Sí, es cierto, LauraÉ tenía
razón. Me sumergí en el trabajo para olvidar. Para no pensar. Para no sopesar
lo que se manifestaba en los frentes plurales de mi vida, ahora que mi mamá y
Arnaldo habían fallecido.
También sentía que algo había
muerto dentro de mí. La Ornela de la diversión fácil, la Ornela de la
frivolidad, la Ornela de las desinhibiciones, la Ornela gaseosa.
¿Sería esto el resultado de
aquella doble muerte en aquella Noche de Febrero, en aquella noche de acuarios
y peces, noche de aguas y pescados, noche de humedades y pecados? LauraÉ me
había comentado acerca de tratarme con un psicoterapeuta. Dejarme tender en un
diván o en una poltrona, en un desinfectado consultorio rebosante de revistas
dominicales y de música de ascensores surrealistas. Dejarme sondear los
recovecos del alma por un experto diplomado, por un chef de los pucheros
psicosomáticos. Sabía, por supuesto, que mi hermana lo hacía con la mejor de
las intenciones y de acuerdo a su cristal y a su óptica de intelectual. De
hecho, estuve a punto de dejarme convencer. Pero en un centellazo de lucidez en
medio del tanganazo del dolor, Ornela la asertiva volvió a tomar las riendas de
su vida. ¿De qué me valía la catarsis de llorar a mi mamá y a mi novio? Sólo Dios
sabe cuánto la quise. Sólo Dios sabe cuántas lágrimas permanecen ocultas en mi
corazón para llorarla a placer cuando se me venga en gana. Sólo Dios conoce la
intensidad de mi deseo por formar un hogar con Arnaldo. Y en una sola noche, Dios
se lo llevó todo. Sin darme ni siquiera tiempo de asumir un duelo digno y
reparador por ambos.
Por eso, LauraÉ, te dejé con
tu buena intención de hacerme ver por un psiquiatra. La única cura para mí
consiste en el olvido y en la actividad frenética. Por eso volví a Miami.
Fedora y Javier me esperaban
en el aeropuerto. Recogí mi equipaje, pasé por la aduana y salí al encuentro de
ellos.
—Manita, ¿por qué te viniste
tan…? —la cara de Fedora reflejaba mil dolores y dos mil angustias.
—Si me quedo en Caracas me
vuelvo loca —respondí, aceptando su abrazo y disuadiéndola de buscar ulteriores
explicaciones. Me enfrasqué, más bien, en un relato pormenorizado de los
detalles del golpe de estado, como sucedáneo a lo otro… al dolor que se lleva
en los tegumentos del alma.
Javier me abrazó con sumo
cariño.
—Te noto más flaco y
demacrado —le dije.
—He tenido maleztárez
eztomacález últimamente.
—Demasiadas rumbas y comidas
a destiempo, apuesto cien dólares contra cien bolívares —dije, tratando de
recobrar la jovialidad perdida.
—Nada que no ze arregle con
una buena dieta y repozo. Pero, ¿a qué no zábez la última de la última?
—A ver, ¿qué será? —pregunté,
saliendo al sol encapotado del estacionamiento.
—Te prezento a la zeñora
Lizarraga.
Abracé a la muy sonrojada
Fedora.
—Felicitaciones. Pero, ¿por
qué…?
—Sí, ya sé. ¿Por qué no te
esperamos?
—Ezpérenme aquí miéntraz
traigo el carro.
Javier se encaminó. Fedora
prosiguió.
—De antemano, Lizarraga te
manda a dar las gracias por la segunda que le conseguiste con el doctor Rovira
para agilizar el divorcio. Esos tribunales venezolanos son tan inamovibles
cuando no hay “aliciente” de por medio —Fedora se frotó los dedos con el
consabido signo del dinerillo— y su ex estaba tan empeñada en prolongar las
tácticas dilatorias. Total que, loado sea Cristo, por fin salió la bendita
sentencia y en veinticuatro horas la teníamos aquí. Javier se movilizó con
tremenda agilidad en el consulado para legalizar, traducir y no sé cuántos
berenjenales burocráticos más, nos ayudó a conseguir la licencia y ayer nos
casamos.
Fedora me mostró su anillo de
diamantes.
—Pero no te veo tan
entusiasmada, chama —le advertí.
—Es que Lizarraga me ha
contagiado lo supersticioso.
— ¿De qué me estás hablando?
—Ahora ha cogido con un tema
de que este golpe de estado es un anuncio apocalíptico. Un cúmulo de desgracias
y pesares va a caer sobre Venezuela y, por ende, sobre todos nosotros.
—Déjate de esas pavosidades,
Fedora.
—Es que son pegajosas,
Ornela.
—Voy a hablar con Lizarraga
para que se aquiete y no te amargue más la vida con esas premoniciones de tan
mal agüero.
—Cuando vuelva.
— ¿Qué? ¿Ya te dejó? ¿Y sin
luna de miel?
—Fue a Nueva York a
entrevistarse con el hijo del anciano soberbio.
Se refería al ex presidente
copeyano.
— ¿Van a hacer las paces?
—El viejo quiere el poder,
Ornela. Al precio que sea.
—Al precio que sea —repetí,
tratando de calibrar el rédito probable de un reencuentro entre Lizarraga y el
anciano soberbio.
—Es capaz de pactar hasta con
el diablo.
—Más sabe el diablo por
diablo que por viejo.
—Estás diciendo los refranes
al revés, como Benny.
Benny. ¿Dónde estaba Benny?
¿Dónde cuadraba Benny en todo esto? Benny. Mi mamá. Arnaldo. Todos me revolotearon
en fracciones de segundo por la cabeza.
—Ahí viene Javier. A
trabajar.
— ¿Tú no te cansas nunca,
hermanita? —preguntó Fedora, abordando el Minicooper de Javier.
No, no me cansaba nunca. Más
bien redoblé el esfuerzo porque mi intención era no pensar, en nada ni en
nadie. Fedora y Javier, mis mejores amigos, así lo entendieron.
Yo misma despaché un par de
embarques para La Guaira y los recibí allá. En menos de una semana fui y vine.
Vine y fui.
El doctor Rubén Arnoldo
Rovira y la señora Bolivia, a quienes seguía considerando como mis suegros,
recalaron en Miami. Los llevé a comer francés, la primera noche, en West Palm
Beach.
—Soy un apestado ahora en
Venezuela. Toda la prensa y todos los medios la cogieron conmigo luego que
exclamé en el Congreso: “¡Muerte a los golpistas!”, tal como lo hice en el
entierro de Arnaldo.
Bajé la vista para disimular
mi turbación.
—Mi error estuvo en haber
intervenido después del anciano soberbio. El muy arrogante soliviantó los
ánimos de la opinión pública y, de hecho, convirtió a esos facinerosos en
héroes dignos del Panteón Nacional. Todo por cabalgar en la cuesta de la ola,
sin importarle el daño que le está ocasionando al país y a la democracia.
—Lizarraga está en estos
momentos hablando con él en Nueva York.
Mi suegro se quedó pensativo,
viendo, sin mirarla, su copa de vino blanco seco.
— ¿Qué crees tú? —me
preguntó.
—El anciano soberbio va a ser
candidato nuevamente… y va a ganar. Este golpe de estado cambió la ecuación de
la política en Venezuela.
—Sí, es posible. Fíjate cómo
se tambalea “Bicho Loco” —comentó, casi susurrando, el doctor Rovira.
—El problema es cómo nos
posicionaremos nosotros.
—Cómo te posicionarás tú,
Ornela. El anciano soberbio me odia a muerte. Y es legendaria su capacidad para
odiar sin restricciones.
—Pero su ambición de poder es
mayor que cualquier otra cosa —aduje—. Y, en este momento, necesita aglutinar
todos los factores que lo puedan favorecer, provengan de donde provengan.
—Te has convertido en una
analista política de primera categoría, Ornela. Estoy orgulloso de ti… y sé que
puedo confiar en ti más que en cualquier otra persona.
Me sonrojé en un santiamén.
—Te quiero como a una hija.
Yo tenía la convicción de que
el doctor Rubén Arnoldo Rovira me estimaba más que a sus hijos. Incluyendo al
difunto Arnaldo, mi novio.
La señora Bolivia se enjugó
una lágrima, sólo atinando a preguntar:
— ¿Cuándo volveremos a
Venezuela? Ay, Ornela.
Tomé su mano.
—Señora Bolivia, tenga la
plena seguridad de que lucharé con todas mis fuerzas para que no se sigan cometiendo
más injusticias con ustedes.
Apretó mi mano con fuerza.
Sus ojos brillaban con un llanto recóndito.
—Ornela, hija, ¿te puedo
pedir un favor?
Asentí.
—Llámame madre.
Dos lágrimas descendieron por
sus mejillas, corriéndole el colorete.
—Sí… madre —respondí, sin
poder controlar el temblor de mi voz.
Decidí que la parte que le
correspondía a Arnaldo en mis negocios se la daría directamente a la señora
Bolivia. A madre.
Trabajo. Más trabajo. Mis
días arrancaban con la salida del sol y terminaban después de la medianoche.
Incluyendo fines de semana. Seguía sin querer pensar.
El doctor Lizarraga regresó
de Nueva York. Me refirió con lujo de detalles sus conversaciones con el
anciano don Soberbia, corroborando lo que yo suponía. El vetusto ex mandatario
venía con todos los hierros a colmar su ambición histórica de ser presidente
por segunda vez. Lizarraga, a pesar de la ojeriza, le era indispensable para
aglutinar apoyo, dentro y fuera de Copei, el partido de ambos. Resultaba
inminente, pues, el retorno de Lizarraga a Venezuela para organizarle las cosas
al amortajado matusalén. Hablé con Fedora y decidimos, de mutuo acuerdo, que se
tomara unos diez días libres. Era justo y necesario. Mi amiga y socia requería
de su luna de miel.
Una noche, a mediados de
Marzo y luego de una cena de negocios que se prolongó hasta tarde, regresé a
casa de Javier. Me había destinado un ala de su residencia para mi uso
particular. Genio y figura hasta la sepultura tal como lo aseguran, mi
anfitrión y socio siempre estaba recibiendo y agasajando a todo tipo de gentes.
Escuché varias risotadas. Decidí acercarme y saludar, para no pasar por
descortés, pero con la firme intención de retirarme a la brevedad. Me encaminé
hacia la sala. Las voces se apagaron un tanto mientras me acercaba.
Ajusté mi visión a las
atenuadas luces. Javier conversaba animadamente con alguien. Su voz flotaba en
la penumbra casi como ronroneo.
Era Benny.
Sentí mis piernas flaquear y
las consabidas maripositas en el estómago.
Benny se levantó como
accionado por un resorte y se golpeó la frente con el saliente de un anaquel de
madera. En el impulso de ir a socorrerlo, se me cayó el bolso y mis objetos se
desparramaron por el suelo. Pisé algo, no sé, un lápiz labial o alguna otra
cosa de naturaleza redonda, resbalé, le caí encima a Benny y le golpeé el
pómulo derecho con mi cabeza. Nuestras gafas rodaron por el piso. Ambos
gateamos. Javier reía y reía. Yo sentía el rubor agolparse y desagolparse en
mis mejillas. Benny recuperó mis lentes y yo los suyos.
— ¿Qué tal, Benny? —lo
saludé, colocándole sus anteojos.
—La misma miasma, baby. ¿Y
tú? —respondió, ajustándome los míos sobre la nariz.
— ¿Desde cuándo estás aquí? —pregunté,
deseando disimular la turbación.
—Llegué esta tarde.
—Te botaron de la novela.
Apuesto a que sí —le dije con un cierto tono de reto, buscando recobrar la
confianza juguetona entre ambos.
—Imposible vivir sin mí. Soy
el imprescindible del asunto.
—Ay, pero qué jactanziozo te
haz puezto, Benny —acusó Javier.
—Jactancioso y pretencioso,
pero no por ello menos habilidoso —se ufanó Benny.
— ¿Quiérez que te zirva un
whizky, manita? —ofreció Javier.
Asentí. Benny y yo nos
sentíamos cohibidos. “No puede ser”, pensé, “¿cómo voy a cortarme así? Yo que
soy tan vivaracha. Me siento como una colegiala sufriendo su primer mal de
amores”. Redoblé mi esfuerzo para encubrir mi confusión.
Javier llegó con mi vaso.
—Me van a dizculpar que loz
deje zoloz. Pero como comprenderaz, amigable Benny, mi patrona aquí prezente me
zaca la chicha tódoz loz díaz en el trabajo porque cree que todo el mundo ez
como ella, incanzable, infatigable e indoblegable. Aprovechando tu prezenzia en mi caza,
amigable Benny, te la encomiendo, te la recomiendo y me voy ántez que cambie de
parezer, porque zinó ze va a acordar de alguna coza pendiente del trabajo y me
va a poner a pegar carréraz zin importar que ya ez cazi la una de la madrugada.
Hazta mañana, miz híjoz.
Le lancé un beso cariñoso al
marcharse.
— ¿Y tú cómo has estado,
Benny?
Se me quedó mirando,
fijamente.
—Supe
lo de tu mamá, chama.
Bajé mis ojos. El dolor
reaparecía.
—Quería que supieras que no
he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante, Ornela. Y ahora más que
nunca.
—No sigas, Benny.
—Es que no puedo ocultarlo.
No quiero ocultarlo. No he podido ocultarlo.
Nuevo festival de sonrojos en
mi rostro. Gracias a Dios, la semioscuridad en la que estábamos y la cortedad
de vista de Benny le impedían percibirlo.
—Sé cómo te has sentido todos
estos días —prosiguió— y no he dejado de reprocharme una y mil veces por mi
egoísmo. He debido arrojar todo por la borda y correr a tu lado, permanecer
contigo, quedarme contigo. Ha sido una oportunidad perdida para demostrarte lo
que de veras siento por ti.
“Sí”, pensé, con un atisbo de
rabia que hizo tiritar invisiblemente mis manos. “¿Dónde estuviste, Benny?
¿Dónde te ocultaste? ¿Bajo qué sarta de mentiras te refugiaste?”
—Tenías demasiado trabajo en
la novela y, además, todo sucedió tan rápido —me escuché a mí misma decir,
reuniendo toda la calma y el autocontrol, en una especie de polvareda susurrada.
—No tengo excusas, Ornela…
—En menos de veinticuatro
horas, qué sé yo, treinta y seis horas, enterré a mi mamá y a mi prometido, en
medio del desbarajuste del golpe de estado, del toque de queda, de los
incesantes rumores y del temor a nuevos saqueos —lo interrumpí—. La
supereficiente Ornela, como de costumbre, resolvió todo como una seda.
Ahora sí no pude evitar un
dejo de amargura en mi voz. Benny no se atrevió a verme.
—Solas, Benny. Mi hermana y
yo.
Benny miraba hacia un rincón.
Había gotas de sudor en su frente.
— ¿Sabes cuántas personas
asistieron al entierro de mi mamá?
Un espasmo de silencio allanó
las redes de las aduanas flotantes en el aire.
—Sólo las hermanas Pérez
Pirrone. Las íngrimas y solitarias hermanas Pérez Pirrone. LauraÉ y Ornela.
Ornela y LauraÉ. Tú conoces a LauraÉ, Benny.
Se levantó de la poltrona
donde había estado arrellanado y caminó hacia el ventanal corredizo que
separaba la sala de la piscina.
—LauraÉ también es fuerte,
Benny. De hecho es más fuerte que yo. Mi entereza es pura apariencia. La
verdadera integridad entre ambas reside en ella. A veces eso me provoca celos y
envidia, mientras que yo siempre tengo que afincarme en alguien.
Benny observaba el agua
reluciente de la alberca.
—Te amo, Ornela.
¿Qué estaba diciendo ese
loco?
—Desde hacía mucho tiempo
quería decírtelo.
Seguía dándome la espalda. ¿A
quién le estaba hablando?
—Es algo que me oprime el
pecho, pero tenía que sacármelo de adentro.
Se viró hacia mí. Sus ojos
danzaban detrás de las gafas como las fichas de la suerte en las máquinas de
los casinos.
—Te amo, Ornela.
Me quedé de una pieza
mientras él se me aproximaba.
—Te amo y estoy dispuesto a
cambiar para merecer que me ames también.
Se sentó a mi lado.
—Reconozco que hasta ahora he
sido un tarambana, un loco, un mentiroso, un payaso pueril…
—No tienes por qué
descalificarte —musité.
—Es verdad, Ornela. Mi vida
no ha sido sino una montaña rusa de incoherencias, centrada únicamente en mis
gratificaciones. Pero en todos estos días he pensado en el cúmulo de desgracias
que te han sucedido. Y me he reprochado por no haberte aportado mi sostén
cuando más lo has requerido…
—Yo no te he solicitado nada —lo
interrumpí, quizá con un tonito de resequedad, siempre buscando marcar mi
preciada autonomía.
—Pero yo me lo estoy solicitando
a mí mismo, Ornela. Entiéndelo. Así sea por el mero agradecimiento de haber
surgido en mi vida como lo has hecho, otorgándome sin restricciones tantos
momentos de placer e intimidad que han sido mis verdaderos instantes de
felicidad. Sólo contigo me siento pleno, confiado, satisfecho y realizado.
Tienes que comprenderlo porque estoy dispuesto a demostrártelo cambiando mi
manera de ser. Quiero ganarte para mi corazón. Quiero ganarme para tu alma.
El mecanismo de los sonrojos
se había vuelto loco. ¿Se daría él cuenta de que me estaba transformando en una
camaleona exenta de silencios? Hubiera querido apartarme de él y dejar de
escuchar sus palabras. Sin embargo, ahí me quedé, inmóvil y hechizada.
—No te aferres a mí, Benny.
No soy lo que tú crees y mucho menos lo que tú necesitas. Probablemente no soy
más que una excusa para tus ansias de metamorfosis, tu deseo de evolucionar en
la vida y seguir quemando etapas.
—No te creas que para mí es
tan fácil venir aquí y abrirte mi corazón en un dos por tres, Ornela. Yo
también me creía autárquico e inmune al amor. A lo mejor he experimentado una
revelación. En alguna parte del Talmud o de la Torá se dice que solo la muerte
nos accede a los verdaderos impulsos del espíritu. Estos decesos me han
impactado con la fuerza de mil estallidos de supernovas. A lo mejor estoy loco
por presentarme ante ti, en medio de tu duelo, y revelarte mis sentimientos,
pero no puedo impedírmelo. Sencillamente estoy enamorado de ti y tenía que
decírtelo cara a cara.
Un impulso traicionó mi mano
que salió en búsqueda de la suya.
—Tú sabes que yo también te
quiero mucho…
Se inclinó para besarme.
—…pero no puede ser, Benny.
Me levanté. Mis piernas
seguían temblando y seguían las fabulosas maripositas en mi fabuloso estómago.
—Yo te amo, Ornela.
—Yo te amo, Benny. Pero…
pero… ya ni sé lo que digo.
—Pero sí sabes lo que sientes
por mí. Lo que sentimos el uno por el otro. ¿Por qué no puede ser, entonces?
—El amor no basta. El amor no
es suficiente. Estoy en una encrucijada importante en mi vida y necesito
definiciones. ¿Puedes tú comprender esto, Benny? Aunque me precio de
independiente, mi máxima ambición es formar un hogar… casarme para toda la
vida.
Al escuchar hablar de votos
perpetuos, Benny se apartó de mí, como si las aguas del Mar Rojo se hubieran
fracturado y cada cual hubiese permanecido arqueado y abrumado tras sus
fronteras, sus torbellinos de amor y sus corazones perpetradores de
desencantos.
—Yo no puedo obligarte,
Benny. Nadie puede obligarte a estos límites que impone la vida en común. Yo
necesito una pareja que vele por mí, que esté conmigo en los momentos cruciales
y en los momentos banales. ¿Te resignarías a ello, Benny? ¿Soportarías las
ceremonias, las fechas especiales, los fastidiosos protocolos que marcan la
existencia de los seres vulgares y silvestres? Hasta ahora tú y yo hemos sido
una suerte de animalitos realengos y despreocupados que se han topado y dopado,
como dices tú, en las batallas del placer. No te voy a negar que lo he
disfrutado. Es más, me gustas mucho, muchísimo, tú lo sabes. Pero cuando me
detengo a pensarlo en frío, cuando sopeso las posibilidades que me depara la
vida y establezco el norte de mi existencia, dudo. Dudo de ti y de mí, juntos.
Lo que hemos tenido ha sido demasiado maravilloso para prolongarlo en el tiempo
porque no es más que una pasión, Benny. Y las pasiones son como los fuegos
fatuos: brillan espectacularmente, consumen todo a su alrededor y desaparecen
dejando detrás solo una fatiga insatisfecha y un rastro de cenizas. Y, por
sobre todas las cosas, yo te quiero demasiado, Benny, para perderte en aras de
una relación normal. Normal, ¿oíste? Entre gente normal y previsible. Gente que
celebre el 24 y el 31 de Diciembre, el día de las madres, los onomásticos
triviales, que lleve a los muchachos al colegio en una camioneta ranchera y que
tenga un perro cocker spaniel, un gran danés, una jaula con pericos
multicolores, una cocina empotrada, una nevera dúplex que fabrique hielo y un
reloj cucú. Gente que envejezca junta, agarrados de la mano, sentados en sendas
mecedoras mientras el sol rojizo del mar Caribe se va ocultando tras las gasas
de la distancia. ¿Serías tú capaz de compartir eso, Benny?
Cerró los párpados. Las
aletas de su nariz se atizaban con un espasmo que arrimaba sus temores a mis acantilados.
—Yo también siento que la hora de las grandes
definiciones está encima de mí, Ornela. Como te dije, quiero cambiar. Esta vida
mía, cuajada de soledad, no es vida y no puede continuar.
—Pero, ¿por qué yo, Benny?
Habiendo tantas…
Con un solo movimiento,
volvió a sentarse junto a mí.
—Porque eres la única que me
provocas todo lo que me provocas. Porque te tengo en mi mente a toda hora del
día y de la noche.
—Pero yo no te convengo…
—Bulshit. Pamplinas. El que te conviene soy yo por todas las vagabunderías
que han signado mi vida. Pero todo cambia. Benny se ha enamorado de Ornela.
Benny ya no es el mismo. Sólo te pido que consideres mis sentimientos y que no
me arrojes de tu vida así como así.
—Nunca te he arrojado de mi
vida.
—Pero te has ocultado de mí
durante un tiempo.
—Tenía que conservar mi
cordura, Benny. Lo nuestro no podía ser. Era una carrera endemoniada hacia
ninguna parte. Y yo tenía mis compromisos.
—Ahora no los tienes, Ornela.
—Te estás aferrando a mí,
Benny, buscando tu propia salvación.
—Me aferro a ti porque te
quiero.
—Basta. No lo digas.
Me tomó por la cintura, me
atrajo hacia él, me besó y (una vez más) sentí cómo todos mis vellos se
erizaban, mis poros se dilataban y la tensión de toda una jornada agitada se
drenaba en diez millones de perlitas multicolores que danzaban en el desván de
mis retinas.
Hice un esfuerzo sobrehumano
y logré zafarme. Nuestros ojos se
encontraron, a pesar de los gruesos espejuelos, y creo que mi rubor infectó su
faz como aerotransportado por un cordón umbilical confeccionado de esponjas
genealógicas y de palabras que alguna vez fueron disculpas y perdones.
—Estoy confusa, Benny.
— ¿Lo pensarás? ¿Tendré un
lugar, sólo para mí, en tu corazón?
—Sí —susurré.
— ¿Siempre?
—Siempre.
Me acompañó hasta la puerta
de mi habitación, sin dejar de besarme.
—Hasta mañana, Benny. No lo
echemos a perder. Comportémonos como los novios de antes.
— ¿Platónicamente?
—Sí. Eso es lo que deseo.
— ¿Por los momentos?
—Por los momentos.
—Como dijo el de los riñones.
—No me hagas reír, Benny.
Al menos no todavía. Tengo una mescolanza de sentimientos,
duelos, remordimientos, ambiciones e inhibiciones. ¿Podrás entenderlo? —le susurré
al oído, mientras intercambiábamos besos cada vez más cortos y yo abría la
puerta de mi cuarto.
—Sí. Haré todo lo que tú me
pidas y cambiaré. Ya lo vas a ver.
Cerré la puerta y apoyé mi
espalda contra ella, con los ojos cerrados y respirando entrecortadamente para
dominar mi corazón que latía con una contracción inexorable. Así estuve un buen
rato hasta que, de pronto, sentí unos golpecitos suaves en la madera. Abrí.
—Olvidé algo.
— ¿Qué? —pregunté.
Y me dio otro beso largo y
profundo. Hice acopio de todas mis fuerzas y lo obligué a soltarme.
—Loco. Vete a acostar.
—Sus deseos son órdenes,
madame.
—Hasta mañana.
—Chao.
—Vete, pues.
—Te amo.
—Yo también.
Benny se quedó cuatro días en
Miami. Me acompañaba a todas partes, manejando, sirviéndome de secretario y
estableciendo un ambiente festivo en la oficina. Javier alegó que sus
malestares estomacales recrudecían, fue al médico y le ordené (con manu
militari) que reposara. Benny resultó un buen suplente. Aprendía rápido el
tráfago de los embarques, las cotizaciones, las compras, las especificaciones
sanitarias y las transacciones monetarias.
—Cuando te boten de la novela,
te vienes a trabajar conmigo.
—Yes, ma’am.
—Y me enseñas a hablar
inglés.
—That’s a promise. You bet I will.
Llegó la fecha en que tenía
que reintegrarse a las grabaciones. Lo llevé al aeropuerto. Antes de penetrar a
la puerta de embarque me abrazó.
— ¿Pensarás en mí? —preguntó.
—Siempre.
—Always.
—Always —respondí en mi inglés “tarzaneado”.
—Vendré dentro de quince días
aproximadamente.
— ¿Cómo se dice? I
will look forward to it.
—Oye, estás aprendiendo
rápido, chama.
—El profesor es de lo mejor. Very good teacher.
Benny me miraba con pupilas
que lo decían todo.
—I love you —dijo.
—I love you too.
—I love you three.
— ¿Qué?
—It’s a silly joke —me besó y se introdujo en la rampa.
¿Sería posible? ¿Sería Benny
capaz de cambiar? Su comportamiento durante esos días había sido radicalmente
diferente al Benny que yo había conocido hasta ese entonces. ¿Me estaría
ilusionando? A trabajar, a trabajar, a trabajar, me autocomandé y logré
apartarlo de mi memoria. Esporádicamente.
Continué con mi rutina por
algún tiempo. Fedora regresó y Javier se reincorporó con mejor semblante.
Recibí una llamada de
Armandito. Los acontecimientos en Venezuela cogían impulso. La Corte Suprema
dictaminó que había lugar para la querella contra el presidente por
malversación de fondos de la llamada partida secreta, acusación formulada y
amplificada por Valentín Vergara a través de sus columnas de prensa y su
programa en la cadena Tele-Tevé. El diputado suplente por el estado Cojedes
estaba convaleciendo de un infarto y urgía mi presencia en el Congreso. Se
avecinaba una importante votación. El destino del “Bicho Loco McGraw” pendía de
un hilo. Armandito vaticinaba que Acción Democrática, su partido, se pondría en
su contra. El hombre se había hecho de innumerables enemigos por su afán mesiánico,
egocentrista, por sus descontroles hiperkinéticos y por haber dejado con los
crespos hechos a la vieja dirigencia, al no compartir el poder con ellos y
dejarlos arrostrar la evidente impopularidad de las medidas neoliberales con
que se pretendió modernizar la economía. Hablé con Javier, en su carácter de
antiguo miembro de la intimidad de “Bicho Loco”. Fedora estaba presente,
bronceada y buenamoza con un vestido de chifón estampado, mostrando cuánto le
había prestado la luna de miel.
— ¿Qué crees?
—Al prezidente ze las eztán
cobrando tódaz júntaz.
— ¿Votaré a favor o en contra
de él?
—Tal como veo laz cózaz,
“Bicho Loco” no tiene zalvazión.
— ¿Y la lealtad, Javier?
— ¿Cómo ze puede zer leal a
quien ze olvidó de loz prinzípioz bázicoz de la fidelidad? Fíjate en el cazo
mío. Armandito lo convenzió con zuz intrígaz contra mí. Y ahora Armandito ez el
primer cruzado de la pulcritud adminiztrativa. Cría cuérvoz…
—…y te sacarán los ojos. ¿Qué
piensas tú, Fedora? ¿Cómo votar?
—No es fácil. Aunque “Bicho
Loco” tiene a, prácticamente, todo el mundo en contra, hay que sopesar el daño
que se le infiere al sistema. No es bueno, bajo ninguna circunstancia, sacar
los trapos sucios a la intemperie.
—Todo esto favorece, a la
larga, al anciano soberbio.
—Sí. Pero, al mismo tiempo,
estás abriendo una caja de Pandora y le estás sirviendo en bandeja de plata al
enemigo la cabeza de un presidente de la república, nada menos ni nada más.
Agrégalo a eso que, según me cuenta Lizarraga, las conspiraciones continúan y
alguien podría estar pescando en río revuelto.
—”Bicho Loco” ze lo buzcó. Me
duele por él porque todavía lo aprezio, a pezar de todo, con la plena zeguridad
de que ez como loz gátoz: tiene maz de ziete vídaz. Ya ántez eztuvo en la
picota y ziempre revive como el ave fénicz.
—En política no hay muertos.
Eso siempre lo afirma Lizarraga —apuntó Fedora.
— ¿Y después qué? —pregunté.
—Elegirán a un presidente
provisional para que llame a elecciones en un plazo no mayor de tres meses. ¿Ya
se te olvidaron las clases de derecho constitucional? Y si las encuestas no se
equivocan, el anciano soberbio se meterá por la puerta grande de la historia,
aunque a mí no deja de producirme mala espina porque le conozco lo artero y me
sospecho de un doble discurso que se solapa con su ambición desmedida —explicó
Fedora.
—No olvídez tampoco que ez un
populizta de alta ralea. Va a derogar toda la política económica de “Bicho
Loco” —clarificó Javier, tomándose una dosis de antiácido.
— ¿En qué nos afecta esto a
nosotros? —interrogué.
—En nada. Nuéztroz negózioz
zon con el gobierno. Gráziaz a Dioz tenémoz a Lizarraga quien noz garantiza loz
contáctoz nezezárioz en Copei, que zerá el nuevo partido ofizial. Ejuzdem, como
dizen uztédez laz abogádaz.
—De todas maneras,
aprovecharé para sondear el ambiente en el Congreso.
—Eczprímele todo lo que
puédaz al zuzio de Armandito.
—Voy a hacer que ustedes dos
se reconcilien —argumenté.
—No, gráziaz, mijita. Con
amígoz azí, ¿quién nezezita enemígoz?
—Tengo confianza en ti,
Ornela —aseguró Fedora—. Siempre has sabido desenvolverte y creo que esta vez
no será diferente.
—Lo que no me gusta de eso
del Congreso es toda la publicidad, las cámaras de televisión y toda la bulla
que se genera —me lamenté.
—Miéntraz no te póngaz a
dizcurzear ni te dé por pantallear, como el dichozo Armandito, no habrá
problémaz —aconsejó Javier, tragándose unas píldoras azules contra la
gastritis.
—Bueno. A lo hecho, pecho —concluí.
—Que todo sea para bien —auguró
Fedora.
—Que Dioz noz coja…
—… ¡confesados! —exclamamos,
al unísono, Fedora y yo.
En Caracas el tema de
conversación recurrente era la suerte final del “Bicho Loco McGraw”. Nadie
apostaba un céntimo por su permanencia en el cargo. Armandito se entusiasmó al
verme. Me dijo que estaba más bonita y radiante que nunca, sin duda pretendiendo
volver a acostarse conmigo. Haciendo gala de mucha sutileza, lo disuadí.
Comprendió enseguida mi intención y, de una vez, procedió a ponerme en autos
con respecto a la estrategia política a seguir. Acción Democrática, supuesto
partido de gobierno, iba a votar en contra del presidente. Eso sellaba su
suerte. Llamé al doctor Rubén Arnoldo Rovira, a Boston, y me aconsejó plegarme
a esas directrices.
El “Bicho Loco McGraw” fue
destituido. En su discurso de despedida, aseguró que habría preferido otra
muerte.
Un oscuro senador
independiente fue designado para reemplazarlo. El país se encaminaba hacia una
nueva elección.
El anciano don Soberbia, con
voz temblequeante pero con determinación en el gesto, anunció que se lanzaba al
ruedo porque la nación y el momento histórico así se lo reclamaban. Se
sacrificaría por la patria, pues.
Lizarraga se puso en contacto
conmigo. Nuestras conexiones permanecerían incólumes, a pesar del cambio de
gobierno.
Estallaron algunas bombas en
algunos sectores de Caracas. Con excepción de un mendigo y un par de
merodeadores, no hubo víctimas que lamentar. El país entero hervía en rumores
de golpe de estado. Se aseguraba que la guerrilla colombiana manejaba la
“industria” del secuestro en las regiones fronterizas, lo que obligaba a numerosos
propietarios a abandonar sus haciendas. Las amas de casa dejaban completamente
vacías las despensas de los mercados, en previsión de los disturbios y saqueos
que se pronosticaban a cada momento en las reuniones sociales, los
restaurantes, los bares y en cualquier rincón donde conversaran dos o más
personas. A más de uno se le alteró el sueño.
Toda la tensión que se vivía
por doquier se reflejaba a carta cabal en “Los senderos del paraíso”. Uno de
los personajes de la trama, agobiado por la injusticia reinante, llegó a
desear, a viva voz, el poder tomarse la vindicta por propia mano. Como la
candela en la sabana, una ola de linchamientos públicos se desató en todos los
barrios de Venezuela. La gente estaba angustiada por el auge de la criminalidad
y, cuando podían echarle el guante encima a un delincuente con las manos en la
masa, no se tomaban la molestia de esperar a la policía. Algunos aplaudían lo
expedito del asunto. Otros empezamos a temer el desbordamiento de la violencia.
“Los senderos del paraíso”
reflejaba el ánimo cambiante de la opinión pública. Y muchas veces la
manipulaba. Se lo comenté a LauraÉ.
— ¿No hay peligro de que la
situación se le escape de las manos a todo el mundo? A veces me parece que hay
un gentío jugando al aprendiz de brujo —dejé aflorar mi recelo, mientras
estábamos sentadas en un pequeño parque infantil, a la vera de la Cota Mil,
viendo jugar a Pedro Pablo junto con otros niños.
—Cada quien hace lo que puede
con los medios a su alcance. Y mis medios son los medios, Ornela.
—Toda la vida he sabido que
has deseado un cambio profundo en las cosas. No puedo dejar de admirarte por
ello. Pero, ¿estás segura de que has tomado el camino correcto?
LauraÉ mordisqueaba un
mendrugo verde.
— ¿Qué es lo correcto,
Ornela? ¿Permitir que todo siga como está? ¿Dejarle el campo libre a las
fuerzas de la corrupción y el cohecho, de los negociados y del aplique? —había
un cierto tono en su voz que me erizó los meniscos.
— ¿Lo dices por mí?
LauraÉ me miró con una
preocupación donde se atisbaban un deseo de no herirme y una asertividad naval.
—Nunca me he inmiscuido en
tus asuntos, Ornela.
—Puede ser que yo esté
involucrada en algunas operaciones con esas fuerzas de las que hablas.
—El que no la debe no la
teme, dice el viejo proverbio.
—Yo no temo nada ni le temo a
nadie, LauraÉ. Pero no deja de preocuparme el que tú contribuyas a atizar los
ánimos. En cualquier momento se rompen los diques de contención y la rabia
colectiva nos puede arrasar a todos.
— ¿Quién tiene la culpa de
toda esta ira acumulada?
—Todos la tenemos porque
todos, de alguna u otra manera, hemos disfrutado de las prebendas y
exquisiteces de la época de las vacas gordas.
— ¿Serías capaz de afirmar
eso en los cerros de Caracas, en los barrios y rancheríos de toda Venezuela?
Me di cuenta que no deseaba
malquererme con mi hermana. Ella tenía su manera de pensar desde hacía mucho
tiempo. Era obvio que se había reencontrado con su vieja utopía. Ante ese
cristal, esa óptica y ese enfoque era muy cuesta arriba dar el brazo a torcer.
Además, no quería que el niño percibiera cualquier tensión entre nosotras.
LauraÉ captó mi incomodidad y
bajó la guardia.
—Ornela, no te enojes
conmigo. Debes entender que hay una fuerza dentro de mí que pugna por la
justicia, al menos como yo la veo. Si me quedo con los brazos cruzados nunca me
lo voy a perdonar. Por eso estoy inmersa en el comité pro liberación de los
detenidos de la Noche de Febrero, como tú bien lo sabes, y, simultáneamente,
traduzco esta inquietud en “Los senderos …” Es como saberse parte de la hechura
de una obra de arte colectiva, en la que cada cual aporta su grano de arena, su
pizca de pigmento, su do de pecho, su monólogo hamletiano, su verso meticuloso,
lo que sea que tú puedas hacer, y entre todos mover una montaña o, para ser más
precisos, sacudir los cimientos de este país adormilado. La situación se
radicaliza, es verdad, pero no por nuestra culpa. Sólo reflejamos lo que la
calle exclama. Okey, está bien, hay una retroalimentación, un doble, triple y
hasta cuádruple reflejo, como en aquella película de Orson Welles, “La dama de
Shanghai”, donde Rita Hayworth ve su figura repetirse en un infinito de
espejos. ¿Dónde empieza el alud refractario? No lo sé. Sea lo que sea, meto mi
brazo para que esto derive de acuerdo a lo que yo y muchos otros como yo hemos
soñado: una sociedad más igualitaria, donde el cielo y la tierra sean el mismo
cobijo para todos. ¿Es idealismo? ¿Es utópico? Sí, ¿pero qué sería de nuestra
existencia si abandonásemos el deseo de tomar el cielo por asalto? Al mismo
tiempo, este es un momento estelar en mi vida. Trabajo con un equipo tan, pero
tan compenetrado que, a veces, no tenemos necesidad de hablar y ya sabemos para
dónde queremos que se dirijan la trama y la intención dramática. Cuando Horacio
Quintín Zúñiga cayó preso, creímos que era el fin de la novela. Sin embargo,
Rojitas se ha revelado como un autor muy agudo. Quizá resulte más abrasivo, más
rudo y menos diplomático. Menos lírico, en suma. Pero con una sagacidad para
captar los matices que flotan en el aire y devolvérselos al público candoroso
de la novela de las nueve en una suerte de ping pong telegénico. Y todos sin
excepción, desde Cesáreo Bottaro, pasando por el profesor Callejas, hasta el
más humilde recogecables, ¡inclusive Ronnie, hermana!, están súper de acuerdo
con el cariz que ha adoptado el argumento. Hemos reflejado la corrupción, los
enchufados, las palancas, los negociantes, las amantes de los poderosos, los
traficantes de influencias, los vendedores de armas, los arribistas, los
mentirosos, los politiqueros… sin olvidarnos de la historia de amor entre el
gallardo Édinson Vicario y la estoica Flora Toscana.
LauraÉ sonreía. Pedro Pablo
gozaba un mundo pateando un balón junto a los otros niños. Yo no podía negar
que los amaba a ambos, aun cuando mi hermana, en su celo por descoyuntar el
modelo social y político vigente, me retratara a mí y al ambiente donde yo me
desenvolvía con tan drásticos brochazos.
—Y lo mejor de todo —continuó,
sin dejar de mordisquear el mendrugo verde —es que Benny se ha convertido en el
personaje más odiado por todos los políticos de este país. De Sancho Panza pasó
a convertirse en el revelador de vanidades número uno. El estríper de la ética.
El desnudista de la honradez.
Bueno, qué le iba a hacer.
Volví a sonrojarme. Menos mal que LauraÉ veía complacida hacia el lugar donde
Pedro Pablo disfrutaba intensamente de su tarde de juegos.
— ¿No me odias, verdad,
Ornela? —la mirada de LauraÉ era límpida.
Pedro Pablo corrió hacia
nosotras y se arrojó en mi regazo. Su goce era una escalinata de soles y risas.
Yo me sentía pertenecerles sólo a ellos dos.
—Mi amor es contagioso,
hermana —contesté, abrazando con toda la fuerza del mundo al pequeño.
Benny me buscaba todos los
días. Cuando no tenía grabación, me esperaba en la oficina y hacía desatornillarse
de la risa a Carmen Adilia Fragachán, al office boy y a las tres secretarias.
Su encanto resultaba irresistible. De verdad que estaba cambiando. Había dejado
de consumir sustancias extrañas, había cortado en seco las parrandas y se
dedicaba más a mí. Yo evadía las invitaciones de Armandito y los otros
políticos a participar en la campaña electoral y en otras actividades no del
todo santas. Quería más tiempo para mí misma. Y Benny estaba dispuesto a
respetar ese deseo.
Íbamos a comer a los restaurantes
del Hatillo. Íbamos al cine a ver las comedias psicológicas de Woody Allen
(¡recomendación de LauraÉ!). Íbamos a pasear por entre los sembradíos de flores
de Galipán. Él, con unas fachas atorrantes para impedir que la gente lo
reconociera. Yo, con mis franelas, mis jeans y mis zapatillas de cuando era
estudiante. Y lo más escabroso que hacíamos era ir tomados de las manos.
—Benny, ¿nunca has pensado en
casarte? —le pregunté, un sábado de noviembre al atardecer, mientras veíamos el
sol caer pesadamente sobre el mar antillano a mil y pico de metros debajo de
nosotros, teniendo a nuestros pies La Guaira, Macuto, Caraballeda y el resto
del litoral.
— ¿Casarme? ¿Sin propasarme?
¿Eso no se puede hacer sin asarme?
—Tener hijos…
—En unos alijos prolijos,
fijos y canijos, y de la chingada jijos.
—Establecer un hogar…
—Sin hacerse de rogar, cual
Martín Tovar y Tovar, Tovar y Tovar, Tovar y Tovar, továrich, que significa en
ruso camarada en la camada de la pomada jamada y jamoneada…
El antídoto contra la retreta
verbal consistía en clavarle la mirada con designios intolerantes.
— ¡Respóndeme! —lo corté en
seco.
Benny se quedó en neutro,
como cada vez que lo emplazaba a enseriarse.
Hubo un par de minutos en
silencio. Sólo se escuchaba la brisa remolona y fresca que venía desde más allá
de Haití.
—Dime, pues —lo conminé,
mientras me echaba hacia atrás y cerraba los párpados.
El muy bandido se inclinó y
me besó en los labios.
—Si alguna vez me caso sólo
será contigo, Ornela.
Sonrojo número cuatrocientos
veintisiete mil ochocientos noventa y nueve del mes en curso. Suspiré y dejé
que cogiera mi mano.
—Llévame a la casa —pronuncié
de un tirón, para no ceder en mi pretensión de autonomía.
Esa noche casi no pude
dormir. Ahora que nuestra relación significaba castidad, me estaba enamorando
más aun de él. ¿Quién te entiende, Ornelita?
El anciano soberbio colmó su
ambición de ser electo, por segunda vez, presidente de la república. Se
autoproclamó candidato nacional, dejando entrever que su augusta presencia se
encontraba muy por encima de las parcialidades tradicionales y de cualquier
otro avatar vulgar y silvestre de la política nacional. La dirigencia de Copei
resintió y resistió, a la chita callando, los repetidos desaires con que los
distinguió (el afán de no despegarse de esa teta olorosa a poder pudo más que
cualquier asomo de templanza). El momificado soberbio daba preferencia, por la
calle del medio, a la alianza de micropartidos y minimovimientos (conocidos
popularmente como el “hormiguero loco del soberbio”) electorales, de las más
disímiles tendencias (desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda), que
unció sus caballerías a la opción geriátrica (y que le rendía pleitesía sin
tapujos ni pudores). A mí, para ser sinceros, ese señor me resultaba muy
difícil de tragar. Lizarraga me recomendaba paciencia, al igual que Armandito,
Fedora, Javier, mi suegro y todo el que se me atravesara por el camino. Benny
me hacía evacuar de la risa con la formidable imitación que efectuaba de ese
Frankenstein magistrado y mandatario, remedando hasta la parodia el temblequeo
de manos, voz quejicosa, peinado engominado, envaramiento aristocrático y
torcedura engreída que lo caracterizaban. Esta vez no acepté ir de candidata en
ninguna lista, prefiriendo dedicarme íntegramente a mis negocios. Los contactos
que me procuraba Lizarraga me auguraban la imprescindible continuidad en mis
operaciones.
Seguí yendo y viniendo en la
ruta Mia-Ccs, Ccs-Mia.
Benny se estaba enseriando.
Me llamó la noche de año
nuevo. Yo estaba en Miami, con Javier, Fedora y Lizarraga.
—Happy New Year.
—Feliz
año, Benny.
—I love you.
—Yo también.
—Marry me.
Me quedé de una pieza. El
corazón se me quería salir por la boca.
— ¿Ornela?
— ¿Sí?
—Te llamo después.
Y colgó.
Fedora se dio cuenta de que
algo me sucedía.
— ¿Pasa algo grave? —preguntó.
—Sírveme otro whisky, manita,
porfa.
La mirada que me lanzó era
para desnudarle el alma a cualquiera. Con un poquito más de debilidad de mi
parte, le habría confesado todo. Mis dudas, mis esperanzas, mis temores, mis
anhelos. Pero Fedora era la mar de la discreción y sabía cuándo ceder. Nos
fuimos a bailar a casa de no-sé-quién y no pude dejar de pensar en Benny. Al
igual que él, le estaba cogiendo fobia a los días feriados. Sólo el trabajo me
lo apartaba del raciocinio. “¡Llega rápido, mes de enero!”, era algo que
solicitaba mentalmente, una y otra vez.
Al mes y pico, el anciano don
Soberbia tomó posesión de la presidencia. De inmediato, se dedicó a desmontar
la apertura económica iniciada por el “Bicho Loco McGraw”. Juró que jamás
cedería ante las restricciones austeras promovidas por el Fondo Monetario
Internacional. Se desató, ipso facto, una fuga de divisas por efecto de rumores
pronosticando una inminente devaluación. Inmediatamente, el amortajado
presidente decretó control de cambios y de precios. El dólar se disparó en el
mercado paralelo. Los artículos de primera necesidad escaseaban en los
mercados, los almacenes y las bodegas. El vetusto presidente culpó a los
especuladores de oficio (“viudas plañideras de la corrupción del anterior
gobierno”, los calificó), habituados al lucro fácil y rapaz. Amparado por la
aceptación generalizada de las medidas populistas, amenazó veladamente con
disolver el Congreso y gobernar por decreto. Los audaces y corajudos
parlamentarios optaron por sacrificarse en el altar de la patria aprobando una
ley habilitante que le concedía plenos poderes durante dos años para regir al
país prácticamente sin control de ninguna clase. Montesquieu y Jefferson
parecían gritar desde sus tumbas: “¡Viva la división de poderes!” Las pocas
voces racionales que osaron oponerse a la onda populista fueron acalladas por
una avalancha de políticos declarantes e ignorantes en materia económica que
propugnaban el nacionalismo a ultranza y la distribución de la riqueza. Los
legisladores más radicales armaban unas trifulcas de padre y señor nuestro
cuando alguien se atrevía a defender la política de privatizar las hemorrágicas
empresas del estado. Yo había pensado seriamente en repatriar unas divisas con
miras a la adquisición de un central azucarero. Había, incluso, palabreado a
unos cuantos inversionistas interesados en participar. Pero con el nuevo
ambiente político todo se paralizó.
En eso, sucedió la quiebra
del primer banco.
El Banco Latinoamericano
había estado muy relacionado con el gobierno de “Bicho Loco”. De su presidente,
Graciano Velasco Stanley, se afirmaban muchas cosas, algunas rayanas en el
mito. Su carrera había sido meteórica, aprovechándose de la catapulta
vertiginosa de los años afiebrados de la primera presidencia bicholoquiana. De
ejecutivo junior había escalado, en trancos estirados y seguros, la jerarquía
y, en el transcurso de su ascenso, había convertido al Banco Latinoamericano en
líder en captación de depósitos, en cartera de clientes, en colocación de créditos
y en ganancias corporativas. Por su oficina desfilaban (amén de la clase
empresarial en pleno) políticos de las más diversas tendencias y todos salían
con algún emolumento en las manos. En cierta oportunidad, acompañé a Armandito
hasta las lujosas oficinas ubicadas en el piso veintisiete de una mole de
concreto en plena avenida Urdaneta, desde donde se divisaban Miraflores, el
palacio Blanco, el Congreso, el centro, el Oeste y hasta más al Este de la
Silla de Caracas.
—Te presento a la doctora
Ornela Pérez Pirrone, quien maneja una importantísima operación de exportación
e importación de alimentos y, por supuesto, estaría interesada en ver cuáles
productos financieros del Latinoamericano podrían convenirle —dijo Armandito,
con el protocolo de rigor y pasando, de seguidas y como Pedro por su casa, a
servirnos unas copas de coñac.
—Encantado, doctora. Siéntase
como en su casa, de la misma manera como este delincuente de Armandito, a quien
le permito todas estas confianzas a cuenta de amigos de infancia
Graciano Velasco Stanley
poseía verdadero talante de hombre de mundo. Cierta picardía en su mirada y en
su gestualidad dejaba entrever que yo le interesaba mucho, confirmando su
celebridad de casanova. A ladies’ man, a
womanizer, diría Benny, y aun cuando por aquellas épocas yo no tenía
empacho en irme a la cama con cualquier hombre que me gustara, más pudo la
dinámica mercantilista y, del dicho al hecho con el pecho al acecho (¡Benny
otra vez!), me lancé directo al grano.
—Gracias por su gentileza,
doctor Velasco Stanley.
—Llámame Graciano.
—Y tú puedes llamarme Ornela.
—Ornela es un avión, Graciano
¾
Armandito distribuyó las copas de coñac.
— ¿Un F16, quizá? —preguntó
Graciano, chocando las copas.
—Una tarita. Armandito
exagera.
—Una tarita también es un
aeroplano. Bueno, lo cierto del caso, Graciano, es que Ornela quiere hacer
negocios con el Banco Latinoamericano.
—Belleza y talento. Ya me
habían hablado de ti, Ornela.
— ¿Bien o mal? —interrogué.
—Si te digo que fue Armandito quien me habló
de ti…
—Entonces habló mal porque,
como bien lo dijiste, ese es un delincuente —aseguré, dejándome llevar por la
calidez del coñac y sintiéndome sumamente cómoda en la mullida poltrona de fina
piel, rodeados por un Miró, un Modigliani, un Guayasamín y un móvil de Calder.
