Capítulo
D
El protocolo discurría según
lo pautado. Luego del intenso ajetreo electoral y de los incesantes itinerarios
durante el mes de transición, la serenidad cuasi litúrgica con que avanzaba la
etiqueta de transmisión de poderes me sumía en un cierto sopor amnésico y
pulcro. Por primera vez en mi vida, mi
cuerpo estaba aquejado, vendado en un calambre, refractado en un cerrojo,
bronceado por una pesadumbre que era sal y yodo. Instalada en el sitial de
honor de la barra del hemiciclo como estaba, sabiéndome escrutada por infinidad
de pestañas anodinas, adopté la expresión de las vírgenes dignas en las
capillas, destilando incienso maternal a borbotones por la sola presencia de
Pedro Pablo a mi lado, y concediéndole a la Revolución que se iniciaba ese día
el donaire verdiazul de los mares cálidos que siempre he consentido en emanar
desde lo más profundo de mi alma.
El presidente del recién
electo Congreso, un conspirador civil de la Noche de Febrero, prosiguiendo con
el ceremonial de estilo, exclamó:
— ¿Jura usted, comandante
Yosney Quiñones, cumplir y hacer esta Constitución…?
— ¡No! No voy a jurar por
esta Constitución moribunda, basamento legal de un régimen que por cuarenta
años ha sometido al oprobio a las grandes mayorías nacionales.
Surgieron algunos murmullos
desde las bancadas de oposición. De inmediato, como si respondiesen al pie de
entrada de un invisible director de escena, los parlamentarios oficialistas
prorrumpieron en sonoros vítores.
—Todo lo contrario —prosiguió mi esposo, con voz estentórea y con su
característico ronquido—. Voy a jurar por las sagradas cenizas de nuestro padre
Libertador y por la sangre derramada de los mártires de la Noche de Febrero,
que lucharé sin descanso, ofrendando mi vida si es preciso, hasta ver
instaurado, en esta patria de nuestros desvelos, un gobierno que sea acicate y
estímulo para que este pueblo nuestro vea rotas las cadenas que lo oprimen.
Llegó la hora de la libertad. Llegó la hora de la Revolución. Las cúpulas
putrefactas de los partidos del estatus pondrán el grito en el cielo, la
oligarquía pondrá el grito en el cielo, los saqueadores de la riqueza nacional
pondrán el grito en el cielo. Pero nada ni nadie impedirán que la voluntad
inquebrantable de las masas se imponga. Ha llegado la hora de la redención
nacional. Yo no soy sino el instrumento de esta fuerza que es la fuerza de un
pueblo lleno de esperanzas. Un pueblo lleno de furia y de rabia. Por eso, desde
este hemiciclo de un Congreso dominado hasta ahora por las huestes de la
oscuridad, desde este estrado proclamo que, a partir de hoy, nuestra patria
entra, de una vez por todas, en un proceso de cambios sin vuelta atrás. Pero será
un proceso en nuestra verdadera democracia, la democracia protagónica. El
proceso de la liberación definitiva del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Vamos a llamar ya, de inmediato, a un referéndum. ¿Quieren o no quieren ustedes
la Constituyente? ¿Quieren o no quieren ustedes una nueva Constitución?
— ¡Sí! —exclamó un torrente
de voces que ahogó el recinto. Los parlamentarios de los otros partidos se
veían cohibidos, achicopalados, exangües e impotentes.
—Vamos entonces, connacionales,
a generar la partida de nacimiento de esta patria nueva que está viendo hoy la
luz primera. Acompáñenme, les digo, a esta suprema batalla, a este nuevo
Carabobo, a esta nueva Boyacá, a este nuevo Ayacucho, de donde surgirá una
nación de hombres nuevos. ¡La Séptima República! ¡Vamos todos! ¡Ahora!
Yosney apartó el micrófono y,
con paso ágil y resuelto, abandonó la tribuna, seguido por nuestros
parlamentarios. Los congresistas opositores permanecieron inmóviles, como si
estuvieran embalsamados. Los embajadores y dignatarios se miraban los unos a
los otros.
—Véngase por aquí, licenciada
LauraÉ —me conminó Herminia. Diez fornidos guardaespaldas nos rodearon,
abriéndonos el paso con eficiencia de galápagos castrenses y permitiéndonos
seguir al nuevo presidente.
Atravesamos la plaza Bolívar,
rodeamos la torre Norte del Centro Simón Bolívar y pasamos por delante del Consejo
Electoral, logrando subir a la tarima, de unos seis pisos de altura, que daba
hacia la plaza Caracas. Ya Yosney había llegado y se estaba abrazando con Fidel
Castro. Una gigantesca muchedumbre se encontraba al borde del paroxismo. Al
verme, Yosney me besó en la boca. La multitud gritaba hasta más no poder.
Yosney, sin soltarme, tomó uno de los micrófonos.
—Esta es la verdadera toma de
posesión, connacionales. Con mi mujer a mi lado. Con el pueblo todo a mi lado.
Con las masas ungidas de vehemencia revolucionaria a mi lado. Con el soberano a mi lado. Ahora sí les voy a
jurar, por mi honor, por mi vida, por mi sangre, que el nacimiento de la nueva
patria ha ocurrido. Ahora viene la etapa del crecimiento, durante la cual vamos
a cortar con un machete de futuro la cizaña de la corrupción. Y lo vamos a
hacer con dignidad, con la misma dignidad con que ese bastión del coraje que se
llama Cuba —Yosney intercambió rápidos
guiños con el barbudo mandatario antillano— ha sabido resistir los embates del
ogro imperialista y su bloqueo criminal. Cuba es la primera de las patrias
latinoamericanas y hoy venimos aquí a reiterarle a su máximo líder nuestra solidaridad
sin esguinces, a tenderle nuestra mano amiga, a ofrecerle nuestro abrazo de
hermanos, tal como lo soñaron Bolívar y Martí. ¡Y ay de aquel que se atreva a
atentar contra el decoro de Cuba, contra la integridad de Cuba, contra la
soberanía de Cuba, porque encontrará que todo el soberano de Venezuela estará
dispuesto a defender el orgullo verdadero del ser latinoamericano! Déjeme
expresarle, comandante Fidel Castro, mi complacencia porque usted se encuentre
con nosotros en esta hora brillante de la patria venezolana que es la misma
patria latinoamericana. Y mi admiración también. Siendo yo un niño, un
carricito como decimos aquí en Venezuela, allá en mi pueblo natal, en Teresén
de Monagas, cuando yo jugaba pelota sabanera en aquellos campos silvestres, a la
vera de los campamentos petroleros, y veía a aquellos yanquis prepotentes,
rubios y colorados, me soñaba a mí mismo como un vengador, como un justiciero,
como un incorruptible, como un guerrero, como un defensor imbatible que
encontraría la vía, el camino, el sendero, la ruta, la dirección, el derrotero
para recobrar la decencia, la honestidad, la honradez, la pulcritud, la
corrección, la… la… ¿qué? —Fidel Castro se le aproximó al oído y le susurró
algo, dirigiéndome una sonrisa hirsuta— sí, sí, la dignidad, la decencia, la
honradez —Yosney volvió a repetir sus vocablos, sin dejar de tocarse la nariz y
de roncar— de esta nación mancillada, vejada y saqueada por las hordas de
corruptos que hasta el día de hoy nos han gobernado. Yo era apenas un muchacho,
un chamito como dicen los jóvenes de hoy, pero yo soñaba, comandante Fidel, yo
me ilusionaba, comandante Fidel, yo ambicionaba ser como usted, comandante
Fidel, seguir su ejemplo viril, comandante Fidel, y pararme frente al monstruo
devorador del neoliberalismo salvaje,
comandante Fidel, y retarlo a un combate mortal, comandante Fidel, con todo el armamento de la
dialéctica del pensamiento nacionalista. Eso se llama seguir el ejemplo de la
integridad cubana, de la valentía cubana, del valor cubano. Y hoy estamos aquí,
usted a mi lado, el soberano enfrente nuestro, para decirle como en aquella
vieja canción, en aquella vieja tonada de nuestro cantor revolucionario Ríchar
Atencio Villasana, quien está hoy aquí con nosotros, no te pongas bravo Ríchar
Atencio por decirte viejo pero cuando tú eras muchacho el arco iris salía en
blanco y negro. ¿Cómo? Ja ja ja. Ese es nuestro gran compañero, sí señor. ¿Cómo
es que dice la canción, Ríchar Atencio? ¡Adiós, carrizo! ¡El comandante Fidel
se la sabe mejor que todos nosotros! Véngase, comandante, vamos a cantarla a
coro con esta fervorosa congregación que es nuestro pueblo revolucionario.
¿Cómo? ¿Ah? Vamos, pues. Un dos, tres: "Navega un peñero señero/con
atarraya y seguridad/pescando la libertad/¡viva la lucha, compañero!/y así la
fiebre me suba/por siempre sabré prorrumpir/con mi aliento antes de morir/ ¡que
viva por siempre Cuba!"
La inmensa masa coreaba el
estribillo y alzaba el puño izquierdo.
Yo hacía gala de una fresca
sonrisa. Este debería ser uno de los días cumbre de mi vida. Sin embargo, un
vacío de aserrín se aparejaba en los canaletes de mi conciencia. Ornela me
había hablado de mi inmolación, del olvido de mí misma, de mi entrega al altar
de mis ilusiones. Yo había intentado, en vano, de convencerla de mi motivación
afincada en unos ideales intraducibles para el mundo donde ella se desenvolvía
como un delfín en alta mar.
— ¡Pero es que no estás
enamorada de él, LauraÉ! —me gritaba ella, entornando los ojos de impaciencia
por mi terquedad.
¿De qué valía el sacrificio?
¿O era, acaso, una excusa para la autoconmiseración y la autocomplacencia?
Renuncié a la locura tripolar de Benny buscando no impedir la felicidad de
Ornela. ¿Y a fin de cuentas, para qué? Ella, a los pocos días, me contó que
había dejado de lado los planes de boda. Yo me había comprometido, por ese
entonces, a casarme con Yosney y a ser su compañera inseparable en la lucha por
nuestros ideales. ¿Amaba yo a Yosney Quiñones? ¿O amaba yo, más bien, el estar
junto a él, en primer plano, a la cabeza de la Revolución que se
avecinaba, para dar todo de mí y ver mis
sueños hechos realidad? ¿Cuánto vale el sentimentalismo en contraposición a la
posibilidad de moldear los cambios que requiere nuestra sociedad estragada de
injusticias e iniquidades?
—El amor se aprende, Ornela —le
contesté, dando vueltas en medio de un decorado de globos fosforescentes verdes
y rosados, con nuestros pies levitando al ras de un suelo que olía a desnudeces
crónicas. El sacrificio colinda con la muerte y con el mismo sacrificio. LauraÉ
dixit.
A la segunda hora de
discurso, el público no amainaba en sus exclamaciones de júbilo.
—…y yo escuchaba embelesado,
connacionales, mientras chupaba mamón tras mamón y ciruela tras ciruela (allá
en Teresén de Monagas lo pronuncian "cirgüela"), empapado de ese
sudor pastoso que precede a las primeras lluvias, a mi abuela, connacionales,
una dulce viejecita venezolana, connacionales, mi querida abuela que sabía
contar historias como solo saben contar historias nuestras abuelas
provincianas, connacionales, y me contaba que mi bisabuelo había peleado en la
Revolución Libertadora, contra la tiranía de Cipriano Castro, y hay por ahí
algunas lenguas mendaces que dicen que yo me parezco a Cipriano Castro, pero
¡qué va!, yo les puedo asegurar ahora en este momento que jamás me lanzaré de
esta tarima para quebrarme una pata si hay un temblor de tierra, porque
nosotros la gente de Teresén no les tememos a los terremotos, acostumbrados
como estábamos a escuchar las explosiones con que los yanquis ponían a
funcionar los sismógrafos cuando se ponían a buscar petróleo, ese petróleo que
es una riqueza natural que nos pertenece a todos y que ha sido utilizado como
herramienta para la corrupción, la degeneración y la malversación por estos
cuarenta años de falsa democracia, cuarenta años de desgracia y de saqueo. Sí,
señor. Con razón decía mi abuela que mi bisabuelo, un hombre del campo que no
sabía leer ni escribir, connacionales, era analfabeto, connacionales, como
tantas venezolanas y tantos venezolanos que hoy en día no saben leer ni
escribir por la desidia y el robo descarado de estos cuarenta años de desgracia
nacional que nos obligan a dar inicio, de inmediato, desde mañana mismo (de
mañana "mesmo", dirían en Teresén), a un plan nacional integral para
llevarle luces a nuestras masas depauperadas. Bien lo dijo nuestro sacrosanto
padre Libertador: "Moral y luces
son nuestras primeras necesidades". Y luces también significa
electrificación. Lenin, el gran Lenin de la Unión Soviética, también lo dijo (ya
me van a vituperar los microbios de la oligarquía porque he nombrado al padre
de la gran Revolución Bolchevique)…
Vi a Valdemar como a diez
metros, confundido entre la abigarrada masa de dignatarios y personalidades que
se apretujaba en la tarima. No dejaba de posar sus ojos en mí. Es más, creo que
en determinado instante sus inseparables Godofredo Golindano y Tiberio Zaavedra
se dieron cuenta. Ni siquiera se dignó a observar a Pedro Pablo, su ignorado
hijo. Solo a mí. Mientras tanto, el pequeño parecía indiferente hacia todo
aquel ajetreo. Su amor por mí era inmenso. Pero, allá en las estanterías
ocultas de mi alma, sabía que no lo convencía mi matrimonio con el nuevo hombre
fuerte de Venezuela. Era algo que no lo impresionaba. En eso se parecía como dos
gotas de agua a su tía Ornela.
Me zafé del abrazo de Yosney,
pretextando buscar un vaso de agua. Fidel Castro, Godofredo Golindano, Tiberio
Zaavedra, Ricardo Marín, Adriano Kandinsky y todos los demás se mostraban
altamente deferentes para conmigo. Herminia, mi fornida ayuda de campo corrió a
buscar un refresco para Pedro Pablo. Divisé a Nadia, a quien había solicitado
ser mi mano derecha en la Fundación de la Infancia, tradicional coto reservado
a la primera dama. Ella había aceptado con una condición: que presentáramos, a
posteriori, nuestra candidatura a la Asamblea Constituyente para luchar, cada
cual por su lado, por las ideas que habían signado nuestra vida en la UCV. La
infancia abandonada, la reforma educativa. La Revolución, con mayúsculas. El Sacrificio,
con mayúsculas. La Ofrenda de LauraÉ. Con Mayúsculas. La Noche. La Noche De
Febrero. La Noche De Bodas. Esta Noche. Anoche. Mañana En La Noche. Anochece
Para LauraÉ. Anocheciendo Está Ahora. Han Transcurrido Seis Horas De Mitin. Ya
Es De Noche. Aquella Vez Fue De Noche. La Noche De La elección. La Noche Del
triunfo. La Noche De La Revolución. La Noche De La Concentración Frente Al
ateneo. Yosney No Cabía En Sí Del Gozo Tan Grande. Noche Mayúscula. Noche De
Oratoria. Siete Horas Duró Aquel Mitin. La Multitud No Deseaba Marcharse. La
Multitud Estaba Ebria. Como Esta Noche. Al Fin Pudimos Retirarnos. Bajo Una
Lluvia De Papelillo. La Alegría Cundía Por Doquier.
Habíamos decidido pernoctar
en la suite presidencial del Caracas Hilton, esa Noche. Nos esperaban largas y
agotadoras jornadas. Pero por esa Noche ya era suficiente. Atravesamos el lobby
bajo una catarata de aplausos. Nos rodeaba un fuerte cordón de seguridad. Yo no
pensaba en nada. Me dejaba arrastrar por la sinergia del momento. Saludaba a
todos con una sonrisa de franqueza e ingenuidad. Llegamos, al fin, a la
habitación. El personal de seguridad dio el visto bueno. Ellos, en su
totalidad, eran cuadros de la izquierda, fogueados en la lucha armada y
veteranos de la Noche de Febrero. Nos trajeron el equipaje. Gran cantidad de
amigos y correligionarios nos deseó una buena Noche. Se retiraron todos,
dejándonos solos. Era la primera vez que nos quedábamos realmente a solas.
Yosney no parecía nervioso. Yo no lo estaba. En realidad, no me parecía estar allí.
Yo no era sino una proyección ectoplasmática.
LauraÉ, la de la Revolución, cumpliendo con su deber para con el líder.
No, no, tampoco así. Yo debía procurar amar a ese hombre pues a través de él
iba a ejecutar mis ideales. Por ello le estaría eternamente agradecida. En las
diversas entrevistas que concedí a los medios había confesado mi cariño y
admiración por Yosney Quiñones, ponderando su valentía y su entrega total por
esta causa. Había llegado la hora de demostrarle mi devoción, mi afecto, mi agradecimiento,
y todo esto debía transformarse en amor, en aras de mis sueños que eran los de
él mismo. "Esfuérzate, LauraÉ", pensé una y mil veces, mientras
Yosney me decía cuán orgulloso estaba de mí, de lo imprescindible que era mi
colaboración y, simultáneamente, comenzó a runrunear que mi belleza era algo
por lo que cualquier hombre estaría dispuesto a matar, que me amaba más que a
nada en el mundo sin incluir a la Revolución, que íbamos a marchar juntos por
el sendero de la lucha y que me quería a su lado. Todo esto lo decía sin dejar
de sobarse la nariz y con un resuello horizontal. Me tomó de la mano y me besó.
Yo le correspondí, cerrando los ojos… y desde detrás de mis párpados asomó el
continente reilón de ¡Benny!, y no pude evitar un ligero temblor que mi
flamante esposo, el presidente electo de Venezuela, tomó como una invitación al
deseo, despojándome con mucho apuro de mi ropa, incitándose cada vez más a
tantear mis senos, a introducir su mano debajo de mi pantaleta y empujándome
sin dejar de trastabillar hasta llegar a la cama, donde me tendí como si fuera
una ofrenda de claveles, mientras Yosney se desvestía al son de su respiración
de fuelles prevalecientes, condescendientes, estridentes y convalecientes, Benny
¿dónde estás?, juro por mi hijo que no debo pensar en él. Yosney se enreda con
mi sostén, no sabe quitármelo, yo intento ayudarlo y él ruge, "Déjame
hacerlo", sus dedos se tropiezan con el broche, mis dedos buscan aliviar
su tensión y logran el objetivo, ahora Yosney me quita la pantaleta y comienza
a frotar su ingle contra mi totona, escucho sus resoplidos y siento restregar
su nariz contra mi cuello. No puedo dejar de pensar en Benny, Benny con sus
manos ávidas y certeras, Benny con sus besos llenos de fiebre, Benny explorando
mis dulces vericuetos para encontrar las cabeceras del Orinoco de mi placer y
del suyo que también es mío. Pero no. No debo hacer esto. Debo concentrarme en
ser la mujer de Yosney Quiñones, ahora, en este instante en que vamos a
consumar nuestro matrimonio, este matrimonio que pertenece a la Revolución.
Yosney está intentando penetrarme, pero los nervios (él está ahora aún más
agitado que yo) no le permiten conseguir el camino a mi fuente de gozo, no
puede atinar con mi vagina. Yo tomo su erección y, válgame Dios, no puedo
evitar hacer la comparación con el de Benny. El de Yosney es un capullo pequeño
y rugoso. Trato de hacer que Yosney se calme mientras lo voy guiando hacia mi
madriguera voluptuosa. Quisiera besarlo con los mismos besos alucinados con que
beso a Benny. ¡Cristo, aparta de mí estos pensamientos suyos! Yosney se pone a
bombear como loco, sin estar dentro de mí. Y, de repente, brota un géiser
calenturiento y fangoso. Yosney y la eyaculación precoz. Yosney acaba,
vertiendo un Mar Rojo de leche pegajosa, un Lago Titicaca de emulsión
pichacosa, un Churún Merú de pociones gelatinosas. Yosney gruñe mientras me
llena de un almizcle oscuro. Yosney convulsiona, tiembla, se estremece y
expulsa un torrente durante diez, veinte, cincuenta, noventa, ciento sesenta,
dos mil ochocientos cuarenta y cuatro segundos, un chorro que parece no
agotarse nunca y empapa el cubrecama, las sábanas, el edredón, las almohadas y
se desparrama por el piso buscando hacia el baño, en donde drena a través de la
rejilla del piso mientras otra porción se cuela por debajo de la puerta que da
hacia el salón principal y yo empiezo a preocuparme si será posible que ese
riachuelo de semen pueda salir hasta el pasillo y enchumbar las alfombras, los
pasadizos por donde circulan las camareras, la escalera de emergencia, el foyer
del hotel, el estacionamiento subterráneo, el alcantarillado y arribar,
eventualmente, al río Guaire y a la gran cloaca abierta a los cielos donde se
resumen los efluvios, las salivas, las emanaciones de toda Caracas y constituirse
en la Gran Miasma Revolucionaria, como en aquella secuencia de García Márquez
donde la sangre de los Aurelianos atraviesa todo el pueblo de Macondo, pero con
la particularidad de que estas leches gloriosas son el caldo seminal de la
Revolución Pacífica y Democrática que encarna Yosney Quiñones. Todo esto lo
pienso de un tirón mientras sostengo el pequeño miembro de Yosney que no cesa
de eyacular, primero unos duchazos incesantes durante eternos y húmedos
minutos, luego exhalando unos goterones a la escala de un pantógrafo
despernancado y, finalmente, una garúa de sudores guisados con esencia de
almidón. Todo está irremediablemente empapado. Yo estoy calada hasta la médula.
Pareciera que ambos flotáramos en un mazacote de alfeñiques parduzcos. Yosney no
cesa de temblar y de rechinar. Yo intento recomponer el asunto.
—No hay por qué ponerse
nervioso. Esto le sucede a menudo a muchos hombres.
Yosney rezonga. Las
convulsiones amainan un tanto.
—La eyaculación precoz es más
común de lo que se cree.
Yosney cesa de temblar por
completo, sin apartarse de encima de mí.
—Con un poco de paciencia y
con ayuda de un especialista lograremos remediarlo. Ya lo verás. No es tan
grave como parece.
Mi voz suena a comprensión de
algodones superfluos.
—Mañana hablaré con un
sexólogo amigo mío para que le encuentres solución a esto.
Yosney se pone rígido.
— ¿Sexólogo?
—Sí. En realidad es un
psiquiatra especializado en ese campo.
El pegoste expandido por
doquier está empezando a incomodarme. Empujo un tanto a Yosney para poder respirar.
Él se pone más tenso aún.
—Ningún psiquiatra… —dice.
— ¿Qué? No te oí.
De repente, siento un
estruendo en mi oído izquierdo. El mundo da vueltas alrededor de mí. Ahora
siento un estremecimiento del lado derecho de mi cabeza. Yosney me está tirando
del cabello.
—…nunca más, ¿oíste?, nunca
más se te ocurra…
Yosney me está abofeteando.
Extrañamente, sólo atino a recordar aquellos testimonios de experiencias
cercanas a la muerte, donde la gente que las ha vivido en carne propia revela
que se han visto a sí mismos proyectados al exterior de sus cuerpos mientras
observan la escena de donde han salido como si fueran espectadores de una
representación. Es decir, me siento como una observadora de mi propia
circunstancia. Es decir, ese rostro que encaja los bofetones no es el mío. Es
decir, Yosney le está pegando a alguien que no soy yo. Es decir, que soy causa
y azahares de una golpiza. Es decir, ¿quién se lo cree?
—…no se te vuelva a ocurrir
mencionar eso nunca más. ¿Entendiste? —Yosney ahora me voltea, hunde mi rostro
contra la funda de la almohada remojada por su leche revolucionaria, sin dejar
de pegarme por detrás, a mansalva. Yo intento eludir los golpes, pero él me
sujeta firmemente. Mi fuerza no es la de un contrincante. Estoy inmovilizada por
completo, empatucada de almizcle y asfixiándome. Y ni siquiera se me ocurría
llorar.
Resisto lo mejor que puedo.
Al fin Yosney se retira. Siento ahogarme y toso. Ha pasado lo peor, pienso.
Pero no. Yosney regresa con el cinturón y me asesta varios correazos por la
espalda.
—…y si se lo dices a alguien…
—Yosney brama, con voz queda.
Se mete en el baño. No me
duele nada. Sólo estoy aturdida, como en una pesadilla acolchada de linóleos y
pegamento.
Afuera, a través de la llovizna que cae como
un confeti filatélico, se oye el clamor de la multitud y los cornetazos de los
prosélitos que circulan por las calles, avenidas y autopistas celebrando
nuestro éxito, la victoria de la Revolución, el éxtasis del cambio, el nuevo
tiempo que está naciendo.
Laura Eunice Pérez Pirrone,
primera dama electa de Venezuela, yace en su lecho lleno de engrudo, las
magulladuras de su espíritu doblegando los moretones de su alma.
Laura Eunice Pérez Pirrone,
primera dama electa de Venezuela, ha perdonado, al día siguiente, a un contrito
Yosney Quiñones, presidente electo de Venezuela, quien ha prometido que eso no
volverá a ocurrir. Que ha sido un desliz imperdonable, sólo atribuible a los
nervios, al estrés, a la presión inaguantable de los últimos meses en que pasó
de ser una figura solitaria en el santoral amodorrado de la política nacional a
representar la fe definitiva de un pueblo que todo lo espera de él.
—Tenemos que seguir juntos,
LauraÉ. El momento histórico nos exige el mayor de los sacrificios, LauraÉ. Tú
sabrás compadecerte de mí, LauraÉ, porque tu corazón es generoso. Además, yo te
quiero de verdad, LauraÉ. Te ruego que me perdones, LauraÉ. Por favor, LauraÉ.
Laura Eunice Pérez Pirrone,
primera dama electa de Venezuela, aplaude a su esposo, el presidente Quiñones.
Su sonrisa es impecable. Las cámaras de televisión que transmiten el mitin en
vivo dan cuenta de ello. La garúa es un biombo de luces y pulimentos.
—…porque hemos decretado esta
guerra a muerte a los corruptos del pasado, a la podredumbre de esta Sexta
República que hoy acaba, por fin, de morir. Y también está falleciendo, óiganlo
bien todos y todas, el ansia voraz de la oligarquía que ha sido cómplice por
tantos años de las cúpulas putrefactas. Muchos de ellos han intentado acercarse
hasta mí, con el rabo entre las piernas, buscando prebendas y compensaciones.
¡Quién sabe qué marramuncias tendrán entre pecho y espalda! ¡Pero conmigo se
acabó el jueguito! ¡Conmigo se acabó la fiesta interminable! ¡Conmigo se
terminó el festín de Baltazar! ¡Conmigo se acabó lo que se daba! ¡A llorar al
Valle! ¡Oligarcas, temblad! Ya por ahí andan diciendo que Yosney Quiñones es un
lobo con piel de oveja, que con Yosney Quiñones va a seguir la mamaderita de
gallo. ¡Yo no le debo nada a nadie! ¡El que tenga oídos que vea y el que tenga ojos
que oiga! ¿Así es la cosa, Valentín? Como que me dio un lapsus brutis. Ja ja ja
ja. Esto me recuerda una vez, allá en Teresén de Monagas, que fui a un mitin de
los adecos, tendría yo como trece o catorce años, por allá en la época en que
mandaba Raúl Leoni, qué iba a saber yo en aquel entonces lo que significaba la
Revolución, por eso fue que pude acercarme a esa concentración política adeca
sin sentir asco, vergüenza, dolor ajeno, y sin embargo fui, pues, sí es verdad,
estuve en un mitin de Acción Democrática, qué molleja como dicen en Maracaibo,
y escuché a aquel dirigente gritar en medio de su discurso, perorando a todo
pulmón hasta quedarse ronco y preguntarle a la gente: "¡Yo quisiera saber
si ustedes están conmigo o sinmigo!" Ja ja ja. Lo que es la ignorancia,
porque como dijo nuestro sagrado padre
Libertador: "Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia
destrucción". Pero no te preocupes, querido soberano de mi corazón, que ya
nos vamos. Sólo quería decirles para terminar, por hoy, que Yosney Quiñones es
un hombre completo que no le tiene miedo a nada ni a nadie y que va a ofrendar
su vida, si es preciso, por esta Revolución que es tan nuestra. Yosney Quiñones
es un hombre a quien no se le amelcocha el guarapo, si no pregúntenle a mi mujer
que sabe cómo se bate el cobre. Es más, ¿dónde estás, mi vida?, al llegar a la
casa te voy a dar lo tuyo. Sí, señor. Qué sabroso es tener una mujer así, que
lo quiera a uno por sobre todas las cosas, dígalo ahí, don Godo, usted que
tiene diecinueve hijos y como sopotocientos nietos. ¿Ah? ¡Y los que faltan! Ja
ja ja…
El mitin terminó a las nueve
y media de la noche. El público soportó la pertinaz llovizna sin perder ni un
ápice de entusiasmo.
Ornela me llamó a La Casona
(era mi primera noche en la residencia presidencial) a eso de las diez y media. Estaba muy excitada.
Me dijo que había resuelto todo.
— ¿Qué resolviste? —interrogué.
—Todo, hermana, absolutamente
todo.
— ¿De qué estás hablando? —pregunté.
—De todo este surrealismo que
nos ha estado embargando desde hace algún tiempo. Necesito contártelo, pero eso
sí, con calma. ¿Podemos vernos mañana?
— ¿Tiene que ser mañana
obligatoriamente? —insistí, desperezándome.
—Así es, sin escoltas y sin
jalabolas, y mucho menos con la cuarto bate esa que anda contigo y no se te
despega ni siquiera cuando vas al baño.
No pude evitar reírme.
—Está bien. Allí estaré.
Sola. Espero que valga la pena todo lo que tengas que decirme.
—No te rías, LauraÉ, que la
cosa es más seria de lo que crees.
Colgué. ¿En qué actividades
misteriosas estaría metida Ornela? Lo averiguaría al día siguiente. Seguramente
se trataba de un nuevo esquema para ganar más dinero. Mi hermana seguiría
siendo un avión hasta el fin de los tiempos. Genio y figura hasta la sepultura.
Me asomé al cuarto de mi
pequeño. Su respiración acompasada me tranquilizó.
Despedí a la hombruna (con
hambruna, diría Benny) de Herminia hasta mañana.
Fui a la habitación
presidencial, me desvestí, me cepillé los dientes y me acosté.
Me desperté al rato,
sintiéndome ahogar. Yosney estaba encima de mí. Me había subido la dormilona y
bajado la pantaleta. Bombeaba y bombeaba sin lograr penetrarme. Un gran bufido
anunció su eyaculación frondosa, litros y galones de un almidón hechizado, como
el estallido de un dique contenido. Nuevamente me ensopé de gelatina y sudor.
Yosney me atizó unos
pescozones, pero con la suma precaución de no marcarme el rostro. Seguidamente,
tomó un cinturón y me asestó varios cuerazos. Yo ni siquiera pretendí resistir
sus embates. Luego de farfullar unas frases incomprensibles, se marchó.
No, no fue una pesadilla, a
pesar de que el cuerpo no me dolía. Lo que más me llamaba la atención era la
imposibilidad de pensar. ¿Adónde se habían ido los resabios del feminismo
amasado en tantas horas de conversa en los cafetines de Humanidades en la UCV?
Creo que duré más de dos horas tendida en ese lecho plagado de historia patria,
salpicada de esa testosterona revolucionaria que era una escama fluorescente.
Me levanté cual sonámbula, me llegué hasta el baño aledaño, me duché, me sequé
en ese baño con un paño que estaba ahí desde el pasado año y me ausculté el
daño ante el espejo de antaño. Laura Eunice Pérez Pirrone de Quiñones, primera
dama de Venezuela, primera pera de boxeo de la Revolución en ciernes, primera
perra pateada de la Séptima República, primera víctima de la violencia
doméstica revolucionaria. Buen leit motiv para trabajar en la Constituyente. La
mujer como mártir en este mundo hecho por y para los hombres. Artículo 169 de
la Constitución, parágrafo segundo, capítulo cuarto, título tercero y
siguientes. Pido la palabra, Connacional Presidente. Concedida. La violencia
doméstica, estimados connacionales, es más común de lo que ustedes creen. Las
barras aplauden. La Revolución ya está en marcha.
A partir de esa noche decidí
encerrarme bajo llave. La Revolución tendría que aguardar por la consumación
revolucionaria de este matrimonio revolucionario.
Me tomé dos ansiolíticos de
tres miligramos. Bienvenido sea el sopor.
¿Qué sería lo que Ornela
tenía que decirme?
¿Por qué no podía dejar de pensar en Benny, ahora
menos que nunca?
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