viernes, 16 de enero de 2015

Gris (XIII) (3)




(...)


Querido flaco:
¿Te has dado cuenta de cómo luchan para desarraigarnos?
¿Te fijas cómo llegan sus garras linfáticas, sinuosas,
asquerosas y despedazan nuestras moradas?
¿Has visto cómo nada ni nadie puede sofocar nuestra lealtad?
¿Puedes oler la congoja pálida de mi corazón?
¿Vivo todavía en el manantial de tu alma?
¿Pronuncian mi nombre tus ojos?
¿Dónde estás que mi respiración no te alcanza?
¿Te duelen las deudas de mi espíritu?
¿Es éste, tu hijo, mi hijo, un tiempo de asombros enamorados?
¿Sabías que el amor tiene el rostro de la ausencia?
¿Debemos subyugarnos a estos disfraces que deambulan
por entre dunas de calcio?
¿Desfalleceremos en esta prisión aberrante y falsa?
¿Por qué no puede mi pensamiento
despegarse de ti
ni un instante?
María Enriqueta
Era un día de nubes sólidas y apabullantes. Lo recorría, de palmo a palmo, un calor ambulante, entrépito y estalinista que predecía el invierno.
¾O llueve o tiembla¾ aseveró don Lorenzo Miranda Toledo, quitándose la gorra de tela escocesa y halando los tirantes que le sujetaban los pantalones por encima del ombligo.
Un olor a tinta lo impregnaba todo. El contrapunteo de fuelles asmáticos hacía presumir que el trabajo de la tipografía no se detenía nunca. Don Lorenzo sorbió con mano temblorosa un poco de guarapo, agarró “El Universal” de ese día y se dispuso a leer la página de opinión. Admiraba la prosa bizantina de los colaboradores del benemérito diario caraqueño, sus inagotables referencias históricas de los próceres de la Independencia y las crónicas sobre la vieja y colonial ciudad que había sucumbido ante el chorro de dinero de la bonanza petrolera.
Abrió con lentitud senil la libreta verde y comenzó a transcribir las metáforas, los adjetivos y los giros expresivos que le parecieron más interesantes. Los utilizaría, a no dudar, en la reseña social del próximo número del periodiquito. ¿Qué término sustituiría al ya trillado “honorable matrona”? Debería consultárselo al padre Carrasco quien era un pozo de enjundiosa erudición. Aunque últimamente lucía como enfermo.
Trataría de levantarle el ánimo cuando le hablase de los adelantos en el libro que estaba escribiendo sobre las familias más importantes de Miguaque. Los Enrile, los Alvarenga, los Fragachán, los Antilano, los Livorini y otras tantas más engalanaban, con su prístina prosapia y sus incontables enlaces entre sí, las peripecias de tan risueña crónica. Cualquiera que no fuese él, con su natural agudeza para discernir quién se había casado con quién, se hubiera enredado con los frecuentes entrecruzamientos de los mismos apellidos. Y era que había una sólida tradición de arraigados principios morales que defender. Sobre todo en estos tiempos terribles y confusos que se asomaban.
Esto era lo que había traído la democracia: relajo, bochinche y gobierno de los “pata en el suelo”. Hasta se estaba creando una cofradía de nuevos ricos adecos que pretendía codearse de tú a tú con lo más selecto de la sociedad. Muchos querían acceder a cuenta de un título universitario o de una prebenda gubernamental. Por eso él había votado por Caldera. En tiempos de Gómez, de Medina Angarita y hasta del mismo Pérez Jiménez eso hubiera sido inconcebible.
La razón era que en Miguaque abundaban los tenderos enriquecidos y los contratistas buchones, como él los llamaba. Para colmo ahora hasta se hablaba de drogas, habrase visto. Y anoche hubo un pavoroso incendio en el ánima del Túa-Túa.” Alfredo Enrile Salom me dijo esta mañana que era un sabotaje. ¡Voto a Dios! El mundo está perdiendo la ínclita luz de la cordura. Voy a escribir un editorial sobre esto para la edición de la semana que viene. Ojalá caiga todo el rigor del prohombre de la Ley sobre esos gandules del quehacer ocioso”, meditó antes de que lo acometiese un acceso de tos.
 Escuchaba una música aguda aproximándose. Era Ciriaco, su viejo empleado y colaborador. “Ahora le ha dado por andar con ese radio transistor guindándole de la faltriquera, como si fuera una leontina”. La estrecha oficina se anegó con el lloriqueo de Olimpo Cárdenas cacareando “Una tercera persona”.
¾ ¿Quiúbo, don Loro? ¿Cómo se siente?
¾ ¿Ah?
¾ ¿Amaneció sordo?
¾Bájale el volumen a ese bendito engendro del Averno.
Ciriaco accedió. Traía en la mano un fajo de correspondencia. Lo desplegó encima del desconchado escritorio. Don Lorenzo distinguió una copia del “Correo Balestrinero” de Betijoque, Trujillo, y un sobre manila tamaño oficio, medio arrugado, donde sobresalía Para Don Loro escrito en rojo con marcador grueso.
“Mueblería ‘Damasco’ da la hora” se desgañitó una voz engolada por el radiecito: “¡son las ocho y pico!”
¾ ¿Y eso? ¾inquirió don Lorenzo, señalando el sobre manila.
¾Lo metieron por debajo de la puerta. Ahí estaba cuando llegué esta mañana.
“Amigo viajero, ¡deténgase! El restaurant ‘12 de Octubre’, atendido por su propio dueño, el popular Cayeya Camacaro, lo invita a degustar sus delicias criollas: cochino frito, mondongo rebosado, chicharrón con pelos, pisillo de venado, teretere, morcilla y ñemas de terecaya, recién cogidas del Orinoco. ¿Y la cerveza? ¡Bien fríiiiiiaaa! Ambiente familiar, pista de baile y patio de bolas criollas. ¡Visítenos y se convencerá!”
Don Lorenzo desgarró el sobre y extrajo su contenido. Era una hoja estrujada y manchada con tinta de multígrafo. Ciriaco ordenaba artículos redactados por su jefe para llevarlos a imprimir.
“¡Extra! ¡Extra! ¡Urgente! (Fanfarria tonante) ¡Radiodifusora Miguaque informa! (Redoble de timbales)”
¾Esos bellacos van a leer de seguro un recorte de “Últimas Noticias”. ¿Por qué no leerán extractos de mi periódico? ¿Quién es el principal accionista de la radio? Lino Fragachán, sí señor, lo voy a conversar con él¾ murmuró don Lorenzo buscando en la gaveta los bifocales.
“A continuación pasamos a dar lectura a un comunicado llegado a nuestros estudios donde un supuesto ‘Comité Unido de Lucha Organizada’ (cuyas siglas nos abstendremos de pronunciar por obvias razones), reivindica el atentado terrorista de anoche a ese santuario de veneración popular como lo es el ánima del Túa-Túa. Este documento apócrifo dice lo siguiente: Al pueblo de Miguaque, de Venezuela y de Latinoamérica toda: El Comité Unido de Lucha Organizada ha dado comienzo a sus actividades revolucionarias procediendo a reducir, hasta sus cimientos, a ese epicentro de superstición y oscurantismo configurado por la ermita del Túa-Túa. El sistema está carcomido y su putrefacción se revela, en su forma más nauseabunda, en la complicidad entre los mitos religiosos (opiáceo de la conciencia popular) y las prácticas explotadoras del capitalismo reaccionario”.
