Capítulo F49758Ñ
Carmen Adilia Fragachán, la
socia de Ornela, consintió en quedarse con Pedro Pablo. El pequeño, algo
adormilado todavía, lloró un poquito pero se consoló cuando su mamá y su tía le
aseguraron, con todo el amor del universo, que pronto estarían de vuelta.
Abordamos el automóvil y
pusimos proa buscando la autopista. La llovizna no amainaba.
—Cuando me dijo que era un
asunto de vida o muerte me dio la impresión de que estaba herido o malogrado —comentó
Ornela, denotando mortificación.
— ¿Por qué no te dio más
detalles? —pregunté, sin disimular la incertidumbre.
—Tenía miedo de que mi
teléfono estuviese pinchado. Hoy en día en Caracas quien no tenga el aparato
intervenido es un cero a la izquierda, palabras textuales suyas.
Volvió a sonar el celular de
mi hermana.
—Aló… Sí, Benny, soy yo…
¿Dónde es eso?… Okey… Sí, tu número aparece en mi pantalla… Cuando vaya
llegando te repico… ¿No puedes decirme qué es lo que pasa?… Sí, sí, no te
impacientes, vale… Ya estoy en camino.
Ornela cortó la comunicación.
—Vamos al litoral —dijo—.
Cuando lleguemos a Macuto debemos buscar un teléfono público y de ahí lo
llamamos. Está sicoseado con una manía persecutoria que lo tiene al borde del
descontrol.
Me quedé pensativa. Solo se
escuchaba el tilín-tilín de la lluvia sobre el caparazón del carro y el ritmo
obstinado del limpiaparabrisas. Ornela conducía a lo máximo que se podía,
extremando la prudencia. El pavimento se encontraba más jabonoso que de costumbre.
—Está en la casa de Horacio
Quintín —clarifiqué, ya sobre la bajada larga y ondulante que nos llevaría
hasta las trochas donde reculaba el mar.
— ¿Cómo puedes estar segura?
—Es una premonición, pero
apuesto todo lo que tengo a que está ahí —aseguré.
La lluvia no cedía. Al
atravesar el túnel Boquerón II sentimos unas ráfagas de viento húmedo y
caliente sacudir el vehículo. El vidrio se empañaba a pesar del aire
acondicionado. La visibilidad se reducía.
Pasamos La Guaira. Llegando a
Macuto conseguimos una oficina de CANTV con una batería de teléfonos públicos
funcionando. No había mucha gente.
—Afortunadamente siempre
cargo una tarjeta a la mano, porsia —dijo Ornela extrayéndola de su bolso y
descendiendo del auto rauda y presurosa. La vi dirigirse hacia un aparato
desocupado, marcar el número con su escrupulosa intranquilidad, sacar libreta
y lápiz, garrapatear profusamente con
una mano aguileña y regresarse con una prisa naval que no me dio tiempo a mordisquearme
las uñas.
—No te equivocaste, hermana.
Está en casa de Horacio Quintín —me espetó mientras arrancaba.
— ¿Qué exorcismo estará
llevando a cabo ahora ese loco?
—Vamos para allá y lo
sabremos.
La lluvia estaba comenzando a
enervarme. Ni arreciaba ni se detenía.
— ¿Habrá estado lloviznando
así todo el día? —preguntó Ornela, con los reflejos en máxima alerta: lo último
que deseábamos era que el vehículo patinara.
—El agua purificadora que
lava y deslava el pecado, bautizando las caries del alma para después
transmigrar entre los espíritus solubles y redimirnos por la vida ante la
muerte.
— ¿Tú crees que esa
seguidilla de muertes… de asesinatos y suicidios creativos tenga redención? —auscultó
mi hermana, sin perder la concentración en la ruta.
—Ojalá fuera posible rescatar
el alma de los hombres solo a través del amor. Siempre faltará un tonel
inadmisible de violencia y, por extensión, de crimen. Hasta el mismo Jesucristo
lo entendió así. Lo que más nos exalta de su pasión no son las parábolas y los
milagros, sino el vejamen inabarcable al que fue sometido, la tortura y el
castigo sangriento con su aforo de dolor infinito. Sin esa riada de aflicciones
no nos hubiera llegado su impronta de redentor. Tan solo habría sido otro
taumaturgo más. Pero la atrocidad de su suplicio y su agonía lo hizo
trascender.
—Yo soy enemiga del dolor,
LauraÉ.
—Yo no le temo. Pero te
comprendo. Esa aversión al agobio es parte de la influencia de Benny sobre nosotras.
Es su lacre personal e intransferible.
Ya nos encontrábamos en
Tanaguarena. Yo leía las indicaciones que había anotado Ornela en la libreta. A
pesar de lo borroso del panorama pudimos dar con el camino correcto.
