lunes, 24 de abril de 2017

Centinela


CENTINELA DE VERSIONES

Cuando Rómulo Gallegos nos lo tradujo como horizonte todo caminos, también nos conjuró la validez y la certeza de desentrañar este lienzo de geografías, garzas y gramíneas, líricamente, específicamente, induciéndonos una sospecha que tapiza las arenas del espíritu: ¿por qué esta tierra hace brotar este léxico? Más aun, ¿cuál es el lenguaje cabal de esta planicie que se expande hacia las infinitudes? ¿Por qué tal requisito de una simbología en particular?

A la sombra de un roble en medio de estas sabanas, ya quisiera uno acicalarse con una epifanía cordial que agudizara el estro y destrabara genialidades, a imitación de Newton con la desplomada manzana o de Arquímedes surgiendo de la bañera previo de exclamar ¡Eureka! Pero lo primero que sienta sus reales en nuestra imaginación es la memoria del célebre viaje del escritor caraqueño al cajón del Arauca en la Semana Santa de 1927. ¿A qué fue Gallegos al Apure? A empaparse de llanura, a franquear remolinos vitales y a exhumar el lenguaje con el que esculpiría un orbe de arquetipos. Es fama que Antonio José Torrealba, trabajador del Hato La Candelaria, casi iletrado pero poseedor de una imaginación y una expresividad desbordantes, lo proveería con un manantial casi inagotable de mitologías de lo cotidiano —parafraseando a Rodolfo Izaguirre—, además de reláficas de la brutalidad con que la  naturaleza mortifica esos parajes y de giros idiomáticos propios de las gentes de aquellos rumbos. Combustible todo ello fue para el crisol galleguiano, tan copioso que se desparramaría prolijamente en Doña Bárbara y Cantaclaro. ¿Significa esto la obligación de desplazarnos hasta  territorios predeterminados para domar el acento con el que habremos de avivar nuestra creatividad? ¿Tuvo Cervantes que ir a La Mancha, a un lugar de cuyo nombre nunca se acordó? ¿Debió Shakespeare apersonarse en Dinamarca a calibrarle la tesitura a cierto dubitativo príncipe? To be or not to be, exclamaba Hamlet, a semejanza de los personajes galleguianos que preguntaban a la sabana, ¿se es o no se es?, buscándose a sí mismos y desplegando sus íntimas contradicciones en el umbral de una biodiversidad colosal. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, reivindica las frases postreras del último cuarteto de Beethoven: Muss es sein? (¿Tiene que ser?) Es muss sein! (¡Tiene que ser!) Es muss sein! (¡Tiene que ser!).

Pero los lenguajes mutan. Es ineluctable y es el deber ser, como se dice en estos días. En Semiología, se nos habla de sociolecto, cronolecto e ideolecto para denotar la metamorfosis del lenguaje en los planos espaciales, temporales, personales e, incluso, por estratificación social. Cada quien busca la Verdad que lo posicione ante el universo mediante el lenguaje. Aunque, de acuerdo a Friedrich Nietzsche (en Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, 1873): “¿qué es la Verdad? Un ejercicio móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en otras palabras, una suma de relaciones humanas que, acrecentadas, transmitidas y adornadas por la poética y la retórica, y a consecuencia del largo uso, aparecen a los ojos del pueblo como inalterables, canónicas y obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que son metáforas que han extraviado ese carácter, monedas que han perdido su valor y ya no pueden ser consideradas como tales, sino como simple metal”. Una Verdad, ilusoria o no, que se plasmó en literatura, en aquellos tiempos inmóviles en la vida venezolana, tiempos de tiranía, tiempos demudados en pauta escénica, haciendo abstracción de que, en otras escalas, el espacio y el tiempo forman un continuum. Lo que resultó válido para la pluma, el pincel, el mazo y el mármol, ¿cómo se compagina con los artilugios con que nos han socorrido la ciencia y la técnica? Es más, ¿alteran esos dispositivos al lenguaje (o viceversa)? Y si se alteran entre sí, ¿cómo se transfigura la Verdad? ¿Cómo se articulan las visiones, las ansias y el mismísimo lenguaje?

Sabido es que en el devenir humano, las modalidades cambian y son como la energía y la materia: no se destruyen sino que se transforman. La física de Newton es trascendida por la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica de Planck, lo micro y lo macro que todavía no se encuentran, a pesar de la búsqueda de la teoría del campo unificado o, por parte de Stephen Hawking, la teoría del todo. En artes plásticas, pasamos del predominio de la imaginería religiosa en el medioevo a la sensualidad renacentista, y de ahí al impresionismo, el expresionismo, el arte abstracto y todavía seguimos. En música, la tonalidad de Bach y Mozart dio paso a la atonalidad de Stravinsky y Schoenberg, pasando por la improvisación y ruptura a ultranza de esquemas del jazz y el rock. En las letras y el filosofar, los ismos se han sucedido incansablemente (pensemos en el existencialismo, el estructuralismo, el constructivismo… y detenga usted la solfa).  Y tiene que ser (Es muss sein!)  porque, al decir de José Ortega y Gasset (en El espectador, 1916), “La verdad es que, más y antes que por los contenidos, se diferencian las épocas por la estructura y funcionamiento de las almas. No sólo, pues, ha hecho y dicho y creído el hombre cosas diferentes, sino que él mismo ha sido otro en cada época. Y la historia no será una obra inteligente —lo que aún no es— mientras no se consiga reconstruir esa peculiaridad absoluta del modo de funcionar la psique humana en cada período. Del hombre del siglo XVIII nos separa, más que el credo cultural, el mecanismo psíquico. Somos aparatos distintos. Y claro está que si tal disparidad existe entre nosotros y un tipo humano cronológicamente tan próximo como el de 1780, será enorme la divergencia entre nuestra contextura psíquica y la de un romano, un egipcio del antiguo imperio o un pintor de la cueva de Altamira”. Cada lapso hollado por el ser humano suscita miradas disímiles pero, simultáneamente, entrelazadas gracias a que “la estructura y funcionamiento de las almas” espolean la avidez inmanente por lo novedoso, a ratos por el afán de ruptura, y las más de las veces por ese barroquismo, por ese berrinche de querer diferenciarse de lo precedente. Y, por supuesto, muta el lenguaje —y, a través de esa transformación, también la Verdad—, innovando, revolucionando, desnudando almas y nociones.

Volvamos a la metáfora del llano, esta vez con la cinematografía. En 1962, el realizador italiano Elia Marcelli aunó iniciativas con el poeta apureño José Natalio Estrada quien aportó, aparte de su numen, el punto cardinal de su hato La Trinidad de Arauca, amén de su propio peculio. El resultado de tal mancomunidad fue Séptimo paralelo, un híbrido de documental, cinéma vérité y filme de aventuras donde el influjo de Gallegos se atisba a lo largo del engranaje narrativo y descriptivo. La desmesura del llano se patentiza en la crudeza con que se nos muestra la crueldad amoral de la naturaleza, cuando los caimanes devoran los pichones de garzones ya que la supervivencia del más apto ordena “comer o ser comido”; cuando el verano abrasa la sabana y las reses mueren de sed e impotencia atascadas en los terronales de los caños resecos pues “el sol ya hundió el último de sus dientes en el frágil cuerpo del agua”; cuando se desata el invierno y —en palabras del también guionista José Natalio Estrada— “si antes el sol quiso quemar la tierra, ahora es el agua que la ahoga” y la inmensa sabana se ha convertido en un único aniego solo surcado por las embarcaciones de indios y racionales; y el agua trae las fiebres que se llevan al muchachito de la choza, a quien le cantan en su velorio Píntame angelitos negros al son del Zumba que zumba. Narración resuelta por el regista con incesantes tiros de cámara abiertos, a lo John Ford (otro rapsoda de los espacios monumentales), sazonados con diálogos en primer plano, doblados en estudio y en paralelo (¿séptimo?) a la sobria voz de Luis Gerardo Tovar.

Y la presencia del indio, marginalizado y hostigado, por no saber o no querer adaptar sus ancestrales hábitos a la jugada que impone el racional, quedándole como escapismo el yopo, la droga del aborigen. Y Aparicio, el zagal indígena, quien cultiva amistad con Enrique, el veguerito, y juntos cazan babas, velan chigüires, recorren los sabanales en lejana similitud con Don Quijote y Sancho Panza, aunque es Enrique quien cabalga el burro (llamado acertadamente “Lentitud”). Son existencias signadas por el pasmo del mero sobrevivir, porque, como escucháramos afirmar en alguna ocasión, en el llano quien no cultiva la paciencia está condenado a la desesperación.

Séptimo paralelo ecualiza una narrativa intensa y dilatada, como la llanura que retrata, en un lenguaje donde se funden, confunden y difunden el tiempo y el espacio en un continuum intrépido, comprometido, veraz, porque impacta, las más de las veces, al no ocultar la extrema dureza de las vidas que lo pueblan, sin desmayar en su modulación poética, un tanto neorrealista si se quiere, pero dotada de un lirismo sin altisonancias, matizado el relato con los acuáticos acordes del cuatro del maestro Freddy Reyna a cuyo cargo corrió la música incidental del film. Séptimo paralelo es, a no dudar, otro hito del lenguaje. Pero (siempre sale a relucir el pero), ¿sigue siendo válido ese lenguaje? Rómulo Gallegos y José Natalio Estrada resolvieron en sus horizontes el lance del lenguaje que les tocó destrabar. ¿Y a nosotros qué? Muss es sein? (¿Tiene que ser?) ¿Así y solo así?

El llano ya no es el mismo. De alguna manera, la premonición civilizatoria ha  permeado, con avances y retrocesos, el tejido y la praxis de sus huéspedes. Auscultemos, de entrada, las minuciosas genéticas de nuestros autores, exégetas ellos mismos de abultadas peripecias en esa realidad tensada en tiempo, espacio, lenguaje y Verdad. Gallegos, caraqueño, novelista, educador, forjado en el ideario positivista. Estrada, apureño, poeta, cosmopolita, políglota. Literatura pura y dura el primero. El segundo, poeta adalid del cine, quizá la forma artística definitoria del siglo XX, con su sincretismo y antropofagia de las otras artes: dramaturgia (teatro en imágenes), plástica (fotografía y luz en movimiento), sonido, edición. La nutriente urbana, en ambos creadores, los dotó de una prefiguración de la notoria Verdad, de un desapego prudente del contexto y de una arquitectura prevalente de las almas para forjar nudos dramáticos, intuiciones y símbolos que rebasan los linderos narrativos, universalizando las tramas que conciernen lo humano y atinando en su circunstancia. ¿Cómo refrendar tal intención en la vigésima primera centuria? El Florentino Coronado de este milenio probablemente no sería un coplero embrionario, sino que devendría en un rapero escrupuloso, munido de teléfono inteligente, GPS y quizá cabalgaría un cuarto’e milla transgénico. Quedará, entonces, el reto de discurrir un cantar de gesta para este Cid Campeador de los tiempos venideros. ¿Quién será el Gallegos o el Estrada que parirá líricas y éticas para estas nuevas aventuras? ¿Cómo descollarán el lenguaje y la Verdad —ah, la Verdad —ante tamaño ímpetu vital?

Porque de aventuras también vive el hombre, según nos lo clarifica el ensayista español Guillermo Díaz-Plaja (en Los paraísos perdidos, 1970): “El escritor ha exaltado la Aventura, convirtiéndose en testimonio notarial de la Hazaña. Pero para que la Aventura exista ha de producirse su condición de hecho insólito. La peripecia extraordinaria”. Hágase la Aventura, pues. Realícese la Verdad, entonces. Materialícese en lenguajes y versiones, a través de tiempos y espacios, donde estos aun concurran. ¿Se es o no se es? Es muss sein! (¡Tiene que ser!).

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