Capítulo XXXXX
Todo hubiera salido a pedir de boca de no haber sido por la fuckin’ intransigencia y la maldita
negativa a todo lo que representase cambio, variación, sacudimiento. ¿Qué tiene
esta raza, damn it!, para seguir
aferrada, después de cuatro mil años, a esa absurda arrogancia de creerse
elegidos? Me lo merezco por iluso.
No quisieron, en su infinita testarudez,
aceptar ninguna de mis sugerencias. José, incluso, tuvo la desfachatez de
echarme en cara, ante la mesa plena de manjares kosher, la supuesta falsedad de mi diploma —si supiera del esfuerzo
del cachaco Laureano para elaborarlo con el máximo de realismo—, sacando a
relucir, también, el dispendio que significó mi estadía en Eley, mientras él se quemaba el pecho con el viejo, procurando
ahorrar en previsión del mañana —aprovechando para citar la fábula de la
cigarra y la hormiga, su favorita—. Ni corto ni perezoso, le respondí de
inmediato que, simple y llanamente, él no pasaba de ser un obtuso sin
iniciativa propia. El viejo arrojó el kipá
sobre el mantel y masculló —en un papiamento de yídisch, ruso y venezolanadas— su inconformidad y molestia por la
desavenencia entre sus dos hijos. “¿Porrrr qué no podíamos”, exclamó,
“tolerrrrarrrnos el uno al otrrro?” La vieja, por su parte, insistió que la
ocasión no era la más conveniente para dilucidar problemas mundanos y de
ganapán. Que siempre deberíamos tener presente el ejemplo de Sarah, nuestra
hermana, que había abandonado todo y ahora vivía en un kíbutz, trabajando arduamente con sus manos para hacer brotar de la
tierra inhóspita de nuestros ancestros los frutos duramente logrados. Que los goyim no serían quienes nos ayudarían
porque pertenecían al mundo de lo ajeno y de lo impuro. ¡Y yo ni siquiera los
había mencionado! Mas ya tenía establecido que José continuaría, sin desmayar,
con su discreta y artera labor de zapa. No me quedó más recurso que levantarme
e irme, dejando atrás cierto aire de tedio ante la enésima repetición de la
misma cantaleta. Los viejos, en su disgusto, no se atrevieron a levantar la
vista del plato.
Es increíble la manera como la gente tiende
a enredarse en sus propias madejas. Por todo causan complicaciones
inverosímiles. Crean convencionalismos de la nada; en principio, con la sana
intención de invocar las abstrusas cábalas que modifiquen el probable
infortunio o afiancen la anhelada dicha, y luego con la absurda pretensión de
regular las actividades nimias de la supervivencia. Y hasta ahí llega su
utilidad porque, a medida que los conglomerados se tornan más y más complejos,
los convencionalismos y las cortapisas se transforman en yugos y garrotes
viles, en paredones de fusilamiento moral y en cárceles que encierran, ahogan,
aplastan y sepultan a las mismas gentes que los inventan y a todo aquel que se
atreva a tener un criterio un tanto heterodoxo. El problema es que el mundo
prosaico goza autolimitándose. Lo disfrutan a plenitud. No son sino una partida
de masoquistas atávicos. Screw the rules
and regulations! Para todo existe un reglamento, un ceremonial y una
liturgia. El más absurdo de todos es el que impone a esta raza ungida del Señor
no mezclar nuestra sangre ni nuestra semilla con los, así llamados, gentiles.
Eso fue lo primero que me recalcaron cuando me fui al Norte. Menos mal que no
se enteraron de que Cheryl era una WASP
de Tulsa, Oklahoma, porque si no me hubieran execrado.
¡Cómo me costó olvidarla! Tuve que poner
un buen pedazo de continente de por medio y unos cuantos meses para lograrlo.
Estuve, lo confieso, tentado de volver a Eley
a buscarla las cuatro o cinco veces que viajé a Miami. Fue con gran esfuerzo de
mi parte que evité hacerlo. El antídoto lo constituyó el atiborramiento de
trabajo y la compañía de unas cuantas chicuelas vagabundillas.
Para excusar lo intempestivo de mi
llegada, conté que sentía una gran nostalgia por la familia, que me daba grima pensar en la salud del
viejo y que no aguantaba la idea de mi lejanía en momentos en que se me
necesitaba. Moisés Möllerstein, mi padre —el susodicho—, fundador-propietario
de Importadora “La Selecta” C.A., se manifestó complacido por la vuelta de su
hijo pródigo y lo designó, de un plumazo, gerente administrativo. Confiaba,
reveló arrastrando las erres en la mescolanza de hasta cuatro lenguas que
utilizaba en el seno familiar, en que, dentro de poco, podría descargar todas
sus tareas en manos de sus dos vástagos. A los quince días me llegó, vía courier, el diploma elaborado —con
destrezas de falsificador cinematográfico— por el veteranísimo Laureano,
acompañado de una larga carta donde me explicaba que se mudaba para Tampa
aprovechando una oferta de trabajo con unos paisanos y anexaba su nueva
dirección y teléfono. Mostré el diploma con orgullo a los viejos y lo colgué en
la oficina que me asignó el bueno para nada de José en la sede de la empresa,
muy cerca de la avenida Fuerzas Armadas,
al fondo del depósito atestado por más de treinta años de acopio de mercancías.
El cubículo tenía las paredes manchadas por las filtraciones, la alfombra
disparaba partículas de polvo al pisarla y el trotar de los roedores se dejaba
oír por encima de las láminas de yeso
del techo raso. Para complementar la panorámica, el aire acondicionado hacía
añísimos que no recibía mantenimiento y el sol de las tardes, que me pegaba
frontalmente, me ponía a sudar con la profusión obligada y esperada de los
descendientes de Abraham. “Es provisional”, me aseguró mi hermano mayor.
“Cuando las ventas se recuperen acomodamos el piso de arriba con tabiques y te
mudas”. Me fui de sucker y se lo
creí.
Llegué a pensar que una nueva era se
abría ante mí. Rompí las fotos de Cheryl y me dediqué al trabajo con ahínco.
Revisé los procedimientos y comencé a generar propuestas para optimizarlos. Le
hablé al viejo y a José de la necesidad de automatizar la contabilidad, la
facturación, el control de los inventarios, los registros de clientes y
proveedores, etc. Matizaba mis peroratas con los términos en boga de la ciencia
administrativa. Se hacía imperativo el abrirle a nuestros clientes sus
respectivos expedientes, como se estilaba en las grandes corporaciones,
solicitándoles sus registros de comercio, referencias comerciales y bancarias,
balances, estados de ganancias y pérdidas. La memoria del viejo ya no era
suficiente para retener tantos datos, ni aun al unísono con la de José. Cada
factura debía ser emitida con su correspondiente letra de cambio. Era necesario
contratar agentes viajeros y asignarles zonas de trabajo exclusivas, en vez de
estarnos desplazando nosotros por toda Venezuela. “Está bien”, me dijo el viejo
—y José consentía por lo bajito y desganado—, “perrrro mientrrrrras se
rrrrecuperrrran las ventas seguimos trrrrabajando como hasta ahorrrrra”. Santa
palabra. En ese plan me tuvieron un largo tiempo.
No tardó mucho en que se me planteara la
necesidad de visitar yo también a la clientela. “Hay que descarrrgarrrrle
ocupaciones a José”. En la sempiterna búsqueda de reducción de costos, salía en
mi propio carro —menos mal que era un LTD recién sacado de agencia—. Acompañado
por un pesado y grueso muestrario, cogía la ruta de Valencia, Barquisimeto,
Trujillo, Valera, Mérida, San Cristóbal y puntos circundantes, deteniéndome en
las ferreterías y quincallas que siempre nos habían comprado. Les vendía una
amplia gama de menudencias: desde nylon importado de Taiwán, pasando por
navajas, tijeras, bombas de achique, limas, seguetas, machetes, aperos, cuerdas
para guitarra, balones de cualquier deporte, candados, cavas, termos, carpas,
cordeles y todo tipo de herramientas, hasta llegar a los implementos de cocina,
aparejos de pesca, bidones, taturos y piedra pómez para rasparse los callos y
los juanetes de los pies. No puedo negarlo, lo llevaba en la sangre. Era un
singular vendetutti, hablachento y
petulante. Lo único que me faltaba era dármelas de “consíguemeto’eso”, o como
dicen los gringos, you name it, I’ve got it. A los insatisfechos consuetudinarios los
desarmaba con el viejo estribillo: satisfaction
guaranteed or your money back. En pocos meses ya poseía un repertorio de
frases consabidas que podía recitar automáticamente con acentos guaro, gocho
—en sus tres modalidades: trujillano, merideño y tachirense—, maracucho,
llanero y oriental. Lo único que me faltaba era convencer a mis compradores de
echarse palos conmigo, pero lo tenía expresamente prohibido por el viejo —no
recuerdo cuál versículo de la Torá
era pertinente con respecto a la caña y el comercio— y, por añadidura, todos ya
tenían unos cuantos almanaques encima por lo que —me imagino— se mantenían el
hígado tonificado con sus buenas dosis de Litrisón.
Lo malo de la viajadera era la soledad y
el anonimato homogéneo de los hoteles. Llega un momento en que todos te parecen idénticos —de hecho lo son—.
A José, que tenía asignada la zona de Oriente y Guayana, le encantaba un
cuchitril. De ahí, entonces, que su cuenta de gastos era reducidísima, por no
hablar de su inveterado monocuquismo. Le era fiel —como Rin Tin Tin al pequeño
cabo Rusty— a la narizona Ruth Gouldberg, su esposa desde hacía casi diez años,
una inflexible adicta a todo lo que oliera a sobaquina de rabino y sahumerios
de sinagoga. Gracias a Yijova que resultó estéril porque ningún hijo se hubiera
calado a semejante ladilla de madre. Yo, por mi parte, me hospedaba en los
mejores hoteles y me dedicaba a hacerles ojitos a las hijas de los ferreteros y
quincalleros. Hubo algunas —las más gálfaras— que picaron el anzuelo y fueron
pasadas— ¡albricias, Chancleto! —por las armas circundadas A todas les contaba las aventuras que se me
venían a la cabeza sobre mis andanzas en Los Ángeles, Las Vegas y Tijuana. Debo
considerar que tuve suerte porque mi figura no es la de un Apolo. Aún no frisaba
los treinta y ya tenía un par de
entradas profundas en la frente, indicios de cierta calvicie heredada de Moisés
Möllerstein, del padre de éste y de quién sabe cuántos más hasta la estirpe del
profeta Ezequiel. Procuraba disimular mi nariz ganchuda con un bigotón
chorreado. Todas las mañanas —siempre y cuando no estuviera enratonado —hacía
sesenta push ups y otros tantos
abdominales metiendo los pies debajo de la cama, por la tendencia innata a
desarrollar lipa. No soy muy alto y la expansión en horizontal me achataba por
los polos y me abultaba por el ecuador. Sin embargo, no puedo quejarme. Con
esta labia que Yijova me dio compensaba la carencia de atributos físicos. Más
de una se dejó horizontalizar con tanta cotorra. Por algo soy campeón absoluto
de la coba y del camelo. Y, no menos importante, contaba con la inmejorable
contribución de Chancleto, quien nunca me había dejado mal parado.
Pero no todo era titties and beer, como diría Frank Zappa. Me dediqué concienzudamente
a recopilar toda la información disponible tanto sobre nuestra competencia como
acerca de la posibilidad de reclutar clientes inéditos. Con el boom petrolero de años recientes habían
aparecido nuevos negocios en las
diferentes ciudades y nosotros, desafortunadamente, no llevábamos relaciones
con casi ninguno, consecuencia de nuestra política de contentarnos con los que
había reclutado el viejo durante los 40, 50 y 60. Esto tenía que cambiar, me
propuse.
Acuciado por la inquietud, acopié todos
los datos sobre el particular y, cuando lo creí a punto de melcocha, hablé con
el viejo, exponiéndole meticulosamente todo lo que había averiguado,
recalcándole el cúmulo de inmejorables oportunidades que estábamos pasando por
alto. Lo único que respondió fue que esperásemos a José, quien estaba en Ciudad
Bolívar por esos días. Tuve que
explicarle a éste lo mismo a su regreso. La réplica no me sorprendió. “Debemos
esperar a que se clarifique el panorama. El enfriamiento de la economía ha
provocado la quiebra de muchas empresas y la gente no habla sino de comprar
dólares porque se aproxima una devaluación, así que nadie está adquiriendo
nada”. Manifesté, de seguidas, que eso
era impensable, el bolívar seguirá valiendo 4,30 por dólar forever and ever, la gente continuará viajando a Miami a comprar y
ahora era el momento para conquistar nuevos clientes y traer más mercancía de
Hong Kong y Taiwán. José, lógicamente, no estuvo de acuerdo. Muchas personas y
compañías habían quedado en el aire con las quiebras del BTV y del BND, entre
ellos unos cuantos clientes suyos. Además, ya estábamos en los prolegómenos de
las elecciones y todo el mundo se encontraba a la expectativa. Insistí en que
era ahora o nunca; no podíamos permanecer aguardando a que se aclarase la
situación; había incontables oportunidades no solamente para ampliar la
clientela sino también para acometer nuevos negocios en la construcción o
vendiéndole al gobierno. Al respecto, estornudé envanecido, contaba con varios
amigos que me aseguraban poseer los contactos en los ministerios y otros entes
oficiales; podríamos venderles cuanto se nos antojara, al precio que
quisiéramos, eso sí, pagando una comisioncita por aquí, otra comisioncita por
allá. José empezó a mostrar rasgos de ofuscamiento. “Ahí sí es verdad que no
debemos meternos”, increpó con la voz poniéndosele paulatinamente más chillona,
“porque nos devoran vivos esas pirañas que son los buscadores de chances con el
gobierno. Y esa gente tarda Dios y su ayuda para pagar”. Garanticé, sin darle
tiempo a coger aire, que no había de qué preocuparse. El viejo, a todas estas,
ni siquiera movía la cabeza, permitiendo a sus pupilas talmúdicas ir al vaivén
de la discusión. “La gente con la que cuento se ocupa de todo el inside job”, exhalé con inicios de
vehemencia acuñada en el zarandeo cinético de mis regordetas manos. “Lo único
que necesitamos es cash para que las
bisagras se aflojen y penetramos cual Moshe Dayan por el Sinaí. Si no me creen,
fíjense en la multitud de avispados que se ha resuelto por todo lo alto
trajinando al gobierno”. A continuación, nombré a un gentío, de todas las razas
y colores, figurantes todos en la gran kermesse
de la farándula política y económica nacional. “Pero bueno, ¿en qué quedamos?”,
se quejó semiafónicamente José, “¿o son los nuevos clientes o es el gobierno?
Para mí ninguna de las dos opciones es válida”. Salté, como jaguar sediento de
sangre de váquiro tierno, para enmendarle la plana. “Es que eres un pusilánime
y un falto de iniciativa que no vives sino para quejarte”. José se puso como un
basilisco. “¿Qué se puede esperar de un botarate y un fantasioso como tú? Eres
capaz de llevarnos a la ruina en menos de un mes”. Me apresté a sumar puntos
para mi score. “¿Y qué se puede
esperar de ti, un sometido incapaz de decirle a tu entrépita mujer esta boca es
mía...?” El viejo cortó el enfrentamiento con un “¡Ya basta!” sonoro y seco, y
mi hermano y yo nos quedamos callados durante unos segundos largos y
estiradísimos. Moisés Möllerstein se levantó pesadamente de su silla y, cuando
iba a salir, lo conminé a que me diera una respuesta válida a mis inquietudes.
Me miró profunda y detenidamente —con una mezcla de enojo, condescendencia (no
hay nada que me reviente más) y paciencia tribal—, para sentenciar,
abrasivamente: “¡Porrr ahorrrra nos quedamos como estamos!” No me quedó más
remedio que tragar grueso y disimular mis convulsiones aprisionadas.
Con gente así jamás se podrá progresar.
¿Para qué carrizo, entonces, lograron sobrevivir al ghetto de Varsovia? Estábamos todos condenados a medrar tras
barrotes esculpidos con argamasa de restricciones seculares. Para mí no tenía
ningún sentido una vida prefijada, cartabonada y atenazada en embalaje de
calabozos absurdos. Tantos siglos emigrando, huyendo, aguantando pogroms, comiendo mendrugos ázimos tras
barreras invisibles erigidas por ellos mismos, resultando forasteros en todos
los suelos por la manía de querer preservar una manida pureza que —you bet your ass— no conduce a nada.
Todo por creerse elegidos y selectos. Pero, ¿elegidos por quién? ¿En verdad
somos únicos por el hecho de que nos cortan el prepucio? Aparte de tener en
todo momento el glande a la vista no le veo ningún beneficio adicional a ese
ritual, como a ningún otro, de paso sea dicho. No me resultaba, por supuesto,
difícil comprender la verdadera razón del rechazo tajante a mis propuestas. No
era sino la ancestral fobia al roce con el prójimo que no encaja con el
exclusivismo de nuestra raza. Válgame Dios. Ni de casualidad entremezclarnos
directamente con los rústicos goyím
por no contaminarnos con sus hábitos barbáricos e impuros, como atiborrarse de
cochino frito en Yom Kippur.
Podíamos, eso sí, recibir sus dineros en las actividades tradicionales —por no
llamarlas usurarias y propias de virtuosos en el regateo— que nuestra estirpe
se autoasignó. Pero nada que se saliera de lo ortodoxo. Holy shit! ¿Hasta cuándo? ¿Habría que esperar el próximo Holocausto
para darnos cuenta de que esa intencional torpeza y apatía para integrarnos es
lo que provoca el rechazo por doquiera que pasamos? Los gentiles siempre han
sabido que los desdeñamos. Ese ha sido el motivo fundamental de las masacres de
que fuimos objeto en Rusia, Polonia y Alemania, por ejemplo. ¿Por qué no
podemos adaptarnos, mezclarnos e
imbuirnos de igualdad con los demás habitantes del universo? ¿Por qué tengo que
pasar por extranjero en cualquier tierra a la que me dirija?
El haber expresado estas cavilaciones en
voz alta habría sido causa más que suficiente para que me expulsaran de una vez
por todas del seno familiar. El viejo hubiera caído infartado y la vieja habría
negado que su vientre engendró a un herético de semejante calaña. La prudencia
concordó con mi silencio. Pero, god damn
it!, había estado viviendo en Venezuela y en el Norte y mi mundo no se reducía a los confines de un ghetto mental. Me gustaba vivir on the fast track. No me eran ajenas las
energías para hacerlo. El ambiente estaba preñado de conjuros tentadores para
toda clase de negocios. Había dinero en abundancia rondando por ahí. Uno lo que
tenía que hacer era estirar la mano y no vacilar en cogerlo. Sin remilgos.
Después de aquel episodio, era natural
que eludiera adicionales confrontaciones con José. Cada vez que discutía con él
se me profundizaban un tantico más las entradas de la calvicie. Cortando por lo
sano, inventé una reunión de ex condiscípulos en Miami. Le saqué unos greenbacks al viejo —con carácter de
riguroso préstamo, aunque yo tenía la saludable intención de pagárselos el día
del diablo por la mañana— y cogí el primer vuelo de Pan Am, preguntándome por lo bajito qué tal se vería si algún loco,
de esos obstinados de la vida que abundan por ahí, se diera a la tarea de
secuestrar aquel 747 full de
venezolanos coroteros y de cubanos gusanos, para hacerlo aterrizar en La
Habana, y verles a los susodichos la cara de scared shitless ante el gesto de fieras hambrientas de los
milicianos barbudos de Fidel. Chuckle
chuckle...
Busqué a Laureano por los lados de
Miracle Mile, en Coral Gables, y el cachaco veterano, como cosa rara, andaba en
una de partying around. Le pregunté
por la chamba y me dijo que era de mal agüero
ponerse a hablar, en ese momento,
de tales profundidades.
—Por cierto, viejito —me dijo, después
del tercer Jack Daniels on the rocks,
en la terraza de su Pent House—, esta
noche hay una fiestecita en casa de Javier Grimán. Si quieres venir conmigo...
—¿Y ese
quién es? —pregunté, sobándome la panza y pensando, de refilón, en los
kilómetros de jogging que desde hacía
días me estaban haciendo falta.
Laureano hizo gesto de asombro.
— ¿Cómo? ¿No lo conoces? Ese es el veneco
más reputado de estos contornos. Da unas fiestas de la puta madre y es amigo de
todo el mundo.
— ¿Y de cuándo acá esa amistad?
—Es que hemos
hecho varias negociaciones juntos —en eso sonó el beeper que llevaba colgado del cinturón—. Disculpa, viejito. Soy
esclavo de este pito. Voy que quemo y ya regreso.
El
Pent House estaba provisto a todo
trapo. Laureano hasta se gastaba una mucamita, nica o salvatrucha por la pinta.
La muchachita se las traía, con sus nalguitas parecidas a un par de melones
maduros que se le marcaban por debajo del uniforme de algodón.
— ¿El señor desea otra bebida? —me
preguntó, casi inaudiblemente.
—By
all means —respondí.
— ¿Mande? —era evidente que todavía no le
entraba al inglés.
—Ah sí, por favor —clarifiqué.
Me sirvió una porción musical de bourbon y, luego, se inclinó enfrente de
mí para coger unos cubos de hielo en el bucket.
Pude verle las redondas y puntiagudas teticas guindando como plomadas frente a
mis flemáticos ojos de semita renegado. La mano me vibró, aquejada por
mortificaciones de testosterona, queriendo introducirse en el escote. La
mucamita se irguió, sonriéndome con pizcas de timidez perversa y coquetería
campesina. Mi regordeta mano —sonrojada por los arrepentimientos inculcados
durante el Bar Mitzvá de Benjamín
Möllerstein— corrigió el rumbo y se fue en barrena hasta el vaso.
—Gracias, mi linda —dije, con los
colmillos ensalivados.
En ese
momento retornó Laureano.
—This caliche
really knows how to live —murmuré,
admirativo.
— ¿Qué dices? —preguntó Laureano
sentándose, simultáneamente, en el couch
colgante situado justo frente a mí.
—Que ustedes los cachacos son los reyes
del resuelve.
—Y ustedes
los venecos son unos costeños con petrodólares, porque no piensan sino en la
gozadera y en la rumba. Ya te vi clavándole las retinas a la niña, sinvergüenza. Entonces, ¿vienes conmigo esta noche a la
fiesta?
El sarao se desenvolvía en un caserón
tipo colonial español en la salida hacia Key West. Había profusión de toldos al
aire libre y la gente no se daba abasto con el tropel de mesoneros que se
desplazaba ofreciendo toda clase de gambas, langostinos, filetes de rodaballo,
alubias, mejillones y de cuanta lavativa marina se puede comer. Los pebeteros
regurgitaban lengüetazos de luz temblorosa. Se podía escuchar una babilonia de
conversaciones en inglés, francés y hasta japonés, pero predominaba el
castellano en todos los acentos habidos y por haber. Laureano me condujo
directamente hasta un tipo con un bigotazo a lo Burt Reynolds y un aire de
playboy aburrido a lo Porfirio Rubirosa. Me estrechó la mano, con una firmeza
dubitativa y una mirada un tanto esquiva. Su sonrisa era eficiente y pulcra,
como de publicidad de dentífrico.
—Encantado. Javier Grimán.
—Mucho gusto.
Benjamín Möllerstein.
—Pero todo el
mundo lo llama Benny —acotó Laureano.
El tipo me
habló con un seseo gastronómico que parecía traspapelar el rubor casi
artificial de su tez.
— ¿Venezolano también, Benny?
—Sí, de
Caracas —aunque si el viejo hubiera estado ahí me habría obligado a decir “de Eretz Israel”.
—Últimamente
para conozer quién ez quién en Venezuela, y de pazo en toda Latinoamérica, hay
que venir a Miami. Pero que lanze la primera piedra el que nunca haya
manifeztado dezéoz de cambiar nueztro bochinchito y nueztra inzeguridad por
todo ezte paraízo de orden, puntualidad y limpieza. Nuéztroz paízez, amigable
Benny, ze han convertido en el compendio máczimo de la vulgaridad. Fíjenze como todo el que
quiera dizfrutar verdaderamente de la
vida tiene que darze una vuelta por éztos lárez. Miami lo rezume todo, ¿no lez
pareze?
Miré a Laureano de reojo. En nuestra
época de estudiantes en Eley
seguramente nos hubiéramos propuesto jugarle una trastada a un ciudadano de la
condición de nuestro “amigable” Javier. Sin embargo, el cachaco no parecía
prestarle atención alguna, por lo que le seguí la corriente al anfitrión.
—A mí me
parece que New York... —arranqué a decir.
—No, no y no
—me interrumpió Javier Grimán, con énfasis de esquivo danzarín marroquí—. Nueva
York ez para loz znobz, para la gente que pretende zer algo. Aquí no fingímoz
ni aparentámoz reveztir de profundidádez
ni de méritoz intelectuález lo que no preziza de maquillájez. Púraz verdádez
deznúdaz. Zómoz banález y como tal noz moztrámoz. Fíjate, amigable Benny,
cuánta gente conozida, renombrada y zélebre ze dio zita aquí ezta noche. Múchoz
de élloz venídoz no zolamente de Nueva York, zino también de Pariz y Lóndrez.
Quédate aquí, junto a mí, y loz oiraz agradezerme por esta ocazión en que pueden
manifeztarze tal como zon, cada quien a zuz ánchaz. Podraz obzervar, incluzo,
múchaz cáraz famózaz en Carácaz que harán cózaz que ni zoñarían en nueztro
ambiente provinziano. Con ezo, y por favor no te zorpréndaz, obtengo mi
zatizfaczión y mi retribuzión. Que ze mueztren como zon, zin inhibiziónez, con
la dezfachatez de la confianza. Ahora, zi me perdonan, amigáblez Benny y
Laureano, voy a rezibir a algúnoz invitádoz —y se alejó en brazos de una ricura
de catira que vino a requerirlo, no sin antes voltearse para decirme (obviando
al cachaco)— ...pero volverémoz a vérnoz.
—Ese sí que es un verraco de socialite.
Laureano no
exageraba. Paneando la esclerótica por los alrededores podía uno reconocer
desde un archiconocido y aspaventoso ex presidente de Venezuela, pasando por
Miss Puerto Rico, Miss Panamá y Miss Trinidad, hasta dos duquesas españolas con
facciones de cacatúa engripada, una princesa inglesa que parecía aquejada de un
relicario de anorexias y bulimias por lo traqueada que lucía, amén de un
surtido de efebos baladistas recién salidos de portadas de revistas del corazón
(¿por qué será que estos elementos nunca sudan?) y una ancha ralea de buscones,
negociantes, musas impávidas, señoronas empasteladas por gruesos maquillajes y
atildados galanes de otoño. Había de todo, como en Importadora “La Selecta”
C.A.
Estuvimos deambulando de aquí para allá
un buen rato. Intenté entablar conversación con varias preciosuras, pero nunca
faltó algún galán buenmozazo que me hiciera batir en retirada al despojarme de
la atención de la bella senza anima en
cuestión. Definitivamente —y lo digo
con el dolor de mi alma por todo lo que me gustan—, las insoportablemente
bellas muñecas de carne y hueso no son mi target.
Laureano venía y se desaparecía.
—Es que para mí, mayor es el business que el placer this evening.
Ahí mismito
sonó el beeper.
— ¿Ya ves? Ni los matasanos, pues —dijo,
a la par que se colocaba el artilugio cerca del oído. Escuchó el mensaje y se
volvió hacia mí—. Viejito, el deber me llama. Tengo que marcharme a resolver un
par de asuntitos. Si quieres te dejo en mi casa y duermes ahí tranquilamente.
—No
way, dude. Voy a quedarme un ratico más a ver qué capturo.
—De todas maneras veo que le caíste
simpático a Javier Grimán.
No sé si lo
dijo con segundas intenciones. El relamido acento cachaco no deja mucho margen
para el discernimiento.
—Déjate de vainas. Ya yo estoy muy viejo
para estarme engrasando el chaparro...
Laureano soltó la carcajada.
— ¡Este Benny! ¡Siempre con sus procacidades!
Bueno, viejito, see you around —y me
dejó una llave de su Pent House.
Permanecí solo durante un rato,
escrutando el panorama en busca de alguna cara conocida. Era en momentos así en
que Cheryl se me venía a la mente. Cada vez su memoria era más borrosa, pero
siempre estaba ahí, agazapada y sin terminarse de ir por completo. No podía
dejarme paralizar por esa imagen difusa. Un clavo saca a otro clavo. Me
desperecé y me dispuse a rodear la piscina.