Llegamos a la quinta de
Horacio Quintín. Apartamos la cinta amarilla con que la policía prohibía el
paso a los transeúntes y penetramos. Todo estaba en tinieblas. Por suerte,
Ornela había tenido la precaución de traer una linterna y un paraguas.
— ¿Benny? —clamé.
— ¿Dónde estás? —gritó Ornela.
Un súbito ruido proveniente del patio central
nos sobresaltó. Una sombra intacta nos salió al paso.
— ¡Benny! ¡Nos vas a matar
del susto! —exhaló Ornela.
—Vengan por aquí —replicó él,
sin inmutarse.
Atravesamos el descampado.
Las gotas nos golpeaban el rostro. Alcanzamos el garaje techado de la casa.
Sobre una especie de silla playera extensible se encontraba posado Canuto. El
haz de la linterna de Ornela lo recorrió de arriba abajo con una espuma
lánguida.
— ¡Canuto! ¡Estás herido! —mi
voz era un grito empañado.
Canuto intentó erguirse. Un
coágulo sanguinolento emergió de su boca.
—Pero, ¿qué insensatez es
esta? ¿Por qué no lo has llevado a un hospital? —el paroxismo se estaba
adueñando de mí. Sin embargo, un rasgo de sensatez me señaló la futilidad del
enojo. Mi pequeño protector de siempre estaba irremisiblemente condenado.
—Qué bueno q'vino, mi tierna —los
ojos de Canuto emitían un chispazo macilento—, porq'este tierruíto como
q's'está yendo pa'otro tripeo.
—No digas eso, Canuto —tomé
su cabeza entre mis manos.
—Cero muelas, maicuín, q'este
bachiche s'acabó.
Miré a Benny con rabia.
— ¿Ves lo que tus disparates
producen? ¿Qué necesidad hay de esto?
La silueta de Benny era una
hebra sinuosa en el aire aprisionado.
—Qué va-oh, no lo descargue,
mi reinita, q'el Benitín es el propio bicharango. Lo q'hemos hacío es limpiá al
mundo d'tanto ñero hambroso d'piastras, nedas q'le faltan a unos y les sobran a
esos showseros. Porq'l'voy a decir una vaina: estos artistas son la misma
miasma q'los q'estaban antes, puro afinque d'mojón y pura coba —un ataque de
tos con esputos rojizos lo hizo buscar el aire que se le iba—, pura cotorra y
puro apliquéishon. El Benitín y el "Gochíbridis" no'staban pelaos.
¿D'qué vale la pena seguir en este bembeteo? Nací jodío y jodío m'muero, pero
m'llevé a unos pajúos en los cachos. Y lo mejor d'tuá vaina es q'la última
visión q'm'arrastro es la suya, mi reina bella…
—Debe haber un cielo donde
quepamos todos —mi voz estaba empezando a resquebrajarse.
—Ese es un pley donde voy a coroná
más efectivo… ¿Benitín? ¿Pa'dónde t'fuiste, pintica?
—Estoy aquiles rondón,
Canutillo.
—Nos vemos después del súper barranco,
men…
—Viento, fámily.
—Viento, panamá.
—No s'deje mareá c/esos
chivos, mi reinita —Canuto se me estaba yendo, como una flor mustia, como un
pececillo sereno—. El Benitín tá restiao c/usté y la doctora.
Posó su cara sobre mi pecho.
Y dejó de respirar.
Mis ojos estaban anegados. La
luz de la linterna parpadeó.
—Benny, ¿por qué se vinieron
para acá? —preguntó Ornela, su timbre confundiéndose con el rumor apagado de la
llovizna que parecía acrecentarse.
—Era una cábala de Canuto —contestó
él, mirando hacia fuera.
— ¿Cómo hiciste para llegar,
trayéndolo malherido? —reiteró Ornela.
—Nos vinimos por la carretera
vieja. Sorteando derrumbes. Hay escombros por doquier. Gente tapiada, barrios
enteros sepultados… —Benny hablaba con un dejo hipnótico.
— ¿No tenían otro sitio dónde
esconderse? —Ornela caminaba hacia él y se devolvía, rasgando con su elocuencia
pagana la monotonía circular de la penumbra—Ya, ya, ya, ya lo veo. Este es el
último lugar donde a las autoridades o a cualquiera (incluyéndonos a LauraÉ y a
mí) se les ocurriría buscarlos. La casa de Horacio Quintín Zúñiga. La casa
donde se inició toda esta bacanal. La casa donde se desintegró el himen del
suicidio creativo…
— ¡Del crimen creativo! —repliqué,
con un sollozo abierto y vulnerable.
—El SUCRE, el CRICRE, ¿qué
más da? —prosiguió Ornela—Aquí fue donde todo comenzó. Y ahora que Canuto
también ha muerto, víctima inocente del sistema y victimario intacto de la mano
de quienes lo indujeron, verbigracia tú y Rojitas, Rojitas y tú, todo debe
finalizar, como en el ciclo que se reencuentra con su origen, como la serpiente
que se muerde la cola, como las agujas del reloj que siempre vuelven al cero.
Todo comienza aquí y todo finaliza aquí. ¿No es así, Benny?
—This is the end… my only friend, the end —canturreó
Benny.
— ¡Todos ustedes están locos!
—expulsé un grito sordo y breve.
—Sin embargo, insisto, la
primera vez, cual desfloración anunciada, fue un accidente. ¿Oh no, Benny?
—Un accidente… —repitió él,
como si fuera un eco pisoteado.
—Algo les salió mal, porque
de buenas a primeras el plan de ustedes no contemplaba matar a Horacio Quintín.
Pero quiero que tú nos lo cuentes, Benny. Si de verdad LauraÉ y yo lo representamos
todo para ti, como tantas veces lo has dicho y lo has escrito, si nos amas a
las dos como si fuéramos una sola, ¿por qué no decirnos la verdad? Por una vez
en tu vida, amor mío, for once in your
life, love!
Benny seguía atisbando por
entre las minúsculas y húmedas agujetas que brillaban en la elipse opaca de mar
y confesión.
—Esa noche llegaron ustedes
dos, Rojitas y tú —conjeturó Ornela, sin detener sus pasos limpios—, siguiendo
esa nota tuya de ataviarse con barbas, sombreros y lentes para que no los
reconocieran.
—Los tres… —murmuró Benny, y mi atención se
deslizaba del uno a la otra, sin dejar de sentir la cabeza inerte del pobre
Canuto en mi regazo.
— ¿Quién era el otro? Ya va,
no me lo digas: ¡Canuto!
—El ZZ Top de la ínfima revancha —alegó Benny.
—Así pues estoy en lo cierto —cotejó
Ornela—. Vinieron a desquitarse en la persona de Horacio Quintín por haber sido
derrocados de la novela.
—No, al contrario, ese no era
nuestro propósito.
— ¿Cuál era la intención,
entonces? —preguntó Ornela.
—Conversar, cotorrear, just to talk shop, sin ninguna mala
vibración. Es más, el propio Horacio Quintín lo dejó entrever así al
recibirnos. No hard feelings. Sacó
una botella de whisky y nos pusimos a hablar de lo que había sido el rumbo
delirante que cogió la novela mientras él estuvo preso. Comentó que se había
reído con algunas de nuestras ocurrencias. Yo lo hubiera dejado todo de ese
tamaño, pero el "Gocho" se mostraba reticente y abstraído, como si
tuviera algún rencor escondido por ahí dentro, sin aflorar.
— ¿Y cuál fue el detonante? —Ornela
aceleraba sus pasos para no perder el hilo azuzado de las revelaciones y los
razonamientos.
—Canuto sacó unos grametes
que yo le había dado hacía varios días para que me los encaletara hasta nuevo
aviso y que yo había olvidado por completo.
— ¿Unos gramos? ¿De perico?
—De pericardio.
— ¿Dónde conseguiste esa
droga? —Ornela no se detenía.
—Me la dieron Charlie y
Laureano de pura cortesía.
— ¿De pura cortesía? ¿Tus
amigotes?
—Esos mismos. My
college buddies.
— ¿Y se puede saber en qué
andan metidos tus amigotes?
—Andan metidos en unos
negociazos aquí con las altas esferas. De hecho, creo que no les hace falta
protección porque para donde se mueven siempre van respaldados —Benny lucía
ahora más receloso.
— ¿Narcotráfico? —Ornela
parecía la propia metralleta inquisitiva.
—Por varios comentarios que
les escuché, como quien no quiere la cosa, cuando estuve con ellos en el Anauco
Hilton, presumo que le están lavando unos dólares a la guerrilla colombiana.
La rapidez de la conversación
me estaba mareando.
— ¿De qué están hablando
ustedes dos? —exclamé con irritación creciente.
Ornela me refirió rápidamente
esa parte de la vida de Benny que yo desconocía. Sus amigos, sus panas, sus
compinches, Charlie y Laureano, de México DF y Bogotá, respectivamente, y su
reciente estadía en Caracas. Vi la plácida faz de Canuto y envidié su paz, su
desconexión y su retirada oportuna de este escenario de locuaces cachalotes.
—Volvamos a esa noche aquí,
en casa de Horacio Quintín — prorrumpió Ornela, cada vez más conmocionada—.
¿Qué sucedió después que Canuto sacó la droga?
—Horacio Quintín no quería
darse con nosotros. Al principio dijo que él no se metía. Pero yo sabía que sí,
porque mucha gente del canal, sobre todo los miembros del elenco, me habían
confesado que él no era ningún santo. Quizás en el ambiente de la farándula
procuraba que no lo conociesen como consumidor, pero entre los teatreros eso
era cosa sabida. Así que le insistimos. El "Gocho" hasta le endilgó
que si en realidad no se destapaba era porque no nos consideraba como sus
colegas e iguales. Horacio Quintín se amoscó con eso. ¡Todo un socialista como
él venir a ser acusado de algo así como racista! Ahí mismo comenzaron ellos dos
a dispararse dardos filosóficos reticentes, con citas de autor y toda esa
parafernalia de intelectuales de tronío, mientras Canuto hacía la traducción
simultánea a lenguaje malandro. Yo me reía hasta más no poder. Y así fue cómo
el ambiente se distendió. Horacio Quintín bajó la guardia y decidió compartir,
sin más ni más.
—Pero algo salió mal —especuló
mi hermana, sin dejarlo tomar aire.
—Nos habíamos atiborrado una
buena cantidad de esa kriptonita, cuando la discusión subió de tono. Horacio
Quintín nos acusó abiertamente de haberle saboteado la novela. "Chalequeado"
fue el término preciso que utilizó. Al "Gocho" no le gustó la cosa y
lo llamó intelectualoso vendido, plumario ensoberbecido y otras lindezas. El
Horacio Quintín perdió los estribos y nos ordenó que nos marcháramos. Nos
corrió por todo el cañón, pues. Ah, pero el Canutín le tenía una ojeriza bien
puesta el susodicho, adoptó su aire de malandrín de alcurnia y le soltó al
anfitrión que no nos íbamos hasta que no probáramos una risca que cargaba en el
bolsillo y que era pura caledonia. El hombre se puso todavía más cómico. Yo lo
que hacía era reír y reír mientras me vacilaba un jalao p'atrás con la llave de
chorro y la cocinita. Horacio Quintín perdió aún más los estribos y parecía un
basilisco. En eso, el "Gocho" lo agarró por detrás, le aprisionó los
brazos y me dijo que le sostuviera la cabeza. Dicho y hecho. Enseguida, Canuto
agarró un pitillo, lo rellenó de perico y se lo sopló dentro de las narices al
inmovilizado Horacio Quintín como si fuera una cerbatana. El "Gocho"
estaba tenso y sudoroso. Nada que ver
conmigo, porque lo mío era una risa. "Métele más para que dure una semana
engorilado y sin dormir", ordenaba el "Gochín" y Canuto dale que
dale. En una de esas, el tipo se puso pálido, empezó a boquear y se desplomó.
Lo último que me pasó por la cabeza fue que estuviera muerto, pero Canuto sí
captó la parte, recogió todo de la manera más ejecutiva y nos hizo enfilar de
nuevo rumbo hacia Caracas. Nos acuartelamos en mi apartamento a terminar de meternos
esa bolsa y a bebernos como ocho botellas de whisky. Ahí fue donde el
"Gocho" se abrió con nosotros, confesándonos que estaba moribundo,
aunque de buenas a primeras no lo pareciera, y que su mensaje postrero en esta
vida, su canto del cisne, his swam song,
sería el suicidio creativo.
—No entiendo cómo un
desahuciado podía con tanta droga —persistió Ornela.
—En realidad el
"Gocho" no consumía ni bebía. Estaba enfocado con exclusividad en sus
teorías vengadoras y los suicidios pletóricos de creatividad. Ese era su soma.
—Y de ahí el siguiente paso
fue convencer al pobre Javier para que se sumara a esa locura de ustedes —argumentó
mi hermana.
—Javier también sabía que
tenía sus días contados, Ornela. Y te voy a revelar otra cosa que a lo mejor no
sabes: estaba perdidamente enamorado de mí. Irremisiblemente y sin esperanzas, porque I'm straight, I love no one but you two,
both of you.
—Y también persuadieron a
Moisés David Valedón —prosiguió Ornela, sin torcer el rumbo de sus dictámenes.
—El "Leche Cortá",
alto pana y secuaz del pobre Canuto, may
their souls rest in peace —pontificó Benny.
—Y mataron a Armandito y a
Valdemar, en un paralelismo absurdo con la teleculebra —continuó Ornela sin
inmutarse y en su nota de Ágatha Christie.
—Y los que faltan —sentenció Benny,
con un tono de voz incoloro.
— ¿Quién falta? —exclamé, sin
poder contenerme más—¿Hasta cuándo vas a seguir con esta locura? ¿Quién será el
próximo inmolado? ¿Te vas a seguir manchando las manos de sangre?
— ¿Quién es el próximo? —gritó
Ornela, con un sobresalto.
En ese momento, un gruñido espantoso brotó de las
entrañas de la noche, de la tierra y del mar.
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