Un par de horas más tarde
salí de ahí con una línea de crédito abierta hasta por una cifra de varios
ceros (en dólares) y con un ligero achispamiento por los cuatro o cinco coñacs
que ingerí. Armandito también partió de allí con su inseparable maletín de cuero
de cocodrilo atiborrado con un surtido fresco de billetes con las caras de
algunos presidentes gringos ya fallecidos. La obligada celebración ocurrió, una
vez más, en un cercano hotel cinco estrellas, donde el líder de fulgurante
ascenso siempre disponía de una suite, financiada también (de ello me enteré a
posteriori) por Graciano Velasco Stanley. Como de costumbre, hicimos el amor
con mucha, mucha energía. Yo trataba de pensar en Arnaldo mientras me dejaba
consumir por el placer físico, pero mi mente divagaba y divagaba y terminaba
escorando en la sonrisa de Benny, los chistes psicodélicos de Benny, la
respiración de Benny, la ansiedad y la premura de Benny encima de mí.
Mis negocios con el Banco
Latinoamericano siguieron su curso satisfactorio. Graciano Velasco Stanley
solía invitarme a cenas y agasajos. Me hubiera dejado seducir por él, lo
confieso sin pudor, de no ser por la constante presencia de su esposa, una
gringa ultracelosísima a quien el banquero trataba con diez mil remilgos pues,
por el hecho de ser hermana del famosísimo Ronnie de la televisión (¡el patrón
de LauraÉ!) y coheredera de una suculenta fortuna, ella representaba una base
de sustentación y un trampolín nada fáciles de desdeñar. Dicen que no se deben
mezclar el placer y los negocios. Sin embargo, Graciano Velasco Stanley y esta
emprendedora muchacha siempre intercambiaban miradas que prometían algo muy
sabroso. Para más adelante.
Graciano Velasco Stanley
copaba con su avasallante dinamismo una buena lonja de la escena nacional. Casi
todo el mundo hacía negocios con él. Desde Ronnie hasta los militares. Se
comentaba que subvencionaba a buena parte del zoo político vernáculo. Era el
enlace financiero de gigantescos proyectos de construcción, no solo en
Venezuela sino en todo el Caribe. Su influencia alcanzó la cúspide al
convertirse en el mentor invisible de la política aperturista del “Bicho Loco
McGraw”.
Mas, advino la Noche de
Febrero y se trastocó todo. Intentando apuntalar su precaria legitimidad, el
hiperventilador mandatario decretó marcha atrás en muchas de sus iniciativas
neoliberales. Se paralizaron las privatizaciones de las despilfarradoras
empresas estatales para no ofender los arrestos nacionalistas de la oposición
más recalcitrante, se congelaron los precios de la gasolina y de los bienes de
la canasta básica, se ancló el cambio de la moneda (con la subsiguiente
sobrevaluación y fuga de capitales), se detuvieron numerosos programas de
descentralización administrativa y, para complemento, se evidenciaron los
primeros síntomas de una necrosis en la economía. Numerosos clientes del Banco
Latinoamericano comenzaron a atrasarse en sus amortizaciones de intereses y
capital. Como colofón, Graciano Velasco Stanley no ocultaba sus simpatías por
Fernando Robles, el joven y carismático candidato adeco, adalid a bocajarro de
las políticas de oxigenación económica de acuerdo a patrones capitalistas, y
pupilo político del “Bicho Loco McGraw” quien, por consiguiente, se enajenó la
animadversión de la prehistórica dirigencia del partido, émulos locales de los
“dinosaurios” del PRI mexicano. Y, como si esto fuera poco, el anciano don
Soberbia no se cuidaba en ocultar la dentera que le producía Graciano Velasco
Stanley. La sopa estaba servida.
Luego de las elecciones y
consabida juramentación del cargo, las primeras medidas del amortajado soberbio
destilaban el intervencionismo y el populismo sin esguinces. En lo particular,
nosotros no sufríamos: nuestros contratos de suministro con el Patronato
Institucional de Alimentación estaban asegurados y Lizarraga se tomaba muy a
pecho la eficacia de la operación y la prontitud de los pagos. Pero el resto de
la economía terminó de resentirse. A la inestabilidad política producida por la
defenestración de “Bicho Loco” ahora se aunaba la ortodoxia rígida del ególatra
embalsamado. El serrucho económico se estaba trancando. Graciano Velasco
Stanley, viendo su banco en peligro,
trató de obtener una audiencia con el primer mandatario. Le fue negada.
A los pocos días, intentó liquidar unos bonos de la deuda pública avalados por
el instituto autónomo encargado de administrar las amplias posesiones estatales
en el casco histórico de Caracas. Le dieron largas y le dieron largas hasta
que, por fin, el Banco Latinoamericano se insolventó y fue incapaz de incumplir
sus obligaciones en la cámara de compensación. En suma, el puntillazo final.
Desde hacía varias jornadas,
las colas de ahorristas intentando sacar su dinero habían aumentado de
magnitud. En varias agencias de la capital y del interior hubo conatos de
motines. El gobierno decidió cerrar el Banco Latinoamericano. Inicialmente se
creyó que la medida duraría sólo unos días, mientras el estado tomaba las
riendas de la intervención. Pasaron, dos, tres y hasta cuatro meses, pero el
establecimiento no abría sus puertas. Todos exigían una cabeza de turco. El
“Diario Informativo” inició la campaña contra Graciano Velasco Stanley. El
gobierno del amortajado azuzaba los ánimos cuando, paradójicamente, tenía en
sus manos la potestad de abrir de nuevo las puertas del instituto bancario,
ahora en manos del estado, y proceder a restablecer la confianza garantizando
la plata de los cuentahabientes. Valentín Vergara, a través de sus columnas y
de su show televisivo, completaba el circo romano (pero siempre con fingidos
visos de sobriedad… ¡uf, qué hipócritas!) que clamaba por la sangre de Graciano
Velasco Stanley y, por mampuesto, del destituido “Bicho Loco”). La culpa de
todos los males pertenecía a los demonios del gobierno anterior. Para más ñapa,
Valentín Vergara y el “Diario Informativo” difundieron la lista de los deudores
del Banco Latinoamericano tildándolos (muy veladamente, por supuesto, para no
soliviantar la ética del periodismo y así evitarse demandas judiciales) de
maulas, pillos, estafadores, cómplices de la corrupción y truchimanes. Y dentro
de la lista aparecía, adivinen quién, nada menos ni nada más que la menor de
las hermanas Pérez Pirrone. Lo que no informaban (los muy farsantes) era que a
mis pagarés les faltaban unos cuantos meses para vencerse. Curándome en salud,
instruí a mi socia Carmen Adilia Fragachán para que contactara a las nuevas
autoridades del Banco Latinoamericano y gestionara con ellas la cancelación de
esas deudas con la condonación, bien entendido, de una buena porción de los
intereses. De esta manera me salvaba de tener que adquirir otra dosis de los
esperpentos pictóricos de Lucky de Vergara. Demás está decir que ni el “Diario
Informativo” ni el gran denunciador de la comarca dieron cuenta de la
amortización de mis acreencias con el malogrado banco. Lo importante, para
ellos, era armar un escándalo con fines que solo a la larga comencé a intuir.
Se trataba, en suma, de un ajuste de cuentas con el sistema que los había
derrotado tantas veces en su pretensión por instaurar en Venezuela un régimen izquierdista.
Empeño en el que contaban con la colaboración ingenua de mi hermana.
La primera (y funesta)
secuela de esa campaña y del ansia revanchista (sin medir consecuencias) del
momificado don Soberbia fue el derrumbe del sistema bancario. Graciano Velasco
Stanley me lo había advertido, en un encuentro que sostuve con él en la casa
mayamera de Javier.
—Es un castillo de naipes,
Ornela —me aseguró, saboreando un coñac, su bebida predilecta, en la sala de la
residencia, acompañado de Tracy, su inseparable y resabiada mujer.
—Casi todos los bancos de
Venezuela están en la misma situación del Latinoamericano —corroboró el doctor
Arnulfo Lizarraga, quien se encontraba por esos días en Miami, disfrutando de
la compañía de Fedora.
— ¿Ze tratará de un cazo de
demenzia zenil? —conjeturó Javier, tragándose subrepticiamente unos comprimidos
de color indefinido para el perenne malestar estomacal.
—Recuerdo una frase del
español Ramón y Cajal: “Hay tres categorías de hombres desagradecidos: los que
callan los favores que les hacemos, los que los cobran y los que los vengan”.
— ¿A qué viene eso, Graciano?
—pregunté, sorbiendo yo también de una copa de coñac y alisando mi maxifalda
superancha de algodón plisado.
—En cierta ocasión saqué de
un aprieto al hijo del anciano. No quiero vanagloriarme de esto, es más, les
ruego la más absoluta discreción al respecto…
—No dez tántoz rodéoz y echa
el cuento como ez.
—Él se la pasaba en París,
viviendo a cuerpo de rey como se dice popularmente —informó Tracy, con un
espeso acento anglosajón que se ecualizaba contra el platino satinado del
conjunto Saint Laurent que caía como una cascada fulgurante desde sus desnudos
hombros hasta los tobillos.
—Ezo fue en la época en que
eztaba empatado con Letizia Zegovia.
—La flamante alcaldesa del
municipio El Hatillo —suspiró Tracy con cierto dejo de cierta burla y de cierta
antipatía.
—Vivían juntos en
Montparnasse, tengo entendido —agregó Fedora.
—Me estoy desayunando —dije.
—Lo cierto —Tracy no se dejó
interrumpir— es que llevaba un tren de vida alocado y, por supuesto, sus amores
con Letizia Segovia no le resultaban nada económicos. A ella le gusta darse la
gran vida, a pesar de que pretende proyectar una imagen de chica sencilla y
austera, o como decimos en inglés, the
girl next door. Total, que el joven soberbio, like father like son, le pidió ayuda a mi esposo para solventar un
apuro. Yo, como soy tan mal pensada, imaginé que Letizia incurrió en uno de
esos deslices que producen, a los nueve meses, un chiquillo chillón. Eso,
indudablemente, es anatema dentro de los cánones de ese señor tan virtuoso y
tan puritano que es el don Soberbia. Nos basta recordar que, en su primera
presidencia, prohibió “El último tango en París” y, de acuerdo a las lenguas
más viperinas de Caracas, por poco no prohibió también la venta de mantequilla
al mayor y al detal.
Lo malo del chiste nos hizo
reír.
—Zíguenoz contando, Treizy —solicitó
Javier, tragando una pócima de un frasco de color ahumado.
—Graciano le facilitó un
dinero, el asunto se arregló sin pasar a mayores… pero el joven soberbio se
olvidó de pagar la deuda. No hizo ningún caso a los emisarios que le envió mi
esposo. Ignoró olímpicamente su obligación.
— ¿Por qué no lo demandas? —le
pregunté a Graciano Velasco Stanley.
—Porque, aun cuando afirmen
lo contrario, mi esposo es un ingenuo. Siempre creyó llegar a buen término en
su relación con el anciano soberbio. Olvidó que ese señor es el rey del rencor —puntualizó
Tracy, sin esconder cierta sorna.
—Por algo lo llaman don
Soberbia —remachó Fedora.
Graciano Velasco Stanley
permanecía callado. Lizarraga aprovechó para retornar al giro inicial de la
conversación.
—Ya lo ven. El anciano no
escatima recursos cuando de vengarse se
trata. Y eso que se las da de cristiano y curero. Pero no se da cuenta del daño
que le está infligiendo a toda la economía venezolana en su ceguera por saldar
cuentas con Graciano. Como les decía, casi todo el sistema bancario está a
punto de colapsar por el efecto dominó.
— ¿Y usted no puede hacer
nada, doctor Lizarraga? —le pregunté—. Se supone que usted pertenece a la
dirigencia nacional de Copei y algún acceso debe tener ante ese señor para
procurar que le haga caso.
—El presidente es una esfinge
paralizada por los resentimientos. Ni perdona ni olvida. A mí, en lo
particular, no me otorgará sus indulgencias por el papel que jugué en el
período anterior al de “Bicho Loco”.
—El anziano zoberbio jamaz
zupo hazerze a la idea de que el gordiflón refranero llegara a zer prezidente
de la república a pezar de toda la opozizión que le hizo. El gordito quizo
hazer de Copei un partido popular, o populachero maz bien diría yo, a
diferenzia de Don Zoberbia que ziempre ha zido tan abzolutizta y tan zentado a
la dieztra de dioz padre todopoderozo, amén —aseguró Javier, vertiendo un sobre
de sal de fruta efervescente en un vaso de agua.
—Igual que “Bicho Loco” —terció
Fedora, luciendo esa noche un traje sastre de lino en color verde pastel—.
Todos se creen unos elegidos del Señor.
—Una tropa de redentores —apunté.
—Y los que faltan —agregó
Graciano.
—Ese es el mal de Venezuela,
señores. Ese mesianismo traducido en caudillismo que parece no acabarse nunca.
La ambición de la silla de Miraflores —enfatizó el doctor Lizarraga— los hace
oír voces divinas y, en consecuencia, despreciar las opiniones de los mortales
vulgares y silvestres. Yo, al lavar mis manos, le advertí a don Soberbia que la
postración de los bancos nacionales puede llevarnos a un despeñadero de graves
consecuencias. Pero ese señor insiste en hacerse el sordo. Es más, su relación
con la dirección nacional de Copei cada día va de mal en peor.
—Igualito a “Bicho Loco” con
Acción Democrática en el período pasado —comentó Graciano Velasco Stanley.
—Sí, pero recuerden que este
anciano soberbio es, en lo esencial, un ególatra, acostumbrado a hipnotizarse a
sí mismo con su ambición sin límites. Y no se sorprendan que, por un capricho
cualquiera, provoque la ruptura con Copei y se quede sin sostén partidista —pronosticó
el doctor Lizarraga.
—O sea que tendremos crisis
política y financiera —conjeturó Fedora.
— ¿Para dónde cogémoz,
entónzez? —Javier ingirió de un solo trago la sal de fruta.
—Saquen toda su plata de los
bancos venezolanos y cámbienla en divisas —aconsejó Graciano Velasco Stanley.
Las noticias que llegaban de
Venezuela confirmaban esas sospechas.
El Banco Ciudadano, el Fondo
de Activos Fiduciarios y el Banco de las Regiones se resquebrajaron, a pesar de
una solidez mantenida durante décadas. La confianza en la banca se agrietaba a
pasos agigantados. Tratando de paliar la borrasca, el gobierno se decidió por
la intervención a puertas abiertas, buscando evitar el pánico y los retiros
nerviosos. Las quiebras de las sociedades financieras, las aseguradoras y las
casas de corretaje se sucedían una detrás de la otra a pesar de los auxilios
que el poder ejecutivo, apelando a las reservas del tesoro, les suministraba.
Más de un potentado inescrupuloso se embolsilló, triquiñuelas y argucias
rateriles mediante, el dinero concedido en préstamo con garantías para reflotar
su entidad financiera e, inmediatamente, huían desvergonzadamente,
preferiblemente hacia algún país con el cual Venezuela no hubiera suscrito tratado de extradición.
La opinión pública clamaba por culpables.
—Y el principal chivo
expiatorio soy yo, por supuesto —se quejaba, con amargura, Graciano Velasco
Stanley, mientras nos reposábamos, a la vera del sol omnipotente de las
Bermudas y a la vista de las aguas cristalinas y las arenas blancas en las
adyacencias de su residencia playera, donde pasábamos el largo fin de semana
del “Memorial Day” —. Fíjate, Ornela —batallando con la brisa incesante,
Graciano Velasco Stanley tomó un ejemplar del “Diario Informativo” de hacía
cuatro días—, este es otro ejemplo del desagradecimiento y la hipocresía.
Cuántas veces no ayudamos en el Banco Latinoamericano con préstamos a intereses
preferenciales al “Junior” Otelo Salaverría, heredero a carta cabal del viejo
Otelo Salaverría, pero sin el talento para las letras y los negocios de su
padre, cuando el periódico estuvo a punto de hundirse.
—They almost went belly up, didn’t they? —dijo
Benny, quien había llegado dos días antes de Venezuela y se había reunido con
nosotros, luciendo su pancita pecosa encima de unos boxers color magenta.
— ¿Cómo dirían en criollo? —terció
Tracy de Velasco Stanley, con su transitivo acento gringo, mientras se sostenía
un anchísimo sombrero de paja que prolongaba una anchísima sombra sobre sus
anchísimos anteojos de sol y que impedía que la inclemencia solar hiciera
estragos con su blanquísima y lechosa piel— Por poco no quedan patas p’arriba —y
ella misma se reía del contraste entre su cantadito norteamericano y la imagen
abrasiva colada del habla popular.
—El viejo Otelo Salaverría
nunca abjuró del comunismo —apuntó el doctor Lizarraga, destacándose con unos
pantalones de dril blanco, una guayabera estampada de cayenas y unas sandalias
de plástico. Ni siquiera estando en la playa perdía su talante de burócrata de
alto coturno.
—Azí
zí ez zabrozo zer comunizta. Con todo eze pocotón de
reález… y para completarla, zin pagar nunca zuz déudaz —a pesar del sol, la
arena, la playa y la brisa del mar, Javier no lograba despojarse de un color
amarillento que lo rondaba desde hacía días.
