Capítulo
W-23
La vanagloria de ser reconocido como héroe me
llegó como un aldabonazo plateado. Yo, el rey de la retorta tuerta, monarca del
chascarrillo amarillo y soberano pendejo entre los pendejos, me he decretado
adalid supremo y anónimo de la comedia situacional —risas grabadas incluidas— en
que se ha convertido la patria de Bolívar desde aquella noche de Febrero —o, a lo mejor, desde un tiempo
anterior— que desenfrenó las prótesis de mi imaginación. Repito y reitero: sólo
un inveterado solipsismo podría desencadenar semejante patois. ¡Qué desnalgue! What
a mess! Y este semita descolocado
pulsando los estambres, empujando las tramoyas y gozando los embates. John Le Carré asegura: Today one must think like a hero to behave like a merely decent human
being. Yo añadiría: piensa como Benny y serás el muchacho
de la partida. Si es que de verdad existes. Si es que de verdad eres algo más
que la excrecencia de mi imaginación.
¿Por qué me monté en ese jeep? Cuando vi que
LauraÉ se mostraba de verdad decidida a seguir a aquel militar cara de cajón
de limpiabotas, sentí celos, curiosidad,
envidia, miedo, deseo de instinto maternal, escozor en la ingle, picazón en el
cogote y un revoloteo de murciélagos enmarihuanados en el estómago. Hice un
cambalache con uno de los panas —todos eran mis compinches— del equipo técnico
cambiándole mis mullidos bluyines y la holgada franela que lucía esa noche por
sus bragas —no vayan a creer en la madre patria que el tipo usaba pantaletas
como un vulgar transformista—, me las canché en un dos por tres, le guiñé un
ojo virolo al negro Cacique y, sin mediar explicaciones, me encaramé en el
jeep. LauraÉ hablaba y hablaba por el camino. Conociéndola como la conozco,
puedo asegurar, sin lugares dubitativos, que estaba drenando nerviosismo.
Pasando el embudo de Santa Mónica, se volteó y me reconoció. Su primera
reacción fue la misma de los últimos días para conmigo: ¿tú otra vez? ¿Hasta
cuándo? Pero, de seguidas, hubo un ligero fulgor que me aseguró, sin palabras,
alivio, tranquilidad, apoyo, gracias por estar aquí. ¿Qué más podría ofrecerte,
LauraÉ?
Llegar a las inmediaciones de Miraflores,
correr como locos esquivando los obuses variopintos e invisibles, tener miedo
del miedo mismo, ver morir a unos cuantos —con o sin solipsismo— sentirse gris
en el tiempo sin tiempo para suspenderse en el tiempo, y —sobre todo, por sobre
todo y sin sobretodo— perseguirte, LauraÉ, pegarme a ti, LauraÉ, alcanzarte,
LauraÉ, bailar contigo en esta privilegiada fiesta, LauraÉ, donde parecías
haberte olvidado de mí una vez más, LauraÉ, magnífico destino de esquirlas y
melodías maniatadas, LauraÉ, donde estoy más asustado que un boticario
inexperto, LauraÉ, y estoy detrás de ti sin que lo percibas, LauraÉ, mientras
le pones el micrófono en el rostro aquejado de espasmos al comandante cara de
danto con verbo ripioso de alevoso Dante que te ha impactado con unos versos
huecos fusilados de la nueva trova cubana mientras las explosiones retumban, el
morenito recogecables cae muerto y yo —sin concederme el respiro del
pensamiento— salto por encima de un obstáculo verdoso, aparto al paralizado
comandanto y me echo al suelo contigo, llenándome de yeso, escombros y
telarañas. Los comandos pasan inmutables como elefantes ugandeses y te ves
asustada, alelada, desprotegida y atónita, LauraÉ. Te abrazo, te siento temblar
y —coño, tenía que ser yo otra vez— me
viene una erección, montado sobre ti y más acobardado que el más acobardado
cobarde en los predios de la acobardada cobardía porque el solipsismo no me
impide acobardarme, LauraÉ. El piso tiembla debajo de nosotros y confiere a
nuestras carnes un ritmo primitivo de amor desguarnecido. Nuestros cuerpos se
frotan, tu vulva protegida por la mezclilla americana y el algodón vaporoso de
tu pantaleta contra mi grande glande de Flandes resguardado por la braga de
kaki del canal y el algodón pajarillo de mis interiores deshilachados. Pum pam pum, es un terremoto banal, nos
remecemos ambos y, cuando la cosa se calma un poco, yo te zarandeo y ¡zas!
acabo, mojo mis calzoncillos con cadencia de baile con Billo y fildeándolo como
Manny Trillo, qué orgasmo tan divino, despierta ya, LauraÉ, de vaina puedo
hablar con el cosquilleo tan intenso, te obligo a reaccionar, estás temblorosa,
estoy tembloroso, mejor te cargo y te saco de ahí antes que te des cuenta que
me fui en leches en medio de la turbamulta cual catapulta culta. El olor a
almidón se confunde con el de la pólvora, los cortocircuitos, la candela y la
mierda. Aférrate a mí, LauraÉ. Apoya tu precioso rostro contra mi pecho,
LauraÉ, mientras te saco de este cogeculo descomunal, así sude y resople más
que un buey. No mires nada, LauraÉ. Sólo siénteme protegerte, LauraÉ. Te amo,
LauraÉ.
Recorro contigo a cuestas los sumergidos
callejones donde rebotan los estruendos en refacción de esa noche previa al
carnaval. Te deposito en el minúsculo apartamento de la conserje tolimense y,
antes de que puedas darte cuenta de nada, salgo soplado como el rayo veloz
porque —ahora soy un cid campeador, vacílate esa—Cacique se ha quedado
rezagado, coño, ese negro es buena gente, ese niche siempre ha sido de pinga
conmigo y lo menos que puedo hacer es echarle una manito. Vuelvo a transitar
los vestíbulos arcillosos de esta madrugada que se desata en bloques de
podredumbre, LauraÉ, los disparos me cagan pero hago de mi mondongo kosher una bomba cardíaca en baño de
adrenalina, corro con todo lo que tengo y mis bofes gelatinosos se agitan, las
corvas me cosquillean, los soldados me apuntan y yo les grito “¡televisión,
televisión, televisión!”, me ceden el paso gracias al conjuro de la suprema
deidad del fin de siglo y del nuevo milenio: ¡Loor a ti, bienaventurada
farándula, que abres las puertas y los corazones de los mortales! En otra
circunstancia, me habría hecho pupú en las bragas —perdón, madre patria, en los
overoles—. Vuelvo a recorrer el camino desandado gritando: “¡Cacique, Cacique,
ese negro casiquiare, vaya!”, mientras los plomazos retumban por aquí y por
allá aunque, justo es reconocerlo, con menos ímpetu que antes. Subo dos, tres,
cuatro pisos, me introduzco a las oficinas desguañangadas. Todo es un reguero
por doquier. No puedo evitar toser, el polvillo lo impregna todo. “¡Cacique,
Cacique, aparece, panita!”, comienzo a impacientarme ya que siento que mi
cuentakilómetros de paladín está por agotarse y el hechizo heroico se va a
diluir, como en el cuento de “La Cenicienta”. Llego al último piso. Escucho los
pasos marciales. Los comandos de la Disip andan cerca. Estoy sudando más que el
buen samaritano. Me encuentro en un pequeño depósito de materiales de
oficina. El ruido de las afueras llega
cada vez más opacado. Me siento sobre un archicómodo, un cajón lleno de papeles
perimidos producto de burocracias difuntas. Me seco el sudor que me está
empañando los anteojos. Una silueta aparece, de improviso, en la puerta. Pego
un brinco. La bravura no alcanza para hacerme permanecer imperturbable, es
decir, se está vaciando ya a esta hora, cuatro y pico de la madrugada, el
tanque del carburante agalludo. La silueta posee un ojo rojo en el centro de la
mera mitad de la frente, como si fuera un Polifemo psicotomimético. ¡Coño, it’s a fucking alien! Me coloco los
manchados y sucios lentes. “I’m going to be abducted by some damned
extraterrestrial dude like those people who always show up in the tabloids!”, pienso, en un tris. Me levanto de un salto and I can see clearly now! Se
trata, nada menos ni nada más, que del carnal Cacique, con su cámara a cuestas
y grabando sin ton ni son, cual zombi telegénico, como un living dead de la cámara indiscreta, todo un catatónico del show business, caminando como el monstruo
de la laguna negra, pero en vez de amenazar con sus fétidas garras lo que hace
es absorber la escuálida realidad circundante con su cámara en ristre,
chupándose todo el escenario con impudicia y entrepitura orwellianas. Le hago
señas a ver si me reconoce. Hey, man,
it’s me, Benny, your buddy, man, hey, man, I’m your pal, wake it up!, y el
Cacique como si nada, en su nota ensimismada de grabarlo todo, viéndome a
través del objetivo, calibrándome con el viewfinder
y analizándome sin analizarme como un Robocop
inconcluso, como un Terminator sin
cadencia, como un velocirraptor de naftalina. Y he aquí, entonces, que percibo
un ruidillo detrás de las cajas de papeles. “In the middle of this hell broken
loose”, pienso, “a mouse, an uncanny rodent gone wild”. Les
tengo fobia, asco y arrechera a los ratones. Me olvido de Cacique, the Frankenstein of the candid camera, y
empiezo a apartar cajas, archivos y carpetones. “Darned little devil, I’ll get you!”, susurro mientras transpiro a chorros y los lentes se me vuelven a
encapotar. Le caigo a patadas a los cajones llenos de ceremoniales
burocráticos, procesos burocráticos, diligencias burocráticas y mierdas
burocráticas. Si el desmadre golpista no había llegado hasta ese recinto, pues
ahora conmigo se acabó lo que se daba. Benny, the avenger and scavenger, lo estaba despachurrando todo. Papeles
vuelan por aquí, legajos saltan por allá. ¿Dónde está el maldito roedor? La
furia vindictiva hizo presa del judío errante. Aparto una especie de lona
mohosa que cubría un escritorio del año de Matusalén, de esos que tenían una
celosía que permitía trancarlos corriéndola por encima —sólida caoba laqueada
en color castaño mate— y, de repente repentinamente y con brío de parapente,
una sombra verdosa patalea desde debajo del sólido mueble. Le suelto un
manotazo. Es otra lona que se mueve con arrebato de catre de mabil. La halo, la
halo y la sigo halando, siento unas coces de chivo degollado, siento un olor a
flatulencia, me enervo aún más con el perfumito y cuando logro asirlo con firmeza
y consigo arrastrarlo, me doy cuenta que es un bulto antropomorfo, un amasijo
de grasa, huesos, tendones, tejidos y toda la parafernalia consiguiente.
Escucho una letanía apagada y ronca.
—Ay, coño, mamacita. No me tire, no me tire.
Ay, coño, no me tire.
Parecería una ranchera norteña de esas que tararean
las rockolas de los bares de carretera.
—Ay, coño, mamacita, no me malogre.
Tiro con más fuerza y logro extraerlo desde
debajo del macizo escritorio. Todavía no sé si es un tipo ataviado con lona o
si es un ratón de enormes proporciones. Mi fobia a los roedores no me permite
distinguir tales sutilezas.
La lona me borra el sudor de las manos. Es un
hombre y está pataleando.
Lo volteo.
Shit!
Es el militar con cara de danto. El mismo que
le dio las rimbombantes declaraciones a LauraÉ.
— ¡Quieto ahí, Quiñones!
Escucho varios clicks. Estamos rodeados por una nube de cañones. Cañón por aquí, cañón
por allá, cañón por acullá. Cacique con su cámara más acaíta. Cacique grabando.
Cacique con su estolidez cataléptica. Cacique con su tercer ojo electrónico. Yo
despierto, al fin, más sudado y emparamado que una olla full de sancocho.
El rostro dantífrico de Quiñones está
blanco, descolorido, albo —como el sudario con el que amortajaron al rabí de
Galilea—. El tipo me calibra. Está más soliviantado que un colegial capturado in fraganti haciéndole una trastada al
profesor miope que lo vive raspando en Matemáticas.
Los disips me ven con cara de pocos amigos.
“¡La televisión, la televisión, la
televisión!”, atino a decir.
Aprovechando la confusión, Cacique se
escabulle. Hell! El negro es burda de
ágil. What a swift guy, man!
—Bueno, se acabó lo que se daba. Vamos a
quebrar a este güevón —masculló un flaco fibroso y bigotudo que, por lo visto,
era quien comandaba el pelotón. Con rapidez de llanero solidario y solitario,
prendió a Quiñones por el cuello alzándolo de un tirón, extrajo una pistola de
su cartuchera y ya procedía a colocársela al prisionero entre ceja y ceja,
cuando se escuchó otra barahúnda detrás de todos nosotros.
— ¡Alto ahí! ¿Lo vas a matar como a un perro?
Era el mayor cara de cajetín. Venía esposado y
precedido por otro grupo de rambos en camuflaje. Los ojos de danto del comandanto
se llenaron de un espanto que no lo era tanto sino que eran, más bien, un manto
como el del manco de Lepanto entonando un canto taranto. Los disips se
achicopalaron sutilmente ante el porte y la autoridad del maniatado. Con mi
agudo ojo clínico pude percatarme de que, en ese ínterin dubitativo, los
comandos perdieron el ímpetu y ya no iban a despescuezar al Quiñones. El mayor quijada
cuadrada se plantó hierático, altivo y más cuadrado que un polígono de cuatro
lados exactamente iguales.
—El golpe fracasó, Quiñones.
El aludido se recompuso.
—Nuestras tropas se han comportado con el heroísmo
inmarcesible que ameritaba la situación… —arrancó el Quiñones, quizá
imaginándose en los prolegómenos de una epopeya homérica.
El mayor interrumpió en seco la perorata,
proyectando su mandíbula de rectángulos intactos.
—Ya. Llévennos de una vez al ministerio de la
defensa, ante nuestros mandos naturales, que es donde nos corresponde estar.
Uno de los camuflados esposó al resoplador de
Quiñones.
— ¿Y éste quién es? —preguntó, señalándome, un
trigueñón pecho de paloma con acento del 23 de Enero, Casalta y puntos
circunvecinos.
Todos me atisbaron con sus típicas miradas
acusadoras de esbirros, making me feel
guilty once again.
—Se parece al Doctorísimo Chancleto, el de la
televisión —ripostó un catire broco, sin molestarse en bajar el cañón de la
ametralladora con que me apuntaba.
—Es el Doctorísimo Chancleto. Mírale la
braga del canal de televisión que carga —añadió un cabezón con la cara llena de
verrugas, acné, espinillas y puntos negros.
— ¿Y qué hace aquí el Doctorísimo Chancleto? —preguntó
el único de ellos que aun llevaba lentes oscuros, lo cual le confería un modal
de piloto de Fórmula I desubicado.
—Te lo está metiendo completo.
—Como jugando al queto.
—Con careta, mascota y peto.
—Así lo dijo don Anacleto.
—El rey del mamotreto.
—Como en la época del orejón Prieto.
—No te metas en un aprieto.
—Cuidao que te doy tu “tate quieto”.
—Te lo saco y te lo meto.
— ¿Quién es que es que es ese sujeto?
—El que tocaba en el cuarteto.
—Roliverio’e chuleto.
Me parecía estar en medio de un vaudeville subatómico.
— ¡Silencio, carajo! —ladró el flaco fibroso y
bigotudo.
Un eructo de polillas elegantes brotó desde
las corrugaciones abatidas de la madrugada que taxeaba por los burladeros del
mes de Febrero. Se trataba del walkie
talkie que colgaba del costado del trigueñón pecho de paloma. Con la
presteza de un Bruce Lee de los cerros caraquíferos, arrancó un discurseo en el
pasmoso idioma tan afecto a quienes se dan bomba y caché parloteando por radio.
—Aquí Meteoro 16.
Un hervido de fonemas carrasposos le
respondió.
—Tenemos aquí un hexágono 4 raya 1. Repito,
tenemos aquí un hexágono 4 raya 1. Procedemos a licuarlo sin pasaporte,
reglamento 7 cero verde.
Réplica de gárgaras en caldo de espinas.
—Afirmativo, Plutón 3. Vamos para allá, cambio
y fuera. Señores —dijo, dirigiéndose a sus secuaces—, tenemos instrucciones de
trasladar a este par hasta el HLC. De una vez. A mover esas longas.
El flaco fibroso y bigotudo puso cara de
desdén.
— ¿Y qué hacemos con el Chancleto? —preguntó
el catire broco.
—Que se bata el pelero en su televisión —sugirió
el cabezón del acné, las espinillas, las verrugas y los puntos negros.
—Ya nosotros estamos listos por hoy —rubricó
el de los lentes de aviador.
—Pírese, Doctorísimo, pues —ordenó el catire
broco.
“¿No me irán a aplicar la ley de fuga?”, pensé.
—Paticas pa-qué-te… —susurré.
—Pa’ qué te tengo —completó el de las gafas.
—Voy que quemo y no vengo más —solté,
preparándome a escabullirme.
—Como dijo Santo Tomás: agarren su cuchuchás.
—Cuchuchás-chas-chás.
—Rataplás-plas-plás.
—Quititás-tas-tás.
—Mamamás-mas-más.
—Rarrarrás-ras-rás.
—Jajajás-jas-jás.
— ¡Ya cállense, cuerda de tarados! —gruñó el
flaco fibroso y bigotudo— ¡Y tú lárgate antes de que se me meta Mandinga en el
cuerpo!
Ni perezoso ni corto seguí la recomendación.
En el rellano del tercer o cuarto piso conseguí a Cacique. Lo tomé por el brazo
y, prácticamente, lo arrastré conmigo.
Saliendo del palacio Blanco y ya a punto de
coger rumbo a La Pastora, emergió de la oscuridad circundante un soldadito
extraviado apuntándonos con su fusil automático.
— ¿Quién vive? —preguntó, su voz traicionando
unos nervios opíparos.
El soldadito montó el arma. Un ligero temblor
de su dedo índice y este judío irredento pasaría, sin más ni más, a ver la
yerba desde el otro lado de la cerca. Is there life after having loved
you, LauraÉ? Is there life after love, LauraÉ? Is there love after love,
LauraÉ? Is there life after loving Ornela and you, LauraÉ? Is there life after
this tiny little piece of life that I have shared with you, LauraÉ? Aquí
estoy, estuve, estaré, entonces, parado frente a la muerte, sin retaguardia,
sin aspavientos, sin límites, sin excusas y sin atribulaciones. No hay rimas ni
laberintos sintácticos. Sólo un cañón frío y escueto, dispuesto a liberarme al
arrojar un minúsculo obús que desbaratará mis tejidos, purgando mi sangre y
abortando mis sudores. La
muerte como epítome de mis debilidades, disguised
in green fatigues instead of coming after me dressed up with the shallow silk
of despair, in a time of spiritual uplift and awareness with your very soul,
LauraÉ. Am I prepared for all this? As Jethro Tull used to sing, I am “too old
to rock and roll, too young to die”. But I want to face your hideous smile,
madame Death. So go on, little soldier, pull the trigger and spare me from this
obnoxious playground.
—¿Quién vive? —he asked again.
—Do it, my young fellow, I dare you —said I.
—¿Quién vive? ¡Nojoda!
—and I realised he was on the brink of a
nervous breakdown, pulling up the barrel of his weapon and getting ready to
kick me off to the great beyond.
—Suavidad, suave-na, chamo Ñito —se escuchó
una voz abrasiva vadear la penumbra perfumada de herrerías huérfanas que
avanzaba desde La Pastora.
— ¿Quién es, quién es? —el nerviosismo
ensogado del soldadito atisbaba con avidez las circunvoluciones del amanecer.
Pero, al menos, dejó de apuntarme.
—Tranqui, mi llave, q’aquí’stá su pana Canuto.
—Canuto, el del escorbuto ¾
agregué.
—Canuto, el del bututo —dijo él.
—Canuto, el del maruto.
—Canuto, el del esputo.
—Canuto, el ídolo de Macuto.
—Canuto Mobutu.
—Canuto Querecuto.
—Canuto, no tan bruto.
—Pero no por eso menos puto.
El anterior contrapunteo, con retintín de rap
culebrero, fue interrumpido por la exclamación del soldadito.
—Coño, Canuto, ¿de dónde apareces, amistad?
—Descargando esta loba q’tiene tostón al mundo
inmundo, chamo Ñito. Y si no m'zumbo una d’espanto, quebranto y brinco,
t’hubieras quemao nada menos ni nada más q’al Benny, el Doctorísimo Chancleto.
— ¿Cómo es la vaina? —preguntó el soldadito
Ñito.
—Al mesmo q’viste y calza, frén. Y hubieras pasao
a l’historia como el pinta que s'tiró al king d'los buches en Tacuche. ¿Cómo
l’avestruz?
—Verga, pana, es q’ando tariloquiao c/este
desmadre del quinto coño.
—Escupe pa’vé.
—No-oh, chamín, tú sabes q’estoy pagando
servicio desde hace un año porq’la vieja cogió c/el beri-beri q’me pirara del
barrio p/q’no me fuera a enchavá, así q’m’empaté en una d’milicia. Esta noche
tempranito tábanos d’lo más tranculos y sin preocupéishon en el cuartel, en
Maracay, cuando llegaron los tenientes y capitanes armando un cogeculo, q’yq’
nos veníanos p/Caraquilla a tumbá al gobierno, q’yq’agarren sus macundales
porque vamos a prestarle un servicio a la patria. Lo cierto, panela, es q’nos
soltaron soledá y tristeza en esta vaina, nos dijeron q’le zumbáramos plomo a
tuá verga q’s’moviera y los chivos nos dejaron el pelero. Desde hace rato
q’ando buscando modos d’coroná en otro pley, nojodás, porq’Ambrosio Plaza
m’está matando.
—Mire, amistad —dijo Canuto—, aquí le vengo
c/el consejo, estado Aragua. Déjese d’vainas raras q’esta culebra peló gajo
c/ajo, carajo… y hace bulda d'rato, por si no lo sabías. Esos ñeros los
embarcaron, maifrén, los carrearon d’frente, y por ahí vienen los pacos
quebrando a tó’el q’s’les atraviese. Así q’quítese esa percha, coja pa’su
rancho y bátase una d’enconchamiento hasta q’tó’este agite s’desinfle, porq’lo
q’viene es enea c/burrundanga.
— ¿Y el hierro? ¿Qué hago c/él ahora q’está
encochinao?
—Yo t’compro esa vaina, bróder. Toma estas
quinientas nedas y m’lo dejas cas’el pana Cabeza’e Porrón, tú sabes dónde es
q’él vive, ¿o nones?
—Por los laos del Observatorio, ¿verdad?
—Positivo. Mosca c/un tumbe, chamín.
— ¿Qué t’pasa, pana? ¿No’stamos culo c/culo?
Porq’tú muy bien me puedes echá deo, ahora q’soy desertor. Me pueden salí unas
cuantas lunas en canadá.
—Bueno, coja la trilla, brodersín. Yo lo busco
más luego.
—Voy a’stá donde mi vieja, ¿okey?
—Ay nos vidrios.
—Date duro, chamorro.
—Encalétame esa vaina donde el Cabeza’e
Porrón, pues.
—Ya eso’stá hecho.
—Bien-to, pintica.
El soldadito Ñito cogió rumbo hacia Monte
Piedad. La adrenalina hizo que se me empañaran la lengua, la tráquea, los
meniscos y las trompas de falopio del acopio con un estetoscopio mirando por un
periscopio.
Retomé el camino, esta vez acompañado de
Cacique y Canuto. Cuando llegamos al apartamento de la conserje tolimense, ya
LauraÉ había recobrado su aplomo ejecutivo. Tomando las riendas del asunto,
decidió que partiéramos, inmediatamente, hasta el canal.
Abordamos un taxi en La Pastora. Mientras
hacíamos el trayecto, mi mano buscó la suya. Sus dedos se entrelazaron con los
míos y, durante breves instantes, nuestras miradas se encontraron. Fue un
alivio de siglos explícitos, LauraÉ, saber que nuestros corazones seguían en
sintonía.
En la división informativa del canal la nota
era de hormiguero en algarabía. Pasamos directamente a la oficina de Grégory
Escobar, el jefe de los noticieros. Ronnie se encontraba presente. El negro
Cacique rodó el video, saltándose las tomas de los tiroteos y las tanquetas
enredadas en la verja del palacio Blanco, hasta que apareció la cara de tapir
buchón del comandante Quiñones. Sentí en los demás una atmósfera de
arrobamiento mientras oíamos sus palabras rimbombantes y su tono de pastor
luterano mezclado con el sonsonete de un declamador provinciano proveniente de
las provincias provinciales.
—A la verga —comentó Canuto en mi oreja
derecha—, ese pinta también es violento disparando muelas. ¿Cómo se verá en una
redoblona molar con el Doctorísimo Chancleto?
Me quedé sin contestar porque mi vista no
podía apartarse del entusiasmo contenido que se entreveía en el brillo de los
ojos de LauraÉ.
—Esto nos puede meter en problemas con el
gobierno —conjeturó Grégory Escobar.
—Yo no soy periodista pero, a todas luces,
esto es el tubazo del siglo —replicó LauraÉ.
—Hasta nos podrían cerrar la planta por
setenta y dos horas, alegando apología de la subversión —insistió Grégory
Escobar.
— ¿Nos vamos a autocensurar, entonces? Yo
tenía entendido que el primer mandamiento del periodismo es: “No ocultarás” —la
voz de LauraÉ no podía disimular un tono de desafío.
—Sólo trato de recalcar los intereses de la
empresa…
—Vamos a transmitirlo de inmediato —Ronnie
intervino tajantemente, poniéndole punto final a la discusión—. Sáquenle unas
veinte copias y me las hacen llegar a mi oficina. Por cierto, ¿dónde está ese
comandante Quiñones?
—Los disips dijeron que se lo llevaban al HLC —dije,
sacándome la mugre de las uñas con un clip.
— ¿El HLC? ¿Qué es eso?
Nos vimos las caras con gesto interrogativo.
— ¡El helicoide! ¡Eso es! —Grégory Escobar
chasqueó los dedos.
—Mándate una comisión para allá con una
microondas. Nadie nos quita esta primicia —ordenó Ronnie.
—Ya está en el aire el video del comandante —informó
una chiquitica vestida de rojo carmín, sin duda una asistente de producción.
Volvimos a ver la cara de danto a cal y canto
con espanto del susodicho comepasticho, esta vez en transmisión nacional, desde
El Algodonal hasta Peracal.
—Tele-Tevé nos tubeó con la intervención del
presidente, pero aquí está nuestra respuesta —se ufanó Grégory Escobar.
—Qué bueno que usted haya estado ahí —la
mirada de Ronnie se posó con segundas, terceras y hasta cuartas intenciones
sobre el rostro de LauraÉ and I didn’t
like it.
—Bueno, creo que hasta aquí llegué yo por hoy.
Mejor me voy a mi casa —dijo LauraÉ.
—La llamaré en el transcurso del día,
licenciada, para invitarla a comer y así agradecerle este inmenso servicio.
El gesto fatigado de LauraÉ lo disuadió de
continuar. That’s my girl!
La seguí por los pasillos, sin que ella se
diera cuenta, como un guau-guau querencioso en pos de su amo. Al fin ella se
volteó y me encaró.
—Hoy no, Benny. Quiero estar sola.
No respondí nada. Sólo la vi alejarse en busca
de su cacharrito achacoso en el estacionamiento. Mis tripas y mis gónadas
querían rebelarse.
Después me enteré que su mamá había muerto esa
misma madrugada.
Fui al cementerio sin dejarme ver.
Allí estaban Ornela y LauraÉ. Cobijadas por
una soledad de mimbre, mientras le daban sepultura al vientre que las nutrió y
las forjó para esta vida de androides cartesianos, donde el amor es un hongo
púrpura que nos ata a los tres junto a ese cadáver que ahora estaba recibiendo
paletadas de cemento y tierra.
Las escolté desde lejos. El desamparo las
cubría con un ajuar frígido, a esas dos huérfanas impecables, a ese par de
corazones que me pertenecía. Los fucking moralistas
me seguirán tildando de cínico, pero es que estaba enamorado de ambas las dos together juntas y sendas. Ornela se mudó
durante varios días al apartamento de LauraÉ. Yo llamé desde el teléfono
público de la esquina.
— ¿Aló?
— ¿LauraÉ?
—Hola. ¿Dónde estás?
—En mi casa. Tumbado con un gripón de los mil
demonios —mentí, as usual—. Me acabo
de enterar de lo de tu mamá. ¿Por qué no me llamaste? ¿Cómo te sientes? No
sabes cuánto quisiera estar contigo en estos momentos.
—Gracias, Benny. Pero ahorita tengo a mi
hermana aquí. No soporta la idea de quedarse sola en su casa, luego de la
agonía vivida durante los últimos días. En realidad, no queremos estar con
nadie. Tú comprendes, ¿verdad?
— ¿Quién es, LauraÉ? —se oyó, al fondo, la voz
de Ornela.
—Un amigo. Es Benny, llamando por el pésame —contestó
LauraÉ.
—Salúdalo de mi parte.
—Saludos que te manda mi hermana. ¿Tú no la
conoces?
—No —volví a mentir. ¿Qué es una raya más para
un tigre?
—Vente el sábado a cenar con nosotras y te la
presento.
—Okey —respondí, viéndome en aprietos, en
apuros y en dire straits.
Algo tendría que cuadrar en mi imaginación
para no verme en las horcas caudinas de tener que enfrentarme a LauraÉ y Ornela
juntas. Mientras, me zambullí totalmente en el trabajo. “Los senderos…”
arrasaba como el barbarazo del merengue. El capítulo donde se escenificaba el
golpe de estado acaparó toda la sintonía y mi popularidad alcanzó cotas nunca
antes vistas. A mi consabido repertorio de frases huecas hube de añadir la
habilidad para los disfraces y los atuendos, pues no podía ni tan siquiera
asomar mi ganchuda nariz de descendiente de Abraham que no me acosaran turbas
de fans ávidos de autógrafos, persiguiéndome por
insólitos callejones, como en las secuencias en blanco y negro filmadas por
Dick Lester en “A hard day’s night”. Fame can become a real pain in the ass.
Para no pensar en mis complicaciones existenciales, me di a la tarea de rumbear
sin descanso con los panas del elenco. El chamo que hacía de Édinson Vicario,
convertido en la figura farandulera por excelencia en Venezuela, armaba en su
casa unos derrapes sin parangón. Rodaban a raudales la risca, el montiel
ortega, el jalao p’atrás, las drulas y la cañandonga con profusión saudita. Y, of course, no faltaban las bellas sin
alma, las actrices y las modelos, con sus duras tetas y nalgas de silicón, sus
naricitas moldeadas por los escalpelos y sus lisos vientres de lipoescultura,
todas dispuestas a abrir las piernas siempre y cuando sobrara el perico.
Menudos desnalgues. Y, sin embargo, en medio de las narices acuosas, los ojos
en trance de conjuntivitis, las mandíbulas batientes, las bocas resecas por
falta de metáforas y las vulvas afeitadas al granel, mis pensamientos volaban
hacia las dos únicas hermanas capaces de arrugarme el pericardio.
Saturday
morning.
— ¿Aló?
— ¿Benny?
—Sí. ¿Cómo estás, LauraÉ? ¿Cómo te has
sentido?
—Bien. Mucho mejor.
— ¿Y tu hermana? —pregunté, tragando grueso y
escarbándome la pensadora para parir una excusa y salir del paso: me aterraba
la posibilidad de mentirle a las dos al mismo tiempo y en el mismo lugar.
—Decidió irse a Miami. Mejor así. Creo que el
golpe ha sido mayor para ella, pues era la más apegada a mi mamá. Va a retomar
su ritmo febril de trabajo. Tú no la conoces todavía, pero es una chama súper
emprendedora y tenaz, nada la arredra y no puede estarse sin tomar iniciativas.
—Una workaholic.
— ¿Qué?
—Una adicta al trabajo.
—Tú y tus gringadas. Bueno, lo cierto es que
la mejor terapia contra la depresión y la impotencia es retomar las actividades
normales y sumergirse en ellas. Por eso fue que la convencí de marcharse a
Miami…
Suspiré aliviado. ¡Uf!
—… y yo pienso hacer lo mismo.
— ¿Te vas tú también?
—No, vale. Voy a reintegrarme a “Los senderos…”
Aunque le prometí a Ornela que pronto la iría a visitar. Pero primero lo
primero.
— ¿Y qué es lo primero?
—Vamos a visitar a Horacio Quintín. ¿Quieres
acompañarme?
— ¿Dónde está Horacio Quintín?
—Pero bueno, Benny, ¿en qué país vives? ¿No te
has enterado de lo que ha pasado en los últimos días?
— ¿Qué ha pasado en los últimos días?
—Anda a vacilar a Mayuya.
—No, chama, en serio, cuéntame.
— ¿No sabes que Horacio Quintín está preso?
— ¿Horacio Quintín en San Quintín? ¿A quién
atropelló ese figurín?
—Benny, no mames gallo.
—Yo mamo…
—No me salgas con una de las tuyas. ¿Me vas a
venir que no sabías que Horacio Quintín Zúñiga, nuestro genial libretista,
estaba involucrado en el golpe de estado?
—Me desayuno con waffles.
—Eres un embustero de siete suelas.
—Te lo juro, chama. Es más…
—Deja la vaciladera —me interrumpió—. Vente
para acá y me acompañas a Ocumare a visitarlo.
— ¿Cuándo?
— ¡Ya!
El calor de Ocumare del Tuy era un martirio
que merecía el escarnio sin gríngolas de este semita díscolo y remolón. Para
complemento, la prisión lucía su desmesura basta y escarapelada a lo largo y
ancho de un terreno desolado, propicio solamente para el pastoreo de chivos, la
profusión de mosquitos y la cría extensiva de serpientes. Y, por si esto fuera
poco, el olor a mierda penetraba por todos los flancos, en una especie de blitzkrieg de la podredumbre, hedor que
percibía con mayor amplificación de lo usual quizás porque esa mañana me había
arrancado todos los pelos de la nariz con una pinza de sacar cejas. A eso
agreguémosle la típica cara de pocos amigos con que nos salpicaban los guardias
nacionales y lo que me provocaba era gritarles: “Let’s party, man!” Los muy samamabiches nos separaron en la
entrada y nos sometieron a una requisa meticulosa. A mí hasta me mandaron a bajar los pantalones. I could barely blush just to imagine what
they would look like at gazing upon my hairy buttocks! Well, it was a privilege
for them to be able to tell their siblings that they watched the one and only Chancleto
in the glory of his nakedness. After
living through this shameless shame, LauraÉ and I could gather once again and were permitted to go into the yard
where the inmates were greeting their visitors.
Horacio Quintín Zúñiga se encontraba en medio
del descampado, demacrado, sudado y necesitando con urgencia una rasurada. Se
alegró al ver a LauraÉ. A mí me dirigió un gesto donde se entremezclaban una
suerte de alivio mentolado y un atisbo de recelo en escayola. A pesar de
intentar un aplomo clandestino, se le notaba a leguas el susto. Hizo de corazón
tripas para no perder puntos delante de
LauraÉ y su semblante arrendó aires de cachorro falto de cariño. Lo único que
le faltaba era menear la colita.
—Qué dulce eres en venir a visitarnos, LauraÉ.
Tu presencia ilumina con esplendor de aguamarinas apasionadas…
La prosa sibilina del autor de “Los senderos…”
se había transformado en ramplonería languideciente. Era más que obvio que
LauraÉ le trastornaba la sesera.
—Vine porque quise constatar las condiciones
en que ustedes se encuentran —determinó ella.
—LauraÉ: dispones de un alma generosa y
cundida de gracia. Tu interés por mí, por nosotros en general, demuestra
fehacientemente tu coeficiente de belleza, no sólo en lo físico, sino también
en lo espiritual.
HQZ se dignó en reconocerme.
—Ah, hola, Benny —y me miró cual bicho raro
preguntándose, sin duda, el porqué de mi presencia—. Bienvenido a la ergástula.
— ¿Perdón? —dije.
LauraÉ clarificó:
—Prisión, encierro, mazmorra, en fin, la
chirona.
—Canadá, diría Canuto —apunté.
Horacio Quintín prosiguió en su rol de
cicerone.
—Como verás, en este patio se congrega la
crema de la izquierda venezolana. Algunos involucrados directamente, otros
ingresados solo por deferencia y afinidad intelectuales.
—Entonces, era un golpe progresista —dijo
LauraÉ.
—Verdaderamente, aquí tuvo participación toda
la izquierda, desde el Partido Comunista, pasando por el MAS, la Causa R,
Bandera Roja y pare usted de contar. Fíjate lo que son las cosas: este
escribidor se desanimaba, aburguesado y desencantado luego de la derrota de la
lucha armada de los sesenta, y heme aquí, en plenos noventa, con una barriga
pantagruélica, habituado al sibaritismo, al buen yantar, a la buena música, a
los buenos cigarros, y ¡zuás! me veo metido en estos menesteres revolucionarios
como si fuera un muchacho de veinte años.
—Pero no le avisaron a nadie, Horacio Quintín.
Se guardaron este secreto y este proyecto para ustedes solos. Si algo hubiera
sabido yo, habría colaborado con alma, vida y corazón.
Carraspeé un tanto: ¡LauraÉ metida en conspiraciones!
—Todo se desenvolvió de una manera muy rápida.
Yo, incluso, me vine a enterar hace pocas semanas —informó HQZ.
— ¿Cuál iba a ser tu aporte? —preguntó LauraÉ.
—Iba a redactarle los primeros manifiestos y
discursos al comandante Quiñones y, de alguna manera, brindarle el sostén moral
de la intelectualidad venezolana, amén de numerosos contactos con gente afín
del exterior.
Ese hombre, sin duda alguna, hablaba bonito.
— ¿Dónde está el comandante Quiñones? —inquirió
LauraÉ.
—Lo han tenido aislado durante varios
días. Pero es bueno que hayas venido,
LauraÉ. Ahora que estás aquí, voy a presentarte a varios personajes que han
estado sumidos en este movimiento, con la Noche de Febrero, como ya se le está
conociendo popularmente, porque tengo varias ideas y tú puedes cuajar
perfectamente en ellas.
Horacio Quintín tomó del brazo a LauraÉ y la
condujo hacia un grupo de reclusos —todos ellos en mangas de camisa—y sus
visitas, que padecían el candente sol del Tuy en medio de la pestilencia
amalgamada y los mosquitos elocuentes del patio. Yo, por no dejar, me les pegué
atrás, más como el convidado de piedra que como otra cosa.
Allí se encontraba, entre otros, Godofredo
Golindano, anciano de enclenque osamenta
pero de mirada firme de quien explicó HQZ —yo me estaba dando por enterado— que
era un viejo revolucionario, víctima de torturas durante la dictadura de Pérez
Jiménez, fundador de varios periódicos combativos en la época en que Rómulo
Betancourt derrotó a la guerrilla, preso varias veces y baluarte de
innumerables conspiraciones descubiertas y por descubrir. En fin, todo un
mártir de la causa progresista. A real
zealot.
—Don Godofredo —el grasiento de Horacio
Quintín lo interrumpió en su secreteo—, permítame presentarle a la licenciada
Laura Eunice Pérez Pirrone.
El viejo, probable octogenario, le consagró a
LauraÉ una sonrisa larvaria tras la escafandra de unos gruesos espejuelos. Me
dio la impresión de que era una comadreja fantasmagórica. Sus manos lucían
manchas aprisionadas por unas venas que parecían mecates subsidiados.
—LauraÉ, conoce, por favor, al profesor
Rodrigo Marín —y LauraÉ saludó a un calvito jipato, a quien Horacio Quintín
describió como el teórico del movimiento, amén de ser el representante en
Venezuela de la ideología “zuche”, sostén ideogramático, epistemológico y
machetérico de la autosuficiencia pregonado por la Corea del Norte de Kim Il
Sung.
“Me sigo desayunando”, pensé, ante tal
monumento a la zurdería.
—LauraÉ, te presento al doctor Adriano
Kandinsky, quien está coordinando al equipo de abogados que nos defenderá en el
juicio amañado que nos espera —y LauraÉ le dio la mano a un desaliñado con
modales de pelícano aquejado de juanetes bajo cuya nariz florecía un mostachín
de dictador sirio.
Yo, mientras tanto, pintado en la pared,
observaba cómo LauraÉ se emocionaba genuinamente al trabar conocimiento con
todos esos esclarecidos del santoral izquierdoso.
De repente, un murmullo generalizado y unos
palmoteos desnudos anunciaron la salida de los comandantes a su hora diaria de
sol. Todos se aplaudían entre ellos mismos, como en esos viejos y retocados
fotogramas donde el jefe Mao de la China y sus secuaces se auto ovacionaban
rodeados de gladiolos, cobrándose y dándose el vuelto. Quiñones aplaudía a
Godofredo Golindano y éste, a su vez, aplaudía a Quiñones. Horacio Quintín
Zúñiga aplaudía a Rodrigo Marín, y Rodrigo Marín aplaudía a Horacio Quintín
Zúñiga. Adriano Kandinsky aplaudía a un barbudo ceniciento parecido a un Karl
Marx tuyero —nada menos ni nada más que el conocido trovador revolucionario
Ríchar Atencio Villasana—y éste le devolvía los vítores con una sonrisa digna
de Liu Shao Chi anunciando el “gran salto hacia delante”. Era una piñata de
aplausos, una verbena de aplausos, una procesión de aplausos. Como en una
especie de ballet ejecutado en el anverso de la elocuencia, todos los presos
del golpe de Febrero se aproximaban los unos a los otros y se prodigaban
aplausos y más aplausos. Everybody in the whole cellblock was dancing to the
clapping rock. No, ni siquiera eso. Ni
siquiera el rock de la gonorrea. A estos elementos no podía gustarles el rock
porque la génesis del rock es gringa y todo buen revolucionario, es bien
sabido, detesta hasta las tetas y los tuétanos todo lo gringo. Lo de ellos es
ese patetismo auditivo que mientan la nueva trova cubana. ¡Guillermo Tell!
¡Guíllate, becerro! ¡Basirruque murió tosiendo! ¡Aléjalo, San Alejo!
Transcurridos como diez o quince minutos, los
susodichos se dejaron de auto aclamaciones. Vi con el rabillo del ojo a LauraÉ
transmutada, transportada y en el borderline
de la epifanía. El comandante Quiñones la reconoció, se le acercó y la
saludó efusivamente, rodeados ambos por toda la bandada de presos y
acompañantes. LauraÉ lucía radiante.
Yo, por mi lado, estaba más solo que The
Lone Ranger without Tonto and without
silver bullets, watching everything from my spot like a perfect ghost.
El comandanto cara de danto se sobó la
nariz parecida a un destapador de refrescos, resolló como una vaca loca y se
encaramó encima de un guacal.
“Compatriotas, amigos, revolucionarios todos:
“Hemos sido derrotados en esta primera y
magnífica batalla, en este primer hito regado por la sangre de los mártires del
Caracazo y los mártires de la Noche de Febrero. La sagrada tierra que alguna
vez albergara los epopéyicos pasos de nuestro Libertador ha sido fertilizada
con los humores vitales de aquellos que han creído, y siguen creyendo desde el
más allá, en la definitiva transformación de la sociedad venezolana. Pero, tal
y como lo soñó el preclaro Simón Bolívar, el padre de la patria, el fundador de
las naciones, el ínclito paladín, el revolucionario más cabal entre todos,
nuestra lucha no se circunscribirá a las fronteras de la pequeña Venecia. Esta
es una gesta que se proyecta hacia América toda, basada en la doctrina del
árbol de las tres raíces: el ideario político de nuestro héroe máximo,
liberador de pueblos con su espada decapitadora de canallas; el ideario social
de don Simón Rodríguez, maestro de nuestro inmortal Libertador, ductor de
ciudadanos honestos y útiles, mentor de juventudes en la flor de sus sueños; y
el ideario igualitario de Ezequiel Zamora, el héroe federal, vencedor de Santa
Inés, horror de la oligarquía y esperanza de los desposeídos y los
desarrapados. Todo ello, queridos compatriotas, amigos y revolucionarios, en el
contexto del combate universal contra las fuerzas deshumanizantes del vil
lucro, del afán desmedido de acumular riquezas chupándole la sangre a las venas
abiertas de Latinoamérica por parte de las sanguijuelas del denominado primer
mundo. Esta lid viene a ser la misma de Sandino, del Che y de Camilo Torres,
cuyo único bastión de firmeza y dignidad, la Cuba revolucionaria, la Cuba de la
frente en alto, enclavada en el Caribe a pocas millas del ogro imperialista,
resiste con estoicismo los embates del bloqueo criminal. En ese ejemplo nos
inspiramos. De ese ejemplo nos nutrimos. De esa savia abrevamos. Y no daremos
nuestro brazo a torcer, aquí lo juramos solemnemente, hasta imprimirle un giro
acelerado a la actual situación y rescatar del foso a las grandes mayorías
nacionales, restableciendo la dignidad colectiva y el consenso necesario para
avanzar en la búsqueda de nuestro destino como pueblo revolucionario. Esta Revolución nos podría
lucir perdida, extraviada, en este momento. Pero está ahí, vivita y coleando,
agazapada en el corazón de todos los compatriotas latinoamericanos que no
esperan sino el momento adecuado para insurgir con la espada de Simón Bolívar y
liberar a nuestros pueblos del enemigo común.
Esta Revolución se me ha perdido ayer, pero está allí aguardando como el
unicornio azul que cantaba el poeta, el unicornio azul de la Revolución.”
LauraÉ era quien más aplaudía ahora. Sus ojos
deslumbraban sin incoherencias en el fragor del sol arrollador de la tarde, en
ese patio calenturiento y pastoso de Ocumare del Tuy.
El comandante Quiñones siguió hablando con su
tintineo de predicador protestante enfervorizado durante tres cuartos de hora
más, sin dejar de restregarse la nariz y de bufar. Yo, para matar el tedio, me
dediqué a masacrar todos los congorochos y alimañas que se ponían a mi alcance.
Al finalizar el interminable discurso, los presentes decidieron formar un
comité pro defensa de los detenidos de la noche de Febrero.
LauraÉ fue nombrada presidenta, a instancias
del HQZ y de don Golindano.
Mientras ella se ensimismaba en su dinámica de
solidaridad revolucionaria, yo me despaché un infinito de gusanos y proseguí
con la exploración de las grietas del piso, de donde despuntaban herbajos que
pedían a gritos la higiene del desmalezamiento. Decidí satisfacer mi monomanía,
me agaché y comencé a sacar de raíz una por una las yerbas a mi alcance. Fui
avanzando, en cuclillas, obteniendo un conato de placer quizás comparable al
que sienten los piromaníacos observando el fuego. Instintivamente, fui buscando
una sombra pues mi anteproyecto de calvicie solicitaba un bálsamo contra el
recalentamiento. De pronto, un par de botas me obstaculizó el camino,
plantándose con firmeza en mi línea de avance. Dirigí la vista hacia arriba.
— ¿Y usted por qué no está con ellos?
Era el mayor mandíbula cuadrada, señalándome
con una mueca el agrupamiento de reclusos y visitantes. Miré hacia allá también
y noté, nuevamente cómo LauraÉ descollaba por el brillo de sus ojos y lo
maravilloso de su sonrisa —and suddenly I
was jealous.
—Y usted, ¿por qué no está con ellos? —le repliqué
al hombre de la quijada cuadrada.
—Amigo, esto se convirtió en las fiestas
patronales del comunismo criollo. Yo no me alcé ni sacrifiqué mi carrera para
servirles de trampolín a estos adoradores de Fidel Castro. Y como yo, unos
cuantos…
—Pero, ¿no se dio cuenta usted de ello de eso
cuando estaban conspirando?
El mayor cara cuadrada suspiró y alzó el
gaznate.
—Mire, compañero, con tal de tumbar a este
gobierno de tramposos, usureros y corrompidos me hubiera aliado hasta con el
diablo.
— ¿El fin justifica los medios?
—A veces sí, a veces no.
Volvieron a sonar los aplausos. Venían
haciendo su entrada el conocido comentarista Valentín Vergara y su esposa.
LauraÉ me hizo señas para que me acercara.
—Véngase con nosotros —le sugerí al mayor
pecho cuadrado.
—No, amigo. Cada oveja con su pareja.
—Pero no veo su rebaño —fue lo más amable que
encontré para decirle, recalcando sutilmente su soledad.
—Mejor solo que mal acompañado.
—Por los momentos —remaché.
—Por los momentos.
Le tendí la mano.
—Mi nombre es Benny.
—Sí, ya lo sé. El de la televisión. Mucho
gusto. Soy el mayor Clarencio Rincón.
—Nos seguimos viendo.
—Eso es correcto.
Me encaminé hacia el gentío. La reunión se animaba.
Los planes para amplificar la adhesión a la causa febrerista rodaban como dados
en mesa de garito. LauraÉ me presentó a la pareja. El comentarista y ella se
lanzaron en un diálogo de connotación política que, evidentemente, no me
interesaba.
—Este calor tiene una profusión de verdes
gelatinosos —dijo Lucky, la esposa de Valentín Vergara, remeciendo su melena
arenosa con la brisa aromatizada de féculas y canículas. Sus ojos eran de
arena, y de arena era también su apariencia bien conservada a fuerza de
aerobics, dietas sin grasas saturadas, yoga, tai chi, budismo zen, majikari y
mucha ingesta de afrecho.
—Pareciera un verano de guayabas asintomáticas
—dije.
Me escrutó con una mirada llena de arena
cernida.
—Va a caer un chubasco de clorofila espléndida
—pronosticó.
—Un aguacero de maíces y pomarrosas —especifiqué.
—O a lo mejor una llovizna turquesa.
—Un chaparrón imbuido de uvas agridulces.
—Tu percepción es netamente frutal.
—Fructífera, como tus colores.
— ¿Sabías que tienes un aura azul como la témpera?
—Pero no soy un temperamental.
—Ya me habían hablado de tus toboganes
verbales.
—Nunca me habían descrito tu arena pigmentada.
—Arena de tinturas, Benny.
—Arena de cocotales, Lucky.
—Está comenzando a llover el gris sereno,
Benny.
Y de verdad estaban cayendo unos goterones
gruesos y sólidos, obligándonos a buscar refugio bajo los alerones que
delimitaban el patio. Todos recibieron la lluvia con regocijo, como si fuera un
anuncio de la fertilidad de sus torneos revolucionarios. Ríchar Atencio Villasana
arrancó a cantar con su voz reseca y aquejada de vibratos.
“Luchando cual vergatario
en este momento puro:
¡Revolución, Revolucionario!
y a ese yanqui dale duro…”
Todos coreaban la tonadilla, LauraÉ aún con
más entusiasmo que los demás. Lucky no se aflojaba del arenal de mi continente.
Sonaron unos pitos. Los guardias nacionales
impartieron instrucciones. Hora de irse. Los revolucionarios se despedían. En
el fondo del patio, el mayor Clarencio Rincón fumaba con impavidez de
paralelogramo distendido y arrojaba unas volutas de humo cuadradas.
LauraÉ y Valentín Vergara dispusieron que la
reunión debía continuar. Había detalles que afinar en la incipiente labor del
comité de solidaridad. La decisión fue unánime: enfilaríamos todos a casa de
LauraÉ.
Traté de bromear por el camino. LauraÉ me
replicaba con una panoplia de planificaciones y entusiasmos. No logré hacerla
cambiar de tema.
El gentío casi no cupo en el apartamento. Con
mi proverbial bonhomía, buscando no desentonar, ayudé a Débora la cachifa y a
Lucky de Vergara a servir unos tragos y repartir unos bocadillos. Los
revolucionarios solidarios fumaban como una cuadrilla de géiseres. El
tocadiscos arrojaba unos eslabones lapidarios
y fastidiosísimos en las voces de Ríchar Atencio Villasana y Alí Primera.
LauraÉ se sumergió en su cometido de presidenta del comité pro libertad de los
presos de la Noche de Febrero. Yo buscaba su sonrisa, el destello de sus ojos,
la piedad de su atención. Nada. Vacío. Cero. Zilch.
Me sentí extraño y fuera de lugar. En
cualquier sitio donde estuviese, mi celebridad de Doctorísimo Chancleto y rey
del hip hop descachalandrado me
aseguraba la atención de la concurrencia. Ninguno de los ahí presentes me hacía
caso en lo más mínimo. Y LauraÉ menos todavía. Había un rezago de cólera y
celos revolviéndoseme en las oscuras instancias de la mente. Anhelé el derrape
y el dopaje. Mírame, LauraÉ. Rescátame, LauraÉ. Pick me up, LauraÉ. Build me
up, LauraÉ.
—Las cucarachas azules desentonan en el baile
de las gallinas aromáticas —escuché la voz arenosa de Lucky, detrás de mí.
— ¿Y de qué color son las gallinas? —pregunté,
dándole todavía la espalda.
—Las hay en tonalidades malva, lavanda, salmón…
—… beige arena —agregué.
—… y bermejas, como la pasión en arena de
tarde de toros.
—Los toros y los loros son como las gallinas
supinas —adjetivé.
—Tú y tus rimas.
—Tú y tus colores —contesté.
—Estos colores añoran un aliciente.
Se había colocado delante de mí. Sus dunas me
obsequiaban un aire de transfusiones.
—El aliciente se encuentra en el poniente de
mi diente floreciente, y se fuma en la duma de mi espuma al fragor de mi suma —retruqué.
—Fumemos, Benny.
—Pero no aquí.
— ¿Tienes?
—Como para un par de joints.
—Espérame un momento.
Atravesó la sala y le dijo algo al oído a
Valentín, quien asintió levemente sin dejar de prestar atención a lo que se
discutía en el comité. LauraÉ anotaba febrilmente en una libreta amarilla. Le
clavé la mirada —and there was no reply.
—Vamos —dijo Lucky.
La seguí. Nadie se percató de nuestra partida.
Enrolé un cacho enorme y lo fumamos rodando
por la Libertador. Ella conducía su cupé Toyota color, what else?, de arena lavada e inhalaba con gusto.
—Delicioso, Benny. Tengo una nota de lirios en
tonalidad mandarina.
—Que me arrojen en una cantina, sumergido en
una pimpina.
— ¿Sabes qué?
— ¿Que-que-que-que-qué?
—Me dan ganas de pintarte.
—Píntame angelitos negros, rodeados de
suegros, en andante alliegro.
—Te voy a pintar de un azul de majestad.
—Date con toda libertad.
Nos detuvimos frente a una quinta amurallada
en la Alta Florida. Abrió el portón corredizo oprimiendo el control remoto y
penetramos.
—Ven —dijo, y subimos hasta una buhardilla que
resultó ser un estudio de pintor lleno de caballetes y lienzos.
Mientras posaba enrolé otro tabaco y lo
encendí. Me colocó una capa morada, luego otra color de cedro y una capucha
plateada.
— ¿No me vas a dejar ver el boceto? —pregunté,
con una traba bestial.
La risa de Lucky tenía reflejos de arena.
—Quítate la ropa —ordenó, luego de hacerme
varios bosquejos en distintas indumentarias.
El pudor nunca ha sido una de mis
características. En menos de lo que canta un gallo revolucionario me quedé en
cueros.
—Lucky, I got a hard on.
—Una erección en rosa flamenco —puntualizó mi
retratista.
Dio unos trazos sobre el canvas y se acercó. Tomó mi coroto y comenzó a chupetearlo con
avaricia arenosa. Mientras ella se afanaba, yo la desvestía. Su cuerpo
cincuentón estaba muy firme, ya lo dije, a fuerza de calistenias y regímenes. Es
algo engorroso desnudar a alguien que te la está lamiendo. Pero el cannabis
tiene la virtud de acelerarme la líbido.
La alcé. Me cubrió la boca con un beso más
ancho que un medanal. Le quité la blusa mientras ella me seguía besando sin
dejar de juguetear con el viejo y bueno de Chancleto. Luego la despojé del
sostén y sus senos generosos temblaron, dejando relucir su color de arena, sus
pecas arenosas y sus pezones color rosado de arenisca. Luego le saqué los
pantalones y bajé sus pantaletas, descubriendo su sexo peludo. Ni perezoso ni
corto, enterré mi lengua en ese matorral primitivo. Ella se tornó, yo me
recosté y quedamos en posición sixty nine,
el año de la llegada del hombre a la luna, del festival de Woodstock y del Bar Mitzvah de Benjamín Möllerstein.
Lucky volvió a tragarse al Chancletino con apetito de arrabal de los siglos.
Éramos una simbiosis de lenguas exploradoras. Ella gemía de gusto cada vez que
yo succionaba los jugos secretos de entre las arenas movedizas de su cuquita
cincuentona.
De repente, sentí una corriente de aire helado
estrujándome el cogote.
Una música de urracas en cortocircuito se dejó
colar. Era la cacofonía de Alí Primera. Qué ladilla. Hasta aquí me perseguían
esos catarros de mal agüero.
Lucky detuvo el sorbeteo, alzando la vista
pero sin dejar de masturbarme.
Yo también levanté la mirada, empinando mi
rostro entre sus nalgas que se mecían sin tregua buscando el cosquilleo de mi
lengua, a la par que sentía sus húmedas mucosidades y sus espléndidos pelos
púbicos frotar mi nariz y mi boca.
La puerta del estudio estaba abierta.
Un cuerpo oscuro se hallaba bajo el umbral. Lo
tétrico del asunto se puso más tétrico con el fondo musical pavosísimo que
seguía sonando al fondo del trasfondo en lo hondo de lo más hondo de ese
mabitoso cante jondo.
Sin los lentes todo me resultaba borroso y
confuso. No podía moverme con el cuerpo desnudo de Lucky encima del mío,
estremeciéndose como un columpio berlinés, no sé si del susto o del placer,
porque, por instinto, yo continuaba lamiéndole sus profundas intimidades. Ella
veía hacia la puerta. Yo intentaba delinear esa silueta.
El intruso empezó a avanzar en dirección de un
cono de luz.
Lucky aceleró la frotación de Chancleto.
Yo tenía tenso todo el organismo, comenzando
por el pene. Dicen que el horror y el espanto catalizan la sexualidad.
Chancleto parecía que iba a estallar.
Mi lengua acentuó sus movimientos rotatorios
contra el clítoris de Lucky.
El intruso avanzaba, lentamente pero con paso
firme.
La mano de Lucky tiraba de mi glande hacia abajo
y más abajo en el movimiento de descenso. El dolor me hacía chuparle con más
fruición la vagina. Sus glúteos me
abofeteaban. The mixture of pain and
pleasure was becoming unbearable.
El intruso entró en el cono de luz. Era una
silueta masculina.
El corazón me latía a dos mil por hora, a
cuatro mil por minuto, a doce mil por segundo, what the heck!
El cuerpo de Lucky, las tetas de Lucky, el
culo de Lucky, todo temblaba como en una especie de sismo silencioso.
“Si voy a morir”, pensé en una ráfaga de lucidez,
“al menos lo haré acabando”. Y ahí mismo me brotó el semen como la erupción del
Krakatoa.
Lucky dejó escapar un aullido ronco. Ella
también estaba en pleno orgasmo.
La luz reveló la cara del tipo.
Coño. Era Valentín Vergara.
El marido de Lucky.
Nos había capturado en el fragor de la
batallita.
Los pies, las rodillas, las corvas, los muslos
y los jarretes me vibraban incontrolablemente,
en un guiso de goce y pánico.
Valentín Vergara se metió la mano derecha en
el bolsillo.
—No, papi, no —exclamó Lucky, aún atolondrada
y melindrosa por el orgasmómetro que venía de experimentar. Su mano apretaba
firmemente mis circuncidados cuerpos cavernosos, como queriéndoles exprimir
hasta la última gota.
La mirada de Valentín Vergara se posaba en
nosotros dos con imperturbabilidad y alevosía. Su mano se agitaba dentro del
bolsillo.
“Yijova”, pensé en un milisegundo, “va a sacar
un revólver. Hasta aquí nos trajo el río, queridísimo Chancletín”.
La mirada de Valentín Vergara era una cortina
de hielo y una cantina de hierro. ¡Buena hora para jugarretas verbales!
Lucky no soltaba mi perol. Ya no temblaba más.
—No, papi, no —repitió, con voz un tanto más
apagosa.
Mi campo visual se apeaba desde las pupilas de
serpiente al acecho de Valentín Vergara hasta la mano que se refugiaba en el
pantalón. En cualquier momento surgiría el armamento —and farewell, Chancleto.
—No, papi, no —Lucky estaba a punto de
quebrarse en sollozos.
Su mano apretó con más fuerza.
Sus nalgas volvieron a ondular.
Yo me ahogaba. No podía respirar con mi nariz
cabalgando en el espacio entre sus orificios de placer, mi prepucio estirado
hacia abajo a punto de desgarre y la espera del balazo final.
Lucky reiniciaba su danza.
Yo estaba a punto de gritar. Era la sumatoria
del dolor de mi falo, la asfixia y el miedo al balazo inevitable. Me estaba
acobardando.
Los ojos de Valentín Vergara eran los ojos de
una cascabel.
“¿Qué hace esta perra? Nos van a matar y ella
quiere seguir gozando”.
Por instinto volví a sacar la lengua. Lucky
talló su sexo con más fuerza contra mis labios. In spite of everything, I was aroused again.
La mano de Valentín Vergara va a sacar una
pistola.
La mano del cornudo va a vengar la afrenta.
“¡Saca de una vez la fucking fuca!”, le ordené con el pensamiento.
Lamí con brío creciente.
“¿Qué hace ese güevón? ¿Por qué no acaba con
esta vaina de una vez?”
Lucky dejó de mamármela y dijo:
—No, papi, no.
“¿Qué sucede?”
La mano se agitó y se agitó dentro del
bolsillo.
“¡El tipo se la está haciendo!”
—No, papi, no.
El tipo se estaba masturbando viéndonos.
—No, papi, no —repitió Lucky,
ininteligiblemente, a causa de sus roncos gemidos.
Me incorporé, con agilidad felina. Lucky
seguía a gatas. Le calibré el trasero y la poseí como el perrito.
—No, papi, no —la voz de Lucky era casi
inaudible.
Valentín Vergara se acercó. Su mano, dentro
del bolsillo, se movía con mayor rapidez.
—No, papi, no —dijo Lucky, agarrándolo por la
cintura, bajándole los pantalones y chupándosela con más fuerza que a mí.
Yo bombeaba con mayor vigor. Valentín Vergara
se quitó el saco y la camisa, sin dejar de verme. Su mirada era más inexpresiva
que la cara de un portugués despachando la enésima reina pepeada de la jornada.
Los tres estábamos desnudos en pelota.
“It’s
fair game”, pensé.
De repente, Lucky me tomó de la mano y me
haló, casi haciéndome perder el equilibrio. Mi pene se desprendió de su vagina,
mientras me hacía desplazarme hacia delante, sin dejar de mamarse a su marido.
Lucky me soltó a mitad de camino y me agarró
Valentín Vergara. Me tiró con fuerza y me hizo colocar detrás de él. Yo me dejé
conducir, pensando: “Hell, it’s their
show”. En menos de lo que canta el gallo de un ménage à trois, el tipo asió a Chancleto y se lo embutió entre los
glúteos.
“¡Bingo, Yijova!”
—No, papi, no.
El hombre gritó durísimo cuando mi espolón
perforó su ano.
“Couple
of weirdos”, dije para mis adentros. Y miren que yo
he visto vainas raras.
El tipo se batía como una zaranda, lengüeteado
por delante y taladrado por detrás. El Valentín Vergara estaba en la cumbre del
éxtasis.
Templé a Lucky por los cabellos y ella se
tragó el instrumento de su marido haciéndose digna émula de Deep Throat. El Valentín Vergara se
encontraba “ensanduchado” entre su mujer y yo. Ahí fue donde me volví a ir en
lechitas. Le dejé mis almidones almizclados al susodicho en los durmientes de
su carretera de granzón.
Sentí una fetidez.
Shit!
¡Mierda!
El muy cabrón se había hecho pupú,
embadurnándome.
Lucky y su marido seguían como si nada.
Dominando las arcadas, corrí hacia el baño del
estudio. El agua estaba más fría que la fachada de un iglú. Thank
god there was a piece of soap at hand. Me
lavé y me restregué como ochocientas veces, sin dejar de maldecir al muy
samamabísch. Me sequé, salí y me puse la ropa en un tris.
Me fui sin despedirme. Lucky estaba pintando a
su marido con diversos tubos y tarros de pintura al óleo. Me miró con ojos
vidriosos y extraviados, pero a la vez llenos de regocijo, sin dejar de
lanzarme un beso silencioso.
—No, papi, no.
Llegué a mi casa. Marqué el número de LauraÉ.
Escuché la contestadora y me rehusé a hablar.
Qué depresión. ¿Por qué había llegado yo a
tales niveles? Con razón LauraÉ me eludía.
Necesitaba olvidarla a como diera lugar. Un
clavo saca a otro clavo.
Ornela. Sí, eso era.
Tenía cuatro días libres, sin grabación de
“Los senderos del paraíso”. Me iría a Miami a buscarla.
“I need to sleep first”, constaté, empujándome dos pepas de seis miligramos
de Alprazolam.
A las veinticuatro horas estaba en Miami, Fla.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario