“LET ME STAND NEXT TO YOUR FIRE … “
Jimi Hendrix
Poco antes de las seis de la mañana, tres
comisiones se dirigieron al liceo, al colegio del padre Carrasco y al colegio de
las monjas. Iban provistas de cadenas y candados. Desplazándose con precaución,
procedieron a atrancar, cada una por su lado, las entradas principales. Los
vigilantes brillaban por su ausencia. Seguramente dormitaban, confiados en que
la rutina secular de normalidad y tranquilidad jamás sería perturbada.
A un cuarto para las siete comenzaron a
llegar los bedeles. En los colegios religiosos, intentaron abrirse paso con
seguetas y patas de cabra, pero el material era de buena calidad y no cedía
fácilmente. Los obreros del liceo se limitaron a encogerse de hombros y a sugerir:
“Esperemos a que llegue la directora a ver qué se hace”. Los estudiantes
arribaban y se aglomeraban. Las comisiones aguardaron a que la masa se hiciera
más compacta.
A las siete y diez, uno de los entecos de
Azaelito se apareció con un camión rebosante de llantas usadas. De la manera
más casual, se apeó y arrojó los neumáticos en la puerta principal del liceo.
Todos lo vieron, impasible como un Buster Keaton cualquiera en El Maquinista de la General. Luego de
cumplida su misión, partió del mismo modo en que llegó. A los diez minutos hizo
otro tanto en el colegio del padre Carrasco y, veinte minutos después, se imitó
a sí mismo frente al “María Santísima”.
A las siete y veinte, uno de los integrantes
de la comisión emergió con una botella rebosante de gasolina y roció los
cauchos con parsimonia de hermanita de la caridad. Los liceístas comenzaban a
salir de su pasmo. Ya había casi trescientos de ellos.
Alguien lanzó un fósforo y las gomas
arrojaron lengüetadas de fuego.
El “Búlgaro” se encaramó en un quicio de
cemento. Tenía un megáfono en la mano.
¾¡Compañeros!
¾gritó,
y lo que salió por la corneta fue una suerte de carraspera apostólica.
¾¡Adiós,
cará, el “Búlgaro” es líder! ¾
exclamó un negrito cambado parecido a Memín Pinguín.
¾¡Púyalo,
“Búlgaro”! ¾lo
aupó un gordito bigotón igualito a Capulina.
El improvisado orador le dio unos golpes al
megáfono. Probó de nuevo. Ahora sí funcionaba.
¾ ¡Es
tiempo de que el estudiantado tome la iniciativa y dé la cara!
Tímidos aplausos.
¾ ¡Estamos
aquí para reclamar nuestra presencia y manifestar nuestra voluntad soberana!
Un poquito más de aplausos.
¾ ¡Hoy
no asistiremos a clases porque así lo deseamos!
Abrumadores aplausos y vítores.
¾ ¡Vamos
a la plaza Bolívar a dejar sentir nuestra voz y nuestra protesta! ¡Todos a la
marcha! ¡Viva el movimiento estudiantil revolucionario de Santa Narda de
Miguaque!
¾ ¡Vivaaaa!
¾respondieron
casi todos.
Los cauchos ardían como almendras fatigadas.
¾ ¡Todos
a la plaza Bolívar! ¾ordenó
el “Búlgaro”, cogiendo la delantera.
La marcha arrancó. El tráfico en la avenida
Andrés Eloy Blanco se atascó. Los muchachos tocaban tambor con los carros
detenidos en medio de su desplazamiento. Las consignas rebotaban en las nubes
grises y bajas. El cielo parecía querer transpirar.
¾Los
liceístas ya están en movimiento¾
entró diciendo el ñato.
¾Bien¾ fue todo el comentario de
Azaelito, alias comandante Argenis, viendo su reloj de campaña.
Natalí salió de la habitación principal.
Vestía pantalón y camisa de kaki, al igual que los demás. Tomó una nueve
milímetros de la mesa, revisó el peine y montó una bala en la recámara.
¾Estoy
lista¾
afirmó.
¾Perfecto.
Pongámonos en camino¾
dijo Azaelito.
Salieron en dos grupos. En el primer carro,
Azaelito, Natalí y el ñato. En el segundo, tres de los entecos. Tenían las
armas largas debajo de los asientos.
En ese mismo instante, el “Chino” Rivera
arengaba a los alumnos del colegio del padre Carrasco. José Miguel Moros hacía
lo propio con las muchachas del “María Santísima”. Ambos grupos se mostraron
reticentes. Fueron escasos los que consintieron en marchar hasta la plaza
Bolívar.
Los demás se contentaron con tomarse el
asueto, yéndose para sus casas en sus carros y motos particulares.
Gonzalo y Sojito habían pasado la noche en
vela en el corral de doña Martina.
Tenían los pies fríos y las fosas nasales
goterosas. Parecía que las mandíbulas iban a desprendérseles del cráneo.
¾La
inacción procrea apatía y engendra falacias¾
infería Sojito, desplazándose de un lado a otro y batiendo las manos como aspas
de ventilador de techo¾.
No podemos ni debemos permanecer inmunes al llamado de la diatriba social.
Gonzalo, es preciso que nos sumemos al movimiento.
¾Azaelito
nos recomendó aguardar aquí mientras…
¾ ¡No,
no y mil veces no! Es ignominioso quedarse al margen. Me hace sentir cobarde y
carente de sensibilidad. Además, tenemos una misión que cumplir, ¿lo has
olvidado?
¾ ¿Crees
que valga la pena?
¾ ¡Ahora
es el momento! Se desataron las fuerzas incontenibles de la furia social.
¿Entonces? ¿Le damos o no le damos?
¾Vamos
a darnos.
¾Así
se habla.
Salieron.
María Esperanza y su hija habían llegado
temprano al aeropuerto de La Carlota. Por un momento habían creído que iba a
ser imposible realizar el vuelo por el techo de nubes tan bajo que se cernía
sobre Caracas. Sin embargo, a eso de las ocho, el sol comenzó a penetrar con
fuerza a través de vaginas celestiales.
¾Gracias,
Benilde, por todo¾ se
despidió de su hermana.
¾Ha
sido muy gentil Alfredo Enrile Salom al facilitarte su avioneta¾ dijo Benilde.
¾En
una hora estaremos allá¾
anunció María Esperanza¾.
De todas maneras, pensamos regresar en quince días para finiquitar varias cosas
que quedaron pendientes.
Se les acercó el capitán, un buenmocito que
frisaba los treinta años, de bigotes a lo Emiliano Zapata y porte de campeón de
tenis, que no podía sustraerse a la hermosura indiferente y abstraída de María
Enriqueta.
¾Ya
estamos listos, señora Alvarenga.
¾Chao
entonces, Benilde¾
María Esperanza la abrazó. Se tornó hacia su hija distraída y ausente¾. Vamos, María Enriqueta.
Abordaron el bimotor.
Quince minutos después, volaban atravesando
nubes grises, muy grises. El capitán se esforzaba por abrir cauces de
conversación y llamar la atención de la preciosa rubia que traía a bordo.
María Enriqueta veía hacia la lejanía que se
adhería a sus ojos con pigmento de un verde alimentado por el infinito. Hacía
rato que se había implantado en su corazón una resequedad sin término de
espacios.
También los duendes habían muerto.
Tal como había sido previamente convenido,
el “Búlgaro” hizo que la columna humana se detuviera en el cruce de la calle La
Cuaima con Federación. Sus compañeros de la comisión se alternaban en el uso
del megáfono para que no decayeran los ánimos.
Los turcos, asustados por la marea de mil y
una cabezas, cerraron atropelladamente sus tiendas y bazares. Algunos osaban
asomarse tímidamente sedientos de curiosidad.
El “Búlgaro” trepó al techo de un camión
estacionado en el punto más estratégico de la esquina.
¾ ¡Compañeros!
¾
exclamó ¾
¡No estamos solos en esta jornada heroica! ¡Allá se aproximan los contingentes
provenientes de los otros colegios miguaqueños! ¡Vienen a mostrarnos, con
presencia activa y militante, su solidaridad con los justos reclamos que
estamos haciendo! ¡Vamos a darles una bienvenida arrechísima! ¡Viva el estudiantado
miguaqueño!
¾ ¡Vivaaaa!
¾
respondió un coro multitudinario.
Con la llegada de los grupos comandados por
el “Chino” Rivera y José Miguel Moros, la manifestación cobró mayor ímpetu. Se
agregó mucha gente más, incluidos los inevitables desocupados y mirones.
¾ ¡Vamos
todos a la plaza Bolívar! ¡Viva la masa revolucionaria estudiantil!
¾ ¡Vivaaaa!
En la Asociación de Ganaderos, Alfredo
Enrile Salom tomó imperiosamente el teléfono observado por las presencias
yertas de Lino Fragachán y Efraín Alvarenga.
¾ ¿Aló?
Con el prefecto, por favor… De parte del presidente de la Asociación de Ganaderos
de Santa Narda de Miguaque… Gracias…
Tapó la bocina con la palma de la mano.
¾Apuesto
a que ese pazguato no se entera todavía de lo que está pasando¾ comentó a sus flemáticos
colegas. Apartó la mano para dejarse oír¾.
¿Aló? ¿Arévalo? ¿Cómo te sientes, compay? … ¿Qué has hecho, entonces? … Sí, me
parece bueno que hayas apostado policías allí… ¿No crees que sería conveniente
poner en aviso a la Guardia Nacional? … Claro, compay, nunca se sabe… Si
quieres me comunico de inmediato con el teniente Eugenio Enrique… Es lo mejor,
¿verdad? … Sí, sí, no te preocupes, no creo que la cosa llegue a mayores, pero
no es malo estar ojo avizor… Correcto, compay… Magnífico, compay… Mantennos
informados de cualquier acontecimiento, compay… Gracias, compay… Hasta luego,
compay…
Colgó.
¾¿Qué
les parece? Ni siquiera ha mandado a apagar los cauchos que quemaron esos
vándalos frente al liceo y los colegios. Si habré yo visto gente incompetente.
¾Todo
esto me huele a algo organizado y preparado de antemano¾ dijo Efraín Alvarenga,
levantándose de la poltrona donde había estado sentado.
¾¿Verdad
que sí? ¾
preguntó Lino Fragachán, atusándose las fosas nasales con su ennegrecido
pulgar.
¾No
puede ser coincidencia que se hayan iniciado manifestaciones estudiantiles
simultáneas para embochinchar a nuestros muchachos. Aquí hay una mano oculta¾ aseguró Efraín Alvarenga.
¾Déjame
llamar al inspector Remigio Rebolledo a ver qué me puede decir al respecto¾ propuso Alfredo Enrile
Salom al tiempo que descolgaba el auricular.
Elena despertó otra vez con una sensación de
renacimiento amodorrado. “Todo tiene que empezar a cambiar desde hoy”,
reflexionó.
El problema era cómo.
Se levantó y vistió. Seguía dándole vueltas
al asunto. ¿Se iría de Miguaque para siempre? ¿Hacia dónde? ¿De qué iba a vivir
ella, que no sabía hacer nada, sin oficio, sin profesión? Peor sería quedarse y
ser objeto de la censura invisible de la sociedad. Hasta hace poco había sido
indiferente a los denuestos que habían permanecido lejanos de ella. Nada ni
nadie le garantizaba que seguiría siendo así en lo sucesivo.
¿Pediría ayuda a su familia, a su hermano
pederasta, a la vieja dulcera que había bosquejado una evidente inconformidad
cuando la trajeron de nuevo a la casa? El orgullo herido era demasiado grande
para transigir en eso.
¿Y Pedro Esteban? Luego se ocuparía de él.
Habría tiempo suficiente para intentar una reunificación o, al menos, un cese
de hostilidades en la guerra fría que los separaba.
Salió sin ser vista. Tomó rumbo a su casa.
La casa de Pedro Ramón Sojo. Se sintió rara al notar que las gentes no
reparaban en ella, como de costumbre. ¿Qué estaría pasando?
Al llegar a la esquina del preterido
caserón, topó con la muchachada en algarabía. Cantaban y fraseaban consignas
contra el gobierno, contra la policía y contra los ricos, alegres y sin agresividad.
No tuvo la suficiente curiosidad para indagar qué los había motivado a tomar la
calle y alebrestar al pueblo.
Entró. El caserón parecía un desierto
cifrado y angustioso. Nunca más podría vivir ahí. Era una estancia que ahora
olía a excremento de gato.
Fue a su habitación y empacó lo más que pudo
en una pequeña maleta. Buscó a tientas una subrepticia hendidura detrás del
escaparate. Sacó el último resto de sus ahorros representados por un puño de
billetes de a cien y unas cuantas joyas.
Ganó la calle. La manifestación había
avanzado rumbo hacia el centro. Muchas personas, en su mayoría ociosos,
convergían hacia la plaza Bolívar. Los turcos no se atrevían todavía a abrir
las tiendas y los bazares.
Miró a su alrededor, como despidiéndose.
Avanzó, al fin, con destino a su nueva vida.
La prefectura daba a la plaza Bolívar. Era,
a la vez, sede de la policía y cárcel municipales. Dos docenas de agentes se
hallaban colocados, en forma de cordón, en resguardo de su cuartel, de la
catedral y de los comercios de los alrededores.
Habían situado convenientemente a corta
distancia los dos carros. No habían descendido para no hacerse llamativos. Del
otro lado de la calle, observaron el camión con el enteco parecido a Buster
Keaton y dos individuos más.
¾Ya
llegó la gente¾
recalcó Natalí, atisbando el arribo de la manifestación.
¾Andando¾ ordenó Azaelito al ñato.
Los tres descendieron, portando maletas como
si viniesen de viaje. Hicieron una seña disimulada reconocida por los entecos.
Parecían empleados de la compañía de electricidad, con sus vestimentas de kaki
y sus cascos metálicos. Ninguno de los gendarmes se fijó en ellos, su atención
concentrada en los estudiantes.
Se introdujeron a una casa aledaña, de
zaguán descendiente y resbaloso. Tocaron el timbre.
Una mujerona que se hacía la permanente con
rollos de papel tualé en la cabeza se asomó, entreabriendo la puerta.
¾ ¿Quién?
¾Venimos
a chequear el medidor, señora¾ contestó
Azaelito, con énfasis profesional.
¾Adelante.
La mujerona les dio acceso. Azaelito y el
ñato pasaron con prisa, rumbo al patio trasero.
¾Oigan,
el medidor no está por ahí.
Natalí sacó, con destreza de pantera, la
nueve milímetros y se la colocó en la frente a la mujerona.
¾Silencio.
¿Hay alguien más aquí con usted?
¾Sola-sola-solamente
mi-mi ma-ma-mamá que-que e-e-está e-e-enferma.
¾Vamos
para allá con mucho cuidado y sin inventar cosas raras, ¿okey?
La mujerona obedeció con el espanto reflejado
en sus amarillentas córneas.
Azaelito, alias comandante Argenis, y los otros llegaron al paredón que colindaba
con la prefectura. Sacaron varios cartuchos de dinamita, una pila de seis
voltios, un amasijo de alambres multicolores y un detonador.
¾ ¿Estás
seguro de que toda la gente está ahí, lista y preparada? ¾ preguntó el ñato, a la par
que comenzaba a ensamblar el explosivo.
¾Sí.
Gerónimo se encargó de todo. Tenemos a más de treinta voluntarios de los
partidos de izquierda, armados con revólveres y fusiles. Todos están colocados
estratégicamente, tal como lo planeamos.
¾Pásame
esas pinzas¾
señaló el ñato, con un copioso sudor inundándole la frente¾. Bien, ya estamos aquí,
encaramados arriba del burro. P’alante es p’allá…
Azaelito, mientras, armaba dos fusiles
semiautomáticos que había traído en las maletas.
Gonzalo y Sojito se estacionaron
prudentemente frente a la entrada lateral del patio de la casa parroquial.
¾Es
ahora o nunca, mi pana¾ apremió
Pedro Esteban.
Escucharon la monotonía de las consignas
amplificarse y acallar el silencio grisáceo de la mañana a medida que avanzaba
el grupo compacto de estudiantes. Todo el mundo había volcado su atención en la
marcha y el espectáculo inusitado que se estaba dando en la plaza.
Sojito descendió del vehículo mirando hacia
los lados. Nadie se fijaba en ellos, tal como si fueran dos fantasmas de
azogue.
Enfiló hacia el portón metálico. Sabía que
la añosa cerradura tenía un truco, pues habían sido incontables las ocasiones,
en los ya lejanos días cuando había sido monaguillo, en que, para ahorrar
camino, había utilizado ese atajo. Con un poco de esfuerzo adicional, al fin
cedió.
Regresó al carro. Gonzalo se apeó y abrió el
baúl.
Cada uno asió dos latas de kerosén. Con
prisa de chigüires en Semana Santa, entraron a la casa parroquial.
Llegaron a la puerta de la sacristía. Sojito
dejó en el piso sus dos latas y la tanteó.
¾Suerte
habemus. Está abierta.
Entraron. Había un olor a incienso viejo
impregnándolo todo.
Regaron hidrocarburo por doquier. No se
salvó nada. Empaparon con el combustible las revestiduras del padre Carrasco,
los reclinatorios con sus almohadones de encaje usados cada vez que venía el
obispo en visita pastoral, el viejo altar hecho de cedro y apamate, el púlpito
labrado con escenas del Eclesiastés, el órgano comprado en Alemania con una
dispensa especial de Su Santidad Pío XII, el santo sepulcro donado en 1954 por
el señor Azael Lisandro pagando una promesa hecha en una calurosa noche de abril
después de una pelea de gallos, la Virgen Dolorosa con su corazón de fieltro
atravesado por docena y media de espadillas relumbrosas parecidas a alfileres
de tintorería, el Niño Jesús Bendito donado por Jackeline de Moros en su
carácter de presidenta de la Asociación de las Hijas de María, los retablos del
Vía Crucis pintados por un artista anónimo de los tiempos de la Independencia
poco antes de morir alanceado en la iglesia de Villa de Cura por los llaneros
sanguinarios del asturiano José Tomás Boves, los bancos donde se sentaban los
feligreses y las viudas piadosas, el catafalco para los funerales de cuerpo
ausente, el cepillo de la limosna y el confesionario tallado en caoba que había
sido un regalo especial del benemérito general Juan Vicente Gómez a la noble
población de Santa Narda de Miguaque por haber resistido con galanía y donosura
los embates del célebre forajido y contumaz faccioso Emilio Arévalo Cedeño en
una de sus tantas invasiones del territorio nacional.
Sojito sacó de uno de sus bolsillos un
yesquero desechable.
¾Apártate,
Gonzalo.
Los muchachos se habían amontonado en la
plaza Bolívar, pisoteando la grama y trepando por encima de los bancos de
cemento.
¾ ¡Esta
es una demostración pacífica, compañeros! ¾se
desgañitaba el “Chino” Rivera, en el improvisado podio que les brindó el
pedestal de la estatua del Libertador¾
¡No vamos a caer en la provocación de los esbirros de este régimen corrompido y
represivo! ¡Que se vayan los policías! ¡Que se vayan los tombos!
¾ ¡Que
se vayan! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! ¾coreó la multitud.
Un sargento barrigón parecido a Tonina
Jackson llamó aparte a un cabo con cara de sapo culebrero.
¾González,
prepare las lacrimógenas. A mi señal, las zumbamos y cargamos para dispersar a
estos vagos. ¿Entendido?
¾Sí,
mi sargento.
José Miguel Moros era el perifoneador ahora.
¾ ¿Por
qué no se van a vigilar y a capturar a los que se llevan las riquezas de este
país? ¡A esos servidores del imperialismo que están saqueando a Venezuela! ¡La
policía se ha convertido en el brazo de la burguesía! ¡No son sino unos asesinos
de estudiantes y de gente humilde! ¡Eso
es lo que son, sí señor!
¾ ¡Policías,
maleantes, asesinos de estudiantes! ¡Policías, maleantes, asesinos de
estudiantes! ¾hizo
coro la muchedumbre.
¾ ¡No
nos van a atemorizar estos gorilas! ¡Que se marchen de una vez a adular a los
ricos coños de madre de este país! ¾tronó
el “Búlgaro” por el megáfono.
¾¡Policías,
maricos, jalabolas de los ricos! ¡Policías, maricos, jalabolas de los ricos! ¾arrancó un nuevo ritornelo. Las caras de los muchachos se
iluminaban con el estremecimiento del hipnótico canto.
¾Hasta
aquí los trajo el río¾
refunfuñó con enojo el lipudo sargento, haciéndole una seña imperceptible al
cabo González.
Varias latas volaron por los aires como
pájaros zafios.
Al chocar con el pavimento, se desintegraron
dejando escapar un gas blanquecino y acuoso. Muchos ojos enrojecieron y
bastantes gargantas tosieron. Algunos comenzaron a gritar y a correr
desconcertados, víctimas del pánico.
¾Otra
dosis más y esto se lo llevó el diablo, González¾ ladró el sargento, excitado con el
espectáculo de los jóvenes en desbandada.
¾¡No
corran, no corran! ¾gritaba
el “Búlgaro” por el megáfono mientras se cubría la nariz con un pañuelo.
El gordito igualito a Capulina apareció con
una botellita de vinagre.
¾¡Esto
es lo mejor para contrarrestar el gas! ¾afirmó.
El negrito cambado semejante a Memín Pinguín
se la arrebató y procedió a vaciársela directamente sobre los ojos.
¾¡No
seas bruto, animal! ¡Así no! ¡Te vas a quedar ciego! ¾le gritó el gordito pero ya
era tarde.
¾¡Ay,
mamaíta! ¾fue
lo único que atinó a decir Memín, tratando de aguantar la horrible picazón.
¾¡Ayúdenlo!
¡Vamos a llevarlo al hospital! ¾recomendó
perentoriamente el “Chino” Rivera, con la vista estragada y huyéndole a la
asfixia.
Dos latas cayeron a los pies de José Miguel
Moros y, milagrosamente, no estallaron. Sin pérdida de tiempo, y a pesar de que
estaban muy calientes, las tomó y las devolvió al campo contrario con energía y
puntería de pitcher relevista.
Reventaron en el bulbo de concentración de
los policías. Ahora reinaba la confusión del lado de los agentes del orden.
Los estudiantes que habían conservado sus
rangos se envalentonaron.
¾ ¡Piedra
con esos desgraciaos!
Arreciaron los peñonazos sobre los
desguarnecidos policías que habían roto filas.
¾ ¡Le
dije claramente que necesitábamos las máscaras antigás! ¾le rugió el sargento al
prefecto.
¾¡No
había presupuesto! ¾gimoteó
Arévalo tratando de respirar aire puro. Una piedra rompió un vidrio muy cercano¾ ¡Ay, mi madre!
El primer disparo lo hizo un uniformado a
quien le habían atinado una guaratara en toda la frente. Enardecido por los
borbotones de sangre, sacó su revólver y empezó a descerrajar balazos a diestra
y siniestra.
¾¡Al
suelo, al suelo, carajo! ¾exclamó
el “Búlgaro”, lanzándose de plongeon por
entre unos materos repletos de cayenas y tréboles.
Los entecos escucharon los disparos y
salieron del carro con sincronismo teutón. Portaban fusiles semiautomáticos.
Abalearon a los policías con eficiencia
japonesa.
Los agentes reconocieron el fuego graneado y
corrieron a refugiarse en la prefectura.
El uniformado que había iniciado la balacera
recibió un tiro en el pecho, saltando como si fuera un resorte y cayendo de
espaldas en medio de la acera y de la estampida de sus colegas.
Había muchachas histéricas, chillando y
paralizadas. A más de un estudiante se le aflojaron los esfínteres con la
plomazón.
Alguien respondió con tableteo de
ametralladoras desde dentro de la jefatura.
Surgieron, repentinamente, algunos elementos
de civil portando escopetas y pistolas desde los techos circunvecinos y las
esquinas aledañas. Todos apuntaban hacia la prefectura, disparando sin tregua.
El prefecto Arévalo se había levantado y
corría a guarecerse bajo un buzón. Fue alcanzado y cayó largo a largo, la
espalda empapada con una mancha bermeja y gruesa.
El sargento lipudo ganó refugio
arrastrándose como una macaurel, con una agilidad que hasta hacía poco le era
desconocida.
¾ ¡Coño,
que nos matan esos muérganos! ¡Fuego a discreción!
Sonó una explosión atronadora y la tierra se
hizo eco de convulsiones telúricas.
¾ ¡Nos
están bombardeando! ¾
ladró el sargento¾
¡Esta vaina es en serio! ¡Llamen al ejército y a la Guardia Nacional!
Un distinguido reptó por entre el mazacote
de techo y pared desprendidos y tomó el teléfono.
¾ ¡La
línea está muerta, mi sargento!
¾ ¡Comunícate
por radio!
Los disparos venían ahora también de la
parte de atrás.
Azaelito, alias comandante Argenis, y el
ñato avanzaban, abriéndose paso a plomo limpio y apartando escombros del
vetusto paredón demolido con dinamita. Un policía se asomó a ver qué pasaba y
recibió un petardazo en la clavícula.
El tiroteo arreciaba. Los entecos se
aproximaban a la puerta principal de la prefectura cuando se presentaron dos
patrullas llenas de detectives de paisano que salieron raudos disparando
metralletas.
Sin pérdida de tiempo, el enteco del camión
les arrojó una granada. Todos se echaron al suelo antes de que estallara.
¾Dios
mío, ¿qué es lo que sucede? ¾se
preguntó el padre Carrasco, calzándose las chancletas. Le parecía estar
navegando en un trance brumoso.
Se agachó bruscamente cuando una bala
perdida chirrió por encima de su cabeza y fue a estrellarse al lado de un
corazón de Jesús.
¾ ¡Dionisia,
Dionisia! ¿Dónde estás?
Algo zahirió su olfato. Un olor a madera
quemada. Crecía profusamente.
¾ ¡Cielo
santo! ¾dijo
con angustia y corrió precipitadamente hacia la sacristía.
Había un resplandor áureo que se colaba por
los vitrales, mezclado con un aire acre, fétido e irrespirable. Apuró el paso
sintiendo una aflicción de apocalipsis ahumado.
¾No…
Mi iglesia no… Por favor, te lo pido, Señor mío… Mi iglesia no… ¾ balbucía con sus labios
afelpados por una saliva sólida.
Entró
a un bautisterio iluminado por espejismos intermitentes, ahogándose por el humo
cada vez más espeso, y ensordecido por los balazos de las cercanías. Atravesó
la puerta que daba a la nave lateral y observó, presa de espasmos expeditos,
cómo todo era consumido por un fuego voraz e impetuoso.
Se prosternó y sollozó, con la tristeza de
las postrimerías de lo póstumo.
Por entre las rendijas de la batahola, se
coló una voz abrasiva y sulfurosa.
¾No
existe mejor venganza, ente de mentirijillas metafísicas, que ver tus símbolos,
tus íconos y tus domicilios ser pasto de las llamas purificadoras. Esto no es
sino el principio. Ahora comienza nuestra lucha verdadera, en la cual pienso
demostrar, ante el mundo de los crédulos y los devotos, lo que ha sido el
engaño de tu falsa esencia. Ya no morarás en el corazón del hombre porque tu
verdadero lugar es el limbo inhóspito donde serás arrojado, por siempre jamás,
el día que te privemos de nuestra fe, el día en que el último ser humano del
universo no necesite de tus funestas liturgias, de tus ridículos textos
sagrados, ni de la hipócrita protección de tu regazo celestial. Eres un
canalla, eres un canalla, eres un canallaaaaaa… ¡Maldito seas!
El padre Carrasco lo atisbó por entre las
compuertas amarillentas de las flamas.
Sojito, a su vez, divisó al sacerdote
flotando sobre un brillo marmóreo. Gonzalo se le acercó por detrás.
¾ ¿Quién
es ese? ¾ le
preguntó.
¾¡Es
el representante de la falsía! ¾respondió
Pedro Esteban, con una extraña y amartelada voz.
¾ ¡Vade retro, engendro del demonio! ¡Pequé
al no haberte destruido, pequé al no haberte deslastrado de la vida, pequé al
no haber sabido eliminar tu malhechora influencia! Pero todavía es tiempo, sí
Cristo Jesús, ¿verdad que lo es? … Todavía es tiempo…
Mientras decía esto, el padre Carrasco
avanzaba hacia ellos. El miedo ancestral
y las dudas patológicas que lo habían flagelado se disolvieron como sal en el
agua.
¾Todavía
se puede enmendar tamaña iniquidad. Puedo hacerlo. El Señor me ha encomendado
esa tarea. Derrotaré al representante de Satán…
Comenzó a atravesar las llamas sin sentir
nada. Dios lo protegía.
¾Está
loco. Se va a quemar…¾
constató Gonzalo, con los ojos desorbitados y creyéndose el único espectador de
un teatro alucinado.
¾Si
yo no tengo razón, protégelo. Es tu última esperanza, Señor del engaño¾ mascullaba Pedro Esteban
con acento de cómplices¾.
Vamos, demuéstrame que estoy errado, Dios zarrapastroso. Es él o yo. Vamos,
vamos…
El padre Carrasco se aproximaba por entre el
crepitar del fuego.
¾ ¡Bestia
réproba! ¿Cuál es tu número? ¡Enséñame tu seis-seis-seis!
¾ ¿Quién
tiene razón, deidad de porquería? ¾retó
Sojito.
El padre Carrasco parecía sostenerse en un
agua flamígera.
¾ ¡Vástago
de Proserpina! ¾le
endilgó a su ex pupilo.
Gonzalo deseaba gritar con un terror
suficiente para romper ese encanto ígneo. Parecían de verdad cosas del diablo.
¾ ¡Uno
de los dos debe morir! ¾ululó
horrendamente Sojito.
Gonzalo iba a llorar de pánico. Habría querido
rezar para espantar al demonio.
¾ ¡Gusano
maldito!
¾¡Muérete,
miasma! ¾aulló
Pedro Esteban y su voz restalló con un eco de mil infiernos.
Las vestiduras del padre Carrasco se empaparon
con una candela azulada.
¾ ¡Demonio!
¾ ¡Consúmete,
inmundicia!
¾ ¡Anticristo!
Era ya una antorcha ambulante. El hedor a
carne quemada pasó a ser más asfixiante que el humo del incendio.
¾ ¡Regresa
con tu falso Ser Supremo, escoria!
El padre Carrasco por fin percibió que todo
se consumía. Hubiera querido morir en paz. Pareció despertar del ensueño.
¾ ¡No,
Señor, noooo! ¡No me dejes morir! ¡No quiero morir! ¡Llévatelo a él, al
Anticristo, no a mí! ¡Nooooooo!
Se ahogó con su propio llanto. Sintió un
maremágnum de ardores infinitos. Tuvo el consuelo de desmayarse antes de sufrir
el inenarrable dolor.
Pedro Esteban lo vio hundirse en una ciénaga
anaranjada y cinética. Sus ojos se transfiguraron con la luz rezumada y
apremiante de la catástrofe.
Gonzalo se escabulló. La cabeza le daba
vueltas. Escuchaba la balacera y se preguntaba si había perdido la razón.
Sintió paranoia. Quería huir, escaparse de todo. Corrió como un enajenado.
Los disparos sonaban más y más cerca.
José Gregorio Livorini estaba trémulo con la
impotencia. Los plomazos cada vez tronaban con más vigor.
¾ ¡Sáquenme
de aquí! ¡Sáquenme de aquí, nojoda!
El policía de ojos aindiados entró con la
cobardía calcada en el rostro. Se detuvo frente a la celda y se le quedó
viendo. También el hijo de Azael Lisandro, vecino inmediato, parecía morirse
del espanto.
En eso, sonó la explosión.
La onda expansiva impelió al uniformado
contra la reja de Livorini. Con su habitual destreza felina, lo cogió por el
gaznate con una mano, mientras que con la otra lo registraba hasta que, al fin,
dio con las llaves.
David vio con horror cómo Livorini le partió
la nuca al infeliz agente. Enseguida, abrió la cerradura de su celda con la
mayor naturalidad del mundo. La batalla campal retumbaba con mayor violencia en
el patio trasero de la prefectura donde, al parecer, había estallado la bomba.
Livorini despojó a su víctima del revólver.
Los tiros en el solar cesaron de golpe. Uno de los bandos, aparentemente,
dominaba la situación. El instinto de fiera sabanera se le agudizó.
Alzó la vista y vio una presencia peluda en
el umbral.
El reflejo fue más fuerte. Disparó.
La presencia peluda se movió con ligereza de
campeón mundial peso pluma, esquivando el balazo que fue recibido en plena boca
por un retaco que estaba detrás. Fue una muerte más que súbita la del ñato.
David lo había visto todo. Los tronidos y el
olor a pólvora lo iban a volver loco en su indefensión.
¾ ¡Lito!
¡Sácame de aquí!
Azaelito iba a disparar cuando escuchó la
voz de David y se contuvo. Livorini se dio cuenta.
Con extremada precaución abrió la celda
donde estaba el joven Lisandro.
¾Sal¾ le ordenó.
David no sabía qué hacer. Se decidió a
obedecer cuando notó a Livorini encañonándolo con pericia de experto
depredador.
Livorini lo prensó por el cuello y lo atrajo
con brusquedad.
¾ ¡Okey,
compadre! ¡Tengo al muchacho! ¡Asómate y lo verás!
Lentamente, Azaelito lo hizo.
¾Si
no me dejas el paso libre, el carajito se muere. ¿Entendiste?
David sentía con terror el revólver
apuntando a su sien. Transcurrieron tres segundos que parecieron tres mil
quinientos cincuenta y siete años.
¾Está
bien. Tienes mi palabra.
¾No
es suficiente, camarita. Lánzame tu fusil y cerramos el negocio.
Azaelito arrojó el arma. Livorini la recogió
y se guardó el revólver en el pantalón. Apuntó a David por la espalda.
¾Vamos
marchando, hijo. Poquito a poco porque se me puede ir un tiro. Tú comprendes,
¿verdad? Andando, pues…
Traspusieron el umbral. Livorini apartó el
cadáver del ñato de un puntapié. Le clavó los ojos amarillosos a Azaelito.
¾En
otra oportunidad resolvemos como hombres nuestras diferencias.
Azaelito no respondió. Ni uno de sus
músculos se movió.
Una puerta que daba al pasillo principal de
la prefectura se abrió de golpe. Era un policía a quien se le había ordenado
chequear a los presos. Vio a Livorini suelto y pretendió apuntarlo con su
escopeta recortada.
Livorini se viró. El agente ni siquiera
había comenzado a apretar el gatillo cuando recibió una descarga que lo
despachó al otro mundo con el rostro completamente desfigurado.
¾ ¡Al
suelo, David! ¾se
oyó gritar a Azaelito.
David aprovechó el momentáneo descuido de
Livorini para zafarse. Se lanzó al piso buscando cubrirse con unas sillas.
Livorini lo buscó para ponerlo en la mira.
Azaelito sacó un treinta y ocho cañón corto
que había adherido con tirro al tobillo derecho. Tiró y vio a Livorini soltar
el fusil y hacer un gesto de dolor.
Una sombra se le movió en el rabo del ojo.
No había olvidado que estaba en una madriguera de policías. Ya iba a soltar el
disparo cuando se percató de la irrupción de Natalí.
Livorini percibió la bajada de guardia y
embistió a Azaelito con la fuerza de un cimarrón en el monte. Azaelito no pudo
escudarse de esa tromba en el plexo solar, aflojando el revólver.
Se enzarzaron en un toma y dame, mientras
Livorini lograba salir del recinto. Azaelito le dio alcance. Rodaron por el
patio. Livorini le apretó el gaznate. Tenía la fuerza y el dominio de un tigre.
Natalí se acercó buscando ayudar a su
compañero. No se atrevía a disparar por temor a herirlo.
Acopiando fuerzas desconocidas, Livorini
alzó a su contrincante como si fuera un muñeco de trapo. Con un movimiento
brusco y repentino, lo lanzó contra la humanidad de Natalí. La pareja se
desparramó por el suelo antes de darse cuenta de lo que sucedía.
Livorini vio el boquete abierto en el
paredón dinamitado. Con paso de venado perseguido lo atravesó.
Mientras cruzaba la casa vecina, sintió un
dolor húmedo en el esternón. Estaba herido.
Tenía que salir de aquella balacera loca
cuanto antes.
Los policías habían visto reforzada
momentáneamente su resistencia con la súbita llegada de los detectives de
paisano. Sin embargo, el enteco del camión consiguió arrojar una segunda
granada logrando aniquilar a cuatro de ellos de un plumazo.
El cabo González llegó al cuarto donde estaba
el radio. Tomó el micrófono.
¾ ¡Auxilio!
¡Auxilio! ¡Código tres seis rojo! ¡Estamos siendo atacados por un batallón de
guerrilleros!
Lino Fragachán entró a la presidencia de la
Asociación de Ganaderos sacándose los mocos con los dedos.
¾Alfredo,
llama a la Guardia y al coronel Ferrer. ¡Los tienen copados!
¾ ¡¿Qué?!
¾Es
un ataque frontal de la guerrilla. ¡No hay tiempo que perder!
Azaelito se desperezó rápidamente de la
turbación.
¾ ¿Estás
bien? ¾le
preguntó a Natalí.
¾Sí ¾ respondió ella, incorporándose.
Recogió el treinta y ocho cañón corto,
verificó la carga y partió en pos del felino.
Livorini vio a la mujerona con los rollos de
papel tualé en la cabeza otearlo con ojos brotados. Estaba atada de pies y
manos a una mecedora de mimbre.
Se acordó que aun tenía el revólver del
policía de los ojos aindiados y lo sacó. Salvó el resbaloso zaguán inclinado y,
cuando se encontró en la calle, se topó con dos de los entecos que venían
rodeando la manzana para, seguramente, introducirse a la prefectura por la
parte de atrás.
Siempre por instinto, les disparó. Los
entecos se echaron al suelo respondiendo al fuego. Dos esquirlas pasaron muy
cerca de su cabeza.
Decidió entrar de nuevo. La mujerona parecía
que iba a desfallecer. Por entre una neblina azulosa, notó que Azaelito venía
en su busca.
Dos disparos más.
Saltó y se guindó de la canal recolectora de
aguas de lluvia. Puso el pie en el borde superior de un paredón y alcanzó el
techo. Las tejas se partían con crujido de galletas de soda bajo el peso de sus
botas de cuatro suelas.
Azaelito lo vio caminando con agilidad
zorruna por el tejado. A esa distancia resultaba muy difícil hacer diana con un
treinta y ocho cañón corto. Arrancó a perseguirlo.
Livorini saltó y trepó a una platabanda
adyacente. Las manos se le empegostaron con petróleo de impermeabilizar. El
fuego proveniente de la plaza Bolívar pareció arreciar.
Escaló con adrenalina lacónica por una pared
de ladrillos agarrándose de las guayas que sostenían una antena de
radioaficionados. Las manos se le agrietaban y le sangraban, pero Livorini
despreciaba el vértigo y el dolor. Uno de los entecos lo apuntó desde abajo
pero no lo atinó por cinco centímetros.
Azaelito venía tras él, porfiado como una
mula.
Ahora estaba a tres pisos de altura.
Livorini, ahora en lo plano, corría sin
dejar de percibir cómo los francotiradores, allá abajo, estaban
a punto de tomar la prefectura. Se volteó.
Azaelito estaba más cerca. Hasta podía
escucharlo jadear.
Le disparó.
Azaelito pareció caer. Pero no, logró
levantarse de nuevo. No le había pegado. Ese revólver tenía la puntería mala.
Volvió a tirar del gatillo. Click. Se agotaron las balas. Lo lanzó
lejos.
Se lanzó de nuevo a correr con el dolor en
el esternón mortificándolo como si tuviera clavados ahí cuatro cuchillos al
rojo vivo. Llegó a la orilla. Miró hacia abajo. Había otra platabanda como a
diez metros. Se agarró de un cable y saltó, cual Tarzán ingrávido. El cable no
aguantó su peso. Cayó con abatimiento de barro, climático y resquebrajado.
Azaelito también brincó el demudado vacío,
pero con mejor suerte. Aterrizó en cuclillas y se dejó rodar como si lo hubiera
hecho con un paracaídas desde mil metros de altitud.
El instinto de fiera hizo que Livorini se
irguiera. Sintió un hormigueo de cítrico exprimido en la pierna izquierda. Sin
duda se la había fracturado. Voló, de un impulso, y aplastó a Azaelito con su
corpulencia. Azaelito blandía el treinta y ocho cañón corto, pero el impacto le
hizo aflojar los dedos. El arma rodó varios metros más allá.
Livorini lo golpeaba con los puños cerrados.
Le propinó una andanada en la cara a su adversario clavándolo contra el suelo
con su pesado cuerpo.
Azaelito logró liberar una mano. Tomó un
grumo semisólido de petróleo de impermeabilizar y lo llevó con velocidad hacia
arriba. Aplastó la fétida gelatina contra el rostro de su opresor buscando, con
ansia de gladiador desahuciado, los ojos del felino.
Livorini resintió la ardiente ceguera.
Momentáneamente soltó a su presa.
Azaelito se escurrió, mañoso como un roedor
acosado. El felino lo atajó por una pierna. El revólver estaba cerca de la
cornisa. Había un pedazo de bloque de arcilla cerca de su mano. Lo tomó y se lo
quebró a Livorini entre las pestañas, amplificándole el ardor en los ojos al
felino. Se sobrepuso al aturdimiento y, aprovechando que su pierna estaba ahora
libre, se arrastró. Alcanzó el arma con desgaire anoréxico.
Livorini buscaba acorralarlo con impulso
zoológico y descomedido. El instinto era su brújula. Venía nuevamente a
avanzársele con intenciones de liquidarlo de una vez por todas. Aun ciego
seguía siendo peligrosísimo.
Azaelito no lo pensó dos veces. Vació el
cargador en menos de tres segundos.
Livorini acusó los impactos sin atreverse a
morir definitivamente. Iba a lanzarse contra su víctima con denuedo. Iba a dar
cuenta de ella. No había balas que hicieran mella en su apetencia sangrienta.
Azaelito lo vio venir. Ya no le quedaban
fuerzas para seguir luchando con esa bestia.
De repente, José Gregorio Livorini trastabilló.
La inercia lo hizo despeñarse al vacío. Aprovechando un brío que sugería
obituarios, Livorini quedó guindando de la arista del techo con una sola mano.
Azaelito lo oyó bufar como un toro después
de la estocada final. Quiso ofrecerle la mano para halarlo de nuevo hacia
arriba. Aquellos ojos de tigre hambriento lo miraron por última vez con una
luminiscencia borrosa antes de soltarse y dejarse caer.
Su cuerpo sonó como un fardo de trapos
apolillados chocando contra una cripta de granito.
Gonzalo se había acurrucado en un rincón, a
la salida de la casa parroquial.
Los tiros habían cesado momentáneamente
mientras un cuerpo desarticulado se desprendía
de una azotea. Parecía una película en cámara lenta. Lo vio estrellarse
contra el piso.
¾ ¡Cayó
la comandancia! ¾cacareó
un zagaletón al que le faltaba el tren delantero. Todos salieron de sus
escondites.
De la catedral surgían volutas de humo negro
y pegostoso.
Una calma tensa, absurda y sólida como un
ladrillo en la pared se regó bajo el gris de los nubarrones. La prefectura era
una mezcla confusa de hoyos y concreto dilapidados por doquier. Numerosos
cadáveres, algunos con los ojos muy abiertos, parecían esperar un autobús
displicente.
Aparecieron dos tipejos con máscaras de
luchadores. Con idoneidad proletaria, rompieron la vidriera frontal de una tienda
de ropa para caballeros y comenzaron a cargar con todo lo que encontraron a su
paso.
En cuestión de minutos, el centro de
Miguaque se convirtió en una orgía de saqueos. Las puertas de los negocios eran
violentadas sin miramientos.
Gonzalo no supo nunca de dónde salió tanta
gente en tan poco tiempo. Arrasaron con todo lo de valor que encontraron a su
paso: ropa, artefactos eléctricos, víveres, licores, herramientas, estampitas
de la caridad, clavos de clavar techaos, sacos
de avestina, mentol chino por gruesas. Quienes, a cuenta de propietarios,
osaban protestar y oponerse, eran intimidados o apaleados sin contemplaciones.
Era un festín para los merodeadores y los cacos.
¾ ¡Los
policías huyeron como gallos patarucos! ¾gritó
un zagaletón de ojos bizcos, cargando una res beneficiada completa sobre su
espalda.
José Gregorio Livorini todavía estaba vivo.
Tenía la boca llena de sangre pero no por
eso cejaba en su intento de levantarse. Poco a poco se sintió rodeado por los
muchachos de la manifestación.
Sojito se abrió paso a empellones. Observó
al menoscabado ser que yacía en el pavimento, entumecido como un caimán
dormitando una siesta luego de haberse almorzado un danto.
¾Ese
que está ahí¾ exclamó,
imponiendo su voz sobre el murmullo de los congregados¾ es un asesino y un fiel
representante de la burguesía hambreadora que siempre ha impuesto sus designios
en Santa Narda de Miguaque. Sus culpas no tienen límite porque sus crímenes han
sido enormes. La justicia burguesa lo tenía encerrado momentáneamente en la
prefectura. Una vez atemperada la indignación colectiva, lo iba a soltar otra
vez, con la complacencia y visto bueno de las autoridades venales de este
pueblo, compradas con el dinero sucio de este homicida inmundo. Es cierto,
compañeros. La justicia burguesa no iba a tardar en absolverlo. Pero ahora está
aquí, inerme, a merced de la única justicia que cuenta: ¡la justicia popular!
¡Y el veredicto ha sido pronunciado!
¾Carajito
pendejo¾
masculló Livorini, regurgitando coágulos sanguinolentos.
Pedro Esteban se aproximó todavía más. Lo
observó con esa mirada gélida y agobiante que se había convertido en su
inseparable compañera. Lo escupió y le clavó una patada sorda por el abdomen.
Livorini gimió, buscando aire afanosamente.
Uno a uno, los estudiantes le fueron propinando
puntapiés, primero individualmente y luego todos en forma simultánea, en una
especie de rito catártico.
El último pensamiento consciente en la vida
de José Gregorio Livorini fue el de sentirse embargado por una sensación
paralizante por no haber perecido con el honor enhiesto de los verdaderos
machos y por no saber nada de Elena. Lloró con impaciencia mórbida mientras su
cuerpo era convertido en un guiñapo remecido.
Las paredes se mancharon de saliva y sangre.
¾ ¡Ahí
viene la Guardia! ¾informó
uno de los estudiantes.
¾ ¡Y
más atrás viene el ejército! ¾acotó
otro, llegando de las afueras del pueblo.
Los estudiantes comenzaron a dispersarse. Ya
se escuchaban disparos metódicos a lo lejos. Seguramente estaban disuadiendo a
los eventuales saqueadores y pillos. No tardarían en llegar a la plaza.
Hacía rato que José Gregorio Livorini había
muerto.
Azaelito descendió de la platabanda con una
ligera cojera. Había visto en la raya del horizonte el desplazamiento de varias
tanquetas y camiones con efectivos militares. Tal como él lo había previsto.
Varias columnas de humo oscuro se elevaban al cielo y se topaban con las nubes
grises y preñadas de agua.
Natalí estaba saliendo de la casa de la
mujerona. Detrás de ella venía David. Tenía una cortadura en la frente.
¾Viene
la gente. Es hora de irnos.
David se le quedó mirando mientras Natalí
iba hacia el carro llevando los fusiles de Azaelito, del ñato y el de ella.
¾Davo,
es mejor que te vayas y que te escondas. La cosa se va a poner fea.
¾No,
Lito. El que no la debe no la teme.
¾Pero
te van a volver a involucrar en el lío de las drogas.
¾Soy
inocente de cualquier cosa.
¾Por
lo menos piensa en los viejos. Van a sufrir con todo esto. ¿De acuerdo?
¾Sí.
¾Adiós,
Davo.
Se abrazaron con fuerza. Ambos tenían los
ojos húmedos. Natalí aguardaba. A lo lejos, los disparos volvían a arreciar.
Azaelito abordó el vehículo con Natalí a su
lado. Arrancó sin voltear a ver a David que se había quedado parado en la
esquina. Se detuvo bruscamente frente al enteco del camión.
¾ ¿Recogiste
las armas y las municiones?
¾Positivo.
Queda un resto de ahí.
¾Que
las repartan lo más rápido posible entre los camaradas. Nos vemos en el sitio
convenido.
¾Okey,
comandante Argenis.
María Esperanza miró con curiosidad a través
de la ventanilla luego de que el bimotor salió del colchón de nubes.
El avión se mecía de un lado a otro,
empujado por los vientos de las alturas y el mal tiempo que se iba a desatar.
¾¿Qué
será lo que está pasando? ¾preguntó
cuando vio las vértebras de humo y los incendios esparcidos por doquier¾ Ave María purísima, ¿qué
es todo eso?
María Enriqueta pareció salir de su
ensimismamiento. Algo estaba ocurriendo allá abajo. Algo grave, sin duda
alguna.
El capitán sintonizó Radiodifusora Miguaque.
Un locutor gangoso hablaba atropelladamente, si bien su intención era
contribuir a mantener una calma digna de las almas en salmuera.
¾Rogamos
a toda la población permanecer en sus casas. Ya se dirigen hacia el centro de
la ciudad varios contingentes de las Fuerzas Armadas con la estricta misión de
establecer el imperio de la ley y el orden. Nos hemos comunicado con el ciudadano
gobernador del Estado quien se muestra gravemente preocupado y deplora los
graves acontecimientos de la mañana de hoy provocados, a no dudar, por
elementos opositores al régimen democrático. Hemos recibido, también, un
comunicado del susodicho Comité Unido de Lucha Organizada donde se hace una
apología a la subversión. Este documento ha sido entregado por nosotros, de
manera responsable, a los organismos policiales…
“Así que eso es”, pensó María Enriqueta,
experimentando una inquietud y una emoción que se entremezclaban en el jarabe
de sus sentimientos encontrados. Eran la comuna de París, el Carupanazo y el Porteñazo
en un solo paquete: dos por el precio de uno. ¿Qué estarían haciendo los
muchachos? ¿Estarían participando activamente? ¿Quién habría detonado la mecha?
¿Dónde estarían todos en este instante: Sojito, Giancarlo, Gonzalo y… Wilson?
“Dios mío, dame fuerzas para que María
Esperanza no se dé cuenta de mi agitación”, rogó.
El bimotor tocó pista y se dirigió hacia la
terminal. Efraín Alvarenga aguardó impaciente a que su mujer y su hija
descendieran del aparato.
¾ ¿Qué
es lo que sucede, Efraín? ¾preguntó
de inmediato María Esperanza.
Efraín relató, a grosso modo, los hechos.
¾ ¿No
habrá posibilidad de llevarlas de regreso a Caracas de inmediato, capitán? El
dinero no es problema y creo que tampoco lo será el consentimiento del señor
Enrile.
El capitán vio hacia arriba.
¾El
problema es el tiempo que se avecina, señor Alvarenga¾ contestó, lanzando miradas
rápidas de reojo a la inatenta y preciosa rubia¾. No es muy recomendable para volar.
El viento arrastraba los crujidos secos y lejanos de las armas
largas. María Esperanza conminó:
¾Nos
vamos entonces para “Roble Gacho”, Efraín. Hasta que se aclare el panorama.
Se introdujeron al LTD. María Enriqueta y
María Esperanza detrás, Efraín adelante con el chofer.
Había varios camiones con soldados en la
vía, rumbo al centro de Miguaque. María Esperanza lucía pálida como la cera.
Las calles estaban desiertas.
Tuvieron que detenerse momentáneamente
mientras los bomberos apagaban varios cauchos prendidos en el cruce de la calle
Comercio con la avenida Andrés Eloy Blanco. El vapor negruzco pareció rodear el
vehículo.
María Enriqueta haló la manilla de la
puerta. Fue un impulso transfigurado y heroico. De un salto, ganó otra vez la
libertad.
¾ ¡María
Enriqueta! ¿Para dónde vas? ¾
chilló María Esperanza, al borde de la histeria¾ ¡Deténganla!
Cuando Efraín Alvarenga salió del carro,
María Enriqueta parecía haberse evaporado entre las tenues partículas en
suspensión de las gomas que ardían.
¾¡Gonzalo!
¾gritó
alguien a sus espaldas.
Era Giancarlo. Tenía los pelos en desorden y
en su mirada se denotaba un pánico impúdico.
¾Musiú,
¿de dónde apareces?
¾No
he podido irme. No hay autobuses. Esto se convirtió en un desnalgue total.
¾Si
quieres te vienes conmigo.
¾ ¿Me
puedes dejar en Maracay?
¾Claro,
chico. Pero mejor salimos de aquí ya. Esto se va a poner color de hormiga.
Se metieron por el patio de la casa
parroquial. Atravesaron la humareda del incendio que se propagaba sin
contención. Giancarlo parecía que se iba a infartar con cada disparo que
retumbaba.
Llegaron al carro.
¾Arranca
rápido por favor, chamo.
Había guardias tomando posiciones contra los
francotiradores de la plaza Bolívar. Gonzalo arrancó en retroceso. Pocos
soldados venían en esa dirección. Los dejaron pasar. Tuvieron una suerte
bárbara.
El teniente Eugenio Enrique se reunió con el
inspector Remigio Rebolledo y un catire con cara de agente 007 sabanero que
fungía de jefe de la Disip en Miguaque. Les entregó sendas carpetas con fotos.
¾Estoy
convencido que estos elementos, aparte de traficantes de drogas, tienen mucho
que ver con estos sucesos.
¾ ¿Cuál
es el pronóstico de la situación inmediata, teniente? ¾preguntó el Disip.
¾Hay
mucho francotirador suelto. Hasta que no lleguen los refuerzos que le pedí al
coronel Ferrer no los podremos reducir por completo. Impartí órdenes de dispararles
a los saqueadores.
¾Nos
iremos poniendo en movimiento, entonces, para capturar a todos estos sujetos¾ apuntó el inspector
Remigio Rebolledo.
¾Estaré
en la plaza Bolívar, dirigiendo personalmente a mis hombres¾ informó el teniente
Eugenio Enrique.
¾¡Están
masacrando al pueblo! ¾chilló
un zagaletón cabeza de manirote que había visto, hacía apenas tres minutos,
cómo los efectivos disparaban ráfagas indiscriminadas a todos los que salían
acarreando artículos y bultos de las tiendas.
Había personas corriendo como locas. Hombres
jóvenes, con el pecho desnudo y máscaras de luchador cubriendo sus rostros,
pasaban corriendo y aullando como indios apaches atacando a la caballería
gringa. Algunos blandían parte del armamento sustraído en la comandancia de
policía. Se veía basura dispersa por doquier.
El cadáver de un niño trigueño, cogido in fraganti transportando una docena de
frascos de mayonesa, le sonreía, con un patetismo de lodo y sueños, a las nubes
grises del cielo.
Los cuerpos boquiabiertos de una señora, con
un pañolón rojo sobre sus cabellos encrespados, y de su hija, con un vestido
barato de flores moradas, estaban echados sobre un hilillo de aguas brillosas
de albañal.
Los tiros ahora sonaban como un contrapunteo
blindado. Era la muerte, viniendo a que le saldaran las mismas viejas y
perennes acreencias.
Los entecos habían entregado un lote de
armas de la prefectura a los estudiantes más osados y a varios hombrachones
militantes de izquierda. Les recomendaron que tomaran posiciones en los tejados
y azoteas circundantes. Luego, siguiendo las instrucciones de Azaelito,
recogieron el resto de los pertrechos y abandonaron el teatro de los acontecimientos.
Se llevaban un botín apreciable de carabinas y municiones.
El “Búlgaro” se erigió en líder de los
francotiradores, con el mismo ímpetu con que lo había hecho en la
manifestación. Se terció una morocha de cacería, una bácula y dos revólveres y
se fue a dirigir el tiroteo desde la azotea del Hotel “Nacional”. De allí se
dominaba toda la plaza.
¾Déjenlos
que entren a esta manzana¾
les indicaba con energía a todos quienes recibían armamento¾. Déjenlos que se
concentren.
A Sojito lo embargaron unas urgencias
inexplicables de ir a su casa y buscar a Elena. Sabía que las calles ahora no
eran seguras. Optó por atravesar techos y traspatios, como si fuera un ladrón
sobrenatural.
Cuando llegó, al fin, se tropezó con una
soledad que descendía en grifos despernancados. Era un dolor contrito,
pedregoso y lleno de calambres fantasmagóricos.
Se acostó en la cama de Elena. Hundió la
cara en su almohada y lloró con ganas contenidas por toda una vida transcurrida
en recodos inútiles.
Cada uno de los pasajeros del autobús
observó, desde el alejamiento deformado de las afueras, el humo y las flamas,
difuminados por el calor atosigante de antes de las lluvias.
¾Es
el pueblo que, por fin, se alzó, después de tanto tiempo de aguantar varilla¾ comentó el chofer
dolicocéfalo y de incipiente calvicie mientras escuchaba los balidos gangosos
del locutor de Radiodifusora Miguaque.
¾ ¡Jesús,
María y José! ¾se
santiguó una vieja que divulgaba una verruga peluda en el cachete.
¾Compadre,
déjeme en la entrada de la laguna de La Chamana¾ solicitó el pasajero alto y flaco que tenía
pinta de recién salido de la penitenciaría.
¾Como
quiera, maestro¾
asintió el chofer haciendo detener el autobús y mirándolo como bicho raro.
Pedrarias descendió de prisa. Su intención
era la de ir a la arepera del señor Viera, frente a la plaza Bolívar. Fuera de
eso, tenía la mente en blanco.
Cruzó con paso veloz por el camino
polvoriento que iba a desembocar a un costado de la calle Matiyure. Vio a
hombres descalzos y a mujeres robustas en bata de dormir cargando paquetes con
ventiladores, harina de maíz y diversos enseres, todos en sus envoltorios
originales. Venían en sentido contrario.
Una señora con lentes de montura verde lo
atajó.
¾No
vaya para allá, mijito. La milicia está como loca disparándole a todo el que se
atraviese por adelante.
Los tiros sonaban como tablazos resecos.
Pedrarias avanzaba con trancos estirados. Había humo y olores fermentados por
todas partes.
Tres soldados surgieron corriendo desde
detrás de una esquina con los fusiles en ristre. Pedrarias puso espaldas contra
la pared para no ser visto.
Siguió caminando con precaución extremada.
Ya estaba en la boca del lobo. No había regreso posible.
Se desplazó ocultándose. Pasaron otros dos
troperos arrastrando a uno de los suyos. Parecía gravemente herido.
¾ ¡Alto
ahí!
Un cabo segundo lo había visto y lo estaba
apuntando.
Pedrarias saltó por un tapiado a la par que
un tiro de fusil automático se estrellaba detrás de él. Respiró con alivio.
Estaba en un solar abandonado.
“Atravieso la casa vieja de los Fragachán y
ya estoy en el traspatio de la arepera”, recordó.
Trepó por una pared. Para no herirse con los
fragmentos de vidrio incrustados en la viga de corona, se colgó de las ramas de
un guayacán. La casa vieja de los Fragachán aparentemente estaba sola. Recorrió
el predio en un santiamén. Se izó del borde superior del paredón y, de un solo
brinco, penetró a la parte trasera de la arepera. Los disparos parecían
intensificarse por momentos.
Súbitamente, apareció una figura
encarándolo. Tenía una pistola veintidós en la mano.
¾Muchacho,
¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre?
Era el señor Viera. Estaba lívido de rabia.
¾Necesito
dinero. Démelo ya y me marcho. No me volverá a ver más nunca.
¾Ven.
Penetraron al interior. El señor Viera sacó
un cajoncito de un escondite, repleto de billetes. Se los dio todos a Pedrarias.
¾ ¿Dónde
está “La Miguaqueña”?
El señor Viera le entregó un llavero.
¾En
la casa.
Permanecieron silenciosos, mirándose como si
no se hubiesen conocido nunca.
¾Adiós¾ dijo Pedrarias, y volvió a
salir a la calle.
Dos columnas de efectivos venían confluyendo
hacia la plaza Bolívar desde puntos cardinales opuestos. Eugenio Enrique venía
al frente de una de ellas.
“Esto huele raro”, razonó. “Los disparos
cesaron de repente”. Se estaban desplazando, casi por inercia, hacia el punto
más descubierto de la plaza. Eugenio Enrique descubrió el error.
¾ ¡Atrás!
¡Cúbranse! ¾ordenó.
Bastó y sobró.
Los francotiradores brotaron súbitamente en
los techos desperdigando balas a granel. Eugenio Enrique vio al sargento que
estaba inmediatamente a su lado caer con un ojo estallándole fuera de la
órbita. Se arrastró, guareciéndose detrás de un porrón. La plaza se estaba
recubriendo con una estera de uniformes verdes.
Eugenio Enrique le arrancó un radio portátil a un guardia malherido en el bajo
vientre.
¾ ¡Aquí
Saturno 1! ¡Manden las tanquetas! ¡Hay que ametrallarlos! ¾gritó a quien quisiera
escucharle, al tiempo que un chaparrón de proyectiles bailoteaba por encima de
su cabeza.
El “Búlgaro” estaba gozando con el olor a
pólvora. Los guardias caían como patos mecánicos de feria.
Pedrarias desandaba el camino, agachado y
esquivando alguna que otra bala fría.
El repiqueteo había subido, repentinamente,
de intensidad. Vio gente salir de madrigueras de comercios saqueados. Algunos
llevaban botín.
¾ ¡Le
dieron duro a la guardia! ¾maulló
un zagaletón retaco, bajando en carrera desde los alrededores de la catedral
con tres pares de zapatos de mujer en sus cajas originales.
Dobló por la calle Federación. Una tanqueta
estaba ametrallando hacia el interior del Banco Agrícola. Más soldados, esta
vez los propios del ejército, se aproximaban.
Una niñita de cuatro años venía muy llorosa
desde detrás de unos escombros humeantes. Su inocencia la aislaba de la
hecatombe que se estaba desarrollando alrededor. Pedrarias partió en su búsqueda.
El tableteo era ensordecedor.
Algo se movía en los colchones leves de la
periferia de su campo visual. Iba también hacia la chiquilla con la misma
intención de sustraerla al peligro.
Había mucho humo variopinto y olores agrios.
¾ ¡Catira!
¡Catira! ¾ Pedrarias
vació todo el aire de sus pulmones.
María Enriqueta se detuvo en seco.
Pedrarias estaba en la bocacalle. Venía
hacia ella.
Se soñaron suspendidos en un tinglado de
confusiones.
La niñita torció el rumbo como si se
sintiera atraída por la tanqueta.
María Enriqueta intentó atraparla.
Una explosión atonal machacó los oídos de
Pedrarias con un salvajismo gris y rupestre.
María Enriqueta se desmoronó.
Pedrarias pensó que era un juego. Un
gigantesco juego. Un juego ingrato y propio de tramposos.
¾ ¡Noooooo!
¡Nooooooooooo!
Su visión cibernética de robot captó a un
soldado detrás de un poste de alumbrado. El cañón de su fusil todavía humeaba.
Estaba ocupado cambiando la cacerina sin quitarle la vista de encima.
Le dio tiempo de reaccionar. Ya no era más
él mismo. Se le abalanzó con una rabia lúdica de destrucción.
Todavía estaba en el aire cuando recibió un
culatazo en el occipital. Mientras se desvanecía, sintió angustia por María
Enriqueta.
Hubo en ese instante, otro gris que se
apoderó del mundo.
Goterones gruesísimos comenzaron a caer.
Las tanquetas penetraron a la plaza Bolívar
disparando a diestra y siniestra y desguazando todo lo que se encontraba a su
paso con sus cañones de sesenta milímetros.
Se generalizó la destrucción indiscriminada.
Los inmuebles de donde surgían francotiradores eran arrasados sin importar
quién estuviera adentro.
Era una música grotesca plagiada por oboes
de hemoglobina.
¾Vamonós
de aquí, camarada. Nuestras escopetas no son rivales para esas ametralladoras¾ propuso un dirigente del
MIR, cubriéndose el cráneo.
Los proyectiles agujereaban cínicamente el
Hotel “Nacional”. La pared de al lado se desplomó con un solo impacto.
¾Nos
están tirando con bazucas. Mejor nos largamos mientras podamos¾ sugirió un dirigente del
Partido Comunista, agachándose.
¾Dicho
y hecho¾
remató el “Búlgaro”.
El edificio parecía crujir con los
metrallazos que estaba cosechando. Saltaron al tejado de una casa vecina. Las
ropas se les empaparon con el agua de la lluvia, estorbándoles el movimiento.
Estaba tronando con la furia ancestral de la naturaleza sedienta.
El resplandor de un centellazo que cayó muy
cerca los encegueció durante cuatro segundos.
El “Búlgaro” sintió un golpe obtuso en la
espalda, como si un tigre maneto le hubiera dado un zarpazo. Resbaló con
piernas de hule. Se vio sangre en el pecho. Una sonrisa húmeda resplandeció en
su cara.
Recordaba su infancia mientras caía.
La lluvia no cesó en horas.
El Remanso Miguaqueño
**
Editorial **
Los sucesos de esta
semana han revelado el azote ominóso que macula nuestra sociedad. No es
posible, ni concebible tan siquiera para cualquier buida comprensión, que UNA
MANADA DE REPROBOS haya podido soliviantar a un pueblo cuyo concurso e
indústria han exornado ¾ con blasónes de inmarcesible nombradía ¾
la reputación que bien merecidamente nos hemos ganado en largos lustros de
sudor y continencia. Un PUEBLO que ha logrado convertir ¾
con el meduloso quehacer de sus acrisoladas virtudes ¾
en tierras paniégas, ámbito clamoroso de espigas preñadas de hidromiel, los
andurriales por donde sólo podían pastar las ferales acémilas que sirvieron de
auxilio transportador al más grande hijo de América, ínclito majadero y prócer
de próceres, nuestro padre Libertador, el General en Jefe DON SIMON JOSE
ANTONIO DE LA SANTISIMA TRINIDAD BOLIVAR PALACIOS BLANCO Y SOJO.
Fué al tenor de
lejanas especulaciones, exóticas elucubraciones de mentes afiebradas, que se
dio el grito de guerra, verdadero canto de sirena de la barbarie. Regiones hay
en Venezuela, y en todo el sagrado suelo de la América ibérica, que han sufrido
los embates ciclópeos de estos HIJOS DEL MAL. ¡Angeles de incúria que se
refugian al rescoldo de una juventud infértil: malditos seáis! ¡Que vuestros
mensajes, asaz pletóricos del odio de las razas, sean sepultádos por un alúd
prodigioso de protección de los valores más excelsos del espíritu: la familia,
la tradición cristiana, la propiedad, el amor de las honorables matronas por
sus caros críos!
Es a la luz del
raciocinio antérior que queremos agradecer la SAGRADA PRESENCIA DE NUESTRAS
FUERZAS ARMADAS, que en admonitório
connubio con los factóres de la responsabilidad social prohijadas por LA DIVINA
PROVIDENCIA, supieron deshacer los estagnados intentos de subvertir la paz y la
tranquilidad ciudadánas.
Y por último, el adiós
al amigo dilécto, fiél y leal. Desde la regocijada beatitud del ciélo, EL PADRE
CARRASCO seguirá mostrándonos el camino de la VERDAD, de la LUZ y DE LA FÉ.
Murió defendiendo con honór de CABALLERO TEMPLARIO el Reducto Sagrádo de la
Cristiandad. Su ejémplo seguirá representando, para cuantos nos solazamos con
el Mensaje del Verdadero y Unico Mesías, hijo del Verbo y de la Santísima Madre
de nuestra bienamada Iglésia, un paradigma, pues EL PADRE CARRASCO ha sido para
nosotros un adalid de excelsas cualificaciones católicas. Allá en su morada
espiritual de la Mansión Etérna, él sabrá INTERCEDER por NOSOTROS ante el mágno
PADRE CREADOR.
Lorénzo
Miránda Tolédo
Alrededor de mi Atalaya
La masacre miguaqueña
por el Dr., fablistán y
Diputado Valentín Vergara
Viejo pueblo olvidado de
nuestra inmensa geografía llanera, cantada la belleza de sus mujeres y de sus
parajes por los recios copleros del joropo y el contrapunteo. ¿Cuántos de
nosotros, aquí en Caracas, conocemos de su vocación de progreso, a pesar de la
rémora de tantos años de malos gobiernos? ¿Cuántos han oído hablar de Santa
Narda de Miguaque? Hasta los acontecimientos que estremecieron al país la
semana pasada, muy pocos, no me cabe duda.
En mi carácter de
vicepresidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, me
trasladé hasta esa lejana ciudad. La divisé por primera vez desde el avión que
me transportó hacia allá y la primera impresión que me causó, vista desde la
altura, fue positiva. Sus calles rectilíneas, que sugieren prolongaciones de
eternidad en el llano, dan una sensación de inaprensible vastedad, de arraigo
sereno en la tierra que forjó a Páez, al “Taita Cordillera” Pedro Zaraza, a
Leonardo Infante, al Negro Primero. Maravillado, tomé varias fotos para que
Lucky, mi mujer, las traslade, acuarela mediante, al lienzo.
Ya en tierra, el espectáculo
resultó dantesco. La destrucción cundía por sus fueros. Los testimonios sobre
el ensañamiento del ejército y los cuerpos represivos fueron abrumadores.
Narraciones sobre ejecuciones sumarias, ametrallamiento de la indefensa
población civil y, sobre todo, del incontable número de desaparecidos van a ser
transcritas, ad verbatim, en el
voluminoso legajo que pienso introducir en la Fiscalía General. El dolor de
tantas madres no puede quedar impune.
Por supuesto, el silencio y
hostigamiento del gobierno, para quienes se atreven a inquirir más allá de los
escuetos comunicados oficiales, son perennes. Según nuestras cifras, alrededor
de tres mil civiles perdieron la vida o se encuentran desaparecidos luego de la
batida represiva de los cuerpos de seguridad. El gobernador del Estado se negó
a atenderme aduciendo que estaba trabajando arduamente en la investigación del
“miguacazo”. ¿Para qué tanto misterio? Todo el mundo está consciente (y, de
paso, paralizado por el terror que impera en la zona) de los resultados
concretos de la tragedia: ley marcial, toque de queda, allanamientos
arbitrarios, acaparamiento de los artículos de primera necesidad, especulación
desbordada por parte de comerciantes y capitalistas inescrupulosos,
ensañamiento policial, abuso de poder, y pare usted de contar.
A mi regreso de París (oh la là, la Ville Lumière) ¾
donde me debo encontrar, en compañía de Lucky, a la hora de la aparición de
este artículo, invitado cordialmente al III Simposio Internacional de
Legisladores Progresistas ¾, continuaré detallando y desmenuzando, con mi habitual e
implacable rigor, los diversos incidentes que antecedieron y prosiguieron al
“miguacazo”.
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