miércoles, 15 de marzo de 2017

Noventitantos (XI)



Capítulo W-23


La vanagloria de ser reconocido como héroe me llegó como un aldabonazo plateado. Yo, el rey de la retorta tuerta, monarca del chascarrillo amarillo y soberano pendejo entre los pendejos, me he decretado adalid supremo y anónimo de la comedia situacional —risas grabadas incluidas— en que se ha convertido la patria de Bolívar desde aquella noche de  Febrero —o, a lo mejor, desde un tiempo anterior— que desenfrenó las prótesis de mi imaginación. Repito y reitero: sólo un inveterado solipsismo podría desencadenar semejante patois. ¡Qué desnalgue! What a mess!  Y este semita descolocado pulsando los estambres, empujando las tramoyas y gozando los embates. John Le Carré asegura: Today one must think like a hero to behave like a merely decent human being. Yo añadiría: piensa como Benny y serás el muchacho de la partida. Si es que de verdad existes. Si es que de verdad eres algo más que la excrecencia de mi imaginación.
¿Por qué me monté en ese jeep? Cuando vi que LauraÉ se mostraba de verdad decidida a seguir a aquel militar cara de cajón de  limpiabotas, sentí celos, curiosidad, envidia, miedo, deseo de instinto maternal, escozor en la ingle, picazón en el cogote y un revoloteo de murciélagos enmarihuanados en el estómago. Hice un cambalache con uno de los panas —todos eran mis compinches— del equipo técnico cambiándole mis mullidos bluyines y la holgada franela que lucía esa noche por sus bragas —no vayan a creer en la madre patria que el tipo usaba pantaletas como un vulgar transformista—, me las canché en un dos por tres, le guiñé un ojo virolo al negro Cacique y, sin mediar explicaciones, me encaramé en el jeep. LauraÉ hablaba y hablaba por el camino. Conociéndola como la conozco, puedo asegurar, sin lugares dubitativos, que estaba drenando nerviosismo. Pasando el embudo de Santa Mónica, se volteó y me reconoció. Su primera reacción fue la misma de los últimos días para conmigo: ¿tú otra vez? ¿Hasta cuándo? Pero, de seguidas, hubo un ligero fulgor que me aseguró, sin palabras, alivio, tranquilidad, apoyo, gracias por estar aquí. ¿Qué más podría ofrecerte, LauraÉ?
Llegar a las inmediaciones de Miraflores, correr como locos esquivando los obuses variopintos e invisibles, tener miedo del miedo mismo, ver morir a unos cuantos —con o sin solipsismo— sentirse gris en el tiempo sin tiempo para suspenderse en el tiempo, y —sobre todo, por sobre todo y sin sobretodo— perseguirte, LauraÉ, pegarme a ti, LauraÉ, alcanzarte, LauraÉ, bailar contigo en esta privilegiada fiesta, LauraÉ, donde parecías haberte olvidado de mí una vez más, LauraÉ, magnífico destino de esquirlas y melodías maniatadas, LauraÉ, donde estoy más asustado que un boticario inexperto, LauraÉ, y estoy detrás de ti sin que lo percibas, LauraÉ, mientras le pones el micrófono en el rostro aquejado de espasmos al comandante cara de danto con verbo ripioso de alevoso Dante que te ha impactado con unos versos huecos fusilados de la nueva trova cubana mientras las explosiones retumban, el morenito recogecables cae muerto y yo —sin concederme el respiro del pensamiento— salto por encima de un obstáculo verdoso, aparto al paralizado comandanto y me echo al suelo contigo, llenándome de yeso, escombros y telarañas. Los comandos pasan inmutables como elefantes ugandeses y te ves asustada, alelada, desprotegida y atónita, LauraÉ. Te abrazo, te siento temblar y  —coño, tenía que ser yo otra vez— me viene una erección, montado sobre ti y más acobardado que el más acobardado cobarde en los predios de la acobardada cobardía porque el solipsismo no me impide acobardarme, LauraÉ. El piso tiembla debajo de nosotros y confiere a nuestras carnes un ritmo primitivo de amor desguarnecido. Nuestros cuerpos se frotan, tu vulva protegida por la mezclilla americana y el algodón vaporoso de tu pantaleta contra mi grande glande de Flandes resguardado por la braga de kaki del canal y el algodón pajarillo de mis interiores deshilachados. Pum pam pum, es un terremoto banal, nos remecemos ambos y, cuando la cosa se calma un poco, yo te zarandeo y ¡zas! acabo, mojo mis calzoncillos con cadencia de baile con Billo y fildeándolo como Manny Trillo, qué orgasmo tan divino, despierta ya, LauraÉ, de vaina puedo hablar con el cosquilleo tan intenso, te obligo a reaccionar, estás temblorosa, estoy tembloroso, mejor te cargo y te saco de ahí antes que te des cuenta que me fui en leches en medio de la turbamulta cual catapulta culta. El olor a almidón se confunde con el de la pólvora, los cortocircuitos, la candela y la mierda. Aférrate a mí, LauraÉ. Apoya tu precioso rostro contra mi pecho, LauraÉ, mientras te saco de este cogeculo descomunal, así sude y resople más que un buey. No mires nada, LauraÉ. Sólo siénteme protegerte, LauraÉ. Te amo, LauraÉ.
Recorro contigo a cuestas los sumergidos callejones donde rebotan los estruendos en refacción de esa noche previa al carnaval. Te deposito en el minúsculo apartamento de la conserje tolimense y, antes de que puedas darte cuenta de nada, salgo soplado como el rayo veloz porque —ahora soy un cid campeador, vacílate esa—Cacique se ha quedado rezagado, coño, ese negro es buena gente, ese niche siempre ha sido de pinga conmigo y lo menos que puedo hacer es echarle una manito. Vuelvo a transitar los vestíbulos arcillosos de esta madrugada que se desata en bloques de podredumbre, LauraÉ, los disparos me cagan pero hago de mi mondongo kosher una bomba cardíaca en baño de adrenalina, corro con todo lo que tengo y mis bofes gelatinosos se agitan, las corvas me cosquillean, los soldados me apuntan y yo les grito “¡televisión, televisión, televisión!”, me ceden el paso gracias al conjuro de la suprema deidad del fin de siglo y del nuevo milenio: ¡Loor a ti, bienaventurada farándula, que abres las puertas y los corazones de los mortales! En otra circunstancia, me habría hecho pupú en las bragas —perdón, madre patria, en los overoles—. Vuelvo a recorrer el camino desandado gritando: “¡Cacique, Cacique, ese negro casiquiare, vaya!”, mientras los plomazos retumban por aquí y por allá aunque, justo es reconocerlo, con menos ímpetu que antes. Subo dos, tres, cuatro pisos, me introduzco a las oficinas desguañangadas. Todo es un reguero por doquier. No puedo evitar toser, el polvillo lo impregna todo. “¡Cacique, Cacique, aparece, panita!”, comienzo a impacientarme ya que siento que mi cuentakilómetros de paladín está por agotarse y el hechizo heroico se va a diluir, como en el cuento de “La Cenicienta”. Llego al último piso. Escucho los pasos marciales. Los comandos de la Disip andan cerca. Estoy sudando más que el buen samaritano. Me encuentro en un pequeño depósito de materiales de oficina.  El ruido de las afueras llega cada vez más opacado. Me siento sobre un archicómodo, un cajón lleno de papeles perimidos producto de burocracias difuntas. Me seco el sudor que me está empañando los anteojos. Una silueta aparece, de improviso, en la puerta. Pego un brinco. La bravura no alcanza para hacerme permanecer imperturbable, es decir, se está vaciando ya a esta hora, cuatro y pico de la madrugada, el tanque del carburante agalludo. La silueta posee un ojo rojo en el centro de la mera mitad de la frente, como si fuera un Polifemo psicotomimético. ¡Coño, it’s a fucking alien! Me coloco los manchados y sucios lentes. “I’m going to be abducted by some damned extraterrestrial dude like those people who always show up in the tabloids!”, pienso, en un tris. Me levanto de un salto and I can see clearly now! Se trata, nada menos ni nada más, que del carnal Cacique, con su cámara a cuestas y grabando sin ton ni son, cual zombi telegénico, como un living dead de la cámara indiscreta, todo un catatónico del show business, caminando como el monstruo de la laguna negra, pero en vez de amenazar con sus fétidas garras lo que hace es absorber la escuálida realidad circundante con su cámara en ristre, chupándose todo el escenario con impudicia y entrepitura orwellianas. Le hago señas a ver si me reconoce. Hey, man, it’s me, Benny, your buddy, man, hey, man, I’m your pal, wake it up!, y el Cacique como si nada, en su nota ensimismada de grabarlo todo, viéndome a través del objetivo, calibrándome con el viewfinder y analizándome sin analizarme como un Robocop inconcluso, como un Terminator sin cadencia, como un velocirraptor de naftalina. Y he aquí, entonces, que percibo un ruidillo detrás de las cajas de papeles. “In the middle of this hell broken loose”, pienso, “a mouse, an uncanny rodent gone wild”. Les tengo fobia, asco y arrechera a los ratones. Me olvido de Cacique, the Frankenstein of the candid camera, y empiezo a apartar cajas, archivos y carpetones. “Darned little devil, I’ll get you!”, susurro mientras transpiro a chorros y los lentes se me vuelven a encapotar. Le caigo a patadas a los cajones llenos de ceremoniales burocráticos, procesos burocráticos, diligencias burocráticas y mierdas burocráticas. Si el desmadre golpista no había llegado hasta ese recinto, pues ahora conmigo se acabó lo que se daba. Benny, the avenger and scavenger, lo estaba despachurrando todo. Papeles vuelan por aquí, legajos saltan por allá. ¿Dónde está el maldito roedor? La furia vindictiva hizo presa del judío errante. Aparto una especie de lona mohosa que cubría un escritorio del año de Matusalén, de esos que tenían una celosía que permitía trancarlos corriéndola por encima —sólida caoba laqueada en color castaño mate— y, de repente repentinamente y con brío de parapente, una sombra verdosa patalea desde debajo del sólido mueble. Le suelto un manotazo. Es otra lona que se mueve con arrebato de catre de mabil. La halo, la halo y la sigo halando, siento unas coces de chivo degollado, siento un olor a flatulencia, me enervo aún más con el perfumito y cuando logro asirlo con firmeza y consigo arrastrarlo, me doy cuenta que es un bulto antropomorfo, un amasijo de grasa, huesos, tendones, tejidos y toda la parafernalia consiguiente. Escucho una letanía apagada y ronca.
—Ay, coño, mamacita. No me tire, no me tire. Ay, coño, no me tire.
Parecería una ranchera norteña de esas que tararean las rockolas de los bares de carretera.
—Ay, coño, mamacita, no me malogre.
Tiro con más fuerza y logro extraerlo desde debajo del macizo escritorio. Todavía no sé si es un tipo ataviado con lona o si es un ratón de enormes proporciones. Mi fobia a los roedores no me permite distinguir tales sutilezas.
La lona me borra el sudor de las manos. Es un hombre y está pataleando.
Lo volteo.
Shit! Es el militar con cara de danto. El mismo que le dio las rimbombantes declaraciones a LauraÉ.
— ¡Quieto ahí, Quiñones!
Escucho varios clicks. Estamos rodeados por una nube de cañones. Cañón por aquí, cañón por allá, cañón por acullá. Cacique con su cámara más acaíta. Cacique grabando. Cacique con su estolidez cataléptica. Cacique con su tercer ojo electrónico. Yo despierto, al fin, más sudado y emparamado que una olla full de sancocho.
El rostro dantífrico de Quiñones está blanco, descolorido, albo —como el sudario con el que amortajaron al rabí de Galilea—. El tipo me calibra. Está más soliviantado que un colegial capturado in fraganti haciéndole una trastada al profesor miope que lo vive raspando en Matemáticas.
Los disips me ven con cara de pocos amigos.
“¡La televisión, la televisión, la televisión!”, atino a decir.
Aprovechando la confusión, Cacique se escabulle. Hell! El negro es burda de ágil. What a swift guy, man!
—Bueno, se acabó lo que se daba. Vamos a quebrar a este güevón —masculló un flaco fibroso y bigotudo que, por lo visto, era quien comandaba el pelotón. Con rapidez de llanero solidario y solitario, prendió a Quiñones por el cuello alzándolo de un tirón, extrajo una pistola de su cartuchera y ya procedía a colocársela al prisionero entre ceja y ceja, cuando se escuchó otra barahúnda detrás de todos nosotros.
— ¡Alto ahí! ¿Lo vas a matar como a un perro?
Era el mayor cara de cajetín. Venía esposado y precedido por otro grupo de rambos en camuflaje. Los ojos de danto del comandanto se llenaron de un espanto que no lo era tanto sino que eran, más bien, un manto como el del manco de Lepanto entonando un canto taranto. Los disips se achicopalaron sutilmente ante el porte y la autoridad del maniatado. Con mi agudo ojo clínico pude percatarme de que, en ese ínterin dubitativo, los comandos perdieron el ímpetu y ya no iban a despescuezar al Quiñones. El mayor quijada cuadrada se plantó hierático, altivo y más cuadrado que un polígono de cuatro lados exactamente iguales.
—El golpe fracasó, Quiñones.
El aludido se recompuso.
—Nuestras tropas se han comportado con el heroísmo inmarcesible que ameritaba la situación… —arrancó el Quiñones, quizá imaginándose en los prolegómenos de una epopeya homérica.
El mayor interrumpió en seco la perorata, proyectando su mandíbula de rectángulos intactos.
—Ya. Llévennos de una vez al ministerio de la defensa, ante nuestros mandos naturales, que es donde nos corresponde estar.
Uno de los camuflados esposó al resoplador de Quiñones.
— ¿Y éste quién es? —preguntó, señalándome, un trigueñón pecho de paloma con acento del 23 de Enero, Casalta y puntos circunvecinos.
Todos me atisbaron con sus típicas miradas acusadoras de esbirros, making me feel guilty once again.
—Se parece al Doctorísimo Chancleto, el de la televisión —ripostó un catire broco, sin molestarse en bajar el cañón de la ametralladora con que me apuntaba.
Es el Doctorísimo Chancleto. Mírale la braga del canal de televisión que carga —añadió un cabezón con la cara llena de verrugas, acné, espinillas y puntos negros.
— ¿Y qué hace aquí el Doctorísimo Chancleto? —preguntó el único de ellos que aun llevaba lentes oscuros, lo cual le confería un modal de piloto de Fórmula I desubicado.
—Te lo está metiendo completo.
—Como jugando al queto.
—Con careta, mascota y peto.
—Así lo dijo don Anacleto.
—El rey del mamotreto.
—Como en la época del orejón Prieto.
—No te metas en un aprieto.
—Cuidao que te doy tu “tate quieto”.
—Te lo saco y te lo meto.
— ¿Quién es que es que es ese sujeto?
—El que tocaba en el cuarteto.
—Roliverio’e chuleto.
Me parecía estar en medio de un vaudeville subatómico.
— ¡Silencio, carajo! —ladró el flaco fibroso y bigotudo.
Un eructo de polillas elegantes brotó desde las corrugaciones abatidas de la madrugada que taxeaba por los burladeros del mes de Febrero. Se trataba del walkie talkie que colgaba del costado del trigueñón pecho de paloma. Con la presteza de un Bruce Lee de los cerros caraquíferos, arrancó un discurseo en el pasmoso idioma tan afecto a quienes se dan bomba y caché parloteando por radio.
—Aquí Meteoro 16.
Un hervido de fonemas carrasposos le respondió.
—Tenemos aquí un hexágono 4 raya 1. Repito, tenemos aquí un hexágono 4 raya 1. Procedemos a licuarlo sin pasaporte, reglamento 7 cero verde.
Réplica de gárgaras en caldo de espinas.
—Afirmativo, Plutón 3. Vamos para allá, cambio y fuera. Señores —dijo, dirigiéndose a sus secuaces—, tenemos instrucciones de trasladar a este par hasta el HLC. De una vez. A mover esas longas.
El flaco fibroso y bigotudo puso cara de desdén.
— ¿Y qué hacemos con el Chancleto? —preguntó el catire broco.
—Que se bata el pelero en su televisión —sugirió el cabezón del acné, las espinillas, las verrugas y los puntos negros.
—Ya nosotros estamos listos por hoy —rubricó el de los lentes de aviador.
—Pírese, Doctorísimo, pues —ordenó el catire broco.
“¿No me irán a aplicar la ley de fuga?”, pensé.
—Paticas pa-qué-te… —susurré.
—Pa’ qué te tengo —completó el de las gafas.
—Voy que quemo y no vengo más —solté, preparándome a escabullirme.
—Como dijo Santo Tomás: agarren su cuchuchás.
—Cuchuchás-chas-chás.
—Rataplás-plas-plás.
—Quititás-tas-tás.
—Mamamás-mas-más.
—Rarrarrás-ras-rás.
—Jajajás-jas-jás.
— ¡Ya cállense, cuerda de tarados! —gruñó el flaco fibroso y bigotudo— ¡Y tú lárgate antes de que se me meta Mandinga en el cuerpo!
Ni perezoso ni corto seguí la recomendación. En el rellano del tercer o cuarto piso conseguí a Cacique. Lo tomé por el brazo y, prácticamente, lo arrastré conmigo.
Saliendo del palacio Blanco y ya a punto de coger rumbo a La Pastora, emergió de la oscuridad circundante un soldadito extraviado apuntándonos con su fusil automático.
— ¿Quién vive? —preguntó, su voz traicionando unos nervios opíparos.
El soldadito montó el arma. Un ligero temblor de su dedo índice y este judío irredento pasaría, sin más ni más, a ver la yerba desde el otro lado de la cerca. Is there life after having loved you, LauraÉ? Is there life after love, LauraÉ? Is there love after love, LauraÉ? Is there life after loving Ornela and you, LauraÉ? Is there life after this tiny little piece of life that I have shared with you, LauraÉ? Aquí estoy, estuve, estaré, entonces, parado frente a la muerte, sin retaguardia, sin aspavientos, sin límites, sin excusas y sin atribulaciones. No hay rimas ni laberintos sintácticos. Sólo un cañón frío y escueto, dispuesto a liberarme al arrojar un minúsculo obús que desbaratará mis tejidos, purgando mi sangre y abortando mis sudores. La muerte como epítome de mis debilidades, disguised in green fatigues instead of coming after me dressed up with the shallow silk of despair, in a time of spiritual uplift and awareness with your very soul, LauraÉ. Am I prepared for all this? As Jethro Tull used to sing, I am “too old to rock and roll, too young to die”. But I want to face your hideous smile, madame Death. So go on, little soldier, pull the trigger and spare me from this obnoxious playground.
—¿Quién vive? —he asked again.
Do it, my young fellow, I dare you said I.
—¿Quién vive? ¡Nojoda! —and I realised he was on the brink of a nervous breakdown, pulling up the barrel of his weapon and getting ready to kick me off to the great beyond.
—Suavidad, suave-na, chamo Ñito —se escuchó una voz abrasiva vadear la penumbra perfumada de herrerías huérfanas que avanzaba desde La Pastora.
— ¿Quién es, quién es? —el nerviosismo ensogado del soldadito atisbaba con avidez las circunvoluciones del amanecer. Pero, al menos, dejó de apuntarme.
—Tranqui, mi llave, q’aquí’stá su pana Canuto.
—Canuto, el del escorbuto ¾ agregué.
—Canuto, el del bututo —dijo él.
—Canuto, el del maruto.
—Canuto, el del esputo.
—Canuto, el ídolo de Macuto.
—Canuto Mobutu.
—Canuto Querecuto.
—Canuto, no tan bruto.
—Pero no por eso menos puto.
El anterior contrapunteo, con retintín de rap culebrero, fue interrumpido por la exclamación del soldadito.
—Coño, Canuto, ¿de dónde apareces, amistad?
—Descargando esta loba q’tiene tostón al mundo inmundo, chamo Ñito. Y si no m'zumbo una d’espanto, quebranto y brinco, t’hubieras quemao nada menos ni nada más q’al Benny, el Doctorísimo Chancleto.
— ¿Cómo es la vaina? —preguntó el soldadito Ñito.
—Al mesmo q’viste y calza, frén. Y hubieras pasao a l’historia como el pinta que s'tiró al king d'los buches en Tacuche. ¿Cómo l’avestruz?
—Verga, pana, es q’ando tariloquiao c/este desmadre del quinto coño.
—Escupe pa’vé.
—No-oh, chamín, tú sabes q’estoy pagando servicio desde hace un año porq’la vieja cogió c/el beri-beri q’me pirara del barrio p/q’no me fuera a enchavá, así q’m’empaté en una d’milicia. Esta noche tempranito tábanos d’lo más tranculos y sin preocupéishon en el cuartel, en Maracay, cuando llegaron los tenientes y capitanes armando un cogeculo, q’yq’ nos veníanos p/Caraquilla a tumbá al gobierno, q’yq’agarren sus macundales porque vamos a prestarle un servicio a la patria. Lo cierto, panela, es q’nos soltaron soledá y tristeza en esta vaina, nos dijeron q’le zumbáramos plomo a tuá verga q’s’moviera y los chivos nos dejaron el pelero. Desde hace rato q’ando buscando modos d’coroná en otro pley, nojodás, porq’Ambrosio Plaza m’está matando.
—Mire, amistad —dijo Canuto—, aquí le vengo c/el consejo, estado Aragua. Déjese d’vainas raras q’esta culebra peló gajo c/ajo, carajo… y hace bulda d'rato, por si no lo sabías. Esos ñeros los embarcaron, maifrén, los carrearon d’frente, y por ahí vienen los pacos quebrando a tó’el q’s’les atraviese. Así q’quítese esa percha, coja pa’su rancho y bátase una d’enconchamiento hasta q’tó’este agite s’desinfle, porq’lo q’viene es enea c/burrundanga.
— ¿Y el hierro? ¿Qué hago c/él ahora q’está encochinao?
—Yo t’compro esa vaina, bróder. Toma estas quinientas nedas y m’lo dejas cas’el pana Cabeza’e Porrón, tú sabes dónde es q’él vive, ¿o nones?
—Por los laos del Observatorio, ¿verdad?
—Positivo. Mosca c/un tumbe, chamín.
— ¿Qué t’pasa, pana? ¿No’stamos culo c/culo? Porq’tú muy bien me puedes echá deo, ahora q’soy desertor. Me pueden salí unas cuantas lunas en canadá.
—Bueno, coja la trilla, brodersín. Yo lo busco más luego.
—Voy a’stá donde mi vieja, ¿okey?
—Ay nos vidrios.
—Date duro, chamorro.
—Encalétame esa vaina donde el Cabeza’e Porrón, pues.
—Ya eso’stá hecho.
—Bien-to, pintica.
El soldadito Ñito cogió rumbo hacia Monte Piedad. La adrenalina hizo que se me empañaran la lengua, la tráquea, los meniscos y las trompas de falopio del acopio con un estetoscopio mirando por un periscopio.
Retomé el camino, esta vez acompañado de Cacique y Canuto. Cuando llegamos al apartamento de la conserje tolimense, ya LauraÉ había recobrado su aplomo ejecutivo. Tomando las riendas del asunto, decidió que partiéramos, inmediatamente, hasta el canal.
Abordamos un taxi en La Pastora. Mientras hacíamos el trayecto, mi mano buscó la suya. Sus dedos se entrelazaron con los míos y, durante breves instantes, nuestras miradas se encontraron. Fue un alivio de siglos explícitos, LauraÉ, saber que nuestros corazones seguían en sintonía.
En la división informativa del canal la nota era de hormiguero en algarabía. Pasamos directamente a la oficina de Grégory Escobar, el jefe de los noticieros. Ronnie se encontraba presente. El negro Cacique rodó el video, saltándose las tomas de los tiroteos y las tanquetas enredadas en la verja del palacio Blanco, hasta que apareció la cara de tapir buchón del comandante Quiñones. Sentí en los demás una atmósfera de arrobamiento mientras oíamos sus palabras rimbombantes y su tono de pastor luterano mezclado con el sonsonete de un declamador provinciano proveniente de las provincias provinciales.
—A la verga —comentó Canuto en mi oreja derecha—, ese pinta también es violento disparando muelas. ¿Cómo se verá en una redoblona molar con el Doctorísimo Chancleto?
Me quedé sin contestar porque mi vista no podía apartarse del entusiasmo contenido que se entreveía en el brillo de los ojos de LauraÉ.
—Esto nos puede meter en problemas con el gobierno —conjeturó Grégory Escobar.
—Yo no soy periodista pero, a todas luces, esto es el tubazo del siglo —replicó LauraÉ.
—Hasta nos podrían cerrar la planta por setenta y dos horas, alegando apología de la subversión —insistió Grégory Escobar.
— ¿Nos vamos a autocensurar, entonces? Yo tenía entendido que el primer mandamiento del periodismo es: “No ocultarás” —la voz de LauraÉ no podía disimular un tono de desafío.
—Sólo trato de recalcar los intereses de la empresa…
—Vamos a transmitirlo de inmediato —Ronnie intervino tajantemente, poniéndole punto final a la discusión—. Sáquenle unas veinte copias y me las hacen llegar a mi oficina. Por cierto, ¿dónde está ese comandante Quiñones?
—Los disips dijeron que se lo llevaban al HLC —dije, sacándome la mugre de las uñas con un clip.
— ¿El HLC? ¿Qué es eso?
Nos vimos las caras con gesto interrogativo.
— ¡El helicoide! ¡Eso es! —Grégory Escobar chasqueó los dedos.
—Mándate una comisión para allá con una microondas. Nadie nos quita esta primicia —ordenó Ronnie.
—Ya está en el aire el video del comandante —informó una chiquitica vestida de rojo carmín, sin duda una asistente de producción.
Volvimos a ver la cara de danto a cal y canto con espanto del susodicho comepasticho, esta vez en transmisión nacional, desde El Algodonal hasta Peracal.
—Tele-Tevé nos tubeó con la intervención del presidente, pero aquí está nuestra respuesta —se ufanó Grégory Escobar.
—Qué bueno que usted haya estado ahí —la mirada de Ronnie se posó con segundas, terceras y hasta cuartas intenciones sobre el rostro de LauraÉ and I didn’t like it.
—Bueno, creo que hasta aquí llegué yo por hoy. Mejor me voy a mi casa —dijo LauraÉ.
—La llamaré en el transcurso del día, licenciada, para invitarla a comer y así agradecerle este inmenso servicio.
El gesto fatigado de LauraÉ lo disuadió de continuar. That’s my girl!
La seguí por los pasillos, sin que ella se diera cuenta, como un guau-guau querencioso en pos de su amo. Al fin ella se volteó y me encaró.
—Hoy no, Benny. Quiero estar sola.
No respondí nada. Sólo la vi alejarse en busca de su cacharrito achacoso en el estacionamiento. Mis tripas y mis gónadas querían rebelarse.
Después me enteré que su mamá había muerto esa misma madrugada.
Fui al cementerio sin dejarme ver.
Allí estaban Ornela y LauraÉ. Cobijadas por una soledad de mimbre, mientras le daban sepultura al vientre que las nutrió y las forjó para esta vida de androides cartesianos, donde el amor es un hongo púrpura que nos ata a los tres junto a ese cadáver que ahora estaba recibiendo paletadas de cemento y tierra.
Las escolté desde lejos. El desamparo las cubría con un ajuar frígido, a esas dos huérfanas impecables, a ese par de corazones que me pertenecía. Los fucking moralistas me seguirán tildando de cínico, pero es que estaba enamorado de ambas las dos together juntas y sendas. Ornela se mudó durante varios días al apartamento de LauraÉ. Yo llamé desde el teléfono público de la esquina.
— ¿Aló?
— ¿LauraÉ?
—Hola. ¿Dónde estás?
—En mi casa. Tumbado con un gripón de los mil demonios —mentí, as usual—. Me acabo de enterar de lo de tu mamá. ¿Por qué no me llamaste? ¿Cómo te sientes? No sabes cuánto quisiera estar contigo en estos momentos.
—Gracias, Benny. Pero ahorita tengo a mi hermana aquí. No soporta la idea de quedarse sola en su casa, luego de la agonía vivida durante los últimos días. En realidad, no queremos estar con nadie. Tú comprendes, ¿verdad?
— ¿Quién es, LauraÉ? —se oyó, al fondo, la voz de Ornela.
—Un amigo. Es Benny, llamando por el pésame —contestó LauraÉ.
—Salúdalo de mi parte.
—Saludos que te manda mi hermana. ¿Tú no la conoces?
—No —volví a mentir. ¿Qué es una raya más para un tigre?
—Vente el sábado a cenar con nosotras y te la presento.
—Okey —respondí, viéndome en aprietos, en apuros y en dire straits.
Algo tendría que cuadrar en mi imaginación para no verme en las horcas caudinas de tener que enfrentarme a LauraÉ y Ornela juntas. Mientras, me zambullí totalmente en el trabajo. “Los senderos…” arrasaba como el barbarazo del merengue. El capítulo donde se escenificaba el golpe de estado acaparó toda la sintonía y mi popularidad alcanzó cotas nunca antes vistas. A mi consabido repertorio de frases huecas hube de añadir la habilidad para los disfraces y los atuendos, pues no podía ni tan siquiera asomar mi ganchuda nariz de descendiente de Abraham que no me acosaran turbas de fans  ávidos de autógrafos, persiguiéndome por insólitos callejones, como en las secuencias en blanco y negro filmadas por Dick Lester en “A hard day’s night”. Fame can become a real pain in the ass. Para no pensar en mis complicaciones existenciales, me di a la tarea de rumbear sin descanso con los panas del elenco. El chamo que hacía de Édinson Vicario, convertido en la figura farandulera por excelencia en Venezuela, armaba en su casa unos derrapes sin parangón. Rodaban a raudales la risca, el montiel ortega, el jalao p’atrás, las drulas y la cañandonga con profusión saudita. Y, of course, no faltaban las bellas sin alma, las actrices y las modelos, con sus duras tetas y nalgas de silicón, sus naricitas moldeadas por los escalpelos y sus lisos vientres de lipoescultura, todas dispuestas a abrir las piernas siempre y cuando sobrara el perico. Menudos desnalgues. Y, sin embargo, en medio de las narices acuosas, los ojos en trance de conjuntivitis, las mandíbulas batientes, las bocas resecas por falta de metáforas y las vulvas afeitadas al granel, mis pensamientos volaban hacia las dos únicas hermanas capaces de arrugarme el pericardio.
Saturday morning.
— ¿Aló?
— ¿Benny?
—Sí. ¿Cómo estás, LauraÉ? ¿Cómo te has sentido?
—Bien. Mucho mejor.
— ¿Y tu hermana? —pregunté, tragando grueso y escarbándome la pensadora para parir una excusa y salir del paso: me aterraba la posibilidad de mentirle a las dos al mismo tiempo y en el mismo lugar.
—Decidió irse a Miami. Mejor así. Creo que el golpe ha sido mayor para ella, pues era la más apegada a mi mamá. Va a retomar su ritmo febril de trabajo. Tú no la conoces todavía, pero es una chama súper emprendedora y tenaz, nada la arredra y no puede estarse sin tomar iniciativas.
—Una workaholic.
— ¿Qué?
—Una adicta al trabajo.
—Tú y tus gringadas. Bueno, lo cierto es que la mejor terapia contra la depresión y la impotencia es retomar las actividades normales y sumergirse en ellas. Por eso fue que la convencí de marcharse a Miami…
Suspiré aliviado. ¡Uf!
—… y yo pienso hacer lo mismo.
— ¿Te vas tú también?
—No, vale. Voy a reintegrarme a “Los senderos…” Aunque le prometí a Ornela que pronto la iría a visitar. Pero primero lo primero.
— ¿Y qué es lo primero?
—Vamos a visitar a Horacio Quintín. ¿Quieres acompañarme?
— ¿Dónde está Horacio Quintín?
—Pero bueno, Benny, ¿en qué país vives? ¿No te has enterado de lo que ha pasado en los últimos días?
— ¿Qué ha pasado en los últimos días?
—Anda a vacilar a Mayuya.
—No, chama, en serio, cuéntame.
— ¿No sabes que Horacio Quintín está preso?
— ¿Horacio Quintín en San Quintín? ¿A quién atropelló ese figurín?
—Benny, no mames gallo.
—Yo mamo…
—No me salgas con una de las tuyas. ¿Me vas a venir que no sabías que Horacio Quintín Zúñiga, nuestro genial libretista, estaba involucrado en el golpe de estado?
—Me desayuno con waffles.
—Eres un embustero de siete suelas.
—Te lo juro, chama. Es más…
—Deja la vaciladera —me interrumpió—. Vente para acá y me acompañas a Ocumare a visitarlo.
— ¿Cuándo?
— ¡Ya!
El calor de Ocumare del Tuy era un martirio que merecía el escarnio sin gríngolas de este semita díscolo y remolón. Para complemento, la prisión lucía su desmesura basta y escarapelada a lo largo y ancho de un terreno desolado, propicio solamente para el pastoreo de chivos, la profusión de mosquitos y la cría extensiva de serpientes. Y, por si esto fuera poco, el olor a mierda penetraba por todos los flancos, en una especie de blitzkrieg de la podredumbre, hedor que percibía con mayor amplificación de lo usual quizás porque esa mañana me había arrancado todos los pelos de la nariz con una pinza de sacar cejas. A eso agreguémosle la típica cara de pocos amigos con que nos salpicaban los guardias nacionales y lo que me provocaba era gritarles: “Let’s party, man!” Los muy samamabiches nos separaron en la entrada y nos sometieron a una requisa meticulosa. A mí hasta me mandaron a bajar los pantalones. I could barely blush just to imagine what they would look like at gazing upon my hairy buttocks! Well, it was a privilege for them to be able to tell their siblings that they watched the one and only Chancleto in the glory of his nakedness. After living through this shameless shame, LauraÉ and I could gather once again and were permitted to go into the yard where the inmates were greeting their visitors.
Horacio Quintín Zúñiga se encontraba en medio del descampado, demacrado, sudado y necesitando con urgencia una rasurada. Se alegró al ver a LauraÉ. A mí me dirigió un gesto donde se entremezclaban una suerte de alivio mentolado y un atisbo de recelo en escayola. A pesar de intentar un aplomo clandestino, se le notaba a leguas el susto. Hizo de corazón tripas para no  perder puntos delante de LauraÉ y su semblante arrendó aires de cachorro falto de cariño. Lo único que le faltaba era menear la colita.
—Qué dulce eres en venir a visitarnos, LauraÉ. Tu presencia ilumina con esplendor de aguamarinas apasionadas…
La prosa sibilina del autor de “Los senderos…” se había transformado en ramplonería languideciente. Era más que obvio que LauraÉ le trastornaba la sesera.
—Vine porque quise constatar las condiciones en que ustedes se encuentran —determinó ella.
—LauraÉ: dispones de un alma generosa y cundida de gracia. Tu interés por mí, por nosotros en general, demuestra fehacientemente tu coeficiente de belleza, no sólo en lo físico, sino también en lo espiritual.
HQZ se dignó en reconocerme.
—Ah, hola, Benny —y me miró cual bicho raro preguntándose, sin duda, el porqué de mi presencia—. Bienvenido a la ergástula.
— ¿Perdón? —dije.
LauraÉ clarificó:
—Prisión, encierro, mazmorra, en fin, la chirona.
—Canadá, diría Canuto —apunté.
Horacio Quintín prosiguió en su rol de cicerone.
—Como verás, en este patio se congrega la crema de la izquierda venezolana. Algunos involucrados directamente, otros ingresados solo por deferencia y afinidad intelectuales.
—Entonces, era un golpe progresista —dijo LauraÉ.
—Verdaderamente, aquí tuvo participación toda la izquierda, desde el Partido Comunista, pasando por el MAS, la Causa R, Bandera Roja y pare usted de contar. Fíjate lo que son las cosas: este escribidor se desanimaba, aburguesado y desencantado luego de la derrota de la lucha armada de los sesenta, y heme aquí, en plenos noventa, con una barriga pantagruélica, habituado al sibaritismo, al buen yantar, a la buena música, a los buenos cigarros, y ¡zuás! me veo metido en estos menesteres revolucionarios como si fuera un muchacho de veinte años.
—Pero no le avisaron a nadie, Horacio Quintín. Se guardaron este secreto y este proyecto para ustedes solos. Si algo hubiera sabido yo, habría colaborado con alma, vida y corazón.
Carraspeé un tanto: ¡LauraÉ metida en conspiraciones!
—Todo se desenvolvió de una manera muy rápida. Yo, incluso, me vine a enterar hace pocas semanas —informó HQZ.
— ¿Cuál iba a ser tu aporte? —preguntó LauraÉ.
—Iba a redactarle los primeros manifiestos y discursos al comandante Quiñones y, de alguna manera, brindarle el sostén moral de la intelectualidad venezolana, amén de numerosos contactos con gente afín del exterior.
Ese hombre, sin duda alguna, hablaba bonito.
— ¿Dónde está el comandante Quiñones? —inquirió LauraÉ.
—Lo han tenido aislado durante varios días.  Pero es bueno que hayas venido, LauraÉ. Ahora que estás aquí, voy a presentarte a varios personajes que han estado sumidos en este movimiento, con la Noche de Febrero, como ya se le está conociendo popularmente, porque tengo varias ideas y tú puedes cuajar perfectamente en ellas.
Horacio Quintín tomó del brazo a LauraÉ y la condujo hacia un grupo de reclusos —todos ellos en mangas de camisa—y sus visitas, que padecían el candente sol del Tuy en medio de la pestilencia amalgamada y los mosquitos elocuentes del patio. Yo, por no dejar, me les pegué atrás, más como el convidado de piedra que como otra cosa.
Allí se encontraba, entre otros, Godofredo Golindano,  anciano de enclenque osamenta pero de mirada firme de quien explicó HQZ —yo me estaba dando por enterado— que era un viejo revolucionario, víctima de torturas durante la dictadura de Pérez Jiménez, fundador de varios periódicos combativos en la época en que Rómulo Betancourt derrotó a la guerrilla, preso varias veces y baluarte de innumerables conspiraciones descubiertas y por descubrir. En fin, todo un mártir de la causa progresista. A real zealot.
—Don Godofredo —el grasiento de Horacio Quintín lo interrumpió en su secreteo—, permítame presentarle a la licenciada Laura Eunice Pérez Pirrone.
El viejo, probable octogenario, le consagró a LauraÉ una sonrisa larvaria tras la escafandra de unos gruesos espejuelos. Me dio la impresión de que era una comadreja fantasmagórica. Sus manos lucían manchas aprisionadas por unas venas que parecían mecates subsidiados.
—LauraÉ, conoce, por favor, al profesor Rodrigo Marín —y LauraÉ saludó a un calvito jipato, a quien Horacio Quintín describió como el teórico del movimiento, amén de ser el representante en Venezuela de la ideología “zuche”, sostén ideogramático, epistemológico y machetérico de la autosuficiencia pregonado por la Corea del Norte de Kim Il Sung.
“Me sigo desayunando”, pensé, ante tal monumento a la zurdería.
—LauraÉ, te presento al doctor Adriano Kandinsky, quien está coordinando al equipo de abogados que nos defenderá en el juicio amañado que nos espera —y LauraÉ le dio la mano a un desaliñado con modales de pelícano aquejado de juanetes bajo cuya nariz florecía un mostachín de dictador sirio.
Yo, mientras tanto, pintado en la pared, observaba cómo LauraÉ se emocionaba genuinamente al trabar conocimiento con todos esos esclarecidos del santoral izquierdoso.
De repente, un murmullo generalizado y unos palmoteos desnudos anunciaron la salida de los comandantes a su hora diaria de sol. Todos se aplaudían entre ellos mismos, como en esos viejos y retocados fotogramas donde el jefe Mao de la China y sus secuaces se auto ovacionaban rodeados de gladiolos, cobrándose y dándose el vuelto. Quiñones aplaudía a Godofredo Golindano y éste, a su vez, aplaudía a Quiñones. Horacio Quintín Zúñiga aplaudía a Rodrigo Marín, y Rodrigo Marín aplaudía a Horacio Quintín Zúñiga. Adriano Kandinsky aplaudía a un barbudo ceniciento parecido a un Karl Marx tuyero —nada menos ni nada más que el conocido trovador revolucionario Ríchar Atencio Villasana—y éste le devolvía los vítores con una sonrisa digna de Liu Shao Chi anunciando el “gran salto hacia delante”. Era una piñata de aplausos, una verbena de aplausos, una procesión de aplausos. Como en una especie de ballet ejecutado en el anverso de la elocuencia, todos los presos del golpe de Febrero se aproximaban los unos a los otros y se prodigaban aplausos y más aplausos. Everybody in the whole cellblock was dancing to the clapping rock. No, ni siquiera eso. Ni siquiera el rock de la gonorrea. A estos elementos no podía gustarles el rock porque la génesis del rock es gringa y todo buen revolucionario, es bien sabido, detesta hasta las tetas y los tuétanos todo lo gringo. Lo de ellos es ese patetismo auditivo que mientan la nueva trova cubana. ¡Guillermo Tell! ¡Guíllate, becerro! ¡Basirruque murió tosiendo! ¡Aléjalo, San Alejo!
Transcurridos como diez o quince minutos, los susodichos se dejaron de auto aclamaciones. Vi con el rabillo del ojo a LauraÉ transmutada, transportada y en el borderline de la epifanía. El comandante Quiñones la reconoció, se le acercó y la saludó efusivamente, rodeados ambos por toda la bandada de presos y acompañantes. LauraÉ lucía radiante. Yo, por mi lado, estaba más solo que The Lone Ranger without Tonto and without silver bullets, watching everything from my spot like a perfect ghost.
El comandanto cara de danto se sobó la nariz parecida a un destapador de refrescos, resolló como una vaca loca y se encaramó encima de un guacal.
“Compatriotas, amigos, revolucionarios todos:
“Hemos sido derrotados en esta primera y magnífica batalla, en este primer hito regado por la sangre de los mártires del Caracazo y los mártires de la Noche de Febrero. La sagrada tierra que alguna vez albergara los epopéyicos pasos de nuestro Libertador ha sido fertilizada con los humores vitales de aquellos que han creído, y siguen creyendo desde el más allá, en la definitiva transformación de la sociedad venezolana. Pero, tal y como lo soñó el preclaro Simón Bolívar, el padre de la patria, el fundador de las naciones, el ínclito paladín, el revolucionario más cabal entre todos, nuestra lucha no se circunscribirá a las fronteras de la pequeña Venecia. Esta es una gesta que se proyecta hacia América toda, basada en la doctrina del árbol de las tres raíces: el ideario político de nuestro héroe máximo, liberador de pueblos con su espada decapitadora de canallas; el ideario social de don Simón Rodríguez, maestro de nuestro inmortal Libertador, ductor de ciudadanos honestos y útiles, mentor de juventudes en la flor de sus sueños; y el ideario igualitario de Ezequiel Zamora, el héroe federal, vencedor de Santa Inés, horror de la oligarquía y esperanza de los desposeídos y los desarrapados. Todo ello, queridos compatriotas, amigos y revolucionarios, en el contexto del combate universal contra las fuerzas deshumanizantes del vil lucro, del afán desmedido de acumular riquezas chupándole la sangre a las venas abiertas de Latinoamérica por parte de las sanguijuelas del denominado primer mundo. Esta lid viene a ser la misma de Sandino, del Che y de Camilo Torres, cuyo único bastión de firmeza y dignidad, la Cuba revolucionaria, la Cuba de la frente en alto, enclavada en el Caribe a pocas millas del ogro imperialista, resiste con estoicismo los embates del bloqueo criminal. En ese ejemplo nos inspiramos. De ese ejemplo nos nutrimos. De esa savia abrevamos. Y no daremos nuestro brazo a torcer, aquí lo juramos solemnemente, hasta imprimirle un giro acelerado a la actual situación y rescatar del foso a las grandes mayorías nacionales, restableciendo la dignidad colectiva y el consenso necesario para avanzar en la búsqueda de nuestro destino como pueblo  revolucionario. Esta Revolución nos podría lucir perdida, extraviada, en este momento. Pero está ahí, vivita y coleando, agazapada en el corazón de todos los compatriotas latinoamericanos que no esperan sino el momento adecuado para insurgir con la espada de Simón Bolívar y liberar a nuestros pueblos del enemigo común.  Esta Revolución se me ha perdido ayer, pero está allí aguardando como el unicornio azul que cantaba el poeta, el unicornio azul de la Revolución.”
LauraÉ era quien más aplaudía ahora. Sus ojos deslumbraban sin incoherencias en el fragor del sol arrollador de la tarde, en ese patio calenturiento y pastoso de Ocumare del Tuy.
El comandante Quiñones siguió hablando con su tintineo de predicador protestante enfervorizado durante tres cuartos de hora más, sin dejar de restregarse la nariz y de bufar. Yo, para matar el tedio, me dediqué a masacrar todos los congorochos y alimañas que se ponían a mi alcance. Al finalizar el interminable discurso, los presentes decidieron formar un comité pro defensa de los detenidos de la noche de Febrero.
LauraÉ fue nombrada presidenta, a instancias del HQZ y de don Golindano.
Mientras ella se ensimismaba en su dinámica de solidaridad revolucionaria, yo me despaché un infinito de gusanos y proseguí con la exploración de las grietas del piso, de donde despuntaban herbajos que pedían a gritos la higiene del desmalezamiento. Decidí satisfacer mi monomanía, me agaché y comencé a sacar de raíz una por una las yerbas a mi alcance. Fui avanzando, en cuclillas, obteniendo un conato de placer quizás comparable al que sienten los piromaníacos observando el fuego. Instintivamente, fui buscando una sombra pues mi anteproyecto de calvicie solicitaba un bálsamo contra el recalentamiento. De pronto, un par de botas me obstaculizó el camino, plantándose con firmeza en mi línea de avance. Dirigí la vista hacia arriba.
— ¿Y usted por qué no está con ellos?
Era el mayor mandíbula cuadrada, señalándome con una mueca el agrupamiento de reclusos y visitantes. Miré hacia allá también y noté, nuevamente cómo LauraÉ descollaba por el brillo de sus ojos y lo maravilloso de su sonrisa —and suddenly I was jealous.
—Y usted, ¿por qué no está con ellos? —le repliqué al hombre de la quijada cuadrada.
—Amigo, esto se convirtió en las fiestas patronales del comunismo criollo. Yo no me alcé ni sacrifiqué mi carrera para servirles de trampolín a estos adoradores de Fidel Castro. Y como yo, unos cuantos…
—Pero, ¿no se dio cuenta usted de ello de eso cuando estaban conspirando?
El mayor cara cuadrada suspiró y alzó el gaznate.
—Mire, compañero, con tal de tumbar a este gobierno de tramposos, usureros y corrompidos me hubiera aliado hasta con el diablo.
— ¿El fin justifica los medios?
—A veces sí, a veces no.
Volvieron a sonar los aplausos. Venían haciendo su entrada el conocido comentarista Valentín Vergara y su esposa. LauraÉ me hizo señas para que me acercara.
—Véngase con nosotros —le sugerí al mayor pecho cuadrado.
—No, amigo. Cada oveja con su pareja.
—Pero no veo su rebaño —fue lo más amable que encontré para decirle, recalcando sutilmente su soledad.
—Mejor solo que mal acompañado.
—Por los momentos —remaché.
—Por los momentos.
Le tendí la mano.
—Mi nombre es Benny.
—Sí, ya lo sé. El de la televisión. Mucho gusto. Soy el mayor Clarencio Rincón.
—Nos seguimos viendo.
—Eso es correcto.
Me encaminé hacia el gentío. La reunión se animaba. Los planes para amplificar la adhesión a la causa febrerista rodaban como dados en mesa de garito. LauraÉ me presentó a la pareja. El comentarista y ella se lanzaron en un diálogo de connotación política que, evidentemente, no me interesaba.
—Este calor tiene una profusión de verdes gelatinosos —dijo Lucky, la esposa de Valentín Vergara, remeciendo su melena arenosa con la brisa aromatizada de féculas y canículas. Sus ojos eran de arena, y de arena era también su apariencia bien conservada a fuerza de aerobics, dietas sin grasas saturadas, yoga, tai chi, budismo zen, majikari y mucha ingesta de afrecho.
—Pareciera un verano de guayabas asintomáticas —dije.
Me escrutó con una mirada llena de arena cernida.
—Va a caer un chubasco de clorofila espléndida —pronosticó.
—Un aguacero de maíces y pomarrosas —especifiqué.
—O a lo mejor una llovizna turquesa.
—Un chaparrón imbuido de uvas agridulces.
—Tu percepción es netamente frutal.
—Fructífera, como tus colores.
— ¿Sabías que tienes un aura azul como la témpera?
—Pero no soy un temperamental.
—Ya me habían hablado de tus toboganes verbales.
—Nunca me habían descrito tu arena pigmentada.
—Arena de tinturas, Benny.
—Arena de cocotales, Lucky.
—Está comenzando a llover el gris sereno, Benny.
Y de verdad estaban cayendo unos goterones gruesos y sólidos, obligándonos a buscar refugio bajo los alerones que delimitaban el patio. Todos recibieron la lluvia con regocijo, como si fuera un anuncio de la fertilidad de sus torneos revolucionarios. Ríchar Atencio Villasana arrancó a cantar con su voz reseca y aquejada de vibratos.
               “Luchando cual vergatario
               en este momento puro:
               ¡Revolución, Revolucionario!
               y a ese yanqui dale duro…”
Todos coreaban la tonadilla, LauraÉ aún con más entusiasmo que los demás. Lucky no se aflojaba del arenal de mi continente.
Sonaron unos pitos. Los guardias nacionales impartieron instrucciones. Hora de irse. Los revolucionarios se despedían. En el fondo del patio, el mayor Clarencio Rincón fumaba con impavidez de paralelogramo distendido y arrojaba unas volutas de humo cuadradas.
LauraÉ y Valentín Vergara dispusieron que la reunión debía continuar. Había detalles que afinar en la incipiente labor del comité de solidaridad. La decisión fue unánime: enfilaríamos todos a casa de LauraÉ.
Traté de bromear por el camino. LauraÉ me replicaba con una panoplia de planificaciones y entusiasmos. No logré hacerla cambiar de tema.
El gentío casi no cupo en el apartamento. Con mi proverbial bonhomía, buscando no desentonar, ayudé a Débora la cachifa y a Lucky de Vergara a servir unos tragos y repartir unos bocadillos. Los revolucionarios solidarios fumaban como una cuadrilla de géiseres. El tocadiscos arrojaba unos eslabones  lapidarios y fastidiosísimos en las voces de Ríchar Atencio Villasana y Alí Primera. LauraÉ se sumergió en su cometido de presidenta del comité pro libertad de los presos de la Noche de Febrero. Yo buscaba su sonrisa, el destello de sus ojos, la piedad de su atención. Nada. Vacío. Cero. Zilch.
Me sentí extraño y fuera de lugar. En cualquier sitio donde estuviese, mi celebridad de Doctorísimo Chancleto y rey del hip hop descachalandrado me aseguraba la atención de la concurrencia. Ninguno de los ahí presentes me hacía caso en lo más mínimo. Y LauraÉ menos todavía. Había un rezago de cólera y celos revolviéndoseme en las oscuras instancias de la mente. Anhelé el derrape y el dopaje. Mírame, LauraÉ. Rescátame, LauraÉ. Pick me up, LauraÉ. Build me up, LauraÉ.
—Las cucarachas azules desentonan en el baile de las gallinas aromáticas —escuché la voz arenosa de Lucky, detrás de mí.
— ¿Y de qué color son las gallinas? —pregunté, dándole todavía la espalda.
—Las hay en tonalidades malva, lavanda, salmón…
—… beige arena —agregué.
—… y bermejas, como la pasión en arena de tarde de toros.
—Los toros y los loros son como las gallinas supinas —adjetivé.
—Tú y tus rimas.
—Tú y tus colores —contesté.
—Estos colores añoran un aliciente.
Se había colocado delante de mí. Sus dunas me obsequiaban un aire de transfusiones.
—El aliciente se encuentra en el poniente de mi diente floreciente, y se fuma en la duma de mi espuma al fragor de mi suma —retruqué.
—Fumemos, Benny.
—Pero no aquí.
— ¿Tienes?
—Como para un par de joints.
—Espérame un momento.
Atravesó la sala y le dijo algo al oído a Valentín, quien asintió levemente sin dejar de prestar atención a lo que se discutía en el comité. LauraÉ anotaba febrilmente en una libreta amarilla. Le clavé la mirada —and there was no reply.
—Vamos —dijo Lucky.
La seguí. Nadie se percató de nuestra partida.
Enrolé un cacho enorme y lo fumamos rodando por la Libertador. Ella conducía su cupé Toyota color, what else?, de arena lavada e inhalaba con gusto.
—Delicioso, Benny. Tengo una nota de lirios en tonalidad mandarina.
—Que me arrojen en una cantina, sumergido en una pimpina.
— ¿Sabes qué?
— ¿Que-que-que-que-qué?
—Me dan ganas de pintarte.
—Píntame angelitos negros, rodeados de suegros, en andante alliegro.
—Te voy a pintar de un azul de majestad.
—Date con toda libertad.
Nos detuvimos frente a una quinta amurallada en la Alta Florida. Abrió el portón corredizo oprimiendo el control remoto y penetramos.
—Ven —dijo, y subimos hasta una buhardilla que resultó ser un estudio de pintor lleno de caballetes y lienzos.
Mientras posaba enrolé otro tabaco y lo encendí. Me colocó una capa morada, luego otra color de cedro y una capucha plateada.
— ¿No me vas a dejar ver el boceto? —pregunté, con una traba bestial.
La risa de Lucky tenía reflejos de arena.
—Quítate la ropa —ordenó, luego de hacerme varios bosquejos en distintas indumentarias.
El pudor nunca ha sido una de mis características. En menos de lo que canta un gallo revolucionario me quedé en cueros.
—Lucky, I got a hard on.
—Una erección en rosa flamenco —puntualizó mi retratista.
Dio unos trazos sobre el canvas y se acercó. Tomó mi coroto y comenzó a chupetearlo con avaricia arenosa. Mientras ella se afanaba, yo la desvestía. Su cuerpo cincuentón estaba muy firme, ya lo dije, a fuerza de calistenias y regímenes. Es algo engorroso desnudar a alguien que te la está lamiendo. Pero el cannabis tiene la virtud de acelerarme la líbido.
La alcé. Me cubrió la boca con un beso más ancho que un medanal. Le quité la blusa mientras ella me seguía besando sin dejar de juguetear con el viejo y bueno de Chancleto. Luego la despojé del sostén y sus senos generosos temblaron, dejando relucir su color de arena, sus pecas arenosas y sus pezones color rosado de arenisca. Luego le saqué los pantalones y bajé sus pantaletas, descubriendo su sexo peludo. Ni perezoso ni corto, enterré mi lengua en ese matorral primitivo. Ella se tornó, yo me recosté y quedamos en posición sixty nine, el año de la llegada del hombre a la luna, del festival de Woodstock y del Bar Mitzvah de Benjamín Möllerstein. Lucky volvió a tragarse al Chancletino con apetito de arrabal de los siglos. Éramos una simbiosis de lenguas exploradoras. Ella gemía de gusto cada vez que yo succionaba los jugos secretos de entre las arenas movedizas de su cuquita cincuentona.
De repente, sentí una corriente de aire helado estrujándome el cogote.
Una música de urracas en cortocircuito se dejó colar. Era la cacofonía de Alí Primera. Qué ladilla. Hasta aquí me perseguían esos catarros de mal agüero.
Lucky detuvo el sorbeteo, alzando la vista pero sin dejar de masturbarme.
Yo también levanté la mirada, empinando mi rostro entre sus nalgas que se mecían sin tregua buscando el cosquilleo de mi lengua, a la par que sentía sus húmedas mucosidades y sus espléndidos pelos púbicos frotar mi nariz y mi boca.
La puerta del estudio estaba abierta.
Un cuerpo oscuro se hallaba bajo el umbral. Lo tétrico del asunto se puso más tétrico con el fondo musical pavosísimo que seguía sonando al fondo del trasfondo en lo hondo de lo más hondo de ese mabitoso cante jondo.
Sin los lentes todo me resultaba borroso y confuso. No podía moverme con el cuerpo desnudo de Lucky encima del mío, estremeciéndose como un columpio berlinés, no sé si del susto o del placer, porque, por instinto, yo continuaba lamiéndole sus profundas intimidades. Ella veía hacia la puerta. Yo intentaba delinear esa silueta.
El intruso empezó a avanzar en dirección de un cono de luz.
Lucky aceleró la frotación de Chancleto.
Yo tenía tenso todo el organismo, comenzando por el pene. Dicen que el horror y el espanto catalizan la sexualidad. Chancleto parecía que iba a estallar.
Mi lengua acentuó sus movimientos rotatorios contra el clítoris de Lucky.
El intruso avanzaba, lentamente pero con paso firme.
La mano de Lucky tiraba de mi glande hacia abajo y más abajo en el movimiento de descenso. El dolor me hacía chuparle con más fruición la vagina. Sus glúteos me abofeteaban. The mixture of pain and pleasure was becoming unbearable.
El intruso entró en el cono de luz. Era una silueta masculina.
El corazón me latía a dos mil por hora, a cuatro mil por minuto, a doce mil por segundo, what the heck!
El cuerpo de Lucky, las tetas de Lucky, el culo de Lucky, todo temblaba como en una especie de sismo silencioso.
“Si voy a morir”, pensé en una ráfaga de lucidez, “al menos lo haré acabando”. Y ahí mismo me brotó el semen como la erupción del Krakatoa.
Lucky dejó escapar un aullido ronco. Ella también estaba en pleno orgasmo.
La luz reveló la cara del tipo.
Coño. Era Valentín Vergara.
El marido de Lucky.
Nos había capturado en el fragor de la batallita.
Los pies, las rodillas, las corvas, los muslos y los jarretes  me vibraban incontrolablemente, en un guiso de goce y pánico.
Valentín Vergara se metió la mano derecha en el bolsillo.
—No, papi, no —exclamó Lucky, aún atolondrada y melindrosa por el orgasmómetro que venía de experimentar. Su mano apretaba firmemente mis circuncidados cuerpos cavernosos, como queriéndoles exprimir hasta la última gota.
La mirada de Valentín Vergara se posaba en nosotros dos con imperturbabilidad y alevosía. Su mano se agitaba dentro del bolsillo.
“Yijova”, pensé en un milisegundo, “va a sacar un revólver. Hasta aquí nos trajo el río, queridísimo Chancletín”.
La mirada de Valentín Vergara era una cortina de hielo y una cantina de hierro. ¡Buena hora para jugarretas verbales!
Lucky no soltaba mi perol. Ya no temblaba más.
—No, papi, no —repitió, con voz un tanto más apagosa.
Mi campo visual se apeaba desde las pupilas de serpiente al acecho de Valentín Vergara hasta la mano que se refugiaba en el pantalón. En cualquier momento surgiría el armamento —and farewell, Chancleto.
—No, papi, no —Lucky estaba a punto de quebrarse en sollozos.
Su mano apretó con más fuerza.
Sus nalgas volvieron a ondular.
Yo me ahogaba. No podía respirar con mi nariz cabalgando en el espacio entre sus orificios de placer, mi prepucio estirado hacia abajo a punto de desgarre y la espera del balazo final.
Lucky reiniciaba su danza.
Yo estaba a punto de gritar. Era la sumatoria del dolor de mi falo, la asfixia y el miedo al balazo inevitable. Me estaba acobardando.
Los ojos de Valentín Vergara eran los ojos de una cascabel.
“¿Qué hace esta perra? Nos van a matar y ella quiere seguir gozando”.
Por instinto volví a sacar la lengua. Lucky talló su sexo con más fuerza contra mis labios. In spite of everything, I was aroused again.
La mano de Valentín Vergara va a sacar una pistola.
La mano del cornudo va a vengar la afrenta.
“¡Saca de una vez la fucking fuca!”, le ordené con el pensamiento.
Lamí con brío creciente.
“¿Qué hace ese güevón? ¿Por qué no acaba con esta vaina de una vez?”
Lucky dejó de mamármela y dijo:
—No, papi, no.
“¿Qué sucede?”
La mano se agitó y se agitó dentro del bolsillo.
“¡El tipo se la está haciendo!”
—No, papi, no.
El tipo se estaba masturbando viéndonos.
—No, papi, no —repitió Lucky, ininteligiblemente, a causa de sus roncos gemidos.
Me incorporé, con agilidad felina. Lucky seguía a gatas. Le calibré el trasero y la poseí como el perrito.
—No, papi, no —la voz de Lucky era casi inaudible.
Valentín Vergara se acercó. Su mano, dentro del bolsillo, se movía con mayor rapidez.
—No, papi, no —dijo Lucky, agarrándolo por la cintura, bajándole los pantalones y chupándosela con más fuerza que a mí.
Yo bombeaba con mayor vigor. Valentín Vergara se quitó el saco y la camisa, sin dejar de verme. Su mirada era más inexpresiva que la cara de un portugués despachando la enésima reina pepeada de la jornada.
Los tres estábamos desnudos en pelota.
“It’s fair game”, pensé.
De repente, Lucky me tomó de la mano y me haló, casi haciéndome perder el equilibrio. Mi pene se desprendió de su vagina, mientras me hacía desplazarme hacia delante, sin dejar de mamarse a su marido.
Lucky me soltó a mitad de camino y me agarró Valentín Vergara. Me tiró con fuerza y me hizo colocar detrás de él. Yo me dejé conducir, pensando: “Hell, it’s their show”. En menos de lo que canta el gallo de un ménage à trois, el tipo asió a Chancleto y se lo embutió entre los glúteos.
“¡Bingo, Yijova!”
—No, papi, no.
El hombre gritó durísimo cuando mi espolón perforó su ano.
“Couple of weirdos”, dije para mis adentros. Y miren que yo he visto vainas raras.
El tipo se batía como una zaranda, lengüeteado por delante y taladrado por detrás. El Valentín Vergara estaba en la cumbre del éxtasis.
Templé a Lucky por los cabellos y ella se tragó el instrumento de su marido haciéndose digna émula de Deep Throat. El Valentín Vergara se encontraba “ensanduchado” entre su mujer y yo. Ahí fue donde me volví a ir en lechitas. Le dejé mis almidones almizclados al susodicho en los durmientes de su carretera de granzón.
Sentí una fetidez.
Shit! ¡Mierda!
El muy cabrón se había hecho pupú, embadurnándome.
Lucky y su marido seguían como si nada.
Dominando las arcadas, corrí hacia el baño del estudio. El agua estaba más fría que la fachada de un iglú. Thank god there was a piece of soap at hand. Me lavé y me restregué como ochocientas veces, sin dejar de maldecir al muy samamabísch. Me sequé, salí y me puse la ropa en un tris.
Me fui sin despedirme. Lucky estaba pintando a su marido con diversos tubos y tarros de pintura al óleo. Me miró con ojos vidriosos y extraviados, pero a la vez llenos de regocijo, sin dejar de lanzarme un beso silencioso.
—No, papi, no.
Llegué a mi casa. Marqué el número de LauraÉ. Escuché la contestadora y me rehusé a hablar.
Qué depresión. ¿Por qué había llegado yo a tales niveles? Con razón LauraÉ me eludía.
Necesitaba olvidarla a como diera lugar. Un clavo saca a otro clavo.
Ornela. Sí, eso era.
Tenía cuatro días libres, sin grabación de “Los senderos del paraíso”. Me iría a Miami a buscarla.
“I need to sleep first”, constaté, empujándome dos pepas de seis miligramos de Alprazolam.
         A las veinticuatro horas estaba en Miami, Fla.



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