
cambiado mucho en términos favorables.
—No hay comparación posible, Julia. Sabrás
que todo el tiempo me sorprendía pensando en ti.
—Mentiroso.
Eugenio Enrique ahora se veía como esos
chiquillos que no saben qué hacer con las manos.
—En serio, Julia.
—Todavía no te creo. Has debido tener una
legión de admiradoras, deslumbradas con un cadete tan buenmozo.
—Todo eso ha podido ser posible. Sin
embargo, uno percibe que tiene un sentido de pertenencia a la tierra o, como
decimos los llaneros, una querencia. Yo siempre supe que iba a volver y una de
las razones que me estimulaba a ello eras tú.
Julia bajó la mirada.
—Es verdad, Julia. Mi máxima ambición, en
este momento, es compartir mi vida contigo. ¿A qué más puede aspirar un hombre?
Y déjame decirte que soy porfiado como esos sapos que le caen a cabezazos a las
paredes. Hasta que no te conquiste no me quedo tranquilo. Perdóname por lo
abrupto...
—Está bien, Eugenio Enrique. En realidad,
siempre me esperé esto.
—Es una declaración, Julia. Mis intenciones
son serias. Quiero casarme contigo. Ahora mismo, de ser posible. ¿Qué me
contestas?
Julia acariciaba con su índice el borde de
su copa.
—Quisiera que me dejaras unos días para
pensarlo. Tengo que comentarlo con mi mamá también.
Eugenio Enrique, en impulso premeditado,
agarró su mano.
—Tómate tu tiempo. Pero que la respuesta sea
afirmativa.
— ¿Entonces,
"Pájaro Vaco"?
Eugenio Enrique volteó, soltando la mano de
Julia, al escucharse interpelar por el apodo con el que siempre había sido
conocido en Santa Narda de Miguaque.
—Epa, "Bolondrito". ¿Cómo está la
causa? — saludó, levantándose y abrazando a Pablito Awad.
—Hola, Julia.
—Hola, Pablito.
—
¿Cómo están por tu casa,
"Bolondrito"? ¿Y qué es de la vida del "Bolondrio"? —
preguntó Eugenio Enrique.
—Bien, todo el mundo bien. Me contenté mucho
cuando me dijeron que te habían nombrado gran jefe del comando de Tenapa.
—Ahí estamos a la orden.
—Gracias, vale. De entrada lo que te puedo
decir es que ya es hora de darle un parado a la fumadera de marihuana en este
pueblo. Y nadie mejor que tú, que eres de aquí, para aplicar los escarmientos
necesarios.
Eugenio Enrique permaneció extrañado. Julia
no sabía adónde mirar. El "Bolondrito" notó la reacción del teniente.
— ¿Cómo?
¿Todavía no te han dicho nada?
—Me agarras fuera de base,
"Bolondrito". Siéntate aquí, con nosotros, para que me eches todo el
cuento.
—Con muchísimo gustísimo— respondió Pablito Awad.
Las aprensiones de Julia se decantaban en
circos aborrecibles.
La reunión se desenvolvía entre marejadas de
calor.
—Efraín está inspirado— dijo Jackeline de
Moros, refiriéndose al orador —. ¡Cómo bregó ese puesto de presidente del
Concejo Municipal!
—Habla más bajito, chica— la reprendió
Adriana de Antilano—. ¿Supiste que María Esperanza consiguió a la hija?
—Sí. Y al portuguesito lo remitieron a la
penitenciaría.
Adriana de Antilano se abanicó.
—Estas reuniones sí que son latosas— afirmó.
—Hay que preparar todo. Vienen el gobernador
y el ministro.
—Yo lo que quiero es que venga Caldera.
— ¿Te
metiste a copeyana? Camaleona...
— ¿Y
qué será de la vida de Elena? ¿Ah?
—
¿Qué le pasará al padre Carrasco que no se
ha volteado a verte ni una sola vez?
— ¿Será
que está enfermo? Lo noto alelado.
— ¿Verdad
que sí?
—Tiene que avisparse, chica, porque él es el
encargado de sacarle brillo a todos los actos.
—...y tiene que conseguir que el ministro le
apruebe el financiamiento para el nuevo colegio. Pero si sigue así le van a
dejar el plumero.
—Pobrecito.
—En tu carácter de presidenta vitalicia del
Club de las Bellas deberías hacer algo para "levantarle" el ánimo.
—Eso es contigo, mijita.
Jackeline de Moros aguantaba la risa.
—Que Dios nos coja...
—Aquiétate, mujer, que nos van a ver.
—Parecemos dos quinceañeras.
—El mundo está patas p'arriba.
—Ahí viene don Loro.
—Que no hable por el amor de Dios. Quiero
irme temprano para mi casa.
—Cada día está más pavoso. Hazle la recontra
para que no se nos pegue.
—
¿Cómo está, don Lorenzo? Allá arriba, en el presídium,
lo esperan.
El padre Carrasco veía el mundo a través de
un cristal empañado. El festín de verborreas provincianas no llamaba su
atención. Otrora, hubiese sido lo contrario. Siempre se enfrascaba con don
Lorenzo Miranda Toledo en competencias de ripiosas peroraciones, enjundiosas
piezas oratorias pletóricas de rebuscados adjetivos y agitadas metáforas.
Habitualmente, don Lorenzo llevaba las de ganar porque era experto en el
decimonónico arte del ditirambo tropical. Pero en ese minuto el padre Carrasco
era otro. Ni siquiera la presencia aledaña de Jackeline de Moros lograba
sacarlo de su ensimismamiento.
Desde el perturbador incidente de los
palmetazos, su mente se había transformado en una telaraña de cinematografías
fluviales. No era Sojito quien maceraba
sus carnes con "La Milagrosa" en sus alucinaciones nocturnas. Era
Elena y, a través de ella, el demonio, el ángel caído y exterminador, con su
espada flamígera en forma de palmeta, desatando furias contritas.
El mensaje del Altísimo no podía ser más
claro. Había llegado la hora de redimir las culpas. El intersticio temporal que
estaba viviendo no era más que un preludio autocontemplativo, un huerto de
Getsemaní perfumado de escarnios calurosos. La hora del Gólgota estaba cercana,
lo presentía. Por un lado, temía el horripilante sufrimiento físico. Por el
otro, se regocijaba del paralelismo evidente con la Pasión de Nuestro Señor.
"Oh, Padre, aparta de mí este
cáliz", no pudo evitar de pensar.
