Capítulo
RG59
Ornela giraba frente a mí y yo giraba frente a
ella. El universo conocido circunvalaba alrededor de nuestras risas y nuestras
lágrimas. El universo de ambas rimaba contigo, Benny.
Acontecimientos
van y acontecimientos vienen, cual esferas desleales. Siempre me he sabido
indemne e inmune a los precipicios y a los cautiverios. He soportado de todo en
la vida: la aridez de mi madre, la ausencia de mi padre, la traición del padre
de mi hijo, el incendio de mi apartamento, la indiferencia (cuando no la burla)
de los demás hacia mis ideales, la muerte de mi madre tras nuestra
reconciliación. Y ahora esto. Mi hermana y tú, Benny. Tú y mi hermana, Benny.
Cuando pensé que ya no me dolías más.
Creí estar borracha. Por eso reí y lloré. Por
eso dije lo que dije. Ahora lo reconozco. Me he sacrificado, al igual que
Ifigenia. Ifigenia Pérez Pirrone de La Parra. Ifigenia de Quiñones. Ifigenia de
la patria. Ifigenia de la Séptima República. Tómame de las manos, Ornela, para
que rías, llores y gires conmigo.
¿O sería, más bien, el raudal de los sucesos?
Una cosa es sufrirlos de uno en uno, con los necesarios intervalos para poder
respirar, pensar, reflexionar, sopesar, tolerar y absorber. Pero cuando los
episodios se aglomeran en las vesículas de la existencia y pugnan por emerger,
atropellándose unos con otros, entonces… entonces, sólo nos queda reír y llorar
tomadas de la mano, y dar vueltas y más vueltas, hasta caer exhaustas sobre la
alfombra persa de mi recibo… y jurarme a mí misma que nunca más volveré a
pensar en ti, Benny.
Recapitulemos. Esa tarde me reuní con Ronnie
en su despacho.
—Es verdad, no se puede negar que los números
son excelentes. Toda la programación se está beneficiando de ello— aseguró con
su aire rubicundo, a la par que revisaba los informes confidenciales de
medición de sintonía.
— ¿Pero…? —me atreví a inquirir.
—Buena pregunta, licenciada —el hecho de
dirigirse a mí por mi título universitario no le impedía hacer con su mirada
disquisiciones que iban más allá de la mera relación profesional. O, para
decirlo mejor, de una relación patrono-empleada, por más productora ejecutiva
que yo fuese.
— ¿Presiones del gobierno? —insistí.
Ronnie se arrellanó en el sillón y atisbó el
límpido cielo raso, mesándose la barbilla.
—Yo no lo llamaría tan drásticamente. En
realidad, lo que sucede es que las circunstancias que nos obligaron a endurecer
nuestra posición con el régimen anterior han dejado de tener efecto. Podemos
vanagloriarnos, sin duda alguna, de haber contribuido con nuestro granito de
arena a superar una situación bastante preocupante para todo el país. Ya eso
terminó y, por consiguiente, debemos cerrar esa página y pasar a otro asunto.
"Ciertamente, míster Ronnie", pensé,
"ya has defenestrado al bicholoco que tanto te perjudicó en tus negocios y
ahora, como has franqueado todas las compuertas y tienes acceso sin trabas a
Miraflores, no tienes necesidad de seguir soliviantando los ánimos".
—Llegamos al final del sendero, entonces —aduje,
escondiendo mi desazón tras un manto de desinfectada transigencia profesional.
—Ha sido una experiencia excepcional, ni qué
decirlo.
—Por supuesto —corroboré, sintiéndome más
mentirosa que un político en campaña besando viejitas y mocosos.
—Pero, en fin, a buen entendedor, pocas
palabras. Por cierto, LauraÉ… ¿me permites llamarte LauraÉ? Después de trabajar
tanto tiempo juntos creo que ya podemos tutearnos…
—Seguro —yo tenía la hipocresía subida al
punto máximo, luchando como estaba por no revelar mi incomodidad. La mirada del
míster Ronnie adoptaba visos de playboy en vísperas de otoño. ¿Cómo lo
calificaría Benny? "Todo un preppie,
todo un Ivy League kid,
chamita". ¡Uf!
—Perfecto. Hay tres cosas que deseaba pedirte.
Hice un leve gesto de asentimiento, siempre
procurando mantener la ecuanimidad.
—Primeramente, comunícate, por favor, de
inmediato con Horacio Quintín Zúñiga. Ya sé que apenas tiene poco más de dos o
tres días desde que lo indultaron, pero me gustaría que retomara desde ya las
riendas de la novela en su cauce final para finiquitarla, a más tardar, en tres
semanas.
Pensé en el "Gocho" y Benny. Esto
les iba a caer muy mal.
— ¿Tan rápido así? —pregunté, carraspeando un
poco.
—Así tan rápido —corroboró míster Ronnie—. De
esta forma, moderamos un poco la trama que se ha desbocado un tanto en los
últimos días, ¿no te parece?
Me encogí de hombros.
—Bueno, lo importante es que, para rematar con
broche de oro, hagamos énfasis en la parte romántica. Y colorín colorado… —sentenció
mi patrón.
— ¿Lo segundo? —pregunté enseguida, para no
darle tiempo a que hiciera más comentarios.
—Sé que te has involucrado mucho con la gente
de la noche de Febrero, LauraÉ, y quisiera pedirte el favor de que nos traigas
al comandante Quiñones para hacerle una entrevista. Sí, ya sé que Valentín
Vergara y Tele-Tevé se nos adelantaron con la primicia, pero siempre es bueno
abrir el canal de comunicación porque uno nunca sabe, ¿verdad? Cuando tengas la
confirmación por parte de él lo ponemos en contacto con Grégory Escobar y con
Gerardo Farfán para que se encarguen de todo y lo atiendan con la deferencia
del caso. ¿Podemos contar contigo en eso?
—Sí, señor Ronnie.
—Ronnie a secas, por
favor.
—Sí, Ronnie.
Suspiró con una sonrisita de gringuito
malcriado.
—Lo tercero, LauraÉ, es que me gustaría que
vinieras conmigo, en mi velero, a un pequeño crucero que pienso hacer hasta
Isla de Aves, este viernes en la noche. ¡Ah!, pero no seas malpensada. Con
nosotros vendrán mi madre y mi hija mayor. Ambas son fanáticas de la
ornitología y andan en una onda de rescate de especies en vías de extinción.
Así te compenso por las infinitas y postergadas amenazas de invitarte a cenar
que no he podido cumplir en medio de tantos compromisos y enredos de negocios.
La invitación me cogió por sorpresa.
—No sé. Nunca me he montado en barco.
—Siempre hay una primera vez.
—Ni siquiera en el ferry de Margarita.
— ¿Ni en un peñero?
—No sé nadar.
—No es necesario saber nadar.
—Me mareo con facilidad.
—Déjate de tantas excusas fútiles y di que sí.
Me quedé sin habla.
—Tomo tu silencio como una aceptación —sus
modales desenfadados y ligeramente imperiosos denotaban que no estaba
acostumbrado a que le llevaran la contraria—. El viernes a las dos de la tarde
te mandaré a buscar a tu casa. Te aguardaré en el aeropuerto Caracas, volamos
en mi avión hasta Puerto La Cruz donde nos esperarán mi mamá y mi hija en una
casa que tengo en El Morro, y de allí zarparemos en el velero que a que no
adivinas cómo se llama…
— ¿Cómo? —pregunté, casi sin aliento.
—"Laurie".
— ¿Por qué? —fue lo único que atiné a
pronunciar.
—Porque así se llaman las dos. Imagínate las
dos Lauries, LauraÉ y el velero "Laurie". ¿Quién habría de creerlo,
verdad?
—No puedo dejar a mi hijo solo.
— ¿Y quién dijo que no podías traerlo?
Me estampó un beso en la mejilla y me condujo
a la puerta.
Llegué a mi oficina y respiré hondo. La rabia
se me estaba acumulando otra vez. ¿Qué se creería ese… ese…? ¿Que a cuenta de
heredero mimado podía manipular a todo el mundo y salirse siempre con la suya?
El corazón me dio un vuelco cuando vi a Benny
en el umbral.
—Pasa y siéntate —le ordené, recuperando el
aplomo.
—Quería decirte algo, LauraÉ —me dijo, sin
saber dónde posar la vista.
No lo dejé hablar. Le espeté todo de un tirón.
Que la novela debía terminar ya. Que Horacio Quintín retomaba el timón. Que el
muy galán de Ronnie me estaba atacando y me había invitado a hacerme a la mar
con él. Benny se puso rígido.
— ¿Y aceptaste?
— ¿Acaso eso es de tu incumbencia?
Se me partía el corazón al tratarlo de esa
manera. Era un desdoblamiento de personalidad que estaba más allá de mis
capacidades controlar. Sólo sé que luego de vejarlo con ese trato altanero,
afloraba dentro de mí una resaca de antónimos que me hacía querer compensarlo
con una dosis del calor que existía en mi corazón hacia él, aunque yo me
empeñara en seguirlo negando. Pero no me dio tiempo de demostrárselo.
—Me voy. Tengo que grabar ocho escenas —musitó,
sin atreverse a mirarme.
— ¿Hablarás con Rojitas y le dirás? —interrogué,
con un nudo en la garganta.
No me contestó. Escuché su caminar menudo
alejarse por el pasillo. Me sumergí en un estupor ambiguo hasta que sonó el
teléfono. Era Rodrigo Marín para recordarme que me estaban esperando en el
comando del movimiento. Tomé mi bolso y arranqué hacia allá, dejándome ganar,
cosa rara en mí, por una despreocupación supina hacia el trabajo. "El
disgusto se me pasará mañana. Conversaré con Rojitas y todo se aclarará. No es
el fin del mundo. Ya se nos ocurrirá un nuevo proyecto", pensé.
La sede del movimiento se encontraba, desde
hacía algunos días, en la avenida Andrés Bello. Varias oficinas, en un piso
dieciocho, fungían de cuartel general. Todos los que entrábamos y salíamos
éramos fotografiados y reseñados por agentes de inteligencia del gobierno sin
molestarse en disimular su presencia. Me habían asignado un pequeño cubículo
desde donde me aboqué a diseñar una estrategia mediática. Nadia, mi amiga y
confidente de siempre, me acompañaba. Había publicado, hacía poco, un libro
testimonial donde recababa las diferentes ópticas de todos los participantes en
la Noche de Febrero.
— ¿Cómo van las ventas? —le pregunté,
desembarazándome de mis cosas y tomando posesión de mi escritorio.
—Se ha vendido el libro, chama. Pienso donarle
las utilidades al movimiento.
—Magnífico. Recursos extras nunca caen mal.
— ¿Y "Los senderos…"?
—Dentro de tres semanas desembocan a su final.
—Qué lástima. Les iba a proponer a ti y al
"Gocho" que recalcaran el rol del capitán Ortiz, el gran
"Barracuda", para hacerlo parecer cada día más a Quiñones y así
pulirle la imagen ante el público.
—Por el lado de la novela no será. El gran
jefe Ronnie dio la orden de terminarla. De todas maneras, ya estamos
afianzándole el perfil al comandante de incorruptible, de valiente y de
luchador sin tregua por la causa popular.
—Pero que nadie se entere del lado oscuro del
personaje.
Mi gestualidad afincó una interrogante
curiosa.
—Ay, manita —continuó Nadia—, que me perdone
el de la chivita pero… pero no vayas a creer que me gusta el chisme.
— ¿De qué estás hablando, mujer?
—El matrimonio del Quiñones se desmoronó.
—Bueno, en estos tiempos no es nada raro que
la gente se divorcie.
—Pero el comentario es que el hombre le daba
cada paliza a la mujer.
—Son habladurías, Nadia.
—Bueno, lo cierto es que la susodicha ni
siquiera se presentó en la cárcel de Ocumare mientras el hombre estuvo preso. O
sea que la cosa venía naufragando desde hacía tiempo. Ese comentario me lo
hicieron en Teresén de Monagas, el pueblo donde él nació, cuando fui allá a
recabar datos para su biografía. Como dice el viejo refrán, "pueblo
chiquito, infierno grande". No sé si serán inventos de los adecos y los
copeyanos pero, te insisto, varias personas me aseguraron que más de una vez
molió a palos a su esposa. Si es así, estamos ante un caso de machismo
inveterado.
— ¿Ajá? Pero lo pintaste en tu libro como un
San Miguel Arcángel, impoluto y vengador.
—Todo sea por darle un palo a la lámpara y
sacudirnos de una vez estos cuarenta años de bipartidismo de AD y Copei.
— ¿Así como así, Nadia?
—Lo escrito, escrito está, LauraÉ.
—Si llegas a escribir un libro sobre mí, ¿qué
dirás?
—Ten la plena seguridad que te voy a pintar
con los colores más sublimes y jamás, pero jamás de los jamases, te voy a
mostrar recién despertada, con la boca fétida y los ojos lagañosos.
Nos reímos un buen rato y, posteriormente, nos
apersonamos en la reunión del Comando Estratégico Republicano. Toda la
dirigencia nacional, unas veinticinco personas, se había dado cita. El
comandante Quiñones inició la junta proponiendo, sin ambages, que nos
constituyésemos como organización política formal bajo el nombre de Movimiento
Libertario República Siete, pues siete habían sido los comandantes juramentados
para luchar sin descanso contra la corrupción imperante, siete eran las
estrellas de la bandera venezolana y, finalmente, al tomar el poder nuestro
movimiento, derogaríamos la constitución vigente para instaurar la Séptima
República. Este último punto no me resultó claro. Pedí la palabra y argumenté
que, hasta donde llegaba mi conocimiento, esa forma de enumerar los lapsos
venía de la historiografía francesa donde, cada vez que cambiaban la
constitución, proclamaban el nacimiento de una nueva república. Si tal era el
caso, ya Venezuela andaba por la vigesimoquinta o vigesimosexta república, vaya
usted a saber. Nuestros historiadores, apunté, sólo reconocían la existencia de
la primera y segunda repúblicas, perdidas en el marasmo sangriento de la
independencia. Después se referían al período de la Gran Colombia, la
oligarquía conservadora, la hegemonía de los Monagas y así por el estilo. El
comandante Quiñones, luego de palparse la nariz y de resollar, le hizo una seña
ocular al profesor Rodrigo Marín quien me dio una explicación, fundamentada en
las dialécticas hegeliana y marxista, donde refutó lo antes expuesto y
clarificó lo de las seis repúblicas con un lenguaje cargado de modismos
revolucionarios que no se escuchaban desde los años sesenta. Inmediatamente, se
sometió el asunto a votación. Nadia y yo nos vimos las caras y decidimos
sumarnos a la unanimidad. Pensábamos que no era necesario hacer punto de honor
un aspecto de exégesis de la historia que podía prestarse a múltiples
interpretaciones. A continuación, volví a solicitar el derecho de palabra para
someter a consideración la invitación de Ronnie. Valentín Vergara agregó que
era sumamente conveniente aprovechar todas las ocasiones para difundir la
presencia del comandante Quiñones en cada uno de los medios y sugirió, además,
llevarlo a las diferentes redacciones de los periódicos más importantes de
Caracas. Añadió que la eventualidad era propicia para ofrecerle a "La
Nena" Desirée Baltodini de Salaverría, secretaria ejecutiva vitalicia del
consejo cultural nacional y cónyuge del "Junior" Otelo Salaverría, un
puesto con voz y voto en el Comando Estratégico Republicano. La moción se
aprobó también por unanimidad y la dama en cuestión, quien se encontraba tras
bastidores, se unió al cónclave. Todos aplaudimos. Lógicamente, la primera
entrevista en profundidad del comandante Quiñones aparecería en el "Diario
Informativo". Seguidamente, se aprobó la formación de Comandos Estratégicos
Regionales en diversos estados del país, se designó una comisión para elaborar
los estatutos del movimiento y se acordó establecer contactos sistémicos con
las otras fuerzas revolucionarias que pugnaban por cambios radicales en
Venezuela. Ya eran casi las nueve cuando la reunión llegaba a su fin. Estaba
recogiendo mis papeles y mis asuntos cuando el comandante Quiñones me pidió
hablar a solas con él. Pasamos a una pequeña oficina adjunta y allí se
pronunció con una franqueza desprovista de alquimias de galanes prosaicos:
—LauraÉ, ya sé que te podrá parecer impetuoso,
traído por los cabellos, surgido de la nada así como así, hasta podría decirse
que es un acto de provocación, una suerte de extraña declaración de
hostilidades, en fin, no sé por qué utilizo este lenguaje belicoso, pero quería
pedirte que consideraras, y que lo hicieras muy seriamente, la posibilidad de
casarte conmigo…
Me quedé de una pieza.
—No te creas —prosiguió casi sin un respiro de
por medio—, yo también me he sorprendido a mí mismo haciéndote esta
proposición, soñándote despierto mientras he andado, en estos pocos días en que
he vuelto a disfrutar de la libertad, recorriendo esos caminos polvorientos,
esas carreteras llenas de baches y carentes de vigilancia vial, viendo tantas
caras famélicas en ranchos insalubres, observando, palpando esa realidad
nuestra, tan injusta y tan proclive a la miseria, y me he dicho, LauraÉ, me he
preguntado, LauraÉ, ¿por qué? Mil veces, ¿por qué? Y siento, simultáneamente,
que hay un destino manifiesto que nos impulsa a escarbar dentro de nosotros
mismos y buscar al hombre nuevo, a la mujer nueva, por los cuales esta lucha se
hace valedera. La respuesta la he encontrado en tus ojos, LauraÉ, esos ojos que
sé que están conectados a un corazón ancho, generoso, fértil, un corazón que es
como esta tierra, esta Venezuela nuestra, porque tú eres Venezuela, LauraÉ. Tú
eres lo mejor de todos y cada uno de nosotros. Ahora es cuando hay lucha y
esfuerzo por delante. A lo mejor se nos va la vida en esto. Ya no me importa
morir, porque creo que hay una semilla sembrada. Esa semilla va a germinar, con
aires de luz e infinito. Y no puedo dejar de pensar que tú puedas ser, que tú
seas la fuerza telúrica que dirija mis esfuerzos. Piénsalo, LauraÉ. Únete a mí
con toda tu devoción y empeño…
Entraron Valentín Vergara y "La
Nena" Salaverría, raudos y rozagantes, con sus estampas de portentos de la
buena sociedad progresista.
—"Nena", te presento a LauraÉ, el
alma indiscutible de "Los senderos del paraíso" —dijo Valentín
Vergara.
—Ya tenía referencias tuyas. Excelentes por lo
demás —me tendió una mano que emanaba manicures parisinas. Al estrecharla, como
si hubiera sido una señal, sonaron varios celulares en el recinto, entre ellos
el mío. Cada cual tomó su adminículo.
— ¿Sí? —dije yo en mi auricular.
— ¿Aló? —exclamó "La Nena" con
pronunciación engolada.
—Aquí Vergara —dijo Valentín.
—A la orden —prorrumpió el comandante,
atusándose la nariz.
—LauraÉ, soy yo, Gerardo… Gerardo Farfán…
¿Aló? … Se oye malísimo… ¿Ah? … Era para decirte que acaban de encontrar muerto
a Horacio Quintín, en su casa de playa en Tanaguarena…
— ¡No puede ser! —exclamó "La Nena".
—Imposible —profirió Valentín Vergara.
—Caramba, caramba, caramba —gruñó el
comandante.
—Se habla de una sobredosis, LauraÉ —añadió
Gerardo en mi bocina—. No quisiera que te escandalizaras, pero eso es lo que se
comenta… Te tendré al tanto… Okey, te llamo más tarde cuando me entere de más
detalles… Chao.
Los cuatro cerramos la comunicación
paralelamente y nos quedamos viéndonos hasta que llegó don Golindano para
llevarse al comandante a una reunión importantísima en no sé qué sitio en Oripoto.
Me despedí de ellos y salí.
Cuando iba a llamar el ascensor sentí una
presencia acuosa detrás de mí.
—Hola, LauraÉ.
Era Valdemar. La cabeza quiso darme vueltas.
—Temía que no me reconocieras.
Decididamente, esta era mi noche. Permanecí
muda.
—No te vayas todavía, por favor.
De hecho estaba paralizada. Tantos
acontecimientos, tantas cosas, tantas vueltas de tuerca al unísono no logran
sino detener el tiempo y los espacios. ¿Qué estaba acaeciendo?
—Hace mucho que quería decirte… que quería
pedirte que me perdonaras. Ahora se dio
la oportunidad. Sobre todo teniendo en cuenta que, en lo sucesivo, nos vamos a
ver más a menudo.
¿A qué se refería?
—Sí, yo también me he involucrado en esto.
Estoy trabajando de lleno con don Golindano. De hecho, hemos sido socios él, yo
y Tiberio Zaavedra, no sé si lo conoces, el contratista y propietario de varias
concesiones viales en Guárico, Anzoátegui y otros estados. Él es compañero de
juegos de infancia del comandante Quiñones y también es el dueño de estas
oficinas que ocupa el movimiento y yo, bueno, en deferencia a un pasado
revolucionario que siempre le provoca a uno un calorcito en el corazón, decidí
sumarme a la organización política en respaldo a los alzados de la Noche de
Febrero. Y, ¿por qué negarlo?, también lo he hecho con la esperanza de volverte
a ver y de solicitar la misericordia de tu perdón.
¡Era todo tan patético!
—No te pido una respuesta ahora, LauraÉ. Sólo
tu comprensión.
En eso se abrió el ascensor. Me introduje a la
carrera. Valdemar puso su mano en la puerta, impidiendo que se trancara.
—Prométeme que lo pensarás.
No me atreví a mirarlo. De un impulso, le
aparté la mano. Gracias a Dios, la cosa se cerró rápido y, en un dos por tres,
llegué al estacionamiento subterráneo, arranqué "El Delfine" al
primer intento y volé a mi casa.
Pasé dos días con la mente en blanco. El
viernes por la mañana decidí aceptar la invitación de Ronnie. Así me evitaría
ir al funeral de Horacio Quintín donde estarían presentes, con toda
seguridad, Benny, Quiñones y quién sabe
si Valdemar. Simple y llanamente, me negaba a mí misma la posibilidad de
pensar.
A las dos de la tarde en punto, una Toyota
Samurai del canal se apareció frente a
mi edificio. Bajé con Pedro Pablo y enfilamos por la autopista rumbo a
Charallave. En el aeropuerto Caracas nos esperaba Ronnie, todo deferencias para
conmigo y el nené. Abordamos su bimotor de hélices. No se cansó de explicarme
que era un avión de la segunda guerra mundial, que era su hobby reconstruirlos
("overjolearlos" fue el término que utilizó), que le encantaba volar
a veces sin rumbo fijo, solo por el placer de remontarse por los aires. En treinta y cinco minutos
aterrizamos en el aeropuerto de Barcelona donde nos aguardaba otra Toyota
Samurai del canal. Atravesamos Lecherías y llegamos a un town house en El
Morro. Del otro lado se podía apreciar el velero "Laurie". Me
presentó a la señora Laurie y a su hija Laurie-Ann. Ambas hablaban el
castellano con un dejo anglosajón. Todo estaba listo para zarpar.
Cuando iban a montar nuestro equipaje,
apareció un barbudo pálido como la cera, portando un morral en la espalda y
preguntando por mí:
— ¿La licenciada LauraÉ?
—A la orden.
—Trabajo en la Compañía de Alimentación
Integral Venezolana, CAIVE, una de las empresas de la doctora Ornela —su voz sonaba como un estropajo. Tuvo que
repetirme dos veces el asunto hasta lograr entenderlo. Recordé que había pasado
por alto, no sé si intencionalmente, informarle a mi hermana mi paradero
durante el fin de semana.
— ¿Qué se le ofrece? —le pregunté, acercando
el oído y así evitarme la redundancia.
—Lo que le voy a decir no es muy agradable.
Espero que me disculpe.
La cosa se estaba poniendo irreal. Lo conminé
a proseguir con un gesto.
—Parece que a la doctora Ornela la han
secuestrado.
La mandíbula inferior por poco se me desencajó.
— ¿Qué dice? —exclamé, incrédula.
—Por favor, llame al señor Javier Grimán. Aquí
está el número de su celular —dijo, entregándome una tarjeta de la compañía.
Desconfiando de todo, primero marqué el número
de Ornela. Sólo atiné a escuchar la contestadora. La mano comenzó a temblarme.
Sin embargo, logré oprimir los dígitos impresos en el cartoncito.
— ¿Zí? ¿LauraÉ? —respondieron del otro lado—.
Zí, zoy yo, Javier, el zozio de Ornela… Me temo que lo que te ha dicho el zeñor
Aguirre ez zierto.
El barbudo lucía más pálido y sudaba unos
almidones cetrinos.
—El zeñor Aguirre ez empleado nueztro de
confianza en la zona de Barzelona-Puerto La Cruz.
—Pero, ¿cómo…? —insistí en preguntar.
—Eztámoz ezperando comunicazión con loz
delincuéntez para ver cuánto piden de rezcate. Por zupuezto, no hémoz avizado
todavía a la polizía.
—Voy para allá —dije y corté la comunicación.
Ronnie notó la confusión y se acercó. Le dije,
sin más ni más, que me regresaba a Caracas. Me solicitó explicaciones, pero yo
permanecí en mis trece. Agarré nuevamente el equipaje, tomé a Pedro Pablo de la
mano y detuve un taxi. Lo último que vi fue al barbudo, rumbo al velero con
Laurie-Ann cogida del brazo y a Ronnie con un gesto de incredulidad en el
rostro e indeciso, además, quizá por vez primera en su dinámica vida signada
por continuos aciertos empresariales y románticos. Nada más llegar al
aeropuerto, conté con la suerte de embarcarme en un vuelo que estaba justamente
saliendo para Maiquetía en ese instante. Firmé el voucher de cancelación con
una mano más temblorosa que un rascacielos de gelatina.
Ya en Caracas los nervios no me permitieron
caer en cuenta del inusitado número de patrullas y vehículos militares
transitando por la autopista y las avenidas. Mi cabeza era un parque de
carritos chocones en cámara ultrarrápida. Mis pies hormigueaban y, por única
vez en mi vida, me estaban atacando unas ganas locas de comerme las uñas.
Decidí irme directamente a mi apartamento. Llamé a Débora para que no se
marchara y me esperase, sin más explicaciones.
Estando en mi casa, me costó un imperio poder
cambiarme de ropa. Los dedos no me respondían. Cuando iba a salir, de lo
aturdida que estaba, de casualidad no la atropellé.
— ¡Ornela!
—Uy, modera tus ímpetus, hermana. Por poco y
me revientas los juanetes que de por sí me dejan poco margen de maniobra para
caminar con holgura.
—Pero…
—Cualquiera diría que acabas de tropezarte con
un espanto. ¿Qué pasa? ¿No te sientes bien?
Hice un gesto de impotencia, con un grumo de
intención de devolverme y tomarme veinte gotas de Atroverán.
—Vamos para adentro —sugirió Ornela—. Menos
mal que te conseguí, porque creo que dejé mi agenda aquí la otra noche. Te iba
a pedir, también, que me dejaras pernoctar contigo hoy, porque la situación…
— ¿Qué tiene la situación esta vez? —pregunté,
revisando el anaquel donde guardaba los medicamentos.
— ¿Cómo? ¿No estás al tanto todavía?
— ¿De qué tendría que estar enterada?
—Caracas está que hierve de rumores. Los
militares se acuartelaron.
— ¿Otro golpe? —me tragué dos comprimidos de Commel
junto con un sorbo de agua.
—Dicen que don Soberbia murió esta tarde.
— ¿Qué?
—Así como lo oyes. Las versiones difieren:
infarto, ACV, un ataque de soberbia provocado por una rabieta. Mi suegro me
aseguró que algo se está guisando en Miraflores mientras aguardan para dar la
noticia.
—Entonces es cierto.
—Prende el televisor a ver qué dicen.
Dicho y hecho.
— ¿Qué va a suceder? —pregunté, mientras el
pequeño salía corriendo para lanzarse en brazos de su tía que lo cubrió de
besos golosos.
—Igualito que cuando cayó "Bicho
Loco". Falta absoluta del presidente. Elecciones otra vez en tres meses.
¿Cómo está mi ángel precioso? ¿Cómo está el rey absoluto de mi corazón? —Ornela
apurruñaba con apetito inconmensurable a mi hijo.
A los quince minutos interrumpieron la
programación. Un hierático locutor oficial anunció la muerte del presidente de
la república a resultas de una trombosis masiva. Se instaba a la ciudadanía a
mantener la calma puesto que los mecanismos constitucionales ya estaban en
marcha para asegurar que el gobierno nacional no quedase acéfalo.
— ¿Quién te habrá jugado esa broma tan pesada?
—preguntó mi hermana, luego que le conté lo de su supuesto secuestro—Sobre todo
sabiendo que me birlaron el celular ayer por la tarde. ¿Quién habrá sido el
gracioso?
—Eso mismo me pregunto yo. ¿Quién y por qué?
—Las cosas están adquiriendo un aire de rareza
que no me gusta.
—A mí tampoco. Todavía no logro explicarme la
muerte de Horacio Quintín.
— ¿Él era homosexual? —interrogó Ornela,
sorbiendo un té con limón.
—No que yo sepa. ¿Por qué?
— ¿Te acuerdas cuando hubo aquella hilera de
hombres solitarios que aparecían muertos en sus apartamentos y en sus casas?
Nunca lograron dar con el asesino. O los asesinos, si a ver vamos.
—Sí, pero el modus operandi era distinto.
Usualmente los amarraban, los ultrajaban y, por último, los ahorcaban. En este
caso no fue así.
—Hoy me enteré que los vecinos testificaron
que recibió la visita de un par de barbudos. Fue la última vez que lo vieron
vivo.
— ¿Unos barbudos? ¿Cómo el que se hizo pasar
por empleado tuyo?
—Algo extraño está pasando, LauraÉ. Fíjate
cómo mataron a Armandito y todavía la policía no sabe nada de nada.
—Lo que no me cabe en la cabeza es eso de que
Horacio Quintín murió de una sobredosis.
—La autopsia lo confirmó.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza. Él no
consumía, Ornela. Te lo puedo asegurar.
—Yo no meto las manos en el fuego por nadie.
Bueno, corrijo, las meto por ti y por Pedro Pablo, pero por nadie más.
Me dieron ganas de preguntarle, "¿Y por
Benny?", pero me contuve.
— ¿Qué va a pasar, Ornela?
—Esa novela tuya cada vez se parece más y más
a la vida real.
—Ya no es más mi novela —aseguré, con una
inflexión que resultó áspera, a pesar de mí misma—. Es la novela del
"Gocho" Rojas… y de tu futuro esposo.
Un silencio grueso se residenció entre
nosotras.
—Débora, acuesta al niño —ordené, con voz aun más abrasiva.
Diez mil toneladas de silencio. Veinte
millones de años luz atravesados por el vacío del silencio.
—Vi los poemas que te escribió, LauraÉ.
Los ojos de Ornela relampagueaban como un par
de ovnis tránsfugas detrás de los espejuelos de montura barroca.
— ¿No tienes nada que decirme, LauraÉ?
Me levanté impulsada por un resorte opresivo.
Fui al cuarto del nené y le alcé la voz a Débora por no sé qué descuido en la
higiene del apartamento. Escuché un portazo. Ornela se había marchado.
—Perdón —le dije a Débora, esquivando su
mirada—. Si quieres, puedes tomarte el fin de semana libre.
—No se preocupe, señora LauraÉ. Yo me quedo
con usted —susurró la buena y fiel muchacha, comprendiendo, sin decirlo, que mi
corazón era presa de un terremoto de ansiedades.
Abracé a Pedro Pablo y lo colmé de besos hasta
que se durmió.
El insomnio se apoderó de mí. Necesitaba
hablar con alguien. Marqué el número de mi vieja amiga y compañera Nadia
Coronado.
— ¿LauraÉ? Qué bueno que llamaste… No, no
estoy dormida. He estado comunicándome con toda la gente del comando. La muerte
de don Soberbia trastornó la ecuación del juego… Va a haber un cambio de
óptica. Vamos a lanzarnos de lleno en la campaña electoral… Sí, ya sé que
nuestra línea, hasta ahora, había sido la de cuestionar íntegramente todos los
mecanismos de este sistema podrido. Pero la dialéctica del asunto impone
derrotar a nuestros enemigos con su mismo armamento. Estoy sonando como Quiñones,
¿verdad? … Mañana mismo, sin importar las exequias presidenciales, Yosney va a
ofrecer una rueda de prensa donde va a expresar, sin equívocos, su intención de
lanzarse al ruedo… No te había llamado porque creía que todavía estabas en
Puerto La Cruz, con Ronnie… ¿Cómo fue eso que te regresaste? Por ahí se comenta
que tu patrón, el galanteador irredento, quiere enredarse contigo. Y aquí, en
el movimiento, está rodando la bola de que también el Quiñones ha sucumbido
ante tus artes de hechicera zanahoria… ¿Cuál es ese secreto tuyo, LauraÉ? … La
verdad es que tienes el don de poner a todos los hombres que conoces de cabeza,
patas p'arriba, como quien dice… Cómo te envidio, chama… Bueno, te dejo para
que descanses… Te espero mañana, a eso de las diez, en el comando… Ahora es
cuando comienza la movida. Vamos a hacer historia, mana. Un besote, LauraÉ…
Chao…
Seguía sin poder dormir. Me tomé un Valium y
dos brandys. La bebida nunca ha sido mi fuerte. Ahí mismo zozobré en los
rompientes de una embriaguez atorada.
Sonó el teléfono.
— ¿LauraÉ?
Silencio de mi parte.
—LauraÉ, estoy aquí abajo. Déjame subir.
Mi respiración era pesada, casi como la de un
asmático. Me asomé al balcón y arrojé la llave. Me importaba un pepino si se
extraviaba en alguna alcantarilla.
|Abrió
la puerta y la reja, tras cuatro pases de Multi-Lock.
— ¿Qué quieres? —pregunté.
—Hablar contigo.
— ¿Para qué? —sentí mi lengua toda apelmazada.
—Solo déjame hablar contigo.
Las palabras me salieron como un vómito de
fuego.
—Eres un traidor. Un indecente. Un ruin. Un
vil y perverso mentiroso.
—Eso ya lo sé.
—Con mi propia hermana… —dije, y comencé a
llorar.
—Tú y ella son una sola. Amarla a ella es
amarte a ti.
— ¡Hipócrita!
—No, LauraÉ. Te estoy diciendo la verdad. Te
amo. Y también amo a Ornela. Si por admitirlo debo perderlas a las dos, estoy
dispuesto a correr ese riesgo. De todas maneras, las formalidades de la vida,
los formulismos de la vida, los convencionalismos de la vida, las ceremonias y
las pompas de la vida no se dan muy bien conmigo. Es más, me arredran. Soy un
Kafka que no sabe afrontar la realidad. Pero la realidad para mí es una sola,
en dos vertientes: te amo, LauraÉ, y al amarte, también amo a Ornela. Es una
contradicción, es un espejismo sintético, es un corazón desmantelado en un caleidoscopio
de alucinaciones. Pero es así.
—Cuando dices que me amas estás demostrando tu
crueldad y tu capacidad infinita de mentir —las lágrimas me sofocaban.
— ¿Es esto mentira, LauraÉ? —Benny me atrajo
hacia sí y comenzó a besar mis sollozos. Yo me sentía impotente para
rechazarlo, no sé si por la borrachera o por mi debilidad innata. Seguí llorando
y lo besé con una incertidumbre desquiciada y carente de futuro.
Benny me cargó y enfiló hacia mi cuarto.
—Cuidado te tropiezas. Estás tan fofo que ya
no puedes conmigo —musité, besándole las orejas.
Me depositó en la cama con suavidad.
Desabotoné su camisa y desabroché su cinturón. Tomé su erección y la cubrí de
besuqueos y lágrimas.
—Soy una puta sin remedio —confesé, mientras
le permitía escarbar en mis húmedas profundidades.
Lo chupé y succioné, dejando que sus dedos
curiosos pellizcaran mis hinchados pezones. Luego me deslicé sobre él para
dejarlo que me chupeteara a placer, sin yo dejar de frotar su verga, sin yo
interrumpir la acción de mi lengua ávida que saboreaba el paladar salobre de
mis lágrimas sobre sus pelos y sus venas. Por último, cabalgué encima de él,
instándolo a que no permitiera que sus manos cesaran de acariciar mis tetas,
mis tiernos pechos que todavía conservaban la firmeza de los quince años, mis
globos hechos por Dios exclusivamente para su gozo, mi clítoris ahíto que solo
puede ser tuyo, Benny payaso, Benny mentiroso, Benny pecaminoso, Benny que
logra cogerme con sólo decirme que me amas, y yo me dejo coger aun sabiendo que
todo es mentira, empinándome sobre ti para sentir ese güevo tan sabroso y
divino, quiero acabar una vez, quiero acabar diez mil veces, quiero que tu
leche se derrame toda dentro de mí llenándome con tu licor tibio, quiero
volverme loca y no recobrar nunca más la razón, quiero morirme con tu machete
tallándome las entrañas, Benny. Sígueme cogiendo, Benny.
Me derrumbé encima de él, saciada y ebria.
Benny acariciaba mi pelo.
—Este es un momento de lucidez de mi parte,
LauraÉ. Voy a dejarlas de ver a las dos. Esta locura no puede continuar.
Le tapé la boca con mi mano.
—No te atrevas a tal cosa. Si acaso a quien no
debes jamás volver a ver es a mí. Le destrozarías el corazón a ella. Ornela no
puede ni debe sufrir por esto, ¿oíste? Prométeme que nunca más vas a volver a
pensar una insensatez semejante. Prométeme que nunca la vas a herir.
—Pero, no puede ser que…
—Si me amas, prométemelo, Benny.
Acarició mi mejilla con el envés de su mano.
—Te lo prometo.
—Te amo, Benny.
—Lo sé.
—Te amo tanto que me ahogo y me asfixio. Por
eso es que debes irte. Ya. Antes de que me arrepienta y siga cometiendo
barbaridades contigo. Levántate y márchate.
Se vistió en un santiamén.
— ¿Benny? —lo llamé, somnolienta.
—Dime —respondió él, en la penumbra.
—Me dejas las llaves en mi oficina. No te olvides.
—Sí.
— ¿Benny?
— ¿Qué?
— ¿No estás disgustado?
— ¿Por qué?
—Por lo de la novela.
—El "Gocho" y yo lo teníamos todo
previsto.
— ¿Qué tenían previsto?
—Todo.
— ¿Qué es todo?
—Absolutamente todo.
—Déjate de rodeos conmigo. La novela se va a
acabar en veinte días. ¿Cómo se lo están tomando Rojitas y tú? —las palabras me
salían amortiguadas desde detrás del encaje de la ebriedad.
— ¿Quién te asegura que la novela se acaba en
veinte días?
—Lo dice Ronnie. Me lo dijo el sin par míster
Ronnie.
—Tendría que resucitar…
— ¿Qué?
Benny se arrimó a la cama y me abrazó.
—Siempre te protegeré —dijo.
— ¿Qué dices?
—Siempre seré una muralla y un escudo
protector para evitar que las potencias pútridas te acosen con sus cultos y sus
cábalas de alquitrán vencido.
— ¿De qué cosa me vas a proteger?
—De todo. A ti y a Ornela.
—Yo estoy borracha y tú eres condescendiente
conmigo. Me revienta que sean condescendientes conmigo.
—Te voy a proteger, LauraÉ. Punto.
—Ya no puedo más. Déjame dormir.
—Te amo, chiquita.
—Yo también te amo.
No sentí cuando terminó de irse. No quería
sentir nada. Nada de nada en el océano de la nada.