domingo, 26 de marzo de 2017

Noventitantos (XII)





Sí, es cierto, LauraÉ tenía razón. Me sumergí en el trabajo para olvidar. Para no pensar. Para no sopesar lo que se manifestaba en los frentes plurales de mi vida, ahora que mi mamá y Arnaldo habían fallecido.
También sentía que algo había muerto dentro de mí. La Ornela de la diversión fácil, la Ornela de la frivolidad, la Ornela de las desinhibiciones, la Ornela gaseosa.
¿Sería esto el resultado de aquella doble muerte en aquella Noche de Febrero, en aquella noche de acuarios y peces, noche de aguas y pescados, noche de humedades y pecados? LauraÉ me había comentado acerca de tratarme con un psicoterapeuta. Dejarme tender en un diván o en una poltrona, en un desinfectado consultorio rebosante de revistas dominicales y de música de ascensores surrealistas. Dejarme sondear los recovecos del alma por un experto diplomado, por un chef de los pucheros psicosomáticos. Sabía, por supuesto, que mi hermana lo hacía con la mejor de las intenciones y de acuerdo a su cristal y a su óptica de intelectual. De hecho, estuve a punto de dejarme convencer. Pero en un centellazo de lucidez en medio del tanganazo del dolor, Ornela la asertiva volvió a tomar las riendas de su vida. ¿De qué me valía la catarsis de llorar a mi mamá y a mi novio? Sólo Dios sabe cuánto la quise. Sólo Dios sabe cuántas lágrimas permanecen ocultas en mi corazón para llorarla a placer cuando se me venga en gana. Sólo Dios conoce la intensidad de mi deseo por formar un hogar con Arnaldo. Y en una sola noche, Dios se lo llevó todo. Sin darme ni siquiera tiempo de asumir un duelo digno y reparador por ambos.
Por eso, LauraÉ, te dejé con tu buena intención de hacerme ver por un psiquiatra. La única cura para mí consiste en el olvido y en la actividad frenética. Por eso volví a Miami.
Fedora y Javier me esperaban en el aeropuerto. Recogí mi equipaje, pasé por la aduana y salí al encuentro de ellos.
—Manita, ¿por qué te viniste tan…? —la cara de Fedora reflejaba mil dolores y dos mil angustias.
—Si me quedo en Caracas me vuelvo loca —respondí, aceptando su abrazo y disuadiéndola de buscar ulteriores explicaciones. Me enfrasqué, más bien, en un relato pormenorizado de los detalles del golpe de estado, como sucedáneo a lo otro… al dolor que se lleva en los tegumentos del alma.
Javier me abrazó con sumo cariño.
—Te noto más flaco y demacrado —le dije.
—He tenido maleztárez eztomacález últimamente.
—Demasiadas rumbas y comidas a destiempo, apuesto cien dólares contra cien bolívares —dije, tratando de recobrar la jovialidad perdida.
—Nada que no ze arregle con una buena dieta y repozo. Pero, ¿a qué no zábez la última de la última?
—A ver, ¿qué será? —pregunté, saliendo al sol encapotado del estacionamiento.
—Te prezento a la zeñora Lizarraga.
Abracé a la muy sonrojada Fedora.
—Felicitaciones. Pero, ¿por qué…?
—Sí, ya sé. ¿Por qué no te esperamos?
—Ezpérenme aquí miéntraz traigo el carro.
Javier se encaminó. Fedora prosiguió.
—De antemano, Lizarraga te manda a dar las gracias por la segunda que le conseguiste con el doctor Rovira para agilizar el divorcio. Esos tribunales venezolanos son tan inamovibles cuando no hay “aliciente” de por medio —Fedora se frotó los dedos con el consabido signo del dinerillo— y su ex estaba tan empeñada en prolongar las tácticas dilatorias. Total que, loado sea Cristo, por fin salió la bendita sentencia y en veinticuatro horas la teníamos aquí. Javier se movilizó con tremenda agilidad en el consulado para legalizar, traducir y no sé cuántos berenjenales burocráticos más, nos ayudó a conseguir la licencia y ayer nos casamos.
Fedora me mostró su anillo de diamantes.
—Pero no te veo tan entusiasmada, chama —le advertí.
—Es que Lizarraga me ha contagiado lo supersticioso.
— ¿De qué me estás hablando?
—Ahora ha cogido con un tema de que este golpe de estado es un anuncio apocalíptico. Un cúmulo de desgracias y pesares va a caer sobre Venezuela y, por ende, sobre todos nosotros.
—Déjate de esas pavosidades, Fedora.
—Es que son pegajosas, Ornela.
—Voy a hablar con Lizarraga para que se aquiete y no te amargue más la vida con esas premoniciones de tan mal agüero.
—Cuando vuelva.
— ¿Qué? ¿Ya te dejó? ¿Y sin luna de miel?
—Fue a Nueva York a entrevistarse con el hijo del anciano soberbio.
Se refería al ex presidente copeyano.
— ¿Van a hacer las paces?
—El viejo quiere el poder, Ornela. Al precio que sea.
—Al precio que sea —repetí, tratando de calibrar el rédito probable de un reencuentro entre Lizarraga y el anciano soberbio.
—Es capaz de pactar hasta con el diablo.
—Más sabe el diablo por diablo que por viejo.
—Estás diciendo los refranes al revés, como Benny.
Benny. ¿Dónde estaba Benny? ¿Dónde cuadraba Benny en todo esto? Benny. Mi mamá. Arnaldo. Todos me revolotearon en fracciones de segundo por la cabeza.
—Ahí viene Javier. A trabajar.
— ¿Tú no te cansas nunca, hermanita? —preguntó Fedora, abordando el Minicooper de Javier.
No, no me cansaba nunca. Más bien redoblé el esfuerzo porque mi intención era no pensar, en nada ni en nadie. Fedora y Javier, mis mejores amigos, así lo entendieron.
Yo misma despaché un par de embarques para La Guaira y los recibí allá. En menos de una semana fui y vine. Vine y fui.
El doctor Rubén Arnoldo Rovira y la señora Bolivia, a quienes seguía considerando como mis suegros, recalaron en Miami. Los llevé a comer francés, la primera noche, en West Palm Beach.
—Soy un apestado ahora en Venezuela. Toda la prensa y todos los medios la cogieron conmigo luego que exclamé en el Congreso: “¡Muerte a los golpistas!”, tal como lo hice en el entierro de Arnaldo.
Bajé la vista para disimular mi turbación.
—Mi error estuvo en haber intervenido después del anciano soberbio. El muy arrogante soliviantó los ánimos de la opinión pública y, de hecho, convirtió a esos facinerosos en héroes dignos del Panteón Nacional. Todo por cabalgar en la cuesta de la ola, sin importarle el daño que le está ocasionando al país y a la democracia.
—Lizarraga está en estos momentos hablando con él en Nueva York.
Mi suegro se quedó pensativo, viendo, sin mirarla, su copa de vino blanco seco.
— ¿Qué crees tú? —me preguntó.
—El anciano soberbio va a ser candidato nuevamente… y va a ganar. Este golpe de estado cambió la ecuación de la política en Venezuela.
—Sí, es posible. Fíjate cómo se tambalea “Bicho Loco” —comentó, casi susurrando, el doctor Rovira.
—El problema es cómo nos posicionaremos nosotros.
—Cómo te posicionarás tú, Ornela. El anciano soberbio me odia a muerte. Y es legendaria su capacidad para odiar sin restricciones.
—Pero su ambición de poder es mayor que cualquier otra cosa —aduje—. Y, en este momento, necesita aglutinar todos los factores que lo puedan favorecer, provengan de donde provengan.
—Te has convertido en una analista política de primera categoría, Ornela. Estoy orgulloso de ti… y sé que puedo confiar en ti más que en cualquier otra persona.
Me sonrojé en un santiamén.
—Te quiero como a una hija.
Yo tenía la convicción de que el doctor Rubén Arnoldo Rovira me estimaba más que a sus hijos. Incluyendo al difunto Arnaldo, mi novio.
La señora Bolivia se enjugó una lágrima, sólo atinando a preguntar:
— ¿Cuándo volveremos a Venezuela? Ay, Ornela.
Tomé su mano.
—Señora Bolivia, tenga la plena seguridad de que lucharé con todas mis fuerzas para que no se sigan cometiendo más injusticias con ustedes.
Apretó mi mano con fuerza. Sus ojos brillaban con un llanto recóndito.
—Ornela, hija, ¿te puedo pedir un favor?
Asentí.
—Llámame madre.
Dos lágrimas descendieron por sus mejillas, corriéndole el colorete.
—Sí… madre —respondí, sin poder controlar el temblor de mi voz.
Decidí que la parte que le correspondía a Arnaldo en mis negocios se la daría directamente a la señora Bolivia. A madre.
Trabajo. Más trabajo. Mis días arrancaban con la salida del sol y terminaban después de la medianoche. Incluyendo fines de semana. Seguía sin querer pensar.
El doctor Lizarraga regresó de Nueva York. Me refirió con lujo de detalles sus conversaciones con el anciano don Soberbia, corroborando lo que yo suponía. El vetusto ex mandatario venía con todos los hierros a colmar su ambición histórica de ser presidente por segunda vez. Lizarraga, a pesar de la ojeriza, le era indispensable para aglutinar apoyo, dentro y fuera de Copei, el partido de ambos. Resultaba inminente, pues, el retorno de Lizarraga a Venezuela para organizarle las cosas al amortajado matusalén. Hablé con Fedora y decidimos, de mutuo acuerdo, que se tomara unos diez días libres. Era justo y necesario. Mi amiga y socia requería de su luna de miel.
Una noche, a mediados de Marzo y luego de una cena de negocios que se prolongó hasta tarde, regresé a casa de Javier. Me había destinado un ala de su residencia para mi uso particular. Genio y figura hasta la sepultura tal como lo aseguran, mi anfitrión y socio siempre estaba recibiendo y agasajando a todo tipo de gentes. Escuché varias risotadas. Decidí acercarme y saludar, para no pasar por descortés, pero con la firme intención de retirarme a la brevedad. Me encaminé hacia la sala. Las voces se apagaron un tanto mientras me acercaba.
Ajusté mi visión a las atenuadas luces. Javier conversaba animadamente con alguien. Su voz flotaba en la penumbra casi como ronroneo.
Era Benny.
Sentí mis piernas flaquear y las consabidas maripositas en el estómago.
Benny se levantó como accionado por un resorte y se golpeó la frente con el saliente de un anaquel de madera. En el impulso de ir a socorrerlo, se me cayó el bolso y mis objetos se desparramaron por el suelo. Pisé algo, no sé, un lápiz labial o alguna otra cosa de naturaleza redonda, resbalé, le caí encima a Benny y le golpeé el pómulo derecho con mi cabeza. Nuestras gafas rodaron por el piso. Ambos gateamos. Javier reía y reía. Yo sentía el rubor agolparse y desagolparse en mis mejillas. Benny recuperó mis lentes y yo los suyos.
— ¿Qué tal, Benny? —lo saludé, colocándole sus anteojos.
—La misma miasma, baby. ¿Y tú? —respondió, ajustándome los míos sobre la nariz.
— ¿Desde cuándo estás aquí? —pregunté, deseando disimular la turbación.
—Llegué esta tarde.
—Te botaron de la novela. Apuesto a que sí —le dije con un cierto tono de reto, buscando recobrar la confianza juguetona entre ambos.
—Imposible vivir sin mí. Soy el imprescindible del asunto.
—Ay, pero qué jactanziozo te haz puezto, Benny —acusó Javier.
—Jactancioso y pretencioso, pero no por ello menos habilidoso —se ufanó Benny.
— ¿Quiérez que te zirva un whizky, manita? —ofreció Javier.
Asentí. Benny y yo nos sentíamos cohibidos. “No puede ser”, pensé, “¿cómo voy a cortarme así? Yo que soy tan vivaracha. Me siento como una colegiala sufriendo su primer mal de amores”. Redoblé mi esfuerzo para encubrir mi confusión.
Javier llegó con mi vaso.
—Me van a dizculpar que loz deje zoloz. Pero como comprenderaz, amigable Benny, mi patrona aquí prezente me zaca la chicha tódoz loz díaz en el trabajo porque cree que todo el mundo ez como ella, incanzable, infatigable e indoblegable.  Aprovechando tu prezenzia en mi caza, amigable Benny, te la encomiendo, te la recomiendo y me voy ántez que cambie de parezer, porque zinó ze va a acordar de alguna coza pendiente del trabajo y me va a poner a pegar carréraz zin importar que ya ez cazi la una de la madrugada. Hazta mañana, miz híjoz.
Le lancé un beso cariñoso al marcharse.
— ¿Y tú cómo has estado, Benny?
Se me quedó mirando, fijamente.
—Supe lo de tu mamá, chama.
Bajé mis ojos. El dolor reaparecía.
—Quería que supieras que no he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante, Ornela. Y ahora más que nunca.
—No sigas, Benny.
—Es que no puedo ocultarlo. No quiero ocultarlo. No he podido ocultarlo.
Nuevo festival de sonrojos en mi rostro. Gracias a Dios, la semioscuridad en la que estábamos y la cortedad de vista de Benny le impedían percibirlo.
—Sé cómo te has sentido todos estos días —prosiguió— y no he dejado de reprocharme una y mil veces por mi egoísmo. He debido arrojar todo por la borda y correr a tu lado, permanecer contigo, quedarme contigo. Ha sido una oportunidad perdida para demostrarte lo que de veras siento por ti.
“Sí”, pensé, con un atisbo de rabia que hizo tiritar invisiblemente mis manos. “¿Dónde estuviste, Benny? ¿Dónde te ocultaste? ¿Bajo qué sarta de mentiras te refugiaste?”
—Tenías demasiado trabajo en la novela y, además, todo sucedió tan rápido —me escuché a mí misma decir, reuniendo toda la calma y el autocontrol, en una especie de polvareda susurrada.
—No tengo excusas, Ornela…
—En menos de veinticuatro horas, qué sé yo, treinta y seis horas, enterré a mi mamá y a mi prometido, en medio del desbarajuste del golpe de estado, del toque de queda, de los incesantes rumores y del temor a nuevos saqueos —lo interrumpí—. La supereficiente Ornela, como de costumbre, resolvió todo como una seda.
Ahora sí no pude evitar un dejo de amargura en mi voz. Benny no se atrevió a verme.
—Solas, Benny. Mi hermana y yo.
Benny miraba hacia un rincón. Había gotas de sudor en su frente.
— ¿Sabes cuántas personas asistieron al entierro de mi mamá?
Un espasmo de silencio allanó las redes de las aduanas flotantes en el aire.
—Sólo las hermanas Pérez Pirrone. Las íngrimas y solitarias hermanas Pérez Pirrone. LauraÉ y Ornela. Ornela y LauraÉ. Tú conoces a LauraÉ, Benny.
Se levantó de la poltrona donde había estado arrellanado y caminó hacia el ventanal corredizo que separaba la sala de la piscina.
—LauraÉ también es fuerte, Benny. De hecho es más fuerte que yo. Mi entereza es pura apariencia. La verdadera integridad entre ambas reside en ella. A veces eso me provoca celos y envidia, mientras que yo siempre tengo que afincarme en alguien.
Benny observaba el agua reluciente de la alberca.
—Te amo, Ornela.
¿Qué estaba diciendo ese loco?
—Desde hacía mucho tiempo quería decírtelo.
Seguía dándome la espalda. ¿A quién le estaba hablando?
—Es algo que me oprime el pecho, pero tenía que sacármelo de adentro.
Se viró hacia mí. Sus ojos danzaban detrás de las gafas como las fichas de la suerte en las máquinas de los casinos.
—Te amo, Ornela.
Me quedé de una pieza mientras él se me aproximaba.
—Te amo y estoy dispuesto a cambiar para merecer que me ames también.
Se sentó a mi lado.
—Reconozco que hasta ahora he sido un tarambana, un loco, un mentiroso, un payaso pueril…
—No tienes por qué descalificarte —musité.
—Es verdad, Ornela. Mi vida no ha sido sino una montaña rusa de incoherencias, centrada únicamente en mis gratificaciones. Pero en todos estos días he pensado en el cúmulo de desgracias que te han sucedido. Y me he reprochado por no haberte aportado mi sostén cuando más lo has requerido…
—Yo no te he solicitado nada —lo interrumpí, quizá con un tonito de resequedad, siempre buscando marcar mi preciada autonomía.
—Pero yo me lo estoy solicitando a mí mismo, Ornela. Entiéndelo. Así sea por el mero agradecimiento de haber surgido en mi vida como lo has hecho, otorgándome sin restricciones tantos momentos de placer e intimidad que han sido mis verdaderos instantes de felicidad. Sólo contigo me siento pleno, confiado, satisfecho y realizado. Tienes que comprenderlo porque estoy dispuesto a demostrártelo cambiando mi manera de ser. Quiero ganarte para mi corazón. Quiero ganarme para tu alma.
El mecanismo de los sonrojos se había vuelto loco. ¿Se daría él cuenta de que me estaba transformando en una camaleona exenta de silencios? Hubiera querido apartarme de él y dejar de escuchar sus palabras. Sin embargo, ahí me quedé, inmóvil y hechizada.
—No te aferres a mí, Benny. No soy lo que tú crees y mucho menos lo que tú necesitas. Probablemente no soy más que una excusa para tus ansias de metamorfosis, tu deseo de evolucionar en la vida y seguir quemando etapas.
—No te creas que para mí es tan fácil venir aquí y abrirte mi corazón en un dos por tres, Ornela. Yo también me creía autárquico e inmune al amor. A lo mejor he experimentado una revelación. En alguna parte del Talmud o de la Torá se dice que solo la muerte nos accede a los verdaderos impulsos del espíritu. Estos decesos me han impactado con la fuerza de mil estallidos de supernovas. A lo mejor estoy loco por presentarme ante ti, en medio de tu duelo, y revelarte mis sentimientos, pero no puedo impedírmelo. Sencillamente estoy enamorado de ti y tenía que decírtelo cara a cara.
Un impulso traicionó mi mano que salió en búsqueda de la suya.
—Tú sabes que yo también te quiero mucho…
Se inclinó para besarme.
—…pero no puede ser, Benny.
Me levanté. Mis piernas seguían temblando y seguían las fabulosas maripositas en mi fabuloso estómago.
—Yo te amo, Ornela.
—Yo te amo, Benny. Pero… pero… ya ni sé lo que digo.
—Pero sí sabes lo que sientes por mí. Lo que sentimos el uno por el otro. ¿Por qué no puede ser, entonces?
—El amor no basta. El amor no es suficiente. Estoy en una encrucijada importante en mi vida y necesito definiciones. ¿Puedes tú comprender esto, Benny? Aunque me precio de independiente, mi máxima ambición es formar un hogar… casarme para toda la vida.
Al escuchar hablar de votos perpetuos, Benny se apartó de mí, como si las aguas del Mar Rojo se hubieran fracturado y cada cual hubiese permanecido arqueado y abrumado tras sus fronteras, sus torbellinos de amor y sus corazones perpetradores de desencantos.
—Yo no puedo obligarte, Benny. Nadie puede obligarte a estos límites que impone la vida en común. Yo necesito una pareja que vele por mí, que esté conmigo en los momentos cruciales y en los momentos banales. ¿Te resignarías a ello, Benny? ¿Soportarías las ceremonias, las fechas especiales, los fastidiosos protocolos que marcan la existencia de los seres vulgares y silvestres? Hasta ahora tú y yo hemos sido una suerte de animalitos realengos y despreocupados que se han topado y dopado, como dices tú, en las batallas del placer. No te voy a negar que lo he disfrutado. Es más, me gustas mucho, muchísimo, tú lo sabes. Pero cuando me detengo a pensarlo en frío, cuando sopeso las posibilidades que me depara la vida y establezco el norte de mi existencia, dudo. Dudo de ti y de mí, juntos. Lo que hemos tenido ha sido demasiado maravilloso para prolongarlo en el tiempo porque no es más que una pasión, Benny. Y las pasiones son como los fuegos fatuos: brillan espectacularmente, consumen todo a su alrededor y desaparecen dejando detrás solo una fatiga insatisfecha y un rastro de cenizas. Y, por sobre todas las cosas, yo te quiero demasiado, Benny, para perderte en aras de una relación normal. Normal, ¿oíste? Entre gente normal y previsible. Gente que celebre el 24 y el 31 de Diciembre, el día de las madres, los onomásticos triviales, que lleve a los muchachos al colegio en una camioneta ranchera y que tenga un perro cocker spaniel, un gran danés, una jaula con pericos multicolores, una cocina empotrada, una nevera dúplex que fabrique hielo y un reloj cucú. Gente que envejezca junta, agarrados de la mano, sentados en sendas mecedoras mientras el sol rojizo del mar Caribe se va ocultando tras las gasas de la distancia. ¿Serías tú capaz de compartir eso, Benny?
Cerró los párpados. Las aletas de su nariz se atizaban con un espasmo que arrimaba sus temores a mis acantilados.
—Yo también  siento que la hora de las grandes definiciones está encima de mí, Ornela. Como te dije, quiero cambiar. Esta vida mía, cuajada de soledad, no es vida y no puede continuar.
—Pero, ¿por qué yo, Benny? Habiendo tantas…
Con un solo movimiento, volvió a sentarse junto a mí.
—Porque eres la única que me provocas todo lo que me provocas. Porque te tengo en mi mente a toda hora del día y de la noche.
—Pero yo no te convengo…
Bulshit. Pamplinas. El que te conviene soy yo por todas las vagabunderías que han signado mi vida. Pero todo cambia. Benny se ha enamorado de Ornela. Benny ya no es el mismo. Sólo te pido que consideres mis sentimientos y que no me arrojes de tu vida así como así.
—Nunca te he arrojado de mi vida.
—Pero te has ocultado de mí durante un tiempo.
—Tenía que conservar mi cordura, Benny. Lo nuestro no podía ser. Era una carrera endemoniada hacia ninguna parte. Y yo tenía mis compromisos.
—Ahora no los tienes, Ornela.
—Te estás aferrando a mí, Benny, buscando tu propia salvación.
—Me aferro a ti porque te quiero.
—Basta. No lo digas.
Me tomó por la cintura, me atrajo hacia él, me besó y (una vez más) sentí cómo todos mis vellos se erizaban, mis poros se dilataban y la tensión de toda una jornada agitada se drenaba en diez millones de perlitas multicolores que danzaban en el desván de mis retinas.
Hice un esfuerzo sobrehumano y logré zafarme.  Nuestros ojos se encontraron, a pesar de los gruesos espejuelos, y creo que mi rubor infectó su faz como aerotransportado por un cordón umbilical confeccionado de esponjas genealógicas y de palabras que alguna vez fueron disculpas y perdones.
—Estoy confusa, Benny.
— ¿Lo pensarás? ¿Tendré un lugar, sólo para mí, en tu corazón?
—Sí —susurré.
— ¿Siempre?
—Siempre.
Me acompañó hasta la puerta de mi habitación, sin dejar de besarme.
—Hasta mañana, Benny. No lo echemos a perder. Comportémonos como los novios de antes.
— ¿Platónicamente?
—Sí. Eso es lo que deseo.
— ¿Por los momentos?
—Por los momentos.
—Como dijo el de los riñones.
—No me hagas reír, Benny. Al  menos no  todavía. Tengo una mescolanza de sentimientos, duelos, remordimientos, ambiciones e inhibiciones. ¿Podrás entenderlo? —le susurré al oído, mientras intercambiábamos besos cada vez más cortos y yo abría la puerta de mi cuarto.
—Sí. Haré todo lo que tú me pidas y cambiaré. Ya lo vas a ver.
Cerré la puerta y apoyé mi espalda contra ella, con los ojos cerrados y respirando entrecortadamente para dominar mi corazón que latía con una contracción inexorable. Así estuve un buen rato hasta que, de pronto, sentí unos golpecitos suaves en la madera. Abrí.
—Olvidé algo.
— ¿Qué? —pregunté.
Y me dio otro beso largo y profundo. Hice acopio de todas mis fuerzas y lo obligué a soltarme.
—Loco. Vete a acostar.
—Sus deseos son órdenes, madame.
—Hasta mañana.
—Chao.
—Vete, pues.
—Te amo.
—Yo también.
Benny se quedó cuatro días en Miami. Me acompañaba a todas partes, manejando, sirviéndome de secretario y estableciendo un ambiente festivo en la oficina. Javier alegó que sus malestares estomacales recrudecían, fue al médico y le ordené (con manu militari) que reposara. Benny resultó un buen suplente. Aprendía rápido el tráfago de los embarques, las cotizaciones, las compras, las especificaciones sanitarias y las transacciones monetarias.
—Cuando te boten de la novela, te vienes a trabajar conmigo.
Yes, ma’am.
—Y me enseñas a hablar inglés.
That’s a promise. You bet I will.
Llegó la fecha en que tenía que reintegrarse a las grabaciones. Lo llevé al aeropuerto. Antes de penetrar a la puerta de embarque me abrazó.
— ¿Pensarás en mí? —preguntó.
—Siempre.
Always.
Always —respondí en mi inglés “tarzaneado”.
—Vendré dentro de quince días aproximadamente.
— ¿Cómo se dice? I will look forward to it.
—Oye, estás aprendiendo rápido, chama.
—El profesor es de lo mejor. Very good teacher.
Benny me miraba con pupilas que lo decían todo.
I love you —dijo.
I love you too.
I love you three.
— ¿Qué?
It’s a silly joke —me besó y se introdujo en la rampa.
¿Sería posible? ¿Sería Benny capaz de cambiar? Su comportamiento durante esos días había sido radicalmente diferente al Benny que yo había conocido hasta ese entonces. ¿Me estaría ilusionando? A trabajar, a trabajar, a trabajar, me autocomandé y logré apartarlo de mi memoria. Esporádicamente.
Continué con mi rutina por algún tiempo. Fedora regresó y Javier se reincorporó con mejor semblante.
Recibí una llamada de Armandito. Los acontecimientos en Venezuela cogían impulso. La Corte Suprema dictaminó que había lugar para la querella contra el presidente por malversación de fondos de la llamada partida secreta, acusación formulada y amplificada por Valentín Vergara a través de sus columnas de prensa y su programa en la cadena Tele-Tevé. El diputado suplente por el estado Cojedes estaba convaleciendo de un infarto y urgía mi presencia en el Congreso. Se avecinaba una importante votación. El destino del “Bicho Loco McGraw” pendía de un hilo. Armandito vaticinaba que Acción Democrática, su partido, se pondría en su contra. El hombre se había hecho de innumerables enemigos por su afán mesiánico, egocentrista, por sus descontroles hiperkinéticos y por haber dejado con los crespos hechos a la vieja dirigencia, al no compartir el poder con ellos y dejarlos arrostrar la evidente impopularidad de las medidas neoliberales con que se pretendió modernizar la economía. Hablé con Javier, en su carácter de antiguo miembro de la intimidad de “Bicho Loco”. Fedora estaba presente, bronceada y buenamoza con un vestido de chifón estampado, mostrando cuánto le había prestado la luna de miel.
— ¿Qué crees?
—Al prezidente ze las eztán cobrando tódaz júntaz.
— ¿Votaré a favor o en contra de él?
—Tal como veo laz cózaz, “Bicho Loco” no tiene zalvazión.
— ¿Y la lealtad, Javier?
— ¿Cómo ze puede zer leal a quien ze olvidó de loz prinzípioz bázicoz de la fidelidad? Fíjate en el cazo mío. Armandito lo convenzió con zuz intrígaz contra mí. Y ahora Armandito ez el primer cruzado de la pulcritud adminiztrativa. Cría cuérvoz…
—…y te sacarán los ojos. ¿Qué piensas tú, Fedora? ¿Cómo votar?
—No es fácil. Aunque “Bicho Loco” tiene a, prácticamente, todo el mundo en contra, hay que sopesar el daño que se le infiere al sistema. No es bueno, bajo ninguna circunstancia, sacar los trapos sucios a la intemperie.
—Todo esto favorece, a la larga, al anciano soberbio.
—Sí. Pero, al mismo tiempo, estás abriendo una caja de Pandora y le estás sirviendo en bandeja de plata al enemigo la cabeza de un presidente de la república, nada menos ni nada más. Agrégalo a eso que, según me cuenta Lizarraga, las conspiraciones continúan y alguien podría estar pescando en río revuelto.
—”Bicho Loco” ze lo buzcó. Me duele por él porque todavía lo aprezio, a pezar de todo, con la plena zeguridad de que ez como loz gátoz: tiene maz de ziete vídaz. Ya ántez eztuvo en la picota y ziempre revive como el ave fénicz.
—En política no hay muertos. Eso siempre lo afirma Lizarraga —apuntó Fedora.
— ¿Y después qué? —pregunté.
—Elegirán a un presidente provisional para que llame a elecciones en un plazo no mayor de tres meses. ¿Ya se te olvidaron las clases de derecho constitucional? Y si las encuestas no se equivocan, el anciano soberbio se meterá por la puerta grande de la historia, aunque a mí no deja de producirme mala espina porque le conozco lo artero y me sospecho de un doble discurso que se solapa con su ambición desmedida —explicó Fedora.
—No olvídez tampoco que ez un populizta de alta ralea. Va a derogar toda la política económica de “Bicho Loco” —clarificó Javier, tomándose una dosis de antiácido.
— ¿En qué nos afecta esto a nosotros? —interrogué.
—En nada. Nuéztroz negózioz zon con el gobierno. Gráziaz a Dioz tenémoz a Lizarraga quien noz garantiza loz contáctoz nezezárioz en Copei, que zerá el nuevo partido ofizial. Ejuzdem, como dizen uztédez laz abogádaz.
—De todas maneras, aprovecharé para sondear el ambiente en el Congreso.
—Eczprímele todo lo que puédaz al zuzio de Armandito.
—Voy a hacer que ustedes dos se reconcilien —argumenté.
—No, gráziaz, mijita. Con amígoz azí, ¿quién nezezita enemígoz?
—Tengo confianza en ti, Ornela —aseguró Fedora—. Siempre has sabido desenvolverte y creo que esta vez no será diferente.
—Lo que no me gusta de eso del Congreso es toda la publicidad, las cámaras de televisión y toda la bulla que se genera —me lamenté.
—Miéntraz no te póngaz a dizcurzear ni te dé por pantallear, como el dichozo Armandito, no habrá problémaz —aconsejó Javier, tragándose unas píldoras azules contra la gastritis.
—Bueno. A lo hecho, pecho —concluí.
—Que todo sea para bien —auguró Fedora.
—Que Dioz noz coja…
—… ¡confesados! —exclamamos, al unísono, Fedora y yo.
En Caracas el tema de conversación recurrente era la suerte final del “Bicho Loco McGraw”. Nadie apostaba un céntimo por su permanencia en el cargo. Armandito se entusiasmó al verme. Me dijo que estaba más bonita y radiante que nunca, sin duda pretendiendo volver a acostarse conmigo. Haciendo gala de mucha sutileza, lo disuadí. Comprendió enseguida mi intención y, de una vez, procedió a ponerme en autos con respecto a la estrategia política a seguir. Acción Democrática, supuesto partido de gobierno, iba a votar en contra del presidente. Eso sellaba su suerte. Llamé al doctor Rubén Arnoldo Rovira, a Boston, y me aconsejó plegarme a esas directrices.
El “Bicho Loco McGraw” fue destituido. En su discurso de despedida, aseguró que habría preferido otra muerte.
Un oscuro senador independiente fue designado para reemplazarlo. El país se encaminaba hacia una nueva elección.
El anciano don Soberbia, con voz temblequeante pero con determinación en el gesto, anunció que se lanzaba al ruedo porque la nación y el momento histórico así se lo reclamaban. Se sacrificaría por la patria, pues.
Lizarraga se puso en contacto conmigo. Nuestras conexiones permanecerían incólumes, a pesar del cambio de gobierno.
Estallaron algunas bombas en algunos sectores de Caracas. Con excepción de un mendigo y un par de merodeadores, no hubo víctimas que lamentar. El país entero hervía en rumores de golpe de estado. Se aseguraba que la guerrilla colombiana manejaba la “industria” del secuestro en las regiones fronterizas, lo que obligaba a numerosos propietarios a abandonar sus haciendas. Las amas de casa dejaban completamente vacías las despensas de los mercados, en previsión de los disturbios y saqueos que se pronosticaban a cada momento en las reuniones sociales, los restaurantes, los bares y en cualquier rincón donde conversaran dos o más personas. A más de uno se le alteró el sueño.
Toda la tensión que se vivía por doquier se reflejaba a carta cabal en “Los senderos del paraíso”. Uno de los personajes de la trama, agobiado por la injusticia reinante, llegó a desear, a viva voz, el poder tomarse la vindicta por propia mano. Como la candela en la sabana, una ola de linchamientos públicos se desató en todos los barrios de Venezuela. La gente estaba angustiada por el auge de la criminalidad y, cuando podían echarle el guante encima a un delincuente con las manos en la masa, no se tomaban la molestia de esperar a la policía. Algunos aplaudían lo expedito del asunto. Otros empezamos a temer el desbordamiento de la violencia.
“Los senderos del paraíso” reflejaba el ánimo cambiante de la opinión pública. Y muchas veces la manipulaba. Se lo comenté a LauraÉ.
— ¿No hay peligro de que la situación se le escape de las manos a todo el mundo? A veces me parece que hay un gentío jugando al aprendiz de brujo —dejé aflorar mi recelo, mientras estábamos sentadas en un pequeño parque infantil, a la vera de la Cota Mil, viendo jugar a Pedro Pablo junto con otros niños.
—Cada quien hace lo que puede con los medios a su alcance. Y mis medios son los medios, Ornela.
—Toda la vida he sabido que has deseado un cambio profundo en las cosas. No puedo dejar de admirarte por ello. Pero, ¿estás segura de que has tomado el camino correcto?
LauraÉ mordisqueaba un mendrugo verde.
— ¿Qué es lo correcto, Ornela? ¿Permitir que todo siga como está? ¿Dejarle el campo libre a las fuerzas de la corrupción y el cohecho, de los negociados y del aplique? —había un cierto tono en su voz que me erizó los meniscos.
— ¿Lo dices por mí?
LauraÉ me miró con una preocupación donde se atisbaban un deseo de no herirme y una asertividad naval.
—Nunca me he inmiscuido en tus asuntos, Ornela.
—Puede ser que yo esté involucrada en algunas operaciones con esas fuerzas de las que hablas.
—El que no la debe no la teme, dice el viejo proverbio.
—Yo no temo nada ni le temo a nadie, LauraÉ. Pero no deja de preocuparme el que tú contribuyas a atizar los ánimos. En cualquier momento se rompen los diques de contención y la rabia colectiva nos puede arrasar a todos.
— ¿Quién tiene la culpa de toda esta ira acumulada?
—Todos la tenemos porque todos, de alguna u otra manera, hemos disfrutado de las prebendas y exquisiteces de la época de las vacas gordas.
— ¿Serías capaz de afirmar eso en los cerros de Caracas, en los barrios y rancheríos de toda Venezuela?
Me di cuenta que no deseaba malquererme con mi hermana. Ella tenía su manera de pensar desde hacía mucho tiempo. Era obvio que se había reencontrado con su vieja utopía. Ante ese cristal, esa óptica y ese enfoque era muy cuesta arriba dar el brazo a torcer. Además, no quería que el niño percibiera cualquier tensión entre nosotras.
LauraÉ captó mi incomodidad y bajó la guardia.
—Ornela, no te enojes conmigo. Debes entender que hay una fuerza dentro de mí que pugna por la justicia, al menos como yo la veo. Si me quedo con los brazos cruzados nunca me lo voy a perdonar. Por eso estoy inmersa en el comité pro liberación de los detenidos de la Noche de Febrero, como tú bien lo sabes, y, simultáneamente, traduzco esta inquietud en “Los senderos …” Es como saberse parte de la hechura de una obra de arte colectiva, en la que cada cual aporta su grano de arena, su pizca de pigmento, su do de pecho, su monólogo hamletiano, su verso meticuloso, lo que sea que tú puedas hacer, y entre todos mover una montaña o, para ser más precisos, sacudir los cimientos de este país adormilado. La situación se radicaliza, es verdad, pero no por nuestra culpa. Sólo reflejamos lo que la calle exclama. Okey, está bien, hay una retroalimentación, un doble, triple y hasta cuádruple reflejo, como en aquella película de Orson Welles, “La dama de Shanghai”, donde Rita Hayworth ve su figura repetirse en un infinito de espejos. ¿Dónde empieza el alud refractario? No lo sé. Sea lo que sea, meto mi brazo para que esto derive de acuerdo a lo que yo y muchos otros como yo hemos soñado: una sociedad más igualitaria, donde el cielo y la tierra sean el mismo cobijo para todos. ¿Es idealismo? ¿Es utópico? Sí, ¿pero qué sería de nuestra existencia si abandonásemos el deseo de tomar el cielo por asalto? Al mismo tiempo, este es un momento estelar en mi vida. Trabajo con un equipo tan, pero tan compenetrado que, a veces, no tenemos necesidad de hablar y ya sabemos para dónde queremos que se dirijan la trama y la intención dramática. Cuando Horacio Quintín Zúñiga cayó preso, creímos que era el fin de la novela. Sin embargo, Rojitas se ha revelado como un autor muy agudo. Quizá resulte más abrasivo, más rudo y menos diplomático. Menos lírico, en suma. Pero con una sagacidad para captar los matices que flotan en el aire y devolvérselos al público candoroso de la novela de las nueve en una suerte de ping pong telegénico. Y todos sin excepción, desde Cesáreo Bottaro, pasando por el profesor Callejas, hasta el más humilde recogecables, ¡inclusive Ronnie, hermana!, están súper de acuerdo con el cariz que ha adoptado el argumento. Hemos reflejado la corrupción, los enchufados, las palancas, los negociantes, las amantes de los poderosos, los traficantes de influencias, los vendedores de armas, los arribistas, los mentirosos, los politiqueros… sin olvidarnos de la historia de amor entre el gallardo Édinson Vicario y la estoica Flora Toscana.
LauraÉ sonreía. Pedro Pablo gozaba un mundo pateando un balón junto a los otros niños. Yo no podía negar que los amaba a ambos, aun cuando mi hermana, en su celo por descoyuntar el modelo social y político vigente, me retratara a mí y al ambiente donde yo me desenvolvía con tan drásticos brochazos.
—Y lo mejor de todo —continuó, sin dejar de mordisquear el mendrugo verde —es que Benny se ha convertido en el personaje más odiado por todos los políticos de este país. De Sancho Panza pasó a convertirse en el revelador de vanidades número uno. El estríper de la ética. El desnudista de la honradez.
Bueno, qué le iba a hacer. Volví a sonrojarme. Menos mal que LauraÉ veía complacida hacia el lugar donde Pedro Pablo disfrutaba intensamente de su tarde de juegos.
— ¿No me odias, verdad, Ornela? —la mirada de LauraÉ era límpida.
Pedro Pablo corrió hacia nosotras y se arrojó en mi regazo. Su goce era una escalinata de soles y risas. Yo me sentía pertenecerles sólo a ellos dos.
—Mi amor es contagioso, hermana —contesté, abrazando con toda la fuerza del mundo al pequeño.
Benny me buscaba todos los días. Cuando no tenía grabación, me esperaba en la oficina y hacía desatornillarse de la risa a Carmen Adilia Fragachán, al office boy y a las tres secretarias. Su encanto resultaba irresistible. De verdad que estaba cambiando. Había dejado de consumir sustancias extrañas, había cortado en seco las parrandas y se dedicaba más a mí. Yo evadía las invitaciones de Armandito y los otros políticos a participar en la campaña electoral y en otras actividades no del todo santas. Quería más tiempo para mí misma. Y Benny estaba dispuesto a respetar ese deseo.
Íbamos a comer a los restaurantes del Hatillo. Íbamos al cine a ver las comedias psicológicas de Woody Allen (¡recomendación de LauraÉ!). Íbamos a pasear por entre los sembradíos de flores de Galipán. Él, con unas fachas atorrantes para impedir que la gente lo reconociera. Yo, con mis franelas, mis jeans y mis zapatillas de cuando era estudiante. Y lo más escabroso que hacíamos era ir tomados de las manos.
—Benny, ¿nunca has pensado en casarte? —le pregunté, un sábado de noviembre al atardecer, mientras veíamos el sol caer pesadamente sobre el mar antillano a mil y pico de metros debajo de nosotros, teniendo a nuestros pies La Guaira, Macuto, Caraballeda y el resto del litoral.
— ¿Casarme? ¿Sin propasarme? ¿Eso no se puede hacer sin asarme?
—Tener hijos…
—En unos alijos prolijos, fijos y canijos, y de la chingada jijos.
—Establecer un hogar…
—Sin hacerse de rogar, cual Martín Tovar y Tovar, Tovar y Tovar, Tovar y Tovar, továrich, que significa en ruso camarada en la camada de la pomada jamada y jamoneada…
El antídoto contra la retreta verbal consistía en clavarle la mirada con designios intolerantes.
— ¡Respóndeme! —lo corté en seco.
Benny se quedó en neutro, como cada vez que lo emplazaba a enseriarse.
Hubo un par de minutos en silencio. Sólo se escuchaba la brisa remolona y fresca que venía desde más allá de Haití.
—Dime, pues —lo conminé, mientras me echaba hacia atrás y cerraba los párpados.
El muy bandido se inclinó y me besó en los labios.
—Si alguna vez me caso sólo será contigo, Ornela.
Sonrojo número cuatrocientos veintisiete mil ochocientos noventa y nueve del mes en curso. Suspiré y dejé que cogiera mi mano.
—Llévame a la casa —pronuncié de un tirón, para no ceder en mi pretensión de autonomía.
Esa noche casi no pude dormir. Ahora que nuestra relación significaba castidad, me estaba enamorando más aun de él. ¿Quién te entiende, Ornelita?
El anciano soberbio colmó su ambición de ser electo, por segunda vez, presidente de la república. Se autoproclamó candidato nacional, dejando entrever que su augusta presencia se encontraba muy por encima de las parcialidades tradicionales y de cualquier otro avatar vulgar y silvestre de la política nacional. La dirigencia de Copei resintió y resistió, a la chita callando, los repetidos desaires con que los distinguió (el afán de no despegarse de esa teta olorosa a poder pudo más que cualquier asomo de templanza). El momificado soberbio daba preferencia, por la calle del medio, a la alianza de micropartidos y minimovimientos (conocidos popularmente como el “hormiguero loco del soberbio”) electorales, de las más disímiles tendencias (desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda), que unció sus caballerías a la opción geriátrica (y que le rendía pleitesía sin tapujos ni pudores). A mí, para ser sinceros, ese señor me resultaba muy difícil de tragar. Lizarraga me recomendaba paciencia, al igual que Armandito, Fedora, Javier, mi suegro y todo el que se me atravesara por el camino. Benny me hacía evacuar de la risa con la formidable imitación que efectuaba de ese Frankenstein magistrado y mandatario, remedando hasta la parodia el temblequeo de manos, voz quejicosa, peinado engominado, envaramiento aristocrático y torcedura engreída que lo caracterizaban. Esta vez no acepté ir de candidata en ninguna lista, prefiriendo dedicarme íntegramente a mis negocios. Los contactos que me procuraba Lizarraga me auguraban la imprescindible continuidad en mis operaciones.
Seguí yendo y viniendo en la ruta Mia-Ccs, Ccs-Mia.
Benny se estaba enseriando.
Me llamó la noche de año nuevo. Yo estaba en Miami, con Javier, Fedora y Lizarraga.
Happy New Year.
—Feliz año, Benny.
I love you.
—Yo también.
Marry me.
Me quedé de una pieza. El corazón se me quería salir por la boca.
— ¿Ornela?
— ¿Sí?
—Te llamo después.
Y colgó.
Fedora se dio cuenta de que algo me sucedía.
— ¿Pasa algo grave? —preguntó.
—Sírveme otro whisky, manita, porfa.
La mirada que me lanzó era para desnudarle el alma a cualquiera. Con un poquito más de debilidad de mi parte, le habría confesado todo. Mis dudas, mis esperanzas, mis temores, mis anhelos. Pero Fedora era la mar de la discreción y sabía cuándo ceder. Nos fuimos a bailar a casa de no-sé-quién y no pude dejar de pensar en Benny. Al igual que él, le estaba cogiendo fobia a los días feriados. Sólo el trabajo me lo apartaba del raciocinio. “¡Llega rápido, mes de enero!”, era algo que solicitaba mentalmente, una y otra vez.
Al mes y pico, el anciano don Soberbia tomó posesión de la presidencia. De inmediato, se dedicó a desmontar la apertura económica iniciada por el “Bicho Loco McGraw”. Juró que jamás cedería ante las restricciones austeras promovidas por el Fondo Monetario Internacional. Se desató, ipso facto, una fuga de divisas por efecto de rumores pronosticando una inminente devaluación. Inmediatamente, el amortajado presidente decretó control de cambios y de precios. El dólar se disparó en el mercado paralelo. Los artículos de primera necesidad escaseaban en los mercados, los almacenes y las bodegas. El vetusto presidente culpó a los especuladores de oficio (“viudas plañideras de la corrupción del anterior gobierno”, los calificó), habituados al lucro fácil y rapaz. Amparado por la aceptación generalizada de las medidas populistas, amenazó veladamente con disolver el Congreso y gobernar por decreto. Los audaces y corajudos parlamentarios optaron por sacrificarse en el altar de la patria aprobando una ley habilitante que le concedía plenos poderes durante dos años para regir al país prácticamente sin control de ninguna clase. Montesquieu y Jefferson parecían gritar desde sus tumbas: “¡Viva la división de poderes!” Las pocas voces racionales que osaron oponerse a la onda populista fueron acalladas por una avalancha de políticos declarantes e ignorantes en materia económica que propugnaban el nacionalismo a ultranza y la distribución de la riqueza. Los legisladores más radicales armaban unas trifulcas de padre y señor nuestro cuando alguien se atrevía a defender la política de privatizar las hemorrágicas empresas del estado. Yo había pensado seriamente en repatriar unas divisas con miras a la adquisición de un central azucarero. Había, incluso, palabreado a unos cuantos inversionistas interesados en participar. Pero con el nuevo ambiente político todo se paralizó.
En eso, sucedió la quiebra del primer banco.
El Banco Latinoamericano había estado muy relacionado con el gobierno de “Bicho Loco”. De su presidente, Graciano Velasco Stanley, se afirmaban muchas cosas, algunas rayanas en el mito. Su carrera había sido meteórica, aprovechándose de la catapulta vertiginosa de los años afiebrados de la primera presidencia bicholoquiana. De ejecutivo junior había escalado, en trancos estirados y seguros, la jerarquía y, en el transcurso de su ascenso, había convertido al Banco Latinoamericano en líder en captación de depósitos, en cartera de clientes, en colocación de créditos y en ganancias corporativas. Por su oficina desfilaban (amén de la clase empresarial en pleno) políticos de las más diversas tendencias y todos salían con algún emolumento en las manos. En cierta oportunidad, acompañé a Armandito hasta las lujosas oficinas ubicadas en el piso veintisiete de una mole de concreto en plena avenida Urdaneta, desde donde se divisaban Miraflores, el palacio Blanco, el Congreso, el centro, el Oeste y hasta más al Este de la Silla de Caracas.
—Te presento a la doctora Ornela Pérez Pirrone, quien maneja una importantísima operación de exportación e importación de alimentos y, por supuesto, estaría interesada en ver cuáles productos financieros del Latinoamericano podrían convenirle —dijo Armandito, con el protocolo de rigor y pasando, de seguidas y como Pedro por su casa, a servirnos unas copas de coñac.
—Encantado, doctora. Siéntase como en su casa, de la misma manera como este delincuente de Armandito, a quien le permito todas estas confianzas a cuenta de amigos de infancia
Graciano Velasco Stanley poseía verdadero talante de hombre de mundo. Cierta picardía en su mirada y en su gestualidad dejaba entrever que yo le interesaba mucho, confirmando su celebridad de casanova. A ladies’ man, a womanizer, diría Benny, y aun cuando por aquellas épocas yo no tenía empacho en irme a la cama con cualquier hombre que me gustara, más pudo la dinámica mercantilista y, del dicho al hecho con el pecho al acecho (¡Benny otra vez!), me lancé directo al grano.
—Gracias por su gentileza, doctor Velasco Stanley.
—Llámame Graciano.
—Y tú puedes llamarme Ornela.
—Ornela es un avión, Graciano ¾ Armandito distribuyó las copas de coñac.
— ¿Un F16, quizá? —preguntó Graciano, chocando las copas.
—Una tarita. Armandito exagera.
—Una tarita también es un aeroplano. Bueno, lo cierto del caso, Graciano, es que Ornela quiere hacer negocios con el Banco Latinoamericano.
—Belleza y talento. Ya me habían hablado de ti, Ornela.
— ¿Bien o mal? —interrogué.
—Si te digo que fue Armandito quien me habló de ti…
—Entonces habló mal porque, como bien lo dijiste, ese es un delincuente —aseguré, dejándome llevar por la calidez del coñac y sintiéndome sumamente cómoda en la mullida poltrona de fina piel, rodeados por un Miró, un Modigliani, un Guayasamín y un móvil de Calder.
Un par de horas más tarde salí de ahí con una línea de crédito abierta hasta por una cifra de varios ceros (en dólares) y con un ligero achispamiento por los cuatro o cinco coñacs que ingerí. Armandito también partió de allí con su inseparable maletín de cuero de cocodrilo atiborrado con un surtido fresco de billetes con las caras de algunos presidentes gringos ya fallecidos. La obligada celebración ocurrió, una vez más, en un cercano hotel cinco estrellas, donde el líder de fulgurante ascenso siempre disponía de una suite, financiada también (de ello me enteré a posteriori) por Graciano Velasco Stanley. Como de costumbre, hicimos el amor con mucha, mucha energía. Yo trataba de pensar en Arnaldo mientras me dejaba consumir por el placer físico, pero mi mente divagaba y divagaba y terminaba escorando en la sonrisa de Benny, los chistes psicodélicos de Benny, la respiración de Benny, la ansiedad y la premura de Benny encima de mí.
Mis negocios con el Banco Latinoamericano siguieron su curso satisfactorio. Graciano Velasco Stanley solía invitarme a cenas y agasajos. Me hubiera dejado seducir por él, lo confieso sin pudor, de no ser por la constante presencia de su esposa, una gringa ultracelosísima a quien el banquero trataba con diez mil remilgos pues, por el hecho de ser hermana del famosísimo Ronnie de la televisión (¡el patrón de LauraÉ!) y coheredera de una suculenta fortuna, ella representaba una base de sustentación y un trampolín nada fáciles de desdeñar. Dicen que no se deben mezclar el placer y los negocios. Sin embargo, Graciano Velasco Stanley y esta emprendedora muchacha siempre intercambiaban miradas que prometían algo muy sabroso. Para más adelante.
Graciano Velasco Stanley copaba con su avasallante dinamismo una buena lonja de la escena nacional. Casi todo el mundo hacía negocios con él. Desde Ronnie hasta los militares. Se comentaba que subvencionaba a buena parte del zoo político vernáculo. Era el enlace financiero de gigantescos proyectos de construcción, no solo en Venezuela sino en todo el Caribe. Su influencia alcanzó la cúspide al convertirse en el mentor invisible de la política aperturista del “Bicho Loco McGraw”.
Mas, advino la Noche de Febrero y se trastocó todo. Intentando apuntalar su precaria legitimidad, el hiperventilador mandatario decretó marcha atrás en muchas de sus iniciativas neoliberales. Se paralizaron las privatizaciones de las despilfarradoras empresas estatales para no ofender los arrestos nacionalistas de la oposición más recalcitrante, se congelaron los precios de la gasolina y de los bienes de la canasta básica, se ancló el cambio de la moneda (con la subsiguiente sobrevaluación y fuga de capitales), se detuvieron numerosos programas de descentralización administrativa y, para complemento, se evidenciaron los primeros síntomas de una necrosis en la economía. Numerosos clientes del Banco Latinoamericano comenzaron a atrasarse en sus amortizaciones de intereses y capital. Como colofón, Graciano Velasco Stanley no ocultaba sus simpatías por Fernando Robles, el joven y carismático candidato adeco, adalid a bocajarro de las políticas de oxigenación económica de acuerdo a patrones capitalistas, y pupilo político del “Bicho Loco McGraw” quien, por consiguiente, se enajenó la animadversión de la prehistórica dirigencia del partido, émulos locales de los “dinosaurios” del PRI mexicano. Y, como si esto fuera poco, el anciano don Soberbia no se cuidaba en ocultar la dentera que le producía Graciano Velasco Stanley. La sopa estaba servida.
Luego de las elecciones y consabida juramentación del cargo, las primeras medidas del amortajado soberbio destilaban el intervencionismo y el populismo sin esguinces. En lo particular, nosotros no sufríamos: nuestros contratos de suministro con el Patronato Institucional de Alimentación estaban asegurados y Lizarraga se tomaba muy a pecho la eficacia de la operación y la prontitud de los pagos. Pero el resto de la economía terminó de resentirse. A la inestabilidad política producida por la defenestración de “Bicho Loco” ahora se aunaba la ortodoxia rígida del ególatra embalsamado. El serrucho económico se estaba trancando. Graciano Velasco Stanley, viendo su banco en peligro,  trató de obtener una audiencia con el primer mandatario. Le fue negada. A los pocos días, intentó liquidar unos bonos de la deuda pública avalados por el instituto autónomo encargado de administrar las amplias posesiones estatales en el casco histórico de Caracas. Le dieron largas y le dieron largas hasta que, por fin, el Banco Latinoamericano se insolventó y fue incapaz de incumplir sus obligaciones en la cámara de compensación. En suma, el puntillazo final.
Desde hacía varias jornadas, las colas de ahorristas intentando sacar su dinero habían aumentado de magnitud. En varias agencias de la capital y del interior hubo conatos de motines. El gobierno decidió cerrar el Banco Latinoamericano. Inicialmente se creyó que la medida duraría sólo unos días, mientras el estado tomaba las riendas de la intervención. Pasaron, dos, tres y hasta cuatro meses, pero el establecimiento no abría sus puertas. Todos exigían una cabeza de turco. El “Diario Informativo” inició la campaña contra Graciano Velasco Stanley. El gobierno del amortajado azuzaba los ánimos cuando, paradójicamente, tenía en sus manos la potestad de abrir de nuevo las puertas del instituto bancario, ahora en manos del estado, y proceder a restablecer la confianza garantizando la plata de los cuentahabientes. Valentín Vergara, a través de sus columnas y de su show televisivo, completaba el circo romano (pero siempre con fingidos visos de sobriedad… ¡uf, qué hipócritas!) que clamaba por la sangre de Graciano Velasco Stanley y, por mampuesto, del destituido “Bicho Loco”). La culpa de todos los males pertenecía a los demonios del gobierno anterior. Para más ñapa, Valentín Vergara y el “Diario Informativo” difundieron la lista de los deudores del Banco Latinoamericano tildándolos (muy veladamente, por supuesto, para no soliviantar la ética del periodismo y así evitarse demandas judiciales) de maulas, pillos, estafadores, cómplices de la corrupción y truchimanes. Y dentro de la lista aparecía, adivinen quién, nada menos ni nada más que la menor de las hermanas Pérez Pirrone. Lo que no informaban (los muy farsantes) era que a mis pagarés les faltaban unos cuantos meses para vencerse. Curándome en salud, instruí a mi socia Carmen Adilia Fragachán para que contactara a las nuevas autoridades del Banco Latinoamericano y gestionara con ellas la cancelación de esas deudas con la condonación, bien entendido, de una buena porción de los intereses. De esta manera me salvaba de tener que adquirir otra dosis de los esperpentos pictóricos de Lucky de Vergara. Demás está decir que ni el “Diario Informativo” ni el gran denunciador de la comarca dieron cuenta de la amortización de mis acreencias con el malogrado banco. Lo importante, para ellos, era armar un escándalo con fines que solo a la larga comencé a intuir. Se trataba, en suma, de un ajuste de cuentas con el sistema que los había derrotado tantas veces en su pretensión por instaurar en Venezuela un régimen izquierdista. Empeño en el que contaban con la colaboración ingenua de mi hermana.
La primera (y funesta) secuela de esa campaña y del ansia revanchista (sin medir consecuencias) del momificado don Soberbia fue el derrumbe del sistema bancario. Graciano Velasco Stanley me lo había advertido, en un encuentro que sostuve con él en la casa mayamera de Javier.
—Es un castillo de naipes, Ornela —me aseguró, saboreando un coñac, su bebida predilecta, en la sala de la residencia, acompañado de Tracy, su inseparable y resabiada mujer.
—Casi todos los bancos de Venezuela están en la misma situación del Latinoamericano —corroboró el doctor Arnulfo Lizarraga, quien se encontraba por esos días en Miami, disfrutando de la compañía de Fedora.
— ¿Ze tratará de un cazo de demenzia zenil? —conjeturó Javier, tragándose subrepticiamente unos comprimidos de color indefinido para el perenne malestar estomacal.
—Recuerdo una frase del español Ramón y Cajal: “Hay tres categorías de hombres desagradecidos: los que callan los favores que les hacemos, los que los cobran y los que los vengan”.
— ¿A qué viene eso, Graciano? —pregunté, sorbiendo yo también de una copa de coñac y alisando mi maxifalda superancha de algodón plisado.
—En cierta ocasión saqué de un aprieto al hijo del anciano. No quiero vanagloriarme de esto, es más, les ruego la más absoluta discreción al respecto…
—No dez tántoz rodéoz y echa el cuento como ez.
—Él se la pasaba en París, viviendo a cuerpo de rey como se dice popularmente —informó Tracy, con un espeso acento anglosajón que se ecualizaba contra el platino satinado del conjunto Saint Laurent que caía como una cascada fulgurante desde sus desnudos hombros hasta los tobillos.
—Ezo fue en la época en que eztaba empatado con Letizia Zegovia.
—La flamante alcaldesa del municipio El Hatillo —suspiró Tracy con cierto dejo de cierta burla y de cierta antipatía.
—Vivían juntos en Montparnasse, tengo entendido —agregó Fedora.
—Me estoy desayunando —dije.
—Lo cierto —Tracy no se dejó interrumpir— es que llevaba un tren de vida alocado y, por supuesto, sus amores con Letizia Segovia no le resultaban nada económicos. A ella le gusta darse la gran vida, a pesar de que pretende proyectar una imagen de chica sencilla y austera, o como decimos en inglés, the girl next door. Total, que el joven soberbio, like father like son, le pidió ayuda a mi esposo para solventar un apuro. Yo, como soy tan mal pensada, imaginé que Letizia incurrió en uno de esos deslices que producen, a los nueve meses, un chiquillo chillón. Eso, indudablemente, es anatema dentro de los cánones de ese señor tan virtuoso y tan puritano que es el don Soberbia. Nos basta recordar que, en su primera presidencia, prohibió “El último tango en París” y, de acuerdo a las lenguas más viperinas de Caracas, por poco no prohibió también la venta de mantequilla al mayor y al detal.
Lo malo del chiste nos hizo reír.
—Zíguenoz contando, Treizy —solicitó Javier, tragando una pócima de un frasco de color ahumado.
—Graciano le facilitó un dinero, el asunto se arregló sin pasar a mayores… pero el joven soberbio se olvidó de pagar la deuda. No hizo ningún caso a los emisarios que le envió mi esposo. Ignoró olímpicamente su obligación.
— ¿Por qué no lo demandas? —le pregunté a Graciano Velasco Stanley.
—Porque, aun cuando afirmen lo contrario, mi esposo es un ingenuo. Siempre creyó llegar a buen término en su relación con el anciano soberbio. Olvidó que ese señor es el rey del rencor —puntualizó Tracy, sin esconder cierta sorna.
—Por algo lo llaman don Soberbia —remachó Fedora.
Graciano Velasco Stanley permanecía callado. Lizarraga aprovechó para retornar al giro inicial de la conversación.
—Ya lo ven. El anciano no escatima recursos cuando de vengarse  se trata. Y eso que se las da de cristiano y curero. Pero no se da cuenta del daño que le está infligiendo a toda la economía venezolana en su ceguera por saldar cuentas con Graciano. Como les decía, casi todo el sistema bancario está a punto de colapsar por el efecto dominó.
— ¿Y usted no puede hacer nada, doctor Lizarraga? —le pregunté—. Se supone que usted pertenece a la dirigencia nacional de Copei y algún acceso debe tener ante ese señor para procurar que le haga caso.
—El presidente es una esfinge paralizada por los resentimientos. Ni perdona ni olvida. A mí, en lo particular, no me otorgará sus indulgencias por el papel que jugué en el período anterior al de “Bicho Loco”.
—El anziano zoberbio jamaz zupo hazerze a la idea de que el gordiflón refranero llegara a zer prezidente de la república a pezar de toda la opozizión que le hizo. El gordito quizo hazer de Copei un partido popular, o populachero maz bien diría yo, a diferenzia de Don Zoberbia que ziempre ha zido tan abzolutizta y tan zentado a la dieztra de dioz padre todopoderozo, amén —aseguró Javier, vertiendo un sobre de sal de fruta efervescente en un vaso de agua.
—Igual que “Bicho Loco” —terció Fedora, luciendo esa noche un traje sastre de lino en color verde pastel—. Todos se creen unos elegidos del Señor.
—Una tropa de redentores —apunté.
—Y los que faltan —agregó Graciano.
—Ese es el mal de Venezuela, señores. Ese mesianismo traducido en caudillismo que parece no acabarse nunca. La ambición de la silla de Miraflores —enfatizó el doctor Lizarraga— los hace oír voces divinas y, en consecuencia, despreciar las opiniones de los mortales vulgares y silvestres. Yo, al lavar mis manos, le advertí a don Soberbia que la postración de los bancos nacionales puede llevarnos a un despeñadero de graves consecuencias. Pero ese señor insiste en hacerse el sordo. Es más, su relación con la dirección nacional de Copei cada día va de mal en peor.
—Igualito a “Bicho Loco” con Acción Democrática en el período pasado —comentó Graciano Velasco Stanley.
—Sí, pero recuerden que este anciano soberbio es, en lo esencial, un ególatra, acostumbrado a hipnotizarse a sí mismo con su ambición sin límites. Y no se sorprendan que, por un capricho cualquiera, provoque la ruptura con Copei y se quede sin sostén partidista —pronosticó el doctor Lizarraga.
—O sea que tendremos crisis política y financiera —conjeturó Fedora.
— ¿Para dónde cogémoz, entónzez? —Javier ingirió de un solo trago la sal de fruta.
—Saquen toda su plata de los bancos venezolanos y cámbienla en divisas —aconsejó Graciano Velasco Stanley.
Las noticias que llegaban de Venezuela confirmaban esas sospechas.
El Banco Ciudadano, el Fondo de Activos Fiduciarios y el Banco de las Regiones se resquebrajaron, a pesar de una solidez mantenida durante décadas. La confianza en la banca se agrietaba a pasos agigantados. Tratando de paliar la borrasca, el gobierno se decidió por la intervención a puertas abiertas, buscando evitar el pánico y los retiros nerviosos. Las quiebras de las sociedades financieras, las aseguradoras y las casas de corretaje se sucedían una detrás de la otra a pesar de los auxilios que el poder ejecutivo, apelando a las reservas del tesoro, les suministraba. Más de un potentado inescrupuloso se embolsilló, triquiñuelas y argucias rateriles mediante, el dinero concedido en préstamo con garantías para reflotar su entidad financiera e, inmediatamente, huían desvergonzadamente, preferiblemente hacia algún país con el cual Venezuela  no hubiera suscrito tratado de extradición. La opinión pública clamaba por culpables.
—Y el principal chivo expiatorio soy yo, por supuesto —se quejaba, con amargura, Graciano Velasco Stanley, mientras nos reposábamos, a la vera del sol omnipotente de las Bermudas y a la vista de las aguas cristalinas y las arenas blancas en las adyacencias de su residencia playera, donde pasábamos el largo fin de semana del “Memorial Day” —. Fíjate, Ornela —batallando con la brisa incesante, Graciano Velasco Stanley tomó un ejemplar del “Diario Informativo” de hacía cuatro días—, este es otro ejemplo del desagradecimiento y la hipocresía. Cuántas veces no ayudamos en el Banco Latinoamericano con préstamos a intereses preferenciales al “Junior” Otelo Salaverría, heredero a carta cabal del viejo Otelo Salaverría, pero sin el talento para las letras y los negocios de su padre, cuando el periódico estuvo a punto de hundirse.
They almost went belly up, didn’t they? —dijo Benny, quien había llegado dos días antes de Venezuela y se había reunido con nosotros, luciendo su pancita pecosa encima de unos boxers color magenta.
— ¿Cómo dirían en criollo? —terció Tracy de Velasco Stanley, con su transitivo acento gringo, mientras se sostenía un anchísimo sombrero de paja que prolongaba una anchísima sombra sobre sus anchísimos anteojos de sol y que impedía que la inclemencia solar hiciera estragos con su blanquísima y lechosa piel— Por poco no quedan patas p’arriba —y ella misma se reía del contraste entre su cantadito norteamericano y la imagen abrasiva colada del habla popular.
—El viejo Otelo Salaverría nunca abjuró del comunismo —apuntó el doctor Lizarraga, destacándose con unos pantalones de dril blanco, una guayabera estampada de cayenas y unas sandalias de plástico. Ni siquiera estando en la playa perdía su talante de burócrata de alto coturno.
—Azí zí ez zabrozo zer comunizta. Con todo eze pocotón de reález… y para completarla, zin pagar nunca zuz déudaz —a pesar del sol, la arena, la playa y la brisa del mar, Javier no lograba despojarse de un color amarillento que lo rondaba desde hacía días.
