viernes, 19 de septiembre de 2008

Sesentera

En clave de ortopedia
Sesentera
a mis padres
por: Nicolás Soto

Las siguientes líneas no pretenden en modo alguno certificar el vetusto aserto (devenido en lugar común) “Todo tiempo pasado fue mejor”. A cada generación le toca lo suyo en la batahola de la vida. Si acaso proseguimos en la escribanía de lo que ahora nos ocupa es por responder, en cierto grado, a nuestros menores quienes, cansados a no dudar de escucharnos por enésima vez relatar nuestros periplos vitales, replican, con algún mohín de fastidio: “¡Y dale otra vez con los sesenta!”

Comienzo con una remembranza, una de las primeras con impacto afilado en nuestra infantil conciencia. Me imagino que me hallaría en compañía de Arturo, mi hermano inmediatamente mayor, y de Ana Milagros, la menor de mis hermanas, yo con apenas seis almanaques de edad, disfrutando en la TV de Rintintín, del Cisco Kid o del “Club de Los Nietos” (vaya usted a saber), cuando interrumpieron la programación, pasaron a cadena y emergió en pantalla la faz picada de viruela de Rómulo Betancourt, diciendo con su característica voz atiplada algo así como: “Aquí me encuentro, vivito y coleando, con las manos enguantadas como el Morocho Hernández, sin doblegarme después del atentado”. La expresión adusta de mis padres y de Héctor, el mayor de mis hermanos, voceaba la seriedad del asunto: le habían colocado al mandatario esa mañana una bomba llegando a Los Próceres. Años después, conocería de las andanzas del avieso Chapita Trujillo y su autoría intelectual. La violencia palpable irrumpía en nuestras vidas. ¿Cómo olvidar, de seguidas, El Carupanazo y El Porteñazo? Recuerdo vívidamente, el concurrido sepelio, en mi pueblo natal, de un militar fallecido en una de esas asonadas. La preocupación de mis mayores se cartografiaba en la ansiedad de sus rostros cuando miraban a través del Observador Creole los cruentos enfrentamientos o la fotografía del padre Padilla recogiendo al soldado moribundo en el sector La Alcantarilla de Puerto Cabello. O cuando leían ávidos en El Nacional, El Universal o La Esfera las incidencias del bloqueo aeronaval a Cuba y el subsiguiente temor a una conflagración nuclear. A esa edad, este escribidorzuelo vuestro era más inquieto que el anacobero intérprete de “Yo no he visto a Linda” y me le arrimaba a los mozos de la época que escuchaban a escondidas Radio Habana Cuba. En Valle de La Pascua no acaecía nada que perturbara cierta paz bucólica y provinciana, pero cuando venía a Caracas se olisqueaba la tirantez de la violencia, máxime cuando visitaba a mis hermanos mayores, Ana Mercedes y Manuel, en las residencias de hembras y varones de la Ciudad Universitaria, hoy en día predios de Humanidades, Letras y Comunicación Social. El nido de la insurrección “castrocomunista”, al decir de aquellos tiempos.

Contraste manifiesto entre la quietud de un pueblo con apenas treinta o cuarenta mil habitantes, donde veíamos pasar los arreos de burros cargados de leña por la calle Atarraya rumbo a la plaza Bolívar, y la capital con algo más de un millón de almas reluciendo por las obras heredadas de la recién caída dictadura perezjimenista (muchos creyeron que sería la última autocracia aquí entre nos), aunque la aspereza urbana del Helicoide despoblado (un protomall) llamara tanto la atención de un carajito fisgón como yo. En VLP los teléfonos se accionaban con manigueta y una pila de seis voltios. El operador de la central resultaba amigo y confidente de todo el mundo, mientras que en la Sultana del Ávila los aparatos funcionaban con discado y hacia el Este los números ya constaban de seis dígitos en vez de cinco, válgame Dios. En mi pueblo, los policías, uniformados de caqui con unas correas atravesándoles la pechera, se quedaban adormilados por el calorón a la hora del burro, espantando la plaga con resoplidos laterales y recostando, con equilibrio de maromero de circo, sus silletas de cuero contra la pared de la prefectura frente a la plaza Bolívar, mientras el popular Jopo se aposentaba en la esquina del Hotel Venezuela aguaitando al vehículo que lo llevaría al aeropuerto a esperar el vuelo de Avensa, en la mañana, o el de Aeropostal, en la tarde. En Caracas, algunos polichinelas ya usaban casco (prefigurando a la Metropolitana) y miraban de reojo a todo el mundo: los extremistas se les acercaban por mampuesto y los acribillaban sin mediar argumentos, mientras a lo lejos se escuchaban las sirenas que me hacían recordar al Escuadrón Tacamajaca (¡loor al inolvidable Chuchín Marcano!) y los mayores comentaban la última bola: “Pusieron una bomba en Sears, ¿te enteraste?”.

Una de las ventajas de temperar en la Caracoles era que la televisión se veía clarito. Llegábamos al Hotel Comercio, en Puente Soublette, a cuadra y media del canal 2. Mi papá compraba repuestos de cocina a kerosén en la Comercial Prosperi, en el extremo sur de Bárcenas a Río, y aprovechábamos para acercarnos a las puertas de Radio Caracas TV para atisbar a Víctor Saume, al pájaro chogüí Néstor Zavarce, o al doctor Albertico Limonta (nadie se salva de ser farandulero o de aspirante a paparazzo, dígalo ahí). En cambio, disfrutar del huésped alienante en Pascuita resultaba la mar de azaroso pues los caprichos atmosféricos podían aguarle la fiesta hasta al paciente Job en lo mejor de la Novela Palmolive o del combate máscara contra cabellera entre El Tigrito del Ring y Jaime El Fantasma: de repente se alborotaban un rayero digno de la más atrevida pintura abstracta y un grillerío sónico con tesitura de música avant garde (a lo mejor de ahí proviene mi gusto por Pink Floyd y Frank Zappa, entre otros). Ni elevando aún más y reorientando las antenas con forma de parrillera o palmera aliviabas la cacofonía.

Ley de la vida es que debes seguir creciendo. Para el año escolar 1961-62 nos tocó inaugurar el colegio Juan Germán Roscio, el “colegio del padre”, como siempre se le ha conocido en VLP. Arrancamos operaciones con los siguientes docentes: en tercer grado, mi bella prima Nelly Arbeláez García; en cuarto, el profesor Olivieri; y en quinto, el profesor Zerpa. Pero me detengo aquí por cuestiones de espacio. Esta historia continuará (si no me atacan la abulia y la flojera).

Nicolás Soto Martínez (06/12/1911-07/12/1990) y Ana Arbeláez de Soto (25/11/1919- 20/11/2006)

El padre Padilla y el soldado moribundo en La Alcantarilla. Esta foto ganó el Premio Pulitzer.

Presidente enguantado como el Morocho Hernández.

1 comentario:

Juan Luis Simoza dijo...

Comencé leyendo solo por curiosidad, pero ya en la 5a. línea me sentí atrapado por las ganas de enterarme de todo. Esa "sesentera" la viví -o parte de ella- en Valle de La Pascua cuando el autor era un joven estudiante de primaria y bachillerato; y ya en ese tiempo Nicolás demostraba poseer un talento especial para desenvolverse en el mundo de las letras. El resultado no es sino el consabido justificativo del "dos más dos son cuatro".