Don Lorenzo había comenzado a hablar, sin
duda alguna buscando renovar el amable reto. El padre Carrasco dejaba deslizar
por el tobogán de su alma la letanía acuciante de una oración penitente. El
tiempo se escapaba y el postrer acto de contrición no podía esperar.
Ni siquiera tuvo bríos para abandonar su
íntima ensoñación cuando el joven teniente, luego de finalizados los discursos,
se acercó solicitando su presencia, junto con Alfredo Enrile Salom y Efraín
Alvarenga, para discutir un mórbido asunto de marihuana y LSD.
El crepúsculo descendía en rondas de
ingredientes rojizos.
Julia salió a la calle.
Había terminado temprano la tarea de francés
y, sabiendo que la señora Raquel precisaba de su ayuda para apurar los encargos
de costura, se ofreció para ir a comprar varios metros de tela antes de que los
turcos de la calle Federación cerraran sus puertas.
Se había recogido el pelo con un gancho
dorado y, aun cuando no se había maquillado, lucía verdaderamente atractiva con
su bluyín ajustado, una franelita
ceñida sin mangas que realzaba su redondeado busto y unas zapatillas de lona.
Su andar era gracioso y desasosegado. Se sabía bonita y lo disfrutaba sin
aspavientos, porque la suya era una belleza tranquila.
Gonzalo apareció de improviso, caminando
desde detrás de una aglomeración de chicheros, vendedores de raspahielo y
perrocalenteros en la esquina de la catedral.
Julia dudó entre esquivarlo, aparentando no
haberlo visto, o proseguir con la ruta que la llevaría, inevitablemente, a
toparse con él. Antes de que pudiera tomar una determinación, Gonzalo la vio y
enfiló hacia ella.
Se saludaron con sendos holas apocados. Él
se acopló al paso de ella.
Hubo un silencio vertebral mientras
caminaban cediendo el paso a los compradores de última hora. Se sorprendieron
intentando hablar al mismo tiempo. Intercambiaron una risa nerviosa él, una
sonrisa de cerezas y guayabas ella.
Las campanadas de la misa de seis se
tradujeron en un dolor de tafetán cuando Gonzalo decidió abrir las compuertas
de su alma.
—Julia, creo que me estoy enamorando de ti.
Ella sintió el rubor en sus mejillas. Era la
segunda vez en el día que alguien se le declaraba.
—Te lo digo en serio, Julia.
—Lo sé.
Estaba confusa. Sabía que podía elegir según
su arbitrio. La razón apuntaba claramente hacia Eugenio Enrique. Pero había un
aura de magnetismo misterioso en Gonzalo que la provocaba. Era el encanto de
una fruta mágica y prohibida.
Decidió darse a sí misma un período de
gracia para cotejar sus sentimientos.
—Di algo, Julia. No te quedes callada.
—Gonzalo, lo que te voy a decir es algo muy
serio.
Y, bruscamente, cambió la secuencia de sus
pensamientos. Le contó, sin mencionar nombres, la conversación de la cual ella
había sido testigo a mediodía en el Hotel "Santa Narda". Nunca supo
por qué lo hizo.
Era el propio burdel de carretera. De eso no
había dudas.
No era que fuese moralista, pero no podía
evitar recordar a la señora Maritza cuando se refería a las "pécoras de
mabil", eufemismo para no llamar a las mujeres de la mala vida por su
nombre.
Allí estaban ellas, unas acicalándose con
afeites baratos de olor penetrante, otras disfrutando de un frugal refrigerio
consistente en Pepsi con Pepito, todas fumando e inhalando el humo con
gestualidad de divas de celuloide.
—Llegaron los hippies— exclamó una de ellas,
viéndolos aparecer.
Todas se asomaron con curiosidad a admirar
las guitarras eléctricas y los amplificadores.
David no sabía cómo comportarse. Habría
querido envidiar la pronta familiaridad con que José Miguel Moros, Gonzalo y el
"Chino" Rivera se desenvolvían, bromeando con las chicas. Giancarlo
sonreía como el "Guasón" de los suplementos de Batman. Sojito
permanecía callado, aunque se podía adivinar la intensidad de su mirada
errabunda.
Una rubia oxigenada preguntó si no se sabían
la canción "Fuego Lento" de Lila Morillo.
—Esa no, pero si quieres te tocamos "Tú
lo que quieres es que me coma el tigre", catirrucia— le contestó José
Miguel Moros buscando acariciarle el pompis.
La rubia le golpeó la mano.
—La mercancía se ve pero no se toca.
Luego de conectar las plantas y las
guitarras, se fueron a la barra a disponer de unos sándwiches que les había
mandado a preparar la patrona del establecimiento.
El barman homosexual no dejaba de ver a
David.
—Saliste resuelto con el cabrón, brodercito—
le dijo José Miguel Moros.
—No me fastidies.
Sojito, un tanto apartado, llamó a una trigueña
de larguísimas piernas y alborotado afro.
—
¿Cómo te llamas? — le preguntó, acopiando
marejadas de energía para vencer la timidez.
—Tibisay.
—
¿Quisieras quedarte conmigo después que
terminemos de tocar?
— ¿Toda
la noche?
—Sí.
—Te costará ciento cincuenta. Eso te incluye
los tres platicos.
—Okey. Te espero— acordó Sojito entregándole
un adelanto de cincuenta bolívares.
Giancarlo devoró su emparedado y se escurrió
por una salida lateral.
—
¿El musiú le tiene miedo a las bicharangas?
— preguntó el “Chino”.
—No seas bobo— le respondió José Miguel —.
Se fue a arrebatar y no nos quiere convidar.
Uno a uno lo fueron siguiendo, excepto
David. Lo encontraron en la oscuridad, detrás de una gandola, chupando con
frenesí.
—Ahora sí que te pasaste, musiú: ¡jíbaro y
caleta! — lo recriminó José Miguel Moros.
—Pasa esa chicharra— lo conminó Gonzalo,
acordándose de Julia.
—Nos aguardan las hetairas en el serrallo,
gandul— dijo Sojito, en su rebuscada fabla.
—Cállate, enano matacuras— reaccionó
Giancarlo, aguantando el humo en sus pulmones.
David estaba de un humor de perros. Azaelito
no lo había contactado en el transcurso del día y ahora, como colofón, se
encontraba en ese antro de mala muerte que le resultaba agobiante. Las mesas
estaban comenzando a repletarse de parroquianos barrigudos y vociferantes. Las
chicas caminaban hacia ellos arrastrando los pies y meneando las caderas como
bailarinas autómatas. En un rincón rojizo, la rockola se desgañitaba con un lamento que tenía la voz de Leonardo
Favio. David tuvo ganas de irse.
Sus compañeros retornaron como se fueron, de
uno en uno, para no despertar sospechas.
—Vamos a darle, pues— ordenó David, con
evidentes ganas de finiquitar el asunto temprano.
Subieron al improvisado escenario. El ruido
habitual del lenocinio continuaba como si nada. Nadie les prestaba la más
mínima atención. José Miguel hizo una breve presentación, matizada de ramalazos
de euforia y arrancaron con una versión neurótica de “Venus”, la pieza del
Shocking Blue. Sojito alargó los solos doblando, al falsete, el punteo que
fabricó en su guitarra. David se contentaba con hacer su parte, sin quitar ni
añadir nada. Gonzalo tocaba con aire ausente. Giancarlo, como siempre, alegre y
desenfadado.
Terminaron la pieza con un rumble prolongado y artificial. Se
dieron cuenta de que los parroquianos se habían quedado en neutro.
La rubia oxigenada se aproximó.
—Dice la dueña que si le pueden bajar un
poquito el volumen a los aparatos.
—No se puede, geisha de las pampas— replicó
Sojito e, ipso facto, dio la entrada
a “Stone Free”, de Jimi Hendrix con energía profana. Ahora él era el líder de
la banda.
—Dice la dueña que si no se saben un joropo—
solicitó la rubia oxigenada, luego de la catarsis progresiva.
—Sí, núbil doncella: “El Joro-Pop”— le
contestó Sojito, dando inicio a una síncopa de La menor, Re menor y Mi Mayor
séptima, parodiando la estructura armónica del ritmo llanero, con aires de
“Zumba que Zumba”, al tiempo que David ensayaba un extraño solo con la
Telecaster distorsionada por el wah wah.
Esta vez los parroquianos sí aplaudieron. Tres parejas se soltaron a zapatear
en la pista de baile.
—Dice la dueña que si no se saben una
guaracha— peticionó, de seguidas, la rubia oxigenada.
—Eso es con nuestro camarada de armas—
Sojito señaló a David quien, luchando con el desgano lapidario que lo
embarazaba, arrancó con un largo pot pourri,
los acordes de Re Mayor y La Mayor séptima en vaivén, consistente, entre
muchas, de “Lamento Náufrago” de Chucho Sanoja, “El Vampiro” de Los Corraleros
de Majagual, “El Cable” de Mario y sus Diamantes, y “Caminito de Guarenas” de Billo.
—
¡Que viva el putaje! — gritaba José Miguel
Moros, bailando con una tetona pataruca.
Los parroquianos les mandaban ronda tras
ronda de cervezas. No faltaron los inevitables borrachines que querían fungir
de cantantes de rancheras y hasta de directores de orquesta.
A la una de la madrugada David se fastidió.
—Listo, Me voy.
Los otros no le hicieron caso, enfrascados
en la batahola eufórica.
— ¿Qué
fue, David? — preguntó el “Chino”.
—Ya tuve suficiente por hoy. Vamos para que
me arregles lo de los reales.
El “Chino” adolecía de una impasibilidad
piadosa. Se había bebido diez cervezas.
— ¿Cómo?
¿No te dijeron nada?
—
¿No me dijeron qué? — interrogó David,
suspicaz.
—Aquí no hay pago en efectivo. Eso lo
convinimos esta tarde José Miguel y yo con la madama.
— ¿Cómo
es la cosa?
—El pago es en especie.
— ¿En
especie?
—Sí. Un trato muy simple: música por culos.
David lo miró con ira. Vio a su alrededor.
Cada uno de los muchachos había tomado una prostiputa.
Sojito estaba abrazado con dos de ellas.
—Agarra la tuya, David. No tengas pena.
— ¡Esta
es la última vez que toco con este grupo!
—No te pongas bravo, pana.
David cogió camino con su guitarra y su
planta a cuestas.
— ¿Qué
le pasó? — preguntó José Miguel.
—Como que no le gustó el negocio— contestó
el “Chino”, asiendo por la cintura a una chinita—. ¿Tú sabel menealte sabloso?
Llegada la hora de la verdad, Sojito no se
atrevió a hacer el amor con la trigueña del afro. Le pagó los cien bolívares
restantes y se acostó al lado de ella, sin hablar, mirando fijamente el
bombillo colgante del techo que almibaraba con luz mortecina la espartana
habitación. Al poco rato, salió a la ya solitaria pista de baile.
Gonzalo estaba ahí, bebiendo ron puro y
fumando. Sojito se sentó a su lado.
—
¿Qué pasó, Gonzalo? ¿No obtuviste tu
satisfacción?
—Hay momentos, Sojito, en que uno no tolera
estar con cualquier mujer. Es más, puede ser que tu acompañante sea bien bonita
y esté bien buena, pero si no tiene esa magia inexplicable que sólo posee la
carajita que a ti verdaderamente te gusta, entonces la rechazas y terminas
despreciándote tú mismo. Eso es lo que me sucede ahora.
¾Es
por Julia, ¿verdad?
¾Sí.
Es por ella. Pero, ¿y tú? ¿Qué haces que no estás allí adentro disfrutando de
los placeres de la mancebía, como tú mismo dices?
¾Tengo
demasiadas contradicciones en mi espíritu que no me permiten solazarme en
jolgorios vanos e intrascendentes. Y lo peor de todo es que estoy empezando a
experimentar una obsesión por dejar atrás toda esta serie de introspecciones
improductivas. Ya basta de especulaciones, interpretaciones y formalismos. La
vida no se hizo para los contemplativos. La vida no es un monasterio, ni un
retiro espiritual. La vida tiene que ser el campo fértil de la praxis. El
espíritu no es sino el compendio de lo que puedas obtener con las manos. Hay
que transformarlo todo.
¾Es
muy fácil decirlo.
¾Y
fácil de ejecutarlo también, siempre y cuando poseas ideas definidas de los
escalones que debes ir venciendo. ¿Quieres escuchar algunas de las mías?
Gonzalo se llevó una mano al bolsillo y
extrajo una bolsa de plástico.
¾ ¿Qué
es eso? ¾
preguntó Sojito.
¾Perico.
Para que me cuentes con lujo de detalles lo que te propones. De repente y tal,
cogemos bastante energía y lo llevamos a cabo de una vez por todas, para acabar
con esta habladera de pendejadas. ¿Le quieres dar?
¾Yeah. Right now, man.
Como templos coloreados de oro.
Así son los hoteles adonde van las parejas
en busca de desfogues momentáneos.
Un aparato de aire acondicionado ruidoso y
desvencijado. Una cama matrimonial con un quejoso cobertor de plástico debajo
de la sábana. Una mesa y una silla de paleta con una jarra de agua encima. Un
escaparate de madera endeble. Un espejo de tocador con manchones de mercurio
sacramental. Una lámpara fluorescente redonda,
muda y fría. Una luz proveniente del baño que desguaza en dos la habitación. Un
clima carente de raigambre.
Habían pasado la noche hablando. Se habían
contado todo, sin remordimientos, sin rémoras, sin resquemores. Viviseccionaron
sus almas con un gusto a azadón que decapita abrojos. No dejaron nada sin
confesarse en su afán de convertirse, de nuevo, en amantes extraviados en un
laberinto crepuscular. Sus cuerpos, sin haberse tocado, exhalaban el morichal
de la pasión. Las heridas del espíritu restañaron por completo porque habían
sido igualadas por las heridas de la sangre: una cara tumefacta y una pierna
marchita.
No obstante, el infortunio y el amor los
habían vuelto a unir. Comunicándose en un idioma despojado de palabras y
gestos, se prometieron mares, brisas, sabanas y montañas.
Las sobras de la incertidumbre afloraron a
quemarropa.
¾ ¿Qué
será de nosotros, Nectario?
Con denuedo, fumaba él.
¾Algún
día todo este enfrentamiento terminará y podremos pensar seriamente en no
separarnos jamás. Cada vez son más fuertes los vientos de cambio.
¾Esos
vientos nunca llegarán a Miguaque. A menudo me pregunto si la tuya no será una
guerra librada contra fantasmas. Quisiera ser como tú y tener esa visión tan
amplia y explicaciones para todas las cosas y una idea fija por la cual matar y
dejarse matar. A la larga todo se reduce a recuperar el tiempo perdido y a
olvidar las malas experiencias.
¾ ¿Y
el amor, Elena?
¾El
amor existe solamente cuando está limitado por cuatro paredes desnudas. El amor
es un sueño del que despertamos cuando empiezan los aguaceros de mayo. Lo único
que existe es el egoísmo y el cálculo y por eso me pregunto: ¿seremos los
mismos al salir de aquí? ¿Existe el amor en Caracas? En Miguaque hace tiempo
que murió, si es que alguna vez existió. En este momento puedo afirmar que te
amé y que te sigo amando de una manera diferente, lo que pasa es que cuando me
dejas sola me agarran unas dudas terribles y solo veo muerte alrededor de mí
porque siempre soy perseguida por tragedias y perfidias y desastres. Así ha
sido antes y lo seguirá siendo en el futuro…
¾Eres
excesivamente dura contigo misma¾
Nectario, o Benavides, pretendió disuadirla, al tiempo que se incorporaba de la
cama¾.
¿Nos vamos?
Elena lo siguió, deteniéndose ante el espejo
para contemplarse en el aura de su fragancia lavada.
¾Mi
belleza ha muerto definitivamente¾ aseguró,
con tono de ausencias.
Nectario, o Benavides, cejijunto, miraba el
rodapié pisoteado por los grillos.
¾Sigues
siendo la más bonita¾
replicó él, escrutando de soslayo sus facciones hinchadas.
¾No
quiero que me halagues.
Nectario, o Benavides, se acercó, cojeando,
y la tomó por los hombros.
¾No
me importa.
¾Sí
importa. Muerta la belleza, muerto el maleficio. Se lo llevó el viento para
siempre y espero que nunca más regrese a nuestras vidas porque solamente así
podremos aspirar a la felicidad. La hermosura tiene un precio que se mide
únicamente con sangre y con perversidad. Yo he sido una ciega y una vándala, y
he sido también reina de los tullidos y de los pobres de espíritu. Mi último
sortilegio fue conjurar a la muerte según comentan las lenguas viperinas de
Miguaque…
¾Elena,
por favor, no repitas esas cosas.
Ella lo enfrentó.
¾Pero
es que la muerte me redimió, Nectario, la muerte vino a rescatarme y me arrojó
de nuevo en tu regazo. Mi pasado es un carapacho roto que me impregna y me
empatuca, pero hoy por primera vez siento que he vencido el aturdimiento, y la
razón es que ya no soy un punto de comparación para los demás. Las mujeres
quieren medirse conmigo porque presienten que les disputo a sus machos y los
hombres se alebrestan con mi presencia porque desean impresionarme para luego
arrastrarme a la cama, sí señor, pero ya no más, se acabó todo este
espectáculo, mi cara es una pulpa de tomate y mi cuerpo hiede, ¿no es verdad?
¡Por eso no has querido hacerlo conmigo hoy! ¡Te doy asco! ¡Confiésalo!
¡Sientes repugnancia de mí!
Nectario, o Benavides, se impresionó al
verla a punto de salirse de sus cabales.
¾Elena,
mi vida, no sabes lo que dices.
Ella se separó de él.
¾Asco,
asco, asco, eso es lo que produzco ahora con esta cara deforme y esta piel
nauseabunda, ah pero soy feliz, sí, sí, sí, porque me he librado de esa maldición
y se acabó el viacrucis para mí, ya que ahora soy fea, horrible y doy náuseas a
quienes se me acercan. Si pudieras saber lo contenta que me siento ahora que me
van a dejar en paz y no van a venir más a mí como moscas al azúcar,
revoloteándome, azuzándome, tentándome. Los detestaba a todos, absolutamente a
todos, porque me usaban como si fuera un cachivache. ¡Vengan a ver mi última
adquisición: la chica de la metamorfosis, el marimachito que se convirtió en
golondrina! El marimachito vuelve a la miasma y al excremento de donde no debió
salir jamás, jamás, jamás. Me sacaban a pasear y me mostraban con orgullo de
propietarios de vacas Holstein porque yo no era sino otra adquisición para esos
lambucios que querían comprarme regalándome vestidos de lamé que me ponía sin
medio fondo ni pantaletas ni sostén para tenerlos comiendo de mi mano: esa era
mi venganza y si se me vuelve a presentar la oportunidad los vuelvo a humillar.
Cojan a su marimachito que ahora es manceba y barragana pública como bien lo
dicen a mis espaldas todas esas engreídas. ¡Que me dejen sola con la miseria de
mi vida! ¡Para siempre!
Nectario, o Benavides, tenía los ojos
humedecidos.
¾Elena,
yo te amo.
¾¿Me
amas, Nectario? ¾
preguntó ella con ansiedad de cocuyo extraviado ¾ ¿Amas, acaso, a esta piltrafa prostituida?
¾Así
fueras una leprosa te amaría.
¾ ¿Siendo
como soy, Nectario, una mujerzuela rastrera y vil?
¾Así
fueras la más corrompida y abyecta mujer del mundo te amaría.
Elena sollozó también, con lágrimas de
amatista, acuclillándose en un rincón.
¾ ¿Cuándo
volveré a ser tuya, Nectario? ¾
demandó con timidez de niña huérfana.
¾Una
vez que todo este embrollo haya terminado nos iremos muy lejos, fuera de
Venezuela. Romperemos con el pretérito, Elena. Comenzaremos de nuevo, solos,
apartados del resto del mundo. Viviré únicamente para adorarte y para hacerte
feliz.
¾ ¿Me
lo prometes?
¾Te
lo prometo.
Nectario, o Benavides, la tomó de la mano.
Estaba temblorosa y afectada.
¾Anda,
vamonós.
Elena se sentía aliviada de haber arrojado
el lastre que la había mantenido reclusa por tanto tiempo.
¾ ¿Te
sientes mejor? ¾
preguntó al abordar el Charger.
Era una noche pensada en cautiverios
morganáticos. La luna colgaba del horizonte lechoso como un par de horno.
¾Sí,
vamos¾
contestó ella, entrelazando sus dedos con los de él.
Recorrieron el empedrado camino de la salida
del motel y, luego, la rectilínea vía de la carretera nacional. Desde detrás de
un cotoperí, una Wagoneer arrancó simultáneamente.
Elena recostó su cabeza contra el respaldo
del asiento. Veía pasar, uno tras otro, los incontables árboles que parecían
desplazarse, con vida propia, al paso del vehículo, en un trasfondo de siluetas
ondulantes. El viento se colaba por la ventanilla con ruido de Orinoco y
caracolitos.
¾He
tomado una resolución.
Elena miraba la lejanía con la tristeza de
los occisos anónimos.
Nectario, o Benavides, parecía rectificar
algo en el retrovisor.
¾Voy
a marcharme ahora mismo de Miguaque. Me iré a Caracas y allí te esperaré y
después haremos tal cual lo tienes decidido. ¿Te parece bien, Nectario?
El semblante de despreocupación en la cara
de Nectario se había trastocado.
¾Creo
que nos siguen…
Elena se irguió para verificarlo.
¾No
voltees. Voy a tratar de escabullirme.
¾ ¿Quién
podrá ser?
¾La
Disip, no hay duda.
¾ ¿Qué?
¾Los
esbirros de la policía política.
En la entrada de la vieja laguna de La
Chamana, Nectario, o Benavides, giró repentinamente y se internó por una calle
llena de baches levantando una polvareda ingrávida.
¾Agárrate,
Elena.
La Wagoneer frenó ruidosamente, dio media
vuelta en el azul mentolado de la noche y tomó la misma vía del Charger.
Sin hacer caso de las cunetas, Nectario, o
Benavides, apretó más el acelerador, sacándole chispas al tubo de escape y al
parachoques trasero en un brinco de cinco metros. Elena gritó al caer el vehículo
otra vez en el granzón, provocando un remolino de pedruscos rebeldes.
La Wagoneer no aflojaba.
¾Ahí
está todavía¾ confirmó
Nectario, o Benavides, viendo el retrovisor.
¾Métete
por la desmotadora vieja¾
sugirió Elena con emoción contenida.
Nectario, o Benavides, maniobró con pericia,
haciendo bramar el motor. Se coleó en el siguiente cruce y, por poco, no se
estrelló contra una desvencijada casucha de bahareque y techo de palma.
La Wagoneer, luchando por escaparse de la
polvareda, se encaramó en una acera rota y chocó con una tela de gallinero,
haciendo volar los estantillos como si fueran de confeti. Un cochino congo
salió asustado, berreando con horror de día del juicio final.
¾¡A
la izquierda ahora! ¾exclamó
Elena.
Era tanta la velocidad que traía el Charger
que, por un tris, no se volcó. Los neumáticos chillaban como guacharacas
histéricas. Parecía que las piedras iban a traspasar el piso del carro.
De pronto, se acabó la vía engranzonada.
Penetraron a un ancho solar de piso de cemento repleto de fardos de algodón.
¾¡Hacia
aquel galpón! ¾conminó
Elena.
La Wagoneer incursionó como un dragón
sicótico, tumbando bultos con una especie de furia de cobalto.
Nectario, o Benavides, apretó el acelerador.
Esquivó, por un pelito, una enorme máquina deshilachadora dejada al abandono.
Su perseguidor, pudo verlo por el retrovisor, penetró a la edificación chocando
con una columna lateral y despidiendo chispazos varicosos.
¾¡Sal
por allá! ¾Elena
señaló un portón al otro extremo.
Nectario, o Benavides, hizo zigzaguear el
Charger por entre las maquinarias desparramadas. Parecía que venía halado por
la cola al realizar las precipitadas maniobras. La Wagoneer se acercaba. Los
motores tronaban con ímpetus blindados.
Sintió un golpe en la parte trasera. Tenía a
la Wagoneer en los talones.
Elena dejó escapar un chillido cuajado. El
Charger pareció patinar.
Nectario, o Benavides, se aferró al volante
hundiendo más la chola. El Charger se fue de lado, amellando las paredes del
galpón.
La Wagoneer maniobraba para prensarlo contra
el muro. Iba a quedar emparedado entre hierros gangosos. Se vieron envueltos en
centellas de acero y caucho.
Súbitamente, Nectario, o Benavides, pisó los
frenos. En reacción de microsegundos, con su mano derecha impidió que Elena se
estrellase contra el parabrisas y, con la izquierda, tiró del volante logrando
zafarse de la estranguladora metálica, arrancándole el parachoques trasero a su
contrincante.
El Charger giró como una zaranda. Se
introdujo por una vereda de bultos de algodón. La Wagoneer frenaba con
estruendo al otro lado.
El portón estaba cercano. El Charger era una
bala.
¾ ¡Por
ahí no! ¾ gritó
Elena, recobrándose.
Ya era tarde.
El portón daba a un puente derruido que
atravesaba una quebrada convertida en basurero.
El Charger voló durante cuatro segundos que
parecieron eones.
Elena gritó aterrorizada.
¾¡Sujétate!
¾clamó
Nectario, o Benavides.
Cayeron de platanazo en una explanada
descendente.
La Wagoneer surcó el aire como un misil
onírico. No corrió con la misma suerte del Charger. Aterrizó de costado, volcándose
espectacularmente.
Nectario, o Benavides, pudo verlo por el
espejo. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la inercia del vehículo y
frenó.
La Wagoneer, en su inverosímil voltereta,
había detenido su rodada en un medanal, entre susurros ahogados.
Elena se sentía desvanecer. Cubrió su cara
con las manos, conteniendo los sollozos que aplastaban su pecho. Nectario, o
Benavides, abrió la portezuela y corrió hacia arriba.
Había un silencio autoritario, roído por los
grillos y las chicharras. Nectario, o Benavides, se acercó a la Wagoneer. Una
sombra blanca se aferraba, con rigidez cataléptica, a la ventanilla.
Nectario, o Benavides, vio una mano que era
como un garfio óseo escurrirse en la oscuridad del interior. Tragó saliva y
encajó un disparo seco en la frente. Su último pensamiento fue de franca
incredulidad.
Elena reaccionó ante el sonido parecido a un
petardo espectral.
Alzó la mirada y observó, en la lejanía, una
columna de fuego que perforaba la noche como una punta de lanza prístina y
perfecta.
¾Se
está quemando el ánima del Túa-Túa ¾musitó
para sí, antes de descender del Charger con un miedo anónimo. Sus tobillos eran
presa de una fluctuación extraviada.
Había una mancha blancuzca que reptaba desde
los hierros retorcidos de la Wagoneer.
¾¡Nectario!
¾llamó
en vano Elena, sabiendo que aquel cadáver no tenía otro dueño.
Se quedó paralizada reparando cómo aquel
jaspe invertebrado se erguía. Hasta que por fin vio una cara en el tenue
destello de una luna llena que quería deglutirse a la sabana.
¾¡José
Gregorio!
Fue un terror opaco, recalcitrante, baldado,
abominable.
Con espanto de náufrago, corrió. Sus
zapatillas se hundían en el blando légamo. Podía sentir los terroncitos
invadiendo sus estupefactos talones.
José Gregorio Livorini se lanzó en su
persecución. Su pierna izquierda era como de hielo y le escocían las costillas
cuando buscaba apresar el aire en bocanadas desesperadas.
Elena huía delante de él. Eran dos torpezas
unidas por un cordón umbilical concupiscente.
Corría con desesperación. El pánico no la
dejaba pensar. Escuchó dos petardazos más. Supo que la muerte deseaba desanudar
la distancia. Reprimió un grito de horror y apuró el paso con un mareo opaco.
Sus piernas a duras penas lograban mantenerla en equilibrio.
¾¡Detente,
desgraciada! ¾oyó
la voz hosca del felino.
José Gregorio Livorini veía a Elena en tres,
cuatro, cinco jorobas que se difuminaban en los espejismos ingrávidos de la
noche. Volvió a disparar con un sentimiento de candelorio en su garra.
Elena resbaló y rodó por lo que quedaba de
pendiente. Las piedras y las ramas la herían sin misericordia. Hubiera querido
llorar pero el terror era abrumador.
Se levantó en lo plano y corrió, cojeando,
hacia la carretera solitaria. Una bala frenética se estrelló con un horrendo
pillido a metro y medio de su cara tumefacta.
Vio luces que venían hacia ella. Sin darse
cuenta de que ofrecía un blanco perfecto, se desplazó con dificultad entre los
haces que desfloraban la tiniebla. Agitó sus brazos con la desesperación de los
que se saben condenados.
José Gregorio Livorini se fue de bruces y
dejó escapar el último disparo de su 45 cañón largo. Escuchó, a lo lejos, un
grito apagado de Elena. Se incorporó, con terquedad de silbón sabanero, y fue
hacia la luz que se había detenido. Con inercia de mentecato, continuó
disparando su revólver vacío.
El vehículo se había parado a dos pasos de
la aterrorizada Elena. Era una jaula policial.
¾ ¿Qué
le sucede, señora? ¾
preguntó un agente al ver a la azorada mujer.
Elena se limitó, toda muda, a señalar con la
mirada al impertérrito fantasma que se aproximaba blandiendo y percutando un
revólver sin proyectiles.
El agente, súbitamente en alerta roja, sacó
su arma. Ya iba a disparar cuando el cabo que lo acompañaba lo contuvo.
¾Se
le acabaron las balas. No lo tires.
Se le acercó, receloso, y comprobó que era
un espanto catatónico. Lo despojó del pistolón con movimiento brusco y
cauteloso. José Gregorio Livorini no opuso ninguna resistencia. Su vista estaba
perdida en un vacío bordado con los rostros de Elena.
Una moto se acercó rasgando el calor
pegostoso de la noche. El cabo de la jaula policial le hizo señal de detenerse.
¾¿Qué
pasó aquí? ¾preguntó
una voz desde la moto.
¾Esta
señora se nos apareció como alma en pena, perseguida por aquel elemento.
¿Ustedes vienen del ánima del Túa-Túa?
¾No,
¿por qué? ¾respondió
otra voz desde la moto.
¾Porque
se está quemando, según nos acaban de avisar por radio.
Elena emergió temerosa. Se colocó en la luz,
tiritando de pavor. El agente, entre tanto, introducía a José Gregorio Livorini
en la jaula.
¾Mamá…¾ dijo una de las voces
desde la moto.
Sojito bajó de la Harley y caminó hacia
ella. El cabo lo siguió. Gonzalo se quedó de espectador.
Elena vio a su hijo con una mirada
incomprensible.
¾Tu
padre…¾ le
dijo.
A Sojito se le aguaron los ojos al verla en
tan deplorable estado.
¾Tu
padre está muerto… ahí arriba… ¾
dijo Elena, indicando hacia la explanada donde había quedado inerte Nectario, o
Benavides, con las pupilas llenas de estrellas y nebulosas.
Ya bastaba de diletantismo.
Habían llegado al acuerdo de hacer algo
concreto.
Hacía falta combatir a la reacción y al
oscurantismo.
Nada mejor que la fuerza redentora del
fuego.
Salieron del burdel sin hacer ruido. Se
dirigieron a la bodega de Cándido. Penetraron y sacaron dos latas de kerosén.
¾ ¿Qué
buscan? ¾
preguntó Cándido, asomándose con su bata de falsa seda y su ansiedad lampiña.
Sojito ni le hizo caso.
¾ ¿Qué
piensas hacer, Pedro Esteban? ¾
insistió el delicado tío.
¾Apártese,
carajo¾
soltó el sobrino.
Cándido se mordió el labio, impotente. Gonzalo
le pasó por un lado, esbozándole una tonta sonrisilla.
Sojito pareció recordar algo y se devolvió.
¾Deme
cien bolívares.
¾¿Para
qué? ¾interrogó
Cándido, con timidez feminoide.
¾Que
me los dé, nojoda.
Cándido pensó que si su terrible secreto era
expuesto a la luz del día iba a morirse de mengua. Introdujo su mano en un
bolsillo y extrajo un fajo de billetes amarrados con una liga.
¾Afloje
doscientos, más bien.
Cándido entregó lo solicitado. Sojito los
amuñuñó y los metió en un bolsillo de su bluyín. Tomó las dos latas y se acomodó detrás de Gonzalo quien ya había
encendido la moto. Arrancaron.
El tío bodeguero se había quedado en medio
del patio con un aire de solterona empalagosa.
¾ ¿Quién
es ese? ¾curioseó
Gonzalo.
¾Un
güevón. Dale rápido que esta vaina pesa mucho.
¾ ¿Y
tu lenguaje florido para dónde se fue?
¾¡Qué
cabronería!
“¿Qué mejor comienzo que reducir a cenizas
ese templo de superstición que es el ánima del Túa-Túa?”, había subrayado
Sojito. La ignorancia inducida por los sacerdotes fariseos había hecho que
gentes del pueblo edificaran esa capilla a orillas de la carretera nacional, en
pretendido agradecimiento a un elemento que, supuestamente, había muerto en
aires de santidad y ahora, desde su enjaezada tumba, prodigaba protecciones y
dispensas. Los crédulos iban en interminable procesión a solicitar favores de
todo tipo: curación de enfermedades, consuelo para amores no correspondidos,
salvación de la ruina económica, graduación de bachillerato sin arrastre de
materias, escapatoria de la recluta, localización de seres queridos
extraviados. Luego de satisfechas sus aspiraciones, regresaban agradecidos con
velones de a locha, sahumerios de todo tipo, flores olorosísimas que atraían a
las avispas en bandadas, fotos de zagaletones con uniforme de cabo segundo de
infantería y placas metálicas con la consabida inscripción:
“Gracias por
los favores concedidos.
Rdo. del
27-11-69”
Los más delirantes pagaban sus promesas
recorriendo a pie los diecisiete kilómetros de distancia desde Miguaque,
vestidos con sayones morados de pecadores penitentes y arrancando de madrugada,
para que el jupiterino sol de la llanura no los deshidratase.
“No es más que una mezquita radiactiva,
propagadora de monsergas embrutecedoras”, había sentenciado Sojito.
“Vamos a pegarle candela a esa mierda”,
dijo, escuetamente, Gonzalo, llena su alma de tedio existencial.
Habían llegado a la última loma que ocultaba
la capillita. Las luces de Santa Narda de Miguaque titilaban como un pesebre
tibio.
Para no dejarse escuchar, Gonzalo apagó la
Harley. Descendieron en neutro, sintiendo una brisa propicia para equilibristas
viudos.
Al llegar a lo plano, se apearon y ocultaron
la máquina en un montarascal. El restaurant de carretera que estaba a la vera
de la ermita hacía rato que había cerrado. No obstante, los dos intrusos
extremaron precauciones.
¾Me
hubieras dicho que aquí había una gasolinera y nos habríamos ahorrado el viaje
por el kerosén¾
susurró Gonzalo sin detener su desplazamiento.
¾A
esta hora no hay despacho¾
contestó Sojito, aguzando el oído.
¾Tú
lo que querías era sacarle los reales al maricón¾ prosiguió Gonzalo.
¾Silencio¾ Sojito hizo un gesto de
alerta.
Una gandola cargada de reses pasó rumbo a
Miguaque haciendo retemblar la tierra. Los muchachos se agacharon.
Gonzalo tomó una de las latas y, más ágil
que su compañero, se acercó en cinco zancadas a la puerta del santuario. Puso
el envase en el suelo. Extrajo una especie de pequeña ganzúa y, con pericia de
gamberro marsellés, abrió el candadito de la puerta.
Del interior provenía un resplandor cetrino.
Gonzalo apartó unos cortinajes rasposos y se introdujo. Sintió un comienzo de
escalofrío en su espinazo. La luz de la luna se combinaba con la refulgencia
temblorosa de los velones de a locha produciendo sombras convulsas. Sudó y
creyó que el sudor le iba a nublar la vista.
En el centro había un catafalco negro. Por
su mente pasó una ráfaga vívida de 368 escenas de películas de terror. “No
pienses culerías, Gonzalo”. ¿Y si se abría el féretro? ¿Y si el ánima del
Túa-Túa, con su ingente poder, resucitaba y se le enfrentaba? ¿Y si se le
aparecía un muerto? ¿Y si salía una mano fantasmagórica por entre las baldosas
del piso y lo agarraba por los pies? ¿Y si, de repente, comenzara a escuchar
voces cavernosas de occisos vengadores? ¿Y si las caras funerarias de los
retratos de agradecimiento cobraban vida? Había una que se había movido, estaba
seguro. Las velas se estaban apagando. Una música horrible estaba punzando sus
tímpanos. La carne se le ponía de gallina. Iban a salir los muertos. Iban a
abrirse las tumbas.
¡PAM!
Gonzalo saltó. Hubiera corrido despavorido.
Lo hubiera hecho. Su único pensamiento racional, en una microfracción de
segundo, fue rogar porque no se le aflojaran los esfínteres.
¾Por
poquito no me desmadro el pie…¾
dijo Sojito, sobándose la mano acalambrada por el peso y la incomodidad de la
lata de kerosén caída en el piso. Habría notado la palidez cadavérica de
Gonzalo de haber estado más iluminada la estancia.
Con eficiencia fanática, Sojito impregnó de
combustible todo el interior de la capilla. Su cerebro era un poliedro
afiebrado de obsesiones. Esta era su lucha personal contra Dios. Era su
venganza por haber sido condenado a una existencia banal. Gonzalo escuchaba
alelado un monólogo vertiginoso.
¾Sí.
Existes. Claro que existes. Pero no eres la entidad benévola y acogedora del nazareno.
Esa experiencia de redención mesiánica no fue sino un globo de ensayo tuyo para
jugar con nosotros, tu creación. Te divierte hacernos circular desnudos e
indefensos por este erial crapuloso. Te diviertes cuando nos engañas y nos
haces ilusionar con paraísos alcanzables a través de la fe y la penitencia. Te
divertiste cuando nos hiciste llegar profetas que nos hicieron abrigar falsas
esperanzas. En realidad siempre fuiste el mismo Dios vengador, tonante e
intransigente del Antiguo Testamento. Lo único que deseas es hacernos sufrir en
estas vidas míseras. Te alimentas con nuestra adoración y nuestros temores. Ese
es el secreto de tu existencia. Por eso juegas con nosotros con actitud ambivalente.
Pero he descubierto tu jueguito infame de las dos caras. Por un lado, el Padre
protector que siempre acoge al Hijo Pródigo. Por el otro, el sátrapa
sobrenatural que nos condena a malvivir en este valle de lágrimas, como lo
llamaba tu presunto “Hijo”, pudiendo, con tu omnipotencia, preservarnos de la
incuria de este universo pérfido. ¿Dónde está la fuente de tu omnisciencia y de
tu poder omnímodo? La poseemos nosotros, tu creación. Tu malhadada creación.
Nos fabricaste a tu imagen y semejanza para nutrir tu existencia de parásito
del más allá con nuestra fe y nuestra credulidad. Ese es tu maná. Si dejamos de
creer en ti, te desinflas como un globo de feria y te conviertes en carroña de
gusanos abstractos. Claro que existes, Dios. Se equivocaron Voltaire y Marx
cuando te describieron como producto de la ignorancia y la superstición. Claro
que existes, sádico del Edén y del Olimpo, Saturno coprófago que te comes a tus
hijos en el crisol de tu insaciable vanidad. ¿Qué castigos aberrantes has
reservado contra quienes, como yo, han descubierto el terrible y miserable misterio
de tu verdadera sustancia? Sé que me vas a destruir y me vas a desintegrar en
un escarnio hórrido. Voy a morir de cualquier causa infamante, vejado en un
anonimato infernal. Ese es el precio que tengo que pagar. Pero voy a divulgar
tu secreto. Estás condenado, Dios zarrapastroso. Tus mismos hijos te harán
perecer cuando conozcan tu vulnerabilidad. No serán suficientes todos los
obispos, imanes, lamas, heresiarcas, sacerdotisas y demás celadores de tu
roñoso imperio para impedir tu decadencia. Estás condenado, de la misma manera
como lo estoy yo. Tú tienes el poder del mastodonte. Yo tengo el poder del
virus. Nuestra lucha es a muerte. Ambos sucumbiremos. El universo será libre.
Muere, maldito cagajón metafísico.
Las primeras llamas consumieron unas cayenas
amarillas y un crucifijo de madera.
Gonzalo lloraba con el terror.
Sojito lloraba con el humo.
El fuego se propagó hasta la gasolinera.
La explosión fue atronadora.
João Vermelho, el propietario, se levantó en
pantuflas gritando:
¾¡Virgen
de Fátima! ¡Virgen de Fátima!
Los dos muchachos contemplaron desde la loma
la arquitectura flamígera.
“¡Estás descubierto! ¡Estás descubierto!”,
pensaba Sojito, con porfía.
Gonzalo sintió que el horror se le había
diluido en una euforia bizarra. Decidió darse dos pases más.
¾Son
muy graves estas acusaciones en tu contra, hijo.
Pedrarias procuraba abanar la neblina que se
había entronizado en su mente desde hacía cuarenta y ocho horas.
¾No
obstante, con un ligero esfuerzo de tu parte, conseguiremos sacarte rápidamente
de aquí…
Una luz incierta se reflejaba en las paredes
tiznadas de pintura al óleo y le molestaba la visibilidad.
¾…y
lo más importante, sin manchas de ninguna especie. Es decir, cero antecendentes
penales, cero expedientes, cero constancia de que has estado recluido en esta
penitenciaría.
Pedrarias fijó la mirada en el hombrecito
grasoso que le hablaba. Estaba cubierto de arrugas como una ciruela pasa. Se
chupaba los dientes amarillentos y, simultáneamente, mordisqueaba con fruición
una boquilla negra. Tenía saliva reseca en la comisura de los labios.
¾¿Estás
interesado en conocer las condiciones?
Pedrarias mesó sus cabellos. Su cuerpo
estaba hecho talco por la incomodidad del traslado desde Caracas. Tenía dos
días que no se bañaba y el calor le era insoportable. Había un ventiladorcito
giratorio en la habitación, pero era más el ruido que hacía que el alivio que
proporcionaba. Estaba deprimido. Su mirada brumosa se fijó en el pingüino.
¾Te
las explicaré de todas maneras. La familia Alvarenga desea que firmes un
documento donde, entre otras cosas, te comprometes a no volver a ver a María
Enriqueta; a no ejercer ninguna reclamación de paternidad en caso de que esta,
ejem, efímera unión marital arroje frutos (…aquí entre nos, yo creo que eso es
innecesario porque, qué carrizo, si salió preñada el problema es de ella,
¿verdad?, por eso es que yo pienso que tú no te vas a echar esa vaina). También
te obligas a no fijar residencia en Santa Narda de Miguaque por un período de quince
años so pena de que se reactiven las acusaciones en tu contra. Hay otro par de
clausulillas más concernientes a tu familia (¡ah putas bien feas las que
trabajan con tu papá!). Firma y sales, hijo. ¿Cómo la ves?
Ramírez Pérez sabía que tenía a su presa
cogida por la yugular. No tenía escapatoria alguna. ¿Para qué resistirse,
entonces? Lo mejor era transarse. No valía la pena hundirse en la sordidez y
podredumbre humanas de la penitenciaría por causa de unos polvos, por más bien
echados que hubieran estado.
El negocio era redondo. Efraín y María
Esperanza Alvarenga contaban con que él, el flamante litigante, Donato Ignacio
Ramírez Pérez, arropara todo este embrollo con un manto de tierrita
encubridora. El portugués Viera pretendía que sus lucrativos negocios no fueran
afectados por las metidas de pata de su vástago mayor. Efraín se orinaba por la
presidencia del concejo municipal. María Esperanza temblaba de la rabia cada
vez que recordaba que su casta hija le abrió las piernas al primer bicho de uña
que se le atravesó por delante. Viera deseaba que no le clausuraran sus bares
de ficheras y, muchísimo menos, ser expulsado del país.
“No hay pérdida posible”, pensó Ramírez
Pérez, “aquí cobro por todos lados. Y todavía me queda pendiente el caso de
José Gregorio Livorini. Mira que me cansé de decirle a ese mente de pollo que
se quedara enconchado en la montaña de Tamanaco. Pero qué va: ¡y es que pelo de
cuca jala más que winche! Menos mal que ya tengo palabreado al juez para que lo
suelte la semana próxima. Qué haría uno sin las argucias. En fin, finiquito el
asunto con este zagaletón y me empujo para Miguaque a engrasarle la mano a todo
el que haga falta para sacar a José Gregorio”.
¾Entonces,
hijo, ¿qué respondes?
(...)
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