(...)
Querido flaco:
¿Te has dado cuenta de cómo luchan para desarraigarnos?
¿Te fijas cómo llegan sus garras linfáticas,
sinuosas,
asquerosas y despedazan nuestras moradas?
¿Has visto cómo nada ni nadie
puede sofocar nuestra lealtad?
¿Puedes oler la congoja pálida de mi corazón?
¿Vivo todavía en el manantial de tu alma?
¿Pronuncian mi nombre tus ojos?
¿Dónde estás que mi respiración no te alcanza?
¿Te duelen las deudas de mi espíritu?
¿Es éste, tu hijo, mi hijo, un
tiempo de asombros enamorados?
¿Sabías que el amor tiene el rostro de la ausencia?
¿Debemos subyugarnos a estos disfraces que
deambulan
por entre dunas de calcio?
¿Desfalleceremos en esta prisión aberrante y
falsa?
¿Por qué no puede mi pensamiento
despegarse de ti
ni un instante?
María Enriqueta
Era un día de nubes sólidas y apabullantes.
Lo recorría, de palmo a palmo, un calor ambulante, entrépito y estalinista que
predecía el invierno.
¾O
llueve o tiembla¾
aseveró don Lorenzo Miranda Toledo, quitándose la gorra de tela escocesa y
halando los tirantes que le sujetaban los pantalones por encima del ombligo.
Un olor a tinta lo impregnaba todo. El
contrapunteo de fuelles asmáticos hacía presumir que el trabajo de la
tipografía no se detenía nunca. Don Lorenzo sorbió con mano temblorosa un poco
de guarapo, agarró “El Universal” de ese día y se dispuso a leer la página de
opinión. Admiraba la prosa bizantina de los colaboradores del benemérito diario
caraqueño, sus inagotables referencias históricas de los próceres de la
Independencia y las crónicas sobre la vieja y colonial ciudad que había sucumbido
ante el chorro de dinero de la bonanza petrolera.
Abrió con lentitud senil la libreta verde y
comenzó a transcribir las metáforas, los adjetivos y los giros expresivos que
le parecieron más interesantes. Los utilizaría, a no dudar, en la reseña social
del próximo número del periodiquito. ¿Qué término sustituiría al ya trillado
“honorable matrona”? Debería consultárselo al padre Carrasco quien era un pozo
de enjundiosa erudición. Aunque últimamente lucía como enfermo.
Trataría de levantarle el ánimo cuando le
hablase de los adelantos en el libro que estaba escribiendo sobre las familias
más importantes de Miguaque. Los Enrile, los Alvarenga, los Fragachán, los
Antilano, los Livorini y otras tantas más engalanaban, con su prístina prosapia
y sus incontables enlaces entre sí, las peripecias de tan risueña crónica.
Cualquiera que no fuese él, con su natural agudeza para discernir quién se
había casado con quién, se hubiera enredado con los frecuentes
entrecruzamientos de los mismos apellidos. Y era que había una sólida tradición
de arraigados principios morales que defender. Sobre todo en estos tiempos
terribles y confusos que se asomaban.
Esto era lo que había traído la democracia:
relajo, bochinche y gobierno de los “pata en el suelo”. Hasta se estaba creando
una cofradía de nuevos ricos adecos que pretendía codearse de tú a tú con lo
más selecto de la sociedad. Muchos querían acceder a cuenta de un título
universitario o de una prebenda gubernamental. Por eso él había votado por
Caldera. En tiempos de Gómez, de Medina Angarita y hasta del mismo Pérez
Jiménez eso hubiera sido inconcebible.
La razón era que en Miguaque abundaban los
tenderos enriquecidos y los contratistas buchones, como él los llamaba. Para
colmo ahora hasta se hablaba de drogas, habrase visto. Y anoche hubo un
pavoroso incendio en el ánima del Túa-Túa.” Alfredo Enrile Salom me dijo esta
mañana que era un sabotaje. ¡Voto a Dios! El mundo está perdiendo la ínclita
luz de la cordura. Voy a escribir un editorial sobre esto para la edición de la
semana que viene. Ojalá caiga todo el rigor del prohombre de la Ley sobre esos
gandules del quehacer ocioso”, meditó antes de que lo acometiese un acceso de
tos.
Escuchaba una música aguda aproximándose. Era
Ciriaco, su viejo empleado y colaborador. “Ahora le ha dado por andar con ese
radio transistor guindándole de la faltriquera, como si fuera una leontina”. La
estrecha oficina se anegó con el lloriqueo de Olimpo Cárdenas cacareando “Una
tercera persona”.
¾ ¿Quiúbo,
don Loro? ¿Cómo se siente?
¾ ¿Ah?
¾ ¿Amaneció
sordo?
¾Bájale
el volumen a ese bendito engendro del Averno.
Ciriaco accedió. Traía en la mano un fajo de
correspondencia. Lo desplegó encima del desconchado escritorio. Don Lorenzo
distinguió una copia del “Correo Balestrinero” de Betijoque, Trujillo, y un
sobre manila tamaño oficio, medio arrugado, donde sobresalía Para Don Loro escrito en rojo con marcador grueso.
“Mueblería ‘Damasco’ da la hora” se
desgañitó una voz engolada por el radiecito: “¡son las ocho y pico!”
¾ ¿Y
eso? ¾inquirió
don Lorenzo, señalando el sobre manila.
¾Lo
metieron por debajo de la puerta. Ahí estaba cuando llegué esta mañana.
“Amigo viajero, ¡deténgase! El restaurant ‘12
de Octubre’, atendido por su propio dueño, el popular Cayeya Camacaro, lo
invita a degustar sus delicias criollas: cochino frito, mondongo rebosado,
chicharrón con pelos, pisillo de venado, teretere, morcilla y ñemas de
terecaya, recién cogidas del Orinoco. ¿Y la cerveza? ¡Bien fríiiiiiaaa!
Ambiente familiar, pista de baile y patio de bolas criollas. ¡Visítenos y se
convencerá!”
Don Lorenzo desgarró el sobre y extrajo su
contenido. Era una hoja estrujada y manchada con tinta de multígrafo. Ciriaco
ordenaba artículos redactados por su jefe para llevarlos a imprimir.
“¡Extra! ¡Extra! ¡Urgente! (Fanfarria tonante) ¡Radiodifusora Miguaque
informa! (Redoble de timbales)”
¾Esos
bellacos van a leer de seguro un recorte de “Últimas Noticias”. ¿Por qué no
leerán extractos de mi periódico? ¿Quién es el principal accionista de la
radio? Lino Fragachán, sí señor, lo voy a conversar con él¾ murmuró don Lorenzo buscando
en la gaveta los bifocales.
“A continuación pasamos a dar lectura a un
comunicado llegado a nuestros estudios donde un supuesto ‘Comité Unido de Lucha
Organizada’ (cuyas siglas nos abstendremos de pronunciar por obvias razones),
reivindica el atentado terrorista de anoche a ese santuario de veneración
popular como lo es el ánima del Túa-Túa. Este documento apócrifo dice lo
siguiente: Al pueblo de Miguaque, de
Venezuela y de Latinoamérica toda: El Comité Unido de Lucha Organizada ha dado
comienzo a sus actividades revolucionarias procediendo a reducir, hasta sus
cimientos, a ese epicentro de superstición y oscurantismo configurado por la
ermita del Túa-Túa. El sistema está carcomido y su putrefacción se revela, en
su forma más nauseabunda, en la complicidad entre los mitos religiosos (opiáceo
de la conciencia popular) y las prácticas explotadoras del capitalismo
reaccionario”.
Las palabras rebotaban del oído al papel
sostenido por la mano temblequeante de don Lorenzo, danzando en una mermelada
de ecos derretidos. Sus labios se movieron al unísono, en lectura litúrgica,
doblando al locutor.
”Bakunin
dijo, en cierta oportunidad, que Dios era el obstáculo esencial para la
libertad del hombre. De hecho, nuestra burguesía usufructúa de la ignorancia
del pueblo para mantenerlo postrado e inerme. ¿Hasta cuándo proseguirán en su
labor de corrupción, con su oro vil que les abre las compuertas del cielo con
sus disparates religiosos? Llegó la hora de ejercer la conciencia en tal que
producto social. Nosotros proclamamos: ¡Muera la incertidumbre! Los ricos y su
Dios son nuestros enemigos. Nuestra lucha es contra este limbo al que se nos
tiene condenados. La meta del enemigo es reducirnos a la homogeneidad de la nada.
Nosotros respondemos: ¡Destrucción!, porque la urgencia de destrucción es una
necesidad creativa. La ciencia triunfará sobre las miserias de la ignorancia.
¡Viva el conocimiento! ¡Abajo el sistema!
“Miguaqueños,
venezolanos, latinoamericanos: nuestro continente es el ámbito de lo real, de
lo mágico y de lo maravilloso. Hemos sido víctimas del engaño que ha pretendido
domesticar nuestra rebeldía de pueblo de sangre caribe y bantú entremezclada
con linaje de hidalgo español. Somos el pueblo de Bolívar, de Boves y de
Ezequiel Zamora. Aquí no hay lugar para la abulia. Nuestro destino es la lucha.
El único Dios que existe es el que comanda la rebelión popular. Ese es el
solitario acierto pragmático de este reino apopléjico. Si no resistimos,
seremos despedazados por los curas y los burgueses. Después que triunfemos,
imperarán la paz y el amor. El C.-U.-L.-O. desea que todos ustedes se refugien
en su interior. El C.-U.-L.-O. os ama.
“Así finaliza el comunicado llegado a
nuestros estudios, amables radioescuchas. (Fanfarria
clamorosa) ¡Este ha sido un extra de Radiodifusora Miguaque! ¡Seguiremos
informando! (Cierra la fanfarria) ¡Y
ahora, cuando son las ocho y treinta y cinco, seguimos con las colombianitas! (Arranca un vallenato)”.
Don Lorenzo pensó.
“¡Oh transparentes cristales de mis pupilas,
qué dislates, qué despropósitos! ¿Quiénes son estos hunos desalmados? ¿Será la
cólera de Dios? ¿Será el Apocalipsis? Estoy crispado. Esto es inaudito. Llamaré
a Alfredo Enrile Salom, a Efraín Alvarenga y al padre Carrasco de inmediato”.
¾¡Ciriaco!
¡Tráeme la cucharada que me da el soponcio!
Estaba a punto de sucumbir a un verdor
delirante.
Toda la noche había divagado en un yo-yo
febril.
Rezó de rodillas ante la imagen de un Cristo
famélico y abrumado por los dolores del mundo. Era una cara lacerada por las
afrentas y tallada en madera de suicidios amarillos.
Las chicharras y los grillos parecían
regodearse ante el cante jondo de la noche larga. Florentino y el Diablo se
careaban al pie de un arpa acuñada en fuegos quirópteros.
Amaneció, al fin. Su mejilla estaba adosada
al linóleo del piso. Lloraba con lágrimas ajenas. Retomaba, porfiadamente, el
“Yo Pecador”. La sotana estaba ahíta de sudores urticantes. El calor era el
mismo del infierno.
En un desliz de cordura se incorporó. Se
desvistió con dedos pálidos de uñas azuladas. Había un dolor amarrado en su
costado. “Dame el vinagre, centurión”, reflexionó, imaginándose suspendido a lo
largo de un madero en una tarde de Pascua judía. “Traspásame, lanza, traspásame
y haz que mi sangre se vierta en las llagas de los leprosos, en las cataratas
de los invidentes, en las bubas de los sifilíticos, en el sueño de los
fallecidos que van a resucitar”.
Una fatiga eléctrica, herencia subjuntiva de
un tatarabuelo aberrado, lo agobió. Buscó el lecho a tientas. Se tendió y oró
con terquedad, mientras sus huesos y sus dientes vibraban con puerilidad de temblador
del Orinoco.
¾Hoy
pasamos el páramo, Dionisia¾
murmuró cuando vio venir, apartando las persianas del delirio, a la vieja
solterona que fungía de ama de llaves de la casa parroquial.
Dionisia le palpó la frente.
¾Tiene
quebranto, padre. Será mejor que no se levante. Aguánteme aquí que le voy a
preparar un guarapo de limón con canela bien caliente, para que se lo tome con
dos aspirinas.
¾Dionisia…
¾Dígame,
padre.
¾ ¿Este
es el mismo cielo de la mesa de Esnujaque?
¾El
cielo es el mismo en todas partes, padre.
¾Pero,
¿por qué lo veo más candente?
¾Porque
la calor está bien brava. Malo para nosotros que vivimos en el pueblo, pero
bueno para los que sembraron el maíz temprano. No se mueva, padre, que voy a la
cocina. Le voy a poner la radio para que se distraiga.
Dionisia salió. El aparato exhalaba una
cacofonía enfática. Las palabras salían esparcidas.
Intentó orar. Lo necesitaba.
Una frase por aquí y otra desperdigada por
allá halaron su atención. Ese lenguaje pedantesco le era familiar. Pero no el
trasfondo. ¿Dios obstáculo para la libertad? ¿Qué, qué, qué?
“¡Cristo redentor, apiádate de mí!”,
imploró.
¾Ay,
padre, es verdad¾
dijo Dionisia, regresando con un pocillo humeante en una mano y dos tabletas
blancas en la otra¾.
Anoche le pegaron candela al ánima del Túa-Túa. Aquí está don Lorenzo. Vino
para contarle los detalles. Pero pase adelante, don Loro. Usted es de la casa.
Eran como dos apariencias borrosas que
bailoteaban como los Diablos de Yare alrededor de la casa.
¾Fueron
esos forajidos drogómanos. Estoy persuadido, padre.
¾Ave
María purísima. Fin de mundo, padre.
¾Hay
que tomar medidas ejemplarizantes. ¿No le parece, padre?
¾Bendito
sea Cristo. Son unos gálfaros, padre.
¾Voy
a hablar de inmediato con el teniente Eugenio Enrique, padre.
¾Zámpenlos
toditos a la cárcel para que aprendan esos marihuaneros. ¿No es verdad, padre?
“He amamantado al Anticristo. He ahí mi
culpa. Mi expiación no será en este mundo. Imploro tu misericordia, Señor. La
vanidad me llevó a creer que yo era un nuevo Juan el Bautista. Todo lo
contrario. He sido el mentor de un monstruo. Le he dado cobijo a un embrión de
Satanás. ¿Por qué yo, Espíritu Santo? Quiero ser tu humilde siervo. Santa
María, madre de Dios…”
Ya en el pasillo.
¾Dionisia,
aquí entre nos, el padre Carrasco no está nada bien. Creo conveniente mandar a
llamar al doctor Fragachán Pachano.
¾Ay,
don Loro, usted es un alma de Dios.
Elena despertó con un sabor de cedazo en la
boca pastosa.
Se levantó pesadamente. La cabeza le daba
vueltas. El espejo la reflejaba con la misma penumbra de hacía quince años.
Con esa torpeza maneta que tienen los que
duermen siestas vespertinas, se malcolocó las chancletas. No eran las suyas.
