sábado, 4 de febrero de 2017

Noventitantos (VI)



Capítulo H

No puedo negar que, por primera vez en mi vida, estaba algo confusa.
Hay momentos en que las cosas que te rodean parecen adquirir vida propia y se atavían con una dinámica vertiginosa. Después de tanto tiempo de inmovilismo y privaciones, resultaba justo y necesario el cambio de panorama. Se volteó la tortilla, pues, para decirlo en lenguaje coloquial. Mi única queja estribaba en el ritmo frenético del asunto. Se me atragantaban las costillas con el temor de perder el control de la situación. Afortunadamente, tenía a mi mamá de mi lado, sólida como fortaleza española ante el acoso de los corsarios y piratas del Caribe.
— ¿Sabes cuál es el secreto de los equilibristas? — me preguntó una noche, en el apartamento que habíamos comprado en Las Acacias.
Tardé un instante en responderle. Todavía estaba bajo la aprensión de haberle revelado mis preocupaciones.
—No. ¿Cuál?
Le dio dos largas chupadas al cigarrillo antes de responderme.
—No mirar nunca hacia abajo. Eso es lo que produce vértigo.
Me quedé sin entender.
        —Mira —me dijo, dejando a un lado el suéter que estaba comenzando a tejer—, si estás ejecutando un acto que requiere de toda tu destreza y habilidad, pues simple y llanamente te olvidas del resto del mundo, te concentras y le echas pichón. Lo que ahora haces va a ser crucial en tu vida. Te estás esforzando en obtener éxito profesional y, a la vez, se te están abriendo una serie de posibilidades  que antes te resultaban impensadas. ¿Qué debes hacer, entonces? Sencillamente, déjate llevar por la corriente que más te convenga y no te dejes amargar por miedos escénicos. No hay para dónde coger. Estás ahorita como el actor antes de enfrentar al público. Si lo piensas y analizas demasiado, te estrellas. La única solución es echar p’alante y resolver.
— ¿Sin darle muchas vueltas a las cosas, verdad?
—Exacto. Ese fue el gran error de tu papá. Era como tú, lleno de iniciativas y proyectos. Pero, cuando le tocaba lidiar con los recovecos de la realidad, se enfrascaba en cavilaciones absurdas. Como dicen ahora ustedes, se volvía un rollo total. Así se le pasaba el tiempo y no decidía nada. Hasta que se enfrascaba en otra de sus ideas novedosas y arrancaba de nuevo el cuento de nunca acabar.
Tenía razón mi mamá. Existía un sinnúmero de oportunidades que se me presentaban, todas tentadoras, halagadoras y prometedoras de dividendos de diverso género.
—No te desesperes. Tu hora llegará, cuando menos lo pienses. De ahí en adelante, te será fácil imponerte y todos reconocerán tu valía.
El problema era que se me estaba arremolinando un melado de iniciativas profesionales, en los negocios, en la política (¡increíble pero cierto!) y, gotica derramadora de vasos, en mi vida afectiva. Con el inconveniente de que LauraÉ no estaba disponible para hacerme acreedora de sus consejos.
Pasemos al examen de los hechos (¡qué oportuno es el léxico abogadil!). Los cinco años de la carrera se me fueron volando. Debo admitir que la universidad “Santa Cecilia” potenció todas mis cualidades de persona inquieta, meticulosa, audaz y emprendedora. No había problemas, barreras ni obstáculos que no pudiera vencer. Por ejemplo, cuando se me hacía cuesta arriba repasar las materias con la disciplina requerida (por causa de mi trabajo en el tribunal y la venta de exquisiteces llaneras),  aguzaba el ingenio y, con la connivencia interesada de un par de amiguitos en el departamento de reproducciones, lograba obtener copia adelantada de los exámenes parciales. Después, en mi tiempo libre, procuraba repasar lo que había dejado a un lado. La nota era graduarse a como diera lugar, pero sin descuidar en demasía la parte formal del asunto. Aprovechaba, simultáneamente, para redondear mis proventos haciendo partícipes a otros estudiantes no tan avispados como yo. Cuidando mucho, por supuesto, que nuestros privilegios quedaran circunscritos solamente  a unos cuantos elegidos (seleccionados por mí, a no dudar, entre gente de mi mayor confianza). Sin matar la gallina de los huevos de oro.
De esta forma se acrecentó mi amistad con Fedora. Una tipa digna de admiración, de eso doy fe. Las malas lenguas enclaustradas en la prensa se ensañaron contra ella luego de la derrota electoral. Árbol caído al fin. Una de las leyendas que más se propagó aseguraba que obtuvo su título de abogado en menos tiempo del requerido. Lo que nadie sabía (y ella, por nobleza, nunca se dio a la tarea de divulgarlo) fue que, en realidad, todo lo que Fedora hizo fue reanudar su carrera, interrumpida desde hacía varios años por causa de su fracaso conyugal. La tildaron, asimismo, de colombiana, con la mayor mala fe del mundo. Puedo testificar contra la falsedad de tamaño infundio. Accedí al conocimiento, por su expresa invitación, de su familia, gente ciertamente humilde, establecida desde hacía un buen número de años  en Rubio. Es bien sabido que en todos esos pueblos del Táchira y del Norte de Santander, la raya fronteriza no pasa de ser un inconveniente mordaz (como una picazón en la espalda). La cruzan y la descruzan a su antojo: casi todas las personas tienen sus raíces, sus intereses, sus negocios y sus muertos enterrados en ambos países. Ah, pero la maledicencia se expande como los gases. Pude darme cuenta, incluso, que aun dentro de su mismo núcleo había parientes que no la veían con buenos ojos por su inveterada autonomía de carácter.
Fedora fue rebelde en su época de adolescente. Lógicamente, era inconcebible, en aquellos ultratradicionalistas y archiconservadores pueblos andinos, que a una muchacha le diera por comportarse con ínfulas de chica de gran ciudad. A Rubio no llegaron, ni por asomo, ecos de patotas, melenudos, guerrillas ni nada  parecido. Antes de perecer asfixiada por sumisión, Fedora se resolvió a dejar todo atrás. Cogió sus bártulos y enfiló hacia la lejana capital. Toda una aventura, en suma. Pasó las de Caín, pero salió adelante. Trabajó como recepcionista, ayudante de dentista y, en una ocasión, hasta de vendedora de puerta en puerta. “Hice de todo, manita”, me relataba, “menos meterme a puta. Pero te digo una lavativa: si la cosa se me hubiera puesto negra color de hormiga, así pero de verdad-verdad, pues no lo habría pensado dos veces y le hubiera echado verija”. Su fuerza de voluntad era encomiable. Sacó el bachillerato comercial por libre escolaridad. “Y ahí fue donde la cagué, manita, porque me enamoré y me casé y el tipo me resultó un pingo completo” (estando en confianza, Fedora no ponía reparos en utilizar el lenguaje gocho coloquial más florido). Con dos hijos a cuestas, tampoco sufrió empacho alguno para abandonar al fraude que le tocó por marido. “Lo vine a descubrir después de la boda”, me reveló cuando nuestra amistad se consolidó. Nuevamente se vio sola en la vida, con dos bocas que alimentar, y no se amilanó. Por un golpe de suerte dio con un empleo en la fracción parlamentaria de Copei. El doctor Arnulfo Lizarraga la tomó bajo su protección y lo demás es historia conocida. Él era la mano derecha del actual presidente, tanto por méritos propios como por la vieja amistad que los unía desde los lejanos días compartidos en las aulas salesianas de Barquisimeto. Habían transitado los avatares más difíciles del destierro (el presidente fue uno de los pocos copeyanos aventados al exilio durante la dictadura perezjimenista). Vivieron juntos el amargo percance de la pérdida de la candidatura presidencial a punta de maletinazos que compraron la conciencia de los delegados a la convención nacional y, lealmente, lo ayudó a renacer cual ave fénix  para reconquistar el partido y ganar la primera magistratura. Ahora el doctor Arnulfo Lizarraga era la eminencia gris del régimen (estas peripecias me las relataba Fedora con su ingeniosa manera de decir las cosas), lo llamaban el valido, el supremo cortesano, el Ángel Quintero de este gobierno, el Miguel Peña de estos días (luego me enteraría, por boca del “Gocho” Rojas, que los mencionados fueron personajes históricos que jugaron un rol semejante en tiempos de Páez). Todos sabían que el doctor Arnulfo Lizarraga andaba en una nota de hombre poderoso tras bastidores y Fedora desempeñaba, de facto, el rol de su alter ego. De ahí el interés que suscitaba.
Fedora era como San Pedro: la depositaria de las llaves del reino. Para ver al presidente, había que hablar primero con el doctor Lizarraga. Y el paso previo, necesario e inmancable era vencer el filtro de Fedora. Esto le granjeó antipatía entre los políticos, los maniobreros, los arribistas y los asomados. De hecho, ellos fueron los aupadores de las infamias. Pero el pueblo llano no tardó en verla con facciones de figura bienhechora. Se empeñó con ahínco en conseguirle becas del hipódromo a los huérfanos; sillas de ruedas a los discapacitados; pasajes para el retorno al terruño a incontables viejitos perdidos en la maraña persa del Nuevo Circo; billetes de lotería con descuento para los cieguitos desempleados; mercancía nueva para los buhoneros; boletos de avión para que los pichones de torero se fueran a España a tomar la alternativa; oportunidades en televisión y cine para  los buenosmozos de los pueblos; ajuares para las novias de las parroquias y los caseríos; y agua en camiones cisterna para los condominios torturados por la sed. No podía desencadenarse una calamidad (inundaciones con su ramillete de damnificados; deslizamientos de tierra tapiando veinte docenas de ranchos en los cerros de Caracas; sopotocientos muertos y aporreados durante la hecatombe de navidad, carnaval y semana santa) que no se presentara Fedora con sus bragas tipo Swat de la Disip y sus lentes oscuros de Carrera, dirigiendo los operativos con esa energía calificada de increíble porque manaba de un cuerpo tan menudo. Algunos periodistas sensacionalistas le endilgaron, muy de soslayo, el remoquete de Evita Perón venezolana, porque nadie osaba meterse de frente con ella. Se comentaba, a sotto voce, que las cóleras del doctor Arnulfo Lizarraga eran para coger palco. A los medios se les  advertía severamente desde Miraflores que no se pasaran de la raya con ella. Fedora no soltaba prenda sobre el particular y yo no me atrevía a tocar tan espinosos temas en su presencia.
Ciertamente ella y yo congeniamos desde la primera vez. Estábamos ya en cuarto año de la carrera. Sufría yo (afortunadamente, creo) de un desconocimiento supino de todo lo relacionado con política. Imagino que eso fue lo que más le agradó de mí pues ya le fastidiaba que todo el mundo se le acercase con  ánimo de solicitarle favores. Yo, por el contrario, en nuestra primera conversación lo que hice fue datearla con las preguntas de un quiz de derecho laboral. Ahí fue donde me la gané. Y conste que no lo hice adrede. Es cuestión de suerte. Siempre he tenido un instinto y una predisposición (inexplicables del todo) para entablar las más convenientes amistades.
Lo de Arnaldo resultó una historia similar. Sonará paradójico, pero toda la vida he aspirado a tener una relación formal. La gente que me conoce superficialmente se engaña cuando da por descontado que soy una muchacha de armas tomar. Se ve lógico si se considera que hacia el exterior lo que se rezuma es mi determinación inquebrantable de mostrarme independiente, corajuda y plena de iniciativa. Y, a pesar de esa apariencia, me gustan las cosas establecidas, las fórmulas tradicionales que te proporcionan una base confiable en tu vida privada. Comparto, de la misma forma, el criterio de que la relación perfecta de pareja se da entre dos personas con caracteres complementarios. Por eso escogí a Arnaldo Rovira.
Ese fue otro paso trascendental en mi vida. No representaba para mí la mera aventurilla romántica típica de universitarios (que las he tenido por otro lado, lo confieso). Deseaba, intuitivamente, involucrarme en una dinámica familiar. Lo que conseguí me lanzó por caminos novedosos y emocionantes.
Arnaldo tenía alrededor de tres años atascado con unas materias arrastradas en la UCV. Por fin se decidió a pedir equivalencia y traslado a la Universidad “Santa Cecilia”, topándose conmigo en la recta final de la carrera. Me gustó desde el primer día que lo vi, por su cara indecisa de chico sin malicia, por su honestidad y por su aire de buena crianza. Lo ayudé a aprobar las asignaturas (en tiempo récord), asumiendo la iniciativa en la profundización de nuestra relación.
        —Vamos a empatarnos —le enfaticé una noche de Marzo, después de una jornada enfebrecida de más de cinco horas de repaso de derecho constitucional.
        —Mmmmm... bien —fue toda su respuesta, luego de haberse bebido cinco tazones de café con leche.
        A Fedora por poco le da un ataque de risa cuando la enteré de nuestro noviazgo. Mi expresión adusta la convenció de que no se trataba de una broma. Fue la única vez que nuestra amistad se vio un tanto quebrantada. Decidimos tácitamente no volver a tocar el asunto.
El doctor Rubén Arnoldo Rovira aspiraba seriamente a que cualquiera de sus hijos aceptase el reto de seguir sus pasos en los escabrosos caminos de la política. “Nadie entre nosotros, en la dirección nacional del partido, ha tenido suerte con la descendencia”, me comentaba al hacerme depositaria de su confianza. “Fíjate en los hijos de Raúl Leoni, de Jaime Lusinchi y no te menciono más gente. Ninguno tiene la catadura necesaria”. Tal aseveración le era aplicable a él también, sin atenuantes. El hermano mayor de Arnaldo, Jorge Luis,  playboy a carta cabal, se preocupaba únicamente por un yate anclado en Puerto Azul y por las beldades playeras que coleccionaba por racimos. Los caballos y las competencias ecuestres conformaban la plenitud del mundo de  María Bolivia, hermana menor y experta amazona.
El caso del doctor Rubén Arnoldo Rovira era digno de mención como ejemplo palpable de nuestra incesante movilidad social. Hijo natural no reconocido, nunca se dejó amilanar por parecida circunstancia que, en tiempos pretéritos, hubiera anonadado a cualquiera. Dio sus primeros pasos en el mundo proselitista ejerciendo el sindicalismo militante en los campos petroleros de Anaco, San Tomé y El Tigre (donde nació). Era, al mismo tiempo, el sostén fundamental de su familia y no por ello dejó de graduarse de bachiller. Se inscribió en Acción Democrática y se vino a Caracas donde logró inscribirse en la Facultad de Derecho de la vieja UCV situada frente al blanquecino recinto del Congreso. El golpe que derribó al presidente Rómulo Gallegos lo sorprendió en la secretaría privada de la gobernación del DF. Pasó a la clandestinidad y resultó apresado por la Seguridad Nacional. Arrojado al destierro, aprovechó para culminar sus estudios en la Universidad Javierana de Bogotá. Regresó al caer Pérez Jiménez y logró ser, ininterrumpidamente, miembro de la dirección nacional del partido, diputado por Anzoátegui (su coto de caza regional) y factótum indiscutible del poder judicial. Y, como colofón a su prestigioso currículum, por esos días disputaba la candidatura presidencial.
Al principio, colaboré con la señora Bolivia (mi futura suegra) en numerosas actividades sociales que organizó buscando recaudar fondos para la precampaña (desfiles de modas, campeonatos de bridge y cosas por el estilo). Pero el doctor Rubén Arnoldo Rovira percibió, desde el primer día en que aparecí por su casa en el rol de novia de su segundo hijo, mi ingente capacidad para aglutinar gente. Ni corto ni perezoso, me presentó a todos los jerarcas de su comando estratégico. Me fueron encomendadas varias tareas que ejecuté con eficiencia, impresionando a todo el mundo. Inevitablemente, algunos de ellos dieron muestras de que yo les interesaba no solamente en el plano de la política. Evitando suspicacias, convidaba a Arnaldo a todas partes. Cada día que pasaba conocía a más y más gente en las más diversas esferas, cosa a la que estaba determinada de extraer réditos. Tuve, además, un par de “asunticos” (que supe llevar con la discreción requerida) con un simpático líder de la juventud (protegido de un otoñal dirigente) y con un bisoño tecnócrata a quien le auguraban un brillante futuro en el ámbito de las finanzas. Esto no me descontroló de manera alguna pues, en todo momento, asumí a plena conciencia que mi conveniencia y mi estabilidad afectivas reposaban al lado de Arnaldo.
Para completar el cuadro, fue también esa la ocasión en que se iniciaron mis exitosas operaciones comerciales a gran escala. Fedora me había tomado gran cariño por la colaboración que le había prestado para graduarse en la Universidad “Santa Cecilia”. Cierto día le comenté (muy de pasada) acerca de mi sociedad con Carmen  Adilia Fragachán en la venta de exquisiteces llaneras.
— ¿Por qué no aprovechas —me sugirió— para hacerle una oferta al Patronato Institucional de Alimentación? Acabo de hablar con su director nacional y, justamente, me refirió que no cuenta con proveedores confiables. ¿Te interesa?
        —Pues... sí. Pero, ¿cómo hago para contactarlo? —pregunté.
        Sin mediar palabras, tomó el teléfono (estábamos en su apartamento de Los Naranjos), llamó a alguien en Miraflores y le ordenó que le consiguiese al director nacional del PIA. No habían transcurrido diez minutos cuando el interpelado se manifestó.
— ¿Aló? ¿Doctor Linares? ¿Cómo se siente? Pues, yo aquí en la lucha y con un gripón que ni le cuento. Mire, le voy a mandar a la doctora Ornela Pérez Pirrone, quien es persona de nuestra confianza. Ella tiene una empresa distribuidora de alimentos y está interesada en colocar parte de sus ventas en el Patronato. ¿Cuándo me la va a recibir? ¿Inmediatamente? Magnífico. Va saliendo para allá.
        Colgó.
        —Fedora, me pones en apuros. Yo no tengo registrada ninguna empresa. ¿Cómo hago si me piden papeles, referencias, solvencias...?
Se levantó y mandó a llamar a su chofer.
        —Ay, manita, todo en la vida tiene solución menos el rollo de la novela de las nueve (que no se acaba nunca). Pero, ¿qué haces ahí sentada? No pareces el avión que todo el mundo dice que eres. Ya te mandé a pedir un carro para que llegues allá en un santiamén.
        Me dispuse a partir. Cuando estaba en el umbral de la salida no pude evitar decirle:
        —Fedora, gracias.
        —Déjate de pavosidades y apúrate, mira que el doctor Linares es un hombre muy ocupado —me contestó, echada en un sofá blanco, sin zapatos, fumando y con una encantadora sonrisa de oreja a oreja.
        El primer pedido del Patronato fue sustancioso. Puse a Carmen Adilia a moverse de lo lindo y, toco madera, pulsando mis contactos por aquí y acullá logré reunir capital para financiar la operación. Hasta mi mamá accedió a arrimarle algo al pote sin cargarme los intereses que cobraba a sus prestatarios. A los pocos días recibí nuestro primer pago y una nueva orden de compra, aún más abultada que la anterior. De ahí en lo sucesivo,  la dinámica de nuestras ventas no tuvo un minuto de respiro.
        Le llevé un sobre con una apreciable cantidad. Era la única manera en que podía agradecérselo. No lo quiso, de entrada.
        —Mira, Fedora, acéptalo. No es un regalo ni un soborno, ni nada por el estilo. Es, simplemente, una contribución previsiva. Acuérdate de lo que dicen por ahí: la política es pan pa’hoy y hambre pa’mañana. Así, por lo menos, tendrás con qué defenderte cuando abandones este cargo público.
        Le insistí tanto (cuando me lo propongo soy más persistente que Cristóbal Colón) hasta que coincidió con mi argumentación.
La confianza entre Fedora y yo iba en aumento.
        —Le he dicho a Lizarraga —me confesaba— que no acepte verse involucrado en la disputa presidencial del partido. Este no es el momento adecuado para que él aspire.
        De la misma forma, me aconsejaba en mi desenvoltura en el comando estratégico del doctor Rubén Arnoldo Rovira.
        —Las campañas internas de los partidos son más candentes y más duras que las campañas nacionales. Ahí sí es verdad que sacan a relucir todos los trapitos al sol.
        Fedora se había enterado, no sé por cuáles medios, de algunas de mis “aventurillas” extranoviazgo.
        —Hay que tener muchísimo cuidado, manita. Este es un campo minado rodeado de arenas movedizas. Aquí al que se pendejea se lo tiran en caldo de ñame. Pero cuéntame, ¿qué tal es Armandito en la cama? Por ahí dicen que es como una bestia, por lo grande que lo tiene y por las ociosidades que inventa.
        A veces se ponía melancólica por su indefinida situación y se consolaba dejándome traspasar el claustro de sus confidencias.
        —Lizarraga le pidió el divorcio a su esposa, pero ella, la muy oportunista, está dispuesta a darle largas al asunto hasta que entreguemos el gobierno. No podemos exponernos a un escándalo de esa naturaleza en vísperas de una campaña electoral tan brava.                Sus recomendaciones me abrían todas las puertas. Aproveché para cuadrar un sinnúmero de operaciones.
        —Sal ipso facto para allá y hablas con el ministro. Te recibirá sin protocolos. Está interesadísimo en comprar no sé cuántas toneladas de leche en polvo para el programa de los comedores escolares.
        Tenía inmensidad de trabajo y casi no me daba abasto. De no ser por Carmen Adilia Fragachán, no sé qué hubiera sido de mí. Casi no tenía tiempo de ver a mi familia.
        —Deberías hablar con la ingrata de LauraÉ y obligarla a que te preste una manito. Total, es lo más justo después de todo lo que la has ayudado —me reconvenía mi mamá, entre accesos de tos.
        Mi hermana estaba pasando por ingratos momentos. ¡Cómo me hubiera gustado compartir más con ella! Pero, apegada a su funesto hábito, costaba un imperio hacerla soltar prenda. No dando mi brazo a torcer, la obligué a aceptar mis ayudas de dinero mientras se mudaba a un nuevo apartamento. La disuadí, además, de trabajar. No hacía falta en absoluto. Seguía percibiendo su sueldo del ciclo básico de Baruta (Fedora  había colaborado en revertir el despido y conseguirle un reposo remunerado por causa de su gravidez) y podía distraerse, mientras tanto, con su labor a tiempo parcial en el colegio de Prados y algunas horas de clase privadas.
        Cualquier otra persona se hubiera desplomado con tantas adversidades juntas. Ella no. Incluso le dio por realizar labor comunitaria en los barrios con un grupo de gente afín. A veces me los encontraba reunidos en el nuevo apartamentico de LauraÉ, situado entre la Solano y la Libertador. Todos parecían cortados por el mismo patrón de bohemia contestataria U-U-UCV. Se reunían a la vera de un tocadiscos  que machacaba sin cesar todo el repertorio de baladas de la nueva trova cubana. Allí se daban con supremo ahínco a criticar con denuedo, a descalificar a diestra y siniestra, a fumar como pupilos de Mandinga y a hacer planes de reformas. LauraÉ conocía someramente de mis actividades políticas y comerciales pero, afortunadamente, nunca las mencionó en el corrillo: me hubieran caído cual jauría desaforada.
—LauraÉ, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo? Voy a comprarme un apartamento en Santa Rosa de Lima, de tres habitaciones. Podrás tener tu propio espacio y, sobre todo, habrá lugar suficiente para el bebé. Algo más sano que este...
        Iba a decir cuchitril. Su mirada límpida me desarmaba.
        —Gracias, pero no. Sé que lo haces de buena fe. De todas maneras, lo tendré muy en cuenta.
        — ¿Por qué no...?
        —No insistas, hermana.
        La barriga le aumentaba de tamaño. Estaba engordando por todos lados.
        —No es prudente seguir frecuentando esos barrios, LauraÉ...
        —Tranquila, hermana —me decía y yo tenía que callar.
        Las campañas internas de los dos principales partidos se habían convertido en sendas batallas campales.
        —Lizarraga fue a conversar, a instancias del presidente, con el viejo caudillo —me refería Fedora—. Pero qué va, ese señor no da su brazo a torcer. Amenazó con que va a echar a la calle todas las trapisondas del gobierno si no se le reconoce, por unanimidad y aclamación, como candidato presidencial. Por supuesto, no hay que fatigarse mucho para comprender que se refiere a Lizarraga y a esta servidora. No nos perdona el que no lo adoremos como a Dios Padre Todopoderoso.
        El doctor Rubén Arnoldo Rovira me incluyó en una comisión de su comando que fue a dialogar con representantes del hiperactivo ex presidente para negociar una tregua.
        —Estamos peor que en la guerra de los cinco años. Si no llegamos a un armisticio rápido aquí los únicos que van a salir gananciosos son los zamuros —sentenciaba mi futuro suegro.
        Luego de tres días de deliberación, llegamos a varios acuerdos para evitar resquebrajamientos en la unidad del partido. Aprendí mucho del juego de fintas y sombras, del regateo y de las sutilezas del toma y dame políticos. Pero lo principal de ese cónclave fue que conocí a Javier Grimán. Hicimos buenas migas de inmediato.
        —Ay, Ornela, zi tú zupiéraz laz cózaz que me pone a hazer “Bicho Loco” —me decía, en un aparte, una noche que cenábamos en su finamente decorado dúplex de Valle Arriba.
        — ¿Quién? —inquirí.
        —El prezidente, chica. Lo llamo azí porque ez un hombre intranquilízimo. Que quede entre nozótroz, ¿okey? Ahora quiere que me vaya para Europa con él un mez. Zi fuéramoz nada maz que a pazear y a vizitar a zuz amígoz loz réyez de Ezpaña todo eztaría chévere. Pero ze enfrazca en una reunidera con loz jéquez zaudítaz por aquí, con la zozialdemocrazia italiana por allá, con el zecretario de la ONU por acullá. Cualquiera diría que todavía ez prezidente de la república.
        —Es un hombre incansable, ¿verdad? —comentaba yo.
        —Y ezo que no lo haz vizto por laz nóchez, cuando le da por vizitar loz naiclúbez de Marbella y loz cazínoz en Montecarlo.
        —Y tú bravísimo —ripostaba yo.
        —Mija, de vez en cuando hay que echar un zueñito.
        Más extraordinariamente encantador no podía ser Javier Grimán. Parecía haber nacido con un don natural y exquisito para ser el perfecto anfitrión. Se lo presenté a Fedora y, tal como lo pronostiqué, simpatizaron al primer encuentro. Cuidando ex profeso de que no trascendiera al exterior nuestra amistad, nos reuníamos los tres en su dúplex de Valle Arriba para unas discretas juergas privadas.
        El panorama de la política mostró, al fin, signos de despeje. El viejo caudillo copeyano ganó la candidatura por aclamación forzada, si bien no consiguió defenestrar al doctor Arnulfo Lizarraga y, por mampuesto, a Fedora. Carcomido por la soberbia, hacía catarsis en las entrevistas de televisión y en los mitines públicos, descargando su ira sibilina como si fuera el abanderado de un movimiento de oposición, olvidando que el suyo era el partido de gobierno. En la acera de enfrente, mientras tanto, el doctor Rubén Arnoldo Rovira no pudo remontar la cuesta y perdió la nominación con todos los honores. No obstante, siendo el bregador político que era, logró alcanzar importantes acuerdos, preservando una influencia determinante en las estructuras del partido a la par que se resteaba con el hiperactivo ex presidente. Cuestión que aproveché (rauda y presurosa) para incrementar mi amistad con Javier Grimán.
        Mi noviazgo con Arnaldo se metamorfoseó en un oasis de calma. De hecho, en el único refugio de cordura de que disponía. Permanecer con él era la única vía para tranquilizarme a lo largo de ciertos períodos. Tuve que llevarlo de la mano y con mucho tacto por las trepidantes residencias del amor carnal. Tal cosa me producía, lo admito, mayor satisfacción que hacerlo con otros tipos, con quienes asumía (casi por obligación) un rol pasivo. Lo disfrutaba, es cierto. Pero con Arnaldo era yo quien agarraba la batuta, convirtiéndome en guía confiable para irle descubriendo nuevas experiencias. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que tomé su pequeño miembro en mi boca. Al principio se incomodó un tanto (yo me sentía algo nerviosa pues también estaba debutando en el sexo oral: solo lo había visto ejecutar en videos porno). Intentó hacerme ver que eso no era muy aseado. No le hice caso y continué succionando. Al ratico, lo único que se escuchaba era su respiración entrecortada y su graznido de osito regalón musitando:
        —Mmmmm, bien... Mmmmmm, bien...
        Finalizado el acto amoroso:
        —Papi bello, te amo. Soy tuya. Pídeme lo que desees y te complaceré.
        —Prepárame una palangana de café con leche. Mmmmmm... bien.
        Descubrí que me placía enormemente cocinarle. Por fin se apoderaba de mí el espíritu doméstico.
        LauraÉ dio a luz un precioso varón. Era muy blanco y muy rubio.
        —Tú como que le pusiste cachos al que te conté —bromeé con ella, el bebé en mis brazos. Se hizo la desentendida. Era su indicación de que no le gustaban mis chanzas.  Me dio por revivir los amables agobios  con que la victimizaba cuando niñas—: ¿A quién salió este nené lindo tan catire? Esta preciosidad no es un salto p’atrás, es un salto p’alante, no juegue.
        Me gasté una pequeña fortuna en la canastilla y otros regalos.
        — ¿Ya pensaste en el nombre, LauraÉ?
        —Pedro Pablo ... Pedro Pablo Pérez Pirrone.
        El niño (no podría ser de otra manera) se convirtió en el principal vínculo entre LauraÉ y yo. Sencillamente, me volvía loca por él.
        — ¡Qué cosa más bella! —exclamaba yo, cambiándole los arruchaditos.
        —No lo mallugues tanto que después se malacostumbra —me reclamaba ella con un tonito de escondida complacencia.
        Fue una sorpresa descubrirme debilidades maternales. A partir de los tres meses, Pedro Pablo, al sentir mi cercanía, se desvivía en gorgorinos de dicha y en sonrisas que me mostraban sus desnudas encías. No resultaba extraño (¡de cajón!) que los pocos momentos que podía robar a mis actividades los dedicara íntegramente a Pedro Pablo y  a LauraÉ.
        —No. Que venga ella y me presente a su hijo. Si todavía abriga algún sentido de la vergüenza y de la honra, es ella quien tiene que venir —repetía mi mamá cada vez que la invitaba a conocer a su nieto. Ahora vivía sola en Las Acacias, con unos pericos enjaulados, sus perennes cigarrillos que le provocaban ahogos de tos y su testarudez morganática. Yo estaba conteste de que no daría su brazo a torcer, pero tanto va el cántaro...
        Nuestro acto de graduación contó con la presencia del gordiflón y refranero presidente de la república y del doctor Arnulfo Lizarraga, por un lado (no era para menos: Fedora se veía muy atractiva con su toga y birrete); y, por el otro, con la asistencia del flamboyante e hiperkinético ex presidente (invitado especial de mi futuro suegro y de Javier Grimán, nuestro gran amigo). No faltó el gran despliegue de periodistas, micrófonos y cámaras. Los comentaristas auguraban que los mecanismos de concertación política habían visto la luz y hasta se hablaba de cierta alianza táctica entre el presidente, el ex, el doctor Lizarraga y el doctor Rovira. La fiesta posterior, en un hotel cinco estrellas, no se quedó atrás. La decoración y la organización general corrieron por cuenta de Javier. Todo el mundo lo elogió fervorosamente. Bailamos hasta el amanecer con la Billo’s y Los Melódicos. Una noche inolvidable, en suma. Al día siguiente, partimos en un minicrucero hacia Los Roques, La Orchila y La Blanquilla, el aspaventoso ex presidente, el doctor Lizarraga, Fedora, Javier y yo. Arnaldo se quedó tranquilo en tierra cuando le dije que no era un viaje de placer sino una excusa para que los dos políticos conversaran a solas. Ambos se encerraron, durante casi todo el trayecto, con Óscar Zavala, propietario del yate (de quien luego me enteré que se había hecho millonario vendiéndole tanques y misiles a los militares) a discutir problemas de alta política. Fedora, Javier (ataviado con un hilo dental minimalista) y yo nos bronceábamos en cubierta o en las arenas de blanquísima textura bañadas por aguas opalinas. ¡Qué días tan maravillosos pasamos! Al ex lo vino a buscar un helicóptero a La Orchila, sin duda por causa de graves asuntos que reclamaban su presencia. Javier tomó la determinación de permanecer en el yate con el compromiso de reencontrarse con él en Nueva York una semana más tarde. ¡Ah!, para no dejarlo de ese tamaño, pude darme cuenta a plenitud que el doctor Lizarraga estaba perdidamente enamorado de Fedora (pero ella no tanto de él). Sin embargo, se tomaban un gran esfuerzo para disimularlo ante Javier y yo.
        De vuelta en Caracas, me entregué de lleno a la campaña electoral y a los negocios. El doctor Rubén Arnoldo Rovira me sorprendió un día con la noticia de que mi nombre aparecería en la lista de candidatos a diputados por el estado Cojedes. Las piernas me temblaron.
        —Pero si yo ni siquiera sé hablar en público —argumenté.
        —No te preocupes. Lo importante es que ya la dirección nacional del partido se fijó en ti. Tienes madera y debes aprovechar esta oportunidad que se te brinda para descollar —me aseguró mi futuro suegro.
        Las ventas aumentaban en volumen gracias a las oportunas recomendaciones de Fedora. Me cuidé, bien entendido, de aportarle sus correspondientes gratificaciones. La reticencia a recibirlas había quedado atrás hacía bastante tiempo.
        —Hay una cosa que te voy a pedir —me dijo una vez.
        —Dime.
        —Sabes que es peligroso deambular con estas cantidades en efectivo. Por lo tanto, quisiera solicitarte un favor.
        —Por supuesto.
        —Tengo en Miami una cuentica en dólares desde hace algún tiempo. Como dices tú, en previsión de cualquier percance. Quisiera que fueras allá y me depositaras todo ese dinero. Así será más seguro para ambas.
        —Perfecto, y me cae de perlas tu petición porque Javier me invitó a una fiesta la semana próxima en la nueva casa que compró allá. Cuenta con eso, Fedora.
        Me tomó de las manos con una cierta emoción que le venía de muy adentro.
        —Sabes, manita, que eres una amiga muy pero muy especial.
        —Gracias, Fedora. Lo mismo pienso de ti.
        Después de una pausita, se levantó y fue hacia el balcón que mostraba una espléndida vista nocturna de casi todo el valle de Caracas.
        —Estoy embriagándome con esta fabulosa panorámica de la ciudad. Déjame degustarla con el placer misterioso de las despedidas porque, dentro de poco, ya no estaré más aquí.
        Fui hacia ella, consternada.
        — ¿De qué estás hablando, chica?
        Dirigió su rostro hacia mí. Había dominio de sí misma y tranquilidad en su semblante.
        —No debemos ser ingenuas, Ornela. Después de la transmisión de mando, nuestros numerosos enemigos se arrojarán en contra mía y me arrastrarán por el lodo. Ahorita no se atreven a hacerlo porque el temor al poder los inmoviliza.
        —No, eso no será así. Siempre habrá personas que te defenderemos.
        —No podrás hacerlo, manita. La confabulación ya se ve venir y es enorme, gigantesca, como las montañas de Los Andes. Será muy difícil enfrentarse a ello. Sé bien lo que me espera. Sólo confío en que Dios me dará suficientes energías para soportar el alud de calumnias con que nos van a lapidar.
        —Pero el doctor Lizarraga es un dirigente con suficiente peso específico y, sin duda, obtendrá los arreglos necesarios para que tanto él como tú no se vean implicados en ninguna sentencia condenatoria. Es más, tengo entendido que él habló con mi futuro suegro, que es el hombre del control en los tribunales de este país, y ya existen las garantías de que ustedes no serán molestados.
        Fedora se inclinó hacia adelante, deslizando su busto por encima de la broncínea baranda del balcón.
        —Eso es cierto, pero a nivel macro, como dicen los tecnócratas. El problema reventará con tanto dirigentico medio y realengo, de esos que abundan como la plaga. Te garantizo que serán ellos quienes soliviantarán la opinión pública contra nosotros. Los ánimos retaliativos están esparcidos por todos lados. Al lanzar el primer peñonazo se formará una avalancha. Gracias a Dios que ya hemos tomado previsiones sobre el particular.
        Se irguió, nuevamente, y me tomó por el brazo.
        —Pero no hablemos de las cosas tristes que todavía no han sucedido. Vamos adentro y tomémonos unos cuantos tragos que la vida hay que disfrutarla. ¿Oh nones?
        Exactamente una semana después ocurrió la fiesta en Miami. Arnaldo me acompañaba con la intención de contactar firmas exportadoras de alimentos y poder, así, incrementar significativamente nuestra capacidad de suministro. Ocupamos un condominio que nos consiguió Javier, cedido gentilmente por nuestro amigo el propietario del yate y vendedor de armas.
        Fue la noche en que conocí a Benny.
        Benny. Oh, Benny.
        Yo nunca había sabido lo que significaba sentirse descubierta y desnudada por una mirada. Mis labios ansiaban decir una cosa y se escuchaba otra. Mis manos deseaban acometer una acción y terminaba haciendo algo distinto. Benny podía hacerme arquear de la risa o condolerme de mis propias miserias. Desde el primer momento en que lo vi aprendí que era el dueño de un arpón invisible capaz de desarmarme sin que yo pudiera ejercer resistencia. Supe, por instinto, de las complicaciones con que iba a encofrar los barnizados cristales de mi existencia y no hice nada por evitarlo. Es como cuando te dicen de niño que no masques chicle porque se te pican los dientes y uno los sigue rumiando porque son dulces y saben rico.
        — ¿Por qué tienes que ser tan mentiroso? —le pregunté, luego que me contara una sarta de aventuras suyas que me divirtieron muchísimo.
        Benny me miró a través de la copa de vino blanco que acababa de apurar.
        —Porque esa es la maldición del judío errante que me persigue desde que mi tío Abraham le quemó la mitad de la tienda a su socio Yitzhak.
        Reí nuevamente con ganas.
        —Además, ¿qué es eso de ponerme en evidencia delante del público? ¿Acaso te mentí cuando te aseguré que aquí servían the best seafood in the whole Dade County?
        Miré el reloj. Recordé que me le había escapado a Arnaldo con la excusa de que iba a un shopping mall acompañada por Javier (a quien recomendé que, ni de casualidad, me telefoneara en el ínterin).
        —Ya vámonos —dije.
        —Voy al baño primero. Si no he regresado, de aquí a una hora, te agradecería que lavaras también la parte de los platos que me corresponde.
        — ¿Qué?
        —Aw, forget about it.
Le pedí que no se detuviera frente al condominio.
        — ¿Te puedo acompañar aunque sea hasta la puerta? Si el doorman no me ve, voy a perder la apuesta.
        — ¿De qué hablas, Benny?
        —Le aposté five bucks que te iba a dar un beso apasionado en el umbral de tu condominio precisamente a esta hora, las once y cuarenta y cinco PM.
        —Oye, pero qué abusivo...
        Obviando explicaciones, me tomó el rostro. Sin oponer resistencia, cerré los ojos y abrí la boca mientras unas cosquillas de papel de seda me hacían erizar toda. En algún extraño momento reaccioné con una sacudida y pude apartarme.
        —Perdiste la apuesta —le dije y me salí del carro antes de que volviera a intentarlo de nuevo, paralizándome.
        Arranqué a caminar rumbo al condo. Me seguía a corta distancia.
        — ¿Qué haces? ¡Anda vete! —le ordené.
        — ¡Señorita, estoy perdido! ¡Ayúdeme! —gritó desde el volante, dándole a su voz un simulacro feminoide. A duras penas disimulé la risa.
        Me acerqué hasta la ventanilla.
        —Cállate, necio, que vas a despertar a todo el vecindario.
        — ¿Salimos mañana, sweet little baby? —sus ojos entrecerrados refulgían en la penumbra acuosa de la noche mayamera.
        —Yo te llamo —oí mi boca decir.
        — ¿A qué hora? —insistió.
        Miré hacia el condo. La luz nuestra estaba encendida. Arnaldo podría asomarse en cualquier momento.
        —No sé. Cuando me desocupe. Tengo un montón de cosas que resolver. Pero ahora, por-fa-vor, már-cha-te. ¿Sí?
        —Gee, pussycat —me dijo con una melodramática expresión que incluía los dientes apretados y cierta deliberada bizquera. Acto seguido, se alejó, deteniéndose más adelante mientras yo terminaba de llegar.
        Esa noche, Arnaldo y yo hicimos el amor de manera muy convencional. En realidad, con la excepción de ciertas proezas exploratorias esporádicas, no éramos muy dados a la experimentación salvaje. Me sentía bastante tranquila así. Me inquietaba la imagen de Benny: se me presentaba de golpe, a ramalazos, en medio de las turbulencias atmosféricas de la coyunda.
        Logré tacharlo de mi pensamiento enfrascándome en numerosas actividades. Fui con Arnaldo y Javier a contactar varias firmas exportadoras de víveres. Cotejamos precios, condiciones de embarque, especificaciones sanitarias, trámites aduaneros y, en fin, todo lo pertinente. Javier nos resultó de invalorable utilidad porque poseía un universo de relaciones. Decidí darle una participación en el negocio, cosa que le encantó sobremanera: “No me cae nada mal ponerme en únoz churúpoz écztraz”, nos reveló.
        Varias veces repicó el teléfono.  Arnaldo respondía y le colgaban. Era él.
        Javier me convenció de permanecer varios días más en Miami, mientras Arnaldo regresaba a Caracas a tramitar el recibimiento y despacho de la mercancía adquirida.
        —Hay un gentío que dezeo que conózcaz.
        Asistimos a varias recepciones. Me presentó al alcalde de Miami, al fiscal de distrito, al presidente de la cámara de comercio, a un gallego cursilón que cantaba baladas perfumadas en cinco idiomas, a una delgadísima duquesa filipina que parecía extraída de un figurín, a tres aburridos ex presidentes centroamericanos que mataban el ocio jugando golf en el Fontainebleu, a una pintoresca modista cubana que se perfilaba como la Coco Chanel del Caribe, a una casquivana actriz venezolana de telenovelas a quien llamaban “La Bati-Bati”, a un protocolarmente obsequioso pintor colombiano de cuadros carísimos pletóricos de gordos estrambóticos. Javier me describía las travesuras mundanas de todos estos personajes con comentarios graciosísimos. Durante varios días logré desplazar a Benny de mi memoria.
        Pero apenas me vi sola, dudé. Cogí el teléfono para llamarlo. Me arrepentí. Decidí marcar el número de LauraÉ. Me puso a Pedro Pablo y salté de alegría escuchando sus primeros intentos por balbucear unas graciosas palabritas. Cuando colgué, volví a sobrecogerme. Impulsivamente, telefoneé a mi mamá. Después del regocijo de hablar con mi hermana y su pequeño, me resultó deprimente enterarme de que mi madre no se sentía bien. Estaba más ronca que de costumbre. Conocía su testarudez pero, después de una amable reconvención, logré convencerla para que acudiese al médico.
        Luego, no aguanté más y lo llamé.
        Dos días. Fue una escapada de dos días. Le solté una excusa extravagante a Javier y me marché con Benny. El plan original era irnos a una playa, pero estuvimos encerrados desnudos cuarenta y ocho horas en un Pent House de Coral Gables. Normalmente, habría enloquecido por  tanto tiempo  encerrada entre cuatro paredes. Benny me mantuvo ebria con unos besos suculentos, con unas caricias que me ponían la carne de gallina y con su imaginación prodigiosa para improvisar en la cama. Me cubría con un manto de leche condensada tostada para luego lamerme con avidez de beduino chocándole a un oasis. Me inducía a trazar contorsiones de maromera rusa en el mesón de la cocina, dentro del jacuzzi, encima de la alfombra del recibo. Nos dio por el exhibicionismo (al principio creí morir de vergüenza) e hicimos el amor de pie en el balcón (los carros nos corneteaban al vernos). Me hizo desmayar de placer poseyéndome contra natura. Llegó un momento en que tuvimos que evitar excitarnos por el escozor en nuestras partes pudendas. Entonces me amenizaba la existencia desbrozándome su inverosímil repertorio de mentiras. Yo permanecía plácidamente entredormida con mi cabeza descansando sobre su pecho. Me tenía drogada.
        De repente, experimenté la desazón de mil universos reclamándome.
        —Me marcho —enfaticé, levantándome de un salto para correr a ponerme la ropa y recoger mis cosas. Mi sentido de realismo me impulsaba a escapar de ese mundo fantasioso donde podía yo también sucumbir. Era en extremo deleitante, no lo dudo, pero podría ser peligroso, (no me pregunten por qué: las profundas reflexiones no son mi fuerte) y, de golpe, sentí un temor calcado sobre plumeros eléctricos.
        Benny permaneció perezosamente en la cama, observándome. Una persona normal habría exigido explicaciones y formado una escena de reclamos.
        —You’ll be back —fue su único comentario.
        — ¿Perdón?
        —Te buscaré en Caracas.
        —No te veré más —aseguré, temiendo que algún asomo de vacilación se escurriera por los rizos de mi garganta.
        Terminé de arreglarme. Me volteé y lo miré. Si me lo hubiera pedido, me habría desnudado otra vez.
        —Pásale el seguro a la puerta — murmuró y se hizo el dormido.
        Volví a casa de Javier con los pies hormigueándome. Si sospechó algo al recibirme de nuevo, no lo evidenció.
        Traté de olvidarlo. El problema es que, cuando me quedaba sola, tomaba el teléfono y lo llamaba. Repicaba y repicaba, sin respuesta.
        Sabía que eso no podía durar. Debía retornar a mi vida normal, a mi estabilidad, a mi realidad. Había vivido un romance pasajero y las cosas ya buscaban sus derroteros habituales. Bien. Así tenía que ser. Ya bastaba de locuras y descontroles.
        Regresé a Caracas. Arnaldo me esperó en el aeropuerto. Era mi amigo, mi novio, mi socio, mi lazo indestructible con el mundo vívido y tangible. El aire de la rutina incansable y bienhechora se apoderó de mí otra vez. Seguía siendo la Ornela de siempre.
        La importación nos deparó una jugosa rentabilidad. Estábamos ganando millones. Le propuse a Arnaldo comprarnos una casa. Ya iba siendo tiempo de afincar lo nuestro, argüí.
        —Mmmmm... bien — asintió, con su adorable indolencia.
        Fedora y yo conversábamos todos los días. Le propuse asociarse conmigo evitando, por supuesto, que su nombre apareciese explícitamente en los registros de comercio y las operaciones. Aceptó encantada.
        LauraÉ se había empleado de nuevo... ¡en televisión! Me alegré muchísimo. Pedro Pablo crecía sano y hermoso. Era un niño inteligentísimo, cariñoso y despierto. Mi adoración por él se incrementaba hasta más allá del cielo. No me cansaba de comprarle obsequios que lo enloquecían de felicidad.
        —Ornela, necesito que me hagas una segunda —me pidió LauraÉ, demostrándome que (al fin) necesitaba de mí. ¡Si hubiera notado cómo desfallecí de gozo!
        —Dime, hermana.
        —Esteee... bueno, que necesito que vengas esta noche y te quedes con Pedro Pablo porque tengo un compromiso.
        — ¿Ajá? ¿Y quién es la víctima? —bromeé.
        —Vente y lo conocerás.
        Gerardo Farfán no me cayó bien. Era medio pomposo y se le veía lo autoritario a flor de piel. Deseé profundamente que LauraÉ no se equivocara esta vez. Ella se dio cuenta.
        —Tú y tus pálpitos locos —me dijo al oído cuando la besé en la mejilla al disponerse a partir con su nuevo amigo.
        —Cuídate, LauraÉ.
        Jugué con Pedro Pablo hasta que lo cansé (alrededor de medianoche). Permanecí alelada viéndolo dormir (parecía un angelito de los catecismos) y preguntándome cómo sería cuando tuviese mis propios hijos.
        A la noche siguiente, luego de una larga jornada de reuniones y negociaciones de toda índole, vi que  mi mamá tenía la piel cerúlea y ajada. Pensé que, a lo mejor, sería por causa de la virosis que la había aquejado hacía poco.
        —Me voy a hospitalizar pasado mañana —escuché su ronquera reflejarse en el papel tapiz de las paredes.
        La miré y sentí un nudo atosigante atrincherarse en mi estómago.
        —Tengo un tumor en el pulmón izquierdo.
        Luché para no desintegrarme de dolor y miedo.
        —Me lo van a extirpar.
        Mi cabeza se resbaló a la vera de un tiovivo de anime. Los colores se convirtieron en unos esguinces meteóricos. No, no, no. No a mi mamá. ¿Por qué a ella? Dios mío, imploré, que no sea, que no sea, que no sea, que no sea...
        Tomé sus huesudas manos y la estreché con toda la fuerza de los cinco mundos, de los siete mares y de las noventa galaxias.
        —Mami, te quiero...
        Por primera vez en la vida, la sentí sollozar.
        —Jamás te abandonaré, mami —y besé su pelo y su frente—. Buscaremos los mejores médicos, te llevaré a las mejores clínicas.
        No pude contenerme más y lloré sintiéndome una chiquilla asustada.
Benny llamó poco tiempo después.

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