Las palabras rebotaban del oído al papel sostenido por la mano temblequeante de don Lorenzo, danzando en una mermelada de ecos derretidos. Sus labios se movieron al unísono, en lectura litúrgica, doblando al locutor.
Bakunin dijo, en cierta oportunidad, que Dios era el obstáculo esencial para la libertad del hombre. De hecho, nuestra burguesía usufructúa de la ignorancia del pueblo para mantenerlo postrado e inerme. ¿Hasta cuándo proseguirán en su labor de corrupción, con su oro vil que les abre las compuertas del cielo con sus disparates religiosos? Llegó la hora de ejercer la conciencia en tal que producto social. Nosotros proclamamos: ¡Muera la incertidumbre! Los ricos y su Dios son nuestros enemigos. Nuestra lucha es contra este limbo al que se nos tiene condenados. La meta del enemigo es reducirnos a la homogeneidad de la nada. Nosotros respondemos: ¡Destrucción!, porque la urgencia de destrucción es una necesidad creativa. La ciencia triunfará sobre las miserias de la ignorancia. ¡Viva el conocimiento! ¡Abajo el sistema!
“Miguaqueños, venezolanos, latinoamericanos: nuestro continente es el ámbito de lo real, de lo mágico y de lo maravilloso. Hemos sido víctimas del engaño que ha pretendido domesticar nuestra rebeldía de pueblo de sangre caribe y bantú entremezclada con linaje de hidalgo español. Somos el pueblo de Bolívar, de Boves y de Ezequiel Zamora. Aquí no hay lugar para la abulia. Nuestro destino es la lucha. El único Dios que existe es el que comanda la rebelión popular. Ese es el solitario acierto pragmático de este reino apopléjico. Si no resistimos, seremos despedazados por los curas y los burgueses. Después que triunfemos, imperarán la paz y el amor. El C.-U.-L.-O. desea que todos ustedes se refugien en su interior. El C.-U.-L.-O. os ama.
“Así finaliza el comunicado llegado a nuestros estudios, amables radioescuchas. (Fanfarria clamorosa) ¡Este ha sido un extra de Radiodifusora Miguaque! ¡Seguiremos informando! (Cierra la fanfarria) ¡Y ahora, cuando son las ocho y treinta y cinco, seguimos con las colombianitas! (Arranca un vallenato)”.
Don Lorenzo pensó.
“¡Oh transparentes cristales de mis pupilas, qué dislates, qué despropósitos! ¿Quiénes son estos hunos desalmados? ¿Será la cólera de Dios? ¿Será el Apocalipsis? Estoy crispado. Esto es inaudito. Llamaré a Alfredo Enrile Salom, a Efraín Alvarenga y al padre Carrasco de inmediato”.
¾¡Ciriaco! ¡Tráeme la cucharada que me da el soponcio!
Estaba a punto de sucumbir a un verdor delirante.
Toda la noche había divagado en un yo-yo febril.
Rezó de rodillas ante la imagen de un Cristo famélico y abrumado por los dolores del mundo. Era una cara lacerada por las afrentas y tallada en madera de suicidios amarillos.
Las chicharras y los grillos parecían regodearse ante el cante jondo de la noche larga. Florentino y el Diablo se careaban al pie de un arpa acuñada en fuegos quirópteros.
Amaneció, al fin. Su mejilla estaba adosada al linóleo del piso. Lloraba con lágrimas ajenas. Retomaba, porfiadamente, el “Yo Pecador”. La sotana estaba ahíta de sudores urticantes. El calor era el mismo del infierno.
En un desliz de cordura se incorporó. Se desvistió con dedos pálidos de uñas azuladas. Había un dolor amarrado en su costado. “Dame el vinagre, centurión”, reflexionó, imaginándose suspendido a lo largo de un madero en una tarde de Pascua judía. “Traspásame, lanza, traspásame y haz que mi sangre se vierta en las llagas de los leprosos, en las cataratas de los invidentes, en las bubas de los sifilíticos, en el sueño de los fallecidos que van a resucitar”.
Una fatiga eléctrica, herencia subjuntiva de un tatarabuelo aberrado, lo agobió. Buscó el lecho a tientas. Se tendió y oró con terquedad, mientras sus huesos y sus dientes vibraban con puerilidad de temblador del Orinoco.
¾Hoy pasamos el páramo, Dionisia¾ murmuró cuando vio venir, apartando las persianas del delirio, a la vieja solterona que fungía de ama de llaves de la casa parroquial.
Dionisia le palpó la frente.
¾Tiene quebranto, padre. Será mejor que no se levante. Aguánteme aquí que le voy a preparar un guarapo de limón con canela bien caliente, para que se lo tome con dos aspirinas.
¾Dionisia…
¾Dígame, padre.
¾ ¿Este es el mismo cielo de la mesa de Esnujaque?
¾El cielo es el mismo en todas partes, padre.
¾Pero, ¿por qué lo veo más candente?
¾Porque la calor está bien brava. Malo para nosotros que vivimos en el pueblo, pero bueno para los que sembraron el maíz temprano. No se mueva, padre, que voy a la cocina. Le voy a poner la radio para que se distraiga.
Dionisia salió. El aparato exhalaba una cacofonía enfática. Las palabras salían esparcidas.
Intentó orar. Lo necesitaba.
Una frase por aquí y otra desperdigada por allá halaron su atención. Ese lenguaje pedantesco le era familiar. Pero no el trasfondo. ¿Dios obstáculo para la libertad? ¿Qué, qué, qué?
“¡Cristo redentor, apiádate de mí!”, imploró.
¾Ay, padre, es verdad¾ dijo Dionisia, regresando con un pocillo humeante en una mano y dos tabletas blancas en la otra¾. Anoche le pegaron candela al ánima del Túa-Túa. Aquí está don Lorenzo. Vino para contarle los detalles. Pero pase adelante, don Loro. Usted es de la casa.
Eran como dos apariencias borrosas que bailoteaban como los Diablos de Yare alrededor de la casa.
¾Fueron esos forajidos drogómanos. Estoy persuadido, padre.
¾Ave María purísima. Fin de mundo, padre.
¾Hay que tomar medidas ejemplarizantes. ¿No le parece, padre?
¾Bendito sea Cristo. Son unos gálfaros, padre.
¾Voy a hablar de inmediato con el teniente Eugenio Enrique, padre.
¾Zámpenlos toditos a la cárcel para que aprendan esos marihuaneros. ¿No es verdad, padre?
“He amamantado al Anticristo. He ahí mi culpa. Mi expiación no será en este mundo. Imploro tu misericordia, Señor. La vanidad me llevó a creer que yo era un nuevo Juan el Bautista. Todo lo contrario. He sido el mentor de un monstruo. Le he dado cobijo a un embrión de Satanás. ¿Por qué yo, Espíritu Santo? Quiero ser tu humilde siervo. Santa María, madre de Dios…”
Ya en el pasillo.
¾Dionisia, aquí entre nos, el padre Carrasco no está nada bien. Creo conveniente mandar a llamar al doctor Fragachán Pachano.
¾Ay, don Loro, usted es un alma de Dios.
Elena despertó con un sabor de cedazo en la boca pastosa.
Se levantó pesadamente. La cabeza le daba vueltas. El espejo la reflejaba con la misma penumbra de hacía quince años.
Con esa torpeza maneta que tienen los que duermen siestas vespertinas, se malcolocó las chancletas. No eran las suyas. Eran las de la vieja dulcera. Se sostuvo del filo de la cama mientras buscaba algo de donde asirse al mundo que parecía avanzar sin ella.
Recordó el ataque de nervios en el hospital. Había mantenido una calma infame en el traslado desde la carretera nacional. Pedro Esteban había estado a su lado, observándola con córneas y pupilas veladas, al tiempo que ella le relataba, a través de tapices de melodía monocorde, la historia de su génesis y su concepción.
“Algún día habría tenido que enterarse de su verdad”, pensó.
Pedro Esteban no pronunció palabra, con esa lejanía tan de él, tan ajena, tan escondida, que ahora la desconcertaba. Fue como un deber ritual pues, siempre lo había sabido, los dos eran animales del monte, errabundos y sin sentido de la pertenencia.
Cuando bajaron el cadáver de Nectario, o Benavides, de la ambulancia, Pedro Esteban lo detalló con postura asertiva de cirujano taciturno. Luego, dio media vuelta y se marchó con su amigo hippie, en la moto, de la misma manera como había aparecido.
Elena se sintió sombra.
Un detective de PTJ se le había acercado enseguida y comenzó a hacerle preguntas. Ella respondió mecánicamente al tiempo que seguían el cuerpo envuelto en una sábana blanca. Vio cómo lo introdujeron en una nevera anónima y comenzó a desgajar unas lágrimas mudas que, paulatinamente, le fueron haciendo perder la compostura. Eran los vaivenes del desamor que la arrollaban inmisericordemente.
Había perdido el control de sí misma en lo externo. Para sus adentros, con un sesgo de raciocinio, se preguntaba: “¿Estaré sobreactuando? Puedo estar cuerda otra vez, si lo deseo. Para volver a la normalidad lo único que necesito es apretar el botón del autocontrol. La ocasión requiere un tanto de lágrimas, gritos y berrinches. ¿Qué diría Nectario de todo esto?”
Un médico prognático y greñudo le tomó el brazo, le ató una banda de goma y le inyectó un líquido verdoso. Mientras flotaba vertiginosamente en laberintos transparentes que desembocaban en un limbo disparatado y feliz, vio a Cándido acercársele con una cara obtusa y desordenada, como en los cuadros de Picasso.
A lo lejos se escuchaban pájaros y música radiofónica. Intentó ordenar sus pensamientos. Partir, partir. ¿Hacia dónde? Todo le resultaba ahora insoportable. Sus piernas se acobardaron ante la certeza de verse señalada con el dedo entre la multitud de cabezas sin rasgos.
Su vida estaba maldita en este pueblo. Se iría lejos, muy lejos, donde nadie la conociese. Donde no existiera la horrible sentencia de la desgracia y de la muerte persiguiendo a quienes se atrevieran a enamorarse de Elena Bernárdez.
Unas frases al garete que entraron indelicadamente por la ventana llamaron su atención. Eran unos dislates terribles y blasfemos que provenían de la radio. Se acordó del fuego del horizonte la pasada noche y la llegada de Pedro Esteban cual ave fatigada por la luna llena. El calor y las palabras la marearon. Sintió amor de vientre y de placenta. Se escuchó diciendo a las ásperas sombras: “¡Hijo! ¡Hijo! ¿Qué te he hecho?”
Los sollozos afloraron incontenibles por todo el amor y todo el egoísmo de esos años incinerados. El dolor era insoportable. ¿Dónde estaban los abrazos y las caricias de ese pedazo de sí misma que había dejado escapar navegando en mareas foráneas? ¿Dónde estaba la cercanía del hijo extraviado y aturdido?
Cándido entró presuroso al escuchar los gimoteos contenidos de su hermana.
¾Toma esto por favor, Elena. Lo mandó el médico.
Elena lo vio traspasar una neblina andrógina. Era delicado, frágil, liviano. Aceptó el Valium, sin decir nada. Cándido la veía con solicitud de enfermera, con piedad de monja, con lealtad de hermana preterida. Elena atisbó una tristeza soterrada en sus facciones lampiñas.
¾Qué no hubiera dado por ser como tú, linda¾ lo escuchó decir mientras las nubes artificiales del ensueño recubrían su vuelo de corocora extraviada.
La carretera era un hilo dental que se refugiaba en las encías del horizonte.
Había gavilanes primitos balanceándose en los alambres destemplados del telégrafo a la caza de tucusitos descuidados. De vez en cuando, se podía ver a una zorra camacita en vivaracha persecución de un conejo huidizo por entre los mogotes.
Sojito le había contado sobre su bastardía a Gonzalo y se mostraba taciturno.
¾Eso es increíble, chamo¾ repetía Gonzalo una y otra vez, sin descuidar el volante y estirando la boca y el gaznate como King Kong.
Se sirvieron otra porción del polvillo para vencer el sueño. Habían decidido, de improviso, marchar a la capital del Estado a visitar a Pedrarias, en la penitenciaría.
¾Es un deber de panas¾ había comentado Gonzalo al sustraer el carro de su tío, el profesor Ugarte Ayala, quien nuevamente había partido hacia Valencia el día anterior.
Sojito decantaba en incompresible monólogo el peso terrible de su confusión.
¾Sartre lo dijo, en un intento de acercar la antropología existencial al fervor radical. Se nos pretende dividir en dos clases de hombres: los obedientes y los sumisos, siervos de la gleba, números prescindibles, proletariado anónimo; y los elegidos del destino, tributarios del resto de la homósfera, ungidos, sagrados, necesarios. Los propietarios de los flancos ignominiosos. Estos son los verdaderos elegidos de Dios, los que no afectan dilemas vivenciales y, por tanto, pueden afrontar su pathos sin rémoras emocionales que puedan degradar su sagrada misión de dominar los entornos. Sí. Eso es.
Gonzalo gruñía, viendo la carretera.
¾Son las piedras filosofales del engaño divino. Los amantes del conocimiento puro, como Einstein y los filósofos, conciben a Dios como una suerte de verdad a medias e inconclusa de la cual la investigación científica viene desentrañando aspectos parciales a través de la relatividad, la mecánica cuántica, el principio de incertidumbre, las leyes de la termodinámica, la evolución en complejidad-consciencia de Teilhard de Chardin y, en fin, todos los demás hitos del conocimiento. Serían las columnas básicas que irían escudriñando las estructuras diversas que gobiernan al universo con inapelables edictos, ya que es evidente que el cosmos no se comporta como una partida de dados…
¾Topo ahí¾ dijo Gonzalo, mordisqueando el aire.
¾…así lo dijo Einstein. En los aspectos fácticos, todo eso es correcto: estructuras coherentes y dinámicas que se imbrican. Pero, ¿y la dominación y el sojuzgamiento inherentes a la Creación? Dios no nos fabricó para hacernos felices, como sería la lógica del amor filial. La única explicación es que seríamos un gigantesco caldo de cultivo de conejillos de Indias y de chivos expiatorios que, gracias a reacciones que han escapado a Su control (no es tan omnipotente ni tan omnisciente como parece), hemos tenido la posibilidad de vislumbrar una salida sin Su visto bueno, sin Su supervisión y sin Su imprimatur.
¾¿Ah? ¾ Gonzalo no entendía ni jota.
¾El lastre consiste en los sentimientos y en los remordimientos que nos limitan. Son los sueños ancestrales inducidos por el temor a lo desconocido. Si hemos sido capaces de luchar, desde tiempos remotos, contra el orden de la nobleza, el orden feudal, el orden burgués, contra el orden mismo de la naturaleza, ¿por qué no hemos sido capaces de rebelarnos contra el orden de la falacia? Por eso es que sostengo que Dios sí existe, en su misteriosa sustancia aún no develada, pero que su supervivencia como ídolo supremo está amenazada por el carácter retrechero, veleidoso y contestatario de la raza humana. O al menos de sus adalides más conspicuos, quienes se niegan a nutrirlo profesándole fe y creencia.
¾Qué arrecho¾ comentó Gonzalo, acercando un fósforo a un 747, un tabaco grueso de marihuana, cuidando que el viento que penetraba por la ventanilla no lo apagara. Encendió la radio en el preciso momento en que una estática creciente cobijaba las hirientes palabras.
¾Escucha, panita. Están leyendo el comunicado.
¾Qué cagante, ¡uf! Tenemos revolucionado al pueblo.
Sojito repitió mentalmente los vericuetos de la enrevesada sintaxis. Pero su pensamiento retornaba porfiadamente a Elena.
Sus ojos se aguaron. Deseaba manifestarle realmente que la quería, que la comprendía y la perdonaba. Se hizo la promesa de que, al regresar a Miguaque, echaría a un lado la coraza de indiferencia. Todo cambiaría entre ellos.
Gonzalo recordó a Julia.
“Qué bolas. Me enamoré de verdad”, pensó.
Aparecieron las primeras lomas que anunciaban la cercanía de la capital del Estado. El cielo estaba encapotado. El calor arreciaba. La naturaleza anhelaba lluvia.
Eugenio Enrique y el “Bolondrito” desayunaron en el Hotel “Santa Narda”.
¾Toma. Aquí te los anoté a todos¾ Pablito Awad entregó una lista en un papel¾. Los tres primeros que aparecen son las que la distribuyen.
¾Pedro Wilson Viera Leitão, Gonzalo Ayala y … ¡Pedro Esteban Sojo Bernárdez! Oye, no puede ser. ¿Mi propio primo vendiendo drogas?
¾Como lo ves…
¾Pero si él era el mejor alumno del colegio del padre Carrasco.
¾Tú lo has dicho. Era.
¾ ¿Este Pedro Wilson no es el mismo que está arrestado por lo de la hija de María Esperanza?
¾También se las da de subversivo y alzado.
¾ ¿Así es la cosa? Ya le vamos a dar su “tate quieto”. ¿Y el otro?
¾El otro es un hippie, fumón y vago con carnet.
¾Menos mal que me pusiste en autos, “Bolondrito”. Estoy más que seguro que aquí también tenemos a los incendiarios del Túa-Túa.
¾Dalo por descontado.
¾Les voy a aplicar un escarmiento que se van a acordar del día en que nacieron. ¿Y tú, “Bolondrito”?
Pablito Awad se quedó con la mirada en blanco, como esperando un banderillazo.
¾¿Yo qué?
¾¿Cómo sigue el canto?
Pablito Awad se relajó. Pensó que le iban a recriminar la soplonería.
¾Chévere. La semana que viene voy a grabar un disco en Caracas y, probablemente, me presentaré en el Show de Renny junto con Nancy Ramos y Trino Mora.
¾ ¿Y no estabas cantando con el Combo “La Sensación”? ¾ preguntó Eugenio Enrique sorbiendo un con leche grande.
¾Eso es mientras cuadro las cosas. Definitivamente me mudo para la grande. Hasta pienso ponerme un nombre artístico.
¾¿Ajá?
¾Sí. Para los efectos de televisión y discos me voy a llamar Paul Alexander.
¾ ¡Upa! Felicitaciones, “Bolondrito”.
¾Gracias.
¾Bueno, suerte. Te dejo. Voy a comenzar a mover los hilos¾ Eugenio Enrique se levantó de la mesa, dejando unos billetes y una propina.
¾Saludos a Julia¾ ripostó adulante el “Bolondrito”.
Eugenio Enrique sonrió guiñando los ojos.
Era la radio.
¾ ¿Oíste eso?
Azael Lisandro, hijo, en su rol de comandante clandestino, había apagado el viejo aparato de galena.
¾Me parece que nos salió una competencia rara¾ comentó Natalí.
¾Hay que averiguar quiénes son, no vaya a ser que nos echen a perder la operación.
¾ ¿Te diste cuenta del lenguaje que utilizaron?
¾Es extraño, ¿verdad? Se nota que poseen intenciones revolucionarias pero también que tienen una confusión conceptual del tamaño de la cordillera de Los Andes.
¾Atacando a la Iglesia y a Dios no se ganan adeptos en estos pueblos.
¾Tienes razón, Natalí.
En eso entró el ñato.
¾ ¿Qué se ha sabido? ¾ preguntó Azaelito, alias comandante Argenis.
¾Parece que van a suspender el acto porque el padre Carrasco está muy enfermo.
¾ ¡¿Qué?! ¾ Azaelito se incorporó, preocupado.
¾ ¿Y del incendio del ánima del Túa-Túa? ¾ inquirió Natalí.
¾No se sabe nada¾ confirmó el ñato¾. Otra cosa, comandante Argenis. Malas noticias.
¾Dímelo sin tanta prosopopeya.
¾El hombre asesinado por Livorini anoche…
¾¿Sí?
¾…es el comandante Camero.
Natalí bajó la vista. Azaelito dio unos pasos hacia el patio, pensativo. Hacía calor. Un gallo zambo del vecino cantó desafiante.
¾Llámame a los muchachos.
El ñato fue a las dos escuetas habitaciones y regresó con cuatro hombres entecos, de edad indefinida y barba rala. Se sentaron en las silletas de cuero.
¾Hay cambio de planes, compañeros.
Todos lo miraron, aguardando con eficiencia a que se les describiera el nuevo panorama.
¾Ahora sí vamos a utilizar la experticia del ñato. Álvaro, necesito que me convoques a nuestros cuadros del liceo para una reunión a mediodía en el corral de doña Martina. Petronio, mañana a primera hora hay que desenterrar el cargamento y transportarlo aquí. Te encargarás de eso con Nicasio. Gerónimo, te ocuparás de contactar a la gente del PCV y del MIR para que nos respalden. Señores, no nos vamos a ir de acá sin antes alborotar este avispero…
Catira linda:
He estado desesperado todos estos días. Jamás imaginé que estar preso fuera una cosa tan horrible, tan degradante y tan deprimente. Esta penitenciaría es un sitio sórdido, maloliente, inhumano y feo. La suciedad y el desaseo parecen estar incrustados hasta en los cimientos. Pero lo peor es que la gente se va acostumbrando a vivir como cerdos hacinados. He conocido tipos que hasta son felices medrando y respirando en este aire infernal. Si no me he suicidado, francamente, ha sido porque tu imagen fresca y dichosa en mis brazos se me viene como ráfagas de ventarrón para hacerme ver que existe algo puro y sublime por lo que luchar.
Gonzalo y Sojito vinieron a visitarme. No sé cómo supieron que hoy era el día indicado o de qué artimañas se valieron para que los dejaran pasar. Lo cierto es que me han reconfortado sobremanera. Les he pedido que me cuenten todo lo que ha pasado en el pueblo en estos días, mientras escribo estas cortas líneas para ti. O sea que estoy escuchando lo que ellos me dicen y redactando simultáneamente. Ellos me harán el favor de hacerte llegar esta cartica.
Catira, ayer realicé algo deleznable. Le firmé un documento al hipócrita del abogado de tus padres donde me obligo a no verte más y a otro pocotón de cosas. Lo hice porque necesito salir de esta pocilga cuanto antes. Presiento que si paso un día más aquí me voy a asfixiar. Sé que tú también eres prisionera y, a lo mejor, eres víctima de cualquier chantaje similar. Lo único que puedo jurarte es que voy a ir en tu búsqueda, donde quiera que te encuentres y que, después que te consiga, van a tener que escarbar cielo y tierra para conseguirnos. Puedo soportar todos los agravios, todas las infamias (en Miguaque, las lenguas viperinas nos han desguazado), todas las humillaciones y todos los peñonazos con que los desgraciados nos quieren lapidar. Lo que no puedo aguantar es encontrarme alejado de ti. Al verme en la calle correré a buscarte. Van a tener que impedírmelo.
Se acerca el final de la hora de visita. Los muchachos tienen que irse. No sabes cuánto les agradezco en mi corazón el que hayan venido. Sojito se ve muy infeliz. Me ha contado unas cosas terribles. No sé si será bueno lo que planea. Pero así adquiero conciencia de que el sufrimiento y la desolación no son potestad nuestra solamente. La vida es un campo yermo y pagamos un precio vil por deambular entre sus surcos malditos. Creo que Sojito tiene razón en sus teorías. Quisiera no caer en ese pensamiento tan irrevocable pero me es imposible evadir estas ideas confusas. Ese será nuestro epitafio.
Te amo, catira. Te quiero con toda la energía de mi vida. No me desampares. Sueña conmigo siempre, siempre, siempre. Pronto estaré junto a ti de cuerpo presente. Mi alma te acompaña como un esclavo fiel. Coño, siento ganas de llorar porque me haces falta. Parezco un niño. Las manos me tiemblan. Piensa en mí, cielo mío.
Tu flaco,
Wilson
P.S.: Gonzalo me dice que le entregará esta carta a Julia para que te la haga llegar.
Eugenio Enrique venía de PTJ cuando decidió darse una vuelta por el colegio “María Santísima”.
Tuvo suerte.
Julia venía saliendo en ese instante. Al ver el Camaro, se separó de sus compañeras.
¾ ¿Quieres que te lleve? ¾ le preguntó Eugenio Enrique.
¾El transporte viene ahorita a buscarme¾ contestó ella.
¾Anda, ven. Me acompañas y hablamos.
¾Pero…
¾La señora del transporte no se va a morir porque hoy no te regresas con ella. Ven…
¾Bueno.
Eugenio Enrique se mostró risueño. Julia le siguió la corriente.
¾¿Y tú no trabajas hoy?
¾Estaba desocupándome de unos asuntos pendientes. A la tarde me voy a Tenapa a chequear el comando. ¿Te puedo visitar esta noche?
¾Ven después de las ocho porque tengo que estudiar filosofía.
Eugenio Enrique pensó: “Cada día me gustas más, Julia”. Ella le sonrió como si le adivinara el pensamiento.
¾Voy a comprarle una vitamina C a la vieja mía antes que se me olvide¾ dijo Eugenio Enrique, deteniendo el Camaro frente a una farmacia¾. ¿Vienes?
¾No. Te espero aquí.
Eugenio Enrique se introdujo en el establecimiento. Julia abrió el pequeño compartimiento a la vera de la palanca de cambios. Había una pistola enfundada. Las armas le daban terror, pero sentía una curiosidad almidonosa.
Tomó un papel doblado descuidadamente. Vio hacia la farmacia. Eugenio Enrique estaba recibiendo su compra en una bolsa y se disponía a cancelar. Desplegó la hoja.
Estaban los nombres de casi todos los muchachos del grupo. Pedrarias, Gonzalo y Sojito aparecían marcados con asteriscos y, al lado, en letras rojas, “distribuidores”. En una esquina decía, “mariguana, LSD, cocaína”, y más abajo, “librar boleta de captura… Rebolledo… PTJ”.
Eugenio Enrique regresaba. Julia dobló el papel y lo colocó en su sitio, con premura.
¾Listo. Te llevo a tu casa. ¿Estás segura que no quieres almorzar conmigo?
Julia se negó. Al llegar a la quintica veteada se despidió presurosa. Entró a su cuarto, se plantó delante del espejo y pareció reflexionar durante dos minutos.
¾¿Adónde vas? ¿No piensas almorzar? ¾ le preguntó la señora Raquel al verla salir con urgencia hermética.
Se detuvo primero en casa de David. La señora Maritza le explicó que había salido temprano en la mañana con el señor Azael Lisandro, a la finca que tenían en la vía de Tenapa. Julia le encomendó su necesidad perentoria de hablar con él.
¾Se lo participo en cuanto llegue¾ respondió la señora Maritza.
Gonzalo vivía en la urbanización Los Docentes, como a quince cuadras. Prefirió torcer el rumbo y enfiló hacia la casa de Giancarlo. Le dijeron que estaba levantando pesas en el patio de atrás.
“Ma, dove vai?”, le preguntaron con macizo acento siciliano cuando se internó sin pedir permiso. El musiú estaba fajado con las mancuernas y sudando a mares, mientras sus bíceps se hinchaban y la melena alborotada se erizaba más. Julia ni siquiera se disculpó.
¾Tienen que esconderse todos, Giancarlo¾ le dijo de sopetón.
¾¿Ah?
Le echó todo el cuento, sin anestesia. El musiú se puso blanco.
¾En cualquier momento los mandan a buscar. A ti y a los otros.
¾No puede ser.
¾ ¿Dónde está Gonzalo?
¾No lo veo desde ayer.
¾Es tu responsabilidad advertir a los demás.
Giancarlo se puso en disposición de partida.
¾Gracias, Julia.
De regreso a su casa, se tropezó con Rosita Bustamante. Volvió a referir el asunto.
¾Corro a contarle todo al “Chino”.
¾Que le digan a Gonzalo también, por favor¾ solicitó Julia.
Ya en su casa, se sentó a la mesa. La señora Raquel le puso por delante un humeante hervido de verduras.
¾¿Te sientes bien, hija? Te noto preocupada.
¾No es nada, mamá.
“Ya hice mi parte”, pensó. “Ahora solo me queda esperar”.
La tía Benilde había querido mostrarse amable.
María Enriqueta se enervaba con la vaciedad de su conversación. Cuando al fin se quedó sola, escribió cartas sin destinatario y poemas grises, como el tiempo que hacía afuera.
Sintió pasos que se aproximaban. Guardó las páginas con prisa de hormiga fundamentosa. Era María Esperanza.
¾Lee, por favor¾ le extendió un papel mecanografiado.
María Enriqueta paseó su vista por el documento. En él, el ciudadano Pedro Wilson Viera Leitão se comprometía a…
Leyó con frenesí alucinado hacia  sus adentros, su semblante pálido, inmóvil e inexpresivo. En el insípido lenguaje de los leguleyos venía decretada la muerte de un sentimiento, aplastado por un tifón de arandelas contractuales. Los pies le hormiguearon, las manos se le enfriaron y la vista se le nubló con un desamor macerado a coces de cantárida. Pero no perdió el aplomo.
¾¿Y…? ¾ preguntó queriendo mostrar desdén.
¾Como dijo Nuestro Señor en la Santa Cruz: todo está consumado¾ contestó María Esperanza, con autosuficiencia¾. Te hemos librado de una vez por todas de ese… de ese muchacho.
María Enriqueta miró hacia la ventana pugnando por disimular sus emociones.
¾Sé lo que estás pensando. Que puedes huir de nuevo, al menor descuido nuestro, y reencontrarte con él. Pero eso no podrá ser, María Enriqueta. Al mínimo desliz, hago que Ramírez Pérez lo vuelva a encarcelar. Y tú sabes bien que Ramírez Pérez es un lince con esos jueces (no me preguntes cómo lo hace). Aparte de que, fíjate bien, ese… ese muchacho te echó a un lado al primer contratiempo. Lo cual significa, obviamente, que su interés por ti era material. Te dejaste engañar como una verdadera inocente. Ni Caperucita Roja. Da gracias a Dios que tienes padres que velan por ti y que, bajo ninguna circunstancia, te desampararán.
María Enriqueta sintió un mareo de aluminio. Corrió al baño y vació su estómago. Un sudor de frigorífico saltimbanqueaba por su espinazo.
¾Son los primeros síntomas… ¾ musitó María Esperanza.
María Enriqueta se secó con una servilleta.
¾Quiero abortar ¾ dijo con voz sombría.
María Esperanza se irguió sobre sus talones como si hubiera sido testigo presencial del Big Bang.
¾ ¡No blasfemes, María Enriqueta! ¡Eso es un pecado terrible!
¾No me dejas alternativas.
¾Sí las hay, pero no ofendas a Nuestro Señor diciendo esas barbaridades. ¿Te sientes mejor ya?
María Enriqueta hizo un esfuerzo enorme para responderle que sí, luchando contra la corpulenta y áspera barrera que la separaba de su madre.
Al irse María Esperanza, lloró con amargura traducida en desesperación e impotencia. “Soy demasiado cobarde para suicidarme”, pensó. La figura de Pedrarias se le desdibujaba en un caleidoscopio de incertidumbres.
La almohada se salpicó con la llovizna estremecedora de sus ojos de aguamarina. ¿Por qué no podía pensar en Pedrarias? Su universo empezó a encogerse, a verse limitado por las fronteras de sus poros. Deseaba saltar al vacío sobrecogedor y olvidarlo todo.
Añoró la casa de muñecas, con sus fantasías tenues y su abrigo de almíbar, donde era imposible que pudiesen penetrar las iniquidades del exterior. La prefería diez millones de veces a esta celda banal donde había sido confinada. Siempre sería una prisionera, lo sabía. Siempre necesitaría de alguien que la protegiese de las oscilaciones coléricas del mundo.
Sus ojos se vaciaron de tantas lágrimas unánimes. Pero su corazón y su mente siguieron desgarrándose con el sopor de la pena, el olvido y la dejadez. La primera parte de su vida había muerto, irremediablemente. Ya no intentó volver a pensar en él, tan siquiera.
Se despertó en la madrugada gris y fría, a escribir.
Alba que despunta mi victoria
desolada de aves que nunca existieron
y desprovista de amor añejo,
corpiño apagado,
y de una caricia disuelta en cenizas azules…
Amanecer coherente, vida puntual y
proyectos magnéticos que
me halarán por flancos
solicitando el consuelo de una
presencia que no fue,
de una biografía inconclusa,
de un fruto sin espíritu,
de un hijo expósito al que nunca conoceré…
Día taciturno que comienzas
en género masculino tráeme
el silencio del viaje y
achícame esta vigilia
preñada de higos amargos.
Se acabaron los espacios coherentes del amor…
El éxtasis de su ausencia ha fallecido…
El desorden de mi alma finalizó…
Soltó el lápiz. Se asomó a la ventana para contemplar el sol raquítico y escuchar los gorjeos de los pájaros. Sus labios esbozaron una sonrisa de adiós. No recordaba nada.
José Gregorio Livorini no podía apartar a Elena de su pensamiento.
Resoplaba, daba bufidos, se pellizcaba las piernas y recorría el angosto trecho de la celda, como si el infinito se prolongara desde los infinitos barrotes que lo separaban de la realidad.
Había matado a otro hombre, enloquecido por los celos. Los mismos celos que lo habían impulsado a dejar el escondite y que lo hicieron seguirla con meticulosidad de espía. Se recordó de unos viejos versos de una canción pasada de moda: “Celos, malditos celos, por qué me matan…” Por ella volvería a matar, una y mil veces. Se le crispaban los puños con la furia.
Ramírez Pérez le había asegurado que mañana estaría de nuevo en la calle. El juez ya había sido “palabreado” por cien mil bolívares. Los muertos se estaban poniendo cada día más caros.
La buscaría y la obligaría a marcharse junto a él, antes de que acabase con el pueblo. Le hablaría suavecito, porque eso era lo que a ella le gustaba, así no se pondría arisca y malamañosa. Con paciencia de chino la haría morder de nuevo el freno. Ella era como esas yeguas montaraces. Luego del chaparrazo, un cariñito y contenta otra vez. Sin barajustes.
“Después de este par de muertos va a pasar un buen tiempo antes de que me vuelvan a mirar con buenos ojos en Miguaque”, gruñó casi imperceptiblemente. O mejor sería irse con Elena un tiempo para “Los Padrotes”, el hato que poseía por los lados donde el Manapire le cae al Orinoco. Lejos del ruido y del mundo. Así se aplacarían los dos. Hasta podrían pensar  en tener un hijo, que buena falta ya le estaba haciendo. Así Elena comprendería, definitivamente, que lo de él con ella sería, en lo sucesivo, pura seriedad y compostura.
“Lo único que necesito ahora es aquietarme y aguardar. Carajo, pero es que me siento como un cunaguaro jambreao. Cuando venga Ramírez Pérez le voy a encargar unas pepas para poder dormir”, pensó, al tiempo que taconeaba con rabia el piso de cemento.
Un policía de ojos aindiados le trajo una vianda con comida y se le quedó mirando como si fuera un aparecido.
¾ ¿Qué es lo que me ve, piazo’e policía pendejo? ¾ le espetó sin dejar de hincarle el colmillo a un muslo de pollo.
El policía desapareció como si hubiera escuchado un roznido de tigre en la montaña.
Hacía tiempo que David no acompañaba a su papá a la finca.
La proximidad de su grado de bachiller y las presentaciones de Los Enigmáticos lo habían distraído.
“Mi papá debe sentirse un tanto desilusionado”, caviló, con cierta tristeza enturbiada, como si ya sintiera nostalgia por haberse marchado, “porque ni Azaelito ni yo salimos con vocación campestre”. Para él, la actividad rural consistía en ver al viejo Azael Lisandro subsistiendo de escuálidas ventas de ganado en pie a unos señores, invariablemente de bigotes y parecidos a Jorge Negrete, que venían con unos maletines de cuero repletos de billetes de a cien desde Villa de Cura. A veces, los regateos en la romana se le hacían francamente tediosos. No comprendía, todavía, cómo hacía él para alargar interminablemente los pagos al Banco Agrícola y Pecuario y vivir, eternamente, con aquella deuda de nunca acabar y aquella espada de Damocles pendiendo sobre las fincas que compraba y revendía como si fueran metros de género.
Tanto a Azaelito como a David lo que les gustaba era Caracas. ¿Qué diría el señor Azael Lisandro si supiera que Lito  estaba en Miguaque, escurriéndose como un forajido? “No seré yo quien le dé la noticia”, se autoaconsejó David, “no vaya a ser que lo mate una trombosis”.
El médico ya lo había advertido encarecidamente: “Señor Lisandro, usted está muy obeso y esa dieta de cochino frito y carne de ganado todos los días no le hace bien a su tensión arterial”. El año anterior el viejo había tenido un preaviso con una angina bastante fuerte que lo atacó un sábado en la noche. Estaba azorado viendo a “Santo”, el Enmascarado de Plata, venido especialmente desde México para enfrentarse, máscara contra máscara, al “Dragón Chino”. Se había bebido un par de güiskis con Arquímedes, el antioqueño de la ferretería, cuando, de improviso, se llevó la mano al pecho y empezó a botar aire como un compresor. Hubo que llevarlo en volandillas a la clínica del doctor Fragachán Pachano. La señora Maritza se asustó de veras. Menos mal que David ya sabía manejar. En un santiamén lo recluyeron de emergencia y lo dejaron en observación tres días. Le hicieron pruebas de sangre, de orina, de esfuerzo y de capacidad pulmonar. Las recomendaciones facultativas fueron enfáticas. Más ejercicio y atemperar la dieta. Los tres primeros meses, con el susto todavía fresco, el señor Azael Lisandro respetó la orden. Pero era particularmente duro para él, pues toda la vida había sido muy buen diente y, cuando tuvo la primera ocasión, se atrambucó de paticas de cochino, pastel de morrocoy, sancocho de rabo de baba, arroz con guineo, pavón frito y cachapa con suero. Luego de dos horas de sudor frío y de rascarse el maruto con un nerviosismo de recluta bisoño, le solicitó a David: “No se lo vayas a contar a tu mamá, por vía tuya, porque sino me castiga con avena Quaker y yuca asada hasta el 24 de diciembre”.
¾Necesito un traje nuevo para el acto de graduación¾ dijo David, ya de regreso al pueblo, con el sol de frente medio tapado por unos nubarrones apretujados.
¾Espérate a ver si le vendo un par de toros a Efraín Alvarenga la semana que viene. Si no se da el negocio, mandas a puyar el flux viejo de Azaelito. ¿Conforme, chico?
David no reaccionó ostensiblemente. El señor Azael Lisandro interpretó la oculta señal.
¾Acuérdate que tengo que pagar la cuota del apartamento en Caracas porque sino Maritza se encrespa¾ explicó, mientras la caja de cambios se quejaba afrentosamente con la entrada de la tercera velocidad.
Llegaron al pueblo. Todo el mundo parecía tener la ropa pegada al cuerpo.
¾Este calor es de entrada de aguas¾ aseveró el señor Azael Lisandro¾. Mañana le arriendo la rastra a Medardo Enrile y comienzo a big romear para tirar el maíz. Estos primeros aguaceros no los pierdo.
Frente a la casa estaba estacionada una patrulla. Cuando se apearon del Jeep, un tipo alto, de bigotes chorreados y cara ahuecada los abordó.
¾Inspector Remigio Rebolledo¾ les dijo, enseñando su credencial de Policía Técnica Judicial.
¾ ¿En qué podemos servirle? ¾ preguntó, inquieto, el señor Azael.
¾El ciudadano David Lisandro deberá acompañarnos a la delegación.
¾ ¡¿Cómo?! ¾ replicó, pasmado, el señor Azael.
“Descubrieron que Lito está aquí”, pensó David, “pero si creen que les voy a decir su paradero se van a llevar un chasco”.
David se dejó conducir. El señor Azael los siguió de cerca diciendo:
¾¡Qué vaina es esta! ¿No me van a dejar llamar a un abogado?
La señora Maritza había visto la escena, en toda su inverosimilitud, desde el poyo de la ventana que daba a la calle. Luego de la turbación por la sorpresa, se puso a llorar como solo una madre puede hacerlo.
Era de noche y, sin embargo, no llovía.
¾Vamos un momentico al corral de doña Martina a recoger una ropa que dejé escondida¾ propuso Sojito, respondiendo a la invitación de Gonzalo para que pernoctara en su casa.
Habían hablado poco en el trayecto de regreso. La visión del amigo preso los había deprimido.
Pedrarias les había confesado que esperaba verse libre al día siguiente. Pese a la prohibición que pesaba sobre el particular, planeaba presentarse al pueblo para recuperar a “La Miguaqueña” (el señor Viera se la había traído de Caracas) y emprender, de seguidas, la búsqueda de María Enriqueta. Lo más probable es que no volverían a verse por un tiempo.
Sojito meditó sobre su futuro inmediato en el silencio ventoso del monótono recorrido. Le sacaría una tajada a Cándido y partiría con Gonzalo para Valencia. Era una necesidad perpleja de cambiar de entorno. Buscaría trabajo como músico o como escritor y nunca más volvería a Miguaque. Trataría, eventualmente, de convencer a Elena para que se le uniese. No había más remedio.
Gonzalo pensaba en Julia, en lo que le diría cuando la viese, en la manera cómo tomaría su mano y se aproximaría a sus labios y le robaría uno, dos, tres, muchísimos besos, y el modo en que le contaría lo sorprendido que estaba por haberse enamorado de esa manera, y en la alegría que sentiría cuando ella consistiese en compartir su vida con él, una vida andariega pero llena de elementos intensos, y se irían para Mérida y, a lo mejor, prolongarían la travesía y llegarían al Machu Pichu que es donde confluyen las corrientes magnéticas del universo y… ¡uao!
Ya eran más de las ocho. No se veía ni una estrella y no se movía ni una sola hoja de árbol.
¾ ¿Tienes hambre? ¾ preguntó Gonzalo.
¾Negativo. Ese es uno de los efectos del alcaloide.
¾Cuando estemos en la casa nos acomodamos con par de trabucos y tú vas a ver cómo se nos abre la tripa.
¾Bienvenidos sean los fervientes apetitos.
Llegaron al corral de doña Martina. Había poca luz pero Sojito conocía de memoria los vericuetos. Gonzalo lo siguió de cerca.
Una sombra surgió desde detrás de un paredón derruido.
¾Alto ahí¾ les ordenó, blandiendo una carabina.
La luz de un faro piloto, encendido súbitamente, les agrietó las retinas. Todo fue tan repentino que el susto se les anquilosó en el intestino.
¾Las manos bien arriba, donde pueda verlas.
¾Tranquilo, pana, que nosotros somos pacíficos¾ dijo Gonzalo.
Otra voz horadó el calor de la noche.
¾ ¿Y estos quiénes son?
¾Son Sojito y Gonzalo, compañero. No hay güiro ¾ comentó alguien detrás de las breñas ¾. Déjalos que vengan.
El faro piloto se apagó. Los dos quedaron viendo bolitas fosforescentes. Una mano los asió con firmeza, halándolos amistosamente hacia adentro.
¾ ¿Quién les habló de la reunión? ¾ interpeló la voz desenfocada.
¾ ¿Reunión? ¿Qué reunión? ¾ respondió Sojito, a su vez, reconociendo a su interlocutor ¾ ¿Entonces, Azaelito? ¿De qué se trata todo esto?
¾Chico, estamos preparando una manifestación para mañana. Aquí están varios compañeros de ustedes.
Vieron unos cuantos bultos en la penumbra. Reconocieron a algunos chicos del liceo y del colegio del padre Carrasco. Intercambiaron saludos.
¾Epa, “Búlgaro”. ¿Quiúbo, “Chino”?
¾Ese Gonzalín…
¾Tienes unas medidas de seguridad bien rigurosas, Azaelito¾ comentó Sojito.
¾No corremos riesgos.
¾ ¿Qué han planificado?
¾Mañana por la mañana trancamos el liceo y el colegio. Nos concentramos en la plaza Bolívar y tiramos un mitin. Los motivos sobran¾ explicó Azaelito¾: el gobierno de Caldera mandó a allanar la Universidad Central, los gringos invadieron Camboya y continúan masacrando al pueblo vietnamita, Rockefeller viene la semana próxima…
¾…y el Magallanes ganó la Serie del Caribe ¾ completó, guasonamente, el “Búlgaro”.
Todos rieron.
¾La cosa es seria¾ interrumpió, consternado, Giancarlo¾. Sojito y Gonzalo no saben todavía que la policía nos anda buscando a casi todos los que estamos aquí.
¾Ustedes dos están en el ojo del huracán¾ aseguró el “Chino”.
Ambos fueron informados de lo que había acontecido.
¾A David lo apresaron esta tarde¾ informó Giancarlo, como colofón.
Azaelito se irritó.
¾Esos desgraciados deben sospechar que estoy aquí.
¾No, Lito, la cosa no es contigo¾ dijo Giancarlo ¾. La culpa de todo esto la tiene el “Bolondrito”. Es un gran envidioso y, para colmo, un vulgar soplón.
¾ ¿De qué estás hablando, musiú? ¾ preguntó Sojito.
¾El autor de la lista negra es él, vale. Y fíjate si será un sucio que metió a David en el paquete, aun sabiendo que ese chamo es zanahoria.
¾Ese “Bolondrito” es un mamagüevo¾ enfatizó el “Búlgaro”.
¾Qué cagada: David ni fuma ni bebe¾ terció el “Chino”.
¾¿Y qué de ustedes? ¿Por qué la policía no los atrapó? ¾ insistió Sojito.
¾Después que Julia me previno¾ prosiguió Giancarlo ¾, corrí a informarle a todo el mundo. El único que no anduvo visible fue David. Se había ido para la finca con el señor Azael. Nos enteramos de la convocatoria de Lito y nos vinimos todos para acá. Ni siquiera hemos podido asomarnos al exterior, de lo peluda que está la situación. Es más te diré que mañana, cuando la manifestación esté en pleno apogeo, pienso pintarme de colores. Me voy para Maracay, a casa de unos primos, mientras se aplaca este vaporón.
¾Eso les pasa por desviar la lucha¾ increpó Azaelito¾. En vez de malgastar la energía aturdiéndose con ese monte podrido, han debido, desde hace muchísimo tiempo, haberse integrado a la acción revolucionaria, a la agitación de masas y a la concientización popular. Ha llegado, para ustedes, el momento de reivindicarse y, sobre todo, de sacudir la modorra asesina que sojuzga a este pueblo. Las batallas no se ganan con escapismos.
Todo el mundo se concentró en la arenga de Azaelito.
¾Las drogas no son ninguna solución. ¿No se dan cuenta que ese es el mecanismo de la burguesía para mantenerlos abúlicos e irresolutos? Se están dejando manipular por el establishment, como dicen los yanquis, con toda esa mamadera de gallo de la moda, la música y la marihuana.  Con eso no se llega a ninguna parte. Hay que dar un paso al frente y oponerse a la oligarquía con ánimo de triunfo.
Todos asentían, silenciosos.
¾¡Hermanitos! ¿Qué pasa? El Che Guevara no es un afiche para pegarlo en las paredes. Es un símbolo y es un mártir que tuvo los suficientes cojones para hacerse matar en la selva boliviana por una causa en la cual creía: la creación de un hombre nuevo, distinto, altruista, para quien el afán de lucro no es el principal aliciente en su vida. Su ejemplo está vivo todavía, retándonos para que tomemos su lugar, empuñemos su fusil y digamos ¡presente!, sin miedo, sin vacilaciones.
Azaelito se desplazaba sin perder aliento.
¾Por eso es que no podemos tolerar desviacionismos. La realidad es una sola y no la podemos torcer con sustancias que alteren nuestras mentes. Hay que estar lúcidos, hermanitos, porque esta lucha es bien en serio. Estamos exponiendo nuestros pellejos porque creemos en una idea. Y hemos venido aquí, a Santa Narda de Miguaque, pues pensamos que es en estos pueblos, olvidados por los peces gordos de Caracas, que puede germinar la semilla del combate revolucionario.
Azaelito era una silueta enfática.
¾Hemos sufrido graves embates, es verdad. La Disip y el ejército nos han dado duro en la sierra de Falcón y en los otros frentes guerrilleros. Pero aun no hemos sido derrotados, hermanitos. Tenemos presencia viva en las universidades y en los sindicatos. Y ahora la vamos a tener también en los pueblos. El primer paso lo daremos en Miguaque. Luego vendrán Acarigua, Barinas, El Tigre, Calabozo, San Felipe, Punto Fijo. El gobierno no se espera nada de esto, por lo cual el factor sorpresa está asegurado. Lo único que solicitamos de ustedes, en tanto que vanguardia de la juventud revolucionaria miguaqueña, es que nos presten una colaboración desinteresada y un respaldo desinhibido. Hay muchos compañeros que no están todavía ideológicamente preparados para afrontar un reto tan crucial. Sin duda, ello se debe a que aun permanecen bajo la perniciosa influencia de los agentes propagadores del sistema: la gran prensa, la Iglesia, la radio y la televisión. A su debido tiempo, ellos serán capaces de comprender la grandeza y la pulcritud de los propósitos que nos animan. Mientras tanto, hagamos labor de zapa. Después de mañana, muchos de ustedes se integrarán definitivamente a la lucha revolucionaria. Bienvenidos sean. Este será su bautismo de fuego. ¿Comprendido, hermanitos?
Las palabras de Azaelito causaron una profunda impresión en Pedro Esteban. Sus reflexiones habían encontrado eco al fin. Era una invitación abierta, sin tapujos de ningún tipo, para pasar a la acción. Era la conciencia desplegándose como producto social. Era la resistencia activa contra las arbitrariedades de Dios, visto a través de todas las representaciones de poder. Se desatarían, ¡enhorabuena!, las fuerzas oscuras resultantes de la lucha perenne entre el hombre elegido, pensante y razonador, y el ente metafísico con su cohorte de cónsules vivíparos: burgueses, cortesanos, jerarcas, plutócratas, mandamases y califas de toda laya.
“Cualquier cosa es preferible a la inopia”, pensó Sojito.
Azaelito comenzó a explicar, detenidamente, el plan de acción para el día siguiente. Los muchachos escucharon con atención.
Gonzalo llamó aparte a Giancarlo y le preguntó por Julia. El musiú no tuvo la delicadeza de omitir el nombre de Eugenio Enrique. Gonzalo sintió un hielo escarlata en el intestino.
Unos gallos cantaron con júbilo de refocilamiento en la inútil madrugada.

No hay comentarios.: