Capítulo HHHHH
Me he metido de cabeza en el
mundo mediático y he llegado a disfrutarlo. En los escasos momentos de
reflexión y lectura que me ha deparado esta dinámica asediada en medio de esta
hiedra de albures, he llegado a pensar que aunque la ambición de cualquier
artista que se precie es la de abarcar la vida a través de una visión ecléctica
y la captación de una esencia de amaneceres, atardeceres y ocasos, la
televisión representa esa misma existencia por carambolas tecnológicas, sin
profundizar nunca, porque la sustancia de las ideas se le escapa por entre
aires inaprensibles y no se aclimata en ella como la filosofía con el papel. La
envergadura de un discurso denso no tiene más remedio que diluirse en la
cacofonía del día a día tras día. Por eso la televisión siempre será un agente
baladí y anodino.
Pero, ¿cómo, entonces,
irradiar una visión del pathos que conmocione a las masas y las saque de su
letargo? Confieso que nunca profundicé, en mis días universitarios, en la
semiótica comunicacional. El profesor Callejas me sugirió varias lecturas, pero
la vorágine de esa maquinaria insaciable que escupe y regurgita fantasías
surcando represas de mecates infinitos, más mis obligaciones de madre de un
chiquillo maravilloso llamado Pedro Pablo, me impidieron concentrarme en los
vericuetos teóricos del asunto. Me confié a Dios y a la intuición, sin dejar de
cambiar impresiones sobre todo ello con el profesor Callejas y con Horacio
Quintín Zúñiga, quien solía repetirme una frase de André Gide: “Mientras el
sabio busca, el artista encuentra; que el que profundiza se hunde y el que se
hunde se ciega; que la verdad es la apariencia, que el misterio es la forma y
que lo más profundo que posee el hombre es su piel”. Acicate que me aturde, lo
confieso. Pero hay que hacer como el equilibrista y no mirar nunca abajo. La
imagen del abismo nos impele a dejarnos caer y estrellarnos contra ese misterio
que nos hunde y nos enceguece. “Reflexionar en demasía nos coarta la acción y
vale más expresarnos con actos que con palabras. Res non verba”, remarcaba
Horacio Quintín, y el profesor Callejas retrucaba (con una esponjosa agudeza):
“Más nos vale expresarnos con imágenes”. Pero las imágenes son gaseosas,
huidizas y escurridizas, de corta memoria en la retina y de lánguida residencia
en el cacumen, a diferencia de las ideas, argumentaba yo. Y Horacio Quintín,
sin aliento al exhalar el humo del duodécimo cigarrillo y el abovedado humor
del duodécimo café del día, prorrumpía: “Las ideas, en nuestro siglo de
comunicación prêt-à-porter, se evadieron de las neuronas e invadieron el
espectro radioeléctrico y cibernético. Al mudarse de su caparazón libresca,
dejaron de existir en la mente para aposentarse en los sentidos. Ergo, las
ideas ya no poseen sustancia de ideas, sino que ahora adolecen de la sensatez
sensorial. El lenguaje posee índole de idea y dejó de reflejar lo intemporal.
Ahora su universo es un fast food ideológico. Por ello, todos somos comunistas,
como el mar, según aquella vieja figura esbozada por Enrique Bernardo Núñez”.
De alguna forma, tal percepción corroboró mi praxis y refrendó mis ejecutorias
en mi vida profesional dentro de los medios. Ambicioné, pues, dominar ese
lenguaje de moradas horneadas en imágenes y en espíritus que nos habitan en
estos albores finiseculares; ese lenguaje que poseemos y que nos posee; ese
idioma febril que, por su omnipresencia y la imposibilidad de sustraerse a él,
manifiesta una introspección abierta y lacónica con la idea de Dios. Habiendo
anclado dicha introspección en mi ánimo, procedí, a tientas y a ciegas, y atiné
con un camino que me satisfizo y que, a la postre, derivó en un compromiso acentuado
con mis ideas de siempre, con mis irrenunciables idealismos.
Antes que nada, Benny.
Luego de aquella noche en que
hicimos el amor y en que su huida repentina precipitó dentro de mí un tornado
de sentimientos encontrados, recibí una carta suya.
“El amor es un ejercicio
donde las palabras y las ilusiones se entremezclan calibrándose, sopesándose y
ponderándose, para luego establecer su albergue tras los relucientes cortinajes
del alma. El amor es un auditórium infinito donde se representa una comedia en
la que los amantes son, a la vez, ejecutantes, público y crítica. El amor es
una nebulosa cadenciosa cuya música se escalona en un espejo donde un alma es
reflejo de la otra, y ambas almas son reflejo de sí mismas. El amor es un álbum
que despliega sus páginas vadeando una brisa solar, recorriendo los espacios
multitudinarios (plagados éstos por infinidad de narices y lenguas que husmean
la biósfera con una baba atroz y cáustica) y alcanzando ¾a
pesar de los obstáculos ¾el
corazón del otro.
“La ausencia es una memoria
cerrada, una alcabala rodeada de malezas sensibles y un puré anticlimático. La
ausencia nos devuelve a la tierra germinal en un estado de tristeza
deshilachada. La ausencia es un castigo frígido. La ausencia es la menopausia
del alma.
“Eres una mujer y la mujer
siempre precisa de lo masculino para reordenar su energía y su capacidad de
aguantar todos los dolores del mundo, alcanzando el paroxismo supremo en la
síntesis del dolor y el placer, cimas sólo descifrables por la mujer en los deliciosos
calambres del parto y la cópula. Tu cuerpo me ha reconfortado, tu aliento ha
divinizado mi aliento. Tus gemidos se han enredado en mi pecho y han dilatado
un sinfín de oleajes en síncopa perfecta con los latidos de mi corazón. Eres
tan bella, LauraÉ, que aún no logro abarcar la inmensidad de mis desafueros
contigo.
“Acabo
de leer esta frase de Robert Louis Stevenson: "The human heart is an unknown quantity desperately in love with
deception". Percibí en ti, LauraÉ, un
ansia prístina de entregarte a ese amor de universos cadenciosos y de espejos
que se reflejan en ti y en mí. Pero
debo advertirte que soy un mentiroso redomado, un mitómano que se regodea sin
tapujos en un chiquero de engaños y un embustero ante quien cualquier avezado
político palidece. Busco la trascendencia a través de la falsedad. Quizá sea
por ello que he aterrizado en los medios, entorno de retozos donde el
pragmatismo asienta sus posaderas acuñadas por una inmensa omelette de quimeras y en un inmenso portal de anime, tirro, estopa
y mentiras disfrazadas de distracción. Soy un sheik del intelecto, capa
donde radican los problemas y los fuegos fatuos de la realidad real. Soy un
artista del mojón y de la simulación que, como bien sabes, es el nicho
primigenio de la aridez y de la estomacal acidez. Soy el rey de la
antidisciplina, barón del ocio, marqués de la antilaboriosidad, gran comendador
de la flojera y eximio chambelán del embustico. Soy un autómata del placer. El
último epicúreo en una época donde la eficiencia atrofia la poesía. Y la poesía
eres tú, viviendo en mis obsesiones, temblando de goce y libertad en una noche
clandestina rematada por mi escapatoria. Y escapé porque debía reconocerme en
tu pureza para, luego, confesarme, como ahora lo estoy haciendo, y sepas en qué
berenjenal te has metido. Y, no obstante, abrigo ¾ ¡qué
optimista! —la esperanza de que comprenderás el rosario de sandeces que es mi
vida. Y no te miento al decirte que soy un mentiroso. Y no te miento al decirte
que te amo.
“Ejus dem,
Benny”
Al principio pensé, “¿qué
disparates son estos?”. Y, repentinamente, afloró el viejo método adquirido en
el claustro académico y el análisis hermenéutico se entremezcló con el
condominio de los sentimientos, la vista se me nubló, las manos me temblaron y
el corazón escobilleó unas arritmias polvorientas. Descubrí, con desazón, que
Benny me turbaba profundamente, y no existía ningún razonamiento holístico que
lograra desinfectar mi ánimo de aquel dialecto de incoherencias con que ese
bufón acribillaba mis confusiones y mis sonrojos invisibles.
Sin embargo, la eficiencia
corporativa que barnizaba mi fachada logró, con creces, disimular los tics
cardíacos que me producían sus bromas, sus hipos lúdicos y sus risotadas
exclusivistas, pues sus guasas eran direccionadas exclusivamente hacia mí. En
medio del trajín del canal, con su ensalada de ponzoñas lisiadas y el estrés
implacable de la relojería de producción, la presencia de Benny se me arraigó
como un bálsamo. Pero, para evitar suspicacias malsanas, le imponía una
distancia y un trato asépticos, a semejanza del que le prodigaba al resto de mi
equipo. Prodigaba mi simpatía a todos, sin excepción, de una manera
democrática, Benny incluido. Es más, a ojos de las implacables lenguas de
radio-pasillo, radio-bemba o noti-cafetín, se juraba que mis preferencias
sentimentales derivaban hacia Gerardo Farfán, a quien Benny no tragaba. Y viceversa.
“El Castillo del Saber”,
gracias a las ocurrencias intempestivas de Benny, logró escalar buenos sitiales
en las mediciones de audiencia. Su notoriedad empezó a crecer como la espuma.
Por supuesto, al principio esos dislates no fueron del agrado de algunos de los
ejecutivos del tercer piso. Lo defendí con artimañas dialécticas y con el apoyo
velado pero firme que me brindaron el profesor Callejas y Horacio Quintín
Zúñiga. Y los números de las encuestadoras vinieron a apuntalar mi convicción
de que transitábamos el camino correcto. Yo vaticinaba una travesía viento en
popa.
Continué saliendo a cenar con
Gerardo Farfán. Cada vez se le hacía más difícil disimular su desasosiego. Una
noche, luego de un carpaccio de mero más un cangrejo con gazpachos y unas copas
de Calvet blanco, se me declaró. Con su hablar tortuoso y su mirada de
conejillo de Indias, me aseveró que le era imposible dejar de pensar en mí, que
su situación era holgada, que estaba dispuesto a adoptar a Pedro Pablo, que me
regalaría un apartamento y que llenaría mi vida con ramos de claveles y
orquídeas todos los días del mundo. Se podía percibir el sudor que le perlaba
el labio superior tras el amartelado mostachín. Haciendo gala de una diplomacia
trasatlántica, le confesé el profundo
deleite que me causaba su proposición pero que mi prioridad vital, en ese
momento, era consagrarme a la crianza de mi hijo. No podía confesarle que Benny
se había instalado con sus huestes y sus carcajadas al cobijo de las jarcias de
mi espíritu. Ello habría aumentado la ojeriza hacia él de Gerardo Farfán. Y mis
crecientes dotes gerenciales no me permitirían admitir ese océano de fricciones
en mis predios movedizos. Gerardo insistió, ansioso, “¿Te he ofendido, LauraÉ,
hablándote de amor?” Le aseguré que no, todo lo contrario. Me sentía
lisonjeada, lo consideraba un gran amigo, no quería perder su amistad… y, con
sutileza coralina, lo disuadí sin revelarle que me estaba enamorando de Benny.
¿Qué se creía ese payasito
descocado? Me llamaba a las once, a la medianoche, de madrugada. Ya había
logrado acostar a Pedro Pablo, Débora se había ido a la cama y había colocado a
Canuto (quien venía muy a menudo a solucionarme esos pequeños abatimientos que
siempre aquejan a los electrodomésticos y las cañerías) en una colchoneta bajo
el toldo del balcón, cuando repicaba el teléfono y yo corría presurosa,
sintiéndome el corazón dando tumbos en el pecho y, mal que bien, lograba
disimular el atolondramiento que me producían su interminable cadena de chistes
malos y sus alucinantes frases bilingües. Y las noches en que Débora se iba a
pernoctar con su familia en un olvidado barrio de la carretera vieja a La
Guaira y que Canuto se disolvía en el hormiguero vidrioso de la urbe insomne,
lo recibía a escondidas, y le daba refugio entre mis sábanas, y mi cama se
convertía en un vaivén de mareas, en una ráfaga de oleajes y arenas, en una
playa donde mi respiración entrecortada dejaba adivinar la brisa que castiga a
los cocoteros y donde nuestros pies, manos y lenguas descifraban los ecos
náuticos de los pelícanos, las caracolas y las conchas. Hasta que la madrugada
corría sus pesados cortinajes y la ciudad se convertía en un manglar gótico y
yo lo despertaba, obligándolo a vencer su pereza de beduino altivo, y a duras
penas resistía sus porfiados embates para volver a hacer el amor, recalcándole
que Pedro Pablo se iba a despertar y tenía que prepararlo para llevarlo al
preescolar, y vete Benny, vete Benny, vete Benny, no me hagas cometer locuras,
y sus besos se repetían con insistencia de adicto, y por fin lograba empujarlo
hasta el pasillo, sin dejar de recordarle que esa tarde teníamos grabación, y
anda vete Benny, y él haciéndome payasadas y yo disimulando la hilaridad.
El éxito del Doctorísimo
Chancleto afianzó mi autoestima y la confianza hacia mí de parte de los órganos
decisorios del canal. Luego de seis meses de “Castillo”, la fórmula había
llegado a su cénit. Para no dormirnos en los laureles, Benny y yo concebimos,
en medio de uno de nuestros conciliábulos insomnes sobre mi desordenado lecho,
la idea de realizar un programa irreverente a altas horas de la noche, al
estilo de Johnny Carson o David Letterman. Un programa donde Benny se burlara,
con su descaro de ciudadano electrónico, de lo humano y lo divino; un programa
donde su desparpajo brotara sin diques de contención y donde tuvieran cabida un
sinfín de iniciativas anónimas, de esas que deambulan transfiguradas por los
circuitos desamparados de la ciudad ajena, y configurarlas como un oasis de
humor negro e iconoclasta. Intenté involucrar a Benny en el mecanismo
pragmático del proyecto. Pero conociéndolo como ya estaba aprendiendo a
conocerlo, me di cuenta que a los delfines juguetones nunca podrás
constreñirlos a navegar el juego explícito de los molinos sedentarios, vale
decir, cero formalidad, cero horarios, cero rigor. Sólo podía contar con él
para los repentinos chispazos de genialidad en el carrusel de sus enjambres
eléctricos. Solicité, entonces, el concurso de Lourdes, mi productora adjunta,
y de mi travieso director de cámaras. En
tres sesiones de trabajo ya disponíamos de un anteproyecto para presentárselo a
la junta directiva.
Nadie, en sus justos cabales,
pudo predecir el Caracazo. Había amanecido como un lunes cualquiera. La gente
disimulaba su mal humor y su resignación ante las ingentes medidas de
austeridad anunciadas por el gobierno.
Aun cuando estaba encariñada con “El Delfine”, el pobre cacharrito presentaba
síntomas de senilidad mecánica y, durante un momento, sopesé, a la luz de mi
relativa mejoría económica, la posibilidad de comprar carro nuevo. Pero con los
aumentos previstos en el precio de la gasolina, la electricidad, los alimentos,
más los nubarrones inflacionarios, la intuición me aconsejaba aguardar tiempos
más propicios. Pensando en esto, me dirigí esa mañana al canal. Teníamos pauta
de grabación para cuatro programas del “Castillo”. Cuando llegué a mi oficina,
Benny estaba apoltronado en mi silla, los pies sobre mi escritorio y conversaba
por teléfono.
¾¿Y
cuándo regresa la doctora? ¾le
escuché preguntar. Me sintió entrar, y lo inesperado del hecho lo hizo despegar
sus posaderas y erguirse cual si hubiera sido pescado in fraganti perpetrando
un delito.
Me despojé de mis cosas y me
quedé observándolo.
—Dígale, por favor, cuando
regrese, que la llamó Benny… se lo agradezco… hasta luego… gracias…
El rubor que cubrió su rostro
ambicionó evaporarse en su usual desembarazo.
—Estaba pidiéndole una cita a
mi ginecóloga.
—De tu repertorio de chistes
malos este es el peor. ¿Por qué te
sonrojas?
—Porque soy el hijo de Rojas.
The son of Rojas. Tu amigo, el “Gocho”. O, más bien, son-rojas, el son de Rojas
—y empezó a golpear la superficie del escritorio con cadencia de rumba habanera
canturreando con voz desafinada¾:
¡¡Este es el son de Rojas, caballero, mi rico son, oye cosa buena, el
son-rojas, qué rojas-son, son, son…!!
—Ya, cállate por favor. Mis
oídos sangran.
—Son rojas las rosas que te
enviaré para tu cumpleaños.
—Benny, ve a maquillarte que
ya es la hora.
El muy zopenco intentó asirme
por el talle.
—Me maquillo y así me veré
sonrojado, pero no sin antes haberme arrojado, todo arrobado y robado, en tus
brazos de mi sonrojo, con mucho arrojo, y sobre tu labio rojo posaré un beso
rojo para tu sonrojo, aun cuando tu “son” se llame Pedro Pablo (Peter, Paul and
Mary o, más bien, Peter, Paul and Benny).
Me zafé con entereza.
—Deja, chico, que nos pueden
ver. Espérame abajo en el estudio.
Se marchó, más cotorrero que un
radio psicodélico.
—En el estudio, salmudio del
sonrojo, el son-rojo, the red sun, verbigracia, el estudio es japonés, ¿cómo la
ves?
La grabación transcurrió sin
novedad. A las dos, paramos por la hora de comida. Lourdes mi productora
adjunta, más el inquieto director, Benny y yo nos dirigimos a una fonda
regentada por una pareja cubana a dos cuadras del canal.
—Qué raro que no hay tráfico,
¿verdad? —comentó Lourdes.
En eso se escuchó a lo lejos
un sollozar de sirenas.
—Hay un incendio por aquel
lado —acotó nuestro hormigueante director.
Se veía una columna de humo
grueso por los lados de la avenida Baralt. Al llegar al comedero, José, el
cubano, nos informó con el acento guapachoso de su tierra:
—Oye, mi santa, eso está
prendido en el centro.
— ¿Qué pasa? —pregunté.
—Había una manifestación esta
mañanita, pero la cosa como que degeneró en saqueos. La gente anda como loca,
reventando vidrieras y robándose los cachivaches. Ni la policía ni la guardia
aparecen. ¡Qué cosa, tú!
—La cosa está que arde esta
tarde. No en “barde” habrá que apagar este incendio a punta de “bardes” —dijo
Benny—, y esta noche habrá un boche en Coche, a troche y moche.
—Hombre, no sea toche —replicó
el inquieto director, sonando un vaso con el tenedor y el plato con el
cuchillo.
—Froche
joche momoloche.
—El
soroche, el soroche.
—Poche
roche cocoroche.
—Broche, broche, broche,
nojoche.
—Cucaracho, muchacho. Qué
mamarracho.
—Sin mucho empacho, caracho.
—Comiendo pistacho con don
Tacho.
—Qué cacho, chacho-chacho.
— ¡Ya cállense los dos! —intervine.
Cuando salimos del restorán,
casi a las tres, todo parecía haberse calmado.
—Seguro que la guardia los
dispersó a plan de machete —aseguró Lourdes.
—La única solución que posee
el régimen es represión y más represión —yo recordaba un sinnúmero de manifestaciones
que presencié en mi época de estudiante en la Universidad Central.
— ¿Solución? —arrancó Benny— Represión,
represión.
—Qué impresión —lo secundó el
director, sonándose los dedos.
—Compresión, aplica presión,
con precisión.
—Visión en la misión, mi
querido polizón.
—Hay que ajustarse el
camisón.
—Alejado de un camión de
visón.
—Ojalá se le reviente el
pistón.
— ¿Y si me das un pisotón?
— ¡Qué sofocón tan maricón!
— ¡Ay, qué emoción!
—Ya esto llegó a niveles de
tortura china —remachó Lourdes, cogiéndome del brazo y haciéndome apurar el
paso. No pude más que reírme ante tal cúmulo de astracanadas.
La grabación siguió su curso
normal. En esa época, Benny andaba muy acelerado con sus retruécanos y
estimulaba a los invitados a seguir sus interminables charadas. Dada la
compenetración del equipo, el trabajo se hacía más fluido. A las nueve de la
noche finalizamos. Estaba realmente agotada, pero habíamos finiquitado cuatro
programas, vale decir, todo un mes. Planeaba darme unos cuantos días de
descanso. Quizá bajaría al litoral con Pedro Pablo para solazarme viéndolo
jugar en la playa con la arena y las frescas olas del mar Caribe.
Benny me pidió un aventón.
—Me dejas en la Alta Florida
y, si quieres, te quedas conmigo, mi vida.
—No, Benny, esta noche no.
—Entonces, enfila proa hacia
Bello Monte y me quedo contigo, ombligo con ombligo, dándote mi abrigo.
—No, Benny, hoy estoy muy
cansada. Y no sigas.
La calle frente al canal
estaba extrañamente desierta. Las areperas habían cerrado sus puertas. Muchos
de los técnicos y del personal de producción permanecían arremolinados en la
acera.
—No están pasando los
autobuses, licenciada, y el Metro parece que tampoco está trabajando —me
informó uno de los camarógrafos más veteranos de la planta.
—No se meta ni por la avenida
Lecuna ni por la Baralt, licenciada LauraÉ, porque la cosa como que está peluda
por esos lados ¾me
aconsejó un joven operador de VTR.
—Eso está vuelto un desastre
por los lados de Catia y El Manicomio. Yo mejor me quedo durmiendo en el
estacionamiento —me dijo el propietario, un isleño simpaticón que había
enviudado hacía menos de un año.
“El Delfine” tardó en
arrancar. Tenía un problema, por ese entonces, con el carburador y, si me
descuidaba, por nada se apagaba.
—Vamonós por la autopista,
para disfrutar la vista.
—Si me sales con otra rima,
te dejo aquí mismo.
—¿Te da
grima la rima, prima?
— ¡Basta, Benny!
Para coger la autopista,
había que atravesar la avenida Baralt. Llegando al cruce, notamos entre las
penumbras unas siluetas presurosas. El alumbrado público estaba siendo
apedreado. Escuchábamos unos gritos peliagudos que mezclillaban el aire de la
noche con un sulfuro de oboes caleidoscópicos. Las sombras blanquecinas
pateaban las vidrieras y los portones de los almacenes, arrancando de cuajo los
obstáculos de hierro, hojalata y vidrio, para luego sumergirse en las tiendas y
salir a flote con todos los cachivaches de todos los bazares del mundo. Nadie
revelaba su faz en esa densidad inabarcable. Las lenguas de fuego y el crepitar
de las materias obedecían a un errante carnaval de encapuchados que eran uno,
mil y diez mil, repitiéndose a lo largo de un baluarte explícito que reptaba
como la avenida Baralt cuando se deja sorber por la falda del Ávila y cuando le
es permitido zarpar desde los terraplenes alimentarios de Quinta Crespo. Unos
cuerpos sudorosos y correosos se daban a la tarea de mecer y remecer los
vehículos aparcados, hasta voltearlos e incendiarlos.
—Esto parece Beirut —dije,
tratando de disfrazar el terror que estaba comenzando a apoderarse de mí.
—No una colonia brut.
Ubiquémonos según los azimuts o, más bien, sigamos el camino de los mamuts.
—La cosa no está para juegos,
Benny.
Aceleré, esquivando una
arrumazón de neumáticos ardiendo. Los chillidos de los encapuchados me
coagulaban el plasma.
—Chola, chola, maquechola —gruñó
Benny, oteando hacia los cuatro puntos cardinales—. Dale chola, mi pochola.
El parabrisas se atragantó
súbitamente en una telaraña de anguilas agónicas. Dejé escapar un grito. En una
fracción de segundo, titubeé entre detenerme para recobrar el aplomo o lanzarme
en carrera por un túnel obliterado en migajas impredecibles.
— ¡Acelera! ¡Saca la cabeza
para que puedas ver! ¡Pero por sobre todas las cosas, no te detengas! —exclamó
Benny, y su voz me llegó como un eco en una transmisión de radio rebotando en
una pantalla de neblinas.
Un escozor chirriante hizo
tambalearse al “Delfine”. Luego, un golpe atemperado y en sordina se desdobló
en una voltereta horizontal.
— ¡Dios, no! —exhalé, con un
aliento púrpura.
Nos detuvimos. Me parecía
flotar en un silencio algodonoso. Benny aparentaba un donaire de maniquí atado
a una furgoneta de montaña rusa. Sus ojos abiertos no mostraban ningún brillo.
No se movían, ni parpadeaban.
— ¿Estás bien? —pregunté, con
un sabor a sangre en mi paladar.
Antes de reponerme, sentí
unos sacudones violentos. Pensé en el terremoto del año 67, cuando la tierra se
encabritó bajo nuestros pies apoderándose de mi visión de colegiala impúber un
mareo miope, a la par que un sonido de carne de microbios perforaba la
intemperie con un pánico colosal. El escaso universo del interior de mi carrito
se había transmutado en una coctelera bizantina.
Los vaivenes me iban a
provocar un colapso. Mis nervios estaban a punto de estallar. ¿Qué sucedía?
— ¡Volteen esa mierda!
Las voces hurañas de los
encapuchados escapaban a mi comprensión.
— ¡Tumben esa verga!
Me tapé los oídos. El mundo
que captaban mis sentidos ya no era más un mundo sino un ingrediente de
tiovivos en cortocircuito y en colisión.
Un grito blanquísimo y sin
remedio se desmarcó en el ámbito de la catástrofe rebasando el encuadre de mi
enmudecedora prisión.
— ¡A a a a aaahh! ¡Aaah-ahí-ahí-a-a-a-a-a-aaaaaaaahh!
Parecía un estornudo de
guacharacas. O una coral de demonios sarnosos. Lo cierto fue que los espasmos
del “Delfine” cesaron.
— ¡Hermanitos! ¡Hermanitos!
¡Brodercitos! ¡Brodercitos! ¿Por qué
quieren destruir nuestro achacoso cacharrito?
Sentí pisadas en el techo del
carro.
—Se nos reventó el
parabrisas, ya no podemos ir más deprisa, y por poco nos quedamos hasta sin
camisa…
— ¿Quién es ese payaso? —gritó
una voz desde una capucha a cuadros.
—Un payaso que es puro bagazo, sin llegar a ser un soldado raso, que
pasaba por aquí por si acaso, y lo que ha recibido es un “piedrazo”…
—Vamos a escoñetar a ese
pajúo es lo que es —increpó otra voz desde una capucha hecha con retazos de
bluyín.
Entreabriendo los ojos pude
ver cómo la masa de enmascarados se compactaba alrededor del “Delfine”,
mientras en el techo un asomo de zapateado flamenco parecía acelerarse con un
trazo quebrantado.
— ¡Amigos, amigos, compañeros, compañeros, camaradas, camaradas, mis
panales, mis panales! —y el taconeo arreció.
—¡Bájenlo de ahí pa’dale una
redoblona!
Yo apenas podía creer lo que
estaba viendo. Un encapuchado de estatura deficitaria, pero con los pectorales
y bíceps bien definidos por una cartografía de cicatrices y puntos de sutura,
se abrió paso a codazos y empellones, imponiendo un respeto instantáneo que su
contextura habría desmentido, a no ser por la energía calcinante de su
irrupción.
—Pero bueno, ¿qué balurdería
es esssssa? ¡Ustedes sí que son ñeros!
—Yo soy el ñero del peñero —dijeron encima de mi carro, y el
repiqueteo continuó a un ritmo más sosegado.
—No-ó, bróder. ¿Ustedes no
saben quién es ese?
— ¿Qué güevón es ese?
—Ese es el Doctorísimo
Chancleto. ¿O es que ustedes, pila de becerros, no se baten una de televíshion?
— ¿En
serio, pana?
— ¿Ese es
el propio propiamente Doctorísimo Chancleto?
—Coye, se
ve más flaco.
El
taconeo adoptó una maestría deslizante.
—Dígalo
ahí, Doctorísimo.
—Suéltenos
unas muelas, Doctorísimo Chancleto.
—Bátase
una escama como las del “Castillo”, mi Docto.
—Ese
Chancletísimo.
—Vaya, mi
Chancletúo.
El
pequeño encapuchado pareció esquiar hasta mi ventanilla.
—Y usted,
mi reina, ¿tá bien?
Yo no
sabía qué decir.
—Cuando le dé la señal, pire
¡rao bacalao! a todo lo que desarrolle el cagajoncito —dirigió su mirada hacia
arriba y ordenó con eficiencia de comandante en sus cabales—: Bájese,
Doctorísimo, y póngale las manoplas al volante.
Con un sopapo certero,
desmigajó el parabrisas, abriendo un hueco lo bastante ancho para poder
conducir sin mayores inconvenientes.
Benny descendió y yo me
aparté, cediéndole el puesto del chofer.
— ¿Puede manejar,
Doctorísimo?
—Siboney.
—Matajey.
—Guariley, guariley.
—Con ley o sin ley.
—Vote por Copei.
—Y por
Juancito Trucupei.
—Je-je-je-jey.
—Vaya duro y venga suave,
dele pley.
—Okey, okey, okey.
La conmoción y la rapidez del
riesgo afrontado me hacían creer que estaba alucinando. Benny pasó el
encendido. Cerré los ojos y rogué con una fe de la que carezco porque
saliéramos de allí de una vez por todas. “El Delfine” arrancó, con un silbido
de cafetera moka express.
— ¿Cómo te sientes? —le
pregunté.
—Estoy viendo todo doble. Fue
un porrazo noble. A lo mejor, más adelante, nos estrellamos contra un roble.
Préstame tu mandoble.
La acumulación de
eventualidades me hizo estallar.
— ¡¿Pero es que no vas tener
seriedad nunca?! ¡De casualidad no nos mataron y tú pretendes continuar con tu
necio juego de palabras huecas! ¡Por poco y nos queman el carro! ¡Y tú tan
bromista, desconsiderado y desatento, como siempre, sin mostrar un poquito de
sensibilidad!
Me largué con una diatriba
incoherente, desahogando mi furia a pleno pulmón. Cuando llegamos a las
inmediaciones de mi edificio, no aguanté más y lloré. Benny tomó mi mano y la
besó. Hice un esfuerzo y me recompuse.
— ¿Quieres subir? —le dije.
—Bueno…
—Sin rimas, Benny. Ahora no.
Al abrir la puerta, Débora
nos salió al paso.
—Señora LauraÉ, la ha estado
llamando su hermana, la doctora Ornela. Que se comunique urgente con ella. No
se preocupe, el niño ya se durmió. Por la televisión están hablando de
disturbios en el centro. ¿Tiene hambre? Ya le preparo unas empanadas. ¿Y el
señor? ¿Que de qué son? De cochino y pollo. Perfecto, voy y las recaliento. Ay,
oiga, el teléfono está sonando otra vez. Segurito que es la doctora Ornela.
Levanté el auricular.
— ¿LauraÉ?
—Sí. ¿Qué pasa?
— ¿Estás bien?
—Sí, sí, ¿tú dónde estás?
—En la casa. Mi mamá está
sedada. ¿Te enteraste?
—Sí. Vengo del centro en este
momento.
— ¿Tuviste problemas?
—No, en absoluto —mentí—. ¿Y
tú? Yo te hacía en el interior.
—Me vine esta tarde. Adelanté
el regreso.
— ¿Estás sola ahí?
—No, la enfermera se ha
quedado a pernoctar con nosotras. Le dije que con la situación como está es
preferible no ir al Valle. No hay transporte público y lo que se ve son puras
patrullas por todos lados.
—Por aquí la cosa está
tranquila.
—Gracias a dios. ¿Y el bebé?
—Durmiendo.
—Mi suegro me dice que el
asunto está bajo control. De todas maneras, ni se te ocurra salir esta noche.
¿Estás con alguien en la casa?
Miré a Benny. Estaba
asomándose por el balcón.
—No —mentí de nuevo.
—Te llamo por la mañana.
Cuídate.
—Tú también.
—Eso.
Cenamos mientras Débora no
paraba de hablar por causa de los nervios. Le dije que preparara la colchoneta
donde usualmente dormía Canuto.
—Esta noche te quedas aquí —le
recomendé a Benny.
Misteriosamente, su
diccionario de barrabasadas parecía haberse agotado.
—Gracias, LauraÉ.
— ¿Por qué?
—Por todo.
— ¿Qué llamas todo?
—Tu hospitalidad, tu
benevolencia, tu paciencia… descuida, no voy a seguir jugando a las rimas.
Lo miré profundamente.
—Acabas de salvar mi vida.
Eso nunca lo olvidaré.
Se sonrojó.
—Yo también estaba asustado.
Después del porrazo quedé así como mareado. Y, cuando me recobré, lo único que
se me ocurrió fue encaramarme en el techo del carro y decirles a los
encapuchados lo primero que se me vino a la mente.
—Te portaste como un
valiente.
—De no haber sido por el
chiquito ese, hubiera tenido que pedir mis pantalones marrones.
— ¿Tus pantalones marrones?
—Es un chiste, LauraÉ.
—No entiendo.
Me contó, de seguidas, una
historia bufa de un pirata que siempre solicitaba, en el fragor de la batalla,
una camisa roja, dizque para disimular la sangre de las heridas y no cundiera
el pánico entre sus hombres. Pero, un día, a la vista de una flota enemiga de
más de diez navíos, el susodicho, en vez
de solicitar la camisa roja, pedía a gritos sus pantalones marrones.
—Sigo sin entender —aduje.
—Déjalo de ese tamaño. Los
chistes explicados no tienen gracia —y reía y reía, y su risa me era
contagiosa, como todas las cosas que provenían de él. Y más me reí, todavía, a
los dos o tres días cuando, de repente, recordé el cuento y, en un tris, se me
prendió el bombillo, lo comprendí y estuve carcajeando ahogadamente para que el
bebé no se despertara.
Acomodé a Benny en el balcón.
Le presté una frazada y le di las buenas noches.
Como a las tres de la
madrugada, se deslizó en mi cama. Intenté rechazarlo.
—Es que no puedo dormir —me
dijo—. El insomnio me pone los ojos como Petronio, el rey de los caledonios y
gran compadre de Pomponio.
Empezó a besarme con un
desfogue supremo. Quise alejarlo pero, a los tres o cuatro minutos, sucumbí
ante esa propulsión de pasiones desconfiguradas con la que siempre lograba
socavar mi resistencia.
A las cinco y media lo
desperté.
—Tienes que irte, Benny. Debo
llevar al niño al preescolar. Vamos, levántate ya.
Se hacía el remolón,
pretendiendo que reanudáramos nuevamente el amor. Pero me mantuve inflexible y
logré despedirlo, evitando sus besos arteros en el pasillo, no fuera que algún
vecino fisgón nos pillase.
—A las once en el canal.
Repicó el teléfono. Era
Lourdes.
—Chama, ¿te desperté? ¿No?
Bien. No lleves a Pedro Pablo al colegio. La cosa sigue prendida ya no sólo en
el centro, sino también en Petare, el 23 de Enero, por los lados de Coche y El
Valle… en fin, por todas partes. Dicen que el gobierno va a decretar la ley marcial.
—Oye, pero no podemos dejar
atrasar el proyecto de “Muy Medias Noches” —así se llamaba el programa de las
doce de la noche que teníamos en mente lanzar, con Benny como maestro de
ceremonias.
—No te aseguro que vaya.
Estoy sola con mi mamá aquí, sin despegarnos de los noticieros, y si me marcho
le va a dar un yeyo.
—Haz lo posible.
—Lo intentaré. Pero si la
vaina sigue así…
—Está bien. De todas maneras,
te espero en la oficina.
—No salgas, LauraÉ.
—Tranquila, Lourdes —dije, y
colgué.
Le di un vistazo a las informaciones de la
mañana. Los reporteros informaban de saqueos generalizados en el área metropolitana.
Llamé a Gerardo Farfán. Le dije que mi carro estaba dañado y le solicité venir
a buscarme. No se hizo de rogar.
En las proximidades de la avenida Baralt
podían advertirse varias columnas de humo y se escuchaban disparos. Hice de
tripas corazón. Tenía miedo, pero luché por no aparentarlo. Gerardo conducía
sin decir nada. A lo mejor procuraba demostrar coraje para no perder puntos
delante de mí.
Varias tanquetas y vehículos
militares rodeaban la sede del canal. Tuvimos que mostrar nuestros carnets de
empleados para rebasar las barreras erigidas por los soldaditos esmirriados y
con caras asustadizas que vestían uniformes de una y hasta dos tallas más
grandes de lo necesario. A la vista de los fusiles y las ametralladoras, un
espasmo flameó por mi cuerpo. Gerardo intentó asirme por la mano. La aparté, so
pretexto de limpiarme el rímel.
Me acompañó a lo largo de los
pasillos. Murmuraba palabras y excusas precarias para tranquilizarme. Al llegar
a mi oficina, observamos a Benny con su frescura hebrea posesionado de mi
escritorio y refiriendo una indecorosa historia que hacía cuajarse de la risa a
Lourdes y al director. Gerardo se puso más tenso que las cuerdas de un violín.
Benny lo midió con una mirada neutra, sin paralizar su tropel de equívocos. El aire
se hizo más pesado.
—… y todo por un bigote
chorreado de leche —comentó Lourdes, sin duda aludiendo al chiste.
— ¿Qué diría, de todo esto,
Meche? —prosiguió con la mecha el manoteador director.
—Que era el bigote de
brecheche —ripostó Benny.
—Agárralo antes que te peche —dijo
Lourdes.
—O antes que te aceche —soltó
el director.
Ya Benny iba a responder
cuando los interrumpí, con una voz que, a pesar de mis esfuerzos, no logró
disimular mis nervios.
— ¡El mundo afuera cayéndose
a pedazos y ustedes aquí con la guachafita!
En eso apareció el profesor
Callejas.
—Reunión urgente en el tercer
piso con Ronnie. ¿Cómo estás, LauraÉ? ¿Todo bien?
—Sí, profesor.
— ¿Cómo va lo de “Muy Medias
Noches”?
—Bastante adelantado. Creo
que dentro de muy poco tendremos algo concreto para presentárselo a la junta
directiva.
—Cuenta conmigo para lo que
sea.
—Gracias, profesor.
—Y tú, Benny, cuídame bien a
esta muchacha.
—Primero que me aplasten como
a una cucaracha.
—Pero que tenga muy buena
facha —replicó el profesor.
— ¿Usted también? —le
pregunté.
—Hija, si todas las tardes,
al llegar a mi casa, tengo que aguantar a mi hijo de nueve años que ahora no
habla sino con versos conversos y tersos.
Gerardo dio un respingo. Sin
duda, se sentía como pez fuera de su elemento.
—Bueno, andando —propuse —,
todos al tercer piso.
Ronnie presidía la reunión,
con el aparato gerencial en pleno.
—Señoras, señores, el
gobierno ha decidido (ya era hora) decretar el estado de excepción a partir de
esta tarde a las cinco. Solamente deben permanecer en el canal los miembros del
personal imprescindibles para sacar la programación al aire. El ejército ha
tomado bajo su control el resguardo de la planta física, previniendo que los
desmanes no lleguen hasta aquí. Transmitiremos lo que ya tenemos grabado, programas
viejos y películas, para suplir las pautas de grabación que, a partir de este
momento, quedan suspendidas hasta nuevo aviso. Sin embargo, como es imperiosa
la presencia fija de un mínimo del staff
artístico y de producción en nuestras instalaciones, la junta directiva
ha elaborado un régimen de turnos y permanencias, cuya copia ya cada uno de
ustedes está recibiendo en estos momentos. Hemos tramitado con las autoridades
los correspondientes salvoconductos para que puedan transitar libremente y no
los detengan por causa del toque de queda. Demás está decirles que traigan sus
efectos personales porque tendrán que pernoctar aquí. Es todo y les agradezco
su atención.
Curiosamente, y a pesar de
las turbamultas y desbarajustes del orbe externo, lo único que atiné a pensar
fue “adiós a mis días de playa, mar y sol con Pedro Pablo”. Me tocaba hacer
guardia dos días después, así que opté por marcharme a mi casa. Le pedí a
Gerardo que me llevara. Benny me mostró una sonrisa acartonada.
No había que ser un agudo observador
para darse cuenta que la ciudad era un caos. ¿Qué estaba pasando? Este fárrago
no podía ser la rebelión de las masas. Faltaba dirección, organicidad.
Atravesando la avenida Baralt, prácticamente en el mismo sitio donde la noche
anterior casi habían quemado al “Delfine”, logré captar el comportamiento
brutal de los guardias cayéndole a planazos a unos jovenzuelos descamisados. La
sangre me reverberó en las venas. Hubiera querido gritarles algo a esos
salvajes premunidos de insolente prepotencia, pero los efectivos militares nos
conminaron a apresurar la marcha. Los disparos arreciaban hacia los lados del
Valle y Coche.
Gerardo me dejó en la puerta
del edificio.
—Si me necesitas para algo,
no tienes sino que marcar mi número.
—Gracias, Gerardo, lo tomaré
en cuenta.
— ¿Te llamo más tarde para
saber cómo sigues?
—Bien. Si así lo deseas.
Al llegar al apartamento, mi
pequeño me brincó encima. Cuánto me alegraba estar de vuelta, abrazarlo y
besarlo.
—Mami, llévame al parque —me
pidió, con su vocecita de suaves vientos marinos.
—Hoy no se puede salir, mi
cielo. Nos quedaremos en casa viendo la tele.
Gracias a dios, Pedro Pablo
no resultó ser uno de esos pequeñines que arman berrinche por cualquier cosa.
Mi hijo no podía ser más adorable. Le propuse entretenernos armando un Lego y
en eso estuvimos mientras Débora nos preparaba la comida. Afortunadamente, yo
había hecho mercado dos días antes y tenía la despensa llena.
Me asomé al balcón. Era un
poco más de las cinco de la tarde. Una sombra ventilada de insolencia piramidal
fumaba un cigarrillo apoyado de un poste de la luz. Unos soldados pasaron en un
jeep descapotado y se le quedaron mirando. La sombra dirigía su vista hacia
donde estaba yo. Le hice señas para que se aproximara.
Le abrí la puerta y le
espeté:
— ¡Benny! ¿Estás loco? Ya va
a ser la hora del toque de queda. Si te capturan en la calle sin salvoconducto
te metes en un problemón.
Sus ojillos hebreos me
mojaron con una luz de ingenuidad desarmante.
—Pasa —lo conminé. Esta noche
te quedas aquí. En el balcón.
—Qué emoción.
—Sin rimas.
—Tú siempre me animas.
— ¡Cierra el pico!
—A eso me aplico.
—Cristo, dame paciencia.
—Clemencia, conciencia,
potencia, aquí y en Valencia.
— ¡Bastaaa!
Y, acto seguido, tomó a Pedro
Pablo, lo montó sobre sus piernas y se largó con un truculentísimo relato donde
se entremezclaban un hada feroz, un lobo madrino y un ogro bonachón que
componía versos infantiles. Débora se unió a la fiesta con sus risotadas
llanerinas. Así pasamos la velada hasta la medianoche. El chipilín se divertía
hasta más no poder, sabiéndose consentido por no tener que acostarse temprano.
Le expliqué que las detonaciones que se oían a lo lejos eran los triquitraques
de una navidad extraviada del calendario y que Benny era una especie de San
Nicolás sionista, acordeonista, simplista, equilibrista, desde todo punto de
vista, en la autopista de los anarquistas; en otras palabras, también me contagié e hice gala de mis rimas
precarias y calzadas de malarias dignas de la virgen de La Candelaria, Macaria.
Al otro día apareció Canuto.
Traía en la mano un ejemplar del “Diario Informativo”. Bajo los encabezados, en
una foto fulgurante a todo color, se veía su cara semicubierta, casi en primer
plano, por una videograbadora que, a todas luces, acababa de ser sustraída de
una vitrina rota que se adivinaba al fondo de la gráfica.
— ¡Qué enchave! —fue lo único
que atinó a decir.
—Se te ve tan duro y suave,
con ese VHS del enclave, que lo único que te falta para sonar la clave, es el
señorío que sólo concede una nave —replicó Benny, sobándose el vientre por
causa del desayuno de arepa con perico preparado por Débora y del cual se
sirvió, sin pena alguna, dos porciones.
—Canuto, qué barbaridad —tercié
yo—. ¿Cómo pudiste hacerlo? Tú me prometiste no volver a las andadas.
Mi gesto de enojo lo hirió.
Bajó la vista.
—Perdónem’esa, mi reina
linda. Pero es q’uno es como el adicto, q’apenas güele la malanga ahí mismito
se quiere volvé a acomodá. Y como los tombos eran los primeros que le daban
casquillo a uno, diciendo: “denle pley, denle pley, chamorros, que por hoy
s’acabó la ley”…
— ¿Los mismos policías
azuzaban a la gente para que saquearan? —me quedé de una pieza.
—Sí-món Bolívar nació en
Caracas… —respondió Canuto.
—…se tiró un peo y mató cien
vacas —completó Benny.
—…she tidó un peo y mató shen
vacas —repitió más allá Pedro Pablo, y esto fue el colmo de los colmos.
—Ah no. Eso sí que no. ¿Cómo
tú vas a estar repitiendo esas vulgaridades? —yo no sabía si enojarme de verdad
o cuajarme de la risa con las ocurrencias de lorito travieso de mi niño—. Y tú
—reprendí a Benny—, no le des malos ejemplos a mi hijo con tu lenguaje
floripóndico. ¡Y no me respondas con una de esas tontas rimas tuyas!
—Se soltaron las cabuyas… —murmuró.
—…y la cosa afuera no es pura
bulla —remachó Canuto—. Lo que se ve es enea con rinquincalla. Los soldaítos
andan con una loba de quebrá a tó’el q’ande pagando descuido con un hierro
encochinao o con un televisor o un equipo’e sonido guindando’el lomo.
— ¿Y qué hiciste el VHS ese
de la foto del periódico? —le pregunté, frunciendo el ceño para recalcarle que
el asunto no me producía ninguna gracia.
—Se lo dejé al “Leche Cortá”
en su quintota de techo’e zinc de Lomas de La Bombilla Contry Clús Bich and
Risort por un chirri que le quedé debiendo hace como cinco lunas. Total, ya el
pinta a esta hora lo debe haber cambiao por susy.
— ¡Canuto, por dios!
—Sí, ya sé, mai biútiful
cuín, pero es q’el desnalgue es total y tó’el mundo anda engorilao como si la
traba tuviera mariá y escamá a toda la Caracoles, y al q’s’agüevonea lo pasan
rígido brígido pa’l pueblo’e los acostaos, tradúcshion, pa’l guinde eterno, y a
este q’está aquiles nazoa no lo cachan ni cachándolo, muérete quechao, qué va
pescao.
— ¿Dónde estabas anoche,
entre nueve y media y diez? —le pregunté.
—Taba en el rancho
mamarrancho, guillando el agite de la city, y más intranquilo que perro veraneao
vacilándose una perra maluca.
Le fijé la mirada para ver si
se turbaba.
— ¿Fuiste tú, verdad?
Una leve sonrisa asomó en la
comisura de sus labios partidos.
—Okey, mi reinis. Siempre hay
un ángel d’la guardia (nacional), pero sin peinilla, qué mantequilla…
—… mucho menos sin bacinilla…
—intervino Benny.
—…y cuidao con mojá la
barbilla…
—Canuto, por los mil
demonios, ¿nunca vas a cambiar?
—Un día d’estos, cuando deje
de picame el ortu…
—Por cierto, ¿ya habrá
cerrado el portu? —preguntó Benny.
—Si quiere cilindros, mi
Doctorísimo, aquiles tiene estos Belmont.
— ¡Berrrrmont!
—Ustedes dos son un par de
imposibles —sentencié, y me fui a contestar el teléfono que repicaba con una
angustia exponencial.
Primero llamó Ornela. Me
corroboró que la situación ya estaba bajo el control del gobierno, que todo
volvía a la calma, que mi mamá ni siquiera se había puesto nerviosa, qué cuándo
la iba a ver, que el fin de semana venía para llevar a Pedro Pablo a comer
helados, que si no aceptaba una invitación para ir con ella y su novio a la
playa ese domingo, que eso no era vida: trabajar sin respiro y de ahí para la
casa, que desde hacía cuándo no me agarraba una vacación, que por qué no me iba
con ella y su novio para Miami un día de estos.
—Okey, Ornela, lo pensaré.
—Gracias, chama. Espérame el
sábado. Iremos todos a cenar.
—Bueno.
—Mi mamá me volvió a
preguntar por ti.
Un breve silencio evidenció
mis sentimientos encontrados.
—Dile que en cualquier minuto
paso por allá. No quiero salir ahorita porque no deseo que el niño vea la
devastación en las calles. Hay que tener cuidado con un trauma, sobre todo a
esa edad, cuando son más impresionables.
—Tienes razón. De todos
modos, te sigo llamando.
—Cuídate, chamita.
—Tú también. Te quiero mucho,
hermana.
—Yo también.
Enseguida llamó Nadia.
—Coño, si sigo encerrada
entre estas cuatro paredes me voy a volver loca. Para más ñapa, suspendieron
las clases en la universidad hasta la semana próxima y la guardia no deja
entrar ni salir a nadie. Y todos mis papeles de trabajo se quedaron adentro.
—Vente para acá —le sugerí.
— ¿Y el toque de queda?
—Te quedas durmiendo aquí
esta noche.
—Okey, pero me llevo tres
botellas de whisky que tengo guardadas en la alacena, porque con esta ley seca
se me moja la que te conté.
—Tráete al “Gocho” y le
conseguimos un sitio para que duerma también. Así nos quedamos conversando
hasta que la sin hueso aguante.
—Eso. Lo instalamos en el
sofá cama que te quedó de herencia.
—Mejor que una fiesta.
Además, aquí tengo a Benny y a Canuto.
—Con tal de que no se vaya el
agua.
—Sería el colmo.
—Con toque de queda y oliendo
a “pacuso”.
— ¿Qué es eso?
—Pata, culo y sobaco.
—Niña, como maledicente se la
ganaste al Doctorísimo Chancleto.
—Que se amarre bien los
calzones el Benny, porque llegó Nadia Coronado que tiene el verso más
atravesado que Florentino Coronado, vulgo Cantaclaro el rey del cantado.
—Amén. Sufriré enclaustrada
esta tolvanera de rimas cojas.
—Que dios nos coja…
—…confesados y comulgados.
—Voy saliendo.
—Vente, pues.
Débora cocinó una espaguetada
mezclando carne molida, pasta de tomate, cuatro latas de salsa boloñesa, una
dimensión desboronada y circunspecta de
cebolla, ajo, albahaca, pimentón, cilantro y chirel dulce, más un toque
satánico de parmesano de primera rayado. Benny apuró el paso hasta el abasto
del portugués de la esquina y reapareció flagrante con cuatro botellas de vino
rosado nacional. Luego de acostar a Pedro Pablo, fatigado por el ruleteo y el
parloteo incesantes del Doctorísimo (a quien bautizó como San Bennycolás), nos
tendimos sobre mi escueto mobiliario. Benny, el “Gocho” y Nadia fumaban como
unas lamparosas desprendidas de un cuadro impresionista desenfocado.
—La rebelión de las masas… —acotó
el “Gocho”, con su modulación pontifical y su circunspección vaticana.
— ¿Rebelión o repulsión?
— ¿Por qué no puede ser la
rebelión de las musas? —intercalé yo.
—De las masas, de las mesas,
de las misas, de las mozas, de las musas —arrancó Benny.
—Eso es un refrito de la
campaña electoral de 1892, cuando Joaquín Crespo le ganó largo a largo al
“Mocho” Hernández, quien era el candidato de las masas —argumentó el “Gocho”
Rojas, oteando de lado a lado como si esperase ver surgir, de entre las
penumbras recortadas, la silueta grácil de mi hermana Ornela, su secreta
obsesión—. Lo cierto es que las masas nunca han llevado las de ganar en este
país, y menos después de estas jornadas que venimos de sobrevivir. El fuego
fatuo de la asonada anárquica marca el fin de la era saudita. Siempre las
eclosiones históricas juegan a la catarsis de la plebe, permitiéndoles la
depredación y la rapiña para luego, de la manera más gatopardiana posible,
seguir en la misma, con los mismos y las mismas miasmas. Así fue en 1935, a la
muerte de Juan Vicente Gómez, en 1945 cuando cayó Isaías Medina Angarita y en
1958, a la huida de Marcos Pérez Jiménez. Fin de una época, fin de un régimen,
las turbas saquean y quienes están en la pomada continúan con el latrocinio de
este campamento minero, de este campamento ajeno, de este campamento bizantino,
al cual arribaron los conquistadores andaluces y extremeños…
—…y aun germánicos, no
olvidemos a los Welser —adicionó Nadia.
—…germánicos y guipuzcoanos,
ingleses de allende el Atlántico e ingleses del Norte de América, y mestizos de
toda laya y de todas las fonéticas que pueblan el mundo, cada cual horadando el
suelo, hollando los cauces fluviales, trepanando las montañas, taladrando las
selvas tupidas, para extraer, arrancar y desflorar las riquezas del aire, del
agua y del subsuelo, y dejando tras de sí las troneras pulidas y los brochazos
breves que serpentean a través de nuestra topografía basculante, con un remedo
de justicia y un barniz opacado de civilización agria. Esa es la mascarada de
nuestra historia. La historia de un país portátil, como la novela de Adriano González
León, un país envuelto y listo para llevar.
—Pero el pueblo se rebela y
su accionar cambia la historia —adujo Nadia—. El pueblo, acicateado por una
dinámica irrefrenable, se convierte en un ciclón que arrasa con las estructuras
carcomidas. Un ciclón irracional, se podrá argumentar, pero yo replico que es
un tornado semejante a un meteorito creador de vida a través de un impacto
cataclísmico y azariento, parecido a como se creó la vida en la tierra, según
ciertos científicos. Un sismo limpiador y genésico. Eso es lo que son las masas
en desobediencia. Ahí tienes el ejemplo histórico: los llaneros destructores
detrás de Boves son los mismos que siguen a Páez en la Independencia y luego a
Ezequiel Zamora cuando la guerra de los cinco años. ¿Es eso una payasada?, me
pregunto.
—Los estudiantes del 28
aducían: “Hay que valerse de la mascarada para quitarle la careta al tirano"
—dije.
Benny posaba sus pupilas de
un lado a otro, sin perder el hilo. Canuto hacía carantoñas, como tratando de
atrapar al voleo unas ideas que eran como pájaros reverberantes o como ángeles
que tropiezan con unos detalles sedosos y perdurables en la constelación
inédita de una ciudad de aprendices.
—Sí, pero la mascarada sigue,
porque la máscara, ese objeto que nos permite imaginarnos en la posesión de una
identidad sensual y huidiza, transmigra, como las almas impenitentes de los
hindúes y los budistas. El antifaz rueda de aquí para allá, y ejecuta diez
millones de carambolas hasta que vuelve a domiciliarse en el carapacho de un
supervivián de la política insípida, y volvemos otra vez a lo mismo. El
jueguito prosigue, así las fichas cambien de color, así el croupier cambie el
lacito rojo por uno morado y con pepas blancas, así le cambien el tapizado
verde a la mesa. El jueguito se perpetúa y las máscaras siguen siendo las
mismas.
— ¿Entonces de nada valen los
dos mil muertos del Caracazo? —preguntó Nadia.
El “Gocho” sorbió lentamente
su ron con aguakina y bastante limón, bizqueó un tanto más que de costumbre y
prosiguió.
—Creo recordar que, en alguna
ocasión, Leonardo Da Vinci aseguró que la vida de los unos está confeccionada
por la muerte de los otros. Y la muerte desconoce el retroceso porque es el
límite de lo inefable que se diluye en el olvido y se disuelve en la
injusticia. ¿Son dos mil los muertos, dices? Son dos mil caretas que yacen en
la morgue a la espera de los demiurgos que descifrarán un mensaje escueto: ha
fallecido la Venezuela malgastadora, la Venezuela del eterno bonche, la
Venezuela del consumismo rastacueril. Las masas no han despertado a la
conciencia sino, más bien, han abierto los ojos en medio de una resaca
agenciada por el licor barato de las vanas e ilusas esperanzas. Con la boca
amarga y pastosa hemos despertado todos para darnos cuenta que los Ronnies y las Alecias de este mundo,
aun sin llamarse Ronnies y Alecias, seguirán flotando impávidos e incólumes
encima de esta argamasa de mitos sobre la que se suspende la quimera mayor de
la democracia desnuda, raquítica y mentirosa. El cambio de máscara no es
sinónimo de rebelión. Es, simple y llanamente, el cambio de una toilette que se
ha hecho onerosa, defectuosa y fastidiosa, por otra careta en diseño
finisecular. La única máscara valedera es la de la muerte. Pero la muerte, para
ser muerte verdadera y no de mentiritas, debe trascender lo individual y
gregarizarse, para rectificarse en una amnesia que se vierta como un adelanto
de la muerte sobre la misma muerte, y dar alcance, de este modo, a la mutación
de una epidermis por un plasma taquigráfico. Sí, sí, sí, sí, cambiar, cambiar,
cambiar, que es sinónimo de traicionar, porque todos los que cambian son
tránsfugas, según el parecer de quienes permanecen prisioneros de la
intangibilidad de lo no mutable. Y cambiar es traicionar. Y traicionar es
morir.
El “Gocho” Rojas parecía
transfigurarse como los profetas del Antiguo Testamento. Nadia intervino, sin
permitirnos asimilar el telón rugoso de las ideas que se desarropaban en un
bodegón de contenidos desparramados más allá de sus linderos.
—Pero ese es el caldo de
cultivo del fanatismo…
—No —remachó el “Gocho” —. La
levadura del fanatismo es la desesperanza, acompañada de exasperación y
desorientación. De ahí entonces que democracia con hambre sea la caricatura de
la misma democracia. Una democracia con hambre no es una democracia de
ciudadanos, es una democracia de zombis. Una democracia de saqueadores,
desvalijadores y aves rapaces, ávidas de botín al menor descuido de la bota
opresora. Hace falta mucho más que sacudir y transformar. Hay que extirpar,
extirpar y extirpar, con precisión quirúrgica, y eso no lo pueden hacer las
masas enceguecidas y famélicas, mucho menos la canalla envilecida que hemos
presenciado a través de la pantalla, enloquecidas por un televisor o por el
hechizo de un electrodoméstico al alcance de una impunidad ficticia. Todo tiene
un precio que hay que sufragar en la cámara de compensación necrofílica y en
las aduanas anatomopatológicas.
Canuto pareció mirar el
techo, como eludiendo mi mirada de soslayo.
—No me podrás negar —arreció
Nadia —que lo sucedido en todos estos días tiene un trasfondo de profundos
cambios. Las cosas no pueden continuar como venían.
El “Gocho” no se inmutó.
—El problema es que todos se
hacen lenguas con el pretendido cambio pero, simultáneamente, reculan cuando
perciben que su interés, que sus vínculos con el confort terrenal y que sus
bibelots…
— ¿Sus qué? —se atrevió Benny
a interrumpir, y sin rimas.
—…sus bibelots, sus adornos,
sus corotos, sus peroles, sus cachivaches no se vean afectados. Nadie quiere
aflojar prenda. Es entonces cuando se impone el rito de la sangre. Pero no la
hecatombe anárquica de la que hemos sido testigos en estos días. No, mesdames
et messieurs…
—Pero qué franchute estás
últimamente —terció Nadia.
—Ladies and gentlemen, pues,
y así complazco a nuestro queridísimo Doctorísimo Chancleto, no señoras y
señores, lo que se impone, vuelvo y lo repito, es la intervención quirúrgica y
meticulosa de uno o varios justicieros solitarios, unos aviadores suicidas bien
centrados, unos misiles humanos que diseccionen indoloramente (para el resto
del cuerpo social, me refiero) los pólipos infectos y las feas verrugas que se
reproducen como melanomas en esta sociedad permisiva y permeable a toda suerte
de vicios y corruptelas.
— ¿Insistes en tu tesis del
vengador anónimo? —pregunté.
Benny inquirió por el dichoso
concepto y yo le hice un resumen de nuestras antiguas pláticas en las que el
“Gocho” había expuesto, sin ambages, su curiosa creencia en un justiciero
apolíneo montado en su blanco corcel anticorrupción.
—Todo eso es correcto, mi
querida y dilecta LauraÉ —acotó el “Gocho” Rojas —pero, como todo en esta vida,
el dichoso apotegma ha sufrido ligeras variantes.
—La evolución darwinista —adjetivó
Nadia.
—La evolución en positivo,
más que positivista —aseguró el “Gocho”, sin dejar de sorber su ron aguakinado—.
El problema, hasta ahora, se ha planteado de la siguiente manera: ¿quién se
atreve? ¿Quién o quiénes osarían arriesgar sus existencias en aras de llevarse
en los cachos a los más sobresalientes ejecutores del desastre nacional? ¿Quién
será ese temerario que se inmolará para descabezar, de una vez por todas,
pongamos por caso, a “Bicho Loco”, más aun sabiendo que tiene que atravesar
toda una muralla de espalderos y efectivos de la casa militar que lo resguardan
hasta en el baño cuando está evacuando? Seamos honestos, no es una tarea fácil
y nadie que esté en sus cabales estaría dispuesto a ofrendar su vida para
componer lo incomponible, verbigracia, este país chueco, pando, desarmable,
irredento, averiado hasta los tuétanos y del cual (vaya, seamos sinceros) todos
queremos y anhelamos sacar algo, extraer algo, así sea un grumo de petróleo.
—O una cadena de gold filled —aventuró
Nadia.
—O un VHS, qué manteca —agregó
Canuto.
—Tiene que ser alguien que no
tenga nada que perder —retomé el punto crucial de la argumentación—. Me imagino
que ese corajudo imprudente de quien tú hablas, Rojitas, no puede ser nadie con intereses materiales lo
suficientemente cuantificables para arriesgarlo todo en una apuesta
surrealista.
—Dicho sea de paso, eso es un
suicidio ¾
terció Nadia.
—Y un suicidio es un lance
delirante, sin ataduras y en contra del raciocinio, vale decir, con un solo
compromiso válido: perder la vida y ganar la historia —añadió el “Gocho” —,
perder la existencia y ganar el nirvana exuberante de huríes y de odaliscas
cuánticas que le conferirá el juicio benevolente de la posteridad.
—Un Jan Pallach venezolano —susurré,
rememorando al estudiante mártir de la invadida Checoslovaquia de 1968.
El “Gocho” me interrumpió y,
casi sin tomar aliento y con los ojos despidiendo un esplendor que disipaba las
fronteras exiguas de la penumbra, soltó:
—Sí, pero este Jan Pallach
caraqueño, maracucho, gocho o llanero, no se inmolará ante un blindado
soviético observado por unos impávidos soldaditos arrancados de sus estepas
bielorrusas o de sus tundras siberianas. Este bonzo oriental, yaracuyano o
guayanés prenderá una pira purificante a sus vestimentas que se esparcirá, a su
vez, como la candela que abrasa las sabanas apureñas en marzo y abril, para
combustionar, de golpe y porrazo, las
carnes avarientas de los gigolós que han succionado nuestra sangre geológica
metamorfoseada en billetes verdes con la cara de George Washington. ¡Cómo ardo
en ardorosos deseos de ver arder en una ardiente hoguera a todos los apóstoles
del negocito espurio: los politiqueros, los sindicaleros, los figurantes, los
financistas y los perros de la guerra! Pero es menester recalcar que el
vengador solitario de quien yo hablaba hasta hace poco tiene que estar
dispuesto a dejar el pellejo en el lance. Y, lamentablemente, yo —el “Gocho”
ojeó al trasluz su vaso medio vacío de ron con aguakina y limón —me he
acostumbrado demasiado a los placeres rimbombantes de mi monótona y discursiva
vida, por más baladíes que ellos sean tomando en consideración lo exiguo de los
recursos pecuniarios que subyacen en las bóvedas raquíticas de mis escuálidos
bolsillos y, por lo tanto, no estoy dispuesto, en lo absoluto, a poner en
práctica las bondades de las presunciones que mi enjundiosa imaginación ha
parido bajo los efectos de la dulce y fermentada caña que se cultiva en los
calenturientos valles que se extienden entre Las Tejerías y El Consejo, estado
Aragua.
—¡Brindo
por eso, compinche! —promulgó Canuto.
Nadia, con la mirada
chispeante y fumando un cigarrillo más largo y esbelto que una modelo de
pasarela, propuso:
—Entonces, lo que necesitamos
es un suicida.
—Un suicida… —corroboré, y
Benny me miraba con unos ojos que eran unos mosaicos ventilados entre las
aristas de una brisa dialéctica.
—Sí, chica, una persona
mentalizada en dejar este valle de lágrimas de motu propio a quien podamos
convencer del hecho de que quitarse la vida, per se, no es un acto perverso o
pecaminoso, según nos enseña la pacata moral de los cristianos, sino, más bien,
un acto creativo, por no decir heroico, si el suicida de marras decide llevarse
consigo a una sanguijuela de estas, a una garrapata del festín, a un gusano de
la rapiña (mejor aún si se puede llevar a varios de ellos en un abrir y cerrar
de ojos), en un supremo auto de fe, preferiblemente a la vista de todo el
mundo, en un contexto multitudinario, en un escenario mediático, y si es
registrado en vivo, a todo color con sonido full estéreo y en horario estelar,
pues, de pinga, hermanos, porque, parafraseando a Marcuse el suicidio es el
mensaje.
—Un suicidio creativo —pronuncié.
—Un suicidio interactivo —dijo
Benny.
—Un suicidio proactivo —clarificó
Nadia.
—Un suicidio asertivo —acentuó
el “Gocho” Rojas.
—Un suicidio q’s’lleve en los
cachos a ese poco’e chivos —remató Canuto.
—Eso es, eso es, eso es —el
“Gocho” parecía retroalimentarse con los argumentos validados por nosotros—, un
suicidio creativo. Una expiación lúcida, una inmolación expedita, un sacrificio
plural premeditado y con alevosía redentora. Porque, vamos a estar claros, con
lo risible que resulta el inquisitivo sistema judicial venezolano (mas no menos
tenebroso para quienes caen en sus garras), nunca los culpables resultarán castigados.
Si consideramos la modalidad terrorista, tal como se acaba de demostrar con la
campaña de amedrentamiento indiscriminado propulsada por los narcotraficantes
en Colombia, notaremos que, al principio, la opinión pública pareciera
achicopalarse pero, a mediano plazo, la sociedad cierra filas para rechazar la
crueldad sin limitaciones de semejante método. A nadie le gustaría morir
masacrado y desfigurado por el estallido de un carro bomba dispuesto en una
calle donde circulan gentes que no tienen arte ni parte, en apariencia, con lo
que se está disputando, por más altruista que sea la causa que inspire tan
drásticas determinaciones. Ahora bien, imaginémonos a un suicida determinado
aproximándose a su objetivo sin desviaciones posibles (como esos armamentos
teledirigidos que poseen los gringos), acercándose a un blanco previamente
establecido, un Rubén Arnoldo Rovira, digamos por nombrar a alguien…
—Y mira que la tienes cogida
con ese señor —comentó Nadia.
— ¿A quién se cogieron con
estupor? —preguntó Benny.
—A uno q’l’echaron flit por
una risca q’lo q’da es puro sopor —contestó Canuto, haciendo la consabida señal
de fornicación con el pulgar y el meñique.
El “Gocho” no hizo caso de la
interrupción y continuó perorando:
—…esta ojiva humana se
aproxima, repito, y con precisión de tigre en los raudales velando a su presa,
hace detonar un explosivo plástico que lleva adherido a su cuerpo, sin ser
detectado por el anillo de seguridad del pez gordo, y, súbitamente… ¡BUM! …se lleva consigo al corrupto en
una operación limpia y, prácticamente, incruenta. ¿Cómo les parece? Después de
tres o cuatro emboscadas de esta naturaleza, los truhanes que han saqueado a
este país pondrán sus barbas en remojo y, una de dos, se marchan bien lejos con
sus divisas mal habidas o escarmientan de una vez por todas.
El silencio gelatinoso que
prosiguió las palabras del “Gocho” enfatizó la interrogante que todos nos
hacíamos: ¿estaría hablando en serio?
Nadia fue la primera en
desequilibrar nuestra subterránea dimensión de significados e hipervínculos en
barrena.
—El suicidio creativo como
vía de escape hacia la libertad. El suicidio creativo como respuesta
ineluctable a la apetencia de sangre fiduciaria tatuada de culpabilidades. Homo
hominis lupus. Al fallar la justicia de los homúnculos, se desata la venganza
íngrima de los suicidas creativos y asertivos. Y después, la nada. Y,
finalmente, que desaparezca la nada para que cunda la imaginación.
—Pero el suicidio es una
cobardía, un escapismo, un sucedáneo que falsifica la solución de los problemas
con matrices de falsa salida de emergencia —dije.
—No —porfió Nadia, ya
definitivamente ganada a la causa del “Gocho” —. En este caso, el suicidio
creativo repercute como una vertiente bífida: por un lado, ocurre como
respuesta ineludible a un sufrimiento y a un desarraigo individuales: un alma
sin sentido de la pertenencia anhela la libertad que es el vacío perpetuo, el
fin del padecimiento de una psique que no encuentra tabla de salvación para sus
agobios con nombre y apellido, la fuga de la prisión cromosómica y proteínica
que lo encadena a este plató donde se escenifica una obra que para él no es sino una desatinada montaña
rusa que le produce unas náuseas insoportables; por el otro, la oportunidad de que
el codiciado escape se produzca con un discurso justiciero. Si bien es posible
que nuestro gladiador suicida haya podido verse afectado por una indiferencia
supina hacia el mundo que lo ha desdeñado y hacia la vida que lo ha
estigmatizado, nosotros logramos convencerlo para que arrastre a un capitoste
del desbarajuste, llevándoselo consigo al más allá aferrado de la mano o
maneándolo por el pescuezo. Entonces, LauraÉ, le habremos conferido sustancia
didáctica a lo que pudo haber sido un mero acto individual de rechazo a la
vida, transformándolo en una declaración de principios contra el sarao infame
que expolia, carcome y que pudre los cimientos éticos de una sociedad inmersa
en una alucinación de boatos hipócritas. Por lo tanto, el suicidio creativo,
más que un episodio de terrorismo criminal, es la metamorfosis de un acto de contrición. La exaltación, en
suma, de la muerte autoinfligida como portal de una justicia sutil e
implacable.
—Déjame recalcarte, LauraÉ —prorrumpió
el “Gocho”, interrumpiendo su travesía hacia la cocina para servirse otra
porción adicional de ron—, que la vieja conseja del cristianismo afirma eso que
dijiste: el suicidio equivale a cobardía. Pero resulta y pasa que el
cristianismo, en sus albores, resultaba muy similar a la guerra santa del
Islam: gánese el paraíso ya, sin preámbulos, sin aduanas, sin peajes,
ofrendando su desechable vida en una heroica demostración de fe. ¡Déjese comer
por los leones! Por supuesto, la cantidad de mártires llegó a un número
francamente insostenible para el criterio de los primeros jerarcas de la
iglesia. ¿A quién vamos a convertir si nos estamos quedando solos?, llegaron a
preguntarse. Presto —el “Gocho”
chasqueó los dedos—, aparece San Agustín y, mediante sus reconocidas argucias
filosóficas, rectifica esta demostración de bizarría y de entrega, sin
cortapisas, de nuestra alma al supremo hacedor, hacia derroteros de un mero
arrebato de egoísmo vil y carente de significado, pues la vida se la debemos al
altísimo, ergo, la santísima trinidad es dueña de nuestras existencias y solo
ella puede disponer de nuestros destinos a su leal saber y entender. Aun más,
es menester que nuestros avatares en este valle de lamentos no sean acortados
por la propia mano, ya que ello es potestad de la divina providencia. Como
verás, todo esto no pasa de ser una argumentación pueril contradicha, de hecho,
por Santo Tomás cuando alega que disponemos de libre albedrío. La vida, agrego
yo, no es un don. Es una ventaja comparativa en contraposición al reino de lo
inerte. Consecuentemente, podemos utilizarla como valor de cambio en aras de
lograr un fin. Me replicarás: pero si eso es lo que han hecho los “grandes”
(acentúo los comillas) capitanes de la historia, cuando han manipulado a sus
semejantes como carne de cañón para la satisfacción de sus ambiciones de poder.
Ahí están para demostrarlo, verbigracia, Alejandro, César, Napoleón, hasta el
mismísimo Simón Bolívar (sin olvidarnos de Hitler). Yo te devuelvo la pelota:
ciertamente, LauraÉ, pero en el caso del suicidio creativo el valor agregado se
aloja en el compañero de ruta seleccionado por el mártir asertivo. Mientras más
notorio sea el camarada de viaje, mayor cuantía tendrá el gesto. A diferencia
de los asesinos en serie tan en boga en la enfermiza sociedad norteamericana
(donde un sicópata se dedica a masacrar, pongamos por caso, a catiras menores
de treinta años adornadas de una verruga en el cachete izquierdo porque le
recuerdan a una novia que lo despreció en los albores de la pubertad creándole
un trauma) nuestro suicida creativo, ya desahuciado por una enfermedad
terminal, una esquizofrenia intratable o cualquier otra clase de sufrimiento
capaz de hacerlo pensar en quitarse la vida, nuestro suicida creativo, lo
reitero, enfoca su ansia de autoliberación hacia un supremo despliegue de
solidaridad con el prójimo que sí va a continuar la travesía por estos áridos
campos de la nada gratificante supervivencia. El suicida creativo se deja
convencer por nuestro discurso y decide deslastrarse llevándose consigo a un
bicho loco con minúsculas o a un “Bicho Loco” con mayúsculas. Dos por el precio
de uno. El suicida creativo se desvincula de la humanidad que lo agobia y la
humanidad se ve amputada de un miembro irremisiblemente gangrenado por la
corrupción. Y, entretanto, cobra mayor auge aquel veredicto que cribó André Malraux
en sus “Antimemorias”, y cito de memoria a la memoria del egregio francés de
tan memorizada memoria: “Que el suicidio sea un acto de valor o no, es problema
que se presenta a quienes no se han matado. Ante un hombre que se ha matado con
tanta firmeza, no concibo otro sentimiento que el respeto”. El suicida creativo
no sólo tuerce la soberbia inmanente a toda muerte. También provoca un desaire
a quienes disfrutan de la sustancia de la realidad en oposición a quienes la
padecemos. Así se iguala un tanto el eterno combate entre el significado
práctico y el significado trágico de la vida. Termino ya este prolongado
exordio (pues veo que algunos cabecean y mi gaznate padece los rigores de la
resequedad etílica) reacuñando la clásica culminación del manifiesto de Marx y
Engels: “¡suicidas del mundo, uníos!”
Benny, Canuto y Nadia
aplaudieron.
—”Gocho”, ahora sí de verdad
que te pasaste de maraca —dije, recalcando un gesto de reparo matizado por el
cariño de tantos años hacia mi intelectual y verboso amigo.
—El suicidio creativo llega a
Caracas —rimó Benny.
—A emerger, los suicidas, de
las barracas —agregó Nadia.
— ¡Esas son mis parlanchinas
urracas, las más verracas! —coronó Canuto.
—Ustedes están locos —argumenté—.
Pero para que no digan que les estoy aguando la fiesta, díganme, ¿cómo piensan
hacer para aglutinar a todos los aspirantes a cubrirse de gloria con la
revolucionaria tesis del suicidio creativo?
Nadia se chasqueó los labios,
entornando los ojos como lo hacía cada vez que una ocurrencia luminosa se aposentaba
en su cerebro y exclamó:
— ¡Los medios son la
solución!
— ¡Prende la televisión! —ripostó
Benny.
— ¡Guíllate c/precisión, mi
suicida sabrosón! —finiquitó Canuto.
—Ah no, eso sí que no —dije—.
¿Ustedes pretenden que, a través de la TV, incitemos a los suicidas potenciales
a convertirse en suicidas creativos?
—Pero bueno, LauraÉ, ¿dónde
está la subliminalidad? —interrogó Nadia—. Para nadie es un secreto que los
medios manipulan descaradamente induciendo a la masa hacia los predios del
consumo. De hecho, en el canal donde tú trabajas la publicidad consiste, por
encima de un cincuenta por ciento diría yo, en promociones de productos
elaborados por empresas cuya cabeza visible es el nunca bien ponderado Ronnie.
—Esas son las reglas del
juego a las cuales me atengo, así no comulgue con ellas —clarifiqué—. Tengo un
hijo a quien alimentar.
En eso volvió el “Gocho” con
un vaso rebosante de ya sabemos qué.
—Nadia tiene razón, chama.
Benny, Canuto y tú ostentan una posición envidiable para irradiar este mensaje…
—…este mensaje nihilista —interrumpí.
—…este mensaje principista, y
no es una rima como las del Doctorísimo Chancleto. Por supuesto, no debe
constituirse en un proselitismo a bocajarro y por el medio de la calle, dios
nos libre. Aparte de que no deseamos poner en riesgo el empleo de ustedes. Pero
sí podríamos, eventualmente, sacar provecho del método subliminal, como bien lo
apuntara Nadia. Tú nos dijiste, en una ocasión, que, a través de las culebras,
lograban ciertos objetivos sociales. Recuerdo el caso del cáncer de seno. ¿Por
qué no hacer algo parecido con el suicidio creativo? ¡Y pronto, porque la
corrupción a la que ha llegado este país presenta visos tóxicos!
—La mierda llega hasta aquí —aseguró
Nadia, tocándose la frente.
—Háblate con Horacio Quintín
Zúñiga para que utilice esta idea en sus libretos —propuso el “Gocho”.
—Hoy tienen ustedes el
lunático subido —objeté, mirando a Benny y percibiendo en su ánimo una
perplejidad insondable revestida de un mutismo insólito en él—. Eso del
suicidio creativo es un crimen por partida doble y una insensatez. ¿Se
imaginan? Excitarle el ansia autodestructiva a todos los perturbados y,
paralelamente, incitarlos al asesinato pues, por muy corruptos que sean los
vampiros de la política nacional, tienen derecho a ser juzgados con todas las
garantías que les confieren los derechos humanos.
— ¿Qué remilgos son esos,
LauraÉ? ¿Dónde está la revolucionaria que conocí en el claustro? A los corrus
hay que exterminarlos, como si fueran las cucarachas y chiripas que invaden tu
cocina —reaccionó Nadia.
—Una cosa es la Revolución y
otra es la piedad —argumenté.
—Como dijo Pío Baroja: “Los
individuos pueden sentir piedad, pero los pueblos no” —intercedió el “Gocho”.
—Qué jacobino —me mofé.
—Yo no tomo vino, tomo ron —enfatizó
él.
—Sírveme un palo en este
porrón —Benny pareció despertar de un letargo.
—La botates de jonrón, mi querido Chancletón —saldó
Canuto el discernimiento, riéndose a mandíbula batiente y enseñando un batallón
de molares apeteciendo urgentemente el taladro de un odontólogo.
Esa conversación se desdibujó
en el metalizado arcón de las memorias desvaídas de tantas chácharas sostenidas
en mi casa, a la vera de los discos de la nueva trova, entre el humo de los
cigarrillos y tras el vaho del alcohol que trasegaban el “Gocho” y Nadia a
semejanza de alambiques desfondados.
La vida recobraba su ritmo
habitual en Caracas. El transporte colectivo volvió a su persistente caos. Las
gentes marchaban de nuevo a sus trabajos, hacían colas ante las taquillas de
los cines y en las paradas de autobuses. Los periódicos reseñaban los muertos y
desaparecidos durante los disturbios, mientras el gobierno daba a conocer unas
cifras de bajas irrisoriamente raquíticas. Todo el mundo poseía una anécdota
que compartir. Una niña muerta de un balazo cuyo origen nadie pudo determinar.
Un amigo de un familiar de quien nunca se averiguó el paradero. Un saqueador
desconocido, de omoplatos desnudos, que quedó tendido en medio de un charco
rojinegro, como la bandera de los sandinistas. Un oscuro comunicado de algún no
menos oscuro grupo subversivo que llamaba a la lucha revolucionaria y a la
anarquía contra el régimen neocolonial, neoentreguista y neoliberal. Y, en el
fondo, la sensación compartida pero no verbalizada de que algo había cambiado,
para bien o para mal. Una sociedad despilfarradora y entregada al consumismo
insensato había conseguido la horma de su zapato en un anticlímax de botín y
destrucción. ¿Qué lectura podía darle yo a todo esto? Asistí con Nadia y el
“Gocho” a varios foros en el ateneo donde varias figuras de nuestra izquierda
venerable y romántica aseguraron que la democracia petrolera había tocado
techo. Los cerros habían bajado. Los marginados del boom de los petrodólares y
de la venalidad habían dicho presente. Y, durante cuarenta y ocho horas, habían
puesto en jaque al gobierno de un presidente cuya popularidad y carisma, hasta
hacía muy poco tiempo, lucían incuestionables, inmutables e inmarchitables.
Apenas a quince días de su “coronación”, del inicio rimbombante de su segundo
período como jefe del estado, las mismas masas que lo habían aclamado como el
flautista de Hamelín que nos iba a llevar de retorno al festín de las vacas
gordas, las mismas personas que lo habían vitoreado en su aspaventosa campaña
electoral, los mismos mortales venezolanos que le extendían sus manos ávidas
por un trozo de la inagotable renta petrolera, esos mismos rostros hambrientos
de un discurso mesiánico se habían
lanzado a las calles a despotacar tiendas, almacenes y abastos, con un apetito
pulgoso de acarrear enseres y trastos. ¿Y era con estas mesnadas anárquicas que
pensábamos hacer la Revolución? ¿Dónde estaba la vanguardia cohesionada de la
que habló Lenin?
Horacio Quintín Zúñiga solía
detenerse en mi oficina y explayarse con su charla aguda, socarrona y pletórica
de improperios contra los grandes heresiarcas de la política nacional, muy en
concordancia con sus penetrantes artículos en el “Diario Informativo”. A pesar
de sus simpatías manifiestas por la izquierda, los voceros de nuestra vanguardia
progresista le reprochaban el haber puesto su pluma y su cacumen al servicio de
la televisión comercial. Yo también estaba bogando en el mismo peñero. Las
contracciones y las contradicciones brumosas de la existencia me habían
obligado a atracar en el dique seco de la farándula tan denostada por lo
frívola y anodina. Y esto me producía unos cuerazos rutilantes de algo que, en
la lucidez desventurada de mi soledad de atolones descorchados, se me antojaba
como un crucial ratón moral, una resaca ética, una cruda que empañaba la
solidez de mis convicciones más íntimas.
Le descubrí mis
preocupaciones a HQZ.
—LauraÉ, todos hemos sentido
esa suerte de crisis de identidad en algún momento de nuestra labor en esta
factoría de mentiras. A veces pienso que nosotros, los escritores, creemos
trabajar con palabras disfrazadas de imágenes, de la misma forma como los
políticos juran y perjuran que trabajan con ideales cuando, en realidad, su
filigrana es de logreros y manipuladores en la búsqueda de un intangible que se
les convierte en un vellocino de oro orgásmico. Vale decir, el poder per se, el
poder por el poder mismo. Y nosotros, los aprendices de brujo aterrizados en
estos albergues mediáticos, también tiramos de los hilos del poder cuando
nuestros personajes repiten nuestros ensueños y nuestras visiones, y después
percibimos cómo las gentes calcan esos modismos, esas muletillas y esas ideas
que, gracias a este tubo alienante, podemos masificar. Por eso es que nos
critican tan vehemente desde las capillas ardientes de eso que los franceses
llaman “la divine gauche”, la izquierda divina, la izquierda del caviar.
—Pero, ¿qué podemos hacer
nosotros, Horacio Quintín?
—Mantener una ecuanimidad
promiscua es un sofisma. Los medios lo invaden todo y, aunque me duela reconocerlo,
influimos de manera determinante a través de lo que algunos llaman la libido
catódica. El quid reside en sembrar una alegoría de crítica que realce, por
contraposición a la realidad (que siempre es cruda y frustrante), nuestra
utopía social, nuestro igualitarismo antidarwinista y nuestro Shangri-Lá
empírico.
—Eso me suena a pastoreo de
nubes. Yo lo que quiero es poner los pies sobre la tierra, Horacio Quintín, y
auspiciar un cambio manifiesto, tangible y ponderable durante mi existencia,
para que Pedro Pablo, mi hijo, lo palpe y sienta que yo, su madre, contribuí,
en alguna medida, a lograr un mundo mejor y más justo para él.
— ¿Me consideras un
diletante, LauraÉ?
—Tú eres un intelectual,
Horacio Quintín. Un artista. Y, como tal, te desvinculas de la realidad para
extraer de ella una propuesta muy subjetiva, y no por ello menos válida, de
acuerdo a las herramientas de tu expresión, en este caso, las palabras y las
ideas germinando como imágenes. Tú señalas un camino para que otros andariegos
lo determinen en la topografía de lo posible. Mi problema actual es que me
acucia la impaciencia. Con este sacudón que hemos vivido se me agudizó el ansia
de vivir un giro radical y efectivo en este país nuestro. Y siento que estoy
encerrada en una torre de marfil, y el tiempo pasa, y las malas mañas se
eternizan, y las palabras no bastan.
HQZ fijó la visión en una
angustiada reproducción de un autorretrato de Frida Kahlo con un chango cuya
cola parecía estrangularla.
— ¿Y si te digo que creo
estar en la vía de poder aportar un granito de arena válido para enardecer ese
cambio que tú tanto deseas?
—A ver, explícate.
HQZ comenzó a juguetear con
una de las tantas pipas de las que era fama que coleccionaba con apetito de
gastrónomo y con ensimismamiento de melómano empedernido.
—Un pequeño introito. Fíjate
cómo están las cosas cambiando en Venezuela. Ya Ronnie no es incondicional de
nuestro manoteador presidente. Dicen las malas lenguas de radio-pasillo que se
ha producido un distanciamiento definitivo entre estos dos caracteres tan
egocéntricos. La gota que colmó el vaso, aseguran los duendes de la
chismografía, parece haber sido la concesión de un nuevo canal de televisión
que le han otorgado a Óscar Zavala.
—Me parece que todo eso no es
más que la continuación de nuestra tradicional comedia de las equivocaciones.
Los encuentros y desencuentros de nuestros guiñoles. No veo qué tiene que ver
con nuestro deseo de estremecer el orden establecido…
—Perdona que te interrumpa,
LauraÉ, pero déjame finiquitar el cuento. Nuestra política corporativa (y me
incluyo en este cotarro cual ejecutivo sénior de bien cortado terno y bien
perfumado talante) ha sufrido un vuelco de ciento ochenta grados, no del todo
perceptible de buenas a primeras para el común de los mortales, o sea, la gleba,
ergo, el perraje.
—Déjate de tantos
circunloquios conmigo, Horacio Quintín.
—El intríngulis del asunto es
que nuestro Chief Executive Officer, nuestro Chairman of the Board…
—Con tantas gringadas te
asemejas cada vez más a Benny.
—Ya vamos a hacer referencia
a él. Prosigo. Nuestro Big Boss (como le encanta a Ronnie que lo llamen) me ha
llamado para sugerirme la posibilidad de concebir una teleculebra en la cual
trascendamos los difuminados límites de la autoestima femenina para adentrarnos
en la crítica social, vale decir, la crítica del sistema, ergo, la crítica del
actual orden de cosas, agárrate duro, la crítica del régimen bicholoquiano y su
desvarío neoliberal…
—Su gran viraje de pope
populista a titán de la apertura sin remilgos, según el recetario del Fondo
Monetario Internacional.
—Bingo.
—Chupa, cachete, como diría
Canuto.
— ¿Quién?
—Uno de mis pupilos.
—Por lo tanto, la consigna,
de ahora en adelante, es: oposición frontal a nuestro querido presidente “Bicho
Loco”.
—Okey. Todo eso está muy bien.
Pero estamos conviviendo en las entrañas del monstruo, como decía Martí. Somos
parte de un engranaje capitalista. Tendrás carta blanca para arrojarle vituperios
a este gobierno, utilizando la potencia mediática que pone Ronnie a tu alcance,
pero siempre y cuando te mantengas como la leal y súbdita oposición a su
majestad la reina isabelina, o más bien, a su excelencia el bicho loco
isabelino, supino y ladino. ¿O es que acaso no son esas las reglas del
jueguito?
—Eso piensan ellos.
HQZ, para quien no lo conociera
como estaba yo aprendiendo a conocerlo, hubiera aparentado una indiferencia
pasmosa. Y, sin embargo, había en sus ojillos cuasi estrábicos un brillo
marrullero y, al mismo tiempo, juguetón y sarcástico.
— ¿Qué es lo que te traes
entre manos? —le pregunté.
—Todavía no lo sé, querida
LauraÉ. Pero, como tú bien sabes, los personajes de las ficciones muy a menudo
escapan al control de los autores y empiezan a actuar con vida propia. No me
sorprendería, por ejemplo, que Édinson Vicario…
— ¿Édinson Vicario?
—…Édinson Vicario, nuestro
quijotesco y apuesto héroe, comience a barruntar ideas de su propio peculio y,
medios mediante, esos criterios, de alguna forma, logren calar en la audiencia.
Amén de lo que se cocina en los sótanos desconocidos y en los vericuetos
indignados que se ubican en el meridiano ciego que nuestros eminentes
prohombres se rehúsan a percibir.
— ¿De qué estás hablando?
—Hay vientos apocalípticos en
el ambiente y ningún baluarte del sistema lo internaliza. Déjalos que se
regodeen en su interminable francachela. Para cuando despierten, sólo
escucharán su propio castañetear de dientes.
—Deja de hablar en parábolas
como Jesucristo, Horacio Quintín.
—Bienaventurados los que se
atreven y cuestionan porque ellos verán el amanecer de la nueva república.
Mejor que el edén, mejor que el paraíso…
—Basta, chico. Dime la cosa
con claridad que no me gustan los acertijos.
—Sólo puedo decirte esto por
los momentos, LauraÉ. Se acerca el momento. El momento de este proyecto, de
esta novela que pienso llamar “Los senderos del paraíso”. Va a ser un tiro por
todo el cañón, te garantizo que va a dar mucho de qué hablar… y te necesito
como productora ejecutiva.
Me sonrojé por el
ofrecimiento intempestivo.
—Pero estoy metida hasta los
tuétanos con “Muy Medias Noches”…
—Y también voy a necesitar a
Benny. Ese locuaz tiene una penetración increíble. Ya lo tengo totalmente
conceptualizado y contextualizado —HQZ hizo como si moldeara carátulas aéreas
con su pipa de espumas marinas—: será el escudero de Édinson Vicario, su caja
de resonancia creativa, su cámara de eco exponencial.
— ¿Y la dama joven?
—Flora Toscana, sutil víctima
de las corrompidas fuerzas del sistema, pero con una voluntad de hierro para
sobreponerse a las adversidades sin que ello obste, al final, para que no deje
de sucumbir a su extraño sino, como su émula verdiana.
—Entre tú y Benny van a
terminar volviéndome loca.
—Recuerda que la locura es el
espejo abominable donde se auscultan las almas carentes de virtuosismo y
destreza en la gama alienada de la creación. Y la creación es femenina y,
correspondientemente, es un sueño liberado de toda atadura con el perímetro de
la indefensión. Llegó nuestro chance, LauraÉ. Debemos azuzar el fermento de
cambio. Tú lo deseas y yo lo anhelo. Por tanto, estamos a mano. ¿Cuento
contigo, entonces?
No pude impedir una sonrisa
de encompinchamiento silencioso.
—Positivo.
—Positivo, Benny.
Me hacía cada solicitud que,
de cuando en cuando, me provocaba arrojarle en la cabeza el contenido del jarro
de té colocado encima del bruñido y macizo escritorio, desde detrás del cual
escrutaba con su miopía deslenguada a los convidados de toda procedencia que
recibía en cada “Muy Media Noche”. Jugábamos una charada excluyente para que
los demás no se dieran cuenta de que entre ambos existía más que una mera
relación de trabajo y una amistad convencional. Por ende, se solazaba con
peticiones colindantes con la necedad y yo mostraba, a ratos, una exasperación
rasguñada para dar a entender que, a menudo, me ponía a punto de perder los cabales.
—Tráeme veinte guacamayas
para guindárselas a los invitados de la pechera y del hombro.
—Positivo, Benny.
Y el set de grabación se
llenaba de plumíferos cotorréricos y coloridos que causaban una mezcla de grima
y aprensión en algunas de las figuras que alojábamos en nuestra emisión
madrugadora.
—Vamos a soltar una camada de
ratas blancas en el estudio, sin que nadie lo sepa, a ver qué pasa.
—Positivo, Benny.
Y se formaron unos
corricorris enloquecidos entre los invitados y las mujeres presentes en la
audiencia, incluyéndome yo, puesto que estos roedores siempre me han puesto la
carne de gallina. Sin contar el desbarajuste que se produjo en el canal al
escaparse las ratas hacia los otros estudios donde se escenificaban las
telenovelas, con profusión de histerias,
chillidos y risotadas de quienes disfrutaban de la batahola. Benny salió con
una cámara portátil y registró el asunto, regodeándose con el desastre, para
sacarlo al aire. Por supuesto, muchas pautas de grabación se atrasaron y tuve
que hacer gala de toda mi persuasión ante la junta directiva para excusar la
extravagancia. Sin embargo, los televidentes lo disfrutaron y por ahí se
salvaron nuestras cabezas de ser guillotinadas.
—Consígueme unos santos de
mausoleo, como los que abundan en el Cementerio General del Sur.
—Positivo, Benny.
Y en medio de la decoración
tipo oficina contemporánea (escritorio ejecutivo, amplio sofá y mullidas poltronas con un fondo
de ciudad nocturna y vivaracha) aparecieron unas estatuas mórbidas, muy siglo
XIX y principios del siglo XX, a algunas de las cuales Benny conminó que les
colocaran antifaces, sostenes, pantimedias y otros abalorios, con lo que
adquirieron un aire perversamente surrealista. Por supuesto, las bromas y las
chanzas se elevaron a la enésima potencia. Benny parodiaba un enamoramiento
imposible cortejando una escultura de una mujer agobiada bajo un dolor cósmico
causado por la muerte de un ser querido, refugiándose en sus brazos extendidos
al cielo y remedando al enamoradizo mapurite (o zorrillo) Pepe Glamour, de las
comiquitas de Warner Brothers, al son de una canción de Joan Manuel Serrat que
habla del amor enfermizo de un chiflado por un maniquí inexpresivo colocado
tras la monotonía de un escaparate de boutique en plena vía pública.
“Muy Medias Noches” se
convirtió en la comidilla del público adulto que se quedaba desvelado para
complacerse con la última osadía de Benny. Pero el cénit del éxito del programa
sucedió cuando invitamos a Letizia Segovia, la más reciente (para aquel
entonces) Miss Universo venezolana. Acababa de finalizar su año de reinado y
había regresado al país, con su aire de impoluta muñeca Barbie y su donaire de
casta e inalcanzable beldad. A mí, en lo personal, me caía como patada en el
estómago, sobre todo cuando la escuchaba hablar con su monótona voz carente de
matices y su dejadez que hacía intuir la fragilidad de una porcelana china
resguardada de la furia de los elementos tras varias docenas de centurias. Su
belleza, aunque impresionante dada la perfección de sus rasgos, era fría,
distante, alejada de cualquier perturbación terrenal y de cualquier cadalso
sustentado en la vulgaridad y anonimato de la vida rutinaria.
Benny me confesó, antes de
arrancar la grabación, que pensaba provocarla.
—Cuidado se te pasa la mano —le
advertí.
—Tranquila, potra —respondió,
mirándose las manos y dibujando una misteriosa sonrisa de complicidades en tecnicolor.
—No me llames así —le dije
con toda la seriedad del mundo.
— ¿Me perdonas? —su actitud
mutó a la del niño reprendido.
—Positivo, Benny.
A la hora planeada para
comenzar, ni Benny ni Letizia Segovia aparecían. La impuntualidad siempre me ha
enfermado.
—Canuto, asómate en su
camerino o por los lados de maquillaje y lo arreas para acá.
—Si-nforosa,
mai suit beibi.
—Lourdes, ¿dónde está Letizia
Segovia?
—De recepción me avisan que
ya llegó, o sea que ya está en algún sitio dentro del canal.
— ¿Será que se habrá perdido
en la madeja de tantos pasadizos?
—Salgo a ubicarla.
—Benny me va a provocar una
úlcera.
—Tranquilízate, LauraÉ. A lo
mejor está encerrado en el baño.
—Ojalá se lo trague la
poceta.
Al cabo de un rato
aparecieron ambos, muy risueños y tomados del brazo. Benny se atolondró
imperceptiblemente al ver mi semblante de ferocidad contenida (por no hablar de
un cierto dejo de celos disimulados), pero, de inmediato, hizo las
presentaciones de rigor. Saqué a relucir mi natural y diplomática disposición
conciliatoria. Le expliqué a Letizia Segovia la mecánica del programa y dejé el
asunto en manos del nervioso director. La rutina despegó como de costumbre.
Benny realizó su comentario inicial, burlándose de los últimos galimatías del
presidente de la república (“eso no es ni bueno ni malo, sino todo lo
contrario”), y luego extrajo de un bolsillo una plancha dental asegurando que
eran las muelas del ególatra y mustio ex presidente copeyano (“de noche no las
mete en un vaso con agua, sino que las introduce en la bacinilla… por eso es
que sus buches lo que destilan es pura miércoles”). Hizo, de seguidas, dos
promociones comerciales de las que uno no estaba seguro si se estaba mofando
del producto o si lo estaba ensalzando, aun cuando los anunciantes parecían
estar de plácemes con su estilo atiborrado de desvaríos.
(Coletilla
de volver de comerciales)
(Toma
con la cámara montada sobre la grúa con acercamiento a B.)
(Fondo
musical tema “Muy Buenas Noches”)
BENNY: Nuestra invitada de esta noche es nada
menos ni nada más que ¡Letizia Segovia!
(Aplausos
+ cortina musical de los invitados)
(Vemos
a L.S. emerger desde detrás de un backing, la cámara la sigue en su
desplazamiento. Se detiene a mitad de camino, saluda al público y los aplausos
se hacen + entusiastas)
(L.S.
luce un holgado vestido largo de satén beige, de una sola pieza. Sus hombros
desnudos muestran algunas pecas que resaltan la tersura de su piel. El conjunto
se sostiene mediante dos cordones que arrancan del corpiño, abotonándose detrás
del cuello. Su cabellera rubia está suelta, libre y lacia, acentuando el
contraste entre el verde-gris intenso de sus ojos y su bronceado)
(B.
se levanta y la recibe irguiéndose con risible esfuerzo, pues L.S. es mucho más
alta que él. Beso en la mejilla de salutación)
BENNY:
Bienvenida a “Muy Medias Noches”, Letizia.
LETIZIA:
Gracias por la invitación, Benny.
(Ambos
se sientan. B. detrás del escritorio. L.S. en la poltrona, cruzando sus largas
y torneadas piernas)
(Se
escuchan silbidos entre el público. L.S. sonríe con recato)
(Primer
plano de B. observando la acción, muy interesado y con una media sonrisa en su
fisonomía)
(B.
sacan un ridículo pañuelo de colorines y se seca el sudor de la frente)
(Risas
entre el público)
LETIZIA:
¿Tienes calor, Benny?
BENNY (atribulado): Me subió la temperatura y se
me descompuso la compostura. Y no es para menos, cuando se está al lado de la
mujer más bella del universo.
LETIZIA
(risueña y con cierta timidez): Gracias, Benny.
BENNY (recomponiéndose): Aunque eso te lo deben
haber dicho más de un millón de veces.
LETIZIA: Nunca termino de acostumbrarme porque,
aunque tú no lo creas, una es muy crítica consigo misma y, de repente, me pongo
hipersensible ante ciertos defectos que los demás no parecen notar.
BENNY: Pero, ¿cómo vas a tener defectos tú? ¡Si
eres la perfección hecha carne, hueso y espíritu! A ver, mi querido director,
hágale, por favor, un tilt up , de
pies a cabeza, a esta preciosidad de mujer a ver si le conseguimos un defecto,
aunque sea un solo defecto y nada más que un defecto, y sino que me lleve preso
el ciudadano prefecto.
(La
cámara nos muestra, con bastante parsimonia, la figura de L.S., haciendo un
recorrido desde abajo hacia arriba)
(Vemos
a B. en un recuadro en el ángulo superior derecho de la toma, por efecto
“wipe”)
BENNY: Y voy a parafrasear lo que le dijo Yijova
a Lot, buscando maneras de salvarle el pellejo — ¡qué mollejo! —a Sodoma y Gomorra: consíganme
un solo defecto en la bella y deseada silueta de Letizia Segovia y si acaso le
consiguen una sola verruguita, una sola pequita mal dispuesta, entonces que nos
caiga la cólera divina. (Pausa insinuante) Pero, ¡si es que está divina!
LETIZIA (turbándose un poquito): Ah no, Benny,
eso no se vale. Claro que tengo pecas…
BENNY: Pecas, pecas, pecas, no-oh, Letizia, todo
el que te ve con el pensamiento peca, y el alma le queda chueca y chereca, como
rabadilla de gallina clueca (empieza a caracaquear como una gallina) (risas)
LETIZIA:
Eso no se vale, vale.
BENNY (hacia el público): ¿Qué dice la audiencia?
¿Verdad que no tiene ni un defecto?
PÚBLICO:
¡Noooooo! (aplausos)
(Medium shot a L.S., quien sonríe y se le nota el sonrojo a
pesar del bronceado)
BENNY: Además, el púbico, qué digo, el público
daría la vida por contemplar a plenitud la virtud que escuda la juventud de ese
cuerpo núbil antes que le llegue la senectud, y, mientras tanto, yo te canto aquel pasodoble
que decía (melodioso) “Si vas aaaaa Calatayuuuuud”…
LETIZIA: Pero yo no vine aquí a alimentar la
imaginación de quienes sólo me perciben como un objeto para sus fantasías
eróticas. La belleza es efímera, y su asesino es el tiempo implacable.
BENNY:
Nosotros, en el ínterin, nos comemos un cable.
LETIZIA
(risueña): Esa es una presunción impecable.
*** LauraÉ muestra signos de impaciencia.
Evidentemente, no desea que Benny cometa una de sus acostumbradas
excentricidades. Algo le dice que él, esta noche, cabalga un estado anímico
algo más desatado que lo usual. Para no exteriorizar su aprensión, afinca las
uñas de su mano derecha contra la palma de su mano izquierda (gesto típico en
ella), a la par que mordisquea a hurtadillas su labio inferior***
LETIZIA: Aun cuando eso me halaga sobremanera,
desearía compartir con toda la teleaudiencia mis planes para el futuro. Como tú
bien sabes, de nosotras, las reinas de belleza, se espera que nos dediquemos a
la farándula, bien sea como modelos, animadoras o actrices.
BENNY: ¿Piensas tú continuar con esas directrices?
LETIZIA: Fíjate, me han hecho muchas
proposiciones.
BENNY (entornando los ojos para denotar un doble
sentido): ¿Honestas o deshonestas, las susodichas proposiciones, de tal forma
que puedan equivaler a tentaciones?
LETIZIA: Las tentaciones sobran. No se puede
ocultar el sol con un dedo. No puedo negar que muchas empresas e instituciones
se me han acercado para proponerme ser su imagen corporativa.
BENNY: De hecho —y a lo hecho, pecho— ya participas en la campaña
promocional —quiúbo,
Juvenal— de
un rolitranco de banco y yo, cada vez que te miro en esa cuña, me estanco, me
atranco y me desbarranco.
LETIZIA: Ciertamente, pero date cuenta que el
contenido se manifiesta en un mensaje de rescate de nuestros valores y
tradiciones, de preservar nuestro patrimonio cultural, de fomentar el amor por
la naturaleza exuberante que nos legó el Señor con todas sus bellezas.
BENNY: Pero insisto, cual vulgar Mefisto: la
máxima belleza que puede divisar esta loca cabeza (se da un pequeño coscorrón
en la frente) que contigo se embelesa, es tu semblante de novia que a todos nos
agobia, preciosísima Letizia Segovia. ¿Verdad que sí, querido púbico, qué digo,
querido público?
PÚBLICO: ¡Sí, sí, siiiiií! (aplausos)
BENNY: ¿Quién no se desquicia ante la bella
Letizia? Pero no te interrumpo más con mi labia que te asfixia. Síguenos
contando el asunto con toda tu pericia,
y no me permitas cometer otra pifia dejándome hablar tanta inmundicia.
Arrúllanos, pues, con tu voz que es una caricia, orgullo de este país de las
maravillas del cual tú eres su Alicia.
(B.
sacude la cabeza como muñeco de ventrílocuo)
(Plano
cerrado a L.S. observándolo con singular mohín, como diciéndose “¿y a este qué
le pasa?”)
LETIZIA: Lo que deseo recalcar esta noche, y por
eso mi deseo de venir a “Muy Medias Noches” —para darte la primicia, Benny— es que, contraviniendo, todo lo
que se predica acerca de nosotras —las
misses, las reinas de belleza— he
decidido, antes que nada, finiquitar mi carrera universitaria. Sólo me falta
completar mi tesis y seré abogada de la república, Dios mediante. Pero, aparte
de esto y sin que una cosa obstaculice a la otra —y aquí viene la exclusiva que te
prometí— optaré
a un cargo público. Se podrá argumentar, ¿a qué puede aspirar Letizia Segovia
sino a figurar en una pasarela o a engalanar —enfatizo las comillas porque la
belleza es algo muy superficial— con
su “cara bonita” la pantalla chica? Sea propicia la ocasión, entonces, para
desmitificar esa imagen falsa que se tiene sobre mí en particular. Debajo de
esta cabellera rubia y de esta sonrisa enmarcada en un carmín existe una
voluntad muy firme por llevar a efecto una serie de ideas en beneficio del
colectivo. Si mi belleza es un trampolín para acceder al conocimiento y a la confianza
de la ciudadanía, bienvenida sea. Pero quiero enfatizarles que el entusiasmo
que me embarga en esta nueva circunstancia es genuino y está bien fundamentado.
Hay una gama de ideas y de ambiciones que me impulsan a dejar atrás todo lo que
he vivido hasta ahora, asumiéndolo a plenitud como una experiencia valiosísima,
para afrontar este nuevo reto. Es más, no estoy sola en este proyecto. Sólo soy
el portaestandarte, si así lo desean, de un ingente número de ciudadanos que se
encuentran motivados a hacer valer sus derechos en esta nueva dimensión de
oportunidades que se manifiesta con la necesaria descentralización de nuestras
instituciones. Es gente que desea aferrar su destino sin aguardar a que una
autoridad etérea, prevalida de una supuesta discrecionalidad, tome las
decisiones fundamentales que afectan nuestra vida, como habitantes de este
generoso y maravilloso país, desde una mullida poltrona en un aislado
conciliábulo, resguardada por una omnipotente burocracia que le hace perder las
perspectivas de las verdaderas necesidades de las personas. Es por eso,
entonces, que presento mi nombre a la palestra pública como aspirante a la
alcaldía del municipio El Hatillo. (L.S. mira a la cámara fijamente). Sí,
amigas y amigos, desde este momento, Letizia Segovia deja de ser la Miss Universo
que todos han conocido y pasa a convertirse en una luchadora social a tiempo
completo. ¡Y no hay vuelta atrás! (aplausos prolongados)
(Vemos a B. sacando toda la lengua y adoptando la pose de “ahí
queda eso”, al tiempo que abre sus ojos desmesuradamente y que mueve su mano
derecha de arriba abajo como si estuviera quebrando la muñeca)
BENNY: ¿Así que, entonces, te zambulles en la
política?
LETIZIA: En el transcurso de esta semana
inscribiré formalmente mi candidatura.
BENNY: La jettatura, la jettatura…
LETIZIA: ¿Perdón?
BENNY: La jettatura,
la pava en italiano, la mabita, el mal agüero y yo siento como si me rebanaran
el güergüero, güerita —así
le dicen a las catiras en México (mira de reojo a la cámara y se coloca la mano
perpendicularmente en la boca, como si compartiera un secreto)… y Letizia está
como me la recetó el médico—.
(Risas)
LETIZIA: Quiero revelar aquí, además, que mi
candidatura trasciende todo lo que ha sido la política en este país. Me lanzo
con puros apoyos independientes, es decir, no cuento con el aval ni de Acción
Democrática ni Copei, ni de ninguno de los otros partidos. Aunque debo decir
que cualquier respaldo de personas o grupos será bien acogido, siempre y cuando
no comprometan la independencia genuina de esta aspiración.
BENNY: Es definitivo, entonces. Te lanzas a la
arena política.
LETIZIA: Me lanzo a la
política.
BENNY: A la política prolífica.
LETIZIA (alzando el dedo índice izquierdo): A la
política magnífica.
BENNY: Pero mucha gente alega que la política es
paralítica, sifilítica, raquítica, amarga como fruta cítrica y te puede dejar
tísica, como Margarita Gautier alias La Dama de la Camelia, tal como me lo
contó mi tía Romelia.
LETIZIA: Estoy dispuesta a asumir todos los
riesgos. No tengo miedo.
BENNY: ¿A pesar de que te expones a todo ese
enredo?
LETIZIA: Así me señalen con el dedo, mi posición
no cedo.
BENNY: Ni que te llame Alfredo, el rey del ruedo.
LETIZIA: Te prometí una primicia, Benny, y aquí
te la revelo con denuedo.
BENNY: Señoras y señores, ¡aquí les presento a
Letizia Segovia, futura alcaldesa del Hatillo! (aplausos)
BENNY: ¡Y que conste que pienso votar por ella
así me afecte el moquillo!
LETIZIA (riéndose): Benny, eres todo un loquillo.
BENNY (levantándose): Y me pego como un cadillo.
(Se acerca a L.S.) Y aquí estoy reverberando de puro brillo, porque deseo
despedir a la Miss Universo que nos puso a vibrar como si tuviéramos
tabardillo…
(Benny
le ofrece su mano a L.S. convidándola a ponerse de pie)
(La cámara lo sigue en un plano abierto)
BENNY:…para ahora representarnos con dulzura de
membrillo…
(L.S. acepta la mano que B. le
tiende. Abandona la poltrona, muy sonreída y satisfecha)
(Arrecian
los aplausos)
BENNY:… en la muy exigente alcaldía del Hatillo…
(B.
alza la mano de L.S., tal como hacen con los ases deportivos, la toma de la punta de los dedos y la hace girar como
bailando un vals)
BENNY:… donde, seguramente, tratará con mano dura
a cualquier pillo…
(B.
gira alrededor de L.S., cual galán de cuadrilla de quince años)
BENNY:…
que ose quebrantar el orden sin mucho guillo…
(B.
se desplaza encorvándose como Groucho Marx y se le coloca por detrás, sacando
la cabeza por encima de su hombro derecho)
BENNY:… sobre todo si, subrepticiamente, apuntan
con el gatillo…
(B.
emerge, de seguidas, a la altura del hombro izquierdo de ella)
(L.S.,
aun dándole la espalda, lo secunda en esta extraña coreografía)
BENNY:… a las descuidadas damiselas que
resguardan su pudor tras un largo vestidillo…
(B. prosigue con su danza
irguiéndose un tanto más mientras vemos su cabeza por encima el hombro derecho
de L.S. y sus manos moldean algo en la espalda de ella)
(L.S. pareciera sentir un
cosquilleo por la cercanía de los dedos de B.)
BENNY:… y que, sin sospechar las arteras
maniobras del Doctorillo Chancletillo…
(B.,
con inusitada rapidez, coloca sus manos en la nuca de L.S., quien empieza a
manifestar algo de sorpresa e incomodidad)
BENNY:… ¡se ve de pronto sin su atuendillo,
mientras yo me maravillo con este cuerpo codiciado por este hebreo monaguillo,
por Yijova se lo adjuro devorándolo como un puerco adobado con ajillo!
(B., sin dejar de chacharear y bailotear, ha liberado la
abotonadura que sostiene el vaporoso vestido de L.S.)
(El vestido se cae en un abrir y cerrar de ojos)
(L.S. inmovilizada por lo sorpresivo de la acción permanece
paralizada durante quince segundos que parecen una eternidad)
(Vemos sus senos firmes de rosados pezones y una breve panti
que apenas cubre su sexo)
***
LauraÉ observa impávida el descolgarse de la tenue vestimenta. Un silencio se
apodera del estudio. Al cabo de unos segundos, es sustituido por un murmullo de
asombro. Las mujeres, entre la audiencia, gritan con un terror ahogado. La
parte masculina del público exhala un ronco vocerío, mezcla de líbido y
sorpresa. Se escucha, por encima del barullo, la voz de Canuto exclamando: “¡Coño,
qué ácido!” LauraÉ no sabe si su parálisis es la misma de Letizia Segovia. LauraÉ
no sabe si quiere que se la trague la tierra o si desea irrumpir en el set para
solucionar el desastre. LauraÉ no sabe si, por primera vez en su vida, siente
impulsos homicidas hacia Benny. LauraÉ no sabe nada***
(L.S.
reacciona al fin y se tapa los pechos con sus manos, pero sin moverse de su
sitio)
(B.
sigue desplazándose de aquí para allá con una expresión esquizoide y una risita
de pingüino)
(La
audiencia parece perder el control)
(Vemos
a la mamá de L.S. irrumpir en el set, recoger el vestido y cubrirla mientras
llena de improperios a B.)
(B.
continúa como si no fuera con él)
(L.S.
arropa su desnudez. Su mamá se abalanza contra la cámara 2, tapando la toma)
MAMÁ
(indignada): ¡Paren la grabación, paren la grabación!
*** LauraÉ descubre que el estudio se ha
convertido en un verdadero pandemónium. Letizia Segovia se ha vestido
apresuradamente sin lograr enfurecerse o ponerse a llorar. Benny se encarama en
el sofá, brincando como un oso amaestrado bajo los efectos de un alcaloide y
desparramando una risa asordinada. Letizia, atónita, es tomada del brazo por su
madre y obligada a salir del set***
MAMÁ (mientras se marcha): ¡Esto no se va a
quedar así! ¡Esto lo van a pagar caro!
(Mescolanza
de risas, voces y chiflidos)
(Vemos
a B. trotar por el escenario como un pato descachalandrado)
(Refriega
generalizada)
*** LauraÉ ha presenciado todo esto como si fuera
espectadora de una película escupida sobre una pantalla alienígena. Su conducta
ha sido un reflejo, fibra a fibra, de la reacción desolada y desguarnecida de
toda malicia que se fragmentó en el cuerpo desnudo de Letizia Segovia. Sus uñas
han taladrado su palma izquierda con urgencia de hormigueros vaciados en el
jaleo de un surrealismo andaluz. Luego de un minuto de inmovilismo en medio de
la barahúnda, LauraÉ ha querido solucionar el terrible embrollo. Dudando entre
auxiliar el descalabrado pudor de Letizia o reprender el atrevimiento rayano en
la insania de Benny se ha decidido, al fin, por coger el brazo del coordinador
de estudio. Lo ha despojado del auricular intercomunicador y ha ordenado al
movedizo director de cámaras detener la grabación. “Vete a negro”, le ha
conminado, utilizando la jerga profesional. Sin embargo, el susodicho no le ha
hecho ningún caso. “Sigue grabando, panita”, le ha dicho el director al
operador de VTR. “Cámara 1, tráncale a Letizia. Coño, dile a esa vieja que se
aparte, que me está estorbando la toma con la 2. ¿Cómo? ¿Esa es la mamá? 3,
sigue a Benny. Ajústale lo más que puedas. 2, dame un plano abierto. ¿Quién
tiene la portátil? ¿Eres tú, “Bananita”? Eso, eso, no te despegues de la chama.
Éntrale, que te poncho. ¿La tienes, 1? Graba, video, no aflojes. Luminito,
prende todas esas luces en la parrilla. Me sabe a Corn Flakes si satura,
incluyendo las de la salida. Se van. ¡”Bananita”, pégateles atrás! No tranques
audio, “Muñeco”, después limpiamos las vulgaridades con pito y más pito, ¿para
qué existe edición, panita? Síguelas, “Bananita”, hasta la puerta del canal.
¿Te alcanza el cable? Dale play, estás ponchado. Sí, ya sé que no puedes ver el
tally pero te tengo en la toma y estoy abriendo un recuadro con un primer plano
de Benny. Ah loco bien loco. Míralo, se echó en el sofá y puso los ojos virolos
de perinola. Eso es, “Bananita”, no las sueltes. ¿Qué es eso que viene ahí? Es
un taxi. Okey, okey, casi no hay nivel, está oscuro, abre el iris dos puntos,
papi, eso, eso, eso, estás ponchado, no las sueltes. ¿Letizia como que está
llorando? Éntrale con el zoom, “Bananita”. Tremendo pulso, chamo. Eres un
steady cam humano. Eso, eso. Mosca que no te atropelle el ruletero cuando
arranque. ¡Se fueron! Se meneó la toma pero no importa, papi. El taxi dobló en
la esquina, casi no hay nivel, pero eso lo componemos después con el monitor de
forma de onda. Okey, “Bananita”, te desponcho y me voy por disolvencia con Benny.
Adiós carrizo, el loco ese también está llorando. Éntrale 3, corrige el foco y
no le pares. Ese chamo lo que está es “sollao”. Okey, tranquilo, papi, te
tengo. Sonrisita, sonrisita, a ver, a ver. Coño, con esto me voy a ganar el
Óscar a la mejor dirección. Este año no lo pelo. Un negrito y cambio y fuera”.
LauraÉ
se queda mirando fijamente a Benny.
Benny
esquiva el asunto.
LauraÉ,
sin mediar palabras, se voltea y se va.***
Juro por dios, mejor dicho,
juro por mi hijo que si hubiera tenido un arma a la mano se la habría vaciado
encima.
Hablé con el profesor
Callejas y le conté todo el episodio. Le dije que iba a renunciar.
—No te precipites, LauraÉ.
Déjame primero auscultarle el ánimo a la junta directiva.
La mamá de Letizia Segovia
había hecho acto de presencia en el tercer piso acompañada de dos abogados.
Pero ya era tarde. Aprovechándose de mi estado de rabia ciega y de mi ausencia
del canal (tuve que marcharme para no cometer una imprudencia si me tropezaba
con Benny) el fullero director de cámaras, abrogándose privilegios que no le
correspondían, editó el programa y lo sacó al aire esa misma noche, en
conchupancia con algunos técnicos de máster. De qué argucias se valió no quise
enterarme. Para matizar un tanto el asunto, difuminaron la parte de las tomas
donde se apreciaban las desnudeces de Letizia Segovia y, por supuesto, ahogaron
todas las procacidades con los consabidos pitos. Toda Caracas y, por ende, toda
Venezuela amanecieron al día siguiente comentando el incidente. Éramos la
comidilla nacional. Hasta se chismeaba que el mismísimo bicholoco había
solicitado una copia especial para solazarse con el grotesco espectáculo. Solicité
formalmente, en el borrador de mi carta de renuncia, que mi nombre fuera
borrado de los créditos.
Como
un saludo a la bandera, el frenético director y sus cómplices de VTR y edición
fueron despedidos. Mi renuncia no fue aceptada. “Muy Medias Noches” quedaba
suspendido del aire. Benny resultó arrojado a un limbo con la espada de
Damocles sobre su cabeza.
Pero, a la larga lo descubrí, todo esto no fue
sino un teatro. Al poco tiempo, el ardoroso director fue reenganchado y, como
castigo (una suerte de estadía en una suerte de Siberia farandulera) le fue
encomendada la dirección de cámaras de la misa que se transmitía semanalmente,
más el suplicio de tener que aguantar los arrebatos chapuceros de “Grupi”, el
payaso amargado que encabezaba la programación infantil de la planta. Peor
escarmiento que ese, imposible. Al poco tiempo, terminé perdonándolo, pues mis
ojerizas contra las personas son menos profundas que las aguas del estanque del
Paseo Los Próceres-
Las
lenguas viperinas de radio-pasillo aseguraban que Ronnie había hecho un pingüe
negocio vendiendo, de manera clandestina, la grabación del programa suscitador
del escándalo. Por supuesto, el muy tiburón negaba la paternidad de la especie,
aduciendo que una “mano peluda” había sustraído la cinta de las bóvedas del
canal antes de poder borrarla y se estaba lucrando con el asunto. Cuando los
abogados de la mamá de Letizia pusieron el grito en el cielo, ya la cinta en cuestión estaba siendo
comercializada, a plena luz del día, por los buhoneros que pululaban en las
bocas del Metro, las trancas de tráfico, el Nuevo Circo de Caracas, los
bulevares de Catia y Sabana Grande, la redoma de Petare y pare usted de contar.
Las redondeces de Letizia pasaron a ser del dominio público y parte integral
del patrimonio nacional, digno ícono de exportación, junto a las bellezas
naturales de la Gran Sabana, el soberbio Orinoco, las paradisíacas playas
tropicales y el prolijo colorido de la fauna de nuestros llanos. Naturalmente,
los abogados segovieros intentaron las acciones penales de rigor, sin ningún
éxito. Ronnie pretextó su no culpabilidad, aunque en la atmósfera siempre
existió el tufillo de que el cerebro detrás del negocillo era él. Sólo que no
pudieron probárselo, ni en términos de verdad-verdadera, mucho menos de verdad
procesal. Y, aunque parezca ilógico y hasta contradictorio, la incipiente
carrera política de Letizia Segovia se vio catapultada con un vigor
impredecible. La gente compró su nueva celebridad de víctima de una emboscada.
Cosa que la favoreció sobremanera pues, en Venezuela, las personas que son
percibidas como mártires terminan cosechando jugosos dividendos en las lides
políticas. No transcurrió mucho para que Letizia resultase electa alcaldesa del
Hatillo. Y, con su cara impoluta de muñeca Barbie y su aire de mosquita muerta,
maquilló su feudo municipal con flores multicolores traídas del Ávila, se
inventó una policía propia ataviada con sombreros tipo safari cuyos agentes
daban las buenas tardes con aplomo de galán inglés, hizo uniformar a los
empleados del ayuntamiento por obra y gracia del modista del Miss Venezuela, y
llenó las plazas públicas con muñecos asépticos succionados de las comiquitas
de Walt Disney. Muchos se hicieron lenguas con la esplendorosa eficiencia de la
alcaldesa y le cambiaron el nombre al municipio por “Letizialandia”. A Ornela
le caía peor que a mí.
El teléfono sonaba tarde en la noche. Sabía
perfectamente que era él, buscándome, tanteándome, auscultándome, intuyéndome
sola, en la simplicidad excluyente de mi rabia contenida, a la espera de una
erupción que ambos temíamos y, por supuesto, no deseábamos. Por eso se
identificaba con dos timbrazos, seguidos de una pausa de un minuto, para luego
repetir los dos repiques, y luego otro intervalo finalizando con dos nuevos
tañidos, en una suerte de S.O.S. que se exponenciaba en mi atolondramiento de
cóleras gratinadas bajo perímetros difusos. Código sutil e irreal de nuestro
disgusto, de mi enojo, de su timidez en buscarme abiertamente, temeroso de
encajar un rechazo frontal de mi parte que desmigajara su inseguridad y lo
aventara a un exilio donde su astucia se derretiría como un umbral de chispas
subterráneas.
Dos, tres, cuatro, cinco y más cartas
aparecieron en mi buzón. Conocía su procedencia. Su letra rúnica no me era
extraña. De hecho, la llevaba escatimada en mis laderas cardíacas y la
sobrevivía incorporándola a un consomé de geranios que apeaba una cuaresma
rebosante de canicas estridentes desde la salvedad de mis ojos. Sin embargo, no
arrojé ninguna de sus cartas a la basura. Las guardé en el rincón más
extraviado de mi cómoda, sepultadas tras la avalancha de mis prendas íntimas,
en un conjuro fetichista y supersticioso que me garantizara someramente su
fidelidad hacia mí, su castidad hacia mí, su lealtad hacia mí sellada y refrendada
por mi huella sexual. Todos los días al despertarme, miraba esas cartas y me
dejaba perturbar por ellas, como un oscuro y buñueliano objeto del deseo,
permitiéndome vencer la tentación de leerlas. Al final de la jornada, un día sí
y otro no, recogía del buzón su última misiva. Gracias a dios, Pedro Pablo
demandaba de mí su atención y podía olvidarlas hasta la mañana siguiente. Benny
habitaba en la gaveta opaca de un amor inconfesado, inconfesable e
inconcebible. Era mi contradicción.
Con “Muy Medias Noches” suspendido del aire y
Benny en el ostracismo, recibí formalmente la proposición para ser la
productora ejecutiva de “Los senderos del paraíso”. La combinada recomendación
del profesor Callejas y de Horacio Quintín Zúñiga surtió efecto.
El equipo primigenio de trabajo fue conformado
por nosotros tres, más la presencia algodonosa de Cesáreo Bottaro, el polémico
dramaturgo, cineasta y articulista de verbo escueto pero contundente, cuyas
obras diseccionaban el alma colectiva a través de un aglomerado felliniano de
prostitutas, tullidos, fenómenos de circo, marginados de la vida y gandules
equipados de una sinceridad que humedecía el aire con un discurso de sinceridad
desgarradora. Era legendaria su asociación creativa con HQZ y su independencia
inexpugnable, aderezada con una homosexualidad que no conocía mitigantes y que
resultaba una bofetada al machismo desatinado de nuestra sociedad consumista.
Arrancamos a trabajar con un regocijo que sólo podía ramificarse en la
escudería oblicua de la complicidad. Colofón necesario y suficiente: teníamos
carta blanca del tercer piso para hacer y deshacer.
Como primer hito en el camino, el casting. Por
insistencia de Cesáreo Bottaro, escogimos para los papeles de Édinson Vicario y
de Flora Toscana a dos noveles intérpretes, hasta ese momento relegados a
papeles secundarios en las lacrimógenas telenovelas de la planta. Édinson debía
representar el arquetipo del joven de nuestras barriadas, viviendo al filo de
la legalidad, pero con un trasfondo de liderazgo nato y de ascendiente sobre
sus semejantes. Flora, una muchacha también de origen humilde, englobaría, a
través de una hidrografía de sufrimientos y peligros encontrados a cada paso,
el ansia de la mujer por afianzar su autoestima (tema clásico en las tramas de
Horacio Quintín Zúñiga) venciendo toda
suerte de obstáculos y adversidades. No
descartábamos, al menos en la sinopsis, un embarazo no deseado por parte de un
linajudo y encopetado adonis (concesión ineludible al género teleculebrístico),
para luego despojarla de su hijo gracias a las argucias del doctor Escobedo
Gracián (gran capataz de las triquiñuelas, la corrupción y las finanzas mal
habidas) quien, a lo largo de doscientos y tantos capítulos atraería sobre sí
las iras de una teleaudiencia ávida de castigo, así fuera a través del circo
ofídico, para los culpables del saqueo, del cohecho y de los delitos de cuello
blanco que día a día denunciaban los medios. Para el rol de ese malvado e
inescrupuloso sujeto seleccionamos a un galán venido a menos. Al principio,
consideró como un descenso a las ligas menores la proposición que le hicimos de
encarar, en vez del acartonado seductor al que estaba acostumbrado, a un
galápago felón y maquiavélico. Pero, luego de un jarabe de lengua al alimón
entre Cesáreo Bottaro y Horacio Quintín Zúñiga, más los banderillazos
pertinaces del profesor Callejas y la suscrita, lo convencimos de despojarse de
remilgos engominados y aceptar que su carrera precisaba de un renovado impulso
vadeando distintas cañadas.
Los otros papeles fueron asignados con
criterio parecido. No se utilizarían, por ende, las figuras mimadas por la
reciente moda y exaltación de los teleculebrones venezolanos en el extranjero.
Ronnie otorgó carta blanca, a pesar de que buena parte de los ejecutivos del
tercer piso arrugó el entrecejo. Estaban acostumbrados a apostar a ganador.
HQZ insistió en concederle a Benny el papel de
fiel escudero y comparsa de Édinson Vicario. Si éste era Batman, Benny sería
Robin. Un don Quijote asertivo y su parlanchín compañero de aventuras. El
problema consistía en que, luego del bochorno con Letizia Segovia, a Benny lo
enclaustraron en Siberia. Seguía bajo contrato de la planta y, bien entendido,
cobraba sus estipendios. Pero, aun cuando es fama que todo aquel que trabaja en
farándula arrastra un toque de locura, la desvergüenza inveterada de Benny
había colmado la paciencia de un gentío. Y a mí, en lo particular, no se me
había pasado la indignación. Cuando HQZ propuso su inclusión en el reparto, no
pude disimular un mohín zarandeado.
—Vamos, LauraÉ, hay que darle otro chance para
que se reivindique —aconsejó HQZ, blandiendo
una pipa dorada en el aire refrigerado de mi oficina.
—Se acabaron los mitos al ser demudados y
desnudados por los sulfurosos rayos X de la telegenia. Debes perdonarlo, LauraÉ
—el profesor Callejas se sumó al indulto.
—Las culpas no son más territorio de la moda.
La moda es la culpa misma. El culpable debe expiar su falta exponiéndose,
desnudo en pelotas, ante el cónclave de la masa olvidadiza —señaló Cesáreo
Bottaro, con una dejadez florentina.
—Lo que Benny hizo no fue un atentado al
pudor. Fue un ardid subversivo para desmantelar la belleza guarecida detrás del
ropaje simétrico de una esfinge inalcanzable, de un paradigma insincero. Al
desnudar a Letizia Segovia, Benny nos ha desnudado a todos —HQZ hacía el
recorrido de una montaña rusa estriada con su dorada pipa.
—Benny será el verdadero héroe de esta
historia, LauraÉ, porque es un ser construido de palabras y carambolas de
palabras, moldeado por unas rimas que serán deletreadas por la conciencia
crítica que pensamos injertar a lo largo de esta obra —corroboró el profesor
Callejas.
—Lo necesitamos, LauraÉ, para desentrañar el
número de equilibrista ejecutando el triple salto mortal sin red que entusiasme
a la audiencia. El amor, la pasión y el peligro de lo inesperado deben
conjugarse mediante la interacción de los personajes. Necesitamos una tensión
dramática que nos pasme sin respiro —suspiró, con languidez aguachinada,
Cesáreo Bottaro.
—Pero él no es actor —me atreví a disentir.
—Tanto mejor. Precisamos de su frescura, en la
doble acepción del término —la pipa de Horacio Quintín Zúñiga hizo una pirueta
de aviones caza en persecución.
—No creo poder resistir otra barbaridad de ese
calibre —aseguré, tratando de mantener mi aplomo profesional.
—He ahí el punto —intervino el profesor
Callejas—. Con “Los senderos del paraíso” vamos a resquebrajar todos los
esquemas. La presencia de Benny es el deus ex machina que nos mantendrá en vilo
a todos, mordisqueándonos las uñas. ¿Hará una de las suyas? ¿Cuándo lo hará?
¿Cómo lo hará? Sólo él, Horacio Quintín y Cesáreo lo sabrán. Lo máximo de todo
esto es que, prácticamente, carecemos de censura previa. Aquí vale todo.
—Impactar para estremecer. Esta novela debe
sacudirle el cacumen a todos en este país —gesticuló Cesáreo Bottaro con su
parsimonia de floristero bizantino—. Si no, no vale la pena el esfuerzo.
Confieso que, de buenas a primeras, no me convencía el personaje. Pero después
de haber absorbido su caradurismo y su ingente capacidad para mentir,
consiento, yo también, en otorgarle el oficio de sumo pontífice de la charada
nacional.
—Y con eso completamos —finiquitó HQZ,
esgrimiendo un círculo dorado con su pipa saltamontina— nuestro panteón: el
paladín, la heroína, el malvado y el histrión por cuya boca relucen las
verdades que sólo él puede proferir.
— ¿Estamos, LauraÉ? —remató la faena el
profesor Callejas, a quien yo no podía negarle nada, absolutamente nada.
—Amén —musité, y cerré los ojos.
Se presentó en mi oficina con una barba de
varios días, los ojos enrojecidos tapados por unos anteojos polarizados, la tez
pálida como si viniera directamente liberado del retén de Catia, las manos con
un ligero temblor y una expresión tan neutral que me daba grima.
—Siéntate —le indiqué un sillón cercano a mi
escritorio.
Obedeció con una lentitud y un silencio de
cadena perpetua.
Le expliqué, sin tapujos, mi disgusto. De
alguna manera esperaba que me interrumpiese para brindarme una explicación o cualquier
argumento que lo redimiera ante mí. Callaba y eso me exasperaba aún más. Lo
increpé duramente. Deseaba estrujarle su indolencia.
— ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Benny no respondía. Estallé sibilinamente,
como un caucho desinflándose. Lo colmé de palabras inicuas y no obtuve ni una
reacción de su parte.
— ¿No tienes nada que decirme?
Me miró y yo me miré en el reflejo polarizado
de sus espejuelos. Me vi fea, repulsiva y desatinada. Recordé una frase de
Anaïs Nim: “Solo matan los que no pueden hacer el amor”. Y yo tenía ganas de
hacerle el amor a ese loco silente. Sentí que los ojos se me escapaban de las
órbitas. Recuperando el dominio de mí misma logré, arduamente, clarificarle lo
que deseábamos de él en “Los senderos del paraíso”. Rencarnó en mi interior la eficiente productora ejecutiva y agradecí,
en el fondo de mi alma, la ausencia de mis tres socios en el proyecto: habrían
captado sin duda alguna que el personaje apoltronado ante mí me llevaba a las cumbres y a las borrascas
del paroxismo. Terminada la explicación le ordené marcharse, con toda la
brusquedad que nunca supe si era fingida o no.
Benny se levantó parsimoniosamente. Ya bajo el
dintel de la puerta se volteó, me observó con un semblante enguantado, extrajo
un sobre del bolsillo interno de su chaleco, el más próximo a su corazón, lo
depositó sobre mi escritorio y se marchó.
Afuera estaba lloviendo. Los goterones
golpeaban el aluminio de la ventana.
Pasé el seguro de la cerradura. Guardé la
carta en mi bolso.
Lloré hasta que escampó.
“Los
senderos del paraíso”
Capítulo
49
Escena 1.- Sala mansión Escobedo Gracián. Noche.
(Secuencia
final capítulo anterior)
(Édinson,
sin denotar su presencia, observa desde el umbral cómo el doctor Escobedo
Gracián abraza a Flora)
(Acordes
tensos)
ESCOBEDO: Todo lo he hecho por ti, Flora, y lo
coloco a tus pies si tan sólo consientes en ser mía.
(E.
G. dibuja una sonrisa meliflua en su faz)
(F.
se encuentra paralizada por el abrazo que la atenaza)
(E.
G. confunde el pasmo de Flora con un tácito asentimiento, la atrae hacia sí y
la besa en los labios)
(Acordes recrudecen)
(Zoom violento a É., tipo Sergio Leone))
(Subjetiva
de É.: vemos la espalda de F. y, en medio del beso que se prolonga, E. G. abre
los ojos y observa a É. en la puerta)
(Intercambio
de miradas entre ambos)
(É.
baja la vista apesadumbrado y hace mutis)
(Vemos
a Benny llegando por el sendero del patio… lo ha visto todo a través del
ventanal)
(F.
reacciona por fin… abre desmesuradamente los ojos y se aparta bruscamente de E.
G.)
FLORA (limpiándose los labios con el envés de la
mano): ¿Qué significa esto?
ESCOBEDO (pomposo): Significa que me perteneces,
Flora Toscana, y, por lo tanto, te has convertido en una mujer rica.
FLORA: No me interesan sus riquezas mal habidas.
ESCOBEDO: Esta será tu casa, con todo lo que
tiene adentro, y poseerás, además, apartamento en Miami, automóviles, joyas…
FLORA (zafándose): Hay cosas en la vida que no se
pueden obtener de esa forma, doctor Escobedo. Creo que usted se ha equivocado
de cabo a rabo.
ESCOBEDO (altivo): Te deseo, Flora, te deseo más
que a nada en el mundo. Y haré todo lo que sea para conseguir que seas mía.
FLORA (mirándolo con asco): Adiós, doctor
Escobedo. Lamento desilusionarlo, pero Flora Toscana ni se compra ni se vende…
a ningún precio.
(F.
inicia su retirada. E.G. la toma de un brazo)
(Los
ojos de F., despidiendo fuego, se posan en la mano intrusa)
ESCOBEDO (ansioso): ¿Me dejas, Flora? ¿Rechazas
mi oferta para convertirte en una mujer rica y poderosa?
FLORA: Suélteme ya. No me interesan sus
maquinaciones.
ESCOBEDO: ¿Te atreves a dejarme, aun sabiendo que
tengo en mi poder las escrituras de propiedad del terreno donde se han asentado
esos indigentes que te consideran su redentora? ¿Qué pensarán de ti luego de
que los mande a desalojar con la fuerza pública? Piénsalo, Flora. De ti depende
su permanencia en esas tierras invadidas. De ti depende el bienestar de ellos.
FLORA: Usted no pasa de ser un vulgar
chantajista, doctor Escobedo.
ESCOBEDO: Márchate entonces, Flora, si es que no
te interesa la suerte de esos marginales. Pero, ¿y tu hijo? ¿Ese hijo que está
por nacer y del que nadie, ni siquiera tu madre, sabe?
(Acordes
tensos y cortantes)
(F.,
aterida por la sorpresa, se paraliza y desvía la vista)
(E.G.
se regodea con el efecto de sus palabras)
(B.,
desde la ventana, ha visto y escuchado todo)
Corte
a:
Escena 2.- Exterior. Noche. Céntrica avenida en
hora pico.
(É.
viene caminando, ensimismado, las manos en los bolsillos)
(Tema
Édinson, versión melancólica)
ÉDINSON (voz en Off): Bueno, ¿y qué? Me engañé.
Creí que Flora me amaba, pero ya vi con mis propios ojos que no es así. Primero
con aquel sifrino, patiquín, hijo de papá, acartonado y afeminado de Richi
Marvin Montaner, con quien de seguro se acostó…
(Cornetazo
brusco)
(É.,
distraído, ha cruzado la calle y un taxista le ha frenado muy cerca)
TAXISTA (airado): ¡Pero bueno, animal! ¡Fíjate
por donde caminas!
(É.
continúa su camino, con toda la indiferencia del mundo)
ÉDINSON (voz en Off): …y ahora con esa rata de
Escobedo Gracián. Y yo que creía que ella se interesaba en mí.
(Se
detiene frente a una vidriera y observa su reflejo)
ÉDINSON (voz en Off): ¿Y entonces, Édinson
Vicario? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Te has enamorado como un zoquete de una tipa
que jamás se fijará en ti? Convéncete, panita: a Flora Toscana no le interesan
sino los elementos forrados en billetes, biyuyos, billasmiles, billegas, y tú
eres un limpio, un pelagajos y un tierrúo. ¡Avíspate Édinson Vicario, que te
están cachando!
CANUTO (irrumpiendo desde detrás de un poste):
Ese Édinson… ¿Qué haces ahí tan achantao, brodersito?
ÉDINSON: Epa, chamo Canuto. No, vale, tranquilo,
vacilándome una de compras.
CANUTO: ¿Qué-eh, panela? ¿D’dónde barro si no ha
llovío? Si los dos juntamos lo que llevamos en los bolsillos no llegamos ni a
cincuenta nedas.
ÉDINSON: Bueno, pinta, soñar no cuesta nada.
CANUTO: Vamos a batinos una de capturá a un
mortal q’ande pagando descuido p/tumbale algodón d’España q’le sobre. Dígalo
ahí, amistá.
ÉDINSON: ¿Qué pasa, Canutillo? ¿No quedamos en
que eso del tumbe quedó en el pretérito atmosférico? ¿Vas a seguir de chorizo
toda tu vida?
CANUTO: Coye, frén, es q’donde ha habío
candelario moncao cenizas quedan. Y la pelazón lo pone a uno a calibrá maluco.
ÉDINSON (enfático): Déjese de esos arrebatos,
panal. Mañana será “another day”. Tranquilo y no se preocupéishon que su
hermano querido aquí presente, el tristemente célebre y nunca bien ponderado
Édinson Vicario, no lo va a dejar afuera como vieja guayaberunsia. ¿Vessss?
CANUTO:
¡Out en la goma! Seguimos buscando guayaba…
(É.
Y C. chocan las manos en un “high five”, al estilo de los peloteros)
(Nota:
dejar que los actores lo hagan ad libitum)
ÉDINSON: …que tenga sabor y que tenga mento.
CANUTO: ¡Saoco!
ÉDINSON: ¡Azuca, Lola!
CANUTO: ¡Huye, güitinina!
ÉDINSON: ¡Para ti, modern flowers!
CANUTO: ¡Arrecotín, arrecotán!
ÉDINSON: Ayí-yi-yi.
CANUTO: ¡Ecuajey!
(B.
entra a cuadro, bastante azorado)
(É.
Y C. lo observan. A É. se le ha pasado la melancolía)
CANUTO: S’presentó y dijo: aquí’stá el “pueta”,
el hombre de los versos en reverso, el excelso sobrino d’don Celso. ¡Ese Benny!
ÉDINSON: Quiúbo, Benny. ¿Para dónde vas tan
soplado?
BENNY: Buscándote con toda bienaventuranza.
¿Estamos en confianza?
ÉDINSON: Canuto es alto pana.
CANUTO: Alto pene, pana.
ÉDINSON: Bueno, guaréver. Lo cierto es que
dispara primero y averigua después.
BENNY: Vengo rodando como una locomotora, para
contarte lo último de Flora.
(É.
se amosca. Aparentemente, ya no le atrae el asunto)
(Tema
Édinson, versión funky latino psicodélico)
(Vemos
a los viandantes caminar al compás del tuqui-tuqui)
BENNY (rapeado): No pongas esa cara/ como una
cantimplora/ cuando andes en tu tara/ ella te lo implora,/ pues víctima es
Flora/ de ese “desgracián”/ que es todo un vivián,/ familia de alacrán/ ¡anda
pa’la porra!/ Escóbedo Gracián,/ haciéndote creer/ cual gran pelafustán/ que
Flora va a querer/ a ese rey orangután./ No te engañes, mi locario,/ ya no
sufras un calvario/ y no te portes cual Tristán,/ rézate un rosario/ que tú no
eres Tin Tán,/ mucho menos un titán,/ tú no eres dromedario,/ ni siquiera eres
canario,/ tienes pinta de galán,/ pana Édinson Vicario (pausita con brinco) …
Édinson mi pana/ brinca como rana,/ guíllate con ganas, / abandona ese
calvario/ que no vale un talonario./ Lucha en la sabana,/ vence al mercenario/
con tu chévere macana,/ sacúdele las canas/ al Escóbedo Gracián/ quien se cree
un chivo ario/ y un hijo’e Blacamán,/ desde aquí a Maracapana/ jugando a la
semana/ se dice amo y señor/ de la Flora Toscana,/ lo mejor de lo mejor,/ la
novia de mi pana,/ aquí y en La Romana./ Esa es Flora Toscana,/ la hija de Doñana,/
bella flor de un relicario/ que guarda un comisario./ Aterrizó cual cerbatana/
con espíritu gregario/ conquistando esta ventana/ y el corazón inmobiliario,/
cerebro arbitrario,/ con amor atrabiliario/ de mi más alto pana/ É-É-Édinson
Vicario/ Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/ Édinson Vicario/ É-É-Édinson
Vicario/ Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/ Édinson Vicario…
(Armar
una coreografía con estética de video clip)
(C.
y B. se desplazan rítmicamente alrededor de É.)
(É.
luce receloso, no queriendo dejarse convencer)
(Los
carros en la avenida avanzan al compás del rap. Algunos cornetean afincando la
síncopa)
(Un
policía observa la tramoya con cara de malas pulgas)
CANUTO (rapeado): Cógelo derecho/ y sacúdete el
despecho/ q’ te tiene bien maltrecho,/ corónate efectivo/ y despescueza ya a
ese chivo./ Se las quiere dá d’vivo,/ ese piazo’e patán/ d’Escóbedo Gracián./
No te da ni por las patas/ esa vil garrapata,/ cachetes de batata,/ estúpida
bachata,/ rolitranco’e balurdo,/ vómito d’un curdo,/ corrupto y absurdo,/ lo
veo y m’aturdo/ más q’un pítcher zurdo,/ político y palurdo,/ es burda de
pillín,/ tremendo malandrín/ y ojalá llegue su fin/ aplastao por un armario,/
mariao como en la radio/ por el galán más vergatario/ É-É-Édinson Vicario/
Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/ Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/
Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/ Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/
Édinson Vicario/ É-É-Édinson Vicario/ Édinson Vicario…
(El
policía se ha dejado ganar por el ritmo)
(Unos
chamines se descargan una de “break dance”)
(Otros,
más allá, imitan los movimientos quebrados de los autómatas)
(Varias
personas se asoman en los balcones, algunos en pijama, algunas con rollos de
papel tualé en la cabeza, todos siguiendo la cadencia)
ÉDINSON (entrándole al rap): Eso suena bien/ pero
muy réquete bien./ Yo lo gozo aquí también:/ con mi cara’e comején/ y mis pies
de terraplén/ me vacilo este vacile/ cual bacilo en un desfile/ disfrutando
como en Chile/ y picando más que un chile/ se los digo sin atriles/ engulléndome
una torta:/ eso no me importa,/ eso no me importa./ Arrojo por la borda/ esta
cosa sorda/ que me hiere y que me aflora,/ mi corazón se atora,/ lo resiente y
lo deplora: / (enfático) ya no quiero a Flora,/ ya no quiero a Flora, / ¡ya no
quiero a Flora!/ ¡ya no quiero a Flora!
(El
ritmo cesa de golpe. Transición)
(Acordes
melodramáticos)
(Cariacontecidos,
todos escuchan a É. negar su amor por F.)
(Breves
redobles electrónicos)
(Se
reinicia el rap)
(Todos
van cogiendo, progresivamente, el paso)
TODOS (a coro): No-no-nó/ no-no-no-no-nó (4
veces)
(Intro
a B. recargando el “beat”)
BENNY (a lo rap-a-polvo): Usted, mi gallo/ se ha
vuelto a equivocar,/ y yo no me lo callo/ se lo voy a demostrar/ porque ese es
un fallo/ fácil de tumbar,/ con la energía de un rayo/ se va a desintegrar,/
como un potro bayo/ yo lo voy a patear./ Usted reaccionará,/ y del tiro se
armará/ de paciencia, camará,/ porque Flora a usted lo quiere,/ y de su amor aquí
se infiere,/ así no lo sintiere/ y mucho menos lo hiciere/ saber y no lo dijo,/
a mí no me lo dijo,/ a él no se lo dijo,/ a usted no se lo dijo,/ a nadie se lo
dijo,/ a ninguno lo dijo,/ ¿a quién se lo dijo?
TODOS (a coro): ¿Qué dijo, qué dijo?
(plas-plas-plás) ¿Qué dijo, qué dijo? (plas-plas-plás) ¿Qué dijo, qué dijo?
(plas-plas-plás) ¿Qué dijo, qué dijo? (plas-plas-plás)
BENNY: Flora va a tener/ va a tener un hijo/
Flora va a tener/ va a tener un hijo/ Flora va a tener/ va a tener un hijo/
Flora va a tener/ va a tener un hijo…
(Medium
shot a É. sorprendido, casi en shock)
BENNY (señalando a É.): Y ese hijo es tuyo,/ ese
hijo es tuyo/ y nada más que tuyo./ Flora va a tener/ va a tener un hijo tuyo/
Flora va a tener/ va a tener un hijo tuyo/ Flora va a tener/ va a tener un hijo
tuyo/ Flora va a tener/ va a tener un hijo tuyo.
(Coro
se repite “n” veces)
(Plano
cerrado a É, quien luce desorientado)
ÉDINSON (voz en Off sobre el rap): ¡Flora va a
tener un hijo! Y todos creen que yo soy el padre. Pero se equivocan. Todos se
equivocan. No he sido yo quien ha engendrado a esa criatura. Sólo soy el
incauto que se ha enamorado de esa pobre muchacha casquivana y pizpireta. ¡Me
lo merezco por tonto!
(É.
luce francamente herido y desilusionado)
(Acordes
tensos y tristes se solapan sobre el rap que se desdibuja)
(**Vamos a comerciales **)
Escena 3.- Biblioteca mansión Escobedo Gracián.
Noche.
(E.G.,
sentado en su escritorio, revisa unos documentos)
(Nudillos
golpean puerta)
ESCOBEDO: Adelante.
(Entra
Richi, con su sonrisa de zafio malcriado)
RICHI: ¿Me mandaste a llamar, tío?
ESCOBEDO: Sí. Pasa y siéntate.
(Richi
obedece. E.G. continúa mirando sus papeles)
(El
silencio se pone tenso)
RICHI (carraspeando): Bueno, tío, aquí estoy.
¿Para qué me quieres?
ESCOBEDO (sibilino): ¿Fuiste tú, verdad?
RICHI: ¿Yo qué, tío?
ESCOBEDO: No te hagas el musiú conmigo, Richi
Marvin Montaner.
RICHI (incómodo): Sigo sin entender…
ESCOBEDO (irguiéndose): Eres un idiota con carné.
Un mente de pollo. Un cerebro de chorlito. Un mongólico con cara de buenmozo.
RICHI (tratando de tomárselo a la ligera): Tío,
cualquiera diría que me tienes rabia.
ESCOBEDO: Si no hubiera invertido una fortuna en
tu carrera artística para convertirte en el cantante romántico número uno de
Latinoamérica, ídolo de las quinceañeras descerebradas y mina de oro de la
industria del espectáculo, te juro que te entraría a trompadas y te destrozaría
esa cara de gigoló amelcochado.
RICHI (ensayando compostura): Tío, no sé de qué
me…
ESCOBEDO: ¡Cállate!
¡Violaste a Flora!
RICHI: Yo no quise…
ESCOBEDO: Si vuelves a hablar te rompo la jeta,
imbécil (Pausa tensa mientras se recompone). Afortunadamente, tengo a esa
muchacha en mi poder y no va a denunciarte, con lo cual podría destruir tu estatus
de estrella y, por supuesto, hacer que todo un esfuerzo y toda una inversión se
vayan por el albañal. De ahora en adelante controlarás tus instintos de sátiro
desbocado. ¿Es que acaso eres un tarado? Con sólo mencionar que eres el
“Jaguar” Richi Marvin Montaner, el intérprete pop más cotizado del show
business, puedes tener a la mujer que quieras. ¡Y sólo se te ocurre ultrajar a
Flora Toscana!
RICHI (viperino): ¿No estarás resollando por la
herida porque tú también la deseas y yo lo que hice fue adelantarme, ah?
(E.G.
se levanta de un salto y lo prensa por el cuello)
ESCOBEDO: ¡Estúpido! Eso es lo que tú eres. Si no
tuviera invertidos en ti tantos dólares, te aplastaría como a una pulga. Mañana
mismo te marchas a Los Ángeles, te trancas en el estudio y no sales hasta que
hayas grabado, al menos, dos discos completos. Ya Herbie Farrell, el productor,
está en cuenta y va a estar ojo avizor contigo. Al primer desliz, a la primera
metida de pata, te siquitrillo y te convierto en aserrín. ¿Entendiste?
(Richi
asiente para conseguir zafarse… E.G. lo suelta)
ESCOBEDO: ¡Y ahora desaparécete de mi vista!
(Richi
sale, cierra la puerta tras de sí y se soba el cogote queriendo borrar la
sensación de las manos de E.G.)
RICHI: Disfruta tu triunfo, Escobedo Gracián. Por
ahora. Tu orgullo está herido porque he sido el primero en libar el rico néctar
de la doncellez de Flora. ¡Y lo volveré a hacer cada vez que me venga en gana!
(Richi
sale de cuadro. E.G. se vuelve a sentar,
sonándose los dedos)
ESCOBEDO (pensando en alta voz): Ese tarado.
Menos mal que ya lo tengo todo cuadrado. Conminé a Flora a que se deshaga de
esa criatura. Si se niega, la amenazo con arrojarle la fuerza pública a sus
adorados damnificados del barrio ese, ¿cómo es que se llama? ¿”Techos de
Cartón” es que es? Bueno, en fin. Menos mal que el superpartero del jet set
caraqueño, el doctor Moreno Torrellas, me debe una de cuando impedí que a su
muchacho lo condenaran por haberle disparado a aquellas chiquillas en la Plaza
Altamira (toma el teléfono y marca unos números). ¿Sí? Con el doctor Moreno
Torrellas, por favor… De parte del doctor Escobedo Gracián… Gracias… (mascullando)
Este tipo sí se da postín. El presidente de la república me atiende más rápido
cuando lo llamo… ¿Aló? ¿Moreno? Hermano querido, ¿cómo la estás pasando? ¿Desde
cuándo no te echas una rasca en tu yate? Je je je…
(E.G.
se arrellana en su sillón, su voz en fade out)
(Acordes corruptos)
Corte a:
Escena 4. Noche.
Exterior. Estación Metro.
(Tema
Flora melancólico)
(F.
baja las escaleras apresuradamente. El tren se detiene)
(Las
puertas se abren. Sale la multitud de las horas pico)
(F.
está azorada y nerviosa)
(Varias
caras anónimas y hasta deformes parecen observarla con hostilidad)
(F.
entra al vagón. Pasea la mirada, posándola alternativamente sobre sus anónimos
acompañantes)
FLORA (voz en Off): ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo descubriría
el doctor Escobedo Gracián mi estado? ¿Cómo se le ocurre pedirme que aborte?
¡Jamás! Así sea producto de un ultraje, es mi hijo, es carne de mi carne,
sangre de mi sangre…
(Mientras se desarrolla el monólogo insertar
tomas de rostros agobiados, cansados, atontados, abúlicos y alguno que otro que
otea a F. de manera salaz. Ella esquiva estas miradas)
FLORA (voz en Off): No, no abortaré. El doctor
Escobedo Gracián me lo pide sin duda alguna obedeciendo a sus tramoyas
políticas y financieras. ¡No quiero volverlos a ver, ni a él ni a su sobrino!
De sólo acordarme de ellos se me descompone el estómago. ¿Y Édinson? ¿Qué
pensará de mí? Dios mío, dame fortaleza, ahora es cuando la necesito.
(El
tren se detiene. F. desciende)
FLORA (siguiendo su camino, voz en Off): Tengo
que encontrar a Édinson y explicárselo
todo. Él comprenderá y me perdonará. Pero, ¿me seguirá amando? Cristo, ¿cómo se
lo diré? Ilumíname, virgen de Coromoto. Debo tener coraje y afrontar esta dura prueba.
Resistiré, sí, sin abandonar mis principios, sin traicionar a quienes creen en
mí, y, por sobre todas las cosas, dándole el ser a mi hijo…
(F.
sale a la calle… 2 fortachones la
interceptan)
FLORA: Pero, ¿qué pasa?
FORTACHÓN 1: Cállese, no haga ruido. Actúe
normalmente y no le pasará nada.
FLORA: ¿Me están secuestrando? Voy a gritar…
FORTACHÓN 2: Te estoy apuntando, mi amor. Así que
no inventes.
FORTACHÓN 1: Si no te estás tranquila, mucha
gente inocente del barrio se las va a ver más negra que trasero de zamuro.
FLORA: Pero, pero…
FORTACHÓN 2: Silencio y camina.
(Los
fortachones la arrastran hasta un carro estacionado cerca, la obligan a
introducirse, arrancan y se pierden en el tráfico)
(Acordes
tensos)
(**Vamos
a comerciales**)
Cada noche, de lunes a
sábado, a partir de las 9 PM, toda Venezuela permanecía alelada frente al
televisor. La vituperada clase política
no sabía cómo reaccionar ante el fenómeno. La jerarquía eclesiástica manifestó
su preocupación ante la abierta alusión al aborto de Flora Toscana. Varios
encendidos debates tomaron calor en la cámara de diputados donde algunos
veleidosos parlamentarios llegaron, incluso, a proponer la censura y un
precario boicot al canal y a las otras empresas de Ronnie. Nuestro patrón nunca
llegó a dar la cara, limitándose a recoger las mieses del altísimo rating de la
novela doblando y triplicando las tarifas publicitarias. “Los senderos del
paraíso” era la comidilla del país. Nadie permanecía indiferente. Y, por
supuesto, todos nos veíamos retratados en los avatares de los protagonistas. El
único punto desfavorable resultó la indiferencia de los consumidores foráneos.
Demasiado sabor localista, acotaban, y siguieron comprando las teleculebras de
corte tradicional. En fin, no se puede ganarlas todas.
Mis días estaban copados. Los
miles de detalles de la producción y su incesante coordinación me imantaban con
dedicación exclusiva. Además, disfrutaba intensamente de las periódicas
reuniones con HQZ, Cesáreo Bottaro y el profesor Callejas, donde definíamos el
rumbo que iba desarrollando la trama. Nos nutríamos descaradamente del
torbellino en que se había convertido la política venezolana. Los escándalos de
corrupción estaban a la orden del día. Un grupo de intelectuales notables había
solicitado la renuncia en pleno de la corte suprema y la depuración del aparato
judicial. El fiscal general proseguía sin esguinces sus investigaciones contra
bicholoco y su entorno. Por la mañana denunciaba el contralor, al mediodía
irrumpía un vociferante diputado de izquierda (desprovisto de corbata) y en la
noche pontificaba algún notorio figurín del retablo nacional. Ya no se podía
encubrir la efervescencia. Y “Los senderos…” catalizaba la reacción en cadena.
Sólo Pedro Pablo lograba
apartarme del marasmo de mi trabajo. Su boquita sonriente, sus ojitos chispeantes,
sus manitas inquietas y sus ocurrencias de muchachito avispado eran el
analgésico que opacaba por completo la ausencia de amor en mi vida porque todo
mi amor era para él y exclusivamente para él.
Benny se incorporó al “team”
de las neuronas. HQZ, Cesáreo y el profesor así lo sugirieron y no tuve energía
para oponerme sin que se notara mi emotividad. No obstante, logré matizar el
ineludible contacto con una laca de asepsia corporativa y de don de gentes en
el marco de la necesaria compenetración de un equipo de trabajo. Nadie sospechó
nada. Benny se turbaba imperceptiblemente y yo me sobresaltaba por sentirme
cruel e indiferente hacia él. Pero era necesario. La locura, el sarcasmo, la
intolerancia y la desvergüenza no podían tener cabida en mi existencia.
Ornela me llamaba
insistentemente. Mi mamá empeoraba a todas luces y yo dudaba en ir a verla.
Hasta que un carrusel de insomnios me convenció de que, por más que lo
intentara, la sangre es demasiado espesa y duele en el espíritu con una
matemática enconada de la que no podemos escapar.
Un domingo lluvioso en la
mañana me decidí, al fin. Le puse como condición a Ornela que llevase a Pedro
Pablo al cine y a comer helados.
—No lo consientas tanto —le
solicité, a la puerta del edificio.
Ornela cargó al niño. Lo
adoraba.
—Gracias, LauraÉ. Sé que… te
cuesta mucho… y a ella también, pero te lo agradecerá.
Suspiré profundamente.
—Bueno, váyanse ya. Chao, mi cielo.
—Shao, mami.
— ¿Te portas bien, oíste?
—Él siempre se porta bien.
¿Verdad que sí, papi? —Ornela lo besaba sin parar.
—Shí.
—Te quiero mucho, nené —le
dije y enfilé hacia adentro.
La enfermera me abrió la
puerta. El olor a medicamento reconcentrado era penetrante.
Mi estómago se encogió y mis
rodillas decayeron ante la visión de su piel apergaminada, de su respiración
silbante y de sus ojos carentes de brillo.
—Hola… mamá.
Tomé una rígida silla
metálica y me senté a su lado. Ella no apartaba la vista del techo. Sus
nervudas manos, pinchadas por el suero, se agitaron ínfimamente. La penumbra y
el silencio apedrearon mi compostura.
Luché contra mí misma hasta
que, al fin, lo solté.
—Quería pedirte perdón, mamá.
Ella cerró sus párpados,
sumergiéndose en un limbo breve y sedante.
—Tantas veces he querido
decírtelo… romper esta distancia y demoler estas murallas porque, a pesar de
todo… te quiero, mamá.
Su respiración pareció
detenerse.
—Hubiera deseado que todo
fuera diferente. Pero ahora comprendo que luchaste por nosotras, asumiendo tus
fortalezas y tus debilidades, sin descanso, sin escatimar energía. ¿Y cómo te
pagué? Con distancia y lejanía. Y no puedo encontrar excusas, mamá, por ser
como soy, con este desapego y este desdén que hoy en día sobrecargan mi
conciencia.
Permanecía inmóvil. Empecé a
temer que se hubiera muerto.
La voz se me quebró.
—Ahora lo comprendo. Te diste
por entero. Sobre todo por mi hermana. Ella necesitaba más de ti, tan debilucha
y tan frágil que era… y mírala ahora: es la más fuerte de nosotras, una gran
muchacha y una gran hija. Es tu obra, mamá, y yo la quiero… y te quiero a ti,
por no haber desmayado nunca. Diste tu vida por nosotras y yo nunca he sabido
agradecértelo.
Me arrodillé a la vera de su
cama.
—No te mueras, mamá.
Enterré mi cara en la sábana.
—Perdóname por ser tan
indiferente y tan egoísta.
En eso sentí su mano liviana
y débil sobre mi cabeza.
—No, LauraÉ —sus palabras
fueron un murmullo atrapado en un corsé de hojarascas—, tú has sido lo que has
querido ser, independiente, resuelta, valiente y, por sobre todas las cosas,
has sido tú misma, contra viento y marea. Cuánto no habría dado yo por haber
tenido tu entereza. Posees lo mejor de mí, una parte que yo nunca pude
desarrollar. ¿Quién sabe si me habría portado con tu mismo coraje de haber
nacido en estos tiempos? En el fondo, LauraÉ, siempre te he admirado.
Tomé su mano y la besé.
—Mamá…
—Hija, escúchame —tosió,
exhalando una flema perpendicular—, escúchame lo que te quiero decir antes de
morir…
—No, mamá no…
—El verdadero temple reside
en ti. Tuve que descuidarte cuando eras pequeña porque mi energía no daba para
tanto. Y, sin embargo, fíjate en lo que te has convertido. Has vencido todos
los escollos, aun cuando la vida te ha golpeado, sobre todo en lo que a mí
concierne. Y también sé que el amor, el verdadero amor, te ha sido esquivo.
Pero sé que puedo confiar en ti y pedirte que no abandones nunca a tu hermana.
Ella te quiere y te necesita y, en el fondo, es mucho más frágil que tú en lo
emocional. Tú eres la fortaleza, LauraÉ. Cuídala y cuida mucho a tu pequeño. Tú
eres lo mejor de mí misma, LauraÉ, hija… hija mía —se ahogarse con la tos—.
Perdóname, LauraÉ. Cuánto te quiero, hija mía.
Su voz se extinguía en un
sopor de atardeceres de fieltro.
Acaricié sus cabellos,
acomodé su cabeza en la almohada, cambié sus pañales y velé su sueño. Lloré
mucho y mis lágrimas enjugaron su frente marchita.
Su amor purificó mi soledad.
Y pude ser libre.
—Tienes un semblante griposo,
chama, que ni te cuento —dijo Lourdes.
—Pero así y todo voy a ir —aseguré.
— ¿Con quién vas a dejar a
Pedro Pablo? —preguntó.
—Con Débora. Ornela está en
Miami, en sus negocios. Regresa dentro de dos días. De todos modos, al terminar
la grabación paso por donde mi mamá.
— ¿Cómo sigue ella?
—Estable —afirmé, y supe que
mi semblante zarandeó una tristeza frotada en azules entre los azules. Lourdes
acarició mi brazo.
—Chama, sé que estás
sufriendo. ¿Por qué no vas con ella?
—No, Lourdes. El desenlace es
inevitable. Lo sé. Pero según el médico, todavía le quedan unas dos o tres
semanas. Quiero ir a la grabación de esta escena por lo crucial que es en el
argumento y después, de verdad, me concentraré a permanecer con ella en sus
últimos momentos. Eso sí no me lo perdonaría nunca.
Lourdes bajó la vista,
apenada, y jugueteó con unos libretos desperdigados. Yo suspiré profundo y
retomé el hilo de nuestro trabajo.
—Bueno, manos a la obra. Todo
está preparado. Nos vamos a Fuerte Tiuna de una vez.
—Sí. Ya todo el equipo y el
elenco deben estar allá.
Eran casi las siete y
oscurecía. Hacía bastante fresco pues el clima templado de principios de año
todavía rebotaba desde los graderíos de vegetación sin tregua del Ávila. Para
evitar las colas de la autopista, el chofer que nos asignó el canal enfiló por
Puente Hierro, Roca Tarpeya y un dédalo de callejuelas obtusas del Prado de
María. La gente se nos quedaba viendo como si fuéramos unos alguaciles
privilegiados por andar circulando, durante esas horas de tráfico farragoso, en
nuestra Range Rover adornada con el logotipo de la televisora.
Llegamos, al fin, a la garita
de acceso a Fuerte Tiuna. Nos esperaba un suboficial adscrito a relaciones
públicas. Abordó su jeep y lo seguimos. Atravesábamos un sinnúmero de casernas
y edificios administrativos. Los militares iban y venían, con sus uniformes de
camuflaje. Cuando arribamos a la locación, vimos a Cesáreo Bottaro disponer de
todo el aparataje de actores y extras como si fuera un eficiente general dotado
de una delicadeza y exquisitez atenienses. Portaba un bonete de pana y una
bufanda roja que le concedían el aspecto de un obispo en ciernes. Aun cuando su
sedosa voz jamás se alzaba, su autoridad era indiscutible. Los extras cedidos
por el ejército al principio lo oteaban con aprensión: a la vista de ese acopio
de machistas inveterados, Cesáreo Bottaro presumía con mayor ahínco de su
índole de pavo real veneciano. Su gallardía de pontífice clandestino no dejaba
un resquicio de duda sobre quién ostentaba la autoridad en esa justa de
oropeles telegénicos. Y, siendo los militares sensibles a la autoridad,
inmediatamente se subordinaron al señorío perfumado de Cesáreo Bottaro, a
través de su cuerpo de edecanes conformado por el director de exteriores, ese
día fungiendo de asistente a la puesta en escena, y un sargento de bigotes
chorreados que encaminaba a los soldaditos rasos en su labor de necesario
relleno y ficticia carne de cañón. Habíamos traído cuatro cámaras, cada cual en
su debido emplazamiento, para captar los pormenores.
“Los
senderos del paraíso”
Capítulo
163
Escena 1.- Exterior. Inmediaciones del ministerio
de la defensa. Noche.
(Secuencia
final capítulo anterior)
VOZ (en Off desde la oscuridad): ¡Alto! ¿Quién
anda ahí?
(Édinson,
Canuto y Benny se echan al suelo)
CANUTO: ¡Nos pillaron, panita! ¡Esto se-jo…!
ÉDINSON (tapándole la boca):
Sssshhhto…
(Se
quedan inmóviles durante un segundo. É se decide, al fin, a erguirse con suma
prudencia, asomando su cabeza por encima del quicio. Repentinamente, una
pistola 9 mm amartillada se posa en su sien)
VOZ (en Off): No se mueva…
(É.
se inmoviliza, encorvándose, y alza las manos)
VOZ (en Off): ¡Adiós carrizo, es usted!
(La
pistola se desmonta y sale de cuadro. É. descubre quién lo amenazaba)
ÉDINSON: ¡Capitán Ortiz!
ORTIZ: Perdóneme por haberlo apuntado, pero
cualquier precaución es poca. ¿Trajo a toda su gente?
ÉDINSON: Los tengo apostados tal como usted
indicó. Tres grupos ocultos que convergerán hacia el ministerio apenas comience
la acción. Pero sólo tenemos algunos revólveres y pistolas, capitán.
ORTIZ: Al apoderarnos del objetivo tendremos
armamento automático para repartir.
ÉDINSON: Y entonces nos dirigiremos al palacio
presidencial.
ORTIZ: Exacto. Usted se coordinará conmigo en
todo momento. Aquí le doy un radio portátil (se lo entrega) para mantenernos en
permanente contacto. Su nombre en clave será Bacalao y usted siempre se
dirigirá a mí como "Barracuda". ¿Entendido?
ÉDINSON: Perfecto.
ORTIZ: Al llegar al palacio se colocan en los
sitios convenidos y aguardan mi orden para abrir fuego.
ÉDINSON: Comprendido, capitán.
ORTIZ: Llámeme "Barracuda" de ahora en
adelante.
(B.
y C., algo apartados, han visto y escuchado todo)
CANUTO: ¿Cómo la ves, Benitín? Ahora sí vamo’a
soná esos jierros.
BENNY: Ladrandito como perros, y vacilando en los
entierros, reventamos un invierno, hasta tumbar a este gobierno. Si fracasamos
en los cerros, ¡ojalá y nos trague el infierno!
ORTIZ (observando su reloj): Llegó la hora de
ponernos en movimiento. Andando.
(En
cuclillas y con sigilo, las cuatro sombras atraviesan el patio por una zona
débilmente iluminada. Desde puntos aledaños, avanzan comandos fuertemente
armados)
ORTIZ (susurrando): Okey. Voy a desarmar a los
dos centinelas. Luego penetramos al edificio y hacemos preso al ministro. Mis
soldados asegurarán las salidas y, enseguida, les entregaré las armas.
ÉDINSON: Nuestra gente está aguardando,
"Barracuda".
ORTIZ: Espérenme aquí y aguarden mi señal.
(Ortiz
se separa del trío. Cinco efectivos se le unen y salen al descampado. Los
soldados 1 y 2, en la puerta, se le cuadran al verlo)
SOLDADO 1: Buenas noches, mi capitán.
ORTIZ: Llámeme al teniente de guardia. Dígale que
el capitán Ortiz, del tercer regimiento de paracaidistas, lo solicita.
SOLDADO 1: Sí, mi capitán.
(El
soldado 1 se introduce al recinto. Ortiz permanece inmutable. Echa una ojeada a
su reloj y hace una seña subrepticia. Sus acompañantes se abalanzan sobre el
soldado 2 y lo desarman. Aparece un teniente. Ortiz lo apunta)
TENIENTE (sorprendido): Pero, ¿qué significa
esto?
ORTIZ: Significa que usted está bajo arresto, a
menos que se pliegue a la revolución.
TENIENTE: ¿Revolución? ¿Cuál revolución?
ORTIZ: En estos momentos, para su información, varios
contingentes de tropas de élite se están apoderando de los principales
cuarteles en todo el país y del palacio presidencial. Las fuerzas armadas han
decidido tomar el dominio absoluto y derrocar, de una vez por todas, a este
gobierno corrupto y hambreador.
TENIENTE: Esto es una insurrección.
ORTIZ: Llámelo como usted prefiera. Mi misión es
someter al ministro y asegurar el control del despacho. Ya no hay nada que
hacer. ¿Está usted con nosotros o contra nosotros?
(El
teniente observa los fusiles que lo encañonan y alza las manos)
TENIENTE: Esto es un acto de insubordinación, mi
capitán.
ORTIZ: Queda usted detenido, entonces. (Se voltea
hacia uno de los comandos) Vigílelo y que no se mueva de este lugar hasta que
yo lo ordene. (Toma el radio portátil) Aquí "Barracuda". Prevención
tres asegurada, iniciamos nuestra entrada. Cambio y fuera. (Hacia sus
acompañantes) Ustedes, síganme.
CANUTO (hacia Benny): Esto’stá más papaya
q’rascase el ortu. Dígalo ahí, Benitín.
BENNY: Date duro hasta el fin, mi panelín paladín,
con todo y batintín.
CANUTO: Quililín…
ÉDINSON: Ya cállense. Vamos pa’dentro con el
capitán "Barracuda".
(Ortiz
inicia el desplazamiento. Súbitamente, el teniente le lanza una patada al
efectivo que lo apunta, desarmándolo. El soldado 1 emerge desde adentro del edificio.
El capitán Ortiz desenfunda la 9 mm. El soldado 1 mira hacia donde se encuentra
el teniente)
TENIENTE (apoderándose del fusil del comando a
quien ha pateado): ¡Dispárele!
(El
soldado 1 se apresta a abrir fuego sobre el capitán Ortiz. É. brinca ágilmente
y ataca al soldado 1, cuyo fusil automático deja escapar una ráfaga. El soldado
2 dispara contra los insurgentes. Arranca el tiroteo nutrido. El soldado 2 cae
acribillado sin dejar de vomitar plomo. Los comandos surgen desde las inmediaciones
disparando hacia el edificio. El teniente se parapetea detrás de la puerta
principal, comunicándose por el radio)
TENIENTE: Prevención uno, prevención uno… Estamos
siendo atacados por golpistas… Su objetivo es apoderarse del ministerio (una
bala choca contra la pared, muy cerca de su cabeza. El teniente se acurruca aún
más)… Manden refuerzos, repito, manden refuerzos…
(É.
se enfrasca en una lucha cuerpo a cuerpo con el soldado 1. Luego de un
forcejeo, lo anestesia con un sólido derechazo a la mandíbula. C. se arrastra
bajo el aguacero de proyectiles y se apodera de un fusil. B. se engrincha con
la retreta de disparos. C. lo hala abruptamente y lo obliga a echarse al piso)
CANUTO: Margúllase, compinche, que lo que viene es plomo parejo
BENNY: Me siento como un despellejado ovejo, pero
no quiero que me agujereen el entrecejo.
(Soldados
leales aparecen desde las interioridades. Los tiros arrecian. El capitán Ortiz
se agazapa. Observa al teniente tratando de escabullirse, a la par que sigue
hablando por el radio. Lo apunta y le acierta en la cadera. El teniente se
retuerce de dolor sin dejar de solicitar socorro por el aparato. Vemos caer a
varios soldados de bando y bando. C. está gozando más que muchacho chiquito al
disparar sin escatimar munición. B., a su lado, observa todo achicopalado y con
ojos ajenos el zaperoco)
BENNY (voz en Off): Aquí me encuentro sin ni
siquiera un fusil, en medio de este desmadre digno del más reputado mabil.
(É.
ha recogido una ametralladora y se reúne con sus compañeros)
ÉDINSON: ¿Y ahora qué hacemos,
"Barracuda"?
ORTIZ: Vamos a subir al tercer piso y apresamos
al ministro.
(É.
y Ortiz se ponen en movimiento sin dejar de disparar. En las afueras se
generaliza la refriega. Vemos a la gente del barrio surgir desde los matorrales
blandiendo revólveres y escopetas. Algunos de ellos caen fulminados. Un par de
contrincantes, agotada la munición, se lían en combate cuerpo a cuerpo)
—Cámara cuatro, no los
pierdas. Después grabamos unas tomas de apoyo con los detalles. Dos, plano abierto,
panea de izquierda a derecha y sigue a los del barrio —ordenaba, sin
emocionarse, Cesáreo Bottaro.
El exaltado director de
exteriores se divertía a mares con el pandemónium, mientras daba instrucciones
a los diversos grupos de extras.
Yo me había colocado en los
aledaños de la unidad móvil que albergaba la cabina desde donde Cesáreo
ronroneaba sus órdenes con laxitud de emir miliunaochesco recostado en mullidos
almohadones.
—La cosa tiene realismo
auténtico, ¿verdad, LauraÉ? —me comentó Lourdes a viva voz.
—Verdaderamente —asentí, algo
atolondrada con el barullo de las explosiones y disparos de ficción—.
Cualquiera diría que estamos en una guerra verdadera. Mira —señalé hacia un
sendero de entrada—, hasta tenemos un par de tanquetas de invitadas especiales.
Y más soldados. No sé dónde iremos a meterlos.
— ¿Tanquetas? ¿Cuáles
tanquetas?
—Ahí vienen. ¿Las ves?
—Yo no pauté ningunas
tanquetas.
— ¿No será que los militares
quieren ponerle un poquito más de sazón a la escena?
—Déjame preguntarle al
sargento de relaciones públicas.
Lourdes se acercó al
susodicho y lo alejó un tanto de su fascinación por el tinglado fantasioso de
la farándula. El sargento se quedó observando fijamente los vehículos blindados
mientras tomaban posición frente al edificio. Detrás venía un contingente de
soldados, marchando con un aplomo veraz.
El sargento plasmó un gesto
de incomprensión.
Escuché la voz almizclada de
Cesáreo desde la cabina de la unidad móvil.
— ¿Qué hacen esas bichas ahí?
Se me están metiendo en el plano y no están pautadas. ¡Lourdes, Lourdes!
Sonaron dos explosiones
atronadoras.
De las paredes del edificio
descollaron sendas nubes de humo y piedras. Si eran efectos especiales, estaban
muy bien hechos.
— ¡Qué vaina es esta!
¡Lourdes, Lourdes! ¡LauraÉ! ¡Sigue grabando, no pares! —Cesáreo ahora sí
gritaba con voz chillona.
Los soldados que venían
detrás de las tanquetas arrancaron con una sinfonía de petardazos. Los extras
rodaron todos por el piso.
— ¿Qué pasa, sargento? —vociferaba
Lourdes.
—No sé, no sé, pero no son
balas de salva. ¡Al suelo todo el mundo!
Varios soldados rodearon la unidad
móvil. De entre ellos apareció un oficial con cara cuadrada y mentón con un
profundo hoyuelo.
— ¿Qué hace aquí esta gente? —preguntó.
El sargento de relaciones
públicas se incorporó.
—Son gente de la televisión,
mi mayor. Están grabando un capítulo de “Los senderos del paraíso”. Con su el
debido respeto, ¿puedo preguntarle qué clase de maniobras son estas?
—Cero maniobras. Esto es un
golpe y nos hemos adueñado de este sector de Fuerte Tiuna. Entregue su
armamento y dese por detenido. ¿Quién es el responsable de esto?
Di un paso al frente, sin
dejar de reflejar el pavor que me producía la barahúnda bélica a mi alrededor.
—Soy yo.
—Le voy a agradecer que
recoja a su personal y se coloque bajo nuestra protección.
Un subteniente se acercó con
apresuramiento de ardilla suicida.
—El objetivo ha sido tomado,
mi mayor.
—Bien.
—Pero lamento informarle que
no había ningún oficial de la superioridad en las instalaciones.
— ¿Cómo?
—Al parecer estaban sobre
aviso. Me informan que una columna de tanques se dirige hacia acá desde Tazón.
— ¿Estaban informados? Y con
todo y eso dejaron a este equipo de televisión grabando una novela y
exponiéndolos a un peligro innecesario. Páseme el radio.
Se apartó un tanto de donde
estábamos. Los soldados alineaban a los extras en el patio, las manos en la
cabeza. Hubo algunos que no se levantaron. No tuve ánimos para ver.
Le hice una seña a Lourdes.
—Dile a Cesáreo que siga
grabando —susurré por lo bajo.
—Todas las cámaras están
prendidas. Cesáreo está como palo de gallinero, pero creo que no hemos perdido
nada.
El mayor le espetó a sus
subalternos:
—Retirada, señores. Nos vamos
todos hacia Miraflores.
Hice de tripas corazón y me
le acerqué.
—Perdone, creo que es mayor,
¿no?
Asintió y me escrutó con
mirar acerado.
— ¿Qué está sucediendo?
—El gobierno corrompido de
este presidente ha caído, señora. Nos dirigimos al palacio de Miraflores. Lo
aprehenderemos y lo someteremos a un juicio popular.
— ¿Sin tomar Fuerte Tiuna?
—Ya están en camino varios
contingentes desde Maracay a encargarse de este objetivo.
— ¿Es usted el jefe de este
movimiento?
—Soy sólo uno de los miles de
oficiales que hemos decidido darle un vuelco a la insostenible situación en que
ha colocado la corrupción a este país.
— ¿Y quién es el jefe,
entonces?
—Aquí no hay jefes, señora.
Esto es un liderazgo compartido.
— ¿Puedo ir con usted, mayor?
—Me parece que usted no está
en sus cabales, señora. Aquí no hay lugar en este momento para… —apartó su
vista de mí. Sabía que iba a decir “para una mujer” —… para el elemento civil…
—Yo no soy un civil, mayor —lo
interrumpí—. Yo soy los medios. Y esto es historia. Permítame plasmar la
realidad de esta gesta. No se arrepentirá.
El hombre caviló un segundo,
sobándose el cuadrado mentón con el índice de su mano izquierda en, al parecer,
un gesto habitual en él previo a una decisión trascendente.
—Está bien. ¿Cuántas personas
va usted a traer?
—Un camarógrafo y dos
ayudantes.
—Okey. Mándelos a llamar. En
un minuto vuelvo con usted.
Se volteó y comenzó a dictar
disposiciones para la partida.
— ¿Tú estás loca, LauraÉ?
¿Para qué tiene el canal un departamento de prensa? —objetó Lourdes.
—Ponle que me patina el coco,
pero quiero ver con mis propios ojos cómo cae un gobierno.
—Pero, chama…
—Me voy con esta gente,
querida amiga. ¿A quién me llevo?
Lourdes comprendió que mi
resolución era irrevocable.
—Okey, okey. Te voy a buscar
al “Negro” Cacique, un sonidista y un recogecables para que también cargue las
luces. Pero te cuidas. ¿Prometido? ¡Qué locura! ¡Esto no es un juego, LauraÉ!
—Me
cuidaré, Lourdes.
—Coño, chama. ¿Cómo
se te ocurre…?
—Lourdes, por favor. El
tiempo apremia.
A los treinta segundos
apareció con el “Negro” Cacique, uno de los mejores camarógrafos del canal, el
sonidista y un gordito enfundado en una braga de mecánico con el inconfundible
logotipo de la empresa. Antes de que pudiera echarles un vistazo con
detenimiento, el subteniente que parecía una ardilla suicida nos ladró:
—Súbanse a ese jeep. Usted
adelante, señora. Póngase esto —y me entregó un casco que me cubría hasta los
ojos. Até el cinto de cuero alrededor de mi cuello y lo eché un poco hacia
atrás para mejorar mi visión.
Arrancamos de golpe y a toda
velocidad, inmediatamente detrás del vehículo del mayor. Salimos de Fuerte
Tiuna y tomamos la autopista Valle-Coche.
A la altura de Santa Mónica,
me volteé hacia el “Negro” Cacique.
—Bueno, Cacique, vamos a
cubrirnos de gloria.
—Para donde tú vayas nosotros
iremos contigo, LauraÉ —respondió con su dejo melindroso de chicuelo del 23 de
Enero.
Una ráfaga de luz me
descubrió el semblante del gordito de la braga.
— ¡Benny! ¿Qué haces tú aquí?
Su
mirada virola era una anarquía alunizada de pausas inciertas. —Lo mismo que tú,
mira tú.
— ¿Cómo se te ocurre…?
Hizo un gesto de profeta
niquelado en zanjas místicas. Me mordí el labio y me sumergí en una rabieta que
me supo a confusiones y desengaños.
Enfilamos aceleradamente
atravesando la avenida Universidad por las inmediaciones del Metro La Hoyada.
En la avenida Urdaneta, torcimos hacia Miraflores. Rebasamos varios blindados
que portaban, como distintivo, un tricolor nacional en la punta. Ya en las
inmediaciones de la esquina de Bolero el combate resultaba ensordecedor.
Vimos una tanqueta enfilando
por las escalinatas del Palacio Blanco, en un intento de derribar la gruesa
verja que lo resguardaba.
—Grábalo, Cacique.
Rebasamos una línea de
soldados que impedía el paso, valiéndonos de nuestra precaria inmunidad al
trasladarnos en un vehículo militar. Varios periodistas a quienes les habían
vedado el acceso nos observaron con envidia. Algunos nos desearon suerte.
Cacique había abierto las
piernas en compás para guardar el equilibrio, prestándole escasa atención a la
balacera.
—Santa María, madre de Dios… —me
sorprendí a mí misma rezando para que el horror no me paralizara.
Dimos un frenazo brusco.
Cacique ni siquiera se balanceó para no perder el encuadre. El mayor del mentón
cuadrado descendió de un salto de su jeep, con la pistola en la mano derecha.
Yo me apeé del mío, con las piernas temblando más que una gelatina. Lo seguí,
sujetándome el casco con la mano derecha y sosteniendo el micrófono con la
izquierda.
— ¿Dónde está Quiñones? —le
preguntó a un teniente de ojos aindiados y cachetes inflados.
—Ahí arriba.
— ¿Arriba dónde?
—En el séptimo u octavo piso
del Palacio Blanco —respondió el aindiado teniente, sudando y temeroso de que
una bala perdida lo alcanzase.
—Esa tanqueta es de las
nuestras. ¿Por qué le entrompa al palacio Blanco si el objetivo está del lado
opuesto?
—No sé.
— ¿Cómo que no sabes?
Un proyectil rebotó como a
seis metros de donde estábamos. Me las vi negras para no gritar, pero me
percaté de cómo el teniente cachetón parecía más asustado que yo.
—Anda allá y dile a ese
imbécil que tuerza el rumbo y apunte hacia las garitas de Miraflores que nos
están diezmando con fuego graneado.
—Pero si yo…
— ¡Obedece, carajo, si no
quieres que te meta un tiro aquí mismo!
El teniente sudó aun más, si
es que se puede sudar aun más.
— ¡Muévete, te dije!
El teniente salió corriendo
como alma que lleva el diablo. Yo me encogí disimuladamente por temor a tanto
balazo cimarrón. No sé cómo lo hice, pero me di cuenta simultáneamente de cómo
a la tanqueta se le enredaba el cañón en la reja, quedándose atascada por
completo como si fuera un toro con los cuernos enterrados en los burladeros, y
cómo el teniente cachetón caía aniquilado, con la espalda convertida en una
cayena lacrada en rojos engomados. Iba a chillar de espanto cuando el mayor del
mentón cuadrado se fijó en mí.
— ¿Usted por aquí todavía?
Asentí dubitativamente. Si
hubiera abierto la boca no sé qué barbaridad habría salido de ella.
—Reúna a su gente y sígame.
Cacique estaba haciendo tomas
de los soldados que se aproximaban, bien arrastrándose o inclinándose. La tanqueta
bramaba como un buey discapacitado. Innumerables metrallazos chocaban contra su
envoltura siderúrgica, con unos silbidos que crispaban la escasa cordura
persistente. “¿Para qué diablos me habré metido en esta merengada alucinante?”,
musité en un boceto de pensamiento coherente.
— ¡Movimiento, pues! —salió
el grito cuadrado con voz cuadrada del mentón cuadrado.
El mayor dio un rodeo.
Nosotros lo escoltamos, buscando el cobijo y las sombras en la pared interna de
la mole blanca. Nos detuvimos frente a un macizo portón de hierro pintado en
negro mate. El mayor forcejeó durante minuto y medio (que a mí me pareció una
eternidad) con un picaporte invisible. Al fin, exasperado por la resistencia de
la cerradura, la desguazó de cuatro balazos. Ante tanto estruendo, creí estar
en un embrutecedor zafarrancho de embrutecedora noche de año nuevo. El mayor
mentón cuadrado empujó el portón sobre su riel metálico y pudimos, al fin,
penetrar al palacio Blanco.
La oscuridad embutía su
imperio, desflorada por unas tuberías de claridad de variable grosor, según se
originaran de dispersas ventanas o de minúsculos agujeros embarazados por los
interminables disparos. Una linterna de bolsillo apareció en las manos del
mayor quijada cuadrada.
—Por aquí —conminó.
Subimos por unas escaleras
incomprensibles. Afortunadamente, me había puesto mis bluyines favoritos y unas
zapatillas supercómodas. Así pude soportar el galope marcial del mayor
mandíbula cuadrada. Y, con todo y eso, en el cuarto piso sentí que me sofocaba
y que el corazón se me iba a salir por la boca. Cacique me sostuvo, recobré el
aliento y proseguí, dos, tres pisos más hacia arriba. En el séptimo, escuchamos
voces al final del pasillo. Fuimos hacia allá.
En una oficina orientada en
dirección al palacio presidencial, encontramos al mayor barbilla cuadrada
discutiendo con otro oficial.
— ¡Tienes más de tres horas
en este lugar y no has sido capaz de tomar Miraflores! ¿Qué haces aquí
escondido? ¿Por qué no sales y te pones al frente de las tropas? ¿Se te olvidó
lo que dicen los manuales de operaciones tácticas? ¡El buen comandante debe
privilegiar el contacto con el fuego directo para inspirar la moral de sus
subalternos!
—Te agradecería que no me
hablases en ese tono… —empezó a decir el otro, pasándose la mano por la ganchuda
nariz y con un resoplido en sordina.
—Tú serás teniente coronel y
yo mayor, pero es mi deber decirte que estás equivocando completamente el
operativo. ¿Cómo es posible que las unidades blindadas ni siquiera sepan que el
objetivo a tomar está ahí enfrente y no aquí, en este palacio Blanco que toda
la vida ha sido un edificio administrativo sin ninguna importancia bélica?
—Rincón, vuelvo a repetirte
que no te dirijas a mí en ese tono. Soy tu superior y…
— ¡Con razón te coletearon en
el curso de estado mayor! ¡Sal y da la cara! ¡Los soldados necesitan verte, tú
eres su comandante! ¡Por una vez en la vida, marcha al frente y asume tu
responsabilidad!
—Rincón, no te permito…
—No me vengas con tu
palabrería hueca, Quiñones. Te conozco más que medio liso. Si no sales tú, lo
haré yo.
—Estoy esperando una llamada
del ministro.
—Los otros comandantes se van
a enterar de esto…
—…y tú vas a ser objeto de
una corte marcial por insubordinación.
— ¡Quedas relevado del mando,
Quiñones!
— ¿Vas a dar un golpe dentro
del golpe? Aquí sólo mando yo.
—Si es así, muestra tu valor
y sal a ponerte al frente.
— ¿Me estás llamando cobarde?
Ya iban a desenfundar cuando
llegaron mis ayudantes, con su alboroto de cámaras, grabadoras y micrófonos. Yo
había escuchado parte de la discusión sin querer queriendo. Al notar nuestra
presencia, ambos se contuvieron aunque un aire pesado lubricó el bullicio que
trasquilaba la penumbra.
El mayor Rincón me vio con
unos ojos grasientos de vacío y partió como una exhalación.
—Desde esta oficina tengo una
vista espectacular de Miraflores —acotó Cacique, asomándose por un recinto
contiguo.
—Haz unas tomas, pues —le
dije.
—Los soldados que defienden
Miraflores están saliendo, repartiendo plomo a diestra y siniestra —notificó el
recogecables.
—Por allá vienen unos
tanques, por los lados de Carmelitas —constató Cacique, apuntando la cámara
hacia aquellos contornos y sacando el torso por la ventana.
—Cuidado con una bala loca —advirtió
el recogecables.
—Hasta aquí como que los
trajo el río. Los rebeldes se están rindiendo.
Unos pasos reforzados se
escucharon retumbando en el pasillo. Me asomé y vi a un suboficial enfilando
rumbo a la oficina donde estaba Quiñones.
—Zamuro 1 no está, mi
comandante.
Quiñones no respondió. Su
mirada se posaba en ninguna parte y su mano volvía una y otra vez a la nariz
con el bufido que se le parecía tanto. Un tic, sin duda alguna.
— ¿Me oyó, mi comandante?
Zamuro 1 no se encuentra en Miraflores.
Quiñones no hacía caso. Ahora
se atusaba la nariz aguileña con el envés de la mano izquierda y jadeaba con
otra cadencia.
—El hombre se nos escapó, mi
comandante. Y la gente del gobierno se acerca, con tanques, artillería pesada y
demás. ¿Qué hacemos, mi comandante?
Una bala extraviada restalló
en el yeso del cielo raso, despegando unas migas blancas como si estuviera
nevando un aluvión de caspa. El suboficial decidió marcharse en vista de que
Quiñones parecía estar más allá de las miserias de este mundo. Me pasó por un
lado sin verme. Mis piernas aún temblaban. Casi por instinto atisbé mi reloj.
No podía creerlo, eran las cuatro y media de la madrugada. Recordé a mi hijo y
me soliviantaron las ganas de dejar todo ese estropicio y marcharme a mi
apartamento.
Quiñones se volteó y me miró.
Sus facciones de zambo inevitable, su nariz ganchuda, su pecho romboidal y su
ceño de fedayín traspapelado me sondearon con un interés macizo como un
apamate.
— ¿Y usted? —me preguntó, sin
soltarse la nariz.
Los petardazos arreciaban
afuera. Nuestras aprensiones se confundieron.
—Yo estoy con la televisión —respondí.
—Ah, la televisión —Quiñones
se acomodó la boina roja con gesto imperceptible—, la televisión, la
televisión… el huésped alienante.
—El convidado de piedra —alegué.
—El ojo incorpóreo que lo
invade todo. ¿Cómo hacer una Revolución enfrentándose a ese monstruo
omnipotente? ¿Cómo luchar contra esa factoría que remacha la mentira
convirtiéndola en una verdad irrefutable?
No supe cómo ni porqué, pero
ese discurso no me sonaba a militar tradicional golpista latinoamericano.
Intuitivamente, decidí hurgar, ignorando el pánico.
—Usted habla de Revolución.
Pero todo esto huele a asonada.
—Sepa usted, señora (o
señorita), que este movimiento tiene profundas raíces de pueblo. Nosotros hemos
venido a matar canallas con nuestro cañón de futuro.
No podía creerlo. Las piernas
me temblaron. Este hombre compartía mis ideales. Como un ángel caído del cielo
y de donde menos se esperaba.
—Esa es una canción de la
nueva trova cubana en homenaje al Che.
—En homenaje a un mundo nuevo
y a un hombre libre.
— ¿Puede el hombre ganar su
libertad al amparo de la violencia?
—El hombre será libre al
precio de la sangre que se vierta y de las lágrimas que se derramen. El
Libertador fue enfático en eso. A nosotros no nos queda otro recurso. Hay que
levantar la espada y chocar contra las fuerzas de la oscuridad y el infortunio.
El recogecables entró
intempestivamente.
—Licenciada, manda a decir
Cacique que los atacantes se están rindiendo. ¿Será que bajamos y grabamos todo
eso?
Quiñones se había apartado
hacia un rincón donde se encontraba un televisor pequeño. Lo encendió y surgió
la figura del presidente de la república, envuelto en su banda tricolor y
perorando con su verbo trasandino.
—”…los facciosos que han
pretendido asesinarme están derrotados. Hago un llamado a todas las guarniciones
del país para que respeten el juramento que han prestado a la Constitución y
salvaguarden el régimen democrático. He conversado también con el presidente
Bush y éste me ha asegurado el respaldo pleno y total de los Estados Unidos…”
Quiñones apagó el aparato.
—Acaba de hablar Zamuro 1 —comentó
por lo bajo, y se sobó la nariz.
—Dile a Cacique que venga.
El recogecables salió
expedito.
—Necesito que nos declare,
comandante Quiñones, y le explique a la nación el alcance de este movimiento.
Su mirada era la del indio
que guarda sapiencias milenarias.
Cacique irrumpió con su
cámara a cuestas como si fuera un alienígena bicéfalo. El recogecables prendió
las luces y yo tomé el micrófono.
—Con ustedes, el comandante
Quiñones, jefe del movimiento revolucionario —anuncié escuetamente.
Quiñones alzó el mentón y
miró al objetivo, sin parpadear.
—Connacionales: un grupo de
militares pundonorosos, imbuidos del patriotismo más sincero, hemos decidido
dar al traste con este régimen corrompido, entreguista y traidor a los más
caros intereses del pueblo. En varios puntos de la república, las unidades
revolucionarias se baten con denuedo. Sin embargo, aquí en Caracas, el objetivo
principal, la captura del máximo representante de la corrupción, no ha sido
posible… por los momentos. Pido a mis compañeros de armas evitar el
derramamiento innecesario de sangre. Esta Revolución nos requiere íntegros.
Esta Revolución nos precisa de una sola pieza, sin esguinces, y consubstanciados
con los más caros anhelos del pueblo venezolano.
Quiñones hizo una pausa,
observando fijamente el lente con unos ojos que perforaban el alma electrónica
de la cámara.
—Se acabó la cinta —anunció
Cacique, agachándose para cambiarla en la máquina VTR portátil. El recogecables
lo ayudaba.
—Un momento, comandante. No
se mueva y ni siquiera pestañee, que ya vamos a retomar la grabación —le dije.
Quiñones permanecía con su
gesto de cedro inescrutable.
De súbito, los disparos
acrecentaron la incoherencia del mes de febrero.
Unos proyectiles histéricos
atravesaron el recinto de banda a banda, maullando como gatos inabarcables.
Quiñones no se movía de su
sitio. Parecía un alcornoque desolado por una intemperie de hule.
Se escucharon unos pasos
marciales por el pasillo.
Unas figuras semejantes a
hojarascas metalúrgicas irrumpieron por doquier desaguándose en vómitos de
chispas y fogonazos.
El estruendo era un carnaval
adventicio. No obstante, yo no oía nada.
El recogecables saltó como un
guiñol beodo. Cayó en cámara lenta con unos borbotones paulatinos en fuga desde
su pecho. Su vista adquirió ribetes de nubosidades portátiles. Murió
instantáneamente.
Trastabillé. Sentí un peso
enorme que se me vino encima. Mi espanto era tan grande que no podía ni gritar.
Rodé como un fardo privilegiado.
Los disparos destrozaban el recinto
con eficiencia total.
Todo se oscureció. Me era
imposible respirar. Ni siquiera podía mover los brazos y las piernas.
El ruido cesó, pero el peso
que sentía encima de mí se hizo más aplastante.
— ¿Qué se hizo? —una voz
plastificada se dejó oír a través del desastre y la inconsciencia.
—Debe estar por aquí —respondió
alguien, con dejo subalterno.
— ¿Y ellos? ¿Quiénes son?
—Gente de la televisión.
—Estos no me importan —remachó
la voz plastificada—. ¡Busquen a Quiñones! ¡Cuando lo vean, jódanlo!
— ¿La orden no es cogerlo
vivo?
—¡Me
sabe a corn flakes!
— ¿Por dónde se habrá metido?
— ¡Muévanse, carajo!
Los pasos resonaron,
alejándose como en una cámara de eco.
Yo me encontraba vadeando en
un laguito de lejanías y desprendimientos. “Me estoy muriendo, sin duda”,
llegué a pensar. Una oración comenzó a fermentar en mi mente. “Ornela, por el
amor de Dios, cuida a mi hijo. Haz que me recuerde siempre”.
Una sacudida recorrió mis
vértebras.
— ¿Estás bien?
Otro remezón.
—LauraÉ, contéstame.
Los ojos me pesaban como si
una costra anodizada de legañas practicara una equitación fosilizada sobre mis
párpados. La cabeza me osciló violentamente y pude abrirlos por puro reflejo.
—LauraÉ, háblame.
Respondí con voz vacilante.
—Estoy bien, estoy bien.
Benny acarició mis mejillas,
mirándome con angustia genuina.
—Okey, okey, LauraÉ, vámonos
de aquí.
Me había cubierto con su
cuerpo para protegerme. Logré hacerlo a un lado e incorporarme. Cacique se
había acuclillado al lado del cuerpo sin vida del recogecables. Me quedé de una
pieza.
—Tengo que sacarte de aquí
antes que te dé un shock y antes que vuelvan los comandos de la Disip.
—Mataron al chamo, Benny —fue
lo único que acertó a decir Cacique.
Me vi a mí misma en una
película descolorida sollozando con unos espasmos allanados; mas,
paradójicamente, mis pensamientos y flujos internos resultaban ciento por
ciento coherentes.
Benny, sin más ni más, cargó
conmigo.
—Andando, Cacique, que los
gorilas esos vuelven en cualquier momento.
—Mataron al chamo, Benny —repitió
Cacique.
Benny resollaba. Unas
explosiones repentinas repicaron desde algún lugar del edificio. Me apreté
contra su pecho mientras él caminaba, con pasos asustadizos, por sobre
escombros, cascajos y cristales rotos. Las oficinas habían sido violentadas y
las ventanas, destrozadas por la balacera intermitente, dejaban penetrar una
brisa febrerista que levantaba un reguero de polvo, papeles y basura.
—Mi niño, mi hijo, mi pequeño
—yo escondía mi cara contra la tela basta de la braga del canal que portaba
Benny.
—Ya vamos a llegar —respondió
él, entre bufidos.
Descendimos por setecientos
ochenta y nueve mil cuatrocientos cincuenta y seis peldaños. Los tiros tañían
cada vez más apagados.
Salimos al aire libre. Varios
soldados se entrecruzaron con nosotros pero no nos hicieron el menor caso.
Atravesamos la calle. Miré al
cielo. Un resplandor rojizo acolchaba la visibilidad de las escasas estrellas.
Benny apuraba el paso, jadeando. Se internó hacia La Pastora. La puerta de un
edificio pequeño, sobre una acera alta resguardada por barandas, se abrió. Una
joven señora regordeta, de facciones chibchas, emergió debajo de un cono de
luz.
—Pero, ¿qué hacen ahí? —exclamó,
con acento colombiano.
Benny me posó en el piso. Yo
no quería soltarme de él. Su respiración era afanosa. Gotas de sudor amenazaban
con empañarle los lentes.
—Por favor, señora, cuide de
ella un momento.
— ¿Adónde vas? —exclamé,
luchando porque mi voz no se desbocara. El corazón me latía como una tromba.
—Voy a buscar a Cacique.
—No, Benny, no me dejes —las
piernas me sostenían por pura casualidad.
—Ya vuelvo —dijo, y se dejó
engullir por la noche mal iluminada.
La joven señora me tomó del
brazo y me condujo hacia la conserjería. Me hizo sentar en un taburete y me
preparó un té.
—Parecen cosas de lunáticos,
¿verdad?
—Gracias —respondí a duras
penas, recibiendo la taza.
—Acabo de escuchar en la
cadena Caracol que el presidente tiene el control de la situación, porque las
radios de aquí de Caracas están mudas, no dicen pero ni pío —su acento
colombiano se espesó—. Tengo aquí el televisor prendido y, fíjese usted, este
canal lo que hace es pasar capítulos viejos de “Los senderos del paraíso”. Voy
a cambiarlo para la cadena Tele-Tevé —se refería al canal de Óscar Zavala—. Ay,
mire qué casualidad, ahí está el hombre. Con razón le dicen “Bicho Loco”. Está
más acelerado que nunca.
—”…esos truhanes no se han
salido con la suya. El gobierno constitucional controla la situación. Las
guarniciones de Valencia y Maracay han sofocado prontamente los conatos de
rebelión. Únicamente subsiste un foco insurreccional en Maracaibo, al cual ya
le hemos intimado rendición con toda la prudencia del caso pues han aprehendido
al gobernador del estado Zulia y queremos cerciorarnos de su integridad física.
También tenemos noticias de tiroteos aislados en los alrededores del palacio de
Miraflores y en la urbanización 23 de Enero que están siendo sometidos…”
—Pues fíjese que el hombre
como que tiene razón, porque ya no se escucha tanta bala como hace rato. Pero
tómese el té, no se haga, mire tantitito nomás.
Pasaron los minutos, lerdos
como obreros del deterioro. El presidente seguía discurseando, dando muestras
de confianza. La luz del sol empezó a filtrarse por la ventana.
— ¿Me presta un teléfono?
—Cómo no. No faltaba menos.
Ahí está.
Marqué.
— ¿Aló, Débora?
—Ay, señora LauraÉ, menos mal
que llamó. Todo esto es un zaperoco muy grande. La doctora Ornela ha llamado
como sopotocientas veces —la muchacha hablaba rapidísimo, en medio de su
excitación.
— ¿Dónde está Pedro Pablo?
—Dormido como un lirón,
señora LauraÉ. La doctora Ornela me dijo que no le dijera… —Débora se
interrumpió.
— ¿Qué estás hablando, muchacha?
—Ay, señora LauraÉ, perdóneme
—la voz de Débora se deshacía en sollozos entrecortados.
—Tranquilízate, chica. ¿Qué
te pasa?
—Ay, señora LauraÉ, no se
vaya a disgustar conmigo, pero la doctora Ornela me dijo que no le dijera antes
que ella se lo dijera, eso fue lo que ella me dijo…
— ¡Débora, contrólate!
— ¡Ella me dijo que su mamá
se murió, señora LauraÉ!
Lo único que se escuchaba
ahora era el llanto de Débora.
—Ya voy para allá —dije, con
la voz más controlada del mundo, y colgué.
La señora colombiana apareció
acompañada de Benny, Canuto y Cacique.
—Ay, pues mire usted que no
me lo había dicho que ustedes trabajan en televisión. ¿Será que ustedes conocen
a todos los artistas y a todos los cantantes?
Miré a Benny. Estaba pálido y
sudoroso. Yo, sin mediar gestos, retomé el control ejecutivo del asunto.
— ¿Tienes la cinta, Cacique?
—Positivo —respondió,
disimulando a duras penas la turbación.
—Y ustedes —me dirigí a Benny
y a Canuto—, ¿están bien?
—Sí-quitrillados, eso es lo
que estamos —farfulló Canuto.
Volví a pedirle prestado el
teléfono a la señora colombiana. Consulté una agenda de bolsillo que cargaba en
el koala y disqué el número de Gerardo Farfán.
— ¿Gerardo? —observé a Benny
amoscarse, casi sin denotarlo ex profeso, con el rabillo del ojo— Sí, sí, estoy
perfectamente. Hazme un favor, llámate a Grégory Escobar —me refería al jefe de
la división informativa del canal—. Dile que voy para allá con las
declaraciones exclusivas del comandante Quiñones, cabecilla del levantamiento
militar… Es una historia larga, estábamos grabando en Fuerte Tiuna el capítulo
de “Los senderos…” donde hay un alzamiento y nos agarró este torbellino, pero
después te explico… Nos vemos allá, entonces… Voy saliendo… Chao…
—Ay, pero si ustedes trabajan
en “Los senderos del paraíso”. Yo no me pierdo ni un capítulo. ¿Será que me
pueden conseguir un autógrafo de Édinson Vicario y de Flora Toscana?
Le di las gracias y le
aseguré que le iba a mandar unas fotos firmadas por sus ídolos.
Detuvimos un taxi por los
alrededores de la esquina de Amadores, bajo una efigie de tamaño descomunal del
doctor José Gregorio Hernández. Muy disimuladamente me persigné y le agradecí
haberme sacado con bien.
El taxista se mostró remiso a
prestar el servicio hasta que le mostramos nuestros carnets del canal.
—Ah, si es para la televisión
sí que los llevo. Móntense.
Cacique ocupó el puesto
delantero. Yo me senté detrás, con Benny en medio de Canuto y yo. La brisa
fresca de la mañana golpeaba mi cara. Enfilamos por la Cota Mil, rumbo al Este.
Benny tomó mi mano, como si compartiéramos un secreto litografiado. Yo
entrelacé mis dedos con los suyos y respiré profundo.
Todo me concernía, cual
océanos dóciles.
Fue un verdadero tubazo.
Logramos desbancar a la competencia, con todo y que el bicholoco salvó su
pellejo saliendo al aire desde la cadena Tele-Tevé de Óscar Zavala.
La breve alocución del
comandante Quiñones impactó a toda Venezuela. Su cabeza de cacique Guaicaipuro,
ataviado con su boina roja de paracaidista, se hizo familiar en todos los
rincones del país.
—Ese tipo es de izquierda —fue
lo único que comentó Ronnie al ver el video, en la sala de edición de la
división informativa—. Bueno, denle play. Transmítanlo.
Todo el mundo comenzaba a
hacerse lenguas del comandante Quiñones. ¿Dónde estaba? ¿De dónde había
aparecido? ¿Cuál era su ideario? Una leyenda y un sentimiento pugnaban por
aflorar. En la confusión de la hora, supe dentro de mí que estaban naciendo
días nuevos para mi patria.
Sin embargo, el golpe había
fracasado… por los momentos.
Cogí la mano de Ornela
mientras echaban las primeras paletadas de tierra.
Mi hermana lloraba en
silencio. Yo me hice cargo de todo.
Cualquiera que no me
conociera podría haber explicado mi frío autocontrol alegando desamor e
indiferencia. Pero lo que existía era un vacío de días sin mar, y una sensación
de dolor y grietas, y resúmenes de vidas en espiral, y unos pétalos de ADN en
resonancia con una noche desteñida, y unas frases colocadas al borde del
privilegio. Mis llantos se engolaron en mi pecho y ahí se quedaron, ocultos
como juncos y gaviotas sin alma.
Luego de enterrar a mi mamá,
acompañé a Ornela a velar a su novio. A diferencia de nuestro solitario
servicio funerario, el sepelio del pobre (de espíritu y de miras) Arnaldo fue
un acontecimiento donde se dieron cita el presidente, los ministros, los
jerarcas de la partidocracia, las señoronas de las crónicas sociales, los
prohombres de la vida empresarial, los financistas de los partidos, los gigolós
del jet set, las misses del rosario de la belleza nacional y todos los
figurantes del patio. Ornela recibía las condolencias con una dignidad y un
aplomo dignos de Catalina de Médicis.
Cuando alojaron el catafalco
en la fosa, el doctor Rubén Arnoldo Rovira gritó desencajado:
— ¡Muerte a los golpistas!
Al día siguiente las primeras
planas de los periódicos dieron cuenta de la enfática expresión.
Transcurridos dos días más,
en una especie de reacción en cadena, estallaron unas rabias contenidas durante
mucho tiempo.
El avejentado ex presidente
copeyano habló en sesión conjunta de las cámaras legislativas y en transmisión
directa, condenando la expresión de Rovira y acusando al presidente de ser los
causantes del marasmo desatado por la corrupción, la impunidad y la miseria.
¿Cómo podían salir las masas a defender la democracia, arguyó, si el hambre las
tenía acogotadas? ¿Con qué moral se podía pedir la muerte de unos compatriotas
insubordinados contra las instituciones cuando se vivía protegido tras las
riquezas mal habidas, la componenda y el cohecho?
La opinión pública se volcó
contra el gobierno. El presidente se vio obligado a dar marcha atrás en su
intento de implantar el neoliberalismo en Venezuela. El doctor Rubén Arnoldo
Rovira recibió la seña de ausentarse del país, pues su figura cada día
resultaba menos tolerable para la ciudadanía. Los cambios de gabinete se
sucedían unos detrás del otro.
El régimen se tambaleaba.
Recordé aquel eslogan de principios de los setenta: “El sistema se hunde. Haz
peso”.
¿Dónde invertiría yo mis
mareas propiciatorias y las mancuernas reflejadas en mis lunares náuticos?
Onza tras onza, gramo tras
gramo, hasta que una sola pluma diera al traste con todo.
Horacio Quintín Zúñiga fue
apresado por la Disip, acusado de complicidad en el fallido golpe de estado. Lo
ruletearon durante varios días por varias prisiones caraqueñas. El “Diario
Informativo” armó un escándalo, en medio de la tempestad política que pugnaba
por socavar las bases del régimen y resguardar los derechos humanos de los
oficiales golpistas. Gracias a la intervención de varios obispos, todos los
implicados fueron trasladados a la cárcel militar de Ocumare del Tuy, en la
reverberante zona barloventeña, a casi cien kilómetros de Caracas.
La detención de HQZ nos cogió
a todos por sorpresa. La primera reacción, indudablemente, fue preguntarnos si
podíamos continuar con “Los senderos…” Nos reunimos de emergencia en la oficina
de Ronnie, y entre el susodicho, el profesor Callejas, Césareo Bottaro y yo
llegamos a la conclusión de ofrecerle el quite al "Gocho" Rojas. Su
desempeño como segundo de a bordo en el equipo de escritores había sido
eficiente y discreto, aunque paulatinamente se había hecho fama dentro del
ambiente por sus ladrillazos verbales, su ironía cerril y su desdén jupiterino
que ya le estaban labrando una reputación de niño terrible en el ambiente de
las letras y la farándula.
— ¿Y si se nos desboca? —sorbí
lentamente un té de menta obsequiado por el pool de secretarias ejecutivas de
Ronnie.
—A la prudencia se la tragó
el musgo de lo inevitable —Cesáreo Bottaro enrolló el saquito de infusión en la
cucharilla y apretó el cordel, extrayéndole hasta la última gota.
—Hay una efervescencia en el
ambiente —el profesor Callejas enroscaba y desenroscaba la bolsita de azúcar.
—Este gobierno tiene los días
contados. Creo que debemos ser más que audaces. En este momento, me importa un
rábano si al señor Rojas se le va la mano. De más está decir que yo asumo todas
las consecuencias —Ronnie removía el contenido de su taza sin dejar de mirarme,
como si los demás no estuvieran ahí, y yo creí ver en sus ojos, en lugar de
pupilas, las “eses” atravesadas por dos barras que configuran la numismática
del Tío Sam.
—Bien. Instruiré a Rojas,
entonces, para que asuma el timón —me dispuse a levantarme. De verdad que no
pensaba alentar al chivo grande del canal en sus ambiciones de dárselas de
galán conmigo.
—Tiene usted carta blanca,
licenciada —Ronnie cobró un aire de Cary Grant desempolvado—. A propósito, ya
que estamos en esta onda de irreverencia frontal, ¿por qué no enfatizar el
papel desvergonzado de Benny?
—Benny, el bufón a quien se
le permite proferir las verdades que ridiculizan a los poderosos, sin temor a
represalias —el profesor Callejas secundó la moción.
Ronnie insistió con su mirada
penetrante de gringote querencioso. Decidí seguir la jugada. Los tiburones
habían olido sangre en doble vertiente.
Y yo era uno de ellos.
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