—En varias ocasiones, y bajo la más estricta confidencialidad, el “Junior” Otelo Salaverría se presentó en mi oficina solicitando pautas publicitarias y otras ayudas del gobierno —Fedora vestía un conjunto playero a cuadros rojizos y dorados, descollando con un bronceado desenfadado y un donaire de atractiva mujer madura.
—Y, por supuesto, lo ayudaste para que, al salir del gobierno, él y Valentín Vergara te atacaran inmisericordemente, tachándote de madame Pompadour, Lucrecia Borgia, negociante sin escrúpulos, barragana entrometida y manceba traficante de influencias. Lo único que les faltó fue llamarte puta —no pude disimular mi indignación.
—Así son ellos —terció Lizarraga, aceptando un whisky en las rocas acarreado por un negrito fibroso que se balanceaba por la arena trayendo los tragos y los snacks a ritmo de un calipso cósmico—. Siempre han mordido la mano que les da de comer. Ah, pero son intocables a cuenta de revolucionarios de tronío y abolengo.
—Tampoco se les puede negar la habilidad, Lizarraga —acotó Graciano Velasco Stanley, mientras Tracy le regaba la crema bronceadora en la espalda—. Han logrado que el “Diario Informativo”, en la práctica, sea el periódico de mayor influencia en Venezuela, sobre todo por su penetración en la clase media. En una actitud muy camaleónica, el “Junior” Otelo Salaverría adoptó una pose pro libre empresa al morir el viejo, con la finalidad de ganarse a los grandes anunciantes.
—Pero en el fondo siguen siendo izquierdistas. Su sempiterno control del ateneo y del consejo cultural venezolano no deja lugar a dudas —afirmó Lizarraga, chupándose su whisky en las rocas.
—Yo he visto al “Junior” Otelo Salaverría  vibrar de éxtasis y gozo al escuchar, en directo, a Alí Primera, a Ríchar Atencio Villasana y a la nueva trova cubana —el acento gringo de Tracy a veces se ponía tan espeso como la loción bronceadora que le seguía aplicando a su esposo en el abdomen y el pecho.
—Uy, pero eso es pavosísimo —Benny hizo la señal de la recontra para alejar el mal de ojo.
—Que no te oiga mi hermana —dije—, porque a ella le encanta esa música.
—Eso no es música —aseguró Benny—sino, más bien, un compendio de lamentos acomplejados y mabitosos. Aléjalo, San Alejo, con todo su aparejo, antes que me malogren el entrecejo, que no me dejo que no me dejo…
—Porque no eres pendejo —corroboró Fedora.
—Porque no somos pendejos —matizó Benny.
Todos reímos, pero la risa sonó algo hueca.
—Señores, muy buena la conversa, pero yo voy al agua. ¿Vienes, Fedora?
Me quité el short y la blusa. La licra del trajebaño negro enterizo se me pegaba al cuerpo. El viento dulce se me incrustaba por los poros como en una danza de la cual se espera el éxtasis. Me hallaba tan a gusto que sentí mis pezones hincharse. Lizarraga y Graciano Velasco Stanley silbaron de admiración.
—Con esa silueta de sirena deberías estar en la televisión —afirmó el primero.
—Con Benny, por supuesto —completó el segundo.
—Yo siempre he dicho que Ornela es muy linda. Más linda de lo que parece a primera vista —me halagó Fedora.
She is really cute —comentó Tracy, sin pizca de celos.
Isn’t she? —Benny parecía sonrojarse.
Me metí en el agua junto con Fedora. Retozamos un rato, dejando que la frescura del mar Caribe acariciara nuestros cuerpos. De pronto (y sin saber por qué), decidí sincerarme.
—Benny me pidió matrimonio.
— ¿En serio, chama? —Fedora manifestó genuina sorpresa.
Asentí.
— ¿Y qué le respondiste?
—Todavía no le he dicho nada.
—Parece haberse enseriado, Ornela.
—Sí, ¿verdad? —no pude disimular un suspiro.
—Es ahora o nunca, manita.
—Tengo dudas, Fedora.
—Pero, ¿lo quieres, Ornela?
—Ahí está el detalle.
—Como decía Cantinflas.
Me tomó la mano.
—Sea lo que sea, lo único que puedo desearte es que seas feliz.
La abracé, siguiendo el ritmo del suave oleaje.
—Gracias, Fedora.
— ¿Entonces?
—Creo que le voy a decir que sí.
La sonrisa de Fedora fue amplia, generosa y fresca.
Después de cenar, presenciamos un espectáculo de colorido limbo rock en la terraza de un hotel cercano. Las tres parejas paseamos por la playa, admirando la luna llena. Las mujeres les recordábamos a los hombres, a cada instante, la prohibición de hablar de política o negocios. Y miren el esfuerzo que costó para que se atuvieran a ello (yo incluida).
A las dos de la madrugada decidimos irnos a acostar.
Benny me acompañó hasta mi cabaña.
— ¿Entonces? —Benny acarició mi mejilla.
—Sí.
— ¿Sí?
—Sí.
Tomó mi mano y apoyó la cabeza en mi hombro. Por un instante, creí que Benny iba a llorar. Lo más seguro era que yo también daría rienda suelta a un sollozo dentro de un sollozo configurado en la felicidad de los emblemas, las palabras y los sollozos de los sollozos.
— ¿Sabes que me gustaría? —preguntó con una voz que se confundía con la brisa que venía del mar.
Me estremecí, sintiéndome como una doncella dispuesta a conocer el amor carnal en el marco de una ofrenda ritual a los dioses desconocidos. El deseo se domicilió en las páginas encofradas de mi alma. Pero no dije nada.
—Me gustaría esperar el amanecer contigo en esa playa —dijo con un acento infantil e ingenuo, como un niño purificado, como un embajador de la luz.
Tomé unas toallas y una manta. Cogimos rumbo hacia la arena. Las estrellas nos ofrendaban sus colores de distancias incalculables. Nos posesionamos de la base de un cocotero que parecía una sombra gigante confundida con las sombras gigantes de esa noche gigante, fresca y crucial. Benny tendió unos de los paños sobre la orilla, se recostó del tronco del árbol, yo me adosé a su cuerpo y él nos embutió a ambos en la calidez de la manta. El cielo nos mostraba sus continentes galácticos y sus espejos hospitalarios.
—Quiero una boda en una iglesia pequeña —dije.
Benny me abrazó con una fuerza tenue.
—Con pocos invitados —continué.
Benny frotaba su mejilla sin rasurar contra la mía. Me hacía cosquillas.
—El único paje será Pedro Pablo, mi sobrino. Es un chamito encantador. Ya lo conocerás.
Benny acariciaba mis manos.
—LauraÉ me llevará al altar. Sé que se verá raro. Pero qué me importa. Ella es mucho más que mi hermana. Además, ni siquiera sé dónde se encuentra mi padre. A decir verdad, ni siquiera puedo decir que lo conozco.
Benny masajeaba mis brazos para hacerme entrar en calor.
— ¿Y tu familia, Benny? ¿Cuándo la conoceré?
Una breve parálisis me indicó algo indefinible.
—No sé, Ornela. A mí mismo me parece no querer conocerla.
Traté de ver sus ojos. Él observaba el oscuro mar en la oscura lejanía.
—Acuérdate que, eventualmente, no les causará ningún placer enterarse que ando casándome con una gentil. Eso es tabú para ellos.
— ¿Tan estrictos son? —me acurruqué aún más contra su pecho.
—Mmmjú.
—Bueno, si es así, pues que así sea. Menos gente significa menos ajetreo.
— ¿Te conformarás con una ceremonia austera?
—Sí. Fedora será mi madrina. ¿Has pensado en el padrino?
— ¿Qué tal te parece don Vito Corleone?
Le di un pellizco.
— ¡Ouch!
—Eso es para que aprendas. Le diré a Javier que sea tu padrino. ¿Estás de acuerdo?
—Lo que tú digas, mi vida.
—Será una ceremonia pequeña y sencilla, pero voy a llenar la iglesia de lirios y crisantemos.
—Conozco a un mayorista de flores que nos dará un precio de ocasión.
Nuevo pellizco.
— ¡Ouch!
—Se te salió el judío. No me importan los gastos. Quiero también que alguien nos cante el “Ave María”. Ya que estás en la farándula, ¿a quién podrías recomendar?
— ¿Qué te parece el “Jaguar”?
— ¿Richi Marvin Montaner?
—Mismamente.
— ¿Tú quieres que se forme una tángana en la iglesia?
—Ya me estoy imaginando el barullo: cientos de miles de quinceañeras lobotomizadas chillando porque su ídolo nos canta el “Ave María” en versión insípida e inoculada, peculada, especulada y emasculada.
Otro pellizco.
— ¡Ouch!
—Deja el machismo, Benny. Lo que pasa es que todos los hombres le tienen envidia al “Jaguar” Richi Marvin Montaner porque es buenmozo…
—…y medio parguete. ¡Qué paquete! Prefiero el libro gordo de Petete.
—Ya no sigas.
—Pero es verdad. Al tipo le gusta que le resuellen en el cogote. Todos esos “Jaguares” son iguales.
Pellizco de nuevo.
— ¡Ouch! Me está doliendo, chama.
—Bueno, ya. Después nos encargamos de buscar al cantante. O la cantante.
—Cantante y sonante.
Suspiro de mi parte.
— ¿De verdad te quieres casar conmigo, Benny?
Yes, ma’am.
Y nos besamos y nos besamos y yo seguí haciendo planes hasta que nos agarró el amanecer.
—Uy, tengo tortícolis —dije, cuando el sol asomaba por el horizonte.
—Se me durmieron las piernas.
—No me siento el pompis.
—Yo sí lo siento.
—Canalla. Me has hecho cosquillas toda la noche con tu barba.
— ¿Dónde están mis piernas? ¡Por las barbas de Yijova! ¡Se las han robado! ¡Hasta en esta playa somos víctimas del hampa desatada!
— ¡Cállate y párate!
Volvimos a la cabaña a asearnos, desayunarnos y a pasar la jornada con nuestros amigos. Fue un fin de semana muy placentero. Benny se comportaba como un novio casto del siglo XIX.
—De ahora en adelante me llamarán Fidel Casto.
—Cállate.
Regresamos a Miami. Graciano y Tracy se quedaron en las Bermudas, previendo cualquier intento de extradición. Benny tenía que volver a Caracas.
Nueva despedida en el aeropuerto.
When are we going to make love, baby?
—Pronto —lo besé en los labios—. Prométeme que no tendrás ojos para ninguna otra.
—Lo juro. Y si no, que dios y la patria os lo demanden.
—Cállate. Tengo celos de tantas actrices y modelos…
Se puso a cantar y a bailar “I only have eyes for you”. Los viandantes se le quedaban viendo y yo me ponía roja de vergüenza.
—Aquiétate, Benny.
Comenzó a claquetear los tacones, en una especie de tap enmarañado.
—Termínate de montar en el avión, Benny.
Ese era el locuaz con quien pensaba casarme. Pellízcate, Ornelita.
De vuelta al trabajo.
Javier no se veía nada bien.
—Me marcho a Nueva York a ver un ezpezializta.
—Me parece muy bien. La salud es lo primero. Mientras tú vas y vuelves, me voy unos días a Caracas a gestionar la cobranza pendiente y a sondear el panorama. ¿Necesitas dinero?
Le extendí un cheque y lo abracé.
—Cuídate, chamo. Sabes que te necesito muchísimo.
—Gráziaz, Orne. Eres un ángel.
Llegué a Caracas. Tal como me lo temía, la situación se descolocaba por doquier. Los pocos bancos que quedaban en pie se tambaleaban. Don Soberbia acusó públicamente al doctor Lizarraga de encabezar una conspiración para desestabilizar su régimen. Solicitó, por la calle del medio, su expulsión de Copei. La dirección nacional del partido se indignó. Pero don Soberbia se indignó más todavía y los mandó a todos a la porra. El partido verde se dividió en dos bandos irreconciliables: Los que estaban en el gobierno y quienes quedaron fuera. Hubo puñetazos, silletazos y pescozones a granel a lo largo y ancho del territorio patrio.
Para complementar la locura reinante, Acción Democrática, ahora en la oposición, decidió excluir de sus filas a “Bicho Loco McGraw”, al conocer la condena de culpabilidad, en su contra, que decidió la Corte Suprema por peculado y malversación. Se hablaba de que don Soberbia había presionado a los magistrados para obtener el veredicto que, aparentemente, decretaba la muerte política de su odiado e hiperventolérico rival. Al darse a la luz pública el madrugonazo contra el defenestrado ex presidente, los adecos parecieron volverse locos de rabia contra sí mismos, repitiéndose las reyertas y los enfrentamientos. Los partidarios de “Bicho Loco” quemaron dos docenas de casas del partido en otras tantas ciudades del interior del país. Parecía la rebelión vulcanizada de un piromaníaco loco. La prensa reportó dos muertos en La Grita, uno en San Juan de Los Morros, tres en Tumeremo y otro en Valle de La Pascua. Los figurantes y cabezas parlantes de la política nacional aparecían a cada momento por la TV  llamando a la calma. Pero había un substrato de rabia generalizada desbordándose por doquier. La pregunta de rigor era, ¿quién habría de aprovechar tamaño desbarajuste?
Me di cuenta que Armandito era uno de los que estaban azuzando la candela sin enseñar la mano. Había tomado partido contra “Bicho Loco”, su antiguo protector. Se comentaba, además, que ahora sus auxilios políticos y financieros provenían del alto gobierno. En una jugada con tintes maquiavelosos, se desembarazó de los simpatizantes bicholoquianos en el comando nacional y le ofreció a mi suegro la secretaría general.
—Sé lo que piensas, Ornela —me dijo el doctor Rubén Arnoldo Rovira—, pero es mucho más lo que está en juego. El anciano soberbio, para bien o para mal nuestro presidente, me ha solicitado un respaldo político, ahora que Copei se ha desprendido de sus responsabilidades gubernamentales. Esto se ha convertido en una merienda de negros. Lo que está en peligro es la vigencia del sistema. Si perdemos el control, la cosa se nos enguerrilla.
La simbiosis entre la administración del embalsamado geriátrico y el sostén político brindado por Acción Democrática, bajo la conducción de mi suegro, se evidenció más cada día. Los representantes de los micropartidos y los minimovimientos del “hormiguero loco” hicieron notar su disconformidad, temiendo ser desplazados por el Leviatán adeco, pero no se atrevieron a despegarse (ni gafos que fueran) de la teta sabrosa del régimen populista de don Soberbia. “Hay que apuntalar las bases del gobierno popular”, sostenían las figuras de la izquierda radical, cogiéndole el gusto a los cargos y a las prebendas. “La administración precisa de un respiro y de un aliviadero para concitar la convergencia”, argumentaban los representantes de la derecha rancia, dueños del capital engordado por el proteccionismo estatal. Mi suegro aseguraba, cada día más, el control de la maquinaria legendaria de AD. Los recursos que le proveía su nueva intimidad (política y personal) con don Soberbia jugaron un rol preponderante. Los adulantes comenzaron a llamarlo “el führer”. “Al "führer" Rovira no se le revira”, era el leit motiv de la reacción antibicholoquiana en las filas adecas. Los partidarios del hipermoquilludo ex presidente resolvieron fundar tienda aparte. Mi suegro los expulsaba del partido, en una interminable diarrea de despidos y execraciones. Armandito era el segundo de a bordo. El cúmulo de complicaciones que enrarecía el ambiente me hacía doler la cabeza y me provocaba mareos. Sin embargo, logré mantener la calma y mis antenas pudieron discernir el rumbo a seguir.
Lizarraga estaba ahora fuera del gobierno. Un sinfín de acusaciones se le venía encima. Intercedí, nuevamente, ante mi suegro para preservarle el pellejo.
—No será fácil, Ornela —me dijo, en el búnker que ocupaba en el sótano de la dirección nacional de Acción Democrática.
—Estoy consciente de que el anciano soberbio quiere su cabeza en bandeja de plata. Pero es el marido de Fedora, mi socia y compañera —alegué.
Mi suegro arrimó un teléfono. Marcó un número y me hizo señas para que tuviera paciencia.
— ¿Echenagucia? Soy yo, Rovira. ¿Cómo está la vaina? —el tono revestido de confianza y perentoriedad del doctor Rubén Arnoldo Rovira no se desteñía ni un ápice, ni siquiera al desglosar las jerarquías en traslación ante el presidente de la Corte Suprema quien, a no dudar, le debía unos cuantos favores a mi suegro—. Te llamo por el asunto Lizarraga… Correcto… Sí, ya sé que el viejo ha hecho de esto un punto de honor… ¿Tú crees?… Por supuesto que lo del “Bicho” es más urgente… Claro, claro… Lizarraga no nos quita el sueño, sino todo lo contrario, pero que tampoco se vea que lo estamos exonerando así como así… Eso… Lo dejo a tu criterio, entonces.
Colgó.
—Acabo de hacer un cambalache.
A buen entendedor, pocas palabras, reza el viejo refrán. Lizarraga salía incólume, aunque algo deteriorado. A los pocos días se le dictó auto de detención a “Bicho Loco”. La noticia causó revuelo internacional. Al mismo tiempo, don Soberbia le concedió la libertad con indulto pleno, aun cuando todavía no se le había dictado sentencia, al golpista Quiñones.
A pesar de las sacudidas políticas, mis negocios siguieron marchando viento en popa. Me fue otorgado el aprovisionamiento de más del setenta por ciento de los comedores escolares del país. Adquirí (de contado y a precio de remate vil, crisis económica generalizada mediante) una procesadora de pescado en Cumaná, una empaquetadora en Las Tejerías, una flota de camiones en Valencia, una fábrica de utensilios de cocina en Maracay y una red de supermercados con sucursales en las principales ciudades del país. Y simultáneamente, los fermentos políticos y sociales trazaban esófagos díscolos por doquier: los ahorristas arruinados con la crisis bancaria erigían barricadas en el centro de Caracas; los encapuchados de los liceos y las universidades se enfrentaban a peñonazos diariamente con la policía y la guardia nacional; los viejitos famélicos, desquiciados al no recibir durante meses su menguada pensión por parte del arruinado seguro social, se sentaban de a miles en las adyacencias del palacio de Miraflores interrumpiendo el tráfico; los rumores de golpe militar arreciaban como las nubes de zancudos negros que se ciernen sobre Tucupita a las seis de la tarde, provocando compras nerviosas de víveres y obligándome a mantener permanentemente repletas las despensas de mis automercados; germinaban, asimismo, rumores de más quiebras e, ipso facto, brotaban colas de gentes enfurecidas en las taquillas de los bancos demandando el dinero depositado; los funcionarios de protección al consumidor clausuraban a diestra y siniestra panaderías, bodegas y supermercados (Benny decía que me estaba moviendo con agilidad de Muhammad Alí en el ensogado para que los míos no se viesen afectados) alegando lucha frontal contra la especulación mientras se presentaba una escasez enloquecida de harina de maíz, aceite de comer, sal, azúcar, café y hasta de ¡caviar!; los agricultores y ganaderos marchaban desde los estados llaneros con sus tractores, sus cosechadoras, sus aviones de fumigación y sus camionetas Cherokee último modelo y, acto seguido, regaban toneladas de maíz en el Congreso porque no les pagaban sus cosechas a tiempo; había manifestaciones todos los días: indios en guayuco reclamando el desalojo de proselitistas religiosos que pululaban en sus dominios ancestrales buscando (misticismo aparte) oro y otras menudencias; agrupaciones de brujos, santeros y babalaos que se dispersaban por el casco histórico de la ciudad cantándole villancicos reticentes a Yemayá porque las vísceras de los gallos muertos en las ceremonias vudú les mostraban signos de ingentes cambios por venir; patotas de astrólogos, clarividentes y pitonisas que se aglutinaban en las cercanías de la plaza Bolívar, la casa natal del Libertador, la bajada de Tazón y el monumento a María Lionza (la reina aborigen encaramada en un danto con las tetas súper erectas) pronosticando el apocalipsis portátil de los tiempos que se avecinaban. Había manifestaciones de amas de casa tronando cacerolas vacías, de gays y lesbianas reclamando por los rolazos que les propinaban los policías al descubrirlos dándose besos de lengua en los parques y plazas públicas, de ruleteros reclamando que no los dejaban aumentar el pasaje, de oficinistas y estudiantes chillándola porque los ruleteros habían aumentado el pasaje a la machimberra, de buhoneros a quienes los alcaldes no los dejaban vender su mercancía en las aceras, de vecinos quejándose porque los buhoneros no los dejaban transitar a través del mercado persa en que se había convertido la ciudad, de corneteros vendedores de cintas y discos piratas porque no les dejaban subirle más el volumen atronador con que inundaban las calles, de los residentes en las adyacencias porque el bachiche minitequero y los vallenatos llorones de los corneteros no los dejaban vivir en paz, de las prostiputas que demandaban seguridad social y protección contra los proxenetas, de los transformistas de la avenida Libertador y de la Casanova porque los policías los raqueteaban a todo momento decomisándoles el escaso dinero que levantaban a los buscadores de sexo extremo, de los motorizados porque los obligaban a utilizar el casco protector y de los choferes porque Letizia Segovia les imponía el uso del cinturón de seguridad en El Hatillo. No hubo quien no saliera a manifestar por cualquier razón. Desplazarse por Caracas se había convertido en una odisea. Y Ornelita vendiendo más y más. Qué paradoja, ¿no? Mientras peor se ponía la cosa, mejor me iba.
Se olisqueaba un remolino distópico en el aire cada vez más frisado que imperaba en Venezuela. Cada tantos días, se podían leer declaraciones de Quiñones, desde los más recónditos lugares de la nación, llamando a la rebelión popular, retando a don Soberbia a encarcelarlo nuevamente, tildando de corruptos a quienes no estuvieran con él y proclamando su solidaridad a voz en cuello con los zapatistas de Chiapas, con Sendero Luminoso en el Perú, con Fidel en Cuba, con Gadafi en Libia, con Saddam Hussein en Iraq y su oposición a ultranza al imperialismo yanqui. Algunos intelectuales reconocidos se aglomeraban a su alrededor. LauraÉ le dedicaba cada vez más de su tiempo a la organización del movimiento neoizquierdista que se estaba nucleando en torno al líder de la Noche de Febrero. Ello significaba que constantemente debía yo velar por Pedro Pablo, ya que mi hermana no se daba abasto entre la novela y su oxigenada militancia política.
Benny y yo pospusimos la fecha de la boda en varias oportunidades. El éxito de "Los senderos…" lo obligaba, prácticamente, a trabajar veinticuatro horas sobre veinticuatro. De hecho, el verdadero protagonista de la novela era él. La trama amorosa entre Flora Toscana y Édinson Vicario seguía siendo importante, pero lo que la gente comentaba en la calle era la última ocurrencia de Benny, la última copla de Benny, la última astracanada de Benny, la última arremetida de Benny contra los políticos y los corruptos. Él continuaba sus castas vigilias conmigo. Y yo estaba segura de su abstinencia y de su alejamiento de vicios y otras depravaciones. Al disminuir un tanto el agite, planeábamos darnos una escapada, quizá a República Dominicana, casarnos allí y sorprender a todo el mundo.
Una lluviosa noche de julio.
    Me encontraba esperando, tal como lo habíamos acordado previamente, a LauraÉ, en su apartamento, con Débora y el niño. Ya eran más de las nueve. Luego de retozar con él un buen rato, acosté a Pedro Pablo. Débora y yo nos aprestábamos a ver el capítulo de "Los senderos…" Cuando me disponía a arrellanarme en el sofá, un flash de última hora interrumpió la programación. Una reina de belleza convertida en narradora de noticias anunció (con una voz aquejada de un sifrinismo fumigado) que el conocido escritor Horacio Quintín Zúñiga, indultado recientemente por gracia presidencial junto con el comandante Quiñones, había aparecido muerto en su apartamento. Las primeras impresiones hacían presumir un infarto. "No se aparten de nuestra sintonía que seguiremos informando…"
Sonó el teléfono.
— ¿Ornela? —la voz de LauraÉ sonaba agitada— ¿Te enteraste?
—Sí. Acabo de escucharlo en la tele. ¿Dónde estás?
—En el comando del movimiento —se refería a la sede de la agrupación política que se estaba nucleando alrededor del comandante Quiñones.
— ¿Qué vas a hacer?
—Voy a reunirme con Benny y con el "Gocho" en la funeraria. ¿Te puedes quedar durmiendo esta noche en mi casa? Al menos hasta que llegue.
—Cero inconvenientes, hermana. A propósito, ¿ya le hicieron la autopsia?
—Sí, creo que sí —LauraÉ parecía dubitativa.
— ¿Y?
—Hay rumores. No sé si creerlos.
—Cuéntame, a ver.
—Están hablando de una sobredosis.
— ¿Cómo? ¿Horacio Quintín era adicto?
—Yo también me estoy desayunando.
—Bueno, tú eres la que estás en la farándula. Dicen que ahí se ve de todo —comenté.
—El último de quien lo hubiera creído era de Horacio Quintín. Además él estaba muy involucrado y entusiasmado con todo este tráfago organizativo del movimiento. Si esto llega a trascender… …
—Ya lo sé —la interrumpí—. Va a ser un muy duro golpe. Sobre todo si el caballito de batalla resulta ser la batalla contra la corrupción y los vicios del sistema.
—Ojalá eso fuera todo, Ornela.
— ¿Qué? ¿Todavía hay más? ¿En qué otra cosa estaba metido el difunto?
—No se trata de Horacio Quintín —LauraÉ se escuchaba ahora más grave.
—Soy toda oídos. ¿O es algo que no se pueda contar por teléfono?
—Acabo de encontrarme a Valentín Vergara en la reunión del comando. Me ha contado que va a publicar mañana, en su columna del "Diario Informativo", la transcripción de una conversación telefónica que llegó a sus manos por conducto de contactos amigables apostados en altas esferas de la inteligencia militar.
Sentí un leve sudor en la mano con que sostenía el auricular.
—Es una conversación entre tu suegro y el presidente de la Corte Suprema, donde hacen un intercambio de sentencias entre la culpabilidad del bicholoco y la exoneración de Lizarraga.
Mi boca estaba más reseca que el espejismo de un oasis en el desierto.
—Y tu nombre sale a relucir, Ornela. Sin embargo, Valentín Vergara me asegura que no te va a nombrar directamente, me imagino que por consideración hacia mí.
"¿Cuántos cuadros me irá a costar esta vez?", pensé.
— ¿Qué más te dijo? —pregunté, chasqueando la lengua.
—Eso es todo. ¿Estás metida en problemas?
— ¿Cuándo no he estado sumergida en problemas, LauraÉ? —hice un esfuerzo para que mi voz siguiera denotando calma y tranquilidad—. Lo que quiero decir es que cuando una persona, como en mi caso, se involucra en tantos negocios a la vez, es inevitable que su nombre salga a relucir y que aparezcan algunos enemigos gratuitos.
—No me gustaría verte envuelta en escándalos, Ornela.
—Y ahora menos que nunca, ¿verdad?
— ¿A qué te refieres?
Pensé en mi hermana y sus ingenuas utopías que la estaban haciendo desembocar, con todo su tesón para el bien y desprovista de malicias pomposas, en este entuerto de deslices, del cual ya yo era, mal que mejor, un artífice supersónico.
—A nada, LauraÉ. Es sólo que no me gusta ver mi nombre en los periódicos y mucho menos en las columnas de chismes.
—No es un chisme. Valentín puso la grabación esta noche y…
—No le metas más cabeza a ese asunto. No vale la pena, te lo aseguro. Anda, ve a la funeraria que yo me quedo esta noche aquí con el bebé y Débora.
— ¿Seguro que no estás enojada?
—El día que yo me ponga brava contigo se congela el infierno.
—Está bien. De todas maneras, vamos a ver cuándo tenemos tiempo de conversar largo y tendido. Hay tantas cosas que quiero decirte y contarte.
—Igual, LauraÉ.
Una pausa.
—Te quiero mucho, Ornela. Tú sabes que sí.
—Yo también.
—Hasta más tarde, pues.
—No te preocupes. Tómate tu tiempo. Chao.
Me quedé pensativa un rato. En la pantalla transcurrían los primeros movimientos del episodio de "Los Senderos…"
—Ya vengo —le dije a Débora. Me levanté, fui a la habitación de LauraÉ, abrí mi bolso, cogí el celular y marqué. Una de las gavetas de la cómoda estaba entreabierta. Mientras sonaba el tono del número al que estaba llamando, traté de cerrarla. Observé, dentro de ella, unos papeles garrapateados con una escritura conocida. No le presté más atención porque en ese instante respondió mi suegro. Le informé acerca de las denuncias de Valentín Vergara.
—Ese cretino de Echenagucia seguro que nunca ha mandado a "barrer" su oficina.
— ¿Cómo? —pregunté.
—"Barrer" significa requisar electrónicamente un recinto para verificar que no hayan colocado micrófonos ocultos.
— ¿Qué piensa hacer, entonces?
—No te preocupes, Ornela. Ese Valentín Vergara está tan desprestigiado que nadie en sus cabales le hará caso. Además, si me preguntan, pienso negarlo todo. Y tú sabes muy bien que yo no soy muy dado a exponerme delante de los micrófonos y las cámaras. Eso se lo dejo a los pantalleros.
— ¿Y con respecto a mí?
—No digas ni hagas nada. Nosotros también tenemos en el búnker nuestro cuerpo de profesionales de medios que se van a encargar de desmentir cualquier alegato. Así que no te preocupes y descansa tranquila. Acércate mañana por allá, de paso, para mandar a chequear todos tus teléfonos y así curarnos en salud. ¿Todo bien, entonces?
—Okey. Hasta mañana, entonces.
Sabía que podía confiar en mi suegro, aunque siempre me quedara una espinita por dentro. Me sentía algo así como maniatada. ¿No habría forma de ponerle un freno a ese tal Valentín Vergara? ¿Y si cambiaba de estrategia e intentaba acercármele a través de LauraÉ, ahora que compartían similares objetivos políticos? Ya pensaría en ello con más detenimiento. Regresé al sofá y me zambullí en el engrudo fantasmagórico de las nueve de la noche.

“Los senderos del paraíso”
Capítulo 249
Escena 16.- Estudio de grabación. Noche.
(El "Jaguar" Richi Marvin Montaner con los audífonos puestos le está dando los últimos toques a la amelcochada balada en inglés con la que va a proyectar su popularidad ante la audiencia anglosajona. La canción termina con el acostumbrado berrido final. Richi, inmóvil, permanece con los ojos cerrados, la cabeza erguida, los puños crispados y conteniendo la respiración, dando a entender que "se la ha devorado". Herbie Farrell, el productor, inclinado sobre la consola observa al ingeniero de grabación, quien levanta el pulgar derecho denotando que todo ha salido a pedir de boca)
HERBIE (satisfecho): Magnífico, Richi. Eso queda. Por hoy terminamos.
(Richi se despoja de los audífonos y va a la cabina de control)
HERBIE (recibiéndolo): Con esta toma finalizamos el disco, Richi. Mañana temprano arranco a mezclarlo y seguro que rompes todos los récords de venta.
RICHI (autosuficiente): Por algo soy el mejor. ¿No te parece, Herbie?
HERBIE: Tú y tu inmadurez…
RICHI: No necesito a nadie para ser el número uno de Latinoamérica. Y ahora, cantando en inglés, las gringas se van a derretir por mí.
(Herbie gestualiza un hastío rápidamente transmutado en tolerancia profesional)
HERBIE: Será como tú digas, mi santo. Nosotros nos vamos. ¿Tú te quedas?
RICHI (petulante): Positivo, campeón. Voy a escuchar una vez más al mejor cantante de todos los tiempos.
HERBIE (con un dejo de ironía): Con mucho veneno y aliño que le ponemos nosotros los productores.
RICHI: No critiques, campeón. Sin mí, no serías sino otro músico más del montón.
HERBIE: Bájate de esa nube, cara bonita. La cosa es al contrario. Es a mí a quien debes lo poquito que sabes de cómo aullar una canción. Y también agradécele al doctor Escobedo Gracián…
RICHI: Cállate, fracasado.
(Herbie tiene ganas de abalanzársele, pero el ingeniero lo contiene)
INGENIERO: Vámonos, Farrell. Ya está bueno.
(Herbie se calma y se deja conducir hasta la puerta)
INGENIERO (hacia Richi): Recoges todo ese material y me lo dejas de este lado, porque cuando regresemos comenzaremos con las mezclas. Te lo agradezco, ¿sí?
(Richi ni le hace caso. Oprime un botón y comienza a sonar otra balada empalagosa)
(Suena el teléfono)
RICHI (ensoñado): ¿Sí?
Corte a:
ESCENA 16. Estudio. Oficina Escobedo Gracián. Hacemos los cortes correspondientes a este telefonema.
ESCOBEDO (con tremendo habano en la boca): Hola, Richi…
(Richi se pone tenso al reconocer la voz)
RICHI (disimulando): Hola, tío. ¿Cómo está la cosa?
ESCOBEDO: Mejorando, mejorando. Y las perspectivas son de que todo va a seguir viento en popa.
RICHI: Me alegro mucho. Ya terminamos el disco. Salió a la perfección, como usted lo quería. Se va a vender como pan caliente de aquí a la China.
ESCOBEDO: De eso no te quepa ninguna duda. Sobre todo si tienes en cuenta que los cantantes y músicos venden más con carácter post mortem.
RICHI: Post ¿qué?
ESCOBEDO: Post-mortem, estúpido. Después de muertos.
RICHI (pausa, extrañado): ¿De qué está hablando, tío? No entiendo.
ESCOBEDO: Ya tengo un nuevo "Jaguar", querido Richi. Los chicos buenos mozos que saben modular tonadillas abundan como el corozillo y la verdolaga en estos países.
RICHI (amoscándose): No sé de qué habla usted, tío, pero solo existe un "Jaguar" Richi Marvin Montaner.
ESCOBEDO: En eso tienes razón. Pero la cantidad de grabaciones tuyas que poseo en mis bóvedas aseguran tu inmortalidad… y mi rentabilidad.
RICHI (algo nervioso): Usted como que me está echando broma, ¿verdad, tío?
ESCOBEDO: Tú mismo te has echado la broma, campeón. Primero, Flora. Después, tus orgías ambivalentes. Y ahora, bueno pues, esto es el colmo: ¡pedófilo!
RICHI (un tanto más nervioso): Pedo-¿qué? Deje de usar tantas palabras domingueras y explíquese.
ESCOBEDO (mordaz): Richi, papi bello, ahora sí que se encaramó la gata en la batea. Acuérdate del hijo de Farrell. ¡Un muchachito de doce años!
(Richi comienza a sudar. Sus manos tiemblan ligeramente. Al fondo, seguimos escuchando la melindrosa balada referente a un amor prohibido)
RICHI: ¿De qué habla, tío? ¿Qué cosas dice?
ESCOBEDO: Farrell se está enterando en este mismísimo momento. Y, ¿sabes?, él tiene unos amigos que pertenecen a eso que llaman en el Norte "The Mob", la cosa nostra latina. Es más, yo se los recomendé ampliamente.
RICHI: Tío, ¡déjese de bromas pesadas!
ESCOBEDO: Hay que ver cómo se venden discos luego que los artistas han muerto. Los ejemplos sobran, desde Gardel hasta Elvis Presley.
RICHI (a punto de descontrol): Tío, ¡yo no me voy a morir! Tío, ¡yo no me quiero morir!
ESCOBEDO: En cambio, cuando se ven involucrados en casos de aberraciones, las ventas bajan porque el público no quiere nada con bichos raros. Y la pedofilia, bueno pues, esa es la paja que le rompió la joroba al camello. Bueno, Richi, te dejo. Feliz viaje (cuelga).
RICHI (escuchando el tono de ocupado): ¡Tío! ¡Tío! ¡Contésteme!
(Richi suelta el teléfono. Se le ve pálido. Se mesa los cabellos)
(Fondo: sigue la balada amelcochada que habla de morir por un amor prohibido)
(Detrás de Richi se abre una puerta. Vemos una silueta emerger de la penumbra. Richi nota el reflejo en el vidrio que separa la sala de control del estudio. Se voltea)
RICHI (en pánico): No, no … ¡Nooooo!
 (Vemos una mano enguantada apuntando una pistola con silenciador. Tres detonaciones sordas se dejan a escuchar. La mano sale de cuadro. Richi se desploma sobre la silla, observando sus dedos manchados de sangre. Jipea con horror varias veces y expira)
(Fondo: la balada se funde con acordes acobardados)
(**Vamos a comerciales **)

Débora se puso lívida.
—Ay, señora Ornela, ¿se fijó cómo mataron al "Jaguar" Richi Marvin Montaner? Y no entiendo por qué lo eliminan así, cuando una ve la novela sobre todo para estar pendientes de todo lo que le pasa a él, tan buenmozo, tan lindo, y no sé por qué lo ponen como a un malvado. Y la verdad es que como que no quiero seguirla viendo.
Me dieron, por un segundo, ganas de explicarle que desde que el "Gocho" Rojas y Benny tomaron el control del teleofidio, sus fobias contra los ídolos quinceañeros se han reflejado de esa manera en la pantalla. "Es la venganza de los caralampios contra los carilindos", alegaban ellos. Y mientras el culebrón mantuviera los altísimos "réitins", Ronnie les daba carta blanca. Aparte de que, quién sabe si a costa del morbo del público, los discos del "Jaguar" se venderían aún más que antes (cosa de la cual el principal beneficiario sería el mismísimo Ronnie, indudablemente).
Me levanté para estirar las piernas. Me asomé al cuarto del nené sintiendo su tranquilizadora respiración acompasada. Luego, me serví cuatro dedos de jugo de naranja en la cocina.
Repicó mi celular.
—Aló, ¿Ornela?
—Sí. Hola, Armandito. ¿Dónde estás?
—Voy a estar en el "Périgord" dentro de media hora —se refería al restaurant francés de moda en ese momento— para reunirme con Romero y Quevedo Amundaray.
—Esa es la gente de mayor confianza de Lizarraga y del gordiflón refranero en Copei —recordé.
—Quieren que les sirva de mediador con el presidente para lograr una tregua y, posiblemente, la reunificación.
—A estas alturas, y conociendo a don Soberbia, lo veo muy difícil.
— ¿Por qué no vienes conmigo, Ornela? Tú siempre logras distender los ánimos.
— ¿Yo? ¿Qué pito puedo yo tocar ahí?
—Puedes contribuir a limar las asperezas.
—Esas temperaturas están muy caldeadas.
—Ven, chica, por favor —insistió Armandito—. Además, hace tiempo que no nos vemos y, después que hablemos con esta gente, tengo tantas cosas que decirte.
— ¿De qué estás hablando, Armandito?
—Ornela, por teléfono no, por favor. Ven.
— ¿Qué tienes en mente?
—Quiero verte. Simple y llanamente. Fuera de política.
—Ya eso no puede ser. Voy a casarme, Armandito.
— ¿Con ese… con ese…? Ornela, por dios. Ven. Déjame pasarte buscando y hablamos.
—No, vale, mejor no. Andas muy acelerado y podrías decir cosas de las que luego te arrepentirías.
—Ornela, te lo estoy pidiendo. En serio. Ven.
—Quedémonos como amigos. Chao.
Colgué. Sin más ni más.
No transcurrió ni medio segundo y volvió a sonar el celular. Creí que era Armandito de nuevo y me aprestaba a darle una respuesta más contundente.
— ¿Ornela? ¿Baby?
Era Benny. Suspiré aliviada.
—Dime, papi. ¿Dónde andas?
—Estoy con el "Gocho". Llamaba y llamaba y sonaba ocupado.
—Era Armandito que me estaba invitando a una reunión en el "Périgord" con una gente  de Copei dentro de media hora.
— ¿Y…? —Benny se oyó mínimamente ansioso.
—Negativo. Estoy cansada de tanta reunidera con esos políticos para que, al final, terminen peleándose como perros y gatos por unas migajas. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo?
—Elucubrando aquí con este intelectual de postín.
—Ya mataron al "Jaguar".
—Y los que faltan.
—Coye, no vayan a exterminar a toda la raza humana.
—La raza humana emana una cana muy ufana en La Habana, mana. ¿Y tú-qui-tis? ¿Qué piensas hacer y deshacer en este ayer que parece muy de anteayer en el taller de un bachiller?
—Voy a quedarme a esperar a LauraÉ que está en el velorio de Horacio Quintín. ¿Tú no piensas ir?
—Más tarde. ¿Te vas a acostar ya?
—Termino de ver la novela y me lanzo de cabeza en la cama. Estoy molida.
—Y adolorida, descolorida, perimida y talidomida con un dietil-amida.
—Ya cállate. Mañana me cuentas.
You know what?
— ¿Qué?
I lo-lo-lo-love youuuuuuuu.
—Yo también. Mucho, mucho. Hasta mañana, papi.
Me volví a arrellanar.

Escena 17.- Interior del carro de Escobedo. Noche.
(Escobedo habla por el celular mientras el chofer lo conduce a través de la noche citadina)
ESCOBEDO (imperioso): ¿Cómo que no la han conseguido? ¿Cómo es eso que no logran ubicar a una mujer preñada, incapaz de movilizarse con agilidad?  ¿Para qué les pago, entonces? ¡Cuerda de inútiles! Eso es lo que son ustedes. Si de aquí a veinticuatro horas no la han encontrado, vayan poniendo las barbas en remojo, porque se las van a ver conmigo, partida de incapaces.
(Corta la comunicación y marca otro número con impaciencia)
ESCOBEDO: ¿Aló? … ¿Ministro? …   ¿Cómo está todo? … ¿Sí? … Magnífico… En este momento voy para allá a reunirme con él y  a cuadrarlo todo… Cuenta con eso, hermanazo. Ya esos indigentes han sido desalojados y esos terrenos son nuestros…  Los hemos reventado por la cabeza y vamos a ganarles la partida, así formen diez mil zaperocos por la prensa y la televisión. Como que me llamo Escobedo Gracián… Al terminar con este zoquete te llamo… Seguro, hermano… Y después que finiquitemos todo, vamos a celebrarlo en grande descorchando unas botellas con unas buenas mozas… Ve preparándote, pues…  Hasta dentro de un rato…
(Escobedo corta la comunicación. Vemos el auto aparcarse en un sitio de lujo. Un portero acude presuroso a abrirle. Escobedo desciende ufano, abotonándose el saco)
(Unos santones cabezas rapadas se encuentran, en las adyacencias de la concurrida calle, entonando cánticos y vendiendo incienso y otras baratijas. Escobedo los observa con gesto no desprovisto de sorna mientras se apresta a dirigirse al centro nocturno)
(Uno de los pelones se separa del grupo, cantando y haciendo reverencias. El portero lo ve y se mueve para impedirle el acercamiento)
(En cámara lenta: El coco pelado lo aporta de un empellón y, súbitamente, lo vemos arrojar a un lado las varillas de incienso y esgrimir una pistola automática)
(Efecto: latidos de corazón sobre silencio absoluto)
(Escobedo se da cuenta de lo que sucede. Apura el paso para penetrar al recinto)
(El calvo, cuya cara está desfigurada por un grueso maquillaje de látex, se coloca en posición de disparo y tira tres veces. Los otros santones arrojan petardos para distraer la atención. Dos de ellos explotan muy cerca del chofer, distrayéndolo)
(Efecto: detonaciones con eco profundo)
(Escobedo encaja los balazos en la espalda y se desploma. Nota para producción: asegurarse que los estopines estallen con visibilidad, porque en la escena 22 del capítulo 199 no se pudo apreciar bien el asunto)
(Los santones toman las de Villadiego. Dos camionetas Bronco de color oscuro, sin placas, los esperan. Ambas parten raudas y se pierden en el tráfico)
(El sicario aprovecha la confusión y penetra a un estacionamiento subterráneo cercano. El chofer-guardaespaldas parte tras él, revólver en mano, pero no dispara por temor a herir a los transeúntes que se atraviesan)
(Audio: confusión generalizada + gritos)
PORTERO (en cuclillas, al lado de Escobedo): ¡Un doctor! ¡Que alguien llame a un doctor! ¡Consigan una ambulancia, rápido!
Corte a:   
Escena 18. Exteriores locación, dentro del estacionamiento subterráneo.
(El chofer desciende la escalera. Vemos varias hileras de puertas. El chofer sostiene el revólver apuntando hacia arriba, en máxima alerta. Se agacha intentando ubicar los pies del sicario a ras del piso, entre las ruedas de los carros. No se ve nada. Se incorpora. Súbitamente, un ruido se escucha detrás de él. Se voltea presuroso y apunta. Es el vigilante del estacionamiento, asustado al verse encañonado)
(Nota: cuidar los saltos de eje)
CHOFER: ¿Para dónde cogió?
VIGILANTE: ¿Quién?
CHOFER: El embatolado.
VIGILANTE: ¿Uno que entró como alma que lleva el diablo?
CHOFER: Ese mismo.
VIGILANTE (señalando): Se metió por esa salida de emergencia.
(Se dirigen presurosos hacia el punto indicado. Intentan abrir la puerta. Algo la atasca del otro lado. Tras unos cuantos y esforzados topetazos, logran abrirla. Un pesado barril lleno de desperdicios es el obstáculo. Lo apartan. Salen a un lote baldío delimitado por un paredón.  El chofer y el vigilante ven tiradas en el piso las vestimentas del santurrón. Corren hacia el muro. Unos cajones, colocados con anterioridad por el fugitivo, les sirven para empinarse. Del otro lado vemos la calle rebosante de viandantes y vehículos. Es evidente que ya es demasiado tarde)
CHOFER (impotente): ¡Maldita sea!
Corte a:
Escena 19.- Apartamento Rayza Mireya. Noche.
(Rayza Mireya está picando tomate, pimentón, ajo y cebolla. Flora está bordando unos escarpines. Al fondo, la tele está encendida. Están pasando una culebra)
RAYZA MIREYA: Caramba, Flora, yo sé bien que tienes un compromiso moral con esa gente, ahora que los han desalojado y no tienen adónde ir.
FLORA: Es más que un compromiso, Rayza Mireya. Esas personas son como… como mis hijos (se frota el abultado vientre)
RAYZA MIREYA: Pero primero tienes que pensar en tu propia criatura, mana. Ya no estás para esos trotes. Además, acuérdate de lo que te dijo el obstetra.
FLORA: No puedo estarme tranquila pensando en lo desprotegidos que están ellos.
RAYZA MIREYA: No puedes componer el mundo tú sola. ¿Qué lavativa es esa, Flora? ¿Qué se hicieron los demás?
FLORA: Escondidos. Huyendo de sus propias sombras, después de involucrarse en el fallido golpe de estado.
RAYZA MIREYA: A veces me da la impresión de que meterse en berenjenales políticos es como morirse en vida. ¿O será que le tengo tanta fobia a esa cosa?
FLORA: Cada cual lucha con las herramientas a su disposición.
RAYZA MIREYA: Sí, es verdad, pero esos locos nuestros se buscaron unas herramientas bien complicadas. Y ahora andan huyendo como forajidos. Todos son una pila de testarudos. Empezando por Édinson, que cuando se le mete una cosa en la cabeza es como esas mulas que solo saben andar por un camino.
(Vemos la tensión en el rostro de Flora al oír mencionar a Édinson)
RAYZA MIREYA (enderezando el entuerto): Ay, perdóname, chama, siempre se me olvida.
FLORA (retomando el buen semblante): Y no te olvides que Benny anda con él.
RAYZA MIREYA (sonrojándose): Ese es otro loco de atar. ¿Por qué seremos nosotras tan masoquistas y seguimos haciéndole caso a estos impenitentes impertinentes inteligentes?
FLORA (levantándose con esfuerzo): Ya hasta hablas igualito a él.
RAYZA MIREYA: ¿Adónde vas?
FLORA: Al baño. Ya vuelvo.
(Audio: fanfarria de boletín en la tele)
RAYZA MIREYA (chupándose el dedo): Carrizo, me asustó ese trompetazo y me corté.  ¿Qué habrá pasado?
(Flora no parece hacer mucho caso y sigue rumbo al baño)
NARRADOR (en Off): Este es un extra de última hora… Un atentado acaba de ser perpetrado en la persona del conocido empresario y hombre público, doctor Rumeno Escobedo Gracián…
(Flora se detiene, todavía de espaldas al aparato, comenzando a prestar atención)
NARRADOR: …quien recibió varios disparos a las puertas de un conocido centro nocturno de la urbanización Las Mercedes. Inmediatamente fue conducido al Urológico San Román donde, en estos momentos, está siendo intervenido quirúrgicamente para salvarle la vida. Los cuerpos de seguridad han acordonado el sector para impedir la fuga de los sicarios. Mientras tanto, hemos recibido en nuestra redacción un comunicado de un autodenominado Comando Ético Revolucionario (C.E.R.) que reivindica la agresión en aras del rescate de la moral pública. En dicho escrito apócrifo, del cual estamos haciendo llegar copia a los organismos competentes, el C.E.R. acusa al doctor Rumeno Escobedo Gracián de ser uno de los principales responsables del auge de la corrupción en nuestro país, por lo cual ha sido sometido a juicio popular, encontrado culpable y condenado. Manténganse en nuestra sintonía que seguiremos informando.
(Audio: fanfarria del noticiero)
(Flora se ha detenido ante la puerta del baño. No se siente bien. Se sostiene el vientre)
RAYZA MIREYA (excitada): ¿Escuchaste, Flora? ¡Qué barbaridad a lo que hemos llegado! Aunque no puedo menos que decir que el Escobedo Gracián se lo buscó él mismito, con sus malas artes y sus argucias (se chupa el dedo y sigue picando). No vayas a creer que estoy llorando por él, mana, son las cebollas.
(Flora está lívida, pero todavía no se queja)
(Audio: fanfarria del noticiero otra vez)
RAYZA MIREYA (secándose los ojos sin dejar de mirar la tele): ¿Otra vez? ¿Será que ya pasó el páramo el Escobedo Gracián? No duró nada…
NARRADOR (en Off): Este es otro extra de su telenoticiario estelar. Acaba de ser encontrado sin vida en la ciudad de Los Ángeles, California, la estrella pop venezolana y máximo vendedor de discos en Latinoamérica, el "Jaguar" Richi Marvin Montaner, víctima, asimismo, de tres balazos.
(Vemos a Flora con un dolor cada vez más intenso)
NARRADOR: Las autoridades policiales de esa ciudad norteamericana no han adelantado hipótesis sobre la identidad del asesino y las motivaciones para este horrendo crimen que ha segado la vida de, sin duda alguna, la más importante figura de la escena musical venezolana y latinoamericana. Manténganse en nuestra sintonía que seguiremos informando…
(Audio: fanfarria del noticiero)
RAYZA MIREYA: Pero bueno, ¿y entonces? Dicen que la justicia divina tarda pero llega. Dos pájaros en una sola jornada. Ver para creer.
(Rayza Mireya se voltea y observa a Flora, nota su dolor, suelta el cuchillo, se seca las lágrimas, se chupa el dedo y va, presurosa, hacia su amiga)
RAYZA MIREYA: ¿Qué te pasa, Flora?
(Flora está a punto de doblarse. Rayza Mireya la toma del brazo y la conduce hasta el sofá)
FLORA (a duras penas): Ya se me va a pasar, Rayza Mireya. Déjame reposar un ratico.
RAYZA MIREYA: ¿Ya se te va a pasar? Qué va, chama. Como que te llegó la hora.
FLORA (sudorosa): Lo mismo me dio esta mañana. Todavía no me toca.
RAYZA MIREYA: Déjate de zoquetadas. Vamos a prepararte para llevarte a la maternidad.
FLORA: Te digo que no es nada.
(Audio: suena el timbre de la puerta)
(Flora deja escapar un quejido)
RAYZA MIREYA: ¿Quién será? Mira, Flora, cero terquedades. Nos vamos para la maternidad, ¿oíste?
FLORA: Que no es nada, te repito.
(Audio: suena el timbre con más insistencia)
RAYZA MIREYA: ¡Voy!
FLORA (quejándose profundamente y apretando la mano de R.M.): ¡Aaaaaahhh!
(Audio: vuelve a sonar el timbre con porfía)
RAYZA MIREYA (enredada): ¡Que ya voy! No te muevas, Flora. Ya vamos a solucionar esto (se levanta presurosa y abre la puerta).
(En subjetiva del recién llegado vemos a Rayza Mireya sorprenderse y, al mismo tiempo, escuchamos más exclamaciones adoloridas de Flora. Hay tensión en el ambiente)
(Fondo: acordes sorpresivos)
(**Vamos a comerciales **)


—Bueno, Débora, no te puedes lamentar. También le dieron matarile al doctor Escobedo Gracián, el más malo entre todos los malosos de este mundo —comenté, algo risueña.
—Esta novela cada día está más loca, doctora Ornela.
— ¿Qué le pasa al niño? —pregunté.
— ¿Se habrá despertado? Voy a ver —Débora se dirigió al cuarto del pequeño.
Los comerciales se sucedían uno detrás del otro, con su profusión de coloridos y musiquillas pegajosas. Yo tenía la mente en blanco. En eso, sonó el toque de clarín del noticiero anunciando un extra. ¿O era la continuación de la trama? Mi mente divagaba.
"Esta es una información de último minuto. Acaba de ser asesinado el diputado acciondemocratista Armando Valenzuela…"
Me sobresalté.
"…a la entrada del restaurant 'Périgord' en la urbanización Las Mercedes. Dos sicarios, los rostros cubiertos con medias de nylon, se aproximaron en una moto sin placas y uno de ellos abrió fuego contra el conocido dirigente adeco al disponerse éste a adentrarse al citado restaurant. El cuerpo sin vida del político todavía yace en la acera, mientras los funcionarios de PTJ abren las pesquisas correspondientes. Dentro de pocos instantes, transmitiremos desde el lugar de los acontecimientos con nuestra unidad móvil. Mientras tanto, no se aparten de nuestra sintonía…"
Me levanté como si hubiera recibido un corrientazo.
Repicó mi celular. Era mi suegro.
—Aló, ¿Ornela? ¿Te enteraste?
—Acabo de escucharlo en la televisión. ¿Qué ha sabido usted?
—Nada. Absolutamente nada.
—Me he quedado sin habla. ¿Quién habrá podido matar a Armandito?
—Es muy temprano para hacer conjeturas, pero él tenía muchos enemigos por líos de faldas. Armandito se las daba de playboy. A lo mejor se enredó con la mujer de otro, qué sé yo.
No tuve respuesta para eso.
—De todos modos, Ornela, voy a ponerme en contacto con algunos jefes policiales amigos míos. Alguien debe tener una explicación de esto. ¿Dónde estás tú?
—En casa de mi hermana. Voy a pasar la noche aquí.
—Bien. Al enterarme de algo te llamo.
—Perfecto. No importa la hora.
—Hablamos luego, entonces.
—Chao.

Escena 20.- Puerta del apartamento Rayza Mireya. Noche.
(Subjetiva del recién llegado, continuación secuencia anterior)
(Rayza Mireya estupefacta. En Off escuchamos un quejido largo de Flora)
(Fondo: acordes de expectativa)
RAYZA MIREYA (sin saber qué hacer): ¿Qué significa esto? (hacia Flora)  ¡Voy, manita! (Le habla al recién llegado) ¿Y tú? ¿De dónde apareces? ¿Con qué facha y con qué desfachatez… ?
(Flora lanza un quejido ronco)
RAYZA MIREYA (hacia el visitante, cada vez más nerviosa): ¡No te quedes ahí parado!
(Vemos a Benny en el umbral con la cabeza rapada)
BENNY: ¿Qué te pasa, calabaza untada de mostaza en casa de los Arreaza? ¡Qué cachaza en la melaza!
RAYZA MIREYA (halándolo hacia el interior): Flora está a punto de dar a luz.
BENNY (dejándose arrastrar): ¿Ese es todo el patatús? ¿Por eso aúlla cual micifuz?
RAYZA MIREYA: tenemos que llevarla a la maternidad. Ayúdame a cargarla.
BENNY (deteniéndose): Tal como lo asegura el calabrés, mejor que dos son tres.
RAYZA MIREYA: ¡Deja la habladera de bolserías y ayúdame!
BENNY (tornándose hacia la puerta): Hermanito, sin pena venga corriendo, que su amada ya está pariendo.
(Entra Édinson y se detiene aprensivo… también tiene la testa rapada)
RAYZA MIREYA (sorprendida y tratando de erguir a Flora): Pero bueno, ¿y entonces? ¿De dónde les salió esa nota de rasparse el coco? Ayúdenme, pues.
(Flora, en medio del dolor, abre los ojos y mira a Édinson)
ÉDINSON (sin dejar de verla): Flora, ¿estás bien?
(Flora, contrita del dolor, busca su mano. Édinson se arrodilla junto a ella)
RAYZA MIREYA: Este parto se nos adelantó de maraca. Vente, Benny, acompáñame.
ÉDINSON (sin soltar a Flora): ¿Adónde van?
RAYZA MIREYA: Al quinto piso, a  buscar a mi comadre Maritza, ¿te acuerdas de ella?, la que es enfermera en el hospital de Los Magallanes. Me huele que Flora está a punto de reventar. Vamos, Benny.
(R.M. y B. parten. Flora se retuerce de dolor, pero sus ojos buscan los de Édinson)
ÉDINSON: Tranquila. Ya fueron por ayuda. Todo va a estar bien.
FLORA (con esfuerzo): Perdóname… Édinson…
ÉDINSON (acariciándole la frente): No. Perdóname tú, mi amor. No he debido abandonarte nunca. Me voy a quedar para siempre contigo. Y este bebé, esta criatura que está a punto de nacer, será el objeto de mi más grande amor… mi propio hijo.
FLORA (a duras penas): Te amo, Édinson… ¡Aaaahhh!
ÉDINSON: Yo te amo más todavía… (impaciente) ¿Por qué se tardarán tanto?
(Entra la comadre, seguida de R.M. y B. Édinson se aparta. Maritza comienza a palpar a Flora)
RAYZA MIREYA (dominando la ansiedad): ¿Qué hacemos entonces, comadre?
MARITZA: Esto está a punto de melcocha. No hay tiempo de llevarla a la maternidad. Van a tener que echarme una manito. Pongan a hervir agua y consigan todas las toallas que puedan.
RAYZA MIREYA: ¡A mover ese pompis, pues!
(En cámara rápida como en los "Comedy Capers": vemos a Rayza Mireya, Édinson y Benny montando ollas, recogiendo servilletas, llevando cosas de aquí para allá, en corri-corri. Benny arma un desorden con sus habituales locuras, esta vez a lo Chaplin. Maritza pone a Flora en disposición de parto. Benny finge desmayarse. Édinson no sabe qué hacer. Rayza Mireya es una hormiguita que está en todas partes resolviendo con prestancia)
(Fondo: acordes rapidines)
(Hacemos disolvencia sobre este plano general, marcando transición)
Corte a:
(Two-shot de Benny y Édinson. Ambos lucen nerviosos)
(Audio: llanto de recién nacido)
ÉDINSON: ¡Por fin!
BENNY: Recio, qué necio, nació este Ignacio, como en un gimnasio, maullando como estrella del pancracio.
(Rayza Mireya entra a cuadro trayendo al desnudo bebé)
RAYZA MIREYA: ¡Es un varoncito! ¡Qué lindo es! ¿Verdad, papi?
BENNY: Es un varón, nacido en medio de un sofocón. Dígalo ahí, Edinsón.
ÉDINSON. ¿Cómo ves a Flora?
RAYZA MIREYA: Agotada, pero en inmejorables condiciones. Anda, acércate a hablar con ella.
(Édinson sale de cuadro)
RAYZA MIREYA: ¿Cómo te parece, papi?
BENNY (cargándolo): Bonito el chiquito.
RAYZA MIREYA: ¿Será que algún día, tú y yo…?
BENNY: Si tú y yo sacamos un crío de esto, por favor no des a luz en un por puesto, porque segurito que nace con los lentes puestos…
RAYZA MIREYA: …y va a lloriquear en verso.
BENNY (insinuante): Pero para tener un rozagante muchacho, hay que bregarlo primero con mucho empacho. ¿Cuándo le vamos a echar piernas, caracho?
RAYZA MIREYA: Ay, papi, no seas tan impulsivo.
BENNY: Si no lo fuera no estaría vivo. Dale un besito a tu divo, para que la cabeza le dé vueltas como un tiovivo, y no se ponga a berrear como un chivo.
(Besito casto entre ambos)
(Édinson está reclinado junto a Flora. La comadre Maritza termina de recoger el perolero y se aparta discretamente)
ÉDINSON: Es un nené muy bonito. Como su madre.
FLORA: ¿De verdad lo vas a querer, Édinson?
ÉDINSON: Tanto como te quiero a ti. Que ya es bastante.
FLORA: Se va a llamar Róbinson. ¿Te gusta?
ÉDINSON: No lo digas tan alto, sino Benny le saca alguna rima loca. Algo que pegue con Édinson.
FLORA: Róbinson y Édinson.
ÉDINSON: Padre e hijo, mi cielo.
(Se besan tiernamente. Édinson luce algo distraído)
FLORA: ¿Qué pasa, Édinson?
ÉDINSON: Benny y yo debemos marcharnos.
FLORA: ¿Por qué? ¿Para dónde?
(Édinson permanece en silencio. Flora se hace conjeturas)
FLORA (como si se le encendiera el bombillito): ¿¡Escobedo!?
(Édinson le pone el índice en la boca. Flora lo aparta)
FLORA: Édinson, no. ¿Por qué lo hicieron?
ÉDINSON: Tengo que irme, Flora. Pero no te preocupes. Muy pronto sabrás de mí. Recuerda siempre que te amo.
(Flora está alelada. Édinson la besa. Ella responde mecánicamente. Édinson se yergue y sale de cuadro. Flora reprime las lágrimas)
ÉDINSON (a Benny): Nos vamos, compinche.
(R.M. vuelve a cargar al niño y observa a Flora, comprendiendo que algo raro pasa)
RAYZA MIREYA: ¿En qué andan metidos ustedes dos?
(Benny hace uno de sus gestos típicos de despreocupación, le roba un beso a R.M. quien permanece medio fúrica y medio ansiosa. Benny hace mutis. Édinson, desde el umbral, intercambia una última mirada con Flora. Ambos, al cabo de tres segundos, bajan la vista. Édinson, con un dejo de culpabilidad, se marcha)
RAYZA MIREYA (resoplando): ¡Hombres! ¿Quién los entiende?
(Fondo: tema de amor de É. y F. en arreglo melancólico)

La concentración se me había escabullido por los sumideros del inconsciente. Las imágenes de la teleculebra se mezclaban en mi mente con los retratos desvaídos de varias sesiones amatorias que más se me parecieron a certámenes de gimnasia.
Pedro Pablo se había vuelto a dormir. Débora decidió acostarse. Me fui al baño y me miré al espejo. Ya tenía treinta años y lucía como de veinte. Había Ornela para rato. Ya no habría más Armandito. Ni más amantes esporádicos.
Apagué todas las luces. Pasé frente al cuarto de LauraÉ. Entré. Encendí la lamparita de la mesa de noche. Al igual que cuando éramos niñas, registré sus cosas. Cogí los papeles de la gaveta. Eran poemas. Poemas de amor. Versos encendidos de amor. Versos que ya yo conocía. Versos demandando perdón. Palabras grabadas, de antemano, en mi espíritu.
Tengo la certeza de que me esperas
tras ese silencio tan ordenado
que me condena al desamparo.
Tus calendarios y mis impurezas
no resguardan ni mis miedos, ni mis inseguridades.
Es la certeza de la sal que nos separa.
Es mi manía de saborearte en sueños.
Es mi esperma que se cuela en los intersticios del desierto.
Es mi yo fundiéndose con tu yo, LauraÉ.
Somos tú y yo, LauraÉ.
Era la letra de Benny. Las palabras de Benny diciéndole cosas a LauraÉ. Mi hermana y Benny. Benny y mi hermana.
Un mareo distante se apoderó de mí.
Salí del cuarto dando tumbos y cavando tumbas en la oscuridad de ultratumba, mientras mi mente se desenfrenaba en una rumba y en un zumba-que-zumba que era el reflejo de un lumumba en una catacumba-cumba-cumba-cumba-umba-umba-umba-mba-mba-mba.
Me sorprendí a mí misma dando vueltas en medio del recibo cuando, de repente, la puerta se abrió dejando penetrar unos hachazos de luz, algunos grados refrescados de temperatura caraqueña y la silueta intacta de Laura Eunice Pérez Pirrone, mi hermana y rival.
Se quedó viéndome con una mirada de corazones aéreos y de piedras resquebrajadas al otro lado de la hipnosis.
—Voy a casarme, LauraÉ —le dije con una voz asperjada de desafíos al hielo eterno, al giro de manivelas y al olvido que no fluye por los cauces del olvido.
Seguí dando vueltas con los brazos extendidos, para marearme con este amor con el que pretendía salvar al mundo, con este amor mismo que se salva a sí mismo para el mundo, respondiéndole al mundo con más amor para el mundo. El amor. El mundo. El amor.
—Voy a casarme, LauraÉ —y comencé a reír.
Mi hermana permanecía junto a la puerta.
—Voy a casarme con Benny.
LauraÉ comenzó a girar, también. A girar y a reír.
—Yo también voy a casarme, Ornela.
Me detuve. LauraÉ continuó trazando círculos de luz con sus pies, con sus manos, con su cintura, con sus ojos.
—Esta noche el comandante Quiñones me ha propuesto matrimonio.
Nos abrazamos. Riendo y llorando.
     Y, luego, dimos muchas, muchas vueltas.

1 comentario:

Unknown dijo...


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