Eran las de la vieja dulcera. Se sostuvo del filo de la cama mientras buscaba
algo de donde asirse al mundo que parecía avanzar sin ella.
Recordó el ataque de nervios en el hospital.
Había mantenido una calma infame en el traslado desde la carretera nacional.
Pedro Esteban había estado a su lado, observándola con córneas y pupilas
veladas, al tiempo que ella le relataba, a través de tapices de melodía
monocorde, la historia de su génesis y su concepción.
“Algún día habría tenido que enterarse de su
verdad”, pensó.
Pedro Esteban no pronunció palabra, con esa
lejanía tan de él, tan ajena, tan escondida, que ahora la desconcertaba. Fue
como un deber ritual pues, siempre lo había sabido, los dos eran animales del
monte, errabundos y sin sentido de la pertenencia.
Cuando bajaron el cadáver de Nectario, o
Benavides, de la ambulancia, Pedro Esteban lo detalló con postura asertiva de
cirujano taciturno. Luego, dio media vuelta y se marchó con su amigo hippie, en
la moto, de la misma manera como había aparecido.
Elena se sintió sombra.
Un detective de PTJ se le había acercado
enseguida y comenzó a hacerle preguntas. Ella respondió mecánicamente al tiempo
que seguían el cuerpo envuelto en una sábana blanca. Vio cómo lo introdujeron
en una nevera anónima y comenzó a desgajar unas lágrimas mudas que,
paulatinamente, le fueron haciendo perder la compostura. Eran los vaivenes del
desamor que la arrollaban inmisericordemente.
Había perdido el control de sí misma en lo
externo. Para sus adentros, con un sesgo de raciocinio, se preguntaba: “¿Estaré
sobreactuando? Puedo estar cuerda otra vez, si lo deseo. Para volver a la
normalidad lo único que necesito es apretar el botón del autocontrol. La
ocasión requiere un tanto de lágrimas, gritos y berrinches. ¿Qué diría Nectario
de todo esto?”
Un médico prognático y greñudo le tomó el
brazo, le ató una banda de goma y le inyectó un líquido verdoso. Mientras
flotaba vertiginosamente en laberintos transparentes que desembocaban en un
limbo disparatado y feliz, vio a Cándido acercársele con una cara obtusa y
desordenada, como en los cuadros de Picasso.
A lo lejos se escuchaban pájaros y música
radiofónica. Intentó ordenar sus pensamientos. Partir, partir. ¿Hacia dónde?
Todo le resultaba ahora insoportable. Sus piernas se acobardaron ante la
certeza de verse señalada con el dedo entre la multitud de cabezas sin rasgos.
Su vida estaba maldita en este pueblo. Se
iría lejos, muy lejos, donde nadie la conociese. Donde no existiera la horrible
sentencia de la desgracia y de la muerte persiguiendo a quienes se atrevieran a
enamorarse de Elena Bernárdez.
Unas frases al garete que entraron
indelicadamente por la ventana llamaron su atención. Eran unos dislates
terribles y blasfemos que provenían de la radio. Se acordó del fuego del
horizonte la pasada noche y la llegada de Pedro Esteban cual ave fatigada por
la luna llena. El calor y las palabras la marearon. Sintió amor de vientre y de
placenta. Se escuchó diciendo a las ásperas sombras: “¡Hijo! ¡Hijo! ¿Qué te he
hecho?”
Los sollozos afloraron incontenibles por
todo el amor y todo el egoísmo de esos años incinerados. El dolor era
insoportable. ¿Dónde estaban los abrazos y las caricias de ese pedazo de sí
misma que había dejado escapar navegando en mareas foráneas? ¿Dónde estaba la
cercanía del hijo extraviado y aturdido?
Cándido entró presuroso al escuchar los
gimoteos contenidos de su hermana.
¾Toma
esto por favor, Elena. Lo mandó el médico.
Elena lo vio traspasar una neblina
andrógina. Era delicado, frágil, liviano. Aceptó el Valium, sin decir nada.
Cándido la veía con solicitud de enfermera, con piedad de monja, con lealtad de
hermana preterida. Elena atisbó una tristeza soterrada en sus facciones
lampiñas.
¾Qué
no hubiera dado por ser como tú, linda¾ lo
escuchó decir mientras las nubes artificiales del ensueño recubrían su vuelo de
corocora extraviada.
La carretera era un hilo dental que se
refugiaba en las encías del horizonte.
Había gavilanes primitos balanceándose en
los alambres destemplados del telégrafo a la caza de tucusitos descuidados. De
vez en cuando, se podía ver a una zorra camacita en vivaracha persecución de un
conejo huidizo por entre los mogotes.
Sojito le había contado sobre su bastardía a
Gonzalo y se mostraba taciturno.
¾Eso
es increíble, chamo¾
repetía Gonzalo una y otra vez, sin descuidar el volante y estirando la boca y
el gaznate como King Kong.
Se sirvieron otra porción del polvillo para
vencer el sueño. Habían decidido, de improviso, marchar a la capital del Estado
a visitar a Pedrarias, en la penitenciaría.
¾Es
un deber de panas¾
había comentado Gonzalo al sustraer el carro de su tío, el profesor Ugarte
Ayala, quien nuevamente había partido hacia Valencia el día anterior.
Sojito decantaba en incompresible monólogo
el peso terrible de su confusión.
¾Sartre
lo dijo, en un intento de acercar la antropología existencial al fervor
radical. Se nos pretende dividir en dos clases de hombres: los obedientes y los
sumisos, siervos de la gleba, números prescindibles, proletariado anónimo; y
los elegidos del destino, tributarios del resto de la homósfera, ungidos,
sagrados, necesarios. Los propietarios de los flancos ignominiosos. Estos son
los verdaderos elegidos de Dios, los que no afectan dilemas vivenciales y, por
tanto, pueden afrontar su pathos sin
rémoras emocionales que puedan degradar su sagrada misión de dominar los
entornos. Sí. Eso es.
Gonzalo gruñía, viendo la carretera.
¾Son
las piedras filosofales del engaño divino. Los amantes del conocimiento puro,
como Einstein y los filósofos, conciben a Dios como una suerte de verdad a
medias e inconclusa de la cual la investigación científica viene desentrañando
aspectos parciales a través de la relatividad, la mecánica cuántica, el
principio de incertidumbre, las leyes de la termodinámica, la evolución en
complejidad-consciencia de Teilhard de Chardin y, en fin, todos los demás hitos
del conocimiento. Serían las columnas básicas que irían escudriñando las
estructuras diversas que gobiernan al universo con inapelables edictos, ya que
es evidente que el cosmos no se comporta como una partida de dados…
¾Topo
ahí¾
dijo Gonzalo, mordisqueando el aire.
¾…así
lo dijo Einstein. En los aspectos fácticos, todo eso es correcto: estructuras
coherentes y dinámicas que se imbrican. Pero, ¿y la dominación y el sojuzgamiento
inherentes a la Creación? Dios no nos fabricó para hacernos felices, como sería
la lógica del amor filial. La única explicación es que seríamos un gigantesco
caldo de cultivo de conejillos de Indias y de chivos expiatorios que, gracias a
reacciones que han escapado a Su control (no es tan omnipotente ni tan
omnisciente como parece), hemos tenido la posibilidad de vislumbrar una salida
sin Su visto bueno, sin Su supervisión y sin Su imprimatur.
¾¿Ah?
¾
Gonzalo no entendía ni jota.
¾El
lastre consiste en los sentimientos y en los remordimientos que nos limitan.
Son los sueños ancestrales inducidos por el temor a lo desconocido. Si hemos
sido capaces de luchar, desde tiempos remotos, contra el orden de la nobleza,
el orden feudal, el orden burgués, contra el orden mismo de la naturaleza, ¿por
qué no hemos sido capaces de rebelarnos contra el orden de la falacia? Por eso
es que sostengo que Dios sí existe, en su misteriosa sustancia aún no develada,
pero que su supervivencia como ídolo supremo está amenazada por el carácter
retrechero, veleidoso y contestatario de la raza humana. O al menos de sus
adalides más conspicuos, quienes se niegan a nutrirlo profesándole fe y
creencia.
¾Qué
arrecho¾
comentó Gonzalo, acercando un fósforo a un 747, un tabaco grueso de marihuana, cuidando
que el viento que penetraba por la ventanilla no lo apagara. Encendió la radio
en el preciso momento en que una estática creciente cobijaba las hirientes
palabras.
¾Escucha,
panita. Están leyendo el comunicado.
¾Qué
cagante, ¡uf! Tenemos revolucionado al pueblo.
Sojito repitió mentalmente los vericuetos de
la enrevesada sintaxis. Pero su pensamiento retornaba porfiadamente a Elena.
Sus ojos se aguaron. Deseaba manifestarle
realmente que la quería, que la comprendía y la perdonaba. Se hizo la promesa
de que, al regresar a Miguaque, echaría a un lado la coraza de indiferencia.
Todo cambiaría entre ellos.
Gonzalo recordó a Julia.
“Qué bolas. Me enamoré de verdad”, pensó.
Aparecieron las primeras lomas que
anunciaban la cercanía de la capital del Estado. El cielo estaba encapotado. El
calor arreciaba. La naturaleza anhelaba lluvia.
Eugenio Enrique y el “Bolondrito”
desayunaron en el Hotel “Santa Narda”.
¾Toma.
Aquí te los anoté a todos¾
Pablito Awad entregó una lista en un papel¾.
Los tres primeros que aparecen son las que la distribuyen.
¾Pedro
Wilson Viera Leitão, Gonzalo Ayala y … ¡Pedro Esteban Sojo Bernárdez! Oye, no
puede ser. ¿Mi propio primo vendiendo drogas?
¾Como
lo ves…
¾Pero
si él era el mejor alumno del colegio del padre Carrasco.
¾Tú
lo has dicho. Era.
¾ ¿Este
Pedro Wilson no es el mismo que está arrestado por lo de la hija de María
Esperanza?
¾También
se las da de subversivo y alzado.
¾ ¿Así
es la cosa? Ya le vamos a dar su “tate quieto”. ¿Y el otro?
¾El
otro es un hippie, fumón y vago con carnet.
¾Menos
mal que me pusiste en autos, “Bolondrito”. Estoy más que seguro que aquí
también tenemos a los incendiarios del Túa-Túa.
¾Dalo
por descontado.
¾Les
voy a aplicar un escarmiento que se van a acordar del día en que nacieron. ¿Y
tú, “Bolondrito”?
Pablito Awad se quedó con la mirada en
blanco, como esperando un banderillazo.
¾¿Yo
qué?
¾¿Cómo
sigue el canto?
Pablito Awad se relajó. Pensó que le iban a
recriminar la soplonería.
¾Chévere.
La semana que viene voy a grabar un disco en Caracas y, probablemente, me presentaré
en el Show de Renny junto con Nancy Ramos y Trino Mora.
¾ ¿Y
no estabas cantando con el Combo “La Sensación”? ¾ preguntó Eugenio Enrique sorbiendo un con
leche grande.
¾Eso
es mientras cuadro las cosas. Definitivamente me mudo para la grande. Hasta pienso
ponerme un nombre artístico.
¾¿Ajá?
¾Sí.
Para los efectos de televisión y discos me voy a llamar Paul Alexander.
¾ ¡Upa!
Felicitaciones, “Bolondrito”.
¾Gracias.
¾Bueno,
suerte. Te dejo. Voy a comenzar a mover los hilos¾ Eugenio Enrique se levantó de la mesa,
dejando unos billetes y una propina.
¾Saludos
a Julia¾
ripostó adulante el “Bolondrito”.
Eugenio Enrique sonrió guiñando los ojos.
Era la radio.
¾ ¿Oíste
eso?
Azael Lisandro, hijo, en su rol de
comandante clandestino, había apagado el viejo aparato de galena.
¾Me
parece que nos salió una competencia rara¾
comentó Natalí.
¾Hay
que averiguar quiénes son, no vaya a ser que nos echen a perder la operación.
¾ ¿Te
diste cuenta del lenguaje que utilizaron?
¾Es
extraño, ¿verdad? Se nota que poseen intenciones revolucionarias pero también
que tienen una confusión conceptual del tamaño de la cordillera de Los Andes.
¾Atacando
a la Iglesia y a Dios no se ganan adeptos en estos pueblos.
¾Tienes
razón, Natalí.
En eso entró el ñato.
¾ ¿Qué
se ha sabido? ¾
preguntó Azaelito, alias comandante Argenis.
¾Parece
que van a suspender el acto porque el padre Carrasco está muy enfermo.
¾ ¡¿Qué?!
¾
Azaelito se incorporó, preocupado.
¾ ¿Y
del incendio del ánima del Túa-Túa? ¾
inquirió Natalí.
¾No
se sabe nada¾
confirmó el ñato¾.
Otra cosa, comandante Argenis. Malas noticias.
¾Dímelo
sin tanta prosopopeya.
¾El
hombre asesinado por Livorini anoche…
¾¿Sí?
¾…es
el comandante Camero.
Natalí bajó la vista. Azaelito dio unos
pasos hacia el patio, pensativo. Hacía calor. Un gallo zambo del vecino cantó
desafiante.
¾Llámame
a los muchachos.
El ñato fue a las dos escuetas habitaciones
y regresó con cuatro hombres entecos, de edad indefinida y barba rala. Se
sentaron en las silletas de cuero.
¾Hay
cambio de planes, compañeros.
Todos lo miraron, aguardando con eficiencia
a que se les describiera el nuevo panorama.
¾Ahora
sí vamos a utilizar la experticia del ñato. Álvaro, necesito que me convoques a
nuestros cuadros del liceo para una reunión a mediodía en el corral de doña
Martina. Petronio, mañana a primera hora hay que desenterrar el cargamento y
transportarlo aquí. Te encargarás de eso con Nicasio. Gerónimo, te ocuparás de
contactar a la gente del PCV y del MIR para que nos respalden. Señores, no nos
vamos a ir de acá sin antes alborotar este avispero…
Catira linda:
He estado desesperado todos estos días.
Jamás imaginé que estar preso fuera una cosa tan horrible, tan degradante y tan
deprimente. Esta penitenciaría es un sitio sórdido, maloliente, inhumano y feo.
La suciedad y el desaseo parecen estar incrustados hasta en los cimientos. Pero
lo peor es que la gente se va acostumbrando a vivir como cerdos hacinados. He
conocido tipos que hasta son felices medrando y respirando en este aire
infernal. Si no me he suicidado, francamente, ha sido porque tu imagen fresca y
dichosa en mis brazos se me viene como ráfagas de ventarrón para hacerme ver
que existe algo puro y sublime por lo que luchar.
Gonzalo y Sojito vinieron a visitarme. No
sé cómo supieron que hoy era el día indicado o de qué artimañas se valieron
para que los dejaran pasar. Lo cierto es que me han reconfortado sobremanera.
Les he pedido que me cuenten todo lo que ha pasado en el pueblo en estos días,
mientras escribo estas cortas líneas para ti. O sea que estoy escuchando lo que
ellos me dicen y redactando simultáneamente. Ellos me harán el favor de hacerte
llegar esta cartica.
Catira, ayer realicé algo deleznable. Le
firmé un documento al hipócrita del abogado de tus padres donde me obligo a no
verte más y a otro pocotón de cosas. Lo hice porque necesito salir de esta
pocilga cuanto antes. Presiento que si paso un día más aquí me voy a asfixiar.
Sé que tú también eres prisionera y, a lo mejor, eres víctima de cualquier
chantaje similar. Lo único que puedo jurarte es que voy a ir en tu búsqueda,
donde quiera que te encuentres y que, después que te consiga, van a tener que
escarbar cielo y tierra para conseguirnos. Puedo soportar todos los agravios,
todas las infamias (en Miguaque, las lenguas viperinas nos han desguazado),
todas las humillaciones y todos los peñonazos con que los desgraciados nos
quieren lapidar. Lo que no puedo aguantar es encontrarme alejado de ti. Al
verme en la calle correré a buscarte. Van a tener que impedírmelo.
Se acerca el final de la hora de visita.
Los muchachos tienen que irse. No sabes cuánto les agradezco en mi corazón el
que hayan venido. Sojito se ve muy infeliz. Me ha contado unas cosas terribles.
No sé si será bueno lo que planea. Pero así adquiero conciencia de que el
sufrimiento y la desolación no son potestad nuestra solamente. La vida es un
campo yermo y pagamos un precio vil por deambular entre sus surcos malditos.
Creo que Sojito tiene razón en sus teorías. Quisiera no caer en ese pensamiento
tan irrevocable pero me es imposible evadir estas ideas confusas. Ese será
nuestro epitafio.
Te amo, catira. Te quiero con toda la
energía de mi vida. No me desampares. Sueña conmigo siempre, siempre, siempre.
Pronto estaré junto a ti de cuerpo presente. Mi alma te acompaña como un esclavo
fiel. Coño, siento ganas de llorar porque me haces falta. Parezco un niño. Las
manos me tiemblan. Piensa en mí, cielo mío.
Tu flaco,
Wilson
P.S.:
Gonzalo me dice que le entregará esta carta a Julia para que te la haga llegar.
Eugenio Enrique venía de PTJ cuando decidió
darse una vuelta por el colegio “María Santísima”.
Tuvo suerte.
Julia venía saliendo en ese instante. Al ver
el Camaro, se separó de sus compañeras.
¾ ¿Quieres
que te lleve? ¾ le
preguntó Eugenio Enrique.
¾El
transporte viene ahorita a buscarme¾
contestó ella.
¾Anda,
ven. Me acompañas y hablamos.
¾Pero…
¾La
señora del transporte no se va a morir porque hoy no te regresas con ella. Ven…
¾Bueno.
Eugenio Enrique se mostró risueño. Julia le
siguió la corriente.
¾¿Y
tú no trabajas hoy?
¾Estaba
desocupándome de unos asuntos pendientes. A la tarde me voy a Tenapa a chequear
el comando. ¿Te puedo visitar esta noche?
¾Ven
después de las ocho porque tengo que estudiar filosofía.
Eugenio Enrique pensó: “Cada día me gustas
más, Julia”. Ella le sonrió como si le adivinara el pensamiento.
¾Voy
a comprarle una vitamina C a la vieja mía antes que se me olvide¾ dijo Eugenio Enrique,
deteniendo el Camaro frente a una farmacia¾.
¿Vienes?
¾No.
Te espero aquí.
Eugenio Enrique se introdujo en el
establecimiento. Julia abrió el pequeño compartimiento a la vera de la palanca
de cambios. Había una pistola enfundada. Las armas le daban terror, pero sentía
una curiosidad almidonosa.
Tomó un papel doblado descuidadamente. Vio
hacia la farmacia. Eugenio Enrique estaba recibiendo su compra en una bolsa y
se disponía a cancelar. Desplegó la hoja.
Estaban los nombres de casi todos los
muchachos del grupo. Pedrarias, Gonzalo y Sojito aparecían marcados con
asteriscos y, al lado, en letras rojas, “distribuidores”. En una esquina decía,
“mariguana, LSD, cocaína”, y más abajo, “librar boleta de captura… Rebolledo…
PTJ”.
Eugenio Enrique regresaba. Julia dobló el
papel y lo colocó en su sitio, con premura.
¾Listo.
Te llevo a tu casa. ¿Estás segura que no quieres almorzar conmigo?
Julia se negó. Al llegar a la quintica
veteada se despidió presurosa. Entró a su cuarto, se plantó delante del espejo
y pareció reflexionar durante dos minutos.
¾¿Adónde
vas? ¿No piensas almorzar? ¾ le
preguntó la señora Raquel al verla salir con urgencia hermética.
Se detuvo primero en casa de David. La
señora Maritza le explicó que había salido temprano en la mañana con el señor
Azael Lisandro, a la finca que tenían en la vía de Tenapa. Julia le encomendó
su necesidad perentoria de hablar con él.
¾Se
lo participo en cuanto llegue¾
respondió la señora Maritza.
Gonzalo vivía en la urbanización Los
Docentes, como a quince cuadras. Prefirió torcer el rumbo y enfiló hacia la
casa de Giancarlo. Le dijeron que estaba levantando pesas en el patio de atrás.
“Ma,
dove vai?”, le preguntaron con macizo acento siciliano cuando se
internó sin pedir permiso. El musiú estaba fajado con las mancuernas y sudando
a mares, mientras sus bíceps se hinchaban y la melena alborotada se erizaba
más. Julia ni siquiera se disculpó.
¾Tienen
que esconderse todos, Giancarlo¾ le
dijo de sopetón.
¾¿Ah?
Le echó todo el cuento, sin anestesia. El
musiú se puso blanco.
¾En
cualquier momento los mandan a buscar. A ti y a los otros.
¾No
puede ser.
¾ ¿Dónde
está Gonzalo?
¾No
lo veo desde ayer.
¾Es
tu responsabilidad advertir a los demás.
Giancarlo se puso en disposición de partida.
¾Gracias,
Julia.
De regreso a su casa, se tropezó con Rosita
Bustamante. Volvió a referir el asunto.
¾Corro
a contarle todo al “Chino”.
¾Que
le digan a Gonzalo también, por favor¾
solicitó Julia.
Ya en su casa, se sentó a la mesa. La señora
Raquel le puso por delante un humeante hervido de verduras.
¾¿Te
sientes bien, hija? Te noto preocupada.
¾No
es nada, mamá.
“Ya hice mi parte”, pensó. “Ahora solo me
queda esperar”.
La tía Benilde había querido mostrarse
amable.
María Enriqueta se enervaba con la vaciedad
de su conversación. Cuando al fin se quedó sola, escribió cartas sin
destinatario y poemas grises, como el tiempo que hacía afuera.
Sintió pasos que se aproximaban. Guardó las
páginas con prisa de hormiga fundamentosa. Era María Esperanza.
¾Lee,
por favor¾ le
extendió un papel mecanografiado.
María Enriqueta paseó su vista por el
documento. En él, el ciudadano Pedro Wilson Viera Leitão se comprometía a…
Leyó con frenesí alucinado hacia sus adentros, su semblante pálido, inmóvil e
inexpresivo. En el insípido lenguaje de los leguleyos venía decretada la muerte
de un sentimiento, aplastado por un tifón de arandelas contractuales. Los pies
le hormiguearon, las manos se le enfriaron y la vista se le nubló con un
desamor macerado a coces de cantárida. Pero no perdió el aplomo.
¾¿Y…?
¾
preguntó queriendo mostrar desdén.
¾Como
dijo Nuestro Señor en la Santa Cruz: todo está consumado¾ contestó María Esperanza,
con autosuficiencia¾.
Te hemos librado de una vez por todas de ese… de ese muchacho.
María Enriqueta miró hacia la ventana
pugnando por disimular sus emociones.
¾Sé
lo que estás pensando. Que puedes huir de nuevo, al menor descuido nuestro, y
reencontrarte con él. Pero eso no podrá ser, María Enriqueta. Al mínimo desliz,
hago que Ramírez Pérez lo vuelva a encarcelar. Y tú sabes bien que Ramírez
Pérez es un lince con esos jueces (no me preguntes cómo lo hace). Aparte de
que, fíjate bien, ese… ese muchacho te echó a un lado al primer contratiempo. Lo
cual significa, obviamente, que su interés por ti era material. Te dejaste
engañar como una verdadera inocente. Ni Caperucita Roja. Da gracias a Dios que
tienes padres que velan por ti y que, bajo ninguna circunstancia, te
desampararán.
María Enriqueta sintió un mareo de aluminio.
Corrió al baño y vació su estómago. Un sudor de frigorífico saltimbanqueaba por
su espinazo.
¾Son
los primeros síntomas… ¾
musitó María Esperanza.
María Enriqueta se secó con una servilleta.
¾Quiero
abortar ¾
dijo con voz sombría.
María Esperanza se irguió sobre sus talones
como si hubiera sido testigo presencial del Big
Bang.
¾ ¡No
blasfemes, María Enriqueta! ¡Eso es un pecado terrible!
¾No
me dejas alternativas.
¾Sí
las hay, pero no ofendas a Nuestro Señor diciendo esas barbaridades. ¿Te
sientes mejor ya?
María Enriqueta hizo un esfuerzo enorme para
responderle que sí, luchando contra la corpulenta y áspera barrera que la
separaba de su madre.
Al irse María Esperanza, lloró con amargura
traducida en desesperación e impotencia. “Soy demasiado cobarde para
suicidarme”, pensó. La figura de Pedrarias se le desdibujaba en un
caleidoscopio de incertidumbres.
La almohada se salpicó con la llovizna
estremecedora de sus ojos de aguamarina. ¿Por qué no podía pensar en Pedrarias?
Su universo empezó a encogerse, a verse limitado por las fronteras de sus
poros. Deseaba saltar al vacío sobrecogedor y olvidarlo todo.
Añoró la casa de muñecas, con sus fantasías
tenues y su abrigo de almíbar, donde era imposible que pudiesen penetrar las
iniquidades del exterior. La prefería diez millones de veces a esta celda banal
donde había sido confinada. Siempre sería una prisionera, lo sabía. Siempre
necesitaría de alguien que la protegiese de las oscilaciones coléricas del
mundo.
Sus ojos se vaciaron de tantas lágrimas
unánimes. Pero su corazón y su mente siguieron desgarrándose con el sopor de la
pena, el olvido y la dejadez. La primera parte de su vida había muerto,
irremediablemente. Ya no intentó volver a pensar en él, tan siquiera.
Se despertó en la madrugada gris y fría, a
escribir.
Alba
que despunta mi victoria
desolada
de aves que nunca existieron
y
desprovista de amor añejo,
corpiño
apagado,
y
de una caricia disuelta en cenizas azules…
Amanecer
coherente, vida puntual y
proyectos
magnéticos que
me
halarán por flancos
solicitando
el consuelo de una
presencia
que no fue,
de
una biografía inconclusa,
de
un fruto sin espíritu,
de
un hijo expósito al que nunca conoceré…
Día
taciturno que comienzas
en
género masculino tráeme
el
silencio del viaje y
achícame
esta vigilia
preñada
de higos amargos.
Se
acabaron los espacios coherentes del amor…
El
éxtasis de su ausencia ha fallecido…
El
desorden de mi alma finalizó…
Soltó el lápiz. Se asomó a la ventana para
contemplar el sol raquítico y escuchar los gorjeos de los pájaros. Sus labios
esbozaron una sonrisa de adiós. No recordaba nada.
José Gregorio Livorini no podía apartar a
Elena de su pensamiento.
Resoplaba, daba bufidos, se pellizcaba las
piernas y recorría el angosto trecho de la celda, como si el infinito se
prolongara desde los infinitos barrotes que lo separaban de la realidad.
Había matado a otro hombre, enloquecido por
los celos. Los mismos celos que lo habían impulsado a dejar el escondite y que
lo hicieron seguirla con meticulosidad de espía. Se recordó de unos viejos
versos de una canción pasada de moda: “Celos, malditos celos, por qué me
matan…” Por ella volvería a matar, una y mil veces. Se le crispaban los puños
con la furia.
Ramírez Pérez le había asegurado que mañana
estaría de nuevo en la calle. El juez ya había sido “palabreado” por cien mil
bolívares. Los muertos se estaban poniendo cada día más caros.
La buscaría y la obligaría a marcharse junto
a él, antes de que acabase con el pueblo. Le hablaría suavecito, porque eso era
lo que a ella le gustaba, así no se pondría arisca y malamañosa. Con paciencia
de chino la haría morder de nuevo el freno. Ella era como esas yeguas
montaraces. Luego del chaparrazo, un cariñito y contenta otra vez. Sin
barajustes.
“Después de este par de muertos va a pasar un
buen tiempo antes de que me vuelvan a mirar con buenos ojos en Miguaque”, gruñó
casi imperceptiblemente. O mejor sería irse con Elena un tiempo para “Los
Padrotes”, el hato que poseía por los lados donde el Manapire le cae al
Orinoco. Lejos del ruido y del mundo. Así se aplacarían los dos. Hasta podrían
pensar en tener un hijo, que buena falta
ya le estaba haciendo. Así Elena comprendería, definitivamente, que lo de él
con ella sería, en lo sucesivo, pura seriedad y compostura.
“Lo único que necesito ahora es aquietarme y
aguardar. Carajo, pero es que me siento como un cunaguaro jambreao. Cuando
venga Ramírez Pérez le voy a encargar unas pepas para poder dormir”, pensó, al
tiempo que taconeaba con rabia el piso de cemento.
Un policía de ojos aindiados le trajo una
vianda con comida y se le quedó mirando como si fuera un aparecido.
¾ ¿Qué
es lo que me ve, piazo’e policía pendejo? ¾ le
espetó sin dejar de hincarle el colmillo a un muslo de pollo.
El policía desapareció como si hubiera
escuchado un roznido de tigre en la montaña.
Hacía tiempo que David no acompañaba a su
papá a la finca.
La proximidad de su grado de bachiller y las
presentaciones de Los Enigmáticos lo habían distraído.
“Mi papá debe sentirse un tanto
desilusionado”, caviló, con cierta tristeza enturbiada, como si ya sintiera
nostalgia por haberse marchado, “porque ni Azaelito ni yo salimos con vocación
campestre”. Para él, la actividad rural consistía en ver al viejo Azael
Lisandro subsistiendo de escuálidas ventas de ganado en pie a unos señores,
invariablemente de bigotes y parecidos a Jorge Negrete, que venían con unos
maletines de cuero repletos de billetes de a cien desde Villa de Cura. A veces,
los regateos en la romana se le hacían francamente tediosos. No comprendía,
todavía, cómo hacía él para alargar interminablemente los pagos al Banco
Agrícola y Pecuario y vivir, eternamente, con aquella deuda de nunca acabar y
aquella espada de Damocles pendiendo sobre las fincas que compraba y revendía
como si fueran metros de género.
Tanto a Azaelito como a David lo que les
gustaba era Caracas. ¿Qué diría el señor Azael Lisandro si supiera que
Lito estaba en Miguaque, escurriéndose como
un forajido? “No seré yo quien le dé la noticia”, se autoaconsejó David, “no
vaya a ser que lo mate una trombosis”.
El médico ya lo había advertido
encarecidamente: “Señor Lisandro, usted está muy obeso y esa dieta de cochino
frito y carne de ganado todos los días no le hace bien a su tensión arterial”.
El año anterior el viejo había tenido un preaviso con una angina bastante
fuerte que lo atacó un sábado en la noche. Estaba azorado viendo a “Santo”, el
Enmascarado de Plata, venido especialmente desde México para enfrentarse, máscara
contra máscara, al “Dragón Chino”. Se había bebido un par de güiskis con
Arquímedes, el antioqueño de la ferretería, cuando, de improviso, se llevó la
mano al pecho y empezó a botar aire como un compresor. Hubo que llevarlo en
volandillas a la clínica del doctor Fragachán Pachano. La señora Maritza se
asustó de veras. Menos mal que David ya sabía manejar. En un santiamén lo
recluyeron de emergencia y lo dejaron en observación tres días. Le hicieron
pruebas de sangre, de orina, de esfuerzo y de capacidad pulmonar. Las recomendaciones
facultativas fueron enfáticas. Más ejercicio y atemperar la dieta. Los tres primeros
meses, con el susto todavía fresco, el señor Azael Lisandro respetó la orden.
Pero era particularmente duro para él, pues toda la vida había sido muy buen
diente y, cuando tuvo la primera ocasión, se atrambucó de paticas de cochino,
pastel de morrocoy, sancocho de rabo de baba, arroz con guineo, pavón frito y
cachapa con suero. Luego de dos horas de sudor frío y de rascarse el maruto con
un nerviosismo de recluta bisoño, le solicitó a David: “No se lo vayas a contar
a tu mamá, por vía tuya, porque sino me castiga con avena Quaker y yuca asada
hasta el 24 de diciembre”.
¾Necesito
un traje nuevo para el acto de graduación¾
dijo David, ya de regreso al pueblo, con el sol de frente medio tapado por unos
nubarrones apretujados.
¾Espérate
a ver si le vendo un par de toros a Efraín Alvarenga la semana que viene. Si no
se da el negocio, mandas a puyar el flux viejo de Azaelito. ¿Conforme, chico?
David no reaccionó ostensiblemente. El señor
Azael Lisandro interpretó la oculta señal.
¾Acuérdate
que tengo que pagar la cuota del apartamento en Caracas porque sino Maritza se
encrespa¾
explicó, mientras la caja de cambios se quejaba afrentosamente con la entrada
de la tercera velocidad.
Llegaron al pueblo. Todo el mundo parecía
tener la ropa pegada al cuerpo.
¾Este
calor es de entrada de aguas¾
aseveró el señor Azael Lisandro¾.
Mañana le arriendo la rastra a Medardo Enrile y comienzo a big romear para tirar el maíz. Estos primeros aguaceros no los
pierdo.
Frente a la casa estaba estacionada una patrulla.
Cuando se apearon del Jeep, un tipo alto, de bigotes chorreados y cara ahuecada
los abordó.
¾Inspector
Remigio Rebolledo¾
les dijo, enseñando su credencial de Policía Técnica Judicial.
¾ ¿En
qué podemos servirle? ¾
preguntó, inquieto, el señor Azael.
¾El
ciudadano David Lisandro deberá acompañarnos a la delegación.
¾ ¡¿Cómo?!
¾
replicó, pasmado, el señor Azael.
“Descubrieron que Lito está aquí”, pensó
David, “pero si creen que les voy a decir su paradero se van a llevar un
chasco”.
David se dejó conducir. El señor Azael los
siguió de cerca diciendo:
¾¡Qué
vaina es esta! ¿No me van a dejar llamar a un abogado?
La señora Maritza había visto la escena, en
toda su inverosimilitud, desde el poyo de la ventana que daba a la calle. Luego
de la turbación por la sorpresa, se puso a llorar como solo una madre puede
hacerlo.
Era de noche y, sin embargo, no llovía.
¾Vamos
un momentico al corral de doña Martina a recoger una ropa que dejé escondida¾ propuso Sojito,
respondiendo a la invitación de Gonzalo para que pernoctara en su casa.
Habían hablado poco en el trayecto de
regreso. La visión del amigo preso los había deprimido.
Pedrarias les había confesado que esperaba
verse libre al día siguiente. Pese a la prohibición que pesaba sobre el
particular, planeaba presentarse al pueblo para recuperar a “La Miguaqueña” (el
señor Viera se la había traído de Caracas) y emprender, de seguidas, la
búsqueda de María Enriqueta. Lo más probable es que no volverían a verse por un
tiempo.
Sojito meditó sobre su futuro inmediato en
el silencio ventoso del monótono recorrido. Le sacaría una tajada a Cándido y
partiría con Gonzalo para Valencia. Era una necesidad perpleja de cambiar de
entorno. Buscaría trabajo como músico o como escritor y nunca más volvería a
Miguaque. Trataría, eventualmente, de convencer a Elena para que se le uniese.
No había más remedio.
Gonzalo pensaba en Julia, en lo que le diría
cuando la viese, en la manera cómo tomaría su mano y se aproximaría a sus
labios y le robaría uno, dos, tres, muchísimos besos, y el modo en que le
contaría lo sorprendido que estaba por haberse enamorado de esa manera, y en la
alegría que sentiría cuando ella consistiese en compartir su vida con él, una
vida andariega pero llena de elementos intensos, y se irían para Mérida y, a lo
mejor, prolongarían la travesía y llegarían al Machu Pichu que es donde
confluyen las corrientes magnéticas del universo y… ¡uao!
Ya eran más de las ocho. No se veía ni una
estrella y no se movía ni una sola hoja de árbol.
¾ ¿Tienes
hambre? ¾
preguntó Gonzalo.
¾Negativo.
Ese es uno de los efectos del alcaloide.
¾Cuando
estemos en la casa nos acomodamos con par de trabucos y tú vas a ver cómo se
nos abre la tripa.
¾Bienvenidos
sean los fervientes apetitos.
Llegaron al corral de doña Martina. Había
poca luz pero Sojito conocía de memoria los vericuetos. Gonzalo lo siguió de
cerca.
Una sombra surgió desde detrás de un paredón
derruido.
¾Alto
ahí¾
les ordenó, blandiendo una carabina.
La luz de un faro piloto, encendido
súbitamente, les agrietó las retinas. Todo fue tan repentino que el susto se
les anquilosó en el intestino.
¾Las
manos bien arriba, donde pueda verlas.
¾Tranquilo,
pana, que nosotros somos pacíficos¾
dijo Gonzalo.
Otra voz horadó el calor de la noche.
¾ ¿Y
estos quiénes son?
¾Son
Sojito y Gonzalo, compañero. No hay güiro ¾
comentó alguien detrás de las breñas ¾.
Déjalos que vengan.
El faro piloto se apagó. Los dos quedaron
viendo bolitas fosforescentes. Una mano los asió con firmeza, halándolos
amistosamente hacia adentro.
¾ ¿Quién
les habló de la reunión? ¾
interpeló la voz desenfocada.
¾ ¿Reunión?
¿Qué reunión? ¾
respondió Sojito, a su vez, reconociendo a su interlocutor ¾ ¿Entonces, Azaelito? ¿De
qué se trata todo esto?
¾Chico,
estamos preparando una manifestación para mañana. Aquí están varios compañeros
de ustedes.
Vieron unos cuantos bultos en la penumbra.
Reconocieron a algunos chicos del liceo y del colegio del padre Carrasco.
Intercambiaron saludos.
¾Epa,
“Búlgaro”. ¿Quiúbo, “Chino”?
¾Ese
Gonzalín…
¾Tienes
unas medidas de seguridad bien rigurosas, Azaelito¾ comentó Sojito.
¾No
corremos riesgos.
¾ ¿Qué
han planificado?
¾Mañana
por la mañana trancamos el liceo y el colegio. Nos concentramos en la plaza
Bolívar y tiramos un mitin. Los motivos sobran¾ explicó Azaelito¾: el gobierno de Caldera
mandó a allanar la Universidad Central, los gringos invadieron Camboya y
continúan masacrando al pueblo vietnamita, Rockefeller viene la semana próxima…
¾…y
el Magallanes ganó la Serie del Caribe ¾
completó, guasonamente, el “Búlgaro”.
Todos rieron.
¾La
cosa es seria¾
interrumpió, consternado, Giancarlo¾.
Sojito y Gonzalo no saben todavía que la policía nos anda buscando a casi todos
los que estamos aquí.
¾Ustedes
dos están en el ojo del huracán¾
aseguró el “Chino”.
Ambos fueron informados de lo que había
acontecido.
¾A
David lo apresaron esta tarde¾
informó Giancarlo, como colofón.
Azaelito se irritó.
¾Esos
desgraciados deben sospechar que estoy aquí.
¾No,
Lito, la cosa no es contigo¾
dijo Giancarlo ¾.
La culpa de todo esto la tiene el “Bolondrito”. Es un gran envidioso y, para
colmo, un vulgar soplón.
¾ ¿De
qué estás hablando, musiú? ¾
preguntó Sojito.
¾El
autor de la lista negra es él, vale. Y fíjate si será un sucio que metió a
David en el paquete, aun sabiendo que ese chamo es zanahoria.
¾Ese
“Bolondrito” es un mamagüevo¾
enfatizó el “Búlgaro”.
¾Qué
cagada: David ni fuma ni bebe¾
terció el “Chino”.
¾¿Y
qué de ustedes? ¿Por qué la policía no los atrapó? ¾ insistió Sojito.
¾Después
que Julia me previno¾
prosiguió Giancarlo ¾,
corrí a informarle a todo el mundo. El único que no anduvo visible fue David.
Se había ido para la finca con el señor Azael. Nos enteramos de la convocatoria
de Lito y nos vinimos todos para acá. Ni siquiera hemos podido asomarnos al
exterior, de lo peluda que está la situación. Es más te diré que mañana, cuando
la manifestación esté en pleno apogeo, pienso pintarme de colores. Me voy para
Maracay, a casa de unos primos, mientras se aplaca este vaporón.
¾Eso
les pasa por desviar la lucha¾
increpó Azaelito¾.
En vez de malgastar la energía aturdiéndose con ese monte podrido, han debido,
desde hace muchísimo tiempo, haberse integrado a la acción revolucionaria, a la
agitación de masas y a la concientización popular. Ha llegado, para ustedes, el
momento de reivindicarse y, sobre todo, de sacudir la modorra asesina que
sojuzga a este pueblo. Las batallas no se ganan con escapismos.
Todo el mundo se concentró en la arenga de
Azaelito.
¾Las
drogas no son ninguna solución. ¿No se dan cuenta que ese es el mecanismo de la
burguesía para mantenerlos abúlicos e irresolutos? Se están dejando manipular
por el establishment, como dicen los
yanquis, con toda esa mamadera de gallo de la moda, la música y la
marihuana. Con eso no se llega a ninguna
parte. Hay que dar un paso al frente y oponerse a la oligarquía con ánimo de
triunfo.
Todos asentían, silenciosos.
¾¡Hermanitos!
¿Qué pasa? El Che Guevara no es un afiche para pegarlo en las paredes. Es un
símbolo y es un mártir que tuvo los suficientes cojones para hacerse matar en
la selva boliviana por una causa en la cual creía: la creación de un hombre
nuevo, distinto, altruista, para quien el afán de lucro no es el principal
aliciente en su vida. Su ejemplo está vivo todavía, retándonos para que tomemos
su lugar, empuñemos su fusil y digamos ¡presente!, sin miedo, sin vacilaciones.
Azaelito se desplazaba sin perder aliento.
¾Por
eso es que no podemos tolerar desviacionismos. La realidad es una sola y no la
podemos torcer con sustancias que alteren nuestras mentes. Hay que estar
lúcidos, hermanitos, porque esta lucha es bien en serio. Estamos exponiendo
nuestros pellejos porque creemos en una idea. Y hemos venido aquí, a Santa
Narda de Miguaque, pues pensamos que es en estos pueblos, olvidados por los
peces gordos de Caracas, que puede germinar la semilla del combate revolucionario.
Azaelito era una silueta enfática.
¾Hemos
sufrido graves embates, es verdad. La Disip y el ejército nos han dado duro en
la sierra de Falcón y en los otros frentes guerrilleros. Pero aun no hemos sido
derrotados, hermanitos. Tenemos presencia viva en las universidades y en los
sindicatos. Y ahora la vamos a tener también en los pueblos. El primer paso lo
daremos en Miguaque. Luego vendrán Acarigua, Barinas, El Tigre, Calabozo, San
Felipe, Punto Fijo. El gobierno no se espera nada de esto, por lo cual el
factor sorpresa está asegurado. Lo único que solicitamos de ustedes, en tanto
que vanguardia de la juventud revolucionaria miguaqueña, es que nos presten una
colaboración desinteresada y un respaldo desinhibido. Hay muchos compañeros que
no están todavía ideológicamente preparados para afrontar un reto tan crucial.
Sin duda, ello se debe a que aun permanecen bajo la perniciosa influencia de
los agentes propagadores del sistema: la gran prensa, la Iglesia, la radio y la
televisión. A su debido tiempo, ellos serán capaces de comprender la grandeza y
la pulcritud de los propósitos que nos animan. Mientras tanto, hagamos labor de
zapa. Después de mañana, muchos de ustedes se integrarán definitivamente a la
lucha revolucionaria. Bienvenidos sean. Este será su bautismo de fuego.
¿Comprendido, hermanitos?
Las palabras de Azaelito causaron una
profunda impresión en Pedro Esteban. Sus reflexiones habían encontrado eco al
fin. Era una invitación abierta, sin tapujos de ningún tipo, para pasar a la
acción. Era la conciencia desplegándose como producto social. Era la
resistencia activa contra las arbitrariedades de Dios, visto a través de todas
las representaciones de poder. Se desatarían, ¡enhorabuena!, las fuerzas
oscuras resultantes de la lucha perenne entre el hombre elegido, pensante y
razonador, y el ente metafísico con su cohorte de cónsules vivíparos:
burgueses, cortesanos, jerarcas, plutócratas, mandamases y califas de toda
laya.
“Cualquier cosa es preferible a la inopia”,
pensó Sojito.
Azaelito comenzó a explicar, detenidamente,
el plan de acción para el día siguiente. Los muchachos escucharon con atención.
Gonzalo llamó aparte a Giancarlo y le
preguntó por Julia. El musiú no tuvo la delicadeza de omitir el nombre de
Eugenio Enrique. Gonzalo sintió un hielo escarlata en el intestino.
Unos gallos cantaron con júbilo de
refocilamiento en la inútil madrugada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario