Capítulo
H
No puedo negar que, por primera vez en mi
vida, estaba algo confusa.
Hay momentos en que las cosas que te
rodean parecen adquirir vida propia y se atavían con una dinámica vertiginosa.
Después de tanto tiempo de inmovilismo y privaciones, resultaba justo y
necesario el cambio de panorama. Se volteó la tortilla, pues, para decirlo en
lenguaje coloquial. Mi única queja estribaba en el ritmo frenético del asunto.
Se me atragantaban las costillas con el temor de perder el control de la
situación. Afortunadamente, tenía a mi mamá de mi lado, sólida como fortaleza
española ante el acoso de los corsarios y piratas del Caribe.
— ¿Sabes cuál es el secreto de los
equilibristas? — me preguntó una noche, en el apartamento que habíamos comprado
en Las Acacias.
Tardé un instante en responderle. Todavía
estaba bajo la aprensión de haberle revelado mis preocupaciones.
—No. ¿Cuál?
Le dio dos largas chupadas al cigarrillo
antes de responderme.
—No mirar nunca hacia abajo. Eso es lo que produce
vértigo.
Me quedé sin entender.
—Mira —me
dijo, dejando a un lado el suéter que estaba comenzando a tejer—, si estás
ejecutando un acto que requiere de toda tu destreza y habilidad, pues simple y
llanamente te olvidas del resto del mundo, te concentras y le echas pichón. Lo
que ahora haces va a ser crucial en tu vida. Te estás esforzando en obtener
éxito profesional y, a la vez, se te están abriendo una serie de
posibilidades que antes te resultaban
impensadas. ¿Qué debes hacer, entonces? Sencillamente, déjate llevar por la
corriente que más te convenga y no te dejes amargar por miedos escénicos. No
hay para dónde coger. Estás ahorita como el actor antes de enfrentar al
público. Si lo piensas y analizas demasiado, te estrellas. La única solución es
echar p’alante y resolver.
— ¿Sin darle muchas vueltas a las cosas,
verdad?
—Exacto. Ese fue el gran error de tu
papá. Era como tú, lleno de iniciativas y proyectos. Pero, cuando le tocaba
lidiar con los recovecos de la realidad, se enfrascaba en cavilaciones
absurdas. Como dicen ahora ustedes, se volvía un rollo total. Así se le pasaba
el tiempo y no decidía nada. Hasta que se enfrascaba en otra de sus ideas
novedosas y arrancaba de nuevo el cuento de nunca acabar.
Tenía razón mi mamá. Existía un sinnúmero
de oportunidades que se me presentaban, todas tentadoras, halagadoras y prometedoras
de dividendos de diverso género.
—No te desesperes. Tu hora llegará,
cuando menos lo pienses. De ahí en adelante, te será fácil imponerte y todos
reconocerán tu valía.
El problema era que se me estaba
arremolinando un melado de iniciativas profesionales, en los negocios, en la
política (¡increíble pero cierto!) y, gotica derramadora de vasos, en mi vida
afectiva. Con el inconveniente de que LauraÉ no estaba disponible para hacerme
acreedora de sus consejos.
Pasemos al examen de los hechos (¡qué oportuno
es el léxico abogadil!). Los cinco años de la carrera se me fueron volando.
Debo admitir que la universidad “Santa Cecilia” potenció todas mis cualidades
de persona inquieta, meticulosa, audaz y emprendedora. No había problemas,
barreras ni obstáculos que no pudiera vencer. Por ejemplo, cuando se me hacía
cuesta arriba repasar las materias con la disciplina requerida (por causa de mi
trabajo en el tribunal y la venta de exquisiteces llaneras), aguzaba el ingenio y, con la connivencia
interesada de un par de amiguitos en el departamento de reproducciones, lograba
obtener copia adelantada de los exámenes parciales. Después, en mi tiempo
libre, procuraba repasar lo que había dejado a un lado. La nota era graduarse a
como diera lugar, pero sin descuidar en demasía la parte formal del asunto.
Aprovechaba, simultáneamente, para redondear mis proventos haciendo partícipes
a otros estudiantes no tan avispados como yo. Cuidando mucho, por supuesto, que
nuestros privilegios quedaran circunscritos solamente a unos cuantos elegidos (seleccionados por
mí, a no dudar, entre gente de mi mayor confianza). Sin matar la gallina de los
huevos de oro.
De esta forma se acrecentó mi amistad con
Fedora. Una tipa digna de admiración, de eso doy fe. Las malas lenguas enclaustradas
en la prensa se ensañaron contra ella luego de la derrota electoral. Árbol
caído al fin. Una de las leyendas que más se propagó aseguraba que obtuvo su
título de abogado en menos tiempo del requerido. Lo que nadie sabía (y ella,
por nobleza, nunca se dio a la tarea de divulgarlo) fue que, en realidad, todo
lo que Fedora hizo fue reanudar su carrera, interrumpida desde hacía varios
años por causa de su fracaso conyugal. La tildaron, asimismo, de colombiana,
con la mayor mala fe del mundo. Puedo testificar contra la falsedad de tamaño
infundio. Accedí al conocimiento, por su expresa invitación, de su familia,
gente ciertamente humilde, establecida desde hacía un buen número de años en Rubio. Es bien sabido que en todos esos
pueblos del Táchira y del Norte de Santander, la raya fronteriza no pasa de ser
un inconveniente mordaz (como una picazón en la espalda). La cruzan y la
descruzan a su antojo: casi todas las personas tienen sus raíces, sus
intereses, sus negocios y sus muertos enterrados en ambos países. Ah, pero la
maledicencia se expande como los gases. Pude darme cuenta, incluso, que aun
dentro de su mismo núcleo había parientes que no la veían con buenos ojos por
su inveterada autonomía de carácter.
Fedora fue rebelde en su época de
adolescente. Lógicamente, era inconcebible, en aquellos ultratradicionalistas y
archiconservadores pueblos andinos, que a una muchacha le diera por comportarse
con ínfulas de chica de gran ciudad. A Rubio no llegaron, ni por asomo, ecos de
patotas, melenudos, guerrillas ni nada
parecido. Antes de perecer asfixiada por sumisión, Fedora se resolvió a
dejar todo atrás. Cogió sus bártulos y enfiló hacia la lejana capital. Toda una
aventura, en suma. Pasó las de Caín, pero salió adelante. Trabajó como
recepcionista, ayudante de dentista y, en una ocasión, hasta de vendedora de
puerta en puerta. “Hice de todo, manita”, me relataba, “menos meterme a puta.
Pero te digo una lavativa: si la cosa se me hubiera puesto negra color de
hormiga, así pero de verdad-verdad, pues no lo habría pensado dos veces y le
hubiera echado verija”. Su fuerza de voluntad era encomiable. Sacó el
bachillerato comercial por libre escolaridad. “Y ahí fue donde la cagué,
manita, porque me enamoré y me casé y el tipo me resultó un pingo completo”
(estando en confianza, Fedora no ponía reparos en utilizar el lenguaje gocho
coloquial más florido). Con dos hijos a cuestas, tampoco sufrió empacho alguno
para abandonar al fraude que le tocó por marido. “Lo vine a descubrir después
de la boda”, me reveló cuando nuestra amistad se consolidó. Nuevamente se vio
sola en la vida, con dos bocas que alimentar, y no se amilanó. Por un golpe de
suerte dio con un empleo en la fracción parlamentaria de Copei. El doctor
Arnulfo Lizarraga la tomó bajo su protección y lo demás es historia conocida.
Él era la mano derecha del actual presidente, tanto por méritos propios como
por la vieja amistad que los unía desde los lejanos días compartidos en las
aulas salesianas de Barquisimeto. Habían transitado los avatares más difíciles
del destierro (el presidente fue uno de los pocos copeyanos aventados al exilio
durante la dictadura perezjimenista). Vivieron juntos el amargo percance de la
pérdida de la candidatura presidencial a punta de maletinazos que compraron la
conciencia de los delegados a la convención nacional y, lealmente, lo ayudó a
renacer cual ave fénix para reconquistar
el partido y ganar la primera magistratura. Ahora el doctor Arnulfo Lizarraga
era la eminencia gris del régimen (estas peripecias me las relataba Fedora con
su ingeniosa manera de decir las cosas), lo llamaban el valido, el supremo
cortesano, el Ángel Quintero de este gobierno, el Miguel Peña de estos días
(luego me enteraría, por boca del “Gocho” Rojas, que los mencionados fueron
personajes históricos que jugaron un rol semejante en tiempos de Páez). Todos
sabían que el doctor Arnulfo Lizarraga andaba en una nota de hombre poderoso
tras bastidores y Fedora desempeñaba, de facto, el rol de su alter ego. De ahí el interés que
suscitaba.
Fedora era como San Pedro: la depositaria
de las llaves del reino. Para ver al presidente, había que hablar primero con
el doctor Lizarraga. Y el paso previo, necesario e inmancable era vencer el
filtro de Fedora. Esto le granjeó antipatía entre los políticos, los
maniobreros, los arribistas y los asomados. De hecho, ellos fueron los
aupadores de las infamias. Pero el pueblo llano no tardó en verla con facciones
de figura bienhechora. Se empeñó con ahínco en conseguirle becas del hipódromo
a los huérfanos; sillas de ruedas a los discapacitados; pasajes para el retorno
al terruño a incontables viejitos perdidos en la maraña persa del Nuevo Circo;
billetes de lotería con descuento para los cieguitos desempleados; mercancía
nueva para los buhoneros; boletos de avión para que los pichones de torero se
fueran a España a tomar la alternativa; oportunidades en televisión y cine
para los buenosmozos de los pueblos;
ajuares para las novias de las parroquias y los caseríos; y agua en camiones
cisterna para los condominios torturados por la sed. No podía desencadenarse
una calamidad (inundaciones con su ramillete de damnificados; deslizamientos de
tierra tapiando veinte docenas de ranchos en los cerros de Caracas;
sopotocientos muertos y aporreados durante la hecatombe de navidad, carnaval y
semana santa) que no se presentara Fedora con sus bragas tipo Swat de la Disip
y sus lentes oscuros de Carrera, dirigiendo los operativos con esa energía
calificada de increíble porque manaba de un cuerpo tan menudo. Algunos
periodistas sensacionalistas le endilgaron, muy de soslayo, el remoquete de
Evita Perón venezolana, porque nadie osaba meterse de frente con ella. Se
comentaba, a sotto voce, que las
cóleras del doctor Arnulfo Lizarraga eran para coger palco. A los medios se
les advertía severamente desde
Miraflores que no se pasaran de la raya con ella. Fedora no soltaba prenda
sobre el particular y yo no me atrevía a tocar tan espinosos temas en su
presencia.
Ciertamente ella y yo congeniamos desde
la primera vez. Estábamos ya en cuarto año de la carrera. Sufría yo
(afortunadamente, creo) de un desconocimiento supino de todo lo relacionado con
política. Imagino que eso fue lo que más le agradó de mí pues ya le fastidiaba
que todo el mundo se le acercase con
ánimo de solicitarle favores. Yo, por el contrario, en nuestra primera
conversación lo que hice fue datearla con las preguntas de un quiz de derecho
laboral. Ahí fue donde me la gané. Y conste que no lo hice adrede. Es cuestión
de suerte. Siempre he tenido un instinto y una predisposición (inexplicables
del todo) para entablar las más convenientes amistades.
Lo de Arnaldo resultó una historia
similar. Sonará paradójico, pero toda la vida he aspirado a tener una relación
formal. La gente que me conoce superficialmente se engaña cuando da por
descontado que soy una muchacha de armas tomar. Se ve lógico si se considera
que hacia el exterior lo que se rezuma es mi determinación inquebrantable de
mostrarme independiente, corajuda y plena de iniciativa. Y, a pesar de esa
apariencia, me gustan las cosas establecidas, las fórmulas tradicionales que te
proporcionan una base confiable en tu vida privada. Comparto, de la misma
forma, el criterio de que la relación perfecta de pareja se da entre dos
personas con caracteres complementarios. Por eso escogí a Arnaldo Rovira.
Ese fue otro paso trascendental en mi
vida. No representaba para mí la mera aventurilla romántica típica de
universitarios (que las he tenido por otro lado, lo confieso). Deseaba,
intuitivamente, involucrarme en una dinámica familiar. Lo que conseguí me lanzó
por caminos novedosos y emocionantes.
Arnaldo tenía alrededor de tres años
atascado con unas materias arrastradas en la UCV. Por fin se decidió a pedir
equivalencia y traslado a la Universidad “Santa Cecilia”, topándose conmigo en
la recta final de la carrera. Me gustó desde el primer día que lo vi, por su
cara indecisa de chico sin malicia, por su honestidad y por su aire de buena
crianza. Lo ayudé a aprobar las asignaturas (en tiempo récord), asumiendo la
iniciativa en la profundización de nuestra relación.
—Vamos a
empatarnos —le enfaticé una noche de Marzo, después de una jornada enfebrecida
de más de cinco horas de repaso de derecho constitucional.
—Mmmmm...
bien —fue toda su respuesta, luego de haberse bebido cinco tazones de café con
leche.
A Fedora por
poco le da un ataque de risa cuando la enteré de nuestro noviazgo. Mi expresión
adusta la convenció de que no se trataba de una broma. Fue la única vez que
nuestra amistad se vio un tanto quebrantada. Decidimos tácitamente no volver a
tocar el asunto.
El doctor Rubén Arnoldo Rovira aspiraba
seriamente a que cualquiera de sus hijos aceptase el reto de seguir sus pasos
en los escabrosos caminos de la política. “Nadie entre nosotros, en la
dirección nacional del partido, ha tenido suerte con la descendencia”, me
comentaba al hacerme depositaria de su confianza. “Fíjate en los hijos de Raúl
Leoni, de Jaime Lusinchi y no te menciono más gente. Ninguno tiene la catadura
necesaria”. Tal aseveración le era aplicable a él también, sin atenuantes. El hermano
mayor de Arnaldo, Jorge Luis, playboy a carta cabal, se preocupaba
únicamente por un yate anclado en Puerto Azul y por las beldades playeras que
coleccionaba por racimos. Los caballos y las competencias ecuestres conformaban
la plenitud del mundo de María Bolivia,
hermana menor y experta amazona.
El caso del doctor Rubén Arnoldo Rovira
era digno de mención como ejemplo palpable de nuestra incesante movilidad
social. Hijo natural no reconocido, nunca se dejó amilanar por parecida
circunstancia que, en tiempos pretéritos, hubiera anonadado a cualquiera. Dio
sus primeros pasos en el mundo proselitista ejerciendo el sindicalismo
militante en los campos petroleros de Anaco, San Tomé y El Tigre (donde nació).
Era, al mismo tiempo, el sostén fundamental de su familia y no por ello dejó de
graduarse de bachiller. Se inscribió en Acción Democrática y se vino a Caracas
donde logró inscribirse en la Facultad de Derecho de la vieja UCV situada
frente al blanquecino recinto del Congreso. El golpe que derribó al presidente
Rómulo Gallegos lo sorprendió en la secretaría privada de la gobernación del
DF. Pasó a la clandestinidad y resultó apresado por la Seguridad Nacional.
Arrojado al destierro, aprovechó para culminar sus estudios en la Universidad
Javierana de Bogotá. Regresó al caer Pérez Jiménez y logró ser,
ininterrumpidamente, miembro de la dirección nacional del partido, diputado por
Anzoátegui (su coto de caza regional) y factótum indiscutible del poder
judicial. Y, como colofón a su prestigioso currículum, por esos días disputaba
la candidatura presidencial.
Al principio, colaboré con la señora
Bolivia (mi futura suegra) en numerosas actividades sociales que organizó
buscando recaudar fondos para la precampaña (desfiles de modas, campeonatos de bridge y cosas por el estilo). Pero el
doctor Rubén Arnoldo Rovira percibió, desde el primer día en que aparecí por su
casa en el rol de novia de su segundo hijo, mi ingente capacidad para aglutinar
gente. Ni corto ni perezoso, me presentó a todos los jerarcas de su comando
estratégico. Me fueron encomendadas varias tareas que ejecuté con eficiencia,
impresionando a todo el mundo. Inevitablemente, algunos de ellos dieron
muestras de que yo les interesaba no solamente en el plano de la política.
Evitando suspicacias, convidaba a Arnaldo a todas partes. Cada día que pasaba
conocía a más y más gente en las más diversas esferas, cosa a la que estaba
determinada de extraer réditos. Tuve, además, un par de “asunticos” (que supe
llevar con la discreción requerida) con un simpático líder de la juventud
(protegido de un otoñal dirigente) y con un bisoño tecnócrata a quien le
auguraban un brillante futuro en el ámbito de las finanzas. Esto no me
descontroló de manera alguna pues, en todo momento, asumí a plena conciencia
que mi conveniencia y mi estabilidad afectivas reposaban al lado de Arnaldo.
Para completar el cuadro, fue también esa
la ocasión en que se iniciaron mis exitosas operaciones comerciales a gran
escala. Fedora me había tomado gran cariño por la colaboración que le había
prestado para graduarse en la Universidad “Santa Cecilia”. Cierto día le
comenté (muy de pasada) acerca de mi sociedad con Carmen Adilia Fragachán en la venta de exquisiteces
llaneras.
— ¿Por qué no aprovechas —me sugirió—
para hacerle una oferta al Patronato Institucional de Alimentación? Acabo de
hablar con su director nacional y, justamente, me refirió que no cuenta con
proveedores confiables. ¿Te interesa?
—Pues... sí.
Pero, ¿cómo hago para contactarlo? —pregunté.
Sin mediar
palabras, tomó el teléfono (estábamos en su apartamento de Los Naranjos), llamó
a alguien en Miraflores y le ordenó que le consiguiese al director nacional del
PIA. No habían transcurrido diez minutos cuando el interpelado se manifestó.
— ¿Aló? ¿Doctor Linares? ¿Cómo se siente?
Pues, yo aquí en la lucha y con un gripón que ni le cuento. Mire, le voy a
mandar a la doctora Ornela Pérez Pirrone, quien es persona de nuestra
confianza. Ella tiene una empresa distribuidora de alimentos y está interesada
en colocar parte de sus ventas en el Patronato. ¿Cuándo me la va a recibir?
¿Inmediatamente? Magnífico. Va saliendo para allá.
Colgó.
—Fedora, me
pones en apuros. Yo no tengo registrada ninguna empresa. ¿Cómo hago si me piden
papeles, referencias, solvencias...?
Se levantó y mandó a llamar a su chofer.
—Ay, manita,
todo en la vida tiene solución menos el rollo de la novela de las nueve (que no
se acaba nunca). Pero, ¿qué haces ahí sentada? No pareces el avión que todo el
mundo dice que eres. Ya te mandé a pedir un carro para que llegues allá en un
santiamén.
Me dispuse a
partir. Cuando estaba en el umbral de la salida no pude evitar decirle:
—Fedora,
gracias.
—Déjate de
pavosidades y apúrate, mira que el doctor Linares es un hombre muy ocupado —me
contestó, echada en un sofá blanco, sin zapatos, fumando y con una encantadora
sonrisa de oreja a oreja.
El primer
pedido del Patronato fue sustancioso. Puse a Carmen Adilia a moverse de lo
lindo y, toco madera, pulsando mis contactos por aquí y acullá logré reunir
capital para financiar la operación. Hasta mi mamá accedió a arrimarle algo al
pote sin cargarme los intereses que cobraba a sus prestatarios. A los pocos
días recibí nuestro primer pago y una nueva orden de compra, aún más abultada
que la anterior. De ahí en lo sucesivo,
la dinámica de nuestras ventas no tuvo un minuto de respiro.
Le llevé un
sobre con una apreciable cantidad. Era la única manera en que podía
agradecérselo. No lo quiso, de entrada.
—Mira,
Fedora, acéptalo. No es un regalo ni un soborno, ni nada por el estilo. Es,
simplemente, una contribución previsiva. Acuérdate de lo que dicen por ahí: la
política es pan pa’hoy y hambre pa’mañana. Así, por lo menos, tendrás con qué
defenderte cuando abandones este cargo público.
Le insistí
tanto (cuando me lo propongo soy más persistente que Cristóbal Colón) hasta que
coincidió con mi argumentación.
La confianza entre Fedora y yo iba en
aumento.
—Le he dicho
a Lizarraga —me confesaba— que no acepte verse involucrado en la disputa
presidencial del partido. Este no es el momento adecuado para que él aspire.
De la misma
forma, me aconsejaba en mi desenvoltura en el comando estratégico del doctor
Rubén Arnoldo Rovira.
—Las campañas
internas de los partidos son más candentes y más duras que las campañas
nacionales. Ahí sí es verdad que sacan a relucir todos los trapitos al sol.
Fedora se
había enterado, no sé por cuáles medios, de algunas de mis “aventurillas”
extranoviazgo.
—Hay que
tener muchísimo cuidado, manita. Este es un campo minado rodeado de arenas
movedizas. Aquí al que se pendejea se lo tiran en caldo de ñame. Pero cuéntame,
¿qué tal es Armandito en la cama? Por ahí dicen que es como una bestia, por lo
grande que lo tiene y por las ociosidades que inventa.
A veces se
ponía melancólica por su indefinida situación y se consolaba dejándome
traspasar el claustro de sus confidencias.
—Lizarraga le
pidió el divorcio a su esposa, pero ella, la muy oportunista, está dispuesta a
darle largas al asunto hasta que entreguemos el gobierno. No podemos exponernos
a un escándalo de esa naturaleza en vísperas de una campaña electoral tan
brava. Sus recomendaciones
me abrían todas las puertas. Aproveché para cuadrar un sinnúmero de
operaciones.
—Sal ipso
facto para allá y hablas con el ministro. Te recibirá sin protocolos. Está interesadísimo
en comprar no sé cuántas toneladas de leche en polvo para el programa de los
comedores escolares.
Tenía
inmensidad de trabajo y casi no me daba abasto. De no ser por Carmen Adilia
Fragachán, no sé qué hubiera sido de mí. Casi no tenía tiempo de ver a mi
familia.
—Deberías
hablar con la ingrata de LauraÉ y obligarla a que te preste una manito. Total,
es lo más justo después de todo lo que la has ayudado —me reconvenía mi mamá,
entre accesos de tos.
Mi hermana
estaba pasando por ingratos momentos. ¡Cómo me hubiera gustado compartir más
con ella! Pero, apegada a su funesto hábito, costaba un imperio hacerla soltar
prenda. No dando mi brazo a torcer, la obligué a aceptar mis ayudas de dinero
mientras se mudaba a un nuevo apartamento. La disuadí, además, de trabajar. No
hacía falta en absoluto. Seguía percibiendo su sueldo del ciclo básico de
Baruta (Fedora había colaborado en
revertir el despido y conseguirle un reposo remunerado por causa de su
gravidez) y podía distraerse, mientras tanto, con su labor a tiempo parcial en
el colegio de Prados y algunas horas de clase privadas.
Cualquier
otra persona se hubiera desplomado con tantas adversidades juntas. Ella no.
Incluso le dio por realizar labor comunitaria en los barrios con un grupo de
gente afín. A veces me los encontraba reunidos en el nuevo apartamentico de
LauraÉ, situado entre la Solano y la Libertador. Todos parecían cortados por el
mismo patrón de bohemia contestataria U-U-UCV. Se reunían a la vera de un
tocadiscos que machacaba sin cesar todo
el repertorio de baladas de la nueva trova cubana. Allí se daban con supremo
ahínco a criticar con denuedo, a descalificar a diestra y siniestra, a fumar
como pupilos de Mandinga y a hacer planes de reformas. LauraÉ conocía
someramente de mis actividades políticas y comerciales pero, afortunadamente,
nunca las mencionó en el corrillo: me hubieran caído cual jauría desaforada.
—LauraÉ, ¿por qué no te vienes a vivir
conmigo? Voy a comprarme un apartamento en Santa Rosa de Lima, de tres
habitaciones. Podrás tener tu propio espacio y, sobre todo, habrá lugar
suficiente para el bebé. Algo más sano que este...
Iba a decir
cuchitril. Su mirada límpida me desarmaba.
—Gracias,
pero no. Sé que lo haces de buena fe. De todas maneras, lo tendré muy en
cuenta.
— ¿Por qué
no...?
—No insistas,
hermana.
La barriga le
aumentaba de tamaño. Estaba engordando por todos lados.
—No es
prudente seguir frecuentando esos barrios, LauraÉ...
—Tranquila,
hermana —me decía y yo tenía que callar.
Las campañas
internas de los dos principales partidos se habían convertido en sendas
batallas campales.
—Lizarraga
fue a conversar, a instancias del presidente, con el viejo caudillo —me refería
Fedora—. Pero qué va, ese señor no da su brazo a torcer. Amenazó con que va a
echar a la calle todas las trapisondas del gobierno si no se le reconoce, por
unanimidad y aclamación, como candidato presidencial. Por supuesto, no hay que
fatigarse mucho para comprender que se refiere a Lizarraga y a esta servidora.
No nos perdona el que no lo adoremos como a Dios Padre Todopoderoso.
El doctor
Rubén Arnoldo Rovira me incluyó en una comisión de su comando que fue a
dialogar con representantes del hiperactivo ex presidente para negociar una
tregua.
—Estamos peor
que en la guerra de los cinco años. Si no llegamos a un armisticio rápido aquí
los únicos que van a salir gananciosos son los zamuros —sentenciaba mi futuro
suegro.
Luego de tres
días de deliberación, llegamos a varios acuerdos para evitar resquebrajamientos
en la unidad del partido. Aprendí mucho del juego de fintas y sombras, del
regateo y de las sutilezas del toma y dame políticos. Pero lo principal de ese
cónclave fue que conocí a Javier Grimán. Hicimos buenas migas de inmediato.
—Ay, Ornela,
zi tú zupiéraz laz cózaz que me pone a hazer “Bicho Loco” —me decía, en un
aparte, una noche que cenábamos en su finamente decorado dúplex de Valle
Arriba.
— ¿Quién?
—inquirí.
—El
prezidente, chica. Lo llamo azí porque ez un hombre intranquilízimo. Que quede
entre nozótroz, ¿okey? Ahora quiere que me vaya para Europa con él un mez. Zi
fuéramoz nada maz que a pazear y a vizitar a zuz amígoz loz réyez de Ezpaña
todo eztaría chévere. Pero ze enfrazca en una reunidera con loz jéquez zaudítaz
por aquí, con la zozialdemocrazia italiana por allá, con el zecretario de la
ONU por acullá. Cualquiera diría que todavía ez prezidente de la república.
—Es un hombre
incansable, ¿verdad? —comentaba yo.
—Y ezo que no
lo haz vizto por laz nóchez, cuando le da por vizitar loz naiclúbez de Marbella
y loz cazínoz en Montecarlo.
—Y tú
bravísimo —ripostaba yo.
—Mija, de vez
en cuando hay que echar un zueñito.
Más
extraordinariamente encantador no podía ser Javier Grimán. Parecía haber nacido
con un don natural y exquisito para ser el perfecto anfitrión. Se lo presenté a
Fedora y, tal como lo pronostiqué, simpatizaron al primer encuentro. Cuidando ex profeso de que no trascendiera al
exterior nuestra amistad, nos reuníamos los tres en su dúplex de Valle Arriba
para unas discretas juergas privadas.
El panorama
de la política mostró, al fin, signos de despeje. El viejo caudillo copeyano
ganó la candidatura por aclamación forzada, si bien no consiguió defenestrar al
doctor Arnulfo Lizarraga y, por mampuesto, a Fedora. Carcomido por la soberbia,
hacía catarsis en las entrevistas de televisión y en los mitines públicos,
descargando su ira sibilina como si fuera el abanderado de un movimiento de
oposición, olvidando que el suyo era el partido de gobierno. En la acera de
enfrente, mientras tanto, el doctor Rubén Arnoldo Rovira no pudo remontar la
cuesta y perdió la nominación con todos los honores. No obstante, siendo el
bregador político que era, logró alcanzar importantes acuerdos, preservando una
influencia determinante en las estructuras del partido a la par que se resteaba
con el hiperactivo ex presidente. Cuestión que aproveché (rauda y presurosa)
para incrementar mi amistad con Javier Grimán.
Mi noviazgo
con Arnaldo se metamorfoseó en un oasis de calma. De hecho, en el único refugio
de cordura de que disponía. Permanecer con él era la única vía para
tranquilizarme a lo largo de ciertos períodos. Tuve que llevarlo de la mano y
con mucho tacto por las trepidantes residencias del amor carnal. Tal cosa me
producía, lo admito, mayor satisfacción que hacerlo con otros tipos, con
quienes asumía (casi por obligación) un rol pasivo. Lo disfrutaba, es cierto.
Pero con Arnaldo era yo quien agarraba la batuta, convirtiéndome en guía
confiable para irle descubriendo nuevas experiencias. Recuerdo, por ejemplo, la
primera vez que tomé su pequeño miembro en mi boca. Al principio se incomodó un
tanto (yo me sentía algo nerviosa pues también estaba debutando en el sexo
oral: solo lo había visto ejecutar en videos porno). Intentó hacerme ver que
eso no era muy aseado. No le hice caso y continué succionando. Al ratico, lo
único que se escuchaba era su respiración entrecortada y su graznido de osito
regalón musitando:
—Mmmmm,
bien... Mmmmmm, bien...
Finalizado el
acto amoroso:
—Papi bello,
te amo. Soy tuya. Pídeme lo que desees y te complaceré.
—Prepárame
una palangana de café con leche. Mmmmmm... bien.
Descubrí que
me placía enormemente cocinarle. Por fin se apoderaba de mí el espíritu
doméstico.
LauraÉ dio a
luz un precioso varón. Era muy blanco y muy rubio.
—Tú como que
le pusiste cachos al que te conté —bromeé con ella, el bebé en mis brazos. Se
hizo la desentendida. Era su indicación de que no le gustaban mis chanzas. Me dio por revivir los amables agobios con que la victimizaba cuando niñas—: ¿A
quién salió este nené lindo tan catire? Esta preciosidad no es un salto
p’atrás, es un salto p’alante, no juegue.
Me gasté una
pequeña fortuna en la canastilla y otros regalos.
— ¿Ya
pensaste en el nombre, LauraÉ?
—Pedro Pablo ... Pedro Pablo Pérez Pirrone.
El
niño (no podría ser de otra manera) se convirtió en el principal vínculo entre
LauraÉ y yo. Sencillamente, me volvía loca por él.
— ¡Qué cosa
más bella! —exclamaba yo, cambiándole los arruchaditos.
—No lo
mallugues tanto que después se malacostumbra —me reclamaba ella con un tonito de
escondida complacencia.
Fue una
sorpresa descubrirme debilidades maternales. A partir de los tres meses, Pedro
Pablo, al sentir mi cercanía, se desvivía en gorgorinos de dicha y en sonrisas
que me mostraban sus desnudas encías. No resultaba extraño (¡de cajón!) que los
pocos momentos que podía robar a mis actividades los dedicara íntegramente a
Pedro Pablo y a LauraÉ.
—No. Que
venga ella y me presente a su hijo. Si todavía abriga algún sentido de la
vergüenza y de la honra, es ella quien tiene que venir —repetía mi mamá cada
vez que la invitaba a conocer a su nieto. Ahora vivía sola en Las Acacias, con
unos pericos enjaulados, sus perennes cigarrillos que le provocaban ahogos de
tos y su testarudez morganática. Yo estaba conteste de que no daría su brazo a
torcer, pero tanto va el cántaro...
Nuestro
acto de graduación contó con la presencia del gordiflón y refranero presidente
de la república y del doctor Arnulfo Lizarraga, por un lado (no era para menos:
Fedora se veía muy atractiva con su toga y birrete); y, por el otro, con la
asistencia del flamboyante e hiperkinético ex presidente (invitado especial de
mi futuro suegro y de Javier Grimán, nuestro gran amigo). No faltó el gran
despliegue de periodistas, micrófonos y cámaras. Los comentaristas auguraban
que los mecanismos de concertación política habían visto la luz y hasta se
hablaba de cierta alianza táctica entre el presidente, el ex, el doctor
Lizarraga y el doctor Rovira. La fiesta posterior, en un hotel cinco estrellas,
no se quedó atrás. La decoración y la organización general corrieron por cuenta
de Javier. Todo el mundo lo elogió fervorosamente. Bailamos hasta el amanecer
con la Billo’s y Los Melódicos. Una noche inolvidable, en suma. Al día
siguiente, partimos en un minicrucero hacia Los Roques, La Orchila y La
Blanquilla, el aspaventoso ex presidente, el doctor Lizarraga, Fedora, Javier y
yo. Arnaldo se quedó tranquilo en tierra cuando le dije que no era un viaje de
placer sino una excusa para que los dos políticos conversaran a solas. Ambos se
encerraron, durante casi todo el trayecto, con Óscar Zavala, propietario del
yate (de quien luego me enteré que se había hecho millonario vendiéndole
tanques y misiles a los militares) a discutir problemas de alta política.
Fedora, Javier (ataviado con un hilo dental minimalista) y yo nos bronceábamos
en cubierta o en las arenas de blanquísima textura bañadas por aguas opalinas.
¡Qué días tan maravillosos pasamos! Al ex lo vino a buscar un helicóptero a La
Orchila, sin duda por causa de graves asuntos que reclamaban su presencia.
Javier tomó la determinación de permanecer en el yate con el compromiso de
reencontrarse con él en Nueva York una semana más tarde. ¡Ah!, para no dejarlo
de ese tamaño, pude darme cuenta a plenitud que el doctor Lizarraga estaba perdidamente
enamorado de Fedora (pero ella no tanto de él). Sin embargo, se tomaban un gran
esfuerzo para disimularlo ante Javier y yo.
De vuelta en
Caracas, me entregué de lleno a la campaña electoral y a los negocios. El
doctor Rubén Arnoldo Rovira me sorprendió un día con la noticia de que mi
nombre aparecería en la lista de candidatos a diputados por el estado Cojedes.
Las piernas me temblaron.
—Pero si yo
ni siquiera sé hablar en público —argumenté.
—No te
preocupes. Lo importante es que ya la dirección nacional del partido se fijó en
ti. Tienes madera y debes aprovechar esta oportunidad que se te brinda para
descollar —me aseguró mi futuro suegro.
Las ventas
aumentaban en volumen gracias a las oportunas recomendaciones de Fedora. Me
cuidé, bien entendido, de aportarle sus correspondientes gratificaciones. La
reticencia a recibirlas había quedado atrás hacía bastante tiempo.
—Hay una cosa
que te voy a pedir —me dijo una vez.
—Dime.
—Sabes que es
peligroso deambular con estas cantidades en efectivo. Por lo tanto, quisiera
solicitarte un favor.
—Por
supuesto.
—Tengo en
Miami una cuentica en dólares desde hace algún tiempo. Como dices tú, en
previsión de cualquier percance. Quisiera que fueras allá y me depositaras todo
ese dinero. Así será más seguro para ambas.
—Perfecto, y
me cae de perlas tu petición porque Javier me invitó a una fiesta la semana
próxima en la nueva casa que compró allá. Cuenta con eso, Fedora.
Me tomó de
las manos con una cierta emoción que le venía de muy adentro.
—Sabes, manita,
que eres una amiga muy pero muy especial.
—Gracias,
Fedora. Lo mismo pienso de ti.
Después de
una pausita, se levantó y fue hacia el balcón que mostraba una espléndida vista
nocturna de casi todo el valle de Caracas.
—Estoy
embriagándome con esta fabulosa panorámica de la ciudad. Déjame degustarla con
el placer misterioso de las despedidas porque, dentro de poco, ya no estaré más
aquí.
Fui hacia
ella, consternada.
— ¿De qué
estás hablando, chica?
Dirigió su
rostro hacia mí. Había dominio de sí misma y tranquilidad en su semblante.
—No debemos ser ingenuas, Ornela. Después
de la transmisión de mando, nuestros numerosos enemigos se arrojarán en contra
mía y me arrastrarán por el lodo. Ahorita no se atreven a hacerlo porque el
temor al poder los inmoviliza.
—No, eso no
será así. Siempre habrá personas que te defenderemos.
—No podrás
hacerlo, manita. La confabulación ya se ve venir y es enorme, gigantesca, como
las montañas de Los Andes. Será muy difícil enfrentarse a ello. Sé bien lo que
me espera. Sólo confío en que Dios me dará suficientes energías para soportar
el alud de calumnias con que nos van a lapidar.
—Pero el
doctor Lizarraga es un dirigente con suficiente peso específico y, sin duda,
obtendrá los arreglos necesarios para que tanto él como tú no se vean
implicados en ninguna sentencia condenatoria. Es más, tengo entendido que él
habló con mi futuro suegro, que es el hombre del control en los tribunales de
este país, y ya existen las garantías de que ustedes no serán molestados.
Fedora se
inclinó hacia adelante, deslizando su busto por encima de la broncínea baranda
del balcón.
—Eso es
cierto, pero a nivel macro, como dicen los tecnócratas. El problema reventará
con tanto dirigentico medio y realengo, de esos que abundan como la plaga. Te
garantizo que serán ellos quienes soliviantarán la opinión pública contra
nosotros. Los ánimos retaliativos están esparcidos por todos lados. Al lanzar
el primer peñonazo se formará una avalancha. Gracias a Dios que ya hemos tomado
previsiones sobre el particular.
Se irguió,
nuevamente, y me tomó por el brazo.
—Pero no
hablemos de las cosas tristes que todavía no han sucedido. Vamos adentro y
tomémonos unos cuantos tragos que la vida hay que disfrutarla. ¿Oh nones?
Exactamente
una semana después ocurrió la fiesta en Miami. Arnaldo me acompañaba con la
intención de contactar firmas exportadoras de alimentos y poder, así,
incrementar significativamente nuestra capacidad de suministro. Ocupamos un
condominio que nos consiguió Javier, cedido gentilmente por nuestro amigo el
propietario del yate y vendedor de armas.
Fue la noche
en que conocí a Benny.
Benny. Oh,
Benny.
Yo nunca
había sabido lo que significaba sentirse descubierta y desnudada por una
mirada. Mis labios ansiaban decir una cosa y se escuchaba otra. Mis manos
deseaban acometer una acción y terminaba haciendo algo distinto. Benny podía
hacerme arquear de la risa o condolerme de mis propias miserias. Desde el
primer momento en que lo vi aprendí que era el dueño de un arpón invisible
capaz de desarmarme sin que yo pudiera ejercer resistencia. Supe, por instinto,
de las complicaciones con que iba a encofrar los barnizados cristales de mi
existencia y no hice nada por evitarlo. Es como cuando te dicen de niño que no
masques chicle porque se te pican los dientes y uno los sigue rumiando porque
son dulces y saben rico.
— ¿Por qué
tienes que ser tan mentiroso? —le pregunté, luego que me contara una sarta de
aventuras suyas que me divirtieron muchísimo.
Benny me miró
a través de la copa de vino blanco que acababa de apurar.
—Porque esa
es la maldición del judío errante que me persigue desde que mi tío Abraham le
quemó la mitad de la tienda a su socio Yitzhak.
Reí
nuevamente con ganas.
—Además, ¿qué
es eso de ponerme en evidencia delante del público? ¿Acaso te mentí cuando te
aseguré que aquí servían the best seafood
in the whole Dade County?
Miré el
reloj. Recordé que me le había escapado a Arnaldo con la excusa de que iba a un
shopping mall acompañada por Javier
(a quien recomendé que, ni de casualidad, me telefoneara en el ínterin).
—Ya vámonos
—dije.
—Voy al baño
primero. Si no he regresado, de aquí a una hora, te agradecería que lavaras
también la parte de los platos que me corresponde.
— ¿Qué?
—Aw, forget about it.
Le pedí que no se detuviera frente al
condominio.
— ¿Te puedo
acompañar aunque sea hasta la puerta? Si el doorman
no me ve, voy a perder la apuesta.
— ¿De qué
hablas, Benny?
—Le aposté five bucks que te iba a dar un beso
apasionado en el umbral de tu condominio precisamente a esta hora, las once y
cuarenta y cinco PM.
—Oye, pero
qué abusivo...
Obviando
explicaciones, me tomó el rostro. Sin oponer resistencia, cerré los ojos y abrí
la boca mientras unas cosquillas de papel de seda me hacían erizar toda. En
algún extraño momento reaccioné con una sacudida y pude apartarme.
—Perdiste la
apuesta —le dije y me salí del carro antes de que volviera a intentarlo de
nuevo, paralizándome.
Arranqué a
caminar rumbo al condo. Me seguía a corta distancia.
— ¿Qué haces?
¡Anda vete! —le ordené.
— ¡Señorita,
estoy perdido! ¡Ayúdeme! —gritó desde el volante, dándole a su voz un simulacro
feminoide. A duras penas disimulé la risa.
Me acerqué
hasta la ventanilla.
—Cállate,
necio, que vas a despertar a todo el vecindario.
— ¿Salimos
mañana, sweet little baby? —sus ojos
entrecerrados refulgían en la penumbra acuosa de la noche mayamera.
—Yo te llamo
—oí mi boca decir.
— ¿A qué
hora? —insistió.
Miré hacia el
condo. La luz nuestra estaba encendida. Arnaldo podría asomarse en cualquier
momento.
—No sé.
Cuando me desocupe. Tengo un montón de cosas que resolver. Pero ahora,
por-fa-vor, már-cha-te. ¿Sí?
—Gee, pussycat —me dijo con una
melodramática expresión que incluía los dientes apretados y cierta deliberada
bizquera. Acto seguido, se alejó, deteniéndose más adelante mientras yo
terminaba de llegar.
Esa noche,
Arnaldo y yo hicimos el amor de manera muy convencional. En realidad, con la
excepción de ciertas proezas exploratorias esporádicas, no éramos muy dados a
la experimentación salvaje. Me sentía bastante tranquila así. Me inquietaba la
imagen de Benny: se me presentaba de golpe, a ramalazos, en medio de las
turbulencias atmosféricas de la coyunda.
Logré
tacharlo de mi pensamiento enfrascándome en numerosas actividades. Fui con
Arnaldo y Javier a contactar varias firmas exportadoras de víveres. Cotejamos
precios, condiciones de embarque, especificaciones sanitarias, trámites
aduaneros y, en fin, todo lo pertinente. Javier nos resultó de invalorable
utilidad porque poseía un universo de relaciones. Decidí darle una
participación en el negocio, cosa que le encantó sobremanera: “No me cae nada
mal ponerme en únoz churúpoz écztraz”, nos reveló.
Varias veces
repicó el teléfono. Arnaldo respondía y
le colgaban. Era él.
Javier me
convenció de permanecer varios días más en Miami, mientras Arnaldo regresaba a
Caracas a tramitar el recibimiento y despacho de la mercancía adquirida.
—Hay un
gentío que dezeo que conózcaz.
Asistimos a
varias recepciones. Me presentó al alcalde de Miami, al fiscal de distrito, al
presidente de la cámara de comercio, a un gallego cursilón que cantaba baladas
perfumadas en cinco idiomas, a una delgadísima duquesa filipina que parecía
extraída de un figurín, a tres aburridos ex presidentes centroamericanos que
mataban el ocio jugando golf en el Fontainebleu, a una pintoresca modista
cubana que se perfilaba como la Coco Chanel del Caribe, a una casquivana actriz
venezolana de telenovelas a quien llamaban “La Bati-Bati”, a un protocolarmente
obsequioso pintor colombiano de cuadros carísimos pletóricos de gordos
estrambóticos. Javier me describía las travesuras mundanas de todos estos
personajes con comentarios graciosísimos. Durante varios días logré desplazar a
Benny de mi memoria.
Pero apenas
me vi sola, dudé. Cogí el teléfono para llamarlo. Me arrepentí. Decidí marcar
el número de LauraÉ. Me puso a Pedro Pablo y salté de alegría escuchando sus
primeros intentos por balbucear unas graciosas palabritas. Cuando colgué, volví
a sobrecogerme. Impulsivamente, telefoneé a mi mamá. Después del regocijo de
hablar con mi hermana y su pequeño, me resultó deprimente enterarme de que mi
madre no se sentía bien. Estaba más ronca que de costumbre. Conocía su
testarudez pero, después de una amable reconvención, logré convencerla para que
acudiese al médico.
Luego, no
aguanté más y lo llamé.
Dos días. Fue
una escapada de dos días. Le solté una excusa extravagante a Javier y me marché
con Benny. El plan original era irnos a una playa, pero estuvimos encerrados
desnudos cuarenta y ocho horas en un Pent
House de Coral Gables. Normalmente, habría enloquecido por tanto tiempo
encerrada entre cuatro paredes. Benny me mantuvo ebria con unos besos
suculentos, con unas caricias que me ponían la carne de gallina y con su
imaginación prodigiosa para improvisar en la cama. Me cubría con un manto de
leche condensada tostada para luego lamerme con avidez de beduino chocándole a
un oasis. Me inducía a trazar contorsiones de maromera rusa en el mesón de la
cocina, dentro del jacuzzi, encima de
la alfombra del recibo. Nos dio por el exhibicionismo (al principio creí morir
de vergüenza) e hicimos el amor de pie en el balcón (los carros nos corneteaban
al vernos). Me hizo desmayar de placer poseyéndome contra natura. Llegó un
momento en que tuvimos que evitar excitarnos por el escozor en nuestras partes
pudendas. Entonces me amenizaba la existencia desbrozándome su inverosímil
repertorio de mentiras. Yo permanecía plácidamente entredormida con mi cabeza
descansando sobre su pecho. Me tenía drogada.
De repente, experimenté
la desazón de mil universos reclamándome.
—Me marcho
—enfaticé, levantándome de un salto para correr a ponerme la ropa y recoger mis
cosas. Mi sentido de realismo me impulsaba a escapar de ese mundo fantasioso
donde podía yo también sucumbir. Era en extremo deleitante, no lo dudo, pero
podría ser peligroso, (no me pregunten por qué: las profundas reflexiones no
son mi fuerte) y, de golpe, sentí un temor calcado sobre plumeros eléctricos.
Benny
permaneció perezosamente en la cama, observándome. Una persona normal habría
exigido explicaciones y formado una escena de reclamos.
—You’ll be back —fue su único comentario.
— ¿Perdón?
—Te buscaré
en Caracas.
—No te veré
más —aseguré, temiendo que algún asomo de vacilación se escurriera por los
rizos de mi garganta.
Terminé de
arreglarme. Me volteé y lo miré. Si me lo hubiera pedido, me habría desnudado
otra vez.
—Pásale el
seguro a la puerta — murmuró y se hizo el dormido.
Volví a casa
de Javier con los pies hormigueándome. Si sospechó algo al recibirme de nuevo,
no lo evidenció.
Traté de
olvidarlo. El problema es que, cuando me quedaba sola, tomaba el teléfono y lo
llamaba. Repicaba y repicaba, sin respuesta.
Sabía que eso
no podía durar. Debía retornar a mi vida normal, a mi estabilidad, a mi realidad.
Había vivido un romance pasajero y las cosas ya buscaban sus derroteros
habituales. Bien. Así tenía que ser. Ya bastaba de locuras y descontroles.
Regresé a
Caracas. Arnaldo me esperó en el aeropuerto. Era mi amigo, mi novio, mi socio,
mi lazo indestructible con el mundo vívido y tangible. El aire de la rutina
incansable y bienhechora se apoderó de mí otra vez. Seguía siendo la Ornela de
siempre.
La
importación nos deparó una jugosa rentabilidad. Estábamos ganando millones. Le
propuse a Arnaldo comprarnos una casa. Ya iba siendo tiempo de afincar lo
nuestro, argüí.
—Mmmmm...
bien — asintió, con su adorable indolencia.
Fedora y yo
conversábamos todos los días. Le propuse asociarse conmigo evitando, por
supuesto, que su nombre apareciese explícitamente en los registros de comercio
y las operaciones. Aceptó encantada.
LauraÉ se
había empleado de nuevo... ¡en televisión! Me alegré muchísimo. Pedro Pablo
crecía sano y hermoso. Era un niño inteligentísimo, cariñoso y despierto. Mi
adoración por él se incrementaba hasta más allá del cielo. No me cansaba de
comprarle obsequios que lo enloquecían de felicidad.
—Ornela,
necesito que me hagas una segunda —me pidió LauraÉ, demostrándome que (al fin)
necesitaba de mí. ¡Si hubiera notado cómo desfallecí de gozo!
—Dime,
hermana.
—Esteee...
bueno, que necesito que vengas esta noche y te quedes con Pedro Pablo porque
tengo un compromiso.
— ¿Ajá? ¿Y
quién es la víctima? —bromeé.
—Vente y lo
conocerás.
Gerardo
Farfán no me cayó bien. Era medio pomposo y se le veía lo autoritario a flor de
piel. Deseé profundamente que LauraÉ no se equivocara esta vez. Ella se dio
cuenta.
—Tú y tus
pálpitos locos —me dijo al oído cuando la besé en la mejilla al disponerse a
partir con su nuevo amigo.
—Cuídate,
LauraÉ.
Jugué con
Pedro Pablo hasta que lo cansé (alrededor de medianoche). Permanecí alelada
viéndolo dormir (parecía un angelito de los catecismos) y preguntándome cómo
sería cuando tuviese mis propios hijos.
A la noche
siguiente, luego de una larga jornada de reuniones y negociaciones de toda
índole, vi que mi mamá tenía la piel
cerúlea y ajada. Pensé que, a lo mejor, sería por causa de la virosis que la
había aquejado hacía poco.
—Me voy a
hospitalizar pasado mañana —escuché su ronquera reflejarse en el papel tapiz de
las paredes.
La miré y
sentí un nudo atosigante atrincherarse en mi estómago.
—Tengo un
tumor en el pulmón izquierdo.
Luché para no
desintegrarme de dolor y miedo.
—Me lo van a
extirpar.
Mi cabeza se
resbaló a la vera de un tiovivo de anime. Los colores se convirtieron en unos
esguinces meteóricos. No, no, no. No a mi mamá. ¿Por qué a ella? Dios mío,
imploré, que no sea, que no sea, que no sea, que no sea...
Tomé sus
huesudas manos y la estreché con toda la fuerza de los cinco mundos, de los
siete mares y de las noventa galaxias.
—Mami, te
quiero...
Por primera
vez en la vida, la sentí sollozar.
—Jamás te
abandonaré, mami —y besé su pelo y su frente—. Buscaremos los mejores médicos,
te llevaré a las mejores clínicas.
No pude
contenerme más y lloré sintiéndome una chiquilla asustada.
Benny llamó poco tiempo después.
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