GOZA,
GONZA
Gonzalo Ayala se sentía como una intrépida
cucaracha en baile de gallinas atravesando el cortejo fúnebre. Pero no hallaba
razón alguna en apenarse. Más bien se solazaba al notar la sorpresa y el
rechazo provincianos al desparpajo de su excéntrico atavío. Sus jeans lucían desteñidos, como si
hubieran sido propiedad del mismísimo Buffalo Bill, y los ruedos finalizaban en
una floreada cinta de tela. Su camiseta ostentaba un extraño letrero: Get your shit together, además de un
dibujo de hojas puntiagudas y dentadas. Calzaba, asimismo, unos zapatos de
gamuza gris veteados por cortezas geologizadas y terrones como de bambú. La
melena, lacia y luenga, le saludaba los omoplatos.
—
¡Ah muchacho bien mechúo! — oyó proferir a
una señorona de pechos como lechosas pintonas.
—
¡Resiete'e zángano! — escuchó exclamar a un
ventrudo y ensombrerado propietario de vacas paridas y vegas orinoqueñas.
Aun cuando era vox pópuli la degeneración y
desvergüenza de Pedro Ramón Sojo al final de su vida, toda Santa Narda de
Miguaque había hecho punto de honor el asistir a su sepelio. Los Enrile, los
Fragachán, los Alvarenga e, incluso, algunos miembros del clan Livorini se
encontraban presentes. Habían manifestado sus condolencias a la inexpresiva
viuda, guarnecida su tumefacta e hinchada faz tras un grueso velo negro.
Guiados por el paso hierático del padre
Carrasco, los dolientes penetraban al viejo cementerio miguaqueño.
Gonzalo caminaba a paso veloz, tratando de
encontrar a sus amigos. Súbitamente, sintió una mano que se le adosó al codo.
—
¿Y entonces, Sojito? — saludó, con la
informalidad propia del grupo.
Pedro Esteban miró receloso hacia los lados
y lo haló un poco para apartarlo del gentío.
— ¿No
tienes nada ahí? — preguntó.
—
¿Qué, chamo, te quieres arrebatar en este
cementerio?
—Quiero vacilármela trono.
—Bueno, hazte el loco y te espero allá
abajo, detrás de aquel mausoleo grandote. Déjame arrancar yo primero para que
nadie nos capture.
—Eso... — convino Sojito.
Elena se veía atractivamente misteriosa con
el rostro totalmente cubierto y su atuendo de riguroso luto, erguida, orgullosa
y desafiante ante cualquier chismorreo.
—No siente ni pena, ni dolor, ni nada. Ni
siquiera ha derramado una lágrima, la muy vagabunda— comentó, a sotto voce, Adriana de Antilano.
—Pero debe estar sufriendo un verdadero
calvario por dentro porque, por más que sea, algún sentimiento de culpabilidad
debe tener— ripostó Jackeline de Moros, cuidando de no perder el paso de la
lenta procesión ya en el interior del camposanto.
—Calvario es el que va a vivir ahora, sin
nadie que la mantenga, porque segurito que José Gregorio no va a dejar el monte
así como así, y Elena no tiene un cuero donde pasar un dolor. Todo se lo tragó
Pedro Ramón, rajando caña como un trapiche— sentenció, en secreto, Adriana de Antilano.
—Hablando de José Gregorio, me dijeron que
lo vieron por la montaña de Tamanaco. Allí, y-que, vive encuevado como una lapa,
sin querer saber de nadie. Me dicen que ni se baña, ni se afeita y, para más
ñapa, está cundido de niguas y garrapatas.
—Entonces debe estar igualito a un araguato.
Pero dime una cosa, chica, ¿Elena se quedó sin nada?
—Los bienes de Pedro Ramón Sojo desde hace
años cayeron en pozo jondo. Cómo será, que hace un año yo le compré "Los
Mauticos" en ochocientos mil, ¡y se los pagué como cochino mión...!
—Cónfiro, ¿y tú tienes tanta plata así?
—No me cambies el tema. Le compré el hato,
como te venía diciendo, y me dicen que en menos de tres meses dilapidó los
reales entre deudas viejas y peas nuevas.
—Yo me enteré en el Banco Agrícola que la
casa la tenía hipotecada y recontrahipotecada desde hacía tiempo.
—Y José Gregorio escondido como un mato de
agua.
—Eso es mientras le acomodan el juicio,
mija.
—Me contaron que contrató a Ramírez Pérez,
el abogado aquél que era secretario de Juan Bautista Livorini o qué sé yo en la
época de Medina Angarita...
—Ese es una lanza en lo oscuro.
—Ese saca a cualquiera de la cárcel en menos
de lo que espabila un cura loco. Dicen que tiene controlados a todos los jueces
desde Caracas hasta aquí.
—Pero, ¿tú crees que Elena sea tan caradura
para volverse a enredar con José Gregorio Livorini después de toda esta
vergüenza?
—Ay, niña, los designios del Señor son
inescrutables.
—Fíjate cómo la ve el padre Carrasco, con el
rabito del ojo.
—Cállate, chica, no digas necedades.
—Mejor es, porque ahí viene don Loro
destilando la mabita a raudales.
—
¿Cómo se siente, don Lorenzo? ¿Todavía le
siguen dando esas puntadas en el cuadril?
—A mí, en lo particular, no me gusta
enrolarlo en papel de bolsa— clarificó Sojito, manteniendo la atención en la
destreza con que Gonzalo liaba y encendía el amorfo cigarrillo.
—A mí tampoco— acotó el otro mientras tosía
un tanto sin interrumpir la "cura" del tabaco, aplicando un poco de
saliva en los sitios donde había quemado el contenido en mayor cantidad para
uniformizar el encendido.
En eso hicieron su aparición Giancarlo y
David.
—
¿Como que llegamos a buena hora? — preguntó,
querencioso, Giancarlo.
—A este italianito sí que le encanta la
malanga. Ya me extrañaba no haberlo visto por estos lares— significó Sojito,
terminando de chupar el joint y
ofreciéndoselo a David.
—No, gracias— lo rechazó.
—Siempre se me olvida que tú no eres fumón.
—Pero yo sí soy— terció Giancarlo, tomando
ávidamente el irregular cigarrillo.
—La verdad es que no veo la necesidad de
andar con estos escapismos. Ustedes no saben en qué rollo se están metiendo con
esta fumadera a cada rato— advirtió gravemente David, pero sin asomo de querer
malquistarse con sus amigos.
—Y tú no sabes lo cagante que son los
notones que se agarran fumando este monte bendito— replicó Giancarlo.
—No seas pilón y pásalo ya— Sojito palmoteó
a Giancarlo con la urgencia de la creciente adicción.
David observó a Gonzalo.
—Tú eres el gurú de esta nueva secta— dijo.
Gonzalo no respondió, limitándose a esbozar
una ligera sonrisa.
—A mí me parece que no deberías estar aquí,
Sojito— continuó David. Viendo que su pequeño amigo no le hacía mucho caso,
pendiente de las idas y venidas del cada vez más magro tabaco, lo conminó
enérgicamente—. Pero bueno, vale, ¿tú no quieres poner atención? ¡Ese que están
enterrando ahí es tu papá!
—Aguántate un momento. Lo que queda es un
resto de chicharra— fue toda la respuesta de Sojito, aguardando a que Gonzalo
prendiese el cabo final del cigarrillito utilizando una especie de pinza para
no quemarse los dedos con las postreras brasas.
David prefirió no contestar y se retiró sin
explicaciones. Sojito resintió el gesto.
—
¿Qué le está pasando que últimamente lo
estoy viendo muy susceptible?
—No le pares— sugirió Giancarlo, comenzando
a sentir los efectos de una cromática euforia.
—Tengo una traba tan, pero tan grande que
casi no puedo caminar— declaró Sojito—. Páginas reacias y éxodos sanguíneos.
— ¿Qué?
— preguntó Giancarlo.
A Gonzalo le dio por reír.
—Ja ja ja. Este Sojito siempre la agarra por
recitar vainas extrañas.
—
¡Uf! Es que el cerebro se me pone elástico,
dúctil y maleable. En fin, el acuciante deber me apela. Ya vengo.
Los otros lo vieron alejarse rumbo al
cortejo.
—
¿Cómo crees que se la vacile? — preguntó
Giancarlo.
—Sojito es un control total— sentenció Gonzalo.
David caminaba ensimismado. Presentía que
algo estaba cambiando, pero no atinaba a asirlo en su pensamiento. Esto de las
drogas comenzaba a disgustarlo porque, por naturaleza, era desafecto a cualquier
clase de vicios. Ya se estaba percatando del cambio de conducta de sus
compañeros, notablemente de Sojito.
En los últimos tiempos, Pedro Esteban había
sufrido una radical transformación de personalidad. No era más el estudiante
modelo. Se estaba dejando crecer la melena, a semejanza de Gonzalo. En el plano
musical, se fastidiaba notoriamente cuando las piezas que planeaban montar Los
Enigmáticos no eran suficientemente ácidas, underground
o psicodélicas. A David no le disgustaban estos estilos, pero resentía el
exclusivismo rayano en intolerancia de Pedro Esteban. ¿Qué tenía de malo
ensayar alguna que otra balada para ensanchar el repertorio? Además, Sojito se
había tomado la música verdaderamente a pecho y hasta hablaba de que pensaba,
formalmente, en hacer de ella la principal actividad de su vida. "Ahí sí
es verdad que no lo acompaño", pensaba David. Para él, a todas luces, lo
más importante, ahora, era estudiar ingeniería. La música estaba bien como
pasatiempo. Pero no se podía pensar seriamente en subsistir de ella. Y menos aun
interpretando música progresiva que, evidentemente, era preferencia de una
minoría.
La fiebre por el grupo estaba pasando, eso
resultaba claro. Hasta el mismo Pedrarias, otrora el más ferviente animador del
proyecto, se mostraba indiferente, apocado, alejado del entusiasmo original. Pero,
¿para qué preocuparse?, razonaba David. En menos de un año la familia Lisandro
en pleno estaría residiendo en Caracas. Si acaso, vendría a Miguaque
esporádicamente.
Ya la masa humana que escoltaba a la negra
carroza fúnebre se hacía más compacta.
—Davo— lo interceptó una delgada figura de
pómulos salientes, poblada barba y gruesos anteojos oscuros.
Al escuchar el familiar apelativo, David se
detuvo y contempló con ojos interrogativos al dueño de la ronca voz.
—
¡Lito! — reaccionó, al fin, denotando la
sorpresa que le producía el inesperado encuentro.
Extrañamente, Azaelito, su hermano mayor, le
hizo señas para que moderara su júbilo y, simultáneamente, lo acompañase en
forma discreta, alejándose un tanto del resto de la multitud.
—
¿Qué pasa, Lito? ¿Cuál es el misterio? ¿Y
esa barba? — inquirió David, sin dejar de seguir a su hermano.
—Tranquilo, Davo. Todo a su tiempo.
—Pero, ¿y eso que te viniste de Caracas sin
avisar?
—Problemas.
— ¿Qué
sucede?
—Mira, Davo, necesito que me eches una
manito. Para empezar, nadie, absolutamente nadie, debe saber que estoy aquí,
¿oíste?
David asintió. Todo esto olía raro.
—Cuento contigo para que me soluciones
varios problemas. Primero, deseo que me consigas ropa de la que tengo todavía
en la casa. Te la traes a escondidas. Segundo, sería bueno si me pudieras traer
alguna plata también, porque ando más limpio que talón de lavandera.
— ¿Real?
¿De dónde?
—No sé. Ve si mi mamá te puede pasar algo.
Es urgente.
—Okey, está bien, pero cuéntame cuál es el
secreto.
Azaelito se detuvo frente a la verja del
cementerio.
—Estoy metido en líos, Davo— confesó—. La
Digepol me anda buscando y, como no tenía adónde ir, decidí venirme para
Miguaque. Aparte de que acordé reunirme con otra gente aquí, unos compañeros
que están por llegar.
David abrió los ojos, sorprendido. Se
confirmaban los temores del viejo Azael Lisandro.
—Si mi papá se entera...
—No tiene por qué enterarse. ¿Cuento
contigo, entonces?
David no vaciló.
—Sí.
Azaelito le pasó la mano por el hombro
afectuosamente a su hermano menor.
—Bien, Davo. Te espero mañana por la noche,
a las ocho, en el corral de doña Martina.
—
¿Ahí? ¡Pero si eso está invadido por el
monte! Yo creo nadie va al corral de doña Martina desde que nosotros, cuando
carajitos, nos la pasábamos haciendo guerras de pepas de guásimo.
Azaelito sonrió ante el divertido recuerdo
de los días ya lejanos.
El padre Carrasco todavía no lograba
acostumbrarse a rezar los responsos en castellano, de acuerdo a las normas del
Concilio Vaticano II. Mientras iba recitando las letanías, contestadas sin
tardanza por las beatas y rezanderas, se imaginaba, revestido de púrpura y
aureolado de magna pompa, presidiendo, con sonoros latinazos, el entierro del
presidente de la República. Tal ensoñación se mezclaba, en rápida conexión, con
visiones de Elena: el cuerpo firme envuelto en seda negra, las torneadas
piernas, los preciosos tobillos, el delicioso talle, los pechos de mandarina y
miel.
Aun con la cara estropeada, Elena era la
hembra más apetitosa de los contornos. Y por allá, un poco más atrás, venía
Jackeline de Moros, todavía un portento de sabrosura femenina. El padre
Carrasco estaba acostumbrado ya a esa sucesión sin fin de ambiciones de
jerarquía eclesiástica y de libidinosas ansias de refocilamiento. Al principio
de su carrera sacerdotal, tales paradojas le producían accesos místicos de
penitencia y deseos de autoflagelación, cual cartujo. Pero, a medida que se iba
habituando a su influencia y preponderancia en medios miguaqueños, las crisis
ascéticas redujeron su magnitud. "Lo único que me falta es cogerle el
gusto al aguardiente y a la versificación para terminar de parecerme al padre
Borges", pensó, recordando al inefable capellán de Juan Vicente Gómez.
La multitud se apiñaba ante la fosa, embocadura
urgida de pronta carroña. El padre Carrasco proseguía mecánicamente con las
oraciones de rigor. Su frente, criada entre lomos crepusculares de valles
andinos, se desbordaba de sudor. "Por algo me llaman en este pueblo
Cabeza'e Manare", pensó con sorna al pasarse el pañuelo por la ardorosa e
incipiente calva. Con rápidas ojeadas se fijaba en la ubicación de todas y cada
una de las personas presentes. Sentía velada satisfacción por ser, en ese
momento, el eje de la ceremonia. "Siempre me ha gustado el liderazgo",
caviló, en medio de invocaciones a la vida eterna y a la resurrección de los
muertos.
Sojito se abrió paso por entre el
apretujamiento de cuerpos sudorosos, sin molestarse a pedir permiso. La gente
lo observaba, guardando la compostura, como a un ente insólito.
Se colocó a la orilla de la tumba, a pocos
pasos de Elena. Miró el féretro y el olor de las coronas de flores le avivó la
euforia. Levantó la vista y notó la mirada de pocos amigos del cura. Hasta
hacía relativamente poco, el padre Carrasco había sido su modelo a imitar.
Ahora, bajo los efectos del cannabis, le
parecía un monigote fantasioso dotado del extraño don de vociferar aventadas
premoniciones.
Las fronteras y los dogales se
desvanecieron.
—Profetas obcecados— exclamó a media voz, en
un breve hiato del monótono rezo del padre Carrasco. Todos voltearon extrañados
hacia él, menos Elena.
Giancarlo y Gonzalo no salían de su asombro
ante tan corrosiva osadía, encaramados como estaban en las ramas inferiores de
un mamón.
—Sojito es una vaina seria— comentó Gonzalo,
con los ojos entrecerrados y una media sonrisa que le hacía arrastrar las
palabras con salaz acento.
El padre Carrasco se desperezó ante la
varicosa intromisión de su alumno. Lo observó con expresión de zozobra demolida
y prosiguió con la rutina de la ceremonia.
Desde el mamón devenido en atalaya, Gonzalo
atisbó a Julia Limardo confundida en un tropel de adolescentes ataviadas con el
uniforme del colegio "María Santísima".
—Bueno, musiú, te dejo solo por el momento—
dijo, comenzando el descenso.
—Tranquilino José Mata, chamo— respondió
Giancarlo, embebido en la frenética actividad transportadora de unos bachacos
culones.
Sojito miró hacia donde estaba Elena. Una meteorología
de sábanas escurridizas parecía rodearla, como de costumbre. Los circunstantes
eran penitentes trashumantes, prole muda y palurda, creyentes en mitologías
agrietadas. Era imperativo acometer algo para rescatarlos de ese movedizo espejismo.
"Perdona a tu pueblo, Señor",
comenzó a canturrear con grave voz. Las anónimas cabezas volvieron a tornarse
todas hacia él. "Perdona a tu pueblo, Señor", ya el segundo verso
contenía una rítmica desconocida en el cántico religioso original. El padre
Carrasco se asemejaba a un muñeco de comiquitas imprecando un "¡Gulp!",
como si tuviera un globo suspendido sobre su cabeza. "Perdona a tu
pue-e-e-blo, perdónalo, Señoooor", y la inflexión flotaba con
reminiscencias a la coyotesca guitarra de Jimi Hendrix. "Perdona a tu
pueblo... oh yeah", alcanzó a
finalizar con movimiento de cabeza de cantante ciego, como todo un Ray Charles,
un Stevie Wonder o un José Feliciano miguaqueños.
Elena lo presenció y lo oyó desde detrás de
la distancia del hosco cortinaje negro que velaba su cara. Era como una
película en sepia. ¿De quién era ese hijo? ¿De quién era ese muerto? ¿De quién
era esa prisión inflexible? ¿De quién era esa voz aquejada?
El padre Carrasco no tuvo tiempo de
restituir su autoridad. Fue tan inesperado que creyó ahogarse en una represa de
sudor. Con rápido movimiento de pupilas vio la misma sorpresa en las caras de
Alfredo Enrile Salom, de Efraín y María Esperanza Alvarenga, del coronel Ferrer
y de don Lorenzo Miranda Toledo. De retorno, sólo pudo percibir el claro dejado
por el sobresalto de la diluida presencia de Sojito. Volvió su anegada frente
hacia el otro lado y el cuerpo suave-erecto-grácil-firme y delicioso de Elena
también había desaparecido.
Gonzalo se acercó a Julia con paso lagunero
de garzón soldado. Ella se separó un tanto de sus compañeras.
—Hola— dijo él.
—Hola— dijo ella.
—Todo se ve diferente desde allá arriba—
afirmó él.
Julia no captó la intención de la extraña
frase.
— ¿Desde
dónde? — preguntó ella.
—Desde las alturas del amor.
Julia sonrió.
—Estás más loco que una cabra— le dijo,
entornando los ojos.
—Loco estaría si no me hubiera venido a
conocerte.
En eso notaron cómo Sojito se desprendía de
la multitud y pasaba cerca de ellos, poseído de un gozo clandestino. Un saludo
azaroso mordió sus oídos.
—
¿Y quéeeeeee? — Sojito pareció acentuar su
expresión con un recortado paso de bailarín.
—
¡Vaya duro! — respondió Gonzalo, matizando una
semicarcajada.
Sojito siguió de largo. Julia se le quedó
mirando.
—Sí que está cambiado, ¿verdad? — comentó,
volteándose de seguidas hacia Gonzalo—. ¿Por qué tienes los ojos tan rojos?
—Creo que me va a dar conjuntivitis— mintió
él.
Giancarlo venía un tanto acelerado en la
misma dirección.
— ¡Qué
bolas, bróder! ¡Qué bolas!
— ¿Qué
pasó, chico? — preguntó Julia, intrigada.
El musiú les relató lo acontecido,
corroborándolo con los corrillos suspicaces que ya empezaban a formarse.
—Me voy a perseguirlo, no vaya a ser que se
meta en rollos— dijo Giancarlo, procediendo a seguir el rastro de Pedro
Esteban.
Julia se quedó un tanto recelosa.
—Entre ustedes está sucediendo una cosa
rara— comentó.
Gonzalo, encogiéndose de hombros:
—No olvides que Sojito acaba de sufrir un
fuerte shock.
Las otras chicas le hicieron señas a Julia
para reemprender el regreso.
—Tengo que irme.
— ¿Cuándo
te vuelvo a ver? — preguntó Gonzalo.
—No sé— Julia contestó algo secamente.
La detuvo, tomándola firmemente de la mano.
Por un momento, ella devolvió el apretón. Repentinamente, pareció arrepentirse
y se zafó. A Gonzalo se le veían las ganas de insistir contenidas en el
matorral trepidante de su respiración.
—Deja. Nos pueden ver— protestó quedamente
ella.
—Julia, ¿tú... tienes novio?
Ella se sonrió.
—No. ¿Y tú, dejaste una novia en Valencia?
— ¿Dónde
queda eso?
La mirada entre ambos fue profunda y
vibrante de lunas andariegas. Continuaron en silencio hasta la salida del
camposanto, sus manos separadas por una levísima pátina de aire.
Giancarlo volvía, casi al trote.
— ¡Qué
bolas, bróder! ¡Qué bolas!
—
¿Qué pasó? ¿No conseguiste a Sojito? —
inquirió Gonzalo.
—Cáiganse para atrás: ¡Pedrarias y María
Enriqueta se fugaron!
Julia evidenció su consternación. Las otras
muchachas, habiendo captado la información, se acercaron presurosas, ávidas de
detalles.
Mientras, Elena había llegado a la casa.
No se sentía proclive a arreglar los
destrozos infligidos por José Gregorio Livorini. La embargaba una abulia
barnizada de espasmos sin recuerdos. No se sentía capaz ni siquiera de
vislumbrar un pórtico pragmático que la indujese a tomar el control de su vida.
Era una dejadez enfática. Entró a su habitación con ánimo de revivir el
familiar rito narcisista.
Se desvistió con parsimonia, recordando los
viejos días cuando era una flacuchenta hiperkinética y no la aquejaba el
pesimismo prodigioso que la inmovilizaba ahora. Abrió la puerta del escaparate
y se plantó frente al espejo. Una radio vecinal canturreaba a lo lejos:
Frente a una copa de
vino
yo me río de mí
me da una pena tan
grande
que me tengo que reír
La imagen que se reflejaba era la de una
sirena encapotada. De una vieja botella de brandy "Cardenal Mendoza"
se sirvió una larga porción en un vaso de cartón que consiguió encima de la
mesa de noche. Lo ingirió de una buena vez y sintió un calor de azogue
esquiando aguas abajo en su esófago. Se quitó el sostén y se miró de perfil.
Sus senos temblequearon un tanto al verse libres. Seguían firmes, llenos y
redondos. Un nuevo y rápido trago hizo que los pezones se le hincharan como
ciruelas veraneras. Bajó la pantaleta con extrema lentitud, solazándose con la
tela que parecía rehusar escaparse de la húmeda hendidura que hasta entonces
había resguardado. La prenda descendió acariciando sus muslos, sus tibias
pantorrillas y sus tobillos. Un tercero y requemante trago la indujo a buscar
el alivio arcilloso de su mano acuciosa. Se colocó de espaldas al espejo y se
inclinó, colocando su torso en posición horizontal para poder contemplarse por
entre sus separadas piernas. El dedo medio la penetraba con serenidad
insaciable. La posición era fatigosa. El velo le impedía respirar. Se enderezó
sin dejar de acariciar su pubis con un débil contoneo de bailarina marroquí. Se
sirvió otro largo vaso de brandy y lo largó de un solo trago. La borrachera le
lamía las entrañas. Se quitó el velo y la visión de su cara hinchada la asqueó
sin cortarle la excitación. Mientras se aproximaba al orgasmo, veía su rostro
tumefacto alejarse y acercarse con vértigo coagulado, como en esas películas vaqueras
italianas donde abusan del zoom in. Acabó,
por fin, y luego del placer no se sintió con ganas de tolerarse. Fue al
gabinete del baño, extrajo un frasquito de somníferos y se quedó aletargada, contemplándolo.
El viaje resultó largo, demasiado largo, y
había durado toda la noche. Sin embargo, el exceso de café consumido lo
mantenía despierto. "De todas maneras", razonó, "siempre me ha
costado un imperio dormir de día".
No así ella. Él podía sentir su respiración
acompasada.
Al llegar al hotel, había decidido no
acostarse con ella, respetuoso todavía de su doncellez refulgente. En la
recepción, el empleado de turno había estado apunto de poner objeciones al
hecho de que ocuparan la misma recámara. Un rápido y discreto soborno lo
disuadió. Ella ni se dio cuenta por lo fatigada y somnolienta que estaba.
Se acostaron completamente vestidos. Ella en
la cama, él en un sofá aledaño. Al cabo de un buen rato de anudado insomnio y
de crujiente incomodidad, se trasladó al lecho. Procuró introducirse sin
despertarla. Como por reacción condicionada, ella se echó a un lado, cediéndole
espacio.
Rememoró los detalles de la fuga. Luego de
varios días de espera infructuosa, la ocasión se había presentado con motivo
del velorio del papá de Sojito. Todos los Alvarenga habían ido a dar el pésame,
menos ella. Alegó un dolor de cabeza como excusa. Pedrarias aguardó a que
terminara de oscurecer y se posicionó con "La Miguaqueña" frente al
caserón. Luego de una corta y nerviosísima espera, emergió María Enriqueta portando
una pequeña valija y un neceser. Cubría su cabeza con un pañolón y sus ojos con
gafas oscuras. Afortunadamente, nadie rondó por aquella calle. Para no llamar
la atención, Pedrarias arrancó pausadamente. Solamente unos cuantos ladridos de
perros callejeros perturbaron la paz de la huída.
Casi ni hablaron durante el trayecto. La
drástica decisión abrumaba cualquier locuacidad.
Para no detenerse innecesariamente,
Pedrarias había traído dos termos de café. María Enriqueta prefirió no beberlo.
Vencida por el cansancio y la fatiga de tantos días de expectativa, descabezó
inconexos sueños durante la monótona travesía.
Notó cómo se alzaba y descendía la cobija
que la cubría. Súbitamente, ella se volteó. Estaba despierta y lo miraba
fijamente. Pedrarias acarició su pelo de seda amarilla.
— ¿Dormiste
bien? — le preguntó.
Ella asintió.
—Voy a bañarme— dijo, abandonando la cama.
Pedrarias se quedó mirando el techo. Aun
cuando había cavilado detenidamente sobre los pasos a seguir a continuación,
una duda litúrgica lo laceraba. María Enriqueta había decidido ponerse en sus
manos, sin ambages. No deseaba dejarse apabullar por la carga de lo que se les
venía encima.
—Flaco— lo llamó ella desde la puerta del
baño.
Estaba desnuda.
María Esperanza Alvarenga empuñaba la hoja
de papel con lividez reflejada en el rostro.
Querida María Esperanza:
Yo deseaba, de todo corazón, permanecer en
Miguaque y ensayar a complacerlos a todos. Pero, como tenía que suceder, a la
larga la tentación me resultó insurmontable
(¡¡¡perdona la franchutada!!!). Mi alma quería levantar el vuelo, mi
cerebro se afanaba en hacerme prisionera de la lógica y, al final, luego de
arduas diatribas, imperó el corazón. Los pies obedecieron y heme aquí
escribiéndote esta despedida. Me voy detrás del ensueño.
Al principio, fue una tentación que zumbaba en mis
oídos impidiéndome, de vez en cuando, la inmersión en mi mundillo de
transparentes fantasías. Recordé unas palabras de Oscar Wilde (¡¡¡un escritor
inglés homosexual, María Esperanza!!!): "El único medio de desembarazarse
de una tentación es ceder a ella. Si la resistimos, nuestras almas crecerán
enfermizas, deseando las cosas que se han prohibido a sí mismas y, además,
sentirán deseo por lo que unas leyes monstruosas han hecho monstruoso e
ilegal..."
He decidido, pues, entregarme a plenitud a la
vorágine de mis tentaciones y a la tiranía del amor. He callado quizá durante
demasiado tiempo. Mis palabras estuvieron amarradas y hoy brotan incontenibles
como un géiser. Amo. Soy amada. Quiero seguir amando (¡¡¡es divino amar!!!).
¿A qué fingir, entonces? Aquella abnegada
chicuela, de agobios recogidos y clandestinas blasfemias, se metamorfoseó en
libre crisálida. Fatigaré mi desnudez espléndida en sábanas de satén y rosas. Orbitaré,
cual astro disfrazado de odalisca, en espacios de leche, miel y sangre. Tengo
hambre, María Esperanza, tengo sed y quiero saciarme.
Ahora me recuerdo del olvido. Hay tanto que borrar
de nuestras memorias, como esos minutos de contrahecha lucidez que destruyen
ilusiones. El futuro se escurre entre mis dedos porque el presente se nos hace
efímero, María Esperanza. Sé que no viviré mucho pero, al menos, disfrutaré de
breve conciencia en los potreros de la libertad. Habrá tiempo para el silencio
como reza el Libro de los Proverbios, habrá tiempo para el horror y castañetear
de dientes como dijo Nuestro Señor y, como colofón, habrá tiempo para orgasmos
vertiginosos (¡¡¡no te persignes, María Esperanza, que tú en el fondo no crees
en nada de eso!!!).
Adiós. Se despide de ti, con todo el amor que la
Reina de las Hadas puede dispensar,
María Enriqueta
María Esperanza no era persona para dejarse
ofuscar por arrebatos momentáneos de ira. Ya el día estaba avanzado y, por
todas las evidencias, María Enriqueta no había dormido en la casa. Calculó que
a esa hora debería andar bien lejos.
—
¡Efraín! — llamó, con voz estentórea. Al
mismo tiempo, se preguntaba: "¿De dónde habrá sacado esas ideas tan
prostituidas?"
Su marido se asomó a la puerta.
— ¿Qué
pasa, María Esperanza?
La respuesta fue seca y cortante.
—Tu hija se fugó con un portugués.
Noche calurosa.
La cercana estación lluviosa impone momentos
de transpiración salmuerosa. Los perezosos ventiladores, colgados del techo, no
logran amainar el zurcido pegostoso del consomé convertido en atmósfera. Las
luces de la sala se apagan. Se suceden diapositivas de publicidad local y
truculentos trailers de películas
vaqueras italianas. Comienzan a verse imágenes bucólicas.
Una música de voces en el viento y guitarras
emboscadas se desdobla en paciente marco para que una tropa de jóvenes peludos transmute
un agreste vergel en robusto escenario.
Casi todos los muchachos están presentes.
—Esto hay que vacilárselo como es— afirma
Giancarlo, y se ve su hirsuta pelambre atravesar la penumbra rumbo al baño.
En la pantalla comienzan a agruparse
colmenas de chicos y chicas de variopinta facha. El ambiente general que se
percibe es festivo, eufórico, gregario.
—Panita, no te lo fumes todo.
—
¡Sojito! — identifica Giancarlo a quien lo
interpela, dando paso a un acceso de tos.
—Te pateó por atorado. Echa para acá.
Giancarlo, a duras penas, domina la
expectoración.
—
¿Dónde estabas? Te anduve buscando toda la
tarde, después del entierro.
Sojito hace caso omiso a la pregunta,
disfrutando a plenitud de las últimas chupadas.
—Ajá, bichitos, los capturé arrebatándose y
sin invitar a nadie— dice José Miguel Moros, irrumpiendo en el baño.
—
¿Y desde cuándo éste es fumón? — pregunta
Sojito, pasándole la chicharra.
—Yo lo envenené ayer— responde Giancarlo.
Se suceden las diversas bandas y, en los
intermedios, los muchachos se meten al baño en recurrente procesión.
—El "Búlgaro" que no fume más
porque se pone paranoico— sentencia Emilio José Antilano.
—Tú lo que quieres es piloneártelo todo—
contesta el aludido.
—Apúrense con ese tabaco es lo que es, que
por ahí viene el "Mudo"— advierte José Miguel Moros, refiriéndose al
cuidador del cine.
Sojito ve a Peter Townshend torturar la
guitarra eléctrica. Se identifica con el rictus famélico de Carlos Santana en
su "Sacrificio Soul" y, finalmente, siente cómo la sirena exangüe de
la Stratocaster blanca de Jimi Hendrix se le escabulle por los meandros de la
epidermis.
—
¿Y qué, Sojito, te gustó el festival de
Woodstock? — le pregunta Gonzalo, al terminar la función mientras salen a la
calle.
—Arrechísimo— responde Pedro Esteban.
—Imagínate, chamo, tocando un solo como el
del tipo del Ten Years After. Ese sí es un guitarrista rápido— comenta
Giancarlo.
—
¡Uf! — resuella Sojito — ¿Y ahora para dónde
le damos?
—Vamos para mi casa — invita Gonzalo —. Aquí
tengo unas pepas de speed que me pasó
el "Búlgaro" a cambio de una penca.
— ¿Y
tu tío? — demanda Giancarlo.
—No hay moros en la costa. Está en Valencia.
—Eso crees tú— clarifica Giancarlo—. Ahí
viene José Miguel Moros que es peor que un chicle.
—Operación despiste con él— ordena Sojito.
Dejaron que el agua tibia escurriera sus
mármoles veteados de dialectos irrecuperables. Estaban de espaldas, uno al
otro, como temerosos de develar su pasión fraguada en brisas impuntuales. Poco
a poco se tocaron sus hombros y sus antebrazos.
Ella agarró el jabón y, con delicadeza de prima ballerina, comenzó a friccionarle
la espalda. Él permanecía con los ojos entrecerrados mientras las manos de ella
dibujaban mapas de espuma y burbujas. Parecía una Magdalena ungiendo a su rabí
bienamado. Lo hizo tornarse, despacio, y le enjabonó el pecho. Las manos de él
se posaron sobre sus hombros. Ella descendió, en su sacrosanta operación, por
el vientre de él, por los muslos de él. Tomó, con sutileza de pastora huérfana,
su masculinidad erecta. La acarició y la lavó, diestra como una hurí
miliunochesca. Cogió las manos de él y las colocó sobre sus senos. Luego le
pasó el jabón y él comenzó la meticulosa tarea de lavarla.
La cargó en sus brazos y, con cautela de
venado acechado, la llevó al lecho. Ella temblaba un tanto.
—Sé gentil conmigo— le susurró.
Empezaron a besarse con timidez de
principiantes. La mano de él buscó el pecho virgen y sintió el abultado pezón
endurecerse. Sus labios entrelazados restallaron con voluptuosidad mullida. La
mano tuvo apetito de vientre y de monte de Venus. Ella gimió al sentir la yema
intrusa en su clítoris y mojó su gruta de jade con los jugos y fermentos del
amor. Sus respiraciones eran dos fuelles sin bridas. La cabeza del amante la
dejó sola. Fue en pos del tesoro recóndito. Ella vibró con garbo de espada
toledana cuando la lengua de él hurgó, ávida y ansiosa, en su rosada vulva,
haciéndola retorcer y sollozar en agonías remotas.
Separó sus piernas y entrevió como él se
abría paso por entre las compuertas de su ciega virtud, lenta y pausadamente,
pero con denodado silencio. Sentía crujir los cortinajes que preservaban el
umbral de sus azarientas querencias al tiempo que sus muslos convulsionaban con
espasmos cortos y selváticos. Quería llorar y las lágrimas no le salían.
Deseaba abrir los ojos pero había un miedo silvestre taladrando sus jardines
sumergidos. El sufrimiento físico era gozo espiritual. Lo amaba.
—
¿Te duele mucho? — preguntó él, con voz
queda que no lograba aplacar un dejo de nerviosismo.
Ella denegó con la cabeza y buscó su boca.
Las caderas de él empezaron a empujar con rítmica cadencia y ella se dejó
llevar, anhelando que sus lenguas se unieran para mitigar el dolor nómada que,
entremezclado con un cosquilleo escéptico, la recubría de la cabeza a los pies.
A medida que él aceleraba su bombeo, ella creía fenecer entre brocados
recalcitrantes con una muerte dulce y cimarrona. De repente, él se puso tenso y
pareció buscar el aire como un ahogado. Ella sintió un licor abstracto penetrar
sus veredas cubiertas de guijarros humedecidos. Tomó la fatigada cabeza de su
amante, primero y único, entre sus manos y lo vio con ojos de Afrodita apacible.
—Te amo, flaco— le dijo, en la vigilia del
nuevo amanecer.
— ¡Qué
bandido ese Pedrarias!
Giancarlo repite por enésima vez sirviéndose
una porción musical de escocés.
—En casa de los Alvarenga están como de
velorio, con persianas bajadas, luces apagadas y todo— prosigue el musiú.
—Me dijo Julia que la mamá de María Enriqueta
puso la denuncia en la Judicial por rapto y seducción de menor. En buen paquete
se metió el flaco— informa Gonzalo, enrolando las últimas briznas de hierba.
—No hables paja porque a ti te trajeron de
Valencia por un lío más o menos parecido, según me contaron— asegura Sojito,
apoltronado en un sofá estilo danés, tintineando el vidrio de su vaso repleto
de Old Parr al ritmo de American Woman,
por The Guess Who.
Gonzalo se sonríe con cándida malicia.
—No, vale. Reconozco que yo era medio
patotero en El Trigal y que más de una vez acabé fiestas a coñazo limpio. Por
eso fue que mi familia decidió mandarme para acá, con mi tío, a ver si la paz y
la tranquilidad pueblerinas me hacen coger carril.
—Y te apareciste en Miguaque con dos
morrales full de machiche— guasonea
Giancarlo.
—Por cierto que éste es el último joint que me queda— confirma Gonzalo,
encendiendo el susodicho.
—Pásale ya el tabaco al musiú, antes de que
se le salgan los ojos— recomienda Sojito—. Y hablando como los locos, ¿cómo te
va con Julia?
—Chévere, pero hay que ver que las
miguaqueñas sí son difíciles. Hasta ahora no hemos pasado de agarraditas de
mano, y eso con mucho guillo. En Valencia
a esta hora ya la hubiera arrastrado para la playa, a Patanemo o a Bahía de Cata,
a vacilarnos el amor en una carpa bajo la luna y las estrellas.
Sojito se levanta bruscamente.
—Estas benzedrinas me han tenido toda la
noche con un hormigueo en los pies— dice, asomándose por la ventana—. Vamonós,
musiú. Ya está amaneciendo y tenemos parcial de Biología en la primera hora.
—
¡Qué bolas! — exclama Giancarlo —. Me siento
al lado tuyo para copiarme porque no he estudiado nada.
Ambos se despiden y salen. En el cruce de la
calle La Cuaima con Federación se separan. Ya hay tímidos rayos solares
despuntando en el horizonte. Pedro Esteban se encamina a su casa. Siente un
plácido mareo ribeteado de cálidos cosquilleos en los pies y en las manos que
le infunden inagotables dosis de energía cinética. Un pensamiento recurrente:
"¡Qué porquería es todo esto! ¡Qué porquería de pueblo!"
Entra a la casa. El desorden impera por
doquier. Piensa: "La entropía se apoderó de este sistema cerrado...
¡Barajo con la termodinámica!"
Todas las puertas están abiertas, dando la
impresión de moradas fantasmagóricas. Camina con sigilo, como si temiera
despertar a despiadados espectros.
Está pasando frente al cuarto de Elena. Unos
extraños aletazos solidificados llaman su atención. Se detiene y escucha con
atención creciente. Decide asomarse. Hay tinieblas afelpadas cediendo ante el
empuje de penumbras rojizas. Distingue el cuerpo desnudo de Elena, atravesado
sobre el crujiente lecho.
Se acerca con una mezcla de susto y
excitación. No la ve, en ese instante, como la lejana e indiferente progenitora
que ha arrojado por encima de sus vidas un manto de sopor fatigoso. Ha habido
una transformación entre ambos. El pequeño beato, devorador de vidas de santos
y ascetas, está enterrado bajo un grueso estrato sicotrópico. El pequeño beato
está aterrado por una avalancha de alucinaciones que resuenan en un jagüey de
escalofríos cojos. El cadáver del pequeño beato se pudre en una tumba de
colores centelleantes y nómadas.
La respiración de Elena es fatigosa y ronca.
Pedro Esteban la toma cuidadosamente por los hombros, la endereza y le coloca
la cabeza sobre un par de almohadas. Se retira un tanto. La escuálida luz le
permite contemplarla con sus ojos de pequeño beato cadáver. La ve con aprensión
de machito en ciernes. Un bulto se apretuja dificultosamente en su ingle. La
recorre de arriba abajo, detallando cada encrucijada de esa geografía tan
mortífera. Elena deja escapar un largo eructo y un difuminado vaho de alcohol
abofetea a Pedro Esteban. "Ella borracha y yo con esta trona",
piensa. No, no piensa. Hay un deseo que trepa como una enredadera perturbadora.
Su mano, inconscientemente, oprime la protuberancia entre sus muslos. La otra
mano se ha acercado tímidamente hasta uno de los senos de la diosa inerte. Lo
acaricia y lo estruja, suavemente pero con firmeza. Toca el pubis perdiéndose
en la maraña pilosa triangular, sin encontrar la raja bendita. Se baja el
pantalón y se coloca entre sus muslos entreabiertos, la cabeza entre las dos
cúpulas acaneladas que suben y bajan al compás de una respiración incierta,
casi asmática. Se desespera porque no consigue el surco del dolor y del placer.
Sigue a tientas, maldiciéndose por desconocer los senderos femeninos. Se
apodera de él un frenesí de ceremonia aborigen. La erección le produce chispas
topológicas en la mano mientras su boca babea epilépticamente las tetas de la
diosa yerta. Al fin consigue la grieta a la par que su otra mano sigue
friccionando con amotinada efervescencia el miembro. Tratando de dominarse
intenta penetrarla. Un temor inasible lo embriaga y el pánico y la frustración
quieren hacerlo llorar porque la sábana se mancha con su semilla beatífica en
la propia antesala del nirvana. Es un chorro incontrolable que lo moja a él y a
Elena con intervalos cósmicos. De súbito, el cuerpo de Elena se sacude. Se
aparta asustado y aun goteando para verla arquearse quejosamente. Elena vacía
una viscosidad biliosa. Pedro Esteban la empuja, con estupor de desahuciado,
haciéndole colocar la cabeza fuera de la cama para que no se sofoque con su
propio vómito. Le revolotea un recuerdo de Marilyn Monroe en la memoria. Trata,
al mismo tiempo, de arremangarse los pantalones y percibe la almidonosa humedad
con que su desvalida virilidad impregna el calzoncillo. Elena, luego de
expulsar la fétida gelatina, ensaya a recobrar su postura de espaldas, recogiendo
la pierna izquierda. Entreabre los ojos. Pedro Esteban está arrodillado fuera
de la cama. No quiere que ella lo vea todavía con el pantalón desabotonado.
Elena yace totalmente desnuda, manchada de semen y vómito, sin sentir una pizca
de pudor.
—
¿Qué haces aquí? — pregunta, con voz
cavernosa y aquejada de sueños estropeados.
Pedro Esteban no responde, en un disimulo de
vergüenza y culpabilidad.
—Busca un coleto y limpia todo eso— ordena
la diosa de las tetas erguidas y se vuelve a quedar dormida profundamente.
Once de la mañana.
Las muchachas del colegio "María Santísima"
salieron en tropelía a disfrutar del receso en el patio y los pasillos. El tema
de conversación era el consabido.
—Quién la hubiera visto con su cara de
mosquita muerta y su actitud de que nunca rompió un platico— comentó una
trigueña narizona con un peinado a lo Doris Day.
—Ni siquiera aguantó tres pedidas y salió
huyendo— remachó una flaca de cara larga y puntiaguda como una garza paleta.
—Ay, pero eso a mí, más bien, me parece...
¡tan romántico! — subrayó una gordita pecosa, haciendo gala de su desmedida
afición por las ofídicas telenovelas.
— ¡Qué romántico ni qué ocho cuartos, chica!
— descalificó la trigueña narizona — ¡A quién se le ocurre fugarse con un
portugués en una camioneta toda vieja y descascarada!
—Ay, chica, él es tan venezolano como
cualquiera de nosotras— protestó la gordita pecosa.
—Pero es un limpio— recalcó la flaca
carilarga.
—Y es más feo que un porrazo en una
espinilla a medianoche— intervino una catirita cabeza de escobillón.
—Parece un loro machorro— se afincó la flaca
garza paleta.
—Jesús, Rebeca, no seas tan ordinaria— la
reconvino la trigueña narizona.
—Siempre presentí que María Enriqueta era la
más valiente y osada de todas nosotras— suspiró la gordita pecosa.
—Y la más puta también— agregó la flaca
garza paleta, sin dar un respiro, provocando risillas cómplices de la trigueña
narizona y la catirita cabeza de escobillón.
—
¿A quién llamas así, estúpida? — resonaron
la voz y la autoridad de Julia Limardo, testigo involuntaria de la soez
afirmación, al irrumpir desde detrás de una columna que la había ocultado a la
mirada de las urracas parlanchinas.
—Mira, pues, quién sale a defender a la
otra— respondió, amoscándose, la flaca garza paleta—: ¡la noviecita del
mechudo!
—Una chismosa lengua de hacha es lo que eres
tú— replicó Julia.
La trigueña narizona y la catirita cabeza de
escobillón se amedrentaron con la fogosa aparición de Julia. No así la flaca
garza paleta:
—Defiendes a esa bandida porque eres igual a
ella. Tal para cual: cada ladrón juzga por su condición.
—
¿Y a ti quién te otorgó el derecho de
calificar a los demás? — fustigó Julia— Ocúpate de tus propios asuntos y no
seas tan entrépita.
Julia pretendió dejar, con esta respuesta,
zanjada la discusión. Comenzaba a alejarse cuando la voz arrogante de la flaca
garza paleta la detuvo.
—Yo no seré reina de belleza como María
Enriqueta y tú, pero por lo menos no ando enredada con drogadictos.
Julia se tornó con gesto de extrañeza.
—No hables idioteces, Rebeca.
La interpelada avanzó dos pasos, separándose
de las otras.
—La que no debe ser tan ingenua eres tú,
Julia Limardo. Avíspate y abre los ojos.
Julia permaneció paralizada por la
curiosidad. La flaca garza paleta aprovechó para consolidar la ventaja que le
ofrecía la sorpresa.
—
¿Cómo? ¿Todavía no sabes que tu mechudo y
sus compañeros de la banda de twist se
fuman el LSD como cochinos comiendo nepe? Estás igualita al marido que le ponen
cachos: ¡eres la última en enterarte! Yo que tú me cuidaría mucho de arrejuntarme
con esos marihuaneros.
Las otras arremetieron casi al unísono.
—Se la pasan con los ojos rojos como un
tizón— reseñó la trigueña narizona.
—Y la boca se les pone más seca que teta de
vieja— sentenció la catirita cabeza de escobillón.
Julia estaba atónita y luchaba por
disimularlo.
"La verdad es que a mí no me gusta nada
que los hombres se dejen crecer el pelo, la barba y los bigotes porque parece
que anduvieran abandonados y no como José Bardina y Raúl Amundaray que siempre
están bien peinaditos y buenosmozos", pensaba la gordita pecosa.
—Cuídate, Julia Limardo, porque leí en la
"Vanidades" que los hombres cuando fuman droga se ponen
esquizofrénicos y les da por atracar, matar y violar— advirtió, para finalizar,
la flaca garza paleta procediendo a abandonar el campo de batalla junto con las
otras tres.
Julia intentaba digerir la información mientras
se dirigía a la salida del colegio. ¿Qué significaba todo esto? "Rebeca es
chismosa", meditaba, "engreída y chocante. No, no puede ser cierto
nada de eso. Habrase visto. Los muchachos, es verdad, tienen sus rarezas pero
no creo que anden metidos en esa cosa tan repugnante".
Salió del colegio, presurosa. No deseaba
aguardar por el transporte escolar. Seguía desatando, en su confundida mente,
réplicas y contrarréplicas, alrededor de las petulantes disquisiciones de
Rebeca. Pero había una sombra tóxica en los huacales extraviados de su alma.
"Drogas, drogas", pensaba y asociaba imágenes abyectas, repulsivas,
pecaminosas. Estaba asustada.
Cruzó la calle. Distinguió, en el ancho lote
baldío que se extendía frente al colegio, una nube polvorienta que se
acrecentaba en galopes férvidos. Era Alfredito Enrile, acercándose, como si
huyera de pestes preñadas, encima de un cuarto'e milla.
—
¡Julia, Julia! — oyó gritar su nombre y
desaceleró el paso.
Alfredito Enrile desandó la distancia en
poco tiempo, colocándose al lado de Julia mientras contenía al brioso macho
tensando las riendas.
—Si me vas a preguntar por María Enriqueta,
Alfredito, déjame decirte, de entrada, que yo fui la primera sorprendida con lo
que pasó.
—Pero, ¿co-co-co-cómo es po-posible,
Ju-Julia? — atinó él a interrogar con su infaltable tartamudeo.
—No sé, no sé. Preferiría no hablar de eso.
—E-ese ma-maldito po-portugués. Si lo
vu-vuelvo a ve-er le voy a re-reventar el a-a-alma a pa-patadas — amenazó
Alfredito Enrile.
—Con eso no se soluciona nada. Si María
Enriqueta tomó esa decisión, sus razones habrá tenido...
—Pe-pe-pero es que no-no hay ni-ninguna
explicación, Ju-Julia.
Ella se había detenido. Miraba a la lejanía.
—Sí la hay.
— ¿Y-y-y
cuál es, e-entonces?
—Se enamoró, Alfredito. Simple y llanamente.
Todo el mundo quería obligarla a ser lo que ella no deseaba ser, a amar lo que
ella no tenía por qué amar, a guardar una apariencia que no se ajustaba a la
realidad de su corazón. María Enriqueta se obstinó de vivir en un mundo que no
es su mundo.
—N-No, Julia, de-déjate de pe-pendejadas. E-Esa
no-no es una ra-razón pa-para salir hu-hu-huyendo co-como u-una p...
Julia estalló en cólera, interrumpiéndolo.
—Te equivocas, Alfredito Enrile. Puede que
yo no apruebe su conducta pero eso no nos da pie para calificarla de
prostituta.
Alfredito demudó el enojo por la burla
amarga.
—Y yo-yo que estaba pe-pensando
se-seriamente ha-hablar con mi tío E-Efraín y mi-mi tía Ma-María Esperanza para
pe-pedirla e-en ma-matrimonio.
Julia lo escrutaba con ceño sardónico cuando
un ruido estrábico de metales en fricción la hizo volver la cabeza.
Gonzalo se acercaba, cabalgando una
desportillada Harley & Davidson de largos, angulados y cromados manubrios
que se reflejaban agresivamente en unos cosmopolitas espejuelos de aviador.
Frenó haciendo gemir los cauchos. Julia quedó flanqueada. Gonzalo lucía
risueño.
—Vengo del colegio— explicó, haciendo oír su
voz por encima del estruendo reseco de la moto—. Pregunté por ti y me dijeron
que hacía poco te habías ido.
—Sí. Decidí venirme antes de la hora. ¿Tú
conoces a Alfredito Enrile?
—Tanto gusto— expresó Gonzalo, con candidez.
Alfredito chasqueó los dientes
despectivamente. Gonzalo resintió el desaire.
—Bueno, creo que es hora de irme— intervino
Julia para cortar la tensión.
—Si quieres te llevo— ofreció Gonzalo.
—No, gracias. Prefiero irme a pie.
—Déjame llevarte, Julia. En realidad, a eso
vine— insistió Gonzalo, patentizando su interés especial por la chica.
—Es que... no sé si será correcto montarme
en tu moto— explicó ella, observando muy de reojo y rápidamente a Alfredito
Enrile.
— ¿Qué
tiene de malo que te vengas en mi moto?
Alfredito Enrile ripostó con tono gélido que
no lograba disimular su gaguera.
—A-aquí, e-en Mi-Miguaque, las mu-muchachas
decentes no se a-andan mo-montando en mo-moto como las pu-putas drogo-gómanas
de Ca-Caracas y Va-Valencia.
Gonzalo se irritó con la indirecta.
—
¿Qué tiene que ver la decencia con las
motocicletas?
—
¿Qui-quién es e-este pa-pazguato, Ju-Julia?
— increpó Alfredito Enrile, halando la rienda por la inquietud del macho ante
el ruido metálico — ¿O-otro de los hippies a-amigos de So-Sojito?
—Muchachos, por favor...
—
¿Qué es lo que te pasa a ti, imbécil? — retó
Gonzalo, crispando los puños.
—
¡Gonzalo, no! — Julia trató de aplacar los
ánimos.
—
¿Conque te-te las da-das de a-arrechito? —
el tartamudeo de Alfredito Enrile era ahora un hilillo de bucles engripados.
Gonzalo se sintió presa de una furia pagana.
Arrancó bruscamente con su moto levantando la rueda delantera. Dio una media
vuelta pronunciada y enfiló de frente contra Alfredito Enrile. El caballo se
encabritó.
—
¡Muchachos, no! — gritó Julia, echándose
hacia atrás.
Alfredito Enrile consiguió controlar al
macho. Con un breve caracoleo, esquivó el encontronazo y procedió a perseguir a
Gonzalo.
— ¡Pa-párate,
ma-maricón!
La humareda no lograba delatar quién
perseguía a quién. El lote baldío pronto se les hizo pequeño. Alfredito
jineteaba con destreza inscrita en el código genético. Gonzalo hacía que la
motocicleta se desgañitara en roncos bramidos.
Se entrecruzaron varias veces, como bizarros
caballeros en justas medievales, midiéndose y observándose con ira creciente.
De pronto, Gonzalo quiso sorprender con una
maniobra de esguince, alzándose y estirando su mano para halar a su
contrincante. Alfredito Enrile eludió el lance aprovechando el acendrado
dominio que tenía de su cabalgadura. Gonzalo se fue de lado, casi en
horizontal, procurando dar un giro pronunciado en alta velocidad. Un desnivel
del terreno le hizo perder el equilibrio. La caída fue brusca y aparatosa. Rodó
cinco metros y quedó tendido, largo a largo.
Alfredito Enrile giró, volviendo caras.
Espueleó al cuarto'e milla y enfiló al galope hacia donde estaba su adversario.
Había perdido todo sentido de la ecuanimidad.
Gonzalo vio, en nubes cristalinas
desenfocadas, lo que se le venía encima. Haciendo un esfuerzo denodado, se
apartó de las mortíferas coces logrando, con el mismo impulso, levantarse. Todo
le daba vueltas, pero el instinto lo guió en tres zancadas hasta la moto.
Alfredito Enrile venía cargando otra vez y todavía no conseguía encenderla.
Nuevamente creyó verse bajo los cascos del bruto.
Se agachó, dominando el mareo, en una
fracción de segundo y asió una laja. La lanzó con todas sus fuerzas y vio, a
través de una capa plástica de sudor, cómo atinó a clavársela en la frente,
tumbándolo del caballo. Un fortuito acto reflejo lo hizo brincar felinamente
para sortear al equino.
Alfredito Enrile sintió la sangre como un
manojo líquido en su cara. Una sombra arcillosa se le aproximó, prendiéndolo
por la pechera. De un templón, Gonzalo lo alzó con brusquedad. Alfredito Enrile
procuró soltar sus pesadas manos, en gesto defensivo, pero un veloz pescozón de
su contrincante lo desarticuló, cayendo al polvoriento suelo como un amorfo
saco de estopa.
Gonzalo lo miró arrastrarse. Sentía una
suerte de punzón hurgando entre sus costillas. Repentinamente, recordó.
Buscó a Julia, pero ella no estaba ahí. La
calle cercana lucía desierta. El azul mentolado del cielo y el terrible sol del
mediodía asesinaban las sombras.
La respiración de Alfredito Enrile se
escuchaba dificultosa. Gonzalo recogió su moto, la encendió a la segunda patada
y se alejó raudo, haciendo flamear su lacia melena por entre los cortinajes de
la canícula llanera.
Arístides Mazatlán se acercó pausadamente a
Sojito.
—El padre Carrasco quiere hablar contigo. Te
aguarda en su despacho.
Pedro Esteban reaccionó mecánicamente,
apartándose del corrillo que comentaba las incidencias del examen que habían
presentado en la mañana.
Se encaminó hacia la dirección del colegio
con la mente en blanco, del mismo modo como había efectuado la prueba parcial.
Traspuso la antesala y, sin pedir permiso a la secretaria, se introdujo.
El padre Carrasco estaba hojeando unos
textos. Levantó la mirada y observó a Sojito con ceño severo. Pedro Esteban,
sin inmutarse, tomó asiento en un sillón.
—Hacía tiempo que deseaba hablar con usted,
señor Sojo— dijo el padre Carrasco, levantándose molesto y recalcando con
acidez lo de "señor".
Sojito no respondió.
—Su conducta, en los últimos tiempos, ha
dejado mucho que desear— continuó el padre Carrasco, mientras llevaba el tomo
que había estado hojeando hacia un lugar vacío en un anaquel—. Su rendimiento,
lógicamente, también se ha visto afectado por la irregularidad de su proceder.
He visto sus últimas calificaciones y, francamente, no sé qué comentarios
podría usted hacerme al respecto.
Sojito miraba al vacío, sin expresión en el
rostro. El padre Carrasco se impacientó.
—Le estoy hablando, señor Sojo. Aguardo su respuesta— puntualizó el cura, secándose el
sudor.
Pedro Esteban ni siquiera se dio por
aludido. El padre Carrasco se enervó y golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Pero bueno, ¿qué falta de respeto es esta?
¡Hágame el favor de ponerse de pie cuando le hablo! ¿Cómo pretende usted entrar
al servicio de la Iglesia siendo incapaz de mantener la sumisión y el respeto
imprescindibles?
Sojito enfocó sus pupilas en él con aire de
euforia extraviada.
—Qué Iglesia ni qué Iglesia— musitó, con
desgano terroso.
—
¡¿Cómo?! — exclamó el padre Carrasco,
dejando flotar goterones de sudor y saliva.
—Vieja Iglesia no le gana a Pink Floyd... —
respondió Sojito, levantándose del sillón con pesadez.
El padre Carrasco se quedó atónito ante lo
fuera de contexto que le parecía la escena. Usualmente, la sola imponencia de
su corpachón sudoroso y montaraz amedrentaba a los muchachos más rebeldes. Y,
de complemento, siempre tenía a la mano una regla de corazón de acapro, mentada
"La Milagrosa", con la cual lograba restablecer la disciplina. Se
decidió a darle una lección a quien había sido el favorito de sus alumnos. Tomó
la regla y se abalanzó presuroso hacia él.
Sojito le había dado la espalda. Iba hacia
la puerta.
—
¿Qué dijiste, infeliz? — alcanzó a decir el
padre Carrasco antes de arrearle el primer palmetazo a Sojito por el omoplato,
con fuerza desmedida por la furia que lo embargó al notar la displicencia del
discípulo.
Pedro Esteban sintió un ardor náufrago.
Antes de que pudiera reaccionar fue víctima de otro reglazo. Y de otro. Y de
varios más.
El padre Carrasco parecía ensañarse. Sus
ojos eran dos muecas bizcas y brotadas. ¿A quién golpeaba con tanta cólera? En
cierto recuadro fugaz del vértigo empapado en sudor, se vio a sí mismo en
ardides de autoflagelación. En otra secuencia de carrusel en barrena, vio la
boca sensual de Elena abriéndose golosa y lúbrica.
La mano del padre Carrasco descendió por
última vez, ya sin fuerzas. Colocó a "La Milagrosa" sobre el lomo de
Pedro Esteban como si, desdeñosamente, lo estuviera armando caballero. Su frente,
poblada por transpiraciones inhóspitas, viró hacia la puerta. Vio la silueta de
la secretaria, aterida por la sorpresa y con la mano en la boca, reprimiendo un
grito.
—
¡Váyase! ¡Cierre la puerta! — le ordenó. La
temerosa mujer obedeció sin un respingo.
Se agachó para recoger el exánime cuerpo de
Sojito.
—No me toques, balurdo— exhaló Pedro
Esteban, al tiempo que se arrastraba con impulso eléctrico para evitar la mano
del cura.
—Señor Sojo, perdóneme. No sé lo que me
pasó— alcanzó a decir el padre Carrasco, por primera vez en su vida abrumado
por la vergüenza de haber tenido que recurrir a los bárbaros palmetazos.
Pedro Esteban se levantó con un dolor de
salmos resecos.
—Estoy tan apesadumbrado al verlo de esa
manera, señor Sojo. A usted que ha llegado a ser mi alumno favorito por su
inteligencia, por su aplicación y por su esmero en el estudio. Ahora que lo
veo, entregado al vicio y a las bajas pasiones, he creído verme a mí mismo.
El padre Carrasco hablaba en un dialecto
cándido, como si estuviera representando un monólogo escrito por dramaturgos
tercermundistas.
—Porque, ¿sabe?, usted, señor Sojo, es como
yo: vanidoso, concupiscente y ególatra. No se culpe, señor Sojo. He anhelado
redimirme haciendo de usted un bálsamo para mi némesis. He deseado convertirlo
en un paradigma. Hasta hace poco, usted lo ha sido, ¿no es cierto? Recuerdo
cuando venía usted a preguntarme detalles de la vida de los santos varones de
la Iglesia. ¿Lo recuerda usted también?
El padre Carrasco parloteaba con cadencia de
actor de ateneo tercermundista.
—Notaba claramente los atributos de la
piedad que lo revestían de esa aura mística que siempre portan los elegidos.
Apuesto a que lo embargaban crisis ascéticas. Ah, ya veo que estoy en lo cierto
por la manera cómo reacciona usted, señor Sojo, y no me sorprende porque yo
también, cuando tenía esa maravillosa edad de la inocencia y del paraíso
perdido, las sentía. Me oprimían el alma, señor Sojo, y me sentía cerca del Señor.
Quería ser un cardenal santo a toda costa. Soñaba despierto. Me veía
beatificado y purpurado, confortado por el orgullo de mi madre que ahora está
en el cielo.
El padre Carrasco peroraba con énfasis
siseante de crítico literario tercermundista.
—Hasta podía ver, nítidamente por lo demás,
mi nombre en gruesos caracteres de periódico: ¡el primer cardenal santo de
Venezuela! Con mucha suerte, por supuesto, si antes no me ganaba la partida
José Gregorio Hernández. Y mi espíritu se elevaba impoluto, como nube de
incienso, como pájaro desnudo.
El padre Carrasco despercudió su alma con
sinceridad de intelectual de cafetín tercermundista.
—Pero, ¿qué digo? ¿En qué me convertí? Hubo
un día, señor Sojo, en que percibí la prisión de la carne por vez primera. Los
pinchazos de la envidia y los mordiscos de la lujuria. ¡Dominus vobiscum! Leí una y mil veces los evangelios para encontrar
inspiración y consuelo. Esos fueron mis cuarenta días en el desierto. Cuarenta
días de ayuno y transfiguración contemplativa, luchando a brazo partido con el
pérfido demonio y sus abyectas tentaciones. Su espada llameante tasajeaba mi
carne y yo gozaba sufriendo porque sabía que la mano del Todopoderoso estaba
cerca para rescatarme de esas tentaciones babilónicas. Me di el gusto de
resistir y demostrarle a mi Padre, que todo lo oye y todo lo ve, que era digno
de Él y de Su gloria.
El padre Carrasco esbozó una sonrisa de
prohombre culturoso tercermundista.
—El día cuando entré al seminario supe que
había vencido en la batalla. Escuché unas trompetas celestiales que señalaban
mi destino de miembro por derecho propio del santoral. Era un encantamiento
maravilloso, señor Sojo. Ya tenía un pie dentro del cielo.
El padre Carrasco ensombreció su semblante
con falsa hidalguía de escribidor barbudo tercermundista.
—Pero nunca conté con los putrefactos
gusanos que quedaron viviendo en las heridas que me infligió Satán en esta
carne perteneciente a este irredento mundo. La fortaleza de mi deseo de
santidad cardenalicia fue, a la vez, la debilidad de mi perdición. ¡Qué de
sueños pecaminosos me atormentaron en esas noches de claustro, convirtiéndose
en obsesiones ceremoniales paganas, en liturgias sensuales que practiqué con el
pudor insensato de los excomulgados! Creí perderme en laberintos de barro. El
suicidio vino a mí como la expiación necesaria. Me dije: ¡afróntalo, afróntalo,
afróntalo! Esa es la solución de los valientes. Ni siquiera a eso podía llegar.
El padre Carrasco se mesó la calva con hipócrita sumisión de poetastro
urbano tercermundista.
—Adiós, santidad. Adiós, beatitud. La
pusilanimidad es tan grande, señor Sojo, que ni siquiera logro desprenderme de
estos hábitos. Envidio a las macaureles y a las mapanares que cambian de piel.
Pedí un millón de veces: ¡metamorfosis, ven a mí! Pretendí errar en universos
embriagados y heme aquí: confuso, desquiciado y desnudo. Cuando llegué a Santa
Narda de Miguaque creí posible enmendarlo todo. Estaba usted, además.
El padre Carrasco miró a Sojito con infatuación
de feminista morrocotuda tercermundista.
—Era como mi otro yo redivivo, ávido de una
nueva oportunidad para alcanzar la epifanía. ¡Juro por todos los ángeles del
cielo que lo intenté de veras! Traté de guiarlo, señor Sojo, por el itinerario
que nos indican las sagradas escrituras. Pero, a la larga, tenía que fallar. No
había escapatoria. La carne se impone con denuedo. Quisiera desgarrarme la
epidermis y arrancarme las gónadas para no sentir más estos buitres
enceguecidos que me picotean las entrañas, sin dejar de bailar al son de una
tonadilla macabra y sangrienta. Quisiera vaciarme las órbitas para no ver más
esas obsesiones de pedernal que estallan en mi alma como mil chispazos, como
mil fogonazos. Vivo ofuscado por deseos de fornicar, por deseos de avaricia, de
codicia, de ira, de sevicia, de blasfemias, de locura.
El padre Carrasco se reía. Sus carcajadas
resonaban como un hipo tóxico en el crucifijo de la mesa y en el retrato de
Juan XXIII que colgaba de la pared.
—Ayúdeme, señor Sojo— dijo, recomponiéndose
un tanto—. Ayúdeme, se lo suplico, en retribución de lo mucho que he hecho para
que su alma pertenezca a la pléyade de los bienaventurados de nuestra santa
madre Iglesia. Tiéndame una mano, señor Sojo. No deje que me hunda en la ciénaga
de la infamia. Ambos estamos hechos de la misma argamasa y nos merecemos un
tantico de lealtad mutua. Nos parecemos como dos gotas de agua, ¿no le parece,
señor Sojo?
El padre Carrasco pretendió tomar a Pedro
Esteban del brazo.
—No se aparte, señor Sojo. Déjeme contar con
usted. Deténgase, por favor.
El cura, alucinado, perseguía a Sojito por
la minúscula oficina.
—Deberíamos vivir en simbiosis, como los
líquenes. Qué bien, ¿verdad?
Sojito se tropezó con "La
Milagrosa". La rescató del suelo y, con movimiento zorruno, le asestó un
tarrayazo al padre Carrasco por el pecho. El sacerdote detuvo su marcha y, por
un momento, pareció que recuperaba sus cabales.
—Pero, ¡¿cómo se atreve a...?!
—
¡Microorganismo obtuso! — lo adjetivó
Sojito, volviéndolo a sonar por la
rabadilla y por las corvas.
—
¡Yo soy la roca que golpea a la ola! —
replicó, transido de dolor, el padre Carrasco, adelantándose en veinte años a
la canción del "Puma" José Luis Morillo.
—
¡Germen putrefacto! — lo arreó Sojito por el
cuadril.
—
¡Es una deuda que tengo que pagar, como se
pagan las deudas del amor! — juliojaramilleó el padre Carrasco, arrostrando tormento
en las batatas y los calcañales.
—
¡Carcinoma de apostasía! — Pedro Esteban le
descargó "La Milagrosa" por el occipucio y por el cogote.
—
¡En El Cañaguate está mi martirio! — el
padre Carrasco entró en éxtasis.
Los palmetazos tenían ritmo de guaguancó.
—
¡Dios mío... qué locura es esta! — irrumpió
la secretaria, arrebatándole "La Milagrosa" a Sojito.
El padre Carrasco, catatónico y sofocándose
en pleamares de sudor, se imaginaba bailando mambo moruno con la virgen de La
Macarena (que extrañamente se parecía a Elena) en el "Roof Garden" de
Zaragoza, Ohio.
Los carrillos regordetes de Juan XXIII ahora
le sonreían una plácida mueca, con guiño y todo, a Sojito.
—Lo van a expulsar por esto— advirtió la
secretaria, ayudando al vapuleado y ensopado cura a erguirse.
—Aquí es— anunció Pedrarias.
"La Miguaqueña" abandonó la
avenida Urdaneta en la esquina de la plaza Candelaria, yéndose a estacionar a
corta distancia de una venta de churros.
María Enriqueta observó el grisáceo edificio
de arquitectura muy en boga en los años cincuenta. Le parecía estar en Europa
por la profusión de ibéricos por doquier.
—
¿Estás seguro que hacemos bien, Wilson? —
preguntó.
—No te preocupes.
Descendieron ambos y se introdujeron en el
inmueble. Dentro del ascensor, Pedrarias le tomó la mano y la miró con
afectividad profunda. María Enriqueta recostó su cabeza en el pecho de él.
La puerta del ascensor se abrió. Avanzaron
por un pasillo relleno de tonalidades crema y azul cielo. Pedrarias pulsó un
timbre frente a un apartamento de sólida puerta de cedro. Al abrirse, una
venerable cabeza canosa emergió.
—Tía Fafá— dijo Pedrarias, abrazándola con
efusividad. Tornándose, la presentó: — Ella es María Enriqueta.
La tía Fátima la escrutó sin malicia.
—Pasen. Eishtán na sua casa— respondió, con
grueso acento portugués.
Hubiera querido darle la mano a María
Enriqueta, pero lo sorpresivo de su aparición y las conjeturas que no tardó en
hacerse, aunadas a la tradicional reserva campesina lusitana, la restringieron
un tanto. Sentía algo de nerviosismo y luchaba por no transparentarlo.
—Vou a fazer augo de café. Sémtense que ya
jregreso.
Los dos fugitivos se apoltronaron uno junto
al otro en un sofá de paletas.
—Ya vas a ver cómo es ella. Es un ser muy,
pero muy especial.
María Enriqueta asintió mientras paseaba la
mirada por el austero apartamento, engalanado por una borrosa ampliación
de una pareja matrimonial proveniente
de los remotos años de la Gran Guerra Europea.
—Esos son mis abuelos— describió Pedrarias—
cuando se casaron en Aveiro, hace como quinientos mil años, durante el período
jurásico de la era secundaria, según palabras textuales de Sojito. Aquella es
la máquina de coser con que tía Fafá me arremangó los pantalones de kaki que
tenía puestos el día que te conocí, ¿te acuerdas?, y ese es el pick up donde estrené el primer disco de
Los Beatles que compré.
En eso salió la tía Fátima con una bandeja,
una tetera y tres tazas.
—Perdounen lo malou. Eish que casi numca
jrecéibo visítash.
—No se preocupe, señora Fátima— dijo María
Enriqueta, incorporándose para ayudarla con el servicio—. Aunque es la primera
vez que nos vemos, creo conocerla de toda la vida por lo mucho que Wilson me ha
hablado de usted.
La tía Fátima sirvió el café
parsimoniosamente. Los tres comenzaron a sorberlo sin mucho apuro, como dando
tiempo al tiempo por no saber qué decir.
—Y bien, tía Fafá— se aventuró Pedrarias a
romper la reserva —, ¿cómo te parece mi mujer?
María Enriqueta bajó la mirada con un ligero
rubor. La tía Fátima colocó gravemente su taza a medio consumir sobre la
bandeja.
—Acredito,
Coquinho, que por o ben de toudosh, não se débem apresurar as cóisash. He
sabéido o que ushtéidesh han héishu. Eu lo sentu muito cuando vou a decir
éishtu: pensu que os dóish han cometidu um tejrrible ejrror.
El semblante de Pedrarias se ensombreció.
María Enriqueta no despegaba la vista del piso.
—Não han
debéidu haberse eishcapadu de la forma em que lo fazeron. Ashá, no Miguaque,
quedou um lío enorme porque ushtéidesh em suo egoishmu, se oulvidárum que
exíshtem duas famíliash preocupáidash por o que acontece a ushtéidesh dóish.
—Dos familias, tía— interrumpió Pedrarias—,
que siempre se han opuesto a dejarnos vivir lo nuestro en libertad. El egoísmo
no es nuestro, es de ellos.
La tía Fátima no se inmutó por el vigor con
que Pedrarias defendió su parecer.
—Vocé puode
falar assim, Coquinho, con toda éisa déishpreocupação porque vocé é um hombre. Nada
pierde, ningué. Pero féijate en esha. Esha perdeu a sua inocencia. ¿Con qué se preseinta esha na sua casa, agora depóish
de éishta aventura que não tem ningún sentidu?
—Su casa es donde yo esté. ¿Es que no
comprendes, tía? Ya ni siquiera la considero mi noviecita. ¡Es mi mujer! La
mujer que elegí, y que me ha elegido, para pasar juntos el resto de nuestras
vidas.
—Esha é uma
menor de edade, ante la religião y la jushtéicia. Não pode casarse ni
comprometerse sim la aprobação de suo pai e de sua mai.
—
¡Al diablo con la religión y la justicia! —
ripostó Pedrarias.
La tía Fátima se levantó como un resorte.
—¡Não
blashféimesh na minha casa, Coquinho!
Un silencio sin asilos descendió durante
varios segundos. Pedrarias se mordía la lengua.
—Vocé sabe bem
que sempre he deseado o melhor pra vocé— retomó la tía Fátima, luego de
respirar profundamente— porque háish séido casi como um filho pra mim. Pero
éishtu não pode ser. Ash cóishash na vida tem a sua manera de ajrreglarse. Não de éishte móudo,
eishcapándose coumo bandéidush, jrompendu con todos osh precéitush y bushcandu
jrefugiu no pecadu. Vocé não pode dishponer da véida de éishta criatura como si
vocé eishtuviera jugando áish eishcoundéidash.
—Yo me vine con él porque así lo quise,
señora Fátima— replicó María Enriqueta, con la voz a punto de quebrársele—.
Además, yo lo amo.
Pedrarias se levantó, aproximándose a la tía
Fátima.
—Compréndenos, tía Fafá. Si hicimos lo que
hicimos es porque no teníamos más alternativas. Hubiésemos querido que nuestros
padres comprendieran nuestra situación y, a lo mejor, todo habría resultado en
un noviazgo convencional. Pero no se pudo. Nos erigieron barreras
infranqueables, nos acosaron, nos hostigaron y nos vilipendiaron. Llegó un
instante en que no pudimos soportar más estar separados por convencionalismos
idiotas. Y aquí estamos.
La tía Fátima, resignada, se tornó hacia
Pedrarias.
—E agora, ¿qué
éish o que quiérem?
—Que nos ayudes— contestó él.
—Perou...— titubeó la tía Fátima.
—Escucha, no deseamos importunarte. Sabemos
que nuestra posición es delicada, pero estamos resueltos a llegar hasta el
final. En este momento precisamos de tu apoyo moral porque, de hecho, nos hemos
quedado sin familia.
La tía Fátima cavilaba.
—Tenemos que buscar, en lo inmediato, un
lugar donde asentarnos— prosiguió Pedrarias— y yo tengo que conseguir un
trabajo. Nuestras intenciones son serias, tía Fafá. Hasta pensamos casarnos lo
más pronto posible. Pero necesito que me ayudes hablando con cualquiera de tus
conocidos para que me emplee. Es todo lo que te pido. ¿Nos ayudarás, tía?
Pedrarias y María Enriqueta, tomados de la
mano, aguardaban ansiosos la respuesta.
—Não sé si será cojrrectu...
—Cuando se ayuda a dos personas que se
quieren, como Wilson y yo, nada es censurable, señora Fátima. Créame cuando le
digo, de todo corazón, que no hemos buscado perjudicar a nadie.
—Tudavéia
éiresh muito niña pra falar asim.
—Puedo tener poca edad— afirmó María
Enriqueta con convicción—, pero me siento responsable y capaz para asumir el
rol de mujer al lado del hombre a quien amo.
La energía de los jóvenes acabó por
convencer a la tía Fátima.
—Eishtá bem,
eishtá bem. Vou a ashudarlus.
—Gracias, tía Fafazinha— los ojos de
Pedrarias relampagueaban de alegría—. Sabía que no nos podías fallar.
—Vou falar mañana méishmu con váriush
paisánush pra ver quem de éshush pode emplearte, Coquinho. Por o méinush não os vou a dejar murir de hambre. A
propóisitu, ¿dónde eishtán vivemdo agora?
Pedrarias le refirió el hotel donde habían
pernoctado.
—Recojan as
suas cóisash e se múdam pra no apartamentu do Sabana Grande. Coquinho
lo conoce. Pódem utilizarlo mentras eishtá desocupadu. Aquí eishtán as shaves.
Pedrarias la abrazó con infinita ternura.
— ¡Tía
Fafá!
La tía Fátima se zafó con tenue timidez.
—Ea, vai agora.
Vai, Coquinho.
Pedrarias y María Enriqueta se marcharon,
radiantes. La tía Fátima procuró distraerse recogiendo el servicio de café y,
mientras fregaba, no dejaba de preguntarse si había hecho bien.
Sonó el teléfono. La tía Fátima acudió a
responder.
—¿Sí? É Fátima
que fala... Sí...
El rostro de la tía Fátima comenzó a cambiar
de expresión.
—Não pode
ser... pero si eu... no meu apartamentu de Sabana Grande... Eishtá
bem... Tudu bem... Adéush...
Colgó y se quedó pensativa.
La noche cayó sobre el pueblo de Miguaque
con el entusiasmo de una sustancia sin fronteras.
David atravesaba las polvorientas calles que
aleteaban por las resecas orillas de la antigua laguna de La Chamana, ahora
convertida en un lodazal astillado, pletórico de basuras, carroñas nostálgicas
y mosquitos impertinentes. El calor se entronizaba en filigranas sin sedativos.
Divisó el viejo corral de doña Martina,
reguero de paredones mutilados e invadido por abrojos, tributarios de desidia y abandono. Constató que nadie lo
había seguido. Con apuro recogido, penetró al interior de las cenicientas
ruinas. Un viento de guásimos disonantes lo conminó a pegarse de las húmedas y
mohosas paredes. La oscuridad era un ensalme desconocido.
Tenía miedo de caerse, por lo cual asió
contra su pecho el paquete. Siguió avanzando con asombro colindante con el
pavor. De haberse tropezado con un búho, habría salido corriendo como diablo
que lleva el alma. Atisbó entre la niebla invisible y vio un murmullo lumínico
que describía una especie de elipse juguetona. Descubrió el viejo truco de la
brasa de cigarrillo girando y el efecto consiguiente producido por la permanencia
de la impresión en la retina.
— ¿Eres
tú, Davo?
—Sí.
—Vente, pues.
David avanzó, más confiado. Azaelito lo
aguardaba, sentado encima de una astillada gavera de refrescos.
—Te traje esta ropa que estaba en el
escaparate tuyo— dijo David, entregándole el alijo.
— ¿Nadie
te vio venir?
—Negativo.
— ¿Seguro?
—Pero bueno, Lito, ¿cuál es el misterio?
—Las precauciones nunca están de más. La
cosa está pelizorrera. ¿Me conseguiste algo de plata?
David extrajo del bolsillo cinco billetes de
a cien bolívares.
—Toma. Los saqué de mi cuenta porque me daba
pena pedírselos a mi mamá, mucho menos a mi papá. Le hubiera dado una
apoplejía.
—Gracias, Davo.
Se escuchó un grito cercano, oculto detrás
de unas ramas que arrojaban sombras chinescas.
— ¡David,
samamabísch!
Azaelito se levantó como tocado por el rayo.
Con espasmo félido, un treinta y ocho especial "Smith & Wesson"
apareció en su mano. David sintió sus piernas como gelatinas candentes.
—
¡David, samamabísch!
— se volvió a escuchar la voz, acompañada de crujidos en el montarascal— ¿Con
quién te encuentras en el extravío contingente de este cementerio sórdido?
—
¡No lo tires! — conminó David a Azaelito,
quien se aprestaba, sin duda alguna, a apretar el gatillo — ¡Es Sojito!
Pedro Esteban brotó como un espectro,
apartando escombros botánicos.
—Te dejaste seguir— recriminó ácidamente
Azaelito.
David se quedó inmutable, sujetándole el
brazo a su hermano para que no se le fuera a ir un disparo.
Sojito se acercó, escudriñándolos.
—
¿Y éste quién es, don David? Si no tuviera
esa barba de guerrillero bizantino me atrevería a jurar que se parece a
Azaelito.
—Es Azaelito — confirmó David.
— ¿Entonces,
Azaelito? — saludó Pedro Esteban.
Azaelito refunfuñó, disgustado.
—Coño, carajito, de vainita no te pegué un
plomazo.
Sojito ni se perturbó siquiera a la vista
del arma.
—
¿Se puede saber de dónde carrizo sales tú? —
inquirió David.
—Te siguió — insistió Azaelito —. Ahora todo
el mundo se va a enterar que estoy aquí.
—No es mi norma seguir a nadie, y mucho
menos por estos maramarales donde se está perfectamente expuesto a la mordedura
de terribles reptiles— empezó Sojito a explicarse—. En realidad, debo confesar
que llegué aquí primero que ustedes desde esta tarde, buscando refugio ante la
persecución de sicarios que anhelan apoderarse de mi pellejo para freírlo en
aceite y exhibirlo en lo alto de una pica, como hicieron con el general José
Félix Ribas en tiempos de la Guerra a Muerte.
—
¿Por qué hablas como un intelectual
colombiano, Sojito? — preguntó Azaelito, con ciertas ganas de reír.
—Está fumado— constató David, denotando un
rastro de enojo—. Así que viniste para acá a ocultarte después de la pelotera
que armaste hoy.
Sojito se encogió de hombros.
—Mi memoria no registra incidentes dignos de
la caridad del recuerdo.
— ¿De
qué hablan ustedes? — intervino Azaelito.
David hizo el relato de los palmetazos del
padre Carrasco. Azaelito rompió a carcajadas, gozando un imperio con la osadía
del ex pichón de cura.
—Eso sí que estuvo bueno. Y pensar que fue
Sojito quien le dio su escarmiento a ese mequetrefe— recalcó Azaelito, hipeando
por la hilaridad.
—En tremendo lío te has metido, chamo—
reconvino David a Sojito.
—Como dice el escatológico intestino grueso:
¡son gases del oficio! — argumentó Pedro Esteban, prolongando su euforia
artificial.
—Lástima que malgastes toda esa energía que
tienes en ese asunto de drogas, Sojito. Un tipo con tu inteligencia debería
canalizarse mejor en el ámbito de la dialéctica social, sobre todo cuando se
vive en un medio limitado como éste, signado por la podredumbre de valores y la
complicidad.
—Tienes razón, Azaelito— respondió Pedro
Esteban—. Pero, ¿cómo podríamos encauzar nuestras aspiraciones?
—De la forma como hiciste con la persona de
ese cura torpe y corrompido: golpeando y aniquilando.
David hizo patente su inconformidad.
—No estoy de acuerdo con la violencia.
—Eso es relativo, Davo. Gandhi estuvo
acertado en la India. Pero, aquí y ahora, te llega el instante en que descubres
cómo se maneja el tinglado y debes decidirte a luchar contra tanta iniquidad.
Fíjate, yo creo que Sojito no levantó su mano contra el padre Carrasco por
meras desavenencias personales sino que, en el fondo, tuvo su primera rebelión
contra ese monstruo irradiador de ignorancia y superstición que ha sido la
Iglesia Católica. Aliados con nuestra oligarquía, con los militares y con los
políticos mediocres, los curas se han encargado de anestesiar a nuestros
pueblos con toda esa sarta de sandeces que predican desde el púlpito para
mantenerlo sumiso, obediente y engañado. Medio te atreves a cuestionar o a
develar la ignominia de esa coalición perversa y tienes que huir, tal como lo
estamos haciendo en este momento Sojito y yo. Bien lo dijo Marx, la religión es
el opio del pueblo. O la marihuana. Nos quieren adormecer para explotarnos
mejor. Antes de que eso suceda, prefiero que ellos sean barridos de la faz de
la tierra con todos sus sirvientes, lacayos y títeres. Y en eso estamos,
Sojito.
Pedro Esteban meditó un tanto al conjuro de
estas palabras que enjugaban el pozo de resentimientos en la ebullición de su
alma.
—
¿Tú crees que sea llegado el momento de
organizar una eutanasia política? — preguntó.
—Claro que sí. Esta generación de barrigones
miopes y picados de viruela que nos gobierna fracasó. Lo peor de todo es que no
están dispuestos a aflojar el poder por las buenas, aun cuando se llenen la
boca hablando de democracia y elecciones mientras, simultáneamente, masacran al
pueblo, al estudiantado y a todo aquel que se manifieste públicamente con
cierta dosis de dignidad. ¿Ustedes no han escuchado hablar de los cientos de
desaparecidos durante el gobierno de Leoni, política que, al parecer, ha
decidido continuar Caldera? ¿No han escuchado hablar del asesinato del profesor
Lovera? ¿De los campos de concentración, muy al estilo nazi, de Yumare, Cachipo
y La Pica?
David asomó un titubeo de respuesta.
—No.
—Yo sí he oído hablar de todo eso—
prorrumpió Sojito, ya un tanto más sobrio—. Pero siempre se nos ha dicho que
esas son leyendas de la propaganda comunista, magnificadas por Radio Habana-Cuba.
¿De verdad que eso existe, aquí en Venezuela?
Azaelito se tomó su tiempo.
—A ti te parecerá increíble, pero es cierto.
Este país es una ficción, excepto para los grandes aprovechadores del sistema.
Los ricos, los curas, los militares y los políticos. Los demás, que coman
mierda. Por eso es que existe la guerrilla, para luchar y doblegar a los
explotadores quienes, a su vez, son fichas teledirigidas desde la CIA y el
Pentágono en resguardo de las transnacionales. La consigna es una sola,
muchachos: Patria o Muerte, como firmaba el Che sus proclamas. Yo decidí cuadrarme
en esta lucha.
—... y vivir huyendo, sin tener un sitio que
te pueda acoger sin reservas y teniendo que dormir con un ojo abierto y el otro
cerrado— se atrevió David a replicar.
—
¿Qué importan los riesgos, Davo? Al final,
lo único que prevalecerá es la transformación de esta sociedad injusta en una
sociedad de hombres nuevos y libres. Por los momentos, son las balas y la
pólvora las que hablan. Pero te aseguro que, una vez que triunfemos, todo será
distinto porque nuestra meta es esa, luchar por un hombre nuevo en una patria
libre de ataduras foráneas.
—Yo te ayudo como hermano pero no deseo
verme involucrado en hechos sangrientos, porque mi ánimo no los tolera— dijo
David, sincerándose.
—Creo que Azaelito tiene razón, David—
manifestó Sojito—, porque ya es hora de dejar la abulia y la comodidad y dar un
paso al frente para ponerse en acción. Hay que desquitarse el engaño con fuego.
No es posible que nos hayan tenido con los ojos vendados todo este tiempo. Es
terrible despertar y hartarse de esta repugnante realidad que han pretendido
ataviar con coronas de lirios podridos. Tenemos que desengañarnos y ayudar a
los demás a que se percaten del orín y el moho que corroen a este sistema
cadavérico, empezando por sacudir hasta sus cimientos a ese compendio de mitos
indigestos que es la Iglesia Católica. Después nos podemos ocupar de los
áulicos, los cortesanos, los chupasangre y los gorilas sádicos.
Azaelito se manifestó complacido.
—Eso es Sojito. Hay que pasar del palabrerío
inocuo a la acción.
David se desperezó con cierta aureola
desilusionada.
—Yo mejor me voy. ¿Necesitas algo más, Lito?
—No, Davo, gracias. No desearía que te
marcharas disgustado conmigo.
—Jamás me enojaría contigo, Lito. Eres mi
único hermano. Solamente aspiro a que te encuentres a ti mismo y reconcilies tu
energía de cambio con el resto de la sociedad. Por favor, no vayas a perpetrar
algo de lo que después puedas arrepentirte.
—No lo haré. Te lo aseguro.
—Y tú, Sojito, si quieres puedes venirte
esta noche a mi casa y quedarte hasta que soluciones todos tus rollos. Te lo
digo de sinceridad porque tú eres mi pana.
Sojito abrazó a David, emocionado.
—Gracias, David, pero esta noche iré a
dormir donde mi abuela. No te preocupes por mí. Me quedo un rato aquí, mientras
se hace tarde para que no me estén atisbando por esas calles. Aprovecho y
converso con Azaelito de todas estas insólitas realidades.
David se quedó mirándolos a los dos por
cinco segundos. Por fin, decidió levantar vuelo.
—Okey, pues. Cuidado con vainas.
—Tranquilo, David— respondió Sojito,
viéndolo alejarse—. Se preocupa mucho, ¿verdad?
—Siempre ha sido así. Pero es un tipo leal y
de una sola palabra. Retomando el tema, ¿qué tienes pensado hacer ahora que me
has hablado con tanta intensidad de agarrar al toro por los cachos?
—Te lo voy a decir después que me eches el
cuento de qué es lo que se traen entre manos tú y tu gente porque, déjame
decirte, que desde que te oí hablando de esa manera me di cuenta de que no
estás aquí por azar y, mucho menos, íngrimo y solo.
Azaelito no pudo reprimir una reacción
jocosa.
— ¡Este
Sojito es una vaina seria!
Gonzalo dobló en la esquina de las calles La
Cuaima y Federación.
La Harley se deslizó por la bajada en
segunda velocidad, dejando escapar un ruido bronco capaz de asustar a cualquier
rata de albañal. El aire recalentado lo golpeaba en la cara como alas de
guacamayo bisoño.
Se detuvo frente a la casa salpicada de
verrugas blancas de cemento. Se sentía extraño, con cierta pesadez ecológica en
el estómago. En el fondo de su mente, se imaginó desistiendo, montándose de
nuevo en la moto y yéndose. "¿Qué me pasa?", pensó, "primera vez
en mi vida que ando con tanto nervio y todavía no le he hecho ni dicho nada. ¿O
acaso será por eso?"
El timbre sonó con agonía de libelo bíblico.
Un rostro pálido de viuda casta asomó detrás de una ventanilla.
— ¿Qué
desea?
— ¿Está
Julia?
—Un momento.
La señora Raquel, viuda de Limardo, entró a
la habitación de su hija y le habló a través de su reflejo en el espejo frente
al cual Julia se estaba peinando.
—Ahí te busca un joven.
— ¿Quién?
—Un melenudo.
Julia detuvo el patinar del cepillo. La
señora Raquel percibió el gesto. Julia se levantó de la banqueta, abrochándose
la blusa.
—Es uno de esos muchachos, ¿verdad?
—
¿A qué te refieres? — preguntó Julia,
deteniéndose en el umbral.
—En el pueblo se están comentando cosas.
Julia sostuvo la mirada de su madre.
—Le diré que se vaya cuanto antes.
—Es lo mejor.
Atravesó la estrecha sala, como si flotara
por entre los muebles metálicos. Abrió la puerta y, con el mismo movimiento, la
cerró tras de sí. Quedaron frente a frente en el angosto corredor.
—
¿Qué deseas, Gonzalo? — preguntó, con cierta
gelidez, observando, de paso, los raspones y alguna que otra contusión en su
faz.
—Hablar contigo.
Ella exhaló, denotando contrariedad. Se
adelantó y buscó el aire tibio de la noche al final del corredor que daba a la
acera.
— ¿De
qué? ¿Del espectáculo de hoy?
—Oye, el tipo ese me provocó — replicó él,
yendo tras ella.
Sin poder contenerse más, lo increpó.
— ¿Qué
es lo que está pasando aquí, Gonzalo?
Había una perplejidad de galeote en la cara
de Gonzalo.
—Estas cosas raras que están pasando aquí en
Miguaque...
—No
me dirás— la interrumpió— que un poco de diversión, en estos pueblos
olvidados de Dios, no cae mal.
—Tú lo tomas a broma porque no eres de aquí.
Eres como esos indios que le pegan candela a la sabana y se marchan rampantes,
sin importarles nada y sin ni siquiera voltearse a ver la tierra calcinada que
dejan atrás.
—No es para tanto, Julia...
Ella estaba a punto de enfado.
—No es nada que te hayas peleado con
Alfredito Enrile y por poco lo matas. Tampoco es nada que Sojito, hasta ahora
el mejor alumno del colegio, estuviera a punto de romperle las costillas al
padre Carrasco. No es nada que María Enriqueta y Pedrarias se hayan fugado. No
es nada que José Gregorio Livorini haya matado a Pedro Ramón Sojo. No es nada
que ustedes estén consumiendo droga y, probablemente como dicen por ahí, se
meten en orgías diabólicas...
—Julia, por favor, esas sí son habladurías.
—Habladurías o no, a mí, en lo particular,
no me gusta verme relacionada con nada que se vea turbio o huela rancio. Dime
la verdad, Gonzalo: ¿es cierto que tú eres el mayor distribuidor de drogas de
Miguaque? ¿Es cierto que te has dado a la tarea de meter la marihuana en los
helados que les venden a los niños para convertirlos en adictos? ¿Es cierto que
ustedes se fuman la cocaína, caen en trance y practican actos carnales
contranatura?
Gonzalo estaba pasmado ante el tamaño de la
imaginación de las mentalidades chismosas. Si así hablaban de una expansión que
no había trascendido de lo meramente recreacional y del carácter de inmadura
travesura de jóvenes aburridos en un pueblo sin alternativas, qué dejarían para
cuando, de verdad-verdad, se presentara un conflicto genuinamente serio. Iba a
contestar, cuando un sonido de automóvil deportivo acercándose y frenando le
hizo ver que Julia no le estaba dispensando mucha atención.
—
¡Eugenio Enrique! — exclamó ella viendo
descender del Camaro crema que se había detenido frente a su casa a un
larguirucho con atuendo de teniente de la Guardia Nacional.
A Gonzalo no le cayó simpática la
interrupción porque, aparte de disputarle el interés de Julia, se había
estacionado a escasísimos milímetros de la Harley, casi chocándola.
—Julia, pero qué buenamoza estás— respondió
el recién llegado, viendo de reojo la estrafalaria indumentaria de Gonzalo.
—
¿Cuándo llegaste? — preguntó ella, con los
ojos repentinamente brillantes.
—Hace poco— prosiguió Eugenio Enrique—.
Sabrás que me transfirieron para el destacamento de la Guardia en Tenapa, así
es que me vas a tener todos los días fastidiándote por aquí.
—Qué bueno— acotó ella—. Pero, pasa. Ven
para que saludes a mi mamá.
El espigado Eugenio Enrique entró al corredor.
—Chao, Gonzalo— le espetó Julia, sin
aguardar respuesta procediendo, de seguidas, a introducirse en la casa para
acompañar al teniente.
A Gonzalo le pareció verse como en película.
No sabía si desear que la tierra se lo tragase o que lo partiera un mal rayo. O
acaso mejor hubiera sido echarse a reír como un orate. Su desubicación era
total.
Encendió la moto y arrancó. No había
recorrido tres cuadras cuando vislumbró la silueta del "Chino" Rivera
despidiéndose de Rosita Bustamante en una esquina y, simultáneamente,
haciéndole señas de detenerse.
—Dame la cola, panita.
—Móntate, pues.
Nueva arrancada.
— ¿Y
entonces, Gonzalín?
—Aquiles. Mira, "Chino", ¿tú no
eres candidato a echarte un par de birras conmigo?
—Chévere. Lo malo es que estoy limpio.
—No te despreocupes. Yo pago.
Se sentaron en una mesa al aire libre en la
terraza del Hotel "Santa Narda". Luego de darle un repaso a los
hechos consabidos y ya con las reservas disipadas, por causa del lupuloso
frescor, Gonzalo se atrevió a preguntar.
—"Chino", ¿tú conoces a Eugenio
Enrique?
—
¿A "Pájaro Vaco", el primo de
Sojito? — ante la extrañeza de Gonzalo, el "Chino" continuó— ¿Un tipo
altote, parecido a una vara de puyar locos, que es cadete?
—Ya es teniente de la Guardia, creo.
—Adiós cará, ya es teniente el condenado— el
"Chino", de repente, comprendió la curiosidad de Gonzalo—. Ay, cuchi,
ya sé por dónde me vienes, sinvergüenzón.
Gonzalo puso cara de yo-no-fui.
—Ese siempre ha sido el candidato de la
señora Raquel para esposo ideal de Julia. Desde que estaban chiquitos. Pero,
¿qué? Yo creía que tú estabas ahí como Sandy Koufax: duro y curvero. ¿O no?
A Gonzalo ahora sí le dio por reír. Y
recordaba el desplante.
Les parecía inmenso.
Al menos así parecía en comparación con la
minúscula habitación del hotel que acababan de dejar. A lo mejor también
influía en esa impresión la carencia total de muebles. Pero de que el
apartamento de Sabana Grande les venía como anillo al dedo, no cabía duda. Así
pensaban los dos, mientras sus pasos resonaban con un eco malicioso que rebotaba
contra las paredes desnudas.
—Flaco, por lo menos tenemos una cama—
expresó María Enriqueta desde la puerta de la habitación principal.
Pedrarias venía con las maletas. Su
semblante no compartía el humor condescendiente de ella.
—Voy a conseguir algo de comer.
—No compres nada para mí, flaco. No tengo
hambre.
—No voy, entonces— replicó él, con aire
preocupado.
—Además, no quiero quedarme sola— dijo ella,
en su idioma de jazmín veranero.
Pedrarias salió a chequear la luz y el agua
en el resto del apartamento. Ella sacó sábanas limpias de una de las maletas,
vistió la cama y se recostó, rendida por el cansancio.
—Al parecer todo está normal— advirtió
Pedrarias, de regreso.
Ella lo llamó desde la cama.
—Ven, Wilson. Acuéstate aquí, conmigo.
Pedrarias lo hizo, pero no con sobrado
entusiasmo.
—
¿Qué te pasa, flaco? Te noto como distante —
preguntó María Enriqueta, intentando formar bucles con la cabellera de
Pedrarias.
—No sé. Estoy algo nervioso.
— ¿Por
qué?
—No me hagas caso.
—Dime por qué.
—Por todo, catira. Me da miedo fallarte. Le
tengo pavor al fracaso.
—No veo la razón. Hasta ahora nos ha ido
bien. Lo único que me interesa es estar junto a ti. No te estoy pidiendo lujos,
ni alfombras, ni joyas. Sólo te exijo que me ames con la misma intensidad con
que me has hecho descubrir la gloria de saberse idolatrada por un hombre como
tú.
Pedrarias la besó en la frente.
—Gracias, catira.
—No te dejes abrumar por la realidad.
Tenemos que escapar de ella y refugiarnos en nuestros sueños. Fíjate, ahora más
que nunca quiero escribir. Siento que tengo tantas cosas que contar y
compartir. Como, por ejemplo, el hecho de que el amor me fue revelado en dos
planos paralelos: el real, es decir, el hecho objetivo de cómo nos conocimos,
cómo aprendimos a querernos y cómo decidimos romper con los esquemas; y el otro
plano, que es el de nuestras ilusiones y fantasías, que nos envolvieron y nos
ataron como dos almas siamesas, errantes en un edén de gnomos, duendes y musas
encantadas, donde reinan, per secula
seculorum, el flaco y la catira.
Pedrarias rió.
—Sí, Wilson, es verdad. Y quiero que
continúes con la música, no me digas que no, porque nuestro hogar tiene que ser
una guarida estética. Nuestros hijos crecerán en un ambiente de poesía, de
metáforas y de cánticos. ¡Quiero tener muchos hijos tuyos! Los arrullaré con
las canciones que tú compongas. Les escenificaré cuentos donde los héroes serán
pájaros encantados, princesas cristalinas y flautas mágicas, como las de
Mozart. Tendremos cuadros, muchos cuadros, tapices y esculturas. En las tardes
de lluvia, reuniré a los niños, junto a mi labor de bordado, y los recrearé
contándoles, una y mil veces, la historia de aquel monaguillo taciturno que
conquistó el corazón de la reina de las hadas, una lejana tarde de febrero, en
un sitio de hechizos recitados por turpiales y cristofués, llamado "Roble
Gacho". Ja ja ja ja... ¿Qué te parece, flaco?
—Y desde aquel día, el monaguillo quedó como
res nariceada— dijo Pedrarias, recobrando el jolgorio.
—No digas eso, amor mío. No sabes la suerte
que has tenido conmigo.
— ¿Ajá?
¿Cómo es eso?
—Tú sabes que siempre me he sentido como una
émula de Teresa de La Parra. El otro día leí la explicación de por qué una
mujer tan bella y tan especial, como lo fue en verdad ella, nunca se casó.
—A ver...
—Al parecer, una de sus tías, emparentada
con Guzmán Blanco y dueña de una vasta fortuna, le dejó en herencia una
cantidad que le resolvió, de por vida, su situación económica con la única
condición de no casarse jamás. Imagínate que alguien me hubiera hecho esa misma
oferta en cumplimiento del karma de las vidas paralelas. ¡No me podría casar
nunca contigo!
—Para amarse no hay que estar
obligatoriamente casados.
María Enriqueta estaba plácidamente risueña
y juguetona.
— ¿Cómo
dices? Te oyera María Esperanza...
—No hablemos de cosas desagradables. Mi sola
satisfacción será estar enamorado de ti por el resto de mi vida.
La besó en los labios y de inmediato dieron
comienzo a los dulces escarceos del amor. Se desvistieron el uno al otro,
explorándose con meticulosidad.
Prolongaron durante un largo rato la
degustación de sus cuerpos, sus bocas recorriendo enjundiosamente todos los
escondrijos de sus desnudas epidermis.
De pronto, unos truenos de madera.
Se sobresaltaron.
Las bisagras de la puerta principal parecía
que iban a ceder ante los macizos golpes.
— ¿Qué
pasa, Wilson?
—Voy a ver...
Cuando se disponía a incorporarse, escuchó
una voz acampanada.
— ¡Abran!
¡Policía!
María Enriqueta saltó de la cama, tapándose
con la sábana.
— ¡Abran!
¡Tenemos orden de allanamiento!
Pedrarias se había paralizado.
—Abre, flaco— breve pausa—. Nos encontraron.
La conversación con Azaelito había sido
estimulante.
Una serie de ideas nuevas afloraba en su
cacumen. Toda la historia podía ser resumida en una lucha de clases donde los
explotadores, señores feudales o burgueses acaudalados, se llevaban la parte
del león apoyándose en su opresión de los explotados, con la connivencia de las
cliques religiosas. El materialismo histórico, a través del método científico
de la dialéctica, había logrado dar con el meollo del asunto, un secreto bien
guardado durante generaciones. Por eso era que el socialismo era anatema y tabú
para curas atorrantes como el padre Carrasco. "Toda la estructura
eclesiástica está corrompida hasta el basamento", argumentó Sojito con
vehemencia, "y, por lo tanto, hay que destruirla, arrasarla y convertirla
en cenizas".
Paradójicamente, Azaelito le había llevado
la contraria.
—Nuestro pueblo, aun cuando aparenta no ser
muy religioso, en realidad siente una especie de temor reverencial ante todo lo
que atañe a los curas. Ni siquiera la guerra de la Federación pudo aplacar el
poder inmenso, sustentado en la superstición, que ellos poseen sobre los miedos
recónditos de las personas. La Iglesia aquí es un poder. Recuerda el caso del
cura Biaggi: a ella, ni con el pétalo de una rosa. El movimiento revolucionario,
en lugar de buscar una confrontación directa, deberá atizar las diferencias
internas entre la jerarquía fosilizada y los sacerdotes que verdaderamente se
la juegan con el pueblo. Ahí tienes el ejemplo de Camilo Torres en Colombia. En
Brasil está Dom Helder Cámara en abierta oposición a la dictadura militar al
mismo tiempo que propicia que se comience a hablar de una teología de la liberación.
A Sojito el juicio se le fermentaba
mediatizado por su experiencia personal. "Estoy sintiendo un odio de judío
converso", pensó.
Ahora recorría las calles desiertas con la
imperceptibilidad de las sombras adiposas. Había una cólera en su ánimo que
demandaba satisfacción. Una venda había sido quitada de sus ojos. El panorama
no era como se lo habían pintado.
"Alguien deberá pagar por el descalabro
de este sainete incoloro", reflexionaba con terquedad. "Alguien va a
pagar por este fiasco".
Cruzó la calle Libertad. Una vez más, intuyó
el ramalazo de la diferencia social demarcado por el borde que separaba el lado
"decente" del pueblo de la orilla. Casas pobretonas, aseo urbano
ausente, aguas negras al descampado y más polvo que aire para respirar.
Los perros ladraban desesperados como
respuesta al eco de sus pasos sobre las paredes de la atmósfera. Pasó frente a
un bar de prostitutas y una cara deforme y pintarrajeada quiso azuzarlo.
—Pasa adelante, mi negro.
Los acordes de un bolero ranchero de Javier
Solís se fueron quedando atrás. Llegó, al fin, a la casa de la vieja dulcera.
No quiso abrir el portón que daba a la calle porque sus goznes nunca agarraban
lubricación y maullaban terriblemente. Pasó por delante de la santamaría de la
bodega de su tío Cándido y se introdujo al solar baldío de al lado. No había recorrido diez metros
cuando arribó a un estantillo que, por experiencia, sabía que no estaba
firmemente clavado al suelo. Lo levantó con cuidado y apartó la tela de
gallinero. La operación fue rápida y silenciosa.
Sintió ganas de vaciar la vejiga. Como la
única poceta de la casa era antigua y escandalosa, decidió hacerlo en las
proximidades del galponcito que fungía de depósito de mercancías. Lanzó el
chorro contra la pared para amortiguar el ruido.
Un sonido de pasos ahogados y de voces
fingidas buscó su atención. Se mantuvo tenso, rastreando su origen.
Provenía del interior del galpón. Caminó con
sigilo y divisó una rendija entre los bloques de arcilla sin frisar. Vio una
lámpara de kerosén encendida que arrojaba puñales de luz borrosa y desvaída.
Un hombre desnudo pasó por delante de su
limitado campo visual. Vestía sólo un delantal y llevaba una bandeja con una
botella y un vaso. Caminaba como esas coquetas provincianas que inundaban la
plaza Bolívar los domingos por la noche, a la salida de la misa de ocho.
Volvió a pasar otra vez. Venía risueño.
Era Cándido.
Otra sombra borrosa, mucho más corpulenta,
pasó por delante de la rendija, arremangándose los pantalones. Hablaba bajito.
Cándido siguió en la misma dirección, con actitud parecida a la de los subyugados.
La puerta del galpón se abrió.
Sojito se pegó de la pared para no ser
descubierto. La sombra corpulenta atravesó el patio, como si se escondiera de
las cobijas lunares, para terminar saltando el paredón de atrás. Era el negro
Indalecio, a Pedro Esteban no le cupo ninguna duda.
"Qué vaina: ¡mi mamá puta y mi tío
marico!", caviló con rencor creciente.
Cándido recogió todas las evidencias de su
presencia en el galpón. Existía siempre en él un temor de ujier contrabandista
a ser descubierto. Desde pequeño había sentido esa inclinación a ser como
ellas. Intentó negárselo a sí mismo, pero sabía que había una distancia
insalvable que lo separaba de los varones normales. Hubo épocas en que envidió
a Elena por ser tan bella y asediada y era que, en el fondo, se sentía su
igual. De muchacho, cuando iba a las matinées, a ver las películas de rumberas
mexicanas, experimentaba una furia de pasionaria al oír los chascarrillos y las
frescuras del público ante la visión amplificada de muslos, pantorrillas y
caderas al son de los mambos de moda. Para él, lo más importante eran los
atavíos, los maquillajes, las coreografías, las gestualidades incitantes de
María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Ninón Sevilla, Meche Barba y las Dolly
Sisters. Cuando apareció el negro Indalecio, recién salido de la isla del Burro
donde había purgado pena por uxoricidio culposo, supo que su apariencia de
macho neutro se avinagraba. Le dio empleo de matarife, con un salario
desacostumbrado, para hacerlo desistir de la idea de dejarse tentar por un
italiano de Salerno que se lo quería llevar de caletero de sacos de cemento
gris. A Cándido se le clavaban los ojos en esa musculatura brillante que
toleteaba, con dinamismo de slugger sabanero,
los cráneos porcinos, pasándolos al más allá. Indalecio era una bestia de carga
incansable que no tenía tiempo, ni inteligencia para otra cosa que no fuera el
trabajo. A la larga, cedió ante los halagos y las veladas acometidas de su
patrón. A la hora de desfogarse, al negro Indalecio le era indiferente que su
pareja fuera macho o hembra.
Cándido finalizó su labor recolectora. Se
colocó una bata de baño sin haberse quitado el coqueto delantal. Apagó la lámpara
y, cuando giró hacia la puerta, sintió un eructo de culpabilidad descubierta
explotándole en la epiglotis.
En el umbral estaba la silueta recortada de
Pedro Esteban Sojo Bernárdez, su sobrino.
Ni un ápice de temple había perdido María
Esperanza Alvarenga.
Con aplomo bruñido, colocó la fina taza de
China sobre la bandeja y se asomó, por cuarta vez, a la ventana que daba al
portal de la quinta.
—Benilde, nunca sabré agradecerte lo bien
que te has portado con nosotras en estas circunstancias tan duras— dijo.
—
¿Para qué son las hermanas? — respondió
Benilde.
María Esperanza retornó a la silla Luis XV
donde había estado sentada.
—Voy a convencer a Efraín para que nos
compremos una casa aquí, en Caracas, preferiblemente en La Castellana o en
Altamira.
—En el Country conozco a unos amigos que
están por mudarse. Si quieres te pongo en contacto con ellos.
—Sería estupendo— María Esperanza vio su
reloj mostrando impaciencia—. ¿Por qué se tardarán tanto?
Benilde se levantó, a su vez, rumbo a la
ventana.
—Tú sabes que estos procesos son lentos y
engorrosos.
—Ramírez Pérez me aseguró que agilizaría
todo— explicó María Esperanza.
—Ramírez Pérez está convertido en todo un
superveterano. Todavía me pregunto cómo hicieron ustedes para ubicarlos tan
rápido.
—Efraín amenazó al papá del muchacho con
hacerle revocar la patente de industria y comercio y la licencia de licores.
Como a él le toca ser el presidente del concejo municipal este año, por el
pacto que hubo con los adecos, eso es como soplar y hacer botellas. Además, le
dejó entrever que estaba en camino una acusación por incitación a la
prostitución. El portugués es dueño de un bar de ficheras que, imagínate tú,
está en toda la esquina de la plaza Bolívar y tiene, también, la mano metida en
un lenocinio localizado en plena carretera nacional. Hasta le podría salir
eventualmente, y en esto Efraín fue muy enfático, expulsión del país por
indeseable.
Benilde se volvió a sentar.
—Y el portugués fue quien los localizó.
—Sí. Parece que tiene una hermana, aquí en
Caracas, a la cual el muchacho es muy apegado y, como era de imaginarse, la
vino a visitar en compañía de María Enriqueta. Pienso que el portugués, todo
asustado y amenazado como estaba, le pintó la situación con toda la cruda
realidad.
—Y ella confesó el paradero...
—Exacto. Te digo, sinceramente, que, si nos
hubieran salido con gato enmochilado, Efraín y yo estábamos dispuestos a mover
cielo y tierra para botarlos a toditos de Venezuela.
—Bien que se lo merecen. Habrase visto
tamaña alcahuetería— comentó Benilde, cruzando sus bonitas piernas.
—Inmediatamente comisionamos a Ramírez Pérez
para que nos diligenciara a la policía y, afortunadamente, anoche mismo los
encontraron. El muchacho no me interesa, pero le hice ver que vigilara que
María Enriqueta tuviera las atenciones de rigor. Aun con todas sus travesuras,
ella sigue siendo una niña de familia.
María Esperanza había vuelto a acercarse a
la ventana.
—Ahí vienen ya. Benilde, hazme un favor.
—Sí.
—Baja y dile a María Enriqueta que suba, que
quiero hablarle. A Ramírez Pérez que me espere mientras tanto.
—Bien.
(...)