—En varias ocasiones, y bajo
la más estricta confidencialidad, el “Junior” Otelo Salaverría se presentó en mi
oficina solicitando pautas publicitarias y otras ayudas del gobierno —Fedora
vestía un conjunto playero a cuadros rojizos y dorados, descollando con un
bronceado desenfadado y un donaire de atractiva mujer madura.
—Y, por supuesto, lo ayudaste
para que, al salir del gobierno, él y Valentín Vergara te atacaran
inmisericordemente, tachándote de madame Pompadour, Lucrecia Borgia, negociante
sin escrúpulos, barragana entrometida y manceba traficante de influencias. Lo
único que les faltó fue llamarte puta —no pude disimular mi indignación.
—Así son ellos —terció
Lizarraga, aceptando un whisky en las rocas acarreado por un negrito fibroso
que se balanceaba por la arena trayendo los tragos y los snacks a ritmo de un
calipso cósmico—. Siempre han mordido la mano que les da de comer. Ah, pero son
intocables a cuenta de revolucionarios de tronío y abolengo.
—Tampoco se les puede negar
la habilidad, Lizarraga —acotó Graciano Velasco Stanley, mientras Tracy le
regaba la crema bronceadora en la espalda—. Han logrado que el “Diario
Informativo”, en la práctica, sea el periódico de mayor influencia en
Venezuela, sobre todo por su penetración en la clase media. En una actitud muy
camaleónica, el “Junior” Otelo Salaverría adoptó una pose pro libre empresa al
morir el viejo, con la finalidad de ganarse a los grandes anunciantes.
—Pero en el fondo siguen
siendo izquierdistas. Su sempiterno control del ateneo y del consejo cultural
venezolano no deja lugar a dudas —afirmó Lizarraga, chupándose su whisky en las
rocas.
—Yo he visto al “Junior”
Otelo Salaverría vibrar de éxtasis y
gozo al escuchar, en directo, a Alí Primera, a Ríchar Atencio Villasana y a la
nueva trova cubana —el acento gringo de Tracy a veces se ponía tan espeso como
la loción bronceadora que le seguía aplicando a su esposo en el abdomen y el
pecho.
—Uy, pero eso es pavosísimo —Benny
hizo la señal de la recontra para alejar el mal de ojo.
—Que no te oiga mi hermana —dije—,
porque a ella le encanta esa música.
—Eso no es música —aseguró
Benny—sino, más bien, un compendio de lamentos acomplejados y mabitosos.
Aléjalo, San Alejo, con todo su aparejo, antes que me malogren el entrecejo,
que no me dejo que no me dejo…
—Porque no eres pendejo —corroboró
Fedora.
—Porque no somos pendejos —matizó
Benny.
Todos reímos, pero la risa
sonó algo hueca.
—Señores, muy buena la
conversa, pero yo voy al agua. ¿Vienes, Fedora?
Me quité el short y la blusa.
La licra del trajebaño negro enterizo se me pegaba al cuerpo. El viento dulce
se me incrustaba por los poros como en una danza de la cual se espera el
éxtasis. Me hallaba tan a gusto que sentí mis pezones hincharse. Lizarraga y
Graciano Velasco Stanley silbaron de admiración.
—Con esa silueta de sirena
deberías estar en la televisión —afirmó el primero.
—Con Benny, por supuesto —completó
el segundo.
—Yo siempre he dicho que
Ornela es muy linda. Más linda de lo que parece a primera vista —me halagó
Fedora.
—She is really cute —comentó Tracy, sin
pizca de celos.
—Isn’t she? —Benny
parecía sonrojarse.
Me metí en el agua junto con
Fedora. Retozamos un rato, dejando que la frescura del mar Caribe acariciara
nuestros cuerpos. De pronto (y sin saber por qué), decidí sincerarme.
—Benny me pidió matrimonio.
— ¿En serio, chama? —Fedora
manifestó genuina sorpresa.
Asentí.
— ¿Y qué le respondiste?
—Todavía no le he dicho nada.
—Parece haberse enseriado,
Ornela.
—Sí, ¿verdad? —no pude
disimular un suspiro.
—Es ahora o nunca, manita.
—Tengo dudas, Fedora.
—Pero, ¿lo quieres, Ornela?
—Ahí está el detalle.
—Como decía Cantinflas.
Me tomó la mano.
—Sea lo que sea, lo único que
puedo desearte es que seas feliz.
La abracé, siguiendo el ritmo
del suave oleaje.
—Gracias, Fedora.
— ¿Entonces?
—Creo que le voy a decir que
sí.
La sonrisa de Fedora fue
amplia, generosa y fresca.
Después de cenar,
presenciamos un espectáculo de colorido limbo rock en la terraza de un hotel
cercano. Las tres parejas paseamos por la playa, admirando la luna llena. Las
mujeres les recordábamos a los hombres, a cada instante, la prohibición de
hablar de política o negocios. Y miren el esfuerzo que costó para que se
atuvieran a ello (yo incluida).
A las dos de la madrugada
decidimos irnos a acostar.
Benny me acompañó hasta mi cabaña.
— ¿Entonces? —Benny acarició
mi mejilla.
—Sí.
— ¿Sí?
—Sí.
Tomó mi mano y apoyó la
cabeza en mi hombro. Por un instante, creí que Benny iba a llorar. Lo más
seguro era que yo también daría rienda suelta a un sollozo dentro de un sollozo
configurado en la felicidad de los emblemas, las palabras y los sollozos de los
sollozos.
— ¿Sabes que me gustaría? —preguntó
con una voz que se confundía con la brisa que venía del mar.
Me estremecí, sintiéndome
como una doncella dispuesta a conocer el amor carnal en el marco de una ofrenda
ritual a los dioses desconocidos. El deseo se domicilió en las páginas
encofradas de mi alma. Pero no dije nada.
—Me gustaría esperar el
amanecer contigo en esa playa —dijo con un acento infantil e ingenuo, como un
niño purificado, como un embajador de la luz.
Tomé unas toallas y una
manta. Cogimos rumbo hacia la arena. Las estrellas nos ofrendaban sus colores
de distancias incalculables. Nos posesionamos de la base de un cocotero que
parecía una sombra gigante confundida con las sombras gigantes de esa noche
gigante, fresca y crucial. Benny tendió unos de los paños sobre la orilla, se
recostó del tronco del árbol, yo me adosé a su cuerpo y él nos embutió a ambos
en la calidez de la manta. El cielo nos mostraba sus continentes galácticos y
sus espejos hospitalarios.
—Quiero una boda en una
iglesia pequeña —dije.
Benny me abrazó con una
fuerza tenue.
—Con pocos invitados —continué.
Benny frotaba su mejilla sin
rasurar contra la mía. Me hacía cosquillas.
—El único paje será Pedro
Pablo, mi sobrino. Es un chamito encantador. Ya lo conocerás.
Benny acariciaba mis manos.
—LauraÉ me llevará al altar.
Sé que se verá raro. Pero qué me importa. Ella es mucho más que mi hermana.
Además, ni siquiera sé dónde se encuentra mi padre. A decir verdad, ni siquiera
puedo decir que lo conozco.
Benny masajeaba mis brazos
para hacerme entrar en calor.
— ¿Y tu familia, Benny?
¿Cuándo la conoceré?
Una breve parálisis me indicó
algo indefinible.
—No sé, Ornela. A mí mismo me
parece no querer conocerla.
Traté de ver sus ojos. Él
observaba el oscuro mar en la oscura lejanía.
—Acuérdate que,
eventualmente, no les causará ningún placer enterarse que ando casándome con
una gentil. Eso es tabú para ellos.
— ¿Tan estrictos son? —me
acurruqué aún más contra su pecho.
—Mmmjú.
—Bueno, si es así, pues que
así sea. Menos gente significa menos ajetreo.
— ¿Te conformarás con una
ceremonia austera?
—Sí. Fedora será mi madrina.
¿Has pensado en el padrino?
— ¿Qué tal te parece don Vito
Corleone?
Le di un
pellizco.
— ¡Ouch!
—Eso es para que aprendas. Le
diré a Javier que sea tu padrino. ¿Estás de acuerdo?
—Lo que tú digas, mi vida.
—Será una ceremonia pequeña y
sencilla, pero voy a llenar la iglesia de lirios y crisantemos.
—Conozco a un mayorista de
flores que nos dará un precio de ocasión.
Nuevo pellizco.
— ¡Ouch!
—Se te salió el judío. No me
importan los gastos. Quiero también que alguien nos cante el “Ave María”. Ya
que estás en la farándula, ¿a quién podrías recomendar?
— ¿Qué te parece el “Jaguar”?
— ¿Richi Marvin Montaner?
—Mismamente.
— ¿Tú quieres que se forme
una tángana en la iglesia?
—Ya me estoy imaginando el
barullo: cientos de miles de quinceañeras lobotomizadas chillando porque su
ídolo nos canta el “Ave María” en versión insípida e inoculada, peculada,
especulada y emasculada.
Otro pellizco.
— ¡Ouch!
—Deja el machismo, Benny. Lo
que pasa es que todos los hombres le tienen envidia al “Jaguar” Richi Marvin
Montaner porque es buenmozo…
—…y medio parguete. ¡Qué
paquete! Prefiero el libro gordo de Petete.
—Ya no sigas.
—Pero es verdad. Al tipo le
gusta que le resuellen en el cogote. Todos esos “Jaguares” son iguales.
Pellizco de nuevo.
— ¡Ouch! Me está doliendo,
chama.
—Bueno, ya. Después nos
encargamos de buscar al cantante. O la cantante.
—Cantante y sonante.
Suspiro de mi parte.
— ¿De verdad te quieres casar
conmigo, Benny?
—Yes, ma’am.
Y nos besamos y nos besamos y
yo seguí haciendo planes hasta que nos agarró el amanecer.
—Uy, tengo tortícolis —dije,
cuando el sol asomaba por el horizonte.
—Se me durmieron las piernas.
—No me siento el pompis.
—Yo sí lo siento.
—Canalla. Me has hecho
cosquillas toda la noche con tu barba.
— ¿Dónde están mis piernas?
¡Por las barbas de Yijova! ¡Se las han robado! ¡Hasta en esta playa somos
víctimas del hampa desatada!
— ¡Cállate y párate!
Volvimos a la cabaña a
asearnos, desayunarnos y a pasar la jornada con nuestros amigos. Fue un fin de
semana muy placentero. Benny se comportaba como un novio casto del siglo XIX.
—De ahora en adelante me
llamarán Fidel Casto.
—Cállate.
Regresamos a Miami. Graciano
y Tracy se quedaron en las Bermudas, previendo cualquier intento de
extradición. Benny tenía que volver a Caracas.
Nueva despedida en el
aeropuerto.
—When are we going to make love, baby?
—Pronto —lo besé en los
labios—. Prométeme que no tendrás ojos para ninguna otra.
—Lo juro. Y si no, que dios y
la patria os lo demanden.
—Cállate. Tengo celos de
tantas actrices y modelos…
Se
puso a cantar y a bailar “I only have
eyes for you”. Los viandantes se le quedaban
viendo y yo me ponía roja de vergüenza.
—Aquiétate, Benny.
Comenzó a claquetear los
tacones, en una especie de tap enmarañado.
—Termínate de montar en el
avión, Benny.
Ese era el locuaz con quien
pensaba casarme. Pellízcate, Ornelita.
De vuelta al trabajo.
Javier no se veía nada bien.
—Me marcho a Nueva York a ver
un ezpezializta.
—Me parece muy bien. La salud
es lo primero. Mientras tú vas y vuelves, me voy unos días a Caracas a
gestionar la cobranza pendiente y a sondear el panorama. ¿Necesitas dinero?
Le extendí un cheque y lo
abracé.
—Cuídate, chamo. Sabes que te
necesito muchísimo.
—Gráziaz, Orne. Eres un
ángel.
Llegué a Caracas. Tal como me
lo temía, la situación se descolocaba por doquier. Los pocos bancos que
quedaban en pie se tambaleaban. Don Soberbia acusó públicamente al doctor
Lizarraga de encabezar una conspiración para desestabilizar su régimen.
Solicitó, por la calle del medio, su expulsión de Copei. La dirección nacional
del partido se indignó. Pero don Soberbia se indignó más todavía y los mandó a
todos a la porra. El partido verde se dividió en dos bandos irreconciliables:
Los que estaban en el gobierno y quienes quedaron fuera. Hubo puñetazos, silletazos
y pescozones a granel a lo largo y ancho del territorio patrio.
Para complementar la locura
reinante, Acción Democrática, ahora en la oposición, decidió excluir de sus
filas a “Bicho Loco McGraw”, al conocer la condena de culpabilidad, en su
contra, que decidió la Corte Suprema por peculado y malversación. Se hablaba de
que don Soberbia había presionado a los magistrados para obtener el veredicto
que, aparentemente, decretaba la muerte política de su odiado e
hiperventolérico rival. Al darse a la luz pública el madrugonazo contra el
defenestrado ex presidente, los adecos parecieron volverse locos de rabia
contra sí mismos, repitiéndose las reyertas y los enfrentamientos. Los
partidarios de “Bicho Loco” quemaron dos docenas de casas del partido en otras
tantas ciudades del interior del país. Parecía la rebelión vulcanizada de un
piromaníaco loco. La prensa reportó dos muertos en La Grita, uno en San Juan de
Los Morros, tres en Tumeremo y otro en Valle de La Pascua. Los figurantes y
cabezas parlantes de la política nacional aparecían a cada momento por la
TV llamando a la calma. Pero había un
substrato de rabia generalizada desbordándose por doquier. La pregunta de rigor
era, ¿quién habría de aprovechar tamaño desbarajuste?
Me di cuenta que Armandito
era uno de los que estaban azuzando la candela sin enseñar la mano. Había
tomado partido contra “Bicho Loco”, su antiguo protector. Se comentaba, además,
que ahora sus auxilios políticos y financieros provenían del alto gobierno. En
una jugada con tintes maquiavelosos, se desembarazó de los simpatizantes
bicholoquianos en el comando nacional y le ofreció a mi suegro la secretaría
general.
—Sé lo que piensas, Ornela —me
dijo el doctor Rubén Arnoldo Rovira—, pero es mucho más lo que está en juego.
El anciano soberbio, para bien o para mal nuestro presidente, me ha solicitado
un respaldo político, ahora que Copei se ha desprendido de sus
responsabilidades gubernamentales. Esto se ha convertido en una merienda de
negros. Lo que está en peligro es la vigencia del sistema. Si perdemos el
control, la cosa se nos enguerrilla.
La simbiosis entre la
administración del embalsamado geriátrico y el sostén político brindado por
Acción Democrática, bajo la conducción de mi suegro, se evidenció más cada día.
Los representantes de los micropartidos y los minimovimientos del “hormiguero
loco” hicieron notar su disconformidad, temiendo ser desplazados por el
Leviatán adeco, pero no se atrevieron a despegarse (ni gafos que fueran) de la
teta sabrosa del régimen populista de don Soberbia. “Hay que apuntalar las
bases del gobierno popular”, sostenían las figuras de la izquierda radical,
cogiéndole el gusto a los cargos y a las prebendas. “La administración precisa
de un respiro y de un aliviadero para concitar la convergencia”, argumentaban
los representantes de la derecha rancia, dueños del capital engordado por el
proteccionismo estatal. Mi suegro aseguraba, cada día más, el control de la
maquinaria legendaria de AD. Los recursos que le proveía su nueva intimidad
(política y personal) con don Soberbia jugaron un rol preponderante. Los
adulantes comenzaron a llamarlo “el führer”. “Al "führer" Rovira no
se le revira”, era el leit motiv de la reacción antibicholoquiana en las filas
adecas. Los partidarios del hipermoquilludo ex presidente resolvieron fundar
tienda aparte. Mi suegro los expulsaba del partido, en una interminable diarrea
de despidos y execraciones. Armandito era el segundo de a bordo. El cúmulo de
complicaciones que enrarecía el ambiente me hacía doler la cabeza y me provocaba
mareos. Sin embargo, logré mantener la calma y mis antenas pudieron discernir
el rumbo a seguir.
Lizarraga estaba ahora fuera
del gobierno. Un sinfín de acusaciones se le venía encima. Intercedí,
nuevamente, ante mi suegro para preservarle el pellejo.
—No será fácil, Ornela —me
dijo, en el búnker que ocupaba en el sótano de la dirección nacional de Acción
Democrática.
—Estoy consciente de que el
anciano soberbio quiere su cabeza en bandeja de plata. Pero es el marido de
Fedora, mi socia y compañera —alegué.
Mi suegro arrimó un teléfono.
Marcó un número y me hizo señas para que tuviera paciencia.
— ¿Echenagucia? Soy yo,
Rovira. ¿Cómo está la vaina? —el tono revestido de confianza y perentoriedad
del doctor Rubén Arnoldo Rovira no se desteñía ni un ápice, ni siquiera al
desglosar las jerarquías en traslación ante el presidente de la Corte Suprema
quien, a no dudar, le debía unos cuantos favores a mi suegro—. Te llamo por el
asunto Lizarraga… Correcto… Sí, ya sé que el viejo ha hecho de esto un punto de
honor… ¿Tú crees?… Por supuesto que lo del “Bicho” es más urgente… Claro,
claro… Lizarraga no nos quita el sueño, sino todo lo contrario, pero que
tampoco se vea que lo estamos exonerando así como así… Eso… Lo dejo a tu
criterio, entonces.
Colgó.
—Acabo de hacer un
cambalache.
A buen entendedor, pocas
palabras, reza el viejo refrán. Lizarraga salía incólume, aunque algo
deteriorado. A los pocos días se le dictó auto de detención a “Bicho Loco”. La
noticia causó revuelo internacional. Al mismo tiempo, don Soberbia le concedió
la libertad con indulto pleno, aun cuando todavía no se le había dictado
sentencia, al golpista Quiñones.
A pesar de las sacudidas
políticas, mis negocios siguieron marchando viento en popa. Me fue otorgado el
aprovisionamiento de más del setenta por ciento de los comedores escolares del
país. Adquirí (de contado y a precio de remate vil, crisis económica
generalizada mediante) una procesadora de pescado en Cumaná, una empaquetadora
en Las Tejerías, una flota de camiones en Valencia, una fábrica de utensilios
de cocina en Maracay y una red de supermercados con sucursales en las
principales ciudades del país. Y simultáneamente, los fermentos políticos y
sociales trazaban esófagos díscolos por doquier: los ahorristas arruinados con
la crisis bancaria erigían barricadas en el centro de Caracas; los encapuchados
de los liceos y las universidades se enfrentaban a peñonazos diariamente con la
policía y la guardia nacional; los viejitos famélicos, desquiciados al no
recibir durante meses su menguada pensión por parte del arruinado seguro
social, se sentaban de a miles en las adyacencias del palacio de Miraflores
interrumpiendo el tráfico; los rumores de golpe militar arreciaban como las
nubes de zancudos negros que se ciernen sobre Tucupita a las seis de la tarde,
provocando compras nerviosas de víveres y obligándome a mantener
permanentemente repletas las despensas de mis automercados; germinaban,
asimismo, rumores de más quiebras e, ipso facto, brotaban colas de gentes
enfurecidas en las taquillas de los bancos demandando el dinero depositado; los
funcionarios de protección al consumidor clausuraban a diestra y siniestra
panaderías, bodegas y supermercados (Benny decía que me estaba moviendo con
agilidad de Muhammad Alí en el ensogado para que los míos no se viesen
afectados) alegando lucha frontal contra la especulación mientras se presentaba
una escasez enloquecida de harina de maíz, aceite de comer, sal, azúcar, café y
hasta de ¡caviar!; los agricultores y ganaderos marchaban desde los estados
llaneros con sus tractores, sus cosechadoras, sus aviones de fumigación y sus
camionetas Cherokee último modelo y, acto seguido, regaban toneladas de maíz en
el Congreso porque no les pagaban sus cosechas a tiempo; había manifestaciones
todos los días: indios en guayuco reclamando el desalojo de proselitistas
religiosos que pululaban en sus dominios ancestrales buscando (misticismo
aparte) oro y otras menudencias; agrupaciones de brujos, santeros y babalaos
que se dispersaban por el casco histórico de la ciudad cantándole villancicos
reticentes a Yemayá porque las vísceras de los gallos muertos en las ceremonias
vudú les mostraban signos de ingentes cambios por venir; patotas de astrólogos,
clarividentes y pitonisas que se aglutinaban en las cercanías de la plaza Bolívar,
la casa natal del Libertador, la bajada de Tazón y el monumento a María Lionza
(la reina aborigen encaramada en un danto con las tetas súper erectas)
pronosticando el apocalipsis portátil de los tiempos que se avecinaban. Había
manifestaciones de amas de casa tronando cacerolas vacías, de gays y lesbianas
reclamando por los rolazos que les propinaban los policías al descubrirlos
dándose besos de lengua en los parques y plazas públicas, de ruleteros
reclamando que no los dejaban aumentar el pasaje, de oficinistas y estudiantes
chillándola porque los ruleteros habían aumentado el pasaje a la machimberra,
de buhoneros a quienes los alcaldes no los dejaban vender su mercancía en las
aceras, de vecinos quejándose porque los buhoneros no los dejaban transitar a
través del mercado persa en que se había convertido la ciudad, de corneteros
vendedores de cintas y discos piratas porque no les dejaban subirle más el
volumen atronador con que inundaban las calles, de los residentes en las
adyacencias porque el bachiche minitequero y los vallenatos llorones de los
corneteros no los dejaban vivir en paz, de las prostiputas que demandaban
seguridad social y protección contra los proxenetas, de los transformistas de
la avenida Libertador y de la Casanova porque los policías los raqueteaban a
todo momento decomisándoles el escaso dinero que levantaban a los buscadores de
sexo extremo, de los motorizados porque los obligaban a utilizar el casco
protector y de los choferes porque Letizia Segovia les imponía el uso del
cinturón de seguridad en El Hatillo. No hubo quien no saliera a manifestar por
cualquier razón. Desplazarse por Caracas se había convertido en una odisea. Y
Ornelita vendiendo más y más. Qué paradoja, ¿no? Mientras peor se ponía la
cosa, mejor me iba.
Se olisqueaba un remolino
distópico en el aire cada vez más frisado que imperaba en Venezuela. Cada
tantos días, se podían leer declaraciones de Quiñones, desde los más recónditos
lugares de la nación, llamando a la rebelión popular, retando a don Soberbia a
encarcelarlo nuevamente, tildando de corruptos a quienes no estuvieran con él y
proclamando su solidaridad a voz en cuello con los zapatistas de Chiapas, con
Sendero Luminoso en el Perú, con Fidel en Cuba, con Gadafi en Libia, con Saddam
Hussein en Iraq y su oposición a ultranza al imperialismo yanqui. Algunos
intelectuales reconocidos se aglomeraban a su alrededor. LauraÉ le dedicaba
cada vez más de su tiempo a la organización del movimiento neoizquierdista que
se estaba nucleando en torno al líder de la Noche de Febrero. Ello significaba
que constantemente debía yo velar por Pedro Pablo, ya que mi hermana no se daba
abasto entre la novela y su oxigenada militancia política.
Benny y yo pospusimos la
fecha de la boda en varias oportunidades. El éxito de "Los senderos…"
lo obligaba, prácticamente, a trabajar veinticuatro horas sobre veinticuatro.
De hecho, el verdadero protagonista de la novela era él. La trama amorosa entre
Flora Toscana y Édinson Vicario seguía siendo importante, pero lo que la gente
comentaba en la calle era la última ocurrencia de Benny, la última copla de
Benny, la última astracanada de Benny, la última arremetida de Benny contra los
políticos y los corruptos. Él continuaba sus castas vigilias conmigo. Y yo
estaba segura de su abstinencia y de su alejamiento de vicios y otras
depravaciones. Al disminuir un tanto el agite, planeábamos darnos una escapada,
quizá a República Dominicana, casarnos allí y sorprender a todo el mundo.
Una lluviosa noche de julio.
Me encontraba esperando, tal como lo habíamos
acordado previamente, a LauraÉ, en su apartamento, con Débora y el niño. Ya
eran más de las nueve. Luego de retozar con él un buen rato, acosté a Pedro
Pablo. Débora y yo nos aprestábamos a ver el capítulo de "Los senderos…"
Cuando me disponía a arrellanarme en el sofá, un flash de última hora
interrumpió la programación. Una reina de belleza convertida en narradora de
noticias anunció (con una voz aquejada de un sifrinismo fumigado) que el
conocido escritor Horacio Quintín Zúñiga, indultado recientemente por gracia
presidencial junto con el comandante Quiñones, había aparecido muerto en su
apartamento. Las primeras impresiones hacían presumir un infarto. "No se
aparten de nuestra sintonía que seguiremos informando…"
Sonó el teléfono.
— ¿Ornela? —la voz de LauraÉ
sonaba agitada— ¿Te enteraste?
—Sí. Acabo de escucharlo en
la tele. ¿Dónde estás?
—En el comando del movimiento
—se refería a la sede de la agrupación política que se estaba nucleando
alrededor del comandante Quiñones.
— ¿Qué vas a hacer?
—Voy a reunirme con Benny y
con el "Gocho" en la funeraria. ¿Te puedes quedar durmiendo esta
noche en mi casa? Al menos hasta que llegue.
—Cero inconvenientes,
hermana. A propósito, ¿ya le hicieron la autopsia?
—Sí, creo que sí —LauraÉ
parecía dubitativa.
— ¿Y?
—Hay rumores. No sé si
creerlos.
—Cuéntame, a ver.
—Están hablando de una
sobredosis.
— ¿Cómo? ¿Horacio Quintín era
adicto?
—Yo también me estoy
desayunando.
—Bueno, tú eres la que estás
en la farándula. Dicen que ahí se ve de todo —comenté.
—El último de quien lo
hubiera creído era de Horacio Quintín. Además él estaba muy involucrado y entusiasmado
con todo este tráfago organizativo del movimiento. Si esto llega a trascender…
…
—Ya lo sé —la interrumpí—. Va
a ser un muy duro golpe. Sobre todo si el caballito de batalla resulta ser la
batalla contra la corrupción y los vicios del sistema.
—Ojalá eso fuera todo,
Ornela.
— ¿Qué? ¿Todavía hay más? ¿En
qué otra cosa estaba metido el difunto?
—No se trata de Horacio
Quintín —LauraÉ se escuchaba ahora más grave.
—Soy toda oídos. ¿O es algo
que no se pueda contar por teléfono?
—Acabo de encontrarme a
Valentín Vergara en la reunión del comando. Me ha contado que va a publicar
mañana, en su columna del "Diario Informativo", la transcripción de
una conversación telefónica que llegó a sus manos por conducto de contactos
amigables apostados en altas esferas de la inteligencia militar.
Sentí un leve sudor en la
mano con que sostenía el auricular.
—Es una conversación entre tu
suegro y el presidente de la Corte Suprema, donde hacen un intercambio de
sentencias entre la culpabilidad del bicholoco y la exoneración de Lizarraga.
Mi boca estaba más reseca que
el espejismo de un oasis en el desierto.
—Y tu nombre sale a relucir,
Ornela. Sin embargo, Valentín Vergara me asegura que no te va a nombrar
directamente, me imagino que por consideración hacia mí.
"¿Cuántos cuadros me irá
a costar esta vez?", pensé.
— ¿Qué más te dijo? —pregunté,
chasqueando la lengua.
—Eso es todo. ¿Estás metida
en problemas?
— ¿Cuándo no he estado
sumergida en problemas, LauraÉ? —hice un esfuerzo para que mi voz siguiera
denotando calma y tranquilidad—. Lo que quiero decir es que cuando una persona,
como en mi caso, se involucra en tantos negocios a la vez, es inevitable que su
nombre salga a relucir y que aparezcan algunos enemigos gratuitos.
—No me gustaría verte
envuelta en escándalos, Ornela.
—Y ahora menos que nunca,
¿verdad?
— ¿A qué te refieres?
Pensé en mi hermana y sus
ingenuas utopías que la estaban haciendo desembocar, con todo su tesón para el
bien y desprovista de malicias pomposas, en este entuerto de deslices, del cual
ya yo era, mal que mejor, un artífice supersónico.
—A nada, LauraÉ. Es sólo que
no me gusta ver mi nombre en los periódicos y mucho menos en las columnas de
chismes.
—No es un chisme. Valentín
puso la grabación esta noche y…
—No le metas más cabeza a ese
asunto. No vale la pena, te lo aseguro. Anda, ve a la funeraria que yo me quedo
esta noche aquí con el bebé y Débora.
— ¿Seguro que no estás
enojada?
—El día que yo me ponga brava
contigo se congela el infierno.
—Está bien. De todas maneras,
vamos a ver cuándo tenemos tiempo de conversar largo y tendido. Hay tantas
cosas que quiero decirte y contarte.
—Igual, LauraÉ.
Una pausa.
—Te quiero mucho, Ornela. Tú
sabes que sí.
—Yo también.
—Hasta más tarde, pues.
—No te preocupes. Tómate tu
tiempo. Chao.
Me quedé pensativa un rato.
En la pantalla transcurrían los primeros movimientos del episodio de "Los
Senderos…"
—Ya vengo —le dije a Débora.
Me levanté, fui a la habitación de LauraÉ, abrí mi bolso, cogí el celular y
marqué. Una de las gavetas de la cómoda estaba entreabierta. Mientras sonaba el
tono del número al que estaba llamando, traté de cerrarla. Observé, dentro de
ella, unos papeles garrapateados con una escritura conocida. No le presté más
atención porque en ese instante respondió mi suegro. Le informé acerca de las
denuncias de Valentín Vergara.
—Ese cretino de Echenagucia
seguro que nunca ha mandado a "barrer" su oficina.
— ¿Cómo? —pregunté.
—"Barrer" significa
requisar electrónicamente un recinto para verificar que no hayan colocado
micrófonos ocultos.
— ¿Qué piensa hacer,
entonces?
—No te preocupes, Ornela. Ese
Valentín Vergara está tan desprestigiado que nadie en sus cabales le hará caso.
Además, si me preguntan, pienso negarlo todo. Y tú sabes muy bien que yo no soy
muy dado a exponerme delante de los micrófonos y las cámaras. Eso se lo dejo a
los pantalleros.
— ¿Y con respecto a mí?
—No digas ni hagas nada.
Nosotros también tenemos en el búnker nuestro cuerpo de profesionales de medios
que se van a encargar de desmentir cualquier alegato. Así que no te preocupes y
descansa tranquila. Acércate mañana por allá, de paso, para mandar a chequear
todos tus teléfonos y así curarnos en salud. ¿Todo bien, entonces?
—Okey. Hasta mañana, entonces.
Sabía que podía confiar en mi
suegro, aunque siempre me quedara una espinita por dentro. Me sentía algo así
como maniatada. ¿No habría forma de ponerle un freno a ese tal Valentín
Vergara? ¿Y si cambiaba de estrategia e intentaba acercármele a través de
LauraÉ, ahora que compartían similares objetivos políticos? Ya pensaría en ello
con más detenimiento. Regresé al sofá y me zambullí en el engrudo fantasmagórico
de las nueve de la noche.
“Los senderos del paraíso”
Capítulo 249
Escena 16.-
Estudio de grabación. Noche.
(El "Jaguar"
Richi Marvin Montaner con los audífonos puestos le está dando los últimos
toques a la amelcochada balada en inglés con la que va a proyectar su
popularidad ante la audiencia anglosajona. La canción termina con el acostumbrado
berrido final. Richi, inmóvil, permanece con los ojos cerrados, la cabeza
erguida, los puños crispados y conteniendo la respiración, dando a entender que
"se la ha devorado". Herbie Farrell, el productor, inclinado sobre la
consola observa al ingeniero de grabación, quien levanta el pulgar derecho
denotando que todo ha salido a pedir de boca)
HERBIE (satisfecho):
Magnífico, Richi. Eso queda. Por hoy terminamos.
(Richi se despoja de los
audífonos y va a la cabina de control)
HERBIE (recibiéndolo):
Con esta toma finalizamos el disco, Richi. Mañana temprano arranco a mezclarlo
y seguro que rompes todos los récords de venta.
RICHI (autosuficiente):
Por algo soy el mejor. ¿No te parece, Herbie?
HERBIE: Tú y
tu inmadurez…
RICHI: No
necesito a nadie para ser el número uno de Latinoamérica. Y ahora, cantando en
inglés, las gringas se van a derretir por mí.
(Herbie gestualiza un
hastío rápidamente transmutado en tolerancia profesional)
HERBIE: Será
como tú digas, mi santo. Nosotros nos vamos. ¿Tú te quedas?
RICHI (petulante):
Positivo, campeón. Voy a escuchar una vez más al mejor cantante de todos
los tiempos.
HERBIE (con
un dejo de ironía): Con mucho veneno y aliño que le ponemos nosotros los
productores.
RICHI: No
critiques, campeón. Sin mí, no serías sino otro músico más del montón.
HERBIE:
Bájate de esa nube, cara bonita. La cosa es al contrario. Es a mí a quien debes
lo poquito que sabes de cómo aullar una canción. Y también agradécele al doctor
Escobedo Gracián…
RICHI:
Cállate, fracasado.
(Herbie tiene ganas de
abalanzársele, pero el ingeniero lo contiene)
INGENIERO:
Vámonos, Farrell. Ya está bueno.
(Herbie se calma y se deja
conducir hasta la puerta)
INGENIERO (hacia
Richi): Recoges todo ese material y me lo dejas de este lado, porque cuando
regresemos comenzaremos con las mezclas. Te lo agradezco, ¿sí?
(Richi ni le hace caso.
Oprime un botón y comienza a sonar otra balada empalagosa)
(Suena el teléfono)
RICHI
(ensoñado): ¿Sí?
Corte a:
ESCENA 16.
Estudio. Oficina Escobedo Gracián. Hacemos los cortes
correspondientes a este telefonema.
ESCOBEDO (con
tremendo habano en la boca): Hola, Richi…
(Richi se pone tenso al
reconocer la voz)
RICHI (disimulando):
Hola, tío. ¿Cómo está la cosa?
