AMBOS
Elena abandonó de un tirón el soliviantado
tálamo, dejando a José Gregorio Livorini con la catastrófica frustración del
acto no consumado.
—
¿Qué te sucede ahora? — la voz del felino
denotaba la borrasca desencantada por la carnalidad insatisfecha.
Elena no respondió y procedió, pausadamente
y sin vacilación, a vestirse. Livorini la contemplaba, regodeándose con la
intensa femineidad con que ella se colocaba sus prendas. De cada uno de sus
movimientos emanaba una premeditación convexa, logrando producirle una zozobra
lindante con deseo zafio y con
admiración apocalíptica.
Era la manera cómo se ponía la falda, con un
cimbreo de esas caderas que exudaban urticarias lujuriosas. Era la manera cómo
se abotonaba la blusa, con esos dedos delgados y rectilíneos, con esas manos
que plisaban la tela sobre sus erectos senos. Era la manera cómo arreglaba su
cabello, negro, espeso, ondulante y oloroso a noches equívocas, como crin de
yegua amotinada.
Cuando Livorini se persuadió que Elena
estaba dispuesta a marcharse y a dejarlo echado como las reses cuando paren,
brincó cubriéndose con la sábana testigo de sus desboques contenidos. Elena fue
más ágil y logró abandonar la habitación antes de que pudiera asirla.
Utilizando la sábana como manto hebreo, Livorini siguió en pos de ella.
—Pero, ¿qué es lo que te pasa? — exclamó con
sorda indignación cuando, por fin, pudo agarrarla por el brazo, sin detenerse a
encubrir su rebajada facha ante la mirada atónita de dos de sus áulicos que
conversaban en el recibo donde finalizaba el patio central del caserón.
—Suéltame, por favor— siseó Elena, lanzando
fuego ponzoñoso por sus pupilas, acto con el que siempre lograba domeñar, en
parte, los arrestos agobiantes de su amante—. Te he dicho más de mil veces que
no me gusta— continuó, al sentir cómo aflojaban las garras húmedas de la fiera—
que me maltrates, ni que me mallugues, ni que me golpees cuando estemos
haciendo... eso. Te lo advierto, es la última vez que tolero estas
manifestaciones enfermizas tuyas. Ahora suéltame de una vez porque me quiero
ir. Ya he tenido suficiente de ti por hoy.
—Te pareces a María Félix cuando te pones
así, mi negra— balbució José Gregorio Livorini, colocando su mano sobre la
cabellera de ella e intentando aproximarla hacia él.
Los dos espalderos no sabían si observar
abiertamente la escena que se les ofrecía bajo la pálida luz de los amarillentos
bombillos y la luna llena, o si voltear púdicamente hacia un lado y hacerse los
desentendidos.
—Compadre, esta como que es la única tercia
que ha puesto al jefe a largar la babita. ¿No le parece? — dijo uno, entre
dientes y fingiendo no ponerle caso al episodio.
—Yo siendo usted, compay, me haría el
pendejo— advirtió prudentemente el otro.
Elena se zafó bruscamente del cerco de
Livorini y marchó hacia la puerta. Ahíto de cólera por el desaire, el felino
nuevamente la atrapó con firmeza.
—Negra, no me desprecies así, mira que soy capaz
de...
—
¿De qué? — lo enfrentó ella, sin mostrar
rasgo alguno de pavor, cosa de la cual ella sola era capaz ante su presencia de
bestia desfachatada. Esta impavidez lo desarmaba en forma total: era la
mangosta que siempre derrota a la cobra. De un manotón, Elena se libró de su
acecho y, sin darle tiempo a nada, le espetó—: ¡Deja de ver tantas películas
mexicanas!
Livorini sintió deseos de golpearla. Mas, su
voluntad flaqueaba ante la belleza fosforescente de esa mujer que era una danta
y una flecha con curare y una lanza en ristre y una señal desnuda en las
cenizas de su hombría. Lo que muchos adversarios en lances abismales no se atrevieron,
ni por asomo, a subestimar, ella lo resquebrajaba, lo trituraba, lo
desintegraba.
La vio trasponer la puerta, con su caminar
de lino y de espinas de rosal.
—Síganla y vigilen que no le pase nada—
ordenó a los dos espalderos—, pero sin que ella se dé cuenta.
Los dos interpelados interrumpieron sendos
bostezos internalizados y partieron raudos tras la barragana de su amo.
Elena se dirigió, sin titubeos y sin mirar
atrás, hacia su casa. Su ánimo denotaba una confusión vítrea. La atracción
zoológica que había venido experimentando hacia el machismo aspaventoso de José
Gregorio Livorini estaba evolucionando certeramente sin que ella supiera el
derrotero.
Era un maremágnum de sentimientos
encontrados. Por un lado, existía un ansia de su parte por conseguir una sombra
protectora, un baquiano de carácter que guiara su vida hacia derroteros de
autosuperación. Pero ese paradigma debería ser, a la vez, un prodigio capaz de
satisfacerla como hembra porque, y en esto era sincera consigo misma,
comprendía que en su naturaleza cerril confluían todas las corrientes ígneas de
esa tierra y de ese ambiente de pasiones soterradas. Ella era una suerte de
cénit sensual y, por más que tratase de evadir tal circunstancia, siempre se
encontraba como punto de referencia y confrontación para las demás mujeres de
Miguaque, y como trofeo de caza para todos los machos que no podían dejar de
atisbarla como a la droga que conforta.
Pero, por otro lado, deseaba ser amada y comprendida.
Cuánto hubiera dado por desahogar sus cuitas con algún espíritu de igual
resonancia y obtener alivio a sus angustias. Pero todo lo que la rodeaba no era
sino una caterva de reflejos de
plástico, meros zombis que deambulaban por su vida, sin aportar nada a ese
vacío inicuo que cada día la asfixiaba y la oprimía más.
Su relación con Livorini había empezado como
otra reacción de rebeldía ante el cerco invisible que cercenaba sus pasos
silvestres de potranca cimarrona. Desde el primer día que la vio, la bestia no
ocultó su deseo. Ella percibió, al mismo tiempo, cómo los demás rivales se
cohibían ante la pretensión avasalladora del demonio suelto. Como ya era
hábito, ella jugó con él, enardeciéndolo, provocándolo, incitándolo abiertamente
sin garantía cierta de posesión. Y donde los demás reculaban por miedo intestinal
a la muerte, Elena obtenía la mies del encanto, de la doma, de la adoración.
Cuando al fin se entregó a él, fue un
noviciado ambivalente. El gozo físico franqueó una satisfacción medianamente
gratificante. En realidad fue ella quien, muy sutilmente, dominó el acto carnal
con habilidades de cortesana parisina, con artes de favorita del serrallo, con
prodigios simulados de Herodías sabanera. Pero el horripilante vacío siguió
perturbándola. Livorini carecía de cualquier sagacidad que halagara, potenciándola,
su alma de mujer, su espíritu ávido de sensibilidad por un verdadero hombre.
Su familia se había acostumbrado a los
devaneos con que atraía a los moscardones miguaqueños. En cierto momento, hasta
habían tomado a guasa los defectos evidentes de los viejos verdes que la
acosaban. Pero con Livorini era distinto. Un silencio lacerante la recibía cada
vez que visitaba a la vieja dulcera. La antigua locuacidad se había desvanecido
en una serie de omisiones sólidas y de mutismos arqueológicos. Cándido procuraba
ser amable, pero la suavidad algodonosa de sus maneras y su cortesía lampiña
cada día le resultaban más difíciles de soportar.
Pedro Ramón se hundía inexorablemente en el
tremedal de la degeneración y la inconsciencia. Era culpa de ella, su estigma
y, no obstante, Elena no sentía remordimiento ni por asomo. No representaba
sino el duro precio que debía pagar por la subsistencia en un entorno donde,
aunque no lo pareciera, prevalecía la supervivencia del más apto en los
términos darwinianos más transparentes. Si la debilidad de Pedro Ramón no le
permitía erguirse, entonces lo lógico era que pereciese. De todas maneras, ya
su patrimonio estaba prácticamente evaporado y su utilidad, como proveedor de
emolumentos, desaparecía a pasos agigantados por causa de su inveterado
alcoholismo. Elena ni siquiera se paseaba por la posibilidad del divorcio.
“¿Para qué amargarse la vida?”, pensaba, “si con aguardar un tiempo más todo
este rollo se soluciona solo”. Además, la pletórica bolsa de Livorini
compensaba las deficiencias suplidoras de Pedro Ramón Sojo.
De Pedro Esteban no llegaba a pensar en términos
conscientes. Habían arribado entre ambos a la ignorancia mutua, acrecentada por
la muralla de silencioso reproche que se había erigido entre sus presencias
incorpóreas. Cualquier rasgo de amor filial, germinado durante el proceso
maternal, desapareció de cuajo al Elena darse cuenta que el centro de su
existencia era ella misma y que no había lugar para nadie más, por muy brotado
de sus entrañas que fuera. La vieja dulcera había cuidado de Pedro Esteban
durante sus primeros años, con eficiencia de vaca matrona resguardando a sus
becerros. Pero la penosa carga de las constantes enfermedades del pequeño,
causantes de su esmirriada y jipata contextura, determinó el que, al cabo de
diez años, la vieja se fatigara y comenzara a prestar más atención a sus propios
achaques, dejando al niño completamente a la deriva. Pedro Esteban subsanó el
abandono entregándose a los libros, registrando minuciosamente la biblioteca de
Pedro Ramón y devorando con fruición las fulgurantes novelas de Julio Verne y
Emilio Salgari, la lid civilización-barbarie de Rómulo Gallegos, las
ditirámbicas epopeyas de la guerra de independencia, los enjundiosos atlas de
geografía universal y las historias detectivescas de Ellery Queen. Elena sólo
asumía la existencia del retoño en las ocasiones en que el padre Carrasco la
llamaba para hacerle entrega de los diplomas que Pedro Esteban obtenía por su
ejemplar conducta y aplicación.
Elena pensaba de pasada en todo esto,
evocando a todos esos seres que poblaban su existencia como fantasmas de
almidón, como espectros de un mundo traído por los pelos. Todavía, conjeturaba,
no había empezado, ni por asomo, a vivir para ella misma, aun cuando jamás
hubiese tomado en cuenta a los demás a no ser para satisfacer sus propias
necesidades, su propia coquetería, su propio apetito.
Llegó a su casa. La luz anémica de los
faroles públicos se combinaba escuetamente con el nácar ensuciado de la luna
llena, formando un ambiente de fotografía granulosa y subexpuesta. Los dos
espalderos de Livorini se detuvieron en la esquina, contentos de que la labor
encomendada estaba próxima a su fin. Observaron a Elena entreabrir el pesado
portón de roble. Una luz de amarillo enfermo torció las penumbras.
De repente, vieron descender de un Charger,
aparcado en el sitio usual del Cadillac de Livorini, a una figura de delgadez
egipcia con intenciones de abordar a la enamorada de su patrón.
—Elena— se escuchó decir al hombre en un
susurro contenido.
Uno de los sicarios hizo ademán de sacar el
revólver que portaba y adelantarse para interceptar al desconocido.
—Espera— lo contuvo su compañero.
Elena tuvo deseos de acelerar su entrada a
la casa. No era que tuviese miedo, pues en Miguaque los atracos eran
prácticamente inexistentes. Sin embargo, sabía que José Gregorio Livorini
mantenía un constante espionaje sobre su casa cuando ella se encontraba ahí y
prefería evitar cualquier incidente, por baladí que fuera, para evitar
desproporcionadas y aun violentas reacciones por parte del felino. Mas, esa voz
que se oyó en el estridente silencio de
la canícula tocó una extraña fibra en su vientre, inmovilizándola durante un
segundo.
—Elena, por favor— musitó el desconocido con
una especie de timidez tambaleante, a la par que se acercaba con pasos remotos,
como queriendo evadir el tedio de las estrellas.
El espaldero seguía con la mano engarfiada
en la cacha del revólver.
— ¿Quién
es ese carajo, compañero? — preguntó.
—Esperemos a ver, compay. Nosotros no somos
quiénes para meternos en ese berenjenal. Lo nuestro es estar ojo’e pipa para
después informarle al jefe.
El paso vacilante del desconocido pretendía
disimular una enigmática cojera. Elena lo atisbó con ojos de colegiala
sepultada en aluviones de sangre, de placentas y de retratos descoloridos.
—Nectario— se escuchó a sí misma decir, con
una voz que pertenecía al pasado y que le trajo reminiscencias fugaces de
paseos en convertible atravesando la luz azucarada del estero, de metáforas
tropicales en la aguda voz de Beny Moré y de palabras de amor al desgaire en
momentos secuestrados a la brisa exquisita del recuerdo.
—Elena— repitió él, ahora casi con énfasis
de caballero andante, acercándose con su renquera y su soledad trashumantes.
Se miraron el uno al otro como reflejados en
ecos ocultos.
Ella se adelantó de un paso. Nectario, o
Benavides, permaneció expectante, con manos inquietas y ojos fijos en la
cercanía acanelada de la hembra vislumbrada a través de la luz leucémica.
Elena reconoció en las borrosas sombras de
la esquina a los espalderos de Livorini. Su instinto de danta en la manigua
resurgió, de golpe, dejando de lado la sorpresa por su tropezón con el pasado.
—
¿Ese es tu carro? — preguntó, sofocando la
emoción.
Nectario, o Benavides, lo confirmó con un
gesto.
—Vamonós de aquí— conminó ella, obligándolo
con su actitud a seguirla.
Los dos espalderos notaron, sin tener tiempo
a reacción alguna, la partida del Charger en veloz arrancada.
—Ah vaina, al jefe no le va a gustar esta
lavativa— aseveró uno.
—Vamos a sortearnos quién de los dos le va a
echar el cuento completo— propuso el otro.
José Gregorio Livorini sólo mostró una mueca
de gallito aguijoneado cuando escuchó el episodio. Sus dos subalternos creyeron
que, por una vez en la vida, se iba a tomar el asunto un tanto a la ligera.
Súbitamente, un salvaje puntapié reventó en
varios pedazos un taburete cercano. La furia de la bestia se desencadenaba. Sin
mediar palabras, Livorini se vistió en un santiamén y salió como una tromba.
Los dos sigüises escucharon la ronca exhalación del Cadillac en su arrancada.
—Preferiría enfrentarme a Mandinga antes que
tener un encontronazo con el jefe esta noche— dijo uno.
—No hombre, compita, eso es así mientras la
encuentra. Cuando la consiga ella sabrá cómo aquietarlo y dejarlo mansiiiito—
argumentó el otro.
Elena y Nectario no supieron qué decirse
mientras el Charger desandaba distancias. La luz de los faros se mezclaba con
el rumor de la luna llena desgarrando los velos de la tenue y calurosa
oscuridad. Elena señaló un camino lateral. La noche se llenó de polvo y de
arias entonadas por las chicharras. Llegaron a la orilla de una quebrada herida
por un fajín largo y delgado de refracciones lunares. La brisa jugaba con la
cabellera de ella.
—Aquí podemos estar tranquilos. Esto
pertenece a una finca de mi... marido— explicó Elena, con cierta vacilación, al
descender del vehículo.
Nectario, o Benavides, fumaba con fatigado
nerviosismo. Luchaba para encontrar las exactas palabras.
—Te preguntarás por qué, después de tantos
años.
Su voz era un murmullo perdido en un
laberinto azul marino. Caminó hacia Elena, evidenciando el agarrotamiento de su
pierna. Nectario, o Benavides, percibió su mirada aprensiva, mezcla de lástima
y dolor.
—Es un recuerdo de aquella época. También es
una de las razones que retardó mi regreso.
Breve pausa.
—Hay muchas cosas que debo explicarte.
Elena remontaba un torbellino confuso.
Muchas cosas la atraían a ese hombre. Simultáneamente, había tantos días,
tantos meses y tantos de años de ausencia plomiza que se interponían entre
ellos como un muro construido sobre cimientos de calendarios despedazados. Su
respiración excitada finalizaba en polaridades de alegría y tristeza, de calmas
y borrascas, de enojado amor y cuajada exasperación.
—Este... este accidente — exhaló,
dubitativamente, Nectario, o Benavides— ha sido la causa de que no me haya
presentado antes. Aquel balazo que recibí la tarde cuando me capturaron no fue
apropiadamente curado mientras estuve preso. En ciertos momentos tuve pavor de
que me cortaran la pierna. Total, ya para qué, si igual me quedé lisiado. Ya
nada es como antes.
Elena intentó hablar. Él no la dejó.
—No, no digas nada... aun. Déjame terminar
de contarte. Es una deuda que tengo contigo y conmigo mismo. Cuando me llevaron
de aquí, Elena, te juro que añoré fervientemente la muerte. Comprendí que
estuvo mal el haberte engañado al no revelarte mi secreto: quién era, qué hacía
aquí y todo lo demás. Al enamorarme de ti estuve a punto de contártelo todo,
pero me abstuve al percatarme de que podía ponerte en peligro. Hoy agradezco el
no haberlo hecho. No deseo aburrirte con el rosario de bestialidades de que fui
objeto y de las que he sido testigo.
Nectario, o Benavides, encendió otro
cigarrillo.
—Llegó un momento en que me sentí profundamente
pesimista por todo el género humano al notar cuánta vileza, cuánta villanía,
cuánta vesania puede existir en algunos seres que, a simple vista, no difieren
en lo más mínimo de ti, de mí o de cualquier persona. Pero, más que eso, sentí
miedo por mí mismo y por mi cobardía física.
Nectario, o Benavides, hablaba sin levantar
la vista.
—Hubo momentos afiebrados en que caí presa
de alucinaciones perversas que, puedo asegurártelo, eran tan vívidas, tan
reales, tan plausibles, que existen lagunas en mi mente en que la diferencia
entre lo ilusorio y lo verdadero está signada por una pátina de ensueño. En una
pesadilla recurrente, sueño que me acobardo de la manera más abyecta y que
confieso todo, aun antes de que los esbirros me pongan la mano encima. Y lo que
es peor, Elena, no sé, no tengo la más mínima certeza si eso ha sido un sueño o
si ha sido la realidad. Es una angustia cauterizante que me carcome porque
muchas de las personas que denuncié en esa maldita pesadilla, en esa maldita
alucinación, fueron capturadas. Y varios entre ellos fueron ajusticiados por
esos desalmados, por esos sádicos como Polanquito, aquel enano repugnante que
intentó ponerte las manos encima, Elena, aquel macaco repulsivo y libidinoso
que pretendió abusar de ti y que ojalá, hoy en día, esté pudriéndose en el
infierno. Quisiera borrar esta incertidumbre de una vez por todas pero le tengo
miedo a la verdad, le tengo miedo a la oscuridad implacable, le tengo miedo a
la muerte.
Nectario, o Benavides, contemplaba la
opalescente claridad del astro que colgaba de la tapa del firmamento. Vio la
silueta del perfil de Elena contra el fondo acuático de la noche calurosa.
—Y, sin embargo, nunca pude dejar de pensar
en ti. En todo momento me aferraba a tu recuerdo para escapar de las visiones
malignas. Pero, a la vez, temía volverte a ver porque la certeza de que nada
continuaría siendo como antes se apoderaba de mi espíritu y me hacía
desfallecer. Llegué a pensar en el suicidio, Elena, porque tuve el
convencimiento de que vivía recluso en un purgatorio de espejismos. Pasé días
enteros sin comer, sin dormir, toda mi atención enclavada en el dolor físico
que me corroía. Renegué de ti, una y mil veces. ¿Para qué abrigar tantas
esperanzas? No era más que una piltrafa, un minusválido, un tullido. ¿Qué podría
una preciosa flor como tú ver en mí? Estaba predestinado a la conmiseración.
Por lo tanto, la salida preferible era quitarme la vida. Ah, pero soy, además,
un maldito cobarde. ¡Soy un cobarde! ¿Me oíste? Aparte de ser un abyecto, un
reptil, un sapo, un delator, soy también un cobarde, ¡un maldito cobarde!
—Nectario, por favor— trató Elena de
interceder.
—
¡Y también soy un farsante! ¡Ni siquiera me
conoces por mi verdadero nombre! Tú que eres el único ser con el que he sentido
verdadera afinidad. Más que afinidad: amor.
Elena sintió una culpabilidad farragosa.
—Porque te amaba, Elena, y todavía te sigo
queriendo, aunque no puedo saber si estoy enamorado de un recuerdo borroso de
hace quince años. No sé si has cambiado, si eres otra, si has encontrado felicidad
con otro hombre. Y heme aquí, apareciendo cual príncipe de cuentos infantiles,
reclamando un derecho que no supe hacer valedero por causa de mi desidia y mi
cobardía. Te traicioné una vez al desear la muerte como alivio para mis propias
contradicciones. Te seguí traicionando cuando recobré la libertad por no haber
venido junto a ti a compartir los momentos buenos y los malos. Sólo pensaba en
mis impedimentos, en mis limitaciones, en mis complejos. Pretendí conservarte
como un recuerdo aterciopelado pero sin atreverme a conjurar tu imagen
impíamente claveteada en mi corazón. Nada me satisfacía, nada me distraía, nada
me alegraba.
Hálito de brisa en la hojarasca.
—No podía continuar viviendo en esta
permanente zozobra, con tu recuerdo viniendo a mi mente a cada hora del día y
de la noche para reprocharme por las traiciones que cometí. Hace pocos días me
topé con un miguaqueño, de los de aquella época, de los que me llaman Nectario,
como tú. Al principio, mi intención fue esquivarlo. No deseaba exorcizar fantasmas
del pretérito porque podían revivir cicatrices despiadadas. Pero la insistencia
de esa persona fue tal que no tuve más voluntad de hacerme el desentendido.
Conversamos amablemente de los tiempos idos. Le pregunté por toda la gente que
había conocido y procuré mantener la tertulia en los términos anodinos usuales.
Sin embargo, sabía que, a la larga, mi boca pronunciaría tu nombre, como en
efecto lo hice. Traté, de la mejor manera posible, de no delatar mi emotividad.
Esa persona, Elena, me contó un sinfín de cosas. No quise creer un ápice de lo
que me refirió. Pero la duda carcomía mi mente. ¿Cómo era posible que el ansia
de mis desvelos hubiese caído, también, en la degradación? ¿Es verdad todo eso,
Elena? ¿Hemos transitado por caminos paralelos? Me resisto a creerlo. Pero si
es así, si todo ello es cierto y no se trata únicamente de habladurías de
pueblo chiquito, entonces quiero saberlo de tus propios labios. Quiero oírlo de
tu propia boca.
Elena intuyó que, por segunda vez en su
vida, estaba a punto de perder el dominio en su relación con un hombre. Con el
mismo hombre. Un vibrante nerviosismo la vestía con ropajes ripiados de
desasosiego y turbación.
—Nectario, yo... yo quisiera también
explicarte todo.
Nectario, o Benavides, se le aproximó, la
patética cojera comprimiéndole el alma.
—No soy quién para juzgarte, ni quiero que
pienses que he venido para enmendarte o rescatarte de las garras del pecado o
redimir tus culpas. Si existe esa redención de que tanto nos hablan, yo, más
que tú, soy candidato a afrontarla. Pero no quería sumergirme en ese mar de
perdones y penitencias sin antes haber obtenido el consuelo de tu compañía.
Elena, hoy me siento mejor que en mucho tiempo. He descargado un peso enorme
que me aplastaba. Sé que no soy un portento de fortaleza o un dechado de
virtudes. Sólo pido la gracia de tu caridad.
Elena puso una mano en su mejilla por vez
primera en quince años.
—
¿No piensas quedarte? — le preguntó, con una
candidez de hacía tres lustros.
José Gregorio Livorini estacionó pesadamente
el Cadillac delante del viejo caserón de la mal alumbrada calle Federación. La
noche sonaba en el lejano escobilleo del diálogo entristecido entre una
guitarra y un piano que labraban lánguidamente un vals peruano. El portazo
coincidió con la porfía electromecánica de Julio Jaramillo repitiendo
monótonamente “un corazón triste... un corazón triste... un corazón triste”,
hasta que un sonido chirriante le concedió la misericordia de evadir el surco
rayado. Varios perros asomaron sus hocicos vociferantes desde las casas
vecinas. Una furia contumaz, en mazacote con un ansia cernida en fucsia, barría
cualquier esbozo de pensamiento racional en la mente de José Gregorio Livorini.
Instintivamente hurgó en sus bolsillos y dio
con la copia de la llave que había logrado proporcionarse de la casa de los
Sojo. Con un solo movimiento, como en un plano secuencia, penetró al interior.
La oscuridad sólo era interrumpida por la magra tunda lumínica de un bombillo
de sesenta vatios sitiada por una mafia de insectos en desusada danza. El taconeo
de sus puntiagudas botas flageló el meduloso silencio como puñales apócrifos.
Abrió la puerta de la habitación de Elena.
Con agobio urticante revisó las gavetas de su cómoda. Vio sus prendas íntimas y
sintió un garrote vil en tiempos transitivos. Vació los cajones y sacó con saña
rizada los vestidos del escaparate. Arrojó las prendas mientras su boca paría
espumas anárquicas. Todas las pertenencias terrenales de Elena fueron a parar
al suelo.
Livorini respiraba escurridizamente. Sintió
necesidad de aire fresco. Salió al patio y se apoyó en una columna redonda. Vio
la pequeña fuente del centro y se dirigió hacia ella. Se mojó la frente, las
sienes, se restregó los ojos y las gotas de agua fueron como sucedáneo para
unas lágrimas invisibles que tenía prisioneras en su pecho. El incesante
hormigueo en sus pies le impedía quedarse estático en un sitio. Fue a las otras
habitaciones, encendiendo a su paso todos los bombillos, y procedió a victimizarlas
con idéntica rabia. Recordaba a ráfagas su improductiva búsqueda. Se vio a sí
mismo, como en una película tridimensional, llegar al Hotel “Santa Narda” y
entrar en estampida al Salón Azul en pos de ella. El aire acondicionado,
revuelto con el pesado humo y la cháchara de los comensales, lo abofeteó con
una coz almibarada. A través del velo de su exaltada soberbia miró al padre
Carrasco, al coronel Ferrer y al “Cabezón” Alvarenga, el gorrón más conspicuo
de Miguaque, invitarlo a compartir una animada libación de amarilloso escocés.
Oyó llamar su nombre por aquí y por allá, pero había un magnetismo neurótico
que lo impulsaba a pasar de largo en su persecución electrizada. Tropezó con
una mesa y, temeroso de perder un precioso segundo, la desvió de una sonora
patada. Se asomó a la cervecería del hotel y atisbó entre las parejas que
bailaban al compás de las voces alegronas de Cheo García y Memo Morales. La
gente se apartaba amoscada evadiendo su paso insolente. Los mesoneros, con
ficticias obsequiosidades, intentaban conducirlo a una mesa desocupada o a su
lugar favorito en la barra y él, de un empellón, los apartaba. Se marchó,
dejando tras de sí una impresión de rebaño aliviado ante el alejamiento
temporal de las pezuñas obscenas del depredador.
El asfalto lamió los hilos rechinantes del
desfogado Cadillac. Llegó a la sede de la Asociación de Ganaderos. Los retratos
empañados de Anacleto Livorini y de su padre, Juan Bautista, colgando en la
galería de los fundadores, recogieron el aire intimidador que dejó a su paso.
Vio a Efraín Alvarenga, a Alfredo Enrile Salom y a Lino Fragachán saludarlo
desde la oficina de la presidencia. No
había nadie más, se percató. Exclamó un sonoro juramento a todo pulmón que se
oyó en todos los rincones del amplio local.
—Esa mujer va a ser su perdición— comentó
flemáticamente Efraín Alvarenga, escuchando alejarse el candente taconeo.
—Carajo, pero qué buena está— puntualizó
Lino Fragachán, chupándose sonoramente los caninos.
—Ya lo veo por el mismo despeñadero por
donde rodó Pedro Ramón— pronosticó Alfredo Enrile Salom, acomodándose la
faltriquera.
—Yo a quien veo es a ustedes dos poniéndose
en ese pocotón de hectáreas. ¡Cómo les gusta velar güires, nojose! — auguró, a
su vez, Lino Fragachán rascándose el cogote.
—No hables boberías, Lino, que tú también
estás ahí como gavilán en alambre, esperando a que los mangos se pongan bajitos
para estirar las manos y embuchártelos— recriminó Alfredo Enrile Salom,
acariciando una leontina dorada.
—Con la gran salvedad de que, además de las
tierras, le quieres echar el guante a la moza otra vez, Lino Fragachán, porque
desde que regresó José Gregorio Livorini más nunca tuviste chance de salir con
ella “a dar unas vuelticas”, como acostumbrabas decir— clarificó Efraín
Alvarenga, atisbando a la fiera aludida fatigando el motor del Cadillac a trompicones.
—Feliz yo, que no tengo mujer que me domine—
replicó Lino Fragachán, jurungándose las fosas nasales.
—
¡Gallo picador! — Alfredo Enrile Salom animó
la cosa.
—Si lo dices por mí— arguyó defensivamente
Efraín Alvarenga ante la clara alusión a la absorbente María Esperanza—, estoy
orgulloso de ser monovaginal. No ando por ahí metiéndome en camisa de once
varas.
—Bueno, chico, no te lo tomes tan a pecho—
intervino otra vez Alfredo Enrile Salom, acariciando un rejo—, porque, si a ver
vamos y que me perdone mi difunta mujer, a cualquiera se le mete la candela en
el cuerpo nada más que de ver a Elena. Y por eso es que más o menos comprendo
lo que le pasa a José Gregorio.
—A mí no me interesan sus tierras— advirtió
Lino Fragachán, con cierto dejo de insinceridad, mientras se sacaba la cera de
los oídos con un fósforo—, pero al menor síntoma de agüevonamiento le caigo a
la tercia otra vez.
—Genio y figura hasta la sepultura. Pero de
verdad que tú te la pasabas saliendo con ella, Lino, y, por lo que se te ve,
ganas de volver a las andadas como que no te faltan— afirmó el papá de María
Enriqueta, sin dejar de recordar el estiramiento
cargado de enojo que experimentaba María Esperanza cada vez que alguien,
siquiera por asomo, mencionaba el caso de Elena en su casa.
—Ay, hermanito, si te contara— se vanaglorió
Lino Fragachán a la par que escupía una concha de caraota que se le había
quedado varada en las encías— ¡Qué teticas más paraditas y duras, siempre
apuntando al cielo, nojile! ¡Qué culo tan redondito! ¡Ay, coño, se me está
parando el machete nada más que de acordarme!
Alfredo Enrile Salom se relamió de
impaciencia.
— ¿De
verdad te la dio, Lino?
Alvarenga y Enrile aguzaron la atención. Fragachán
se tomó un par de segundos, que parecieron lustros, para disfrutar de la ávida
atención de sus colegas.
—Sí— mintió infantilmente Lino Fragachán,
sin poder reprimir un eructo que lo puso a recordar el pernil de cochino frito
con caraotas negras que se había zampado a media tarde y que ahora lo compungía
a desear el consuelo de dos tabletas de Festal.
Las calles de Santa Narda de Miguaque jipeaban
sollozos de falsa sangre bajo la silueta cromada del Cadillac. José Gregorio
Livorini atravesó su presencia de res tasajeada en la discothèque “La Tinaja”, en los restaurantes “Da Bettino” y “El Escorial”,
en el Club Libanés y en el casino de los militares. En todos los lugares le
salían las mismas caras fantasmales, verdosas y ebrias de pícaras soledades,
invitándolo a compartir un trago, mirándolo con recelo y miedo de azogadas
blasfemias. Bocas pintarrajeadas, ojeras pleistocénicas, máscaras raídas por
palideces remotas, voces en huecos cariados y respiraciones aritméticas se entrecruzaban
con el chirrido de los altavoces, haciendo que los cuerpos desnudos debajo de
las telas se cimbraran indulgentemente. Una trompeta colérica le comunicó
mudamente que los músculos, los huesos y el pelo de Elena danzaban con frenesí,
simulando un coito bajo telarañas de campanario, en un rincón de aquella luz
verde que revoloteaba como un aguaitacamino con plumas de metal. La tomó por un
brazo y la haló por la fuerza. El colorado consorte que la acompañaba,
evidentemente un forastero, se violentó. Ya iba Livorini a descerrajarle cuatro
tiros con el calibre cuarenta y cinco cuando se dio cuenta que la muchacha se
parecía mucho a Elena.
—La vas a contar de vainita, catire— le rugió
al paralizado y gagueante compañero de la chica, al tiempo que se embusacaba
nuevamente el Colt.
Siguió vaciando gavetas, tumbando cuadros y
fotografías enmarcadas. Las pocas pertenencias de Pedro Ramón y Pedro Esteban
encontraron temporal reposo en el piso de cemento pulido.
Entró a la cocina. Las cacerolas y los
platos comenzaron a caer estrepitosamente. El estruendo asesinó con
premeditación, alevosía y ventaja al lloriqueante vals peruano de la lejanía.
Volvió a recordar su peregrinación desesperanzada
por todos los dancings, botiquines de
mala muerte, prostíbulos y galleras, buscándola como un ánima en pena, con una
desesperación autista y delirante. La pensaba acompañada por el otro y la furia
devenía en borrachera pirotécnica. Le daban ganas de esconderse encima de un
sueño senil y taparse los oídos para no escuchar el ruido acre de su adicción
por ella. Sacó el revólver y vació su contenido contra las vitrinas, el
refrigerador y la vajilla. Todo volaba, cual tautacos alucinados.
“Tenapa”, pensó. “Está en Tenapa con el
desgraciado del Charger”.
Jadeó como un toro maneado. Se pasó el envés
de la mano por la boca, aun teniéndola reseca y le repugnó el olor a pólvora
mezclado con dulce de hicacos y carato de maíz fermentado. Sintió un escozor en
el cogote.
Pedro Ramón lo observaba con una expresión
de venado empolvado desde el umbral del comedor. Una sombra dentada que lo
arropaba lo hacía ver como un espanto televisivo. José Gregorio Livorini,
habituado a considerarlo como una no persona, como a un no bicho, lo miró como
se mira a una sabandija estorbosa. Con su paso de tigre en los raudales, lo
apartó de un zarpazo haciéndolo trastabillar y caer. Pedro Ramón quedó como
prosternado, sosteniéndose de un quicio de ladrillos. Un brillo de acantilado
pétreo imantó sus ojos. Cogió un filoso cuchillo de picar huesos y lo contempló
breve y premeditadamente. Buscó la espalda, la nuca, la tráquea, la yugular, la
carótida de Livorini. El mitigado taconeo le advirtió que éste se marchaba con
tranco estirado y veloz.
“La Miguaqueña” se había detenido y Pedro
Esteban venía justo de apearse cuando la fiera surgió del amarillento corredor.
José Gregorio Livorini casi ni vio al hijo
de su querida ni al gentío que se arremolinaba asustado por los plomazos. Pero
sus ojos de depredador afiebrado dieron con el semblante de prominencias agudas
de Pedrarias y su memoria trajo a colación una reciente afrenta. Nuevamente la
retentiva del rapiño grabó la faz del enemigo. Mas la urgencia de la hembra
escurridiza lo obligó, intuitivamente, a postergar el lance. Pedrarias,
inmutable, le devolvió la mirada.
La mano de Elena seguía, cálida y gentil,
sobre la mejilla de Nectario, o Benavides. Lo veía con ojos profundos y encendidos
de ingenuidad, los mismos ojos de hacía quince años. Escuchó el Caroní de palabras
que se abría paso hasta la savia de su alma y la música de aquella voz que
empapelaba su espíritu con un discurso olvidado.
—Nectario, no tengo nada qué perdonarte.
Nectario, o Benavides, se apartó un tanto de
ella, como buscando fuerzas en el bramar hormigueante de la quebrada.
—Pero es que soy una piltrafa. He debido
venir a buscarte inmediatamente que salí de la cárcel. En vez de eso, traté de
alejarte de mis pensamientos. No sabes cuántas estupideces e idioteces he hecho
para olvidarte, sin resultado alguno, por supuesto. Me dejé picar, viejo hábito
al fin, por el tábano de la política y me he metido hasta el codillo en las
luchas fratricidas del partido.
Elena presentía invocaciones y molinos.
—
¿Sabes? — deslizó Nectario, o Benavides —,
estoy de fugitivo otra vez.
Encendió otro cigarrillo. Elena sintió un
vacío de alforja enmohecida en el vientre.
—No sé si te comprometeré en algo, pero esta
vez quisiera contarte algunas de mis cuitas para no tenerte así, tan en ascuas.
Por favor, no me mires de ese modo, como si fuera a morirme en unos minutos
porque se me desmigaja el corazón, Elena.
Se aproximó a él y tomó su mano, más que
todo para darse ánimo a sí misma.
—Los compañeros que no fuimos aventados al
exilio comenzamos a sufrir un lento, pero inexorable, proceso de radicalización
en nuestra visión de la dinámica política. Cosa que nunca fue bien vista por la
gente que estuvo afuera, disfrutando las más de las veces de pasantías
confortables al amparo de universidades yanquis y, ¿por qué no decirlo?, del
Departamento de Estado, mientras nosotros aquí nos embraguetábamos con los esbirros
de Pedro Estrada. Creo que si Ruiz Pineda no cae muerto le hubiera disputado de
tú a tú el liderazgo del partido a Rómulo Betancourt, a Leoni, a Carlos Andrés
Pérez (¡ese policía sangriento!), porque Leonardo estaba empezando a darse
cuenta de la necesidad de transformación profunda, radical y sin dobleces que
amerita este país. Después del derrocamiento de Pérez Jiménez, los enfrentamientos
con la vieja guardia no se hicieron esperar. Nuestros puntos de vista diferían
desde la médula misma de los conceptos. Ellos se conforman con el pragmatismo reformista,
sin ruborizarse por su alianza con la burguesía pro yanqui y las camarillas
gorilas militaristas. Nosotros abrevamos en las fuentes renovadoras del
marxismo-leninismo y de la revolución cubana. La ruptura era inevitable. Cuando
Gumersindo Rodríguez (¡ese energúmeno traidor!) escribió el editorial en
“Izquierda”, todos sentimos que el momento de empuñar las armas había llegado.
Por supuesto, a causa de mi pierna estropeada no han querido que yo suba a las
montañas, pero he estado colaborando con los cuadros de las guerrillas convocando
cuadros, consiguiendo suministros de todo tipo, distribuyendo información. Y,
como era de esperarse, la Digepol, nuestra nueva Seguridad Nacional, ya está
detrás de mis pasos, por lo cual tengo que vivir enconchado y cambiando de
identidad como quien muda de camisa. Pero te estoy aburriendo con mi monserga
política, ¿verdad?, y no estamos aquí para eso. Fíjate en todos los barullos en
que me he metido nada más que con la intención de olvidarte para fracasar
estruendosamente. Y, ¿sabes?, me alegro de haber fracasado y de seguir
fracasando porque, pensándolo bien, no quiero olvidarte nunca, nunca, nunca,
nunca. ¿Qué dices a eso?
Elena apoyó la cabeza sobre su hombro y
suspiró, sintiendo una rara paz.
—Yo tampoco he podido borrarte de mi mente.
Las luces de los escasos vehículos que
venían en sentido contrario fatigaban las córneas extendidas de José Gregorio
Livorini. Un iracundo cornetazo de una gandola amarilla lo conminó a rectificar
su desplazamiento, sin dejar de ver la taciturna orilla de la carretera.
De pronto, de un camino lateral, emergió un
auto deportivo. Era un Charger, sin duda alguna. Manoteó, con arrebato de
gavilán hipócrita, el volante, obligando al Cadillac a tornarse
vertiginosamente. Las ruedas chillaron con un clamor insípido. Oprimió el pie
contra el acelerador y, antes de que el otro vehículo tuviera tiempo de
reaccionar, le cortó el paso, evitando la colisión por un tris.
Descendió lívido, como un Dios vectorial,
apuntando el calibre cuarenta y cinco con una sola mano. Sus botas punzaron el
hirviente asfalto, embriagado de un deleite feroz.
Se aproximó, sin titubear. Los ocupantes del
Charger eran dos tórtolos asustados. Habían escogido la soledad del monte para
desahogar sus ansias carnales.
Desencantado, José Gregorio Livorini licuó
su rencor pateando inmisericordemente el guardafangos del auto deportivo. El
galancete ni se atrevió a proferir una queja, apercibido como estaba de la
identidad de su atacante.
—
¡Par de pajúos! — reverberó, en su catarsis
neurasténica.
Nectario, o Benavides, sintió que los
géneros de su alma revoloteaban como goteras de lluvia de azafrán.
—Hay
tantas cosas todavía... — dijo.
—Cállate— Elena interrumpió con sus dedos la
disquisición.
Permanecieron acurrucados silenciosamente observando
la luna llena asomarse en el cielo agrietado por un infinito de espejuelos
arcaicos.
En Tenapa todos dormían. Algún perro
realengo cruzaba por las calles cobijadas de polvo tenue del verano. La
argamasa cromada del Cadillac quebraba los vórtices del calor arcilloso.
Algunas caras ajadas osaban asomarse por los ventanales que vieron, en alguna
ocasión, el mortificado cuerpo de un héroe rumbo al borbotón bermejo del
cadalso.
—
¡Ave María purísima! ¡Ese hombre es el
Anticristo! — murmuró, desde detrás de un postigo, una beata tenapeña.
Una prostituta desdentada miró, refugiada en
la sombra de un bombillo rojo y tristón, cómo el Cadillac giró sobre sí mismo y
retornó, cual corcel volviendo grupas, al camino de Miguaque. Su boca, hilera
de marfiles decapitados, se abrió golosa ante el ofrecimiento de un sorbo de
Polar por parte de un parroquiano sudado.
No supieron cuánto tiempo duraron escrutando
el idioma de la noche. El amanecer los descubrió compartiendo sus alientos en
una batalla blanda y flexible.
Decidieron volver a Miguaque. La amarilla
bola incandescente parecía engullirse el rectilíneo asfalto.
En el cruce de las calles La Cuaima y
Federación, Elena le solicitó detenerse.
—Es mejor que me dejes aquí— dijo.
Nectario, o Benavides, chupó su cigarrillo,
aparcando el vehículo. Había arrugas alrededor de sus ojos y el pelo le había
aclarado un poco, pero todavía conservaba la prestancia de doncel gachupino de
los viejos días.
— ¿Cuándo
volveré a verte? — preguntó Elena.
Nectario, o Benavides, adoptó un aire de
alerta permanente.
—Me comunicaré contigo tan pronto que me sea
posible— respondió, siseando como Pedro Armendáriz—. Tengo que desaparecerme
por unos días, tú sabes, para despistar a la Digepol.
—Cuídate mucho — le aconsejó Elena,
entornando los ojos a la manera de Dolores del Río.
Ella se apeó.
—Elena...
Ella se volteó y lo vio inclinarse sobre el
asiento que acababa de desocupar, sacando un tanto la cara por la ventanilla.
—Te quiero— dijo él.
—Yo también te quiero.
El motor del Charger roznó. En rápida
arrancada, dobló la esquina, enrumbándose hacia la Laguna de La Chamana.
Llegó a la casa. El portón estaba abierto de
par en par, lo cual no era raro conociendo la anárquica ebriedad de Pedro Ramón
y sus inusuales horas de llegada. Lo dejó entreabierto, previendo el pronto
arribo del muchacho de los mandados de Cándido con el anafe repleto de
chicharrón y teretere. Apagó el amarillento bombillo que resguardaba la imagen
del corazón de Jesús del anteportón y entró al recibo.
Un sacudón rapaz le hizo perder el
equilibrio al tiempo que un sordo palmetazo le abochornaba el oído derecho.
Cayó sintiéndose prisionera de vértigos
incoherentes. Sintió su cabellera halada con furia incolora. Sus ojos vagaban
erráticos en las órbitas huidizas. ¿Eran estos, acaso, los tejidos macizos de
la muerte?
Por poco se rompe su cuello de Nefertiti,
obligado a girar con ímpetu azaroso. A través de un crespón abrasador que
empañaba su campo visual, divisó a la frenética bestia. Dos bofetones
histéricos transformaron sus pupilas en astillas opalinas. La sorpresa y la
magnitud del ataque la sumergieron en una pasividad salobre.
Las manazas peludas de José Gregorio
Livorini apretaban su nuca, obligándola a mirar el rictus apestoso que ataviaba
su rostro de tigre hambreado.
—
¿Dónde andabas? ¿Ah? ¿Ah? — regurgitaba con
sadismo solar.
Elena hizo un esfuerzo supremo por hablar.
—Suéltame, desgraciado.
Livorini apretó con más fuerza. Elena
intentó arañarlo. Sus uñas comenzaban a clavarse en la mejilla del agresor,
cuando José Gregorio Livorini las apartó de un empellón.
La inmovilizó por completo.
—
¿Con quién andabas, puta de mierda? ¡Dímelo
ya, porque voy a matar como a un perro a ese coño de su madre!
Elena sentía como si la estuvieran
descuartizando.
—Vete y déjame en paz, José Gregorio...
— ¿Quién
es ese tipo? ¡Nojoda! ¡Dime!
—Es más hombre que tú— dijo Elena, casi
imperceptiblemente.
Livorini la golpeó con renovado furor,
desgarrándole el vestido. Le templó el cabello para que no pudiera refugiar la
cara.
—
¡Puta! ¡Maldita puta coño de tu madre! — profería
una y otra vez, en una letanía que no se diferenciaba en nada de un llanto
gangoso y coagulado.
Una sombra esculpida en falso bronce surgió
en el umbral. Elena hizo acopio del último anhelo de supervivencia que le
quedaba en las entrañas.
— ¡Ayúdenme,
por favor!
José Gregorio Livorini interrumpió el
castigo y se volteó, receloso.
Pedro Ramón Sojo permaneció junto a la
antepuerta del corredor, observando el desastre con mirada extraviada en
lloviznas decrépitas. Un hilillo de baba le flanqueaba la comisura de los
labios. Su mano temblorosa asía una botella de caña clara.
José Gregorio Livorini lo oteó con una
ojeada andróptera sin por ello soltar a Elena. Se irguió pesadamente, levantándola
como un fardo inerte.
—
¡Vaya a acostarse, gran jefe, que este es un
problema entre nosotros dos! — ordenó Livorini, con el imperioso tono habitual.
Arrojó el cuerpo exánime de Elena sobre una
poltrona, secándose el sudor, como si nada estuviese ocurriendo.
—Asesino... bellaco... — masculló Pedro
Ramón.
Con agilidad sorpresiva, a pesar de la
borrachera, se arrojó sobre la bestia quebrándole la botella de caña clara en
la cabeza.
José Gregorio Livorini, inmutable, palpó su
cráneo y observó, en sus dedos, sangre. Ahíto de ira, se tornó, de improviso, y
le asestó un soberbio derechazo en la quijada al beodo.
El cuerpo de Pedro Ramón voló por el aire
como un títere de madera. Al estrellar su cabeza contra la grumosa pared, se
escuchó un golpe opaco y sepulcral.
Como si sus articulaciones se hubiesen
desarmado, la masa corporal de Pedro Ramón Sojo se derritió en el piso. Parecía
un trapo fantasmal. La baba era ahora sanguinolenta.
Livorini ni se dignó a observarlo. Su
atención fue distraída por un sonido metálico. Una cacerola llena de cochino
frito había caído al suelo. El mandadero de Cándido, un canilludo catire
bachaco, miraba a José Gregorio Livorini con los ojos inequívocos del terror.
Sin solución de continuidad, partió en veloz carrera dejando atrás el penetrante
olor de la fritura.
Elena, mal que bien, había logrado recuperar
algo de conciencia.
—Lo mataste...— dijo, más como constatación
que como recriminación.
José
Gregorio Livorini escupió con desdén. Vio a Elena, por última vez, con
inescrutable actitud. Recogió su sombrero Borsalino, pateó la cacerola
desparramando los trozos de cochino frito por el zaguán y se marchó con sigilo
jactancioso.
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