Capítulo
DD
Sé por qué lo hiciste LauraÉ. Tú no lo amabas.
No podías amarlo. Sin embargo, tu perenne ilusión de cambiar las cosas a tu
modo te llevó a ofrendarte como víctima propiciatoria en ese ritual de
sacrificio atrincherado en tu corazón. Sé que, en buena medida, lo hiciste por
mí. Sé que, en el arte cálido de tu alma, el ideal se impuso por encima del
amor. Pero el ideal en ti es amor, LauraÉ, amor sin reservas desconocedor de la doble apariencia para
trastocarse en amor con destino de laureles, como el ramo que tenías en tu mano
esa noche en que te casaste, para luego irte con tu flamante esposo a diez,
quince, veinte concentraciones políticas, sin dormir, sin descanso, sin reposo,
porque estabas obsesionada con tus ideales de cambio. Yo no podía dejar de
admirarte y de quererte más aún, LauraÉ, porque me diste cobijo, una vez más,
al yo sentirme en desamparo y confusa.
Intenté anteponer un aguafuerte de lejanía
entre tú y yo, LauraÉ. Pero, por primera vez, tuve terror de la soledad y la
precariedad de ese horror me hizo probar el reacercamiento a través del género
epistolar, influencia innegable de Benny, quien, cuando se sentía abrumado por
la culpabilidad, me atiborraba de cartas y poemas, haciéndome ceder. LauraÉ me
respondió afirmando que, en lo que a ella concernía, todo seguía igual entre
nosotras. Éramos hermanas y un lienzo de sangres ufanas impedía nuestra
separación. "Yo siempre estaré aquí para ti, Ornela", respondiste con
tu letra menuda. "Pedro Pablo me dice a cada momento que le hace muchísima
falta su tía Ornela". Sentí que mi amor por ustedes dos desfoliaba las
rutas malversadas de lo imposible, vale decir, mi amor por ti y por el pequeño
es una ensenada apacible.
Entonces, ¿en dónde se originaba esa
turbación? Cuando he estado preocupada, el mejor remedio solía ser anegarme de
trabajo sin descanso. Pero esta vez no resultó así, a pesar de que los negocios
seguían su marcha habitual, incluso con mayores ganancias. Comprendí que no podría
quedarme tranquila hasta averiguar qué
estaba sucediendo.
Hablé, de antemano, con mi suegro. Él deseaba
que me inmiscuyera a todo dar en su campaña electoral. Así las cosas, le
suministré ayuda monetaria cuando me dejó entrever que Óscar Zavala y los otros
"mecenas" tradicionales (entre quienes se encontraban los grandes
contratistas, concesionarios viales, propietarios de canales de TV, banqueros
enchufados y mercaderes de armamento) habían hecho mutis de la sede de Acción
Democrática y ni siquiera tenían la cortesía de contestarle las llamadas. Todos
se habían anotado a ganador y al placé respaldando, sin tapujos, al comandante
Quiñones (aunque por ahí se comentaba insistentemente que buena parte de los
dineros que sufragaban su campaña provenían de atracos a bancos perpetrados por
bandas de exguerrilleros izquierdistas). Pero desde el episodio de los
candidatos en el programa de Fito Mendieta, las encuestas empezaron a mostrar
que el avance de Quiñones era indetenible. Me desembaracé del asunto aportándole
una suma substanciosa, alegué problemas de salud y me desentendí de lo que
quedaba de Acción Democrática. Visión profética, al fin, pues el führer Rovira
no figuró en pizarra y cada día que pasaba más y más figuras abandonaban la
opción adeca para desertar a las huestes de Quiñones.
Nadie quería nada con los vencidos. La noche
de la elección el búnker quedó solo, con excepción de mi suegro y tres o cuatro
funcionarios de lo que quedaba del partido. Un sujeto, ataviado de despachador
del servicio de comidas y bebidas que aprovisionaba el búnker, aguardó a que el
führer emergiera de lo más interno del recinto, enarboló un revólver y le
disparó casi a quemarropa, emulando a Jack Ruby cuando quebró al Lee Harvey
Oswald. El secretario de organización y una diputada maracucha que venían
acompañando al doctor Rovira también resultaron muertos. El guardaespaldas de
la parlamentaria, al oír las detonaciones, reaccionó a su entrenamiento y le
disparó al agresor, matándolo instantáneamente. El asesino lucía una barba
postiza, era oriundo de Las Minas de Baruta y, según las investigaciones
policiales, era paciente del Hospital Oncológico Padre Machado y padecía de un
cáncer terminal. Se llamaba Moisés David Valedón (a) Tucusote (a) Nariz de
Güinche (a) Lengua'e Cabilla (a) Leche Cortá. Tenía prontuario por atraco a
mano armada, por robo de vehículos y por "quintero", es decir, ladrón
de residencias. Me sentí anonadada, impotente y malagradecida por haberle
sacado el cuerpo a mi suegro. La señora Bolivia, madre, quedó deshecha. La
acompañé al velorio, sin dejarla sola un momento. María Bolivia y Jorge estaban
lívidos. Por primera vez en su vida, llena de comodidades y sifrinismos, se
veían confrontados con la tragedia. Luego de las exequias, ambos se la llevaron
a Boston. AD entró en declive.
La toma de posesión de mi flamante cuñado como
presidente de la república y de las nuevas autoridades fue pautada para un mes
exactamente después de la elección. Como por arte de prestidigitación, el
precio del petróleo arrancó a subir en una suerte de vaivén afilado. Todo
parecía que los buenos augurios arroparían el inicio del gobierno de Quiñones.
En la espera, él y LauraÉ, junto a un numeroso séquito, abordaron un jet de la
fuerza aérea y volaron a Washington, a México, a París, a Londres y a otras
capitales para informar al mundo que no había nada qué temer del nuevo gobierno
venezolano a pesar del pasado golpista del nuevo mandatario y de sus supuestas
simpatías con Fidel Castro, Saddam Hussein y otras lumbreras de similar catadura.
El hombre se comportó con suma campechanía y con ello ayudó a calmar los
ánimos, por lo menos en primera impresión. Yo decidí quedarme en el apartamento
de LauraÉ, atendiendo a Pedro Pablo. El nené no podía ser más inteligentísimo
y, con la ayuda de su tía Ornela que lo adoraba hasta el infinito, estaba
aprendiendo a leer y a escribir con toda facilidad.
Varios días después, estando a solas con
LauraÉ, en La Viñeta, la residencia asignada al presidente electo, le pregunté:
—Hermana, en aquella época en que estuviste de
animadora cultural en Las Minas de Baruta, ¿no llegaste a conocer a Moisés
David Valedón?
Para ayudarla a recordar, extraje de mi
monedero una foto de él publicada por la prensa en los días siguientes al
asesinato del führer Rovira.
—Oye, sí creo haberlo visto. Lo que pasa es
que este retrato es medio fotomatón. Sí, sí, él era uno de los que siempre
estaba a la mano para prestar ayuda. Es más, yo pensaba que él era otro
desempleado. Pero quien te puede ayudar mejor es el "Gocho" Rojas; él
era quien los coordinaba. Si mal no recuerdo, lo ubicó en las brigadas de
orden.
— ¿Dónde consigo al "Gocho"? Porque
desde de la desaparición de Ronnie en el canal hicieron caída y mesa limpia.
—Creo que tengo anotado su teléfono viejo en
esta libreta —LauraÉ hurgó en su bolso de mano—. Aquí está. Llámalo y dile que
quiero hablar con él. Si está en la mala, es buena la oportunidad para echarle
una manito. Nadia también quiere ayudarlo.
A pesar de su esmerado semblante (ahora que
era una figura pública debía cuidar su imagen con mayor celo), le noté algo
difícil de definir. Una aprensión inasible, un aire de ausencias en reflejos
escurridos. Me armé de impertinencia y la emplacé.
—LauraÉ, ¿cómo va todo?
— ¿A qué te refieres? —me esquivó la mirada,
aparentando revisar sus papeles.
—No sé… todo… el matrimonio…
Conociéndola como la conozco, pude apreciar
cierta diminuta rigidez. Traté de disimularlo, poniéndome un tanto
dicharachera.
—Bueno, chama, por todo el cañón. ¿Cómo está
la cama?
Ceño un tanto fruncido, microscópicamente en
tensión. Pero yo conozco a LauraÉ, ni qué decirlo, desde siempre.
—Ten seriedad, Ornela, el sexo no lo es todo
en la vida con tantas cosas por las cuales trabajar: la niñez abandonada, los
derechos de la tercera edad, la marginalidad creciente, la violencia doméstica…
Entró una señora bigotuda con cara de antigua
guerrillera deglutida por unas niguas entonadas.
—Licenciada LauraÉ, la espera el presidente
para asistir al acto en la academia militar.
—Voy saliendo. Gracias, Herminia. Me voy,
hermana. Te vienes esta noche para que me ayudes con Pedro Pablo.
Le di un beso y me le
quedé viendo.
— ¿Qué tengo ahora? —me preguntó y vi un
ligero espasmo, un emboscado temblorcillo en la comisura de sus labios—. Déjame
ir que me esperan.
La vi marcharse. No quise reconocérmelo
conscientemente, pero supe que se escudriñaban unos paréntesis herméticos.
Tracé en mi mente la sombra de Benny transpirando en las nieblas calladas del
alma de mi hermana. Igual que en la mía. Pero decidí ser fuerte de nuevo y definir,
de una vez por todas, nuestra situación.
Estuve yendo varios días a su apartamento, a
esperarlo. Algo me decía que había vuelto a las andadas. Al irreductible escudo
magnético de la perdición, del fracaso y de la mentira. Su no aparición
significaba, de algún modo u otro, la concesión de esa debilidad que tupe las
enaguas de la vida cierta, asentada y tangible. La vida que yo seguía deseando
para mí y para quienes yo amaba. Aguardaba por él hasta las nueve, las diez,
las once de la noche y luego me marchaba hacia mi refugio íntimo en el cual solo
tenían cabida mi hermana y el pequeño. Sin embargo, era casi una obsesión
preguntarme, a cada momento, a cada hora recuperada del tráfago empresarial:
Benny, grandísimo tunante, ¿dónde estás?
Hasta que, por fin, se dejó ver una noche.
Sentí sus pasos medrosos en el pasillo, oí la llave escurrirse entre las tres o
cuatro cerraduras y vi su mano temblorosa encender la luz. Observé
detenidamente su facha de menesteroso galáctico, sin mostrar ni un meollo de asombro
al percibirme sobre su deshilachado sofá, manchado de ron, café y efluvios de
amores. Se despojó de un sombrero borsalino, de una barba mefistofélica, de
unas patillas lusitanas y de una gabardina insurrecta, todo ello con un aire
andariego, extenuante y precario.
Lo miré fijamente. Él me esquivaba.
— ¿De cuántas felonías soy culpable ahora? —preguntó,
sin moverse del dintel.
—Lo sé todo, Benny.
Su inmovilidad era pasmosa.
—Es bueno saberlo todo, Ornela. Así se acaban
las trampas. Aunque, a decir verdad,
¿quién puede definir el engaño en contraposición a lo verdadero?
—La verdad entre nosotros tres, Benny.
—Ah… esa verdad.
— ¿Acaso hay otra?
— ¿Cuántas verdades caben en este estado de
gracia que precede a la caída? Te lo diré, Ornela: ¡Noventitantas verdades!
Porque, sencillamente, no hay más. El fin de los tiempos y la pereza de la
historia nos condicionan a números finitos de ópticas, solo redimibles y
pagaderas al portador por obra y gracia del amor.
—Hablas del amor, escribes sobre el amor,
poetizas el amor, franqueas los sobres del amor, saltas sobre el amor, Benny, y
todo no deja de resultar una patraña, un juego de palabras medio vacío o medio
lleno, como esa metáfora insulsa que rueda por ahí. Es más, tú eres la metáfora
insulsa.
—Todo me será perdonado porque he amado mucho,
como dijo Tolstoi.
—Tolstoi, hoy, es una cabeza de morrocoy —dije,
levantándome de un tirón e imitando sus gestos enervantes—. Obsérvame, cotéjame, Benny.
—See me, feel me, touch me, hear me… —canturreó,
con una voz terca y nórdica.
—Aquí está mi mano, aquí está mi cuerpo, aquí
está mi corazón todo para ti, Benny. ¿Por qué tenías que estrujar también a mi
hermana? —luché por no dejar escapar un sollozo ahíto de rabia.
—Listening to you, I get the music, right behind you I get the heap… —continuó
con su salmodia reverberante— From you, I
get the story.
Me le abalancé y lo abofeteé. Él permaneció
invulnerable.
— ¿Cómo te atreviste a jugar conmigo así?
Benny era una momia
impresionista.
—Estoy confusa, Benny. No sé si amarte,
odiarte o despreciarte. O las tres cosas al mismo tiempo. Pero mi gélido
raciocinio me impele a este comportamiento frío y desapasionado que me hace
repetirte, primero, que el amor no basta, segundo, que no debes aferrarte a mí
y, tercero, que necesito de tu ayuda para saber la verdad. Necesito que me
respondas —lo zarandeé dos, tres, cuatro veces— ¡Contéstame, Benny, no quiero
que sigas jugando conmigo!
— ¿Qué quieres saber? —masculló, sin abrir los
ojos.
—Quiero saberlo todo —afirmé, dejándome ganar
por un cansancio deteriorado por su impasibilidad. —
—Soy más culpable que Barrabás, que Barnabás y
que el marqués de Carabás.
Lo volví a abofetear, y él como si nada.
—No te burles de mí, Benny.
Me tomó de ambas manos con una fuerza para mí
desconocida y, no obstante, no me miraba. Sus cuencas parecían estar vacías.
—No es una burla, Ornela. Es una venganza
gótica y es, a la vez, una confesión de amor.
— ¿Qué estás diciendo? —hubiera querido
zafarme pero, en realidad, no lo quería. Dios, qué enredo.
—Estoy muerto.
— ¡Cállate! —yo quería y no quería llorar.
—Es por eso que no pueden verme.
— ¿Quiénes no pueden verte? —dije, con un
terror más falso que un placebo fucsia.
—Solamente ustedes pueden hacerlo. ¿Es que no
lo entiendes?
—No quiero entenderlo.
—Tú y LauraÉ. Ustedes son el universo real. No
hay nada más allá de ustedes. Llegó el momento de perderlas porque la
entendedera atávica e incalculada nos impele a ser uno solo, one and only. No sé decirlo con
palabras, Ornela. El repertorio se agotó. La función terminó. Las luces se
apagan. Las máscaras se caen. El vestuario vuelve a colgar en los tendederos.
Los maquillajes ceden ante el empuje del higiénico algodón. Los personajes
hacen mutis. Los canallas perecen y parecen, obteniendo meritorias exequias. Ah,
pero el amor permanece, sobre todo en la memoria de los tres únicos
espectadores de la obra: LauraÉ, tú y yo. Valió la pena, Ornela. Por una
jornada he sido el Shakespeare de tu terciopelo, el Góngora de los sueños de
LauraÉ, el Sófocles de este trío que es una hogaza de amor. Este amor que me
redime a pesar de que me repitas till hell freezes over que el amor no basta y no te aferres, no te
aferres, no te aferres y no te aterres.
— ¿De qué estás hablando, loco? —lo abracé con
una fuerza extraña.
—Go and do what you've got to do —me apartó suavemente.
Mi miraba osaba topografiarlo rebasando ese
esplendor sintético y pulido.
— ¿Qué tengo que hacer? —pregunté.
—Desmadeja la madeja.
"Como una comadreja con techo de tejas
tras las rejas", pensé.
— ¿Cómo lo hago? —insistí.
—Habla con el "Gocho".
— ¿Dónde lo consigo? —lo solté y, de un soplo,
tomé sus manos, como si estuviéramos embebidos en una danza de urgencias.
—En su terruño. Está pasando un tiempo allá, licking his wounds.
—In
spanish, please —contrarrepliqué.
—Lamiendo sus heridas, para después venir con
todos los hierros.
— ¿Y tú qué vas a hacer? —puse sus manos en mi
pecho.
—El último acto, el monólogo final, el aria
postrera. Por eso necesito que me traigas a mi dramaturgo favorito, a mi Ibsen
de bolsillo.
— ¿Van a volver a la televisión? —alcé mi mano
derecha, acaricié su mejilla y lo obligué a abrir los ojos.
—Somos anatema para los ronnies, los
óscarzavalas, los cisneritos y todos los Citizens Kane de este mundo. Duro
estigma de borrar. Pero el epílogo, te lo aseguro, va a ser nuestro, porque
quien ríe de antepenúltimo, ríe peor. Es hora de que vayas a lo tuyo.
Lo volví a soltar. Agarré mi bolso y me
encaminé a la puerta. Abrí y dejé sus llaves, las llaves que él me había dado,
sobre el destartalado equipo estéreo.
—No me casaré contigo, Benny.
Él ni se volteó ni hizo ningún movimiento.
—Ni contigo ni con nadie ¾
enfaticé.
Ahora solo veía su silueta contra la pared
oscura.
—Tú eres el amor de mi vida, Benny —no deseaba
que la voz se me resquebrajara.
Él bajó la mirada hacia un piso que era un
plano erosionado.
—Y LauraÉ, Benny, a pesar de ser ahora la
primera dama, te ama a ti y solamente a ti, y de alguna manera siento, sin
saber tampoco cómo expresarlo, que este amor de las dos es único e irrenunciable,
que va contra todas las reglas de nuestra biografía, Benny, de esta vida a la
cual tú no perteneces, y estás en tu pleno derecho de no pertenecer a ella, Benny,
y por eso te amo, por eso te amamos más y más, Benny, y mi amor es el mismo de
LauraÉ, Benny, y… y… y…
Salí corriendo, llorando en silencio, mis ojos
empañados absolutamente. Queriendo volverme loca por tu culpa, amor de mi vida.
Esa noche, por primera vez en mis treinta y
tres años, ingerí pastillas para dormir.
Me desperté al día siguiente con una levedad
deshabitada. Seguí mi rutina. Fui al gimnasio, bromeé con todo el mundo. En la
oficina, instruí a Carmen Adilia, mi socia, para que localizara (aunque yo no
tenía esperanza de que lo lograra) a Javier. Llamé a Fedora a Miami dos veces y
hablé largo y tendido con ella.
En la tarde, bajé a Maiquetía y tomé el último
vuelo a San Antonio del Táchira. Contraté a un taxista de ojos achinados y
cuello de avispón verde para que me llevara hasta Rubio. Me hospedé en un
hotelito bastante decente. A eso de las ocho y media de la noche, llegué hasta
una casita recubierta de adoboncitos blancos, a la vera de una calle de tierra.
Toqué y esperé.
—Hola, Rojitas.
No pareció sorprenderse al verme.
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