ESCOBEDO:
Mejorando, mejorando. Y las perspectivas son de que todo va a seguir viento en
popa.
RICHI: Me
alegro mucho. Ya terminamos el disco. Salió a la perfección, como usted lo
quería. Se va a vender como pan caliente de aquí a la China.
ESCOBEDO: De
eso no te quepa ninguna duda. Sobre todo si tienes en cuenta que los cantantes
y músicos venden más con carácter post mortem.
RICHI: Post ¿qué?
ESCOBEDO:
Post-mortem, estúpido. Después de muertos.
RICHI (pausa,
extrañado): ¿De qué está hablando, tío? No entiendo.
ESCOBEDO: Ya
tengo un nuevo "Jaguar", querido Richi. Los chicos buenos mozos que
saben modular tonadillas abundan como el corozillo y la verdolaga en estos
países.
RICHI (amoscándose):
No sé de qué habla usted, tío, pero solo existe un "Jaguar" Richi
Marvin Montaner.
ESCOBEDO: En
eso tienes razón. Pero la cantidad de grabaciones tuyas que poseo en mis bóvedas
aseguran tu inmortalidad… y mi rentabilidad.
RICHI (algo
nervioso): Usted como que me está echando broma, ¿verdad, tío?
ESCOBEDO: Tú
mismo te has echado la broma, campeón. Primero, Flora. Después, tus
orgías ambivalentes. Y ahora, bueno pues, esto es el colmo: ¡pedófilo!
RICHI (un
tanto más nervioso): Pedo-¿qué? Deje de usar tantas palabras domingueras y
explíquese.
ESCOBEDO (mordaz):
Richi, papi bello, ahora sí que se encaramó la gata en la batea. Acuérdate del
hijo de Farrell. ¡Un muchachito de doce años!
(Richi comienza a sudar.
Sus manos tiemblan ligeramente. Al fondo, seguimos escuchando la melindrosa
balada referente a un amor prohibido)
RICHI: ¿De
qué habla, tío? ¿Qué cosas dice?
ESCOBEDO:
Farrell se está enterando en este mismísimo momento. Y, ¿sabes?, él tiene unos
amigos que pertenecen a eso que llaman en el Norte "The Mob", la cosa
nostra latina. Es más, yo se los recomendé ampliamente.
RICHI: Tío, ¡déjese
de bromas pesadas!
ESCOBEDO:
Hay que ver cómo se venden discos luego que los artistas han muerto. Los
ejemplos sobran, desde Gardel hasta Elvis Presley.
RICHI (a
punto de descontrol): Tío, ¡yo no me voy a morir! Tío, ¡yo no me quiero morir!
ESCOBEDO: En
cambio, cuando se ven involucrados en casos de aberraciones, las ventas bajan porque
el público no quiere nada con bichos raros. Y la pedofilia, bueno pues, esa es
la paja que le rompió la joroba al camello. Bueno, Richi, te dejo. Feliz viaje (cuelga).
RICHI (escuchando
el tono de ocupado): ¡Tío! ¡Tío! ¡Contésteme!
(Richi suelta el teléfono.
Se le ve pálido. Se mesa los cabellos)
(Fondo: sigue la
balada amelcochada que habla de morir por un amor prohibido)
(Detrás de Richi se abre
una puerta. Vemos una silueta emerger de la penumbra. Richi nota el reflejo en
el vidrio que separa la sala de control del estudio. Se voltea)
RICHI (en
pánico): No, no … ¡Nooooo!
(Vemos una mano enguantada apuntando una
pistola con silenciador. Tres detonaciones sordas se dejan a escuchar. La mano
sale de cuadro. Richi se desploma sobre la silla, observando sus dedos
manchados de sangre. Jipea con horror varias veces y expira)
(Fondo: la balada
se funde con acordes acobardados)
(**Vamos a comerciales **)
Débora se puso lívida.
—Ay, señora Ornela, ¿se fijó
cómo mataron al "Jaguar" Richi Marvin Montaner? Y no entiendo por qué
lo eliminan así, cuando una ve la novela sobre todo para estar pendientes de
todo lo que le pasa a él, tan buenmozo, tan lindo, y no sé por qué lo ponen
como a un malvado. Y la verdad es que como que no quiero seguirla viendo.
Me dieron, por un segundo,
ganas de explicarle que desde que el "Gocho" Rojas y Benny tomaron el
control del teleofidio, sus fobias contra los ídolos quinceañeros se han
reflejado de esa manera en la pantalla. "Es la venganza de los caralampios
contra los carilindos", alegaban ellos. Y mientras el culebrón mantuviera
los altísimos "réitins", Ronnie les daba carta blanca. Aparte de que,
quién sabe si a costa del morbo del público, los discos del "Jaguar"
se venderían aún más que antes (cosa de la cual el principal beneficiario sería
el mismísimo Ronnie, indudablemente).
Me levanté para estirar las
piernas. Me asomé al cuarto del nené sintiendo su tranquilizadora respiración
acompasada. Luego, me serví cuatro dedos de jugo de naranja en la cocina.
Repicó mi celular.
—Aló, ¿Ornela?
—Sí. Hola, Armandito. ¿Dónde
estás?
—Voy a estar en el
"Périgord" dentro de media hora —se refería al restaurant francés de
moda en ese momento— para reunirme con Romero y Quevedo Amundaray.
—Esa es la gente de mayor
confianza de Lizarraga y del gordiflón refranero en Copei —recordé.
—Quieren que les sirva de
mediador con el presidente para lograr una tregua y, posiblemente, la
reunificación.
—A estas alturas, y
conociendo a don Soberbia, lo veo muy difícil.
— ¿Por qué no vienes conmigo,
Ornela? Tú siempre logras distender los ánimos.
— ¿Yo? ¿Qué pito puedo yo
tocar ahí?
—Puedes contribuir a limar
las asperezas.
—Esas temperaturas están muy
caldeadas.
—Ven, chica, por favor —insistió
Armandito—. Además, hace tiempo que no nos vemos y, después que hablemos con
esta gente, tengo tantas cosas que decirte.
— ¿De qué estás hablando,
Armandito?
—Ornela, por teléfono no, por
favor. Ven.
— ¿Qué tienes en mente?
—Quiero verte. Simple y
llanamente. Fuera de política.
—Ya eso no puede ser. Voy a
casarme, Armandito.
— ¿Con ese… con ese…? Ornela,
por dios. Ven. Déjame pasarte buscando y hablamos.
—No, vale, mejor no. Andas
muy acelerado y podrías decir cosas de las que luego te arrepentirías.
—Ornela, te lo estoy
pidiendo. En serio. Ven.
—Quedémonos como amigos.
Chao.
Colgué. Sin más ni más.
No transcurrió ni medio
segundo y volvió a sonar el celular. Creí que era Armandito de nuevo y me
aprestaba a darle una respuesta más contundente.
— ¿Ornela? ¿Baby?
Era Benny. Suspiré aliviada.
—Dime, papi. ¿Dónde andas?
—Estoy con el
"Gocho". Llamaba y llamaba y sonaba ocupado.
—Era Armandito que me estaba
invitando a una reunión en el "Périgord" con una gente de Copei dentro de media hora.
— ¿Y…? —Benny se oyó
mínimamente ansioso.
—Negativo. Estoy cansada de
tanta reunidera con esos políticos para que, al final, terminen peleándose como
perros y gatos por unas migajas. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo?
—Elucubrando aquí con este
intelectual de postín.
—Ya mataron al
"Jaguar".
—Y los que faltan.
—Coye, no vayan a exterminar a
toda la raza humana.
—La raza humana emana una
cana muy ufana en La Habana, mana. ¿Y tú-qui-tis? ¿Qué piensas hacer y deshacer
en este ayer que parece muy de anteayer en el taller de un bachiller?
—Voy a quedarme a esperar a
LauraÉ que está en el velorio de Horacio Quintín. ¿Tú no piensas ir?
—Más tarde. ¿Te vas a acostar
ya?
—Termino de ver la novela y
me lanzo de cabeza en la cama. Estoy molida.
—Y adolorida, descolorida,
perimida y talidomida con un dietil-amida.
—Ya cállate. Mañana me
cuentas.
—You know what?
— ¿Qué?
—I lo-lo-lo-love youuuuuuuu.
—Yo también. Mucho, mucho.
Hasta mañana, papi.
Me volví a arrellanar.
Escena 17.-
Interior del carro de Escobedo. Noche.
(Escobedo habla por el
celular mientras el chofer lo conduce a través de la noche citadina)
ESCOBEDO (imperioso): ¿Cómo que no la han
conseguido? ¿Cómo es eso que no logran ubicar a una mujer preñada, incapaz de
movilizarse con agilidad? ¿Para qué les
pago, entonces? ¡Cuerda de inútiles! Eso es lo que son ustedes. Si de aquí a
veinticuatro horas no la han encontrado, vayan poniendo las barbas en remojo,
porque se las van a ver conmigo, partida de incapaces.
(Corta la comunicación y
marca otro número con impaciencia)
ESCOBEDO:
¿Aló? … ¿Ministro? … ¿Cómo está todo? …
¿Sí? … Magnífico… En este momento voy para allá a reunirme con él y a cuadrarlo todo… Cuenta con eso, hermanazo.
Ya esos indigentes han sido desalojados y esos terrenos son nuestros… Los hemos reventado por la cabeza y vamos a
ganarles la partida, así formen diez mil zaperocos por la prensa y la
televisión. Como que me llamo Escobedo Gracián… Al terminar con este zoquete te
llamo… Seguro, hermano… Y después que finiquitemos todo, vamos a celebrarlo en
grande descorchando unas botellas con unas buenas mozas… Ve preparándote, pues…
Hasta dentro de un rato…
(Escobedo corta la
comunicación. Vemos el auto aparcarse en un sitio de lujo. Un portero acude
presuroso a abrirle. Escobedo desciende ufano, abotonándose el saco)
(Unos santones cabezas
rapadas se encuentran, en las adyacencias de la concurrida calle, entonando
cánticos y vendiendo incienso y otras baratijas. Escobedo los observa con gesto
no desprovisto de sorna mientras se apresta a dirigirse al centro nocturno)
(Uno de los pelones se
separa del grupo, cantando y haciendo reverencias. El portero lo ve y se mueve
para impedirle el acercamiento)
(En cámara lenta:
El coco pelado lo aporta de un empellón y, súbitamente, lo vemos arrojar a un
lado las varillas de incienso y esgrimir una pistola automática)
(Efecto: latidos de
corazón sobre silencio absoluto)
(Escobedo se da cuenta de
lo que sucede. Apura el paso para penetrar al recinto)
(El calvo, cuya cara está
desfigurada por un grueso maquillaje de látex, se coloca en posición de disparo
y tira tres veces. Los otros santones arrojan petardos para distraer la
atención. Dos de ellos explotan muy cerca del chofer, distrayéndolo)
(Efecto:
detonaciones con eco profundo)
(Escobedo encaja los
balazos en la espalda y se desploma. Nota para producción: asegurarse
que los estopines estallen con visibilidad, porque en la escena 22 del capítulo
199 no se pudo apreciar bien el asunto)
(Los santones toman las de
Villadiego. Dos camionetas Bronco de color oscuro, sin placas, los esperan.
Ambas parten raudas y se pierden en el tráfico)
(El sicario aprovecha la
confusión y penetra a un estacionamiento subterráneo cercano. El
chofer-guardaespaldas parte tras él, revólver en mano, pero no dispara por
temor a herir a los transeúntes que se atraviesan)
(Audio: confusión
generalizada + gritos)
PORTERO (en
cuclillas, al lado de Escobedo): ¡Un doctor! ¡Que alguien llame a un doctor!
¡Consigan una ambulancia, rápido!
Corte a:
Escena 18. Exteriores locación,
dentro del estacionamiento subterráneo.
(El chofer desciende la
escalera. Vemos varias hileras de puertas. El chofer sostiene el revólver
apuntando hacia arriba, en máxima alerta. Se agacha intentando ubicar los pies
del sicario a ras del piso, entre las ruedas de los carros. No se ve nada. Se
incorpora. Súbitamente, un ruido se escucha detrás de él. Se voltea presuroso y
apunta. Es el vigilante del estacionamiento, asustado al verse encañonado)
(Nota: cuidar los
saltos de eje)
CHOFER:
¿Para dónde cogió?
VIGILANTE:
¿Quién?
CHOFER: El
embatolado.
VIGILANTE:
¿Uno que entró como alma que lleva el diablo?
CHOFER: Ese
mismo.
VIGILANTE (señalando):
Se metió por esa salida de emergencia.
(Se dirigen presurosos
hacia el punto indicado. Intentan abrir la puerta. Algo la atasca del otro
lado. Tras unos cuantos y esforzados topetazos, logran abrirla. Un pesado
barril lleno de desperdicios es el obstáculo. Lo apartan. Salen a un lote
baldío delimitado por un paredón. El
chofer y el vigilante ven tiradas en el piso las vestimentas del santurrón.
Corren hacia el muro. Unos cajones, colocados con anterioridad por el fugitivo,
les sirven para empinarse. Del otro lado vemos la calle rebosante de viandantes
y vehículos. Es evidente que ya es demasiado tarde)
CHOFER (impotente):
¡Maldita sea!
Corte a:
Escena 19.- Apartamento
Rayza Mireya. Noche.
(Rayza Mireya está picando
tomate, pimentón, ajo y cebolla. Flora está bordando unos escarpines. Al fondo,
la tele está encendida. Están pasando una culebra)
RAYZA
MIREYA: Caramba, Flora, yo sé bien que tienes un compromiso moral con esa
gente, ahora que los han desalojado y no tienen adónde ir.
FLORA: Es más
que un compromiso, Rayza Mireya. Esas personas son como… como mis hijos (se
frota el abultado vientre)
RAYZA
MIREYA: Pero primero tienes que pensar en tu propia criatura, mana. Ya no estás
para esos trotes. Además, acuérdate de lo que te dijo el obstetra.
FLORA: No
puedo estarme tranquila pensando en lo desprotegidos que están ellos.
RAYZA
MIREYA: No puedes componer el mundo tú sola. ¿Qué lavativa es esa, Flora? ¿Qué
se hicieron los demás?
FLORA:
Escondidos. Huyendo de sus propias sombras, después de involucrarse en el
fallido golpe de estado.
RAYZA
MIREYA: A veces me da la impresión de que meterse en berenjenales políticos es
como morirse en vida. ¿O será que le tengo tanta fobia a esa cosa?
FLORA: Cada
cual lucha con las herramientas a su disposición.
RAYZA
MIREYA: Sí, es verdad, pero esos locos nuestros se buscaron unas herramientas
bien complicadas. Y ahora andan huyendo como forajidos. Todos son una pila de
testarudos. Empezando por Édinson, que cuando se le mete una cosa en la cabeza
es como esas mulas que solo saben andar por un camino.
(Vemos la tensión en el
rostro de Flora al oír mencionar a Édinson)
RAYZA MIREYA
(enderezando el entuerto): Ay, perdóname, chama, siempre se me olvida.
FLORA (retomando
el buen semblante): Y no te olvides que Benny anda con él.
RAYZA MIREYA
(sonrojándose): Ese es otro loco de atar. ¿Por qué seremos nosotras tan
masoquistas y seguimos haciéndole caso a estos impenitentes impertinentes
inteligentes?
FLORA (levantándose
con esfuerzo): Ya hasta hablas igualito a él.
RAYZA MIREYA:
¿Adónde vas?
FLORA: Al
baño. Ya vuelvo.
(Audio: fanfarria
de boletín en la tele)
RAYZA MIREYA
(chupándose el dedo): Carrizo, me asustó ese trompetazo y me corté. ¿Qué habrá pasado?
(Flora no parece hacer
mucho caso y sigue rumbo al baño)
NARRADOR (en
Off): Este es un extra de última hora… Un atentado acaba de ser perpetrado en
la persona del conocido empresario y hombre público, doctor Rumeno Escobedo
Gracián…
(Flora se detiene, todavía
de espaldas al aparato, comenzando a prestar atención)
NARRADOR: …quien
recibió varios disparos a las puertas de un conocido centro nocturno de la
urbanización Las Mercedes. Inmediatamente fue conducido al Urológico San Román
donde, en estos momentos, está siendo intervenido quirúrgicamente para salvarle
la vida. Los cuerpos de seguridad han acordonado el sector para impedir la fuga
de los sicarios. Mientras tanto, hemos recibido en nuestra redacción un
comunicado de un autodenominado Comando Ético Revolucionario (C.E.R.) que
reivindica la agresión en aras del rescate de la moral pública. En dicho
escrito apócrifo, del cual estamos haciendo llegar copia a los organismos
competentes, el C.E.R. acusa al doctor Rumeno Escobedo Gracián de ser uno de
los principales responsables del auge de la corrupción en nuestro país, por lo
cual ha sido sometido a juicio popular, encontrado culpable y condenado.
Manténganse en nuestra sintonía que seguiremos informando.
(Audio: fanfarria
del noticiero)
(Flora se ha detenido ante
la puerta del baño. No se siente bien. Se sostiene el vientre)
RAYZA MIREYA
(excitada): ¿Escuchaste, Flora? ¡Qué barbaridad a lo que hemos llegado! Aunque
no puedo menos que decir que el Escobedo Gracián se lo buscó él mismito, con
sus malas artes y sus argucias (se chupa el dedo y sigue picando). No vayas a creer
que estoy llorando por él, mana, son las cebollas.
(Flora está lívida, pero
todavía no se queja)
(Audio: fanfarria
del noticiero otra vez)
RAYZA MIREYA
(secándose los ojos sin dejar de mirar la tele): ¿Otra vez? ¿Será que ya pasó
el páramo el Escobedo Gracián? No duró nada…
NARRADOR (en
Off): Este es otro extra de su telenoticiario estelar. Acaba de ser encontrado
sin vida en la ciudad de Los Ángeles, California, la estrella pop venezolana y
máximo vendedor de discos en Latinoamérica, el "Jaguar" Richi Marvin
Montaner, víctima, asimismo, de tres balazos.
(Vemos a Flora con un
dolor cada vez más intenso)
NARRADOR:
Las autoridades policiales de esa ciudad norteamericana no han adelantado
hipótesis sobre la identidad del asesino y las motivaciones para este horrendo
crimen que ha segado la vida de, sin duda alguna, la más importante figura de
la escena musical venezolana y latinoamericana. Manténganse en nuestra sintonía
que seguiremos informando…
(Audio: fanfarria
del noticiero)
RAYZA
MIREYA: Pero bueno, ¿y entonces? Dicen que la justicia divina tarda pero llega.
Dos pájaros en una sola jornada. Ver para creer.
(Rayza Mireya se voltea y
observa a Flora, nota su dolor, suelta el cuchillo, se seca las lágrimas, se
chupa el dedo y va, presurosa, hacia su amiga)
RAYZA MIREYA: ¿Qué te
pasa, Flora?
(Flora está a punto de
doblarse. Rayza Mireya la toma del brazo y la conduce hasta el sofá)
FLORA (a
duras penas): Ya se me va a pasar, Rayza Mireya. Déjame reposar un ratico.
RAYZA
MIREYA: ¿Ya se te va a pasar? Qué va, chama. Como que te llegó la hora.
FLORA (sudorosa):
Lo mismo me dio esta mañana. Todavía no me toca.
RAYZA
MIREYA: Déjate de zoquetadas. Vamos a prepararte para llevarte a la maternidad.
FLORA: Te
digo que no es nada.
(Audio: suena el
timbre de la puerta)
(Flora deja escapar un
quejido)
RAYZA
MIREYA: ¿Quién será? Mira, Flora, cero terquedades. Nos vamos para la
maternidad, ¿oíste?
FLORA: Que
no es nada, te repito.
(Audio: suena el
timbre con más insistencia)
RAYZA
MIREYA: ¡Voy!
FLORA (quejándose
profundamente y apretando la mano de R.M.): ¡Aaaaaahhh!
(Audio: vuelve a
sonar el timbre con porfía)
RAYZA MIREYA
(enredada): ¡Que ya voy! No te muevas, Flora. Ya vamos a solucionar esto (se
levanta presurosa y abre la puerta).
(En subjetiva del recién
llegado vemos a Rayza Mireya sorprenderse y, al mismo tiempo, escuchamos más
exclamaciones adoloridas de Flora. Hay tensión en el ambiente)
(Fondo: acordes
sorpresivos)
(**Vamos a comerciales **)
—Bueno, Débora, no te puedes
lamentar. También le dieron matarile al doctor Escobedo Gracián, el más malo
entre todos los malosos de este mundo —comenté, algo risueña.
—Esta novela cada día está
más loca, doctora Ornela.
— ¿Qué le pasa al niño? —pregunté.
— ¿Se habrá despertado? Voy a
ver —Débora se dirigió al cuarto del pequeño.
Los comerciales se sucedían
uno detrás del otro, con su profusión de coloridos y musiquillas pegajosas. Yo
tenía la mente en blanco. En eso, sonó el toque de clarín del noticiero
anunciando un extra. ¿O era la continuación de la trama? Mi mente divagaba.
"Esta es una información
de último minuto. Acaba de ser asesinado el diputado acciondemocratista Armando
Valenzuela…"
Me sobresalté.
"…a la entrada del
restaurant 'Périgord' en la urbanización Las Mercedes. Dos sicarios, los
rostros cubiertos con medias de nylon, se aproximaron en una moto sin placas y
uno de ellos abrió fuego contra el conocido dirigente adeco al disponerse éste
a adentrarse al citado restaurant. El cuerpo sin vida del político todavía yace
en la acera, mientras los funcionarios de PTJ abren las pesquisas
correspondientes. Dentro de pocos instantes, transmitiremos desde el lugar de
los acontecimientos con nuestra unidad móvil. Mientras tanto, no se aparten de
nuestra sintonía…"
Me levanté como si hubiera
recibido un corrientazo.
Repicó mi celular. Era mi
suegro.
—Aló, ¿Ornela? ¿Te enteraste?
—Acabo de escucharlo en la
televisión. ¿Qué ha sabido usted?
—Nada. Absolutamente nada.
—Me he quedado sin habla.
¿Quién habrá podido matar a Armandito?
—Es muy temprano para hacer
conjeturas, pero él tenía muchos enemigos por líos de faldas. Armandito se las
daba de playboy. A lo mejor se enredó con la mujer de otro, qué sé yo.
No tuve respuesta para eso.
—De todos modos, Ornela, voy
a ponerme en contacto con algunos jefes policiales amigos míos. Alguien debe
tener una explicación de esto. ¿Dónde estás tú?
—En casa de mi hermana. Voy a
pasar la noche aquí.
—Bien. Al enterarme de algo
te llamo.
—Perfecto. No importa la
hora.
—Hablamos luego, entonces.
—Chao.
Escena 20.-
Puerta del apartamento Rayza Mireya. Noche.
(Subjetiva del recién
llegado, continuación secuencia anterior)
(Rayza Mireya estupefacta.
En Off escuchamos un quejido largo de Flora)
(Fondo: acordes de
expectativa)
RAYZA MIREYA
(sin saber qué hacer): ¿Qué significa esto? (hacia Flora) ¡Voy, manita! (Le habla al recién llegado) ¿Y
tú? ¿De dónde apareces? ¿Con qué facha y con qué desfachatez… ?
(Flora lanza un quejido
ronco)
RAYZA MIREYA (hacia el
visitante, cada vez más nerviosa): ¡No te quedes ahí parado!
(Vemos a Benny en el umbral
con la cabeza rapada)
BENNY: ¿Qué
te pasa, calabaza untada de mostaza en casa de los Arreaza? ¡Qué cachaza en la
melaza!
RAYZA MIREYA
(halándolo hacia el interior): Flora está a punto de dar a luz.
BENNY (dejándose
arrastrar): ¿Ese es todo el patatús? ¿Por eso aúlla cual micifuz?
RAYZA
MIREYA: tenemos que llevarla a la maternidad. Ayúdame a cargarla.
BENNY (deteniéndose):
Tal como lo asegura el calabrés, mejor que dos son tres.
RAYZA
MIREYA: ¡Deja la habladera de bolserías y ayúdame!
BENNY (tornándose
hacia la puerta): Hermanito, sin pena venga corriendo, que su amada ya está
pariendo.
(Entra Édinson y se
detiene aprensivo… también tiene la testa rapada)
RAYZA MIREYA
(sorprendida y tratando de erguir a Flora): Pero bueno, ¿y entonces? ¿De dónde
les salió esa nota de rasparse el coco? Ayúdenme, pues.
(Flora, en medio del
dolor, abre los ojos y mira a Édinson)
ÉDINSON (sin dejar de
verla): Flora, ¿estás bien?
(Flora, contrita del
dolor, busca su mano. Édinson se arrodilla junto a ella)
RAYZA
MIREYA: Este parto se nos adelantó de maraca. Vente, Benny, acompáñame.
ÉDINSON (sin
soltar a Flora): ¿Adónde van?
RAYZA
MIREYA: Al quinto piso, a buscar a mi
comadre Maritza, ¿te acuerdas de ella?, la que es enfermera en el hospital de
Los Magallanes. Me huele que Flora está a punto de reventar. Vamos, Benny.
(R.M. y B. parten. Flora
se retuerce de dolor, pero sus ojos buscan los de Édinson)
ÉDINSON:
Tranquila. Ya fueron por ayuda. Todo va a estar bien.
FLORA (con
esfuerzo): Perdóname… Édinson…
ÉDINSON (acariciándole
la frente): No. Perdóname tú, mi amor. No he debido abandonarte nunca. Me voy a
quedar para siempre contigo. Y este bebé, esta criatura que está a punto de
nacer, será el objeto de mi más grande amor… mi propio hijo.
FLORA (a duras penas): Te amo, Édinson… ¡Aaaahhh!
ÉDINSON: Yo
te amo más todavía… (impaciente) ¿Por qué se tardarán tanto?
(Entra la comadre, seguida
de R.M. y B. Édinson se aparta. Maritza comienza a palpar a Flora)
RAYZA MIREYA
(dominando la ansiedad): ¿Qué hacemos entonces, comadre?
MARITZA:
Esto está a punto de melcocha. No hay tiempo de llevarla a la maternidad. Van a
tener que echarme una manito. Pongan a hervir agua y consigan todas las toallas
que puedan.
RAYZA
MIREYA: ¡A mover ese pompis, pues!
(En cámara rápida como
en los "Comedy Capers": vemos a Rayza Mireya, Édinson y Benny
montando ollas, recogiendo servilletas, llevando cosas de aquí para allá, en
corri-corri. Benny arma un desorden con sus habituales locuras, esta vez a lo
Chaplin. Maritza pone a Flora en disposición de parto. Benny finge desmayarse.
Édinson no sabe qué hacer. Rayza Mireya es una hormiguita que está en todas
partes resolviendo con prestancia)
(Fondo: acordes
rapidines)
(Hacemos disolvencia sobre
este plano general, marcando transición)
Corte
a:
(Two-shot
de Benny y Édinson. Ambos lucen
nerviosos)
(Audio: llanto de
recién nacido)
ÉDINSON:
¡Por fin!
BENNY:
Recio, qué necio, nació este Ignacio, como en un gimnasio, maullando como
estrella del pancracio.
(Rayza Mireya entra a
cuadro trayendo al desnudo bebé)
RAYZA MIREYA: ¡Es un
varoncito! ¡Qué lindo es! ¿Verdad, papi?
BENNY: Es un varón,
nacido en medio de un sofocón. Dígalo ahí, Edinsón.
ÉDINSON. ¿Cómo ves a
Flora?
RAYZA MIREYA: Agotada,
pero en inmejorables condiciones. Anda, acércate a hablar con ella.
(Édinson sale de cuadro)
RAYZA
MIREYA: ¿Cómo te parece, papi?
BENNY (cargándolo):
Bonito el chiquito.
RAYZA
MIREYA: ¿Será que algún día, tú y yo…?
BENNY: Si tú
y yo sacamos un crío de esto, por favor no des a luz en un por puesto, porque
segurito que nace con los lentes puestos…
RAYZA
MIREYA: …y va a lloriquear en verso.
BENNY (insinuante):
Pero para tener un rozagante muchacho, hay que bregarlo primero con mucho
empacho. ¿Cuándo le vamos a echar piernas, caracho?
RAYZA
MIREYA: Ay, papi, no seas tan impulsivo.
BENNY: Si no
lo fuera no estaría vivo. Dale un besito a tu divo, para que la cabeza le dé
vueltas como un tiovivo, y no se ponga a berrear como un chivo.
(Besito casto entre ambos)
(Édinson está reclinado
junto a Flora. La comadre Maritza termina de recoger el perolero y se aparta
discretamente)
ÉDINSON: Es
un nené muy bonito. Como su madre.
FLORA: ¿De
verdad lo vas a querer, Édinson?
ÉDINSON:
Tanto como te quiero a ti. Que ya es bastante.
FLORA: Se va
a llamar Róbinson. ¿Te gusta?
ÉDINSON: No
lo digas tan alto, sino Benny le saca alguna rima loca. Algo que pegue con
Édinson.
FLORA:
Róbinson y Édinson.
ÉDINSON:
Padre e hijo, mi cielo.
(Se besan tiernamente.
Édinson luce algo distraído)
FLORA: ¿Qué
pasa, Édinson?
ÉDINSON:
Benny y yo debemos marcharnos.
FLORA: ¿Por
qué? ¿Para dónde?
(Édinson permanece en
silencio. Flora se hace conjeturas)
FLORA (como si se le
encendiera el bombillito): ¿¡Escobedo!?
(Édinson le pone el índice
en la boca. Flora lo aparta)
FLORA:
Édinson, no. ¿Por qué lo hicieron?
ÉDINSON: Tengo
que irme, Flora. Pero no te preocupes. Muy pronto sabrás de mí. Recuerda
siempre que te amo.
(Flora está alelada.
Édinson la besa. Ella responde mecánicamente. Édinson se yergue y sale de
cuadro. Flora reprime las lágrimas)
ÉDINSON (a Benny): Nos
vamos, compinche.
(R.M. vuelve a cargar al niño y observa a Flora,
comprendiendo que algo raro pasa)
RAYZA MIREYA: ¿En qué andan metidos ustedes dos?
(Benny hace uno de sus gestos típicos de
despreocupación, le roba un beso a R.M. quien permanece medio fúrica y medio
ansiosa. Benny hace mutis. Édinson, desde el umbral, intercambia una última
mirada con Flora. Ambos, al cabo de tres segundos, bajan la vista. Édinson, con
un dejo de culpabilidad, se marcha)
RAYZA MIREYA
(resoplando): ¡Hombres! ¿Quién los entiende?
(Fondo:
tema de amor de É. y F. en arreglo melancólico)
La concentración se me había
escabullido por los sumideros del inconsciente. Las imágenes de la teleculebra
se mezclaban en mi mente con los retratos desvaídos de varias sesiones
amatorias que más se me parecieron a certámenes de gimnasia.
Pedro Pablo se había vuelto a
dormir. Débora decidió acostarse. Me fui al baño y me miré al espejo. Ya tenía
treinta años y lucía como de veinte. Había Ornela para rato. Ya no habría más
Armandito. Ni más amantes esporádicos.
Apagué todas las luces. Pasé
frente al cuarto de LauraÉ. Entré. Encendí la lamparita de la mesa de noche. Al
igual que cuando éramos niñas, registré sus cosas. Cogí los papeles de la
gaveta. Eran poemas. Poemas de amor. Versos encendidos de amor. Versos que ya
yo conocía. Versos demandando perdón. Palabras grabadas, de antemano, en mi
espíritu.
Tengo la certeza de
que me esperas
tras ese silencio
tan ordenado
que me condena al
desamparo.
Tus calendarios y
mis impurezas
no resguardan ni mis
miedos, ni mis inseguridades.
Es la certeza de la
sal que nos separa.
Es mi manía de
saborearte en sueños.
Es mi esperma que se
cuela en los intersticios del desierto.
Es mi yo fundiéndose
con tu yo, LauraÉ.
Somos tú y yo,
LauraÉ.
Era la letra de Benny. Las palabras
de Benny diciéndole cosas a LauraÉ. Mi hermana y Benny. Benny y mi hermana.
Un mareo distante se apoderó
de mí.
Salí del cuarto dando tumbos
y cavando tumbas en la oscuridad de ultratumba, mientras mi mente se
desenfrenaba en una rumba y en un zumba-que-zumba que era el reflejo de un
lumumba en una catacumba-cumba-cumba-cumba-umba-umba-umba-mba-mba-mba.
Me sorprendí a mí misma dando
vueltas en medio del recibo cuando, de repente, la puerta se abrió dejando
penetrar unos hachazos de luz, algunos grados refrescados de temperatura
caraqueña y la silueta intacta de Laura Eunice Pérez Pirrone, mi hermana y
rival.
Se quedó viéndome con una
mirada de corazones aéreos y de piedras resquebrajadas al otro lado de la
hipnosis.
—Voy a casarme, LauraÉ —le dije
con una voz asperjada de desafíos al hielo eterno, al giro de manivelas y al
olvido que no fluye por los cauces del olvido.
Seguí dando vueltas con los
brazos extendidos, para marearme con este amor con el que pretendía salvar al
mundo, con este amor mismo que se salva a sí mismo para el mundo,
respondiéndole al mundo con más amor para el mundo. El amor. El mundo. El amor.
—Voy a casarme, LauraÉ —y
comencé a reír.
Mi hermana permanecía junto a
la puerta.
—Voy a casarme con Benny.
LauraÉ comenzó a girar,
también. A girar y a reír.
—Yo también voy a casarme,
Ornela.
Me detuve. LauraÉ continuó
trazando círculos de luz con sus pies, con sus manos, con su cintura, con sus
ojos.
—Esta noche el comandante
Quiñones me ha propuesto matrimonio.
Nos abrazamos. Riendo y
llorando.
Y, luego, dimos muchas, muchas vueltas.
1 comentario:
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Gracias LORD MERCOLA por la ayuda
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