Una muchacha delgada y de pelo corto
surgió, al rompe y rasga, de debajo de uno de los toldos acarreando dos copones
rebosantes de margaritas. Estaba hablándole a alguien con rapidez de metralleta
israelí y, al mismo tiempo, iniciaba su desplazamiento. No se daba cuenta de
que mantenía trayectoria de colisión conmigo. Traté de evadirla pero, aunque me
estaba dando la espalda, se movía en cualquier sentido que yo adoptase, en una
especie de muda coreografía tártara. En menos de un segundo me había bañado,
casi de pies a cabeza, con sus cocteles. Una de las sombrillitas que coronaban
los tragos se aprisionó de la manera más inusitada en el ojal de mi solapa
izquierda. Me quedé más tieso que un soldado de terracota chino, no atinando ni
a verla ni a enmendar mi chorreado traje.
Se llevó una mano a la boca, queriéndose
morir de la pena.
—Ay,
disculpe, señor —fue lo único que le oí decir antes de que intentara
aproximarse, su mano derecha extendida con la urgencia de sacudir unos trozos
de fruta adheridos a mi humanidad. Ella estaba del lado de la grama y yo del
sendero empedrado. Ni se fijó que había un pequeño quicio de ladrillos
separándonos y tropezó. Para no perder el equilibrio se apoyó inopinadamente en
mi humanidad. A mi vez, busqué asirme a un tubo que sustentaba un toldo
aledaño. La muchacha estaba sobre mí y el peso de ambos contribuyó a que la
mitad delantera del colorido pabellón se ladeara estrepitosamente, dejando
desguarnecidos a varios sorprendidos convives. Un mesonero que se aproximaba en
esa dirección, por puro instinto, esquivó la miniavalancha que se le venía
encima, pero no pudo impedir el atarantado despegue de la bandeja que traía.
Los tragos surcaron el firmamento. Algunas copas aterrizaron en los tupés
ingrávidos de varias doñitas con aspecto de organizadoras profesionales de tés de
caridad. Pero el grueso del bombardeo se lo llevó el inquieto ex presidente
quien —exhibiendo su celebridad de tipo hiperactivo— eludió tres vasos de
daiquirí y una botella de lambrusco
amabile, sin salvarse de que un par de rodajas de piña le dieran de lleno
en su pecosa y bien disimulada calvicie. Como por reacción en cadena, varios
andantes cayeron en la alberca —algunos de platanazo— y otros se rociaron
encima sus rum punches.
Trastabillé varias veces, sin dejar por
ello de sostener a la muchacha involuntariamente por el talle. Ya una vez
pisando terreno firme, la ayudé a incorporarse. La confusión reinante no me
permitió escoger entre enfurecerme por su descuido o, más bien, echarme a reír
por la expresión de asombro y pena que veía en su cara. Tenía, para colmo, los
anteojos descolgados sobre su perfilada nariz, una pata sobre la oreja y la
otra resbalándole por la mejilla.
— ¿Estás bien? — le pregunté, soltando
púdicamente su cintura.
—Sí, gracias.
Nos
examinamos de soslayo. El rebullicio se había trasladado hacia los predios del
manoteador ex presidente. Sus espalderos
le limpiaban los bagazos del traje mientras él aclaraba que no había motivo de
preocupación. Javier Grimán venía sorteando mesas como una tromba, dando
órdenes con su seseo de castrado catalán. La muchacha y este semita renegado
volvimos a trocar miradas y desplegamos sendas risotadas.
—Lo menos que
puedo hacer es invitarte a otro trago para compensarte por el que te hice
derramar —me atreví a insinuar.
—Vamos,
entonces, antes que se den cuenta que fuimos nosotros los causantes de todo
este lío —accedió, con impecable acento caraqueño.
Nos
encaminamos.
—Allá adentro
buscaré un poquito de soda para desmancharte el flux —propuso.
—No te preocupes. De todas maneras mañana
lo iba a mandar al laundry.
Su cuerpo era
anguloso y firme, según se podía apreciar bajo el conjunto de chaqueta y
pantalón baggies. A pesar de que
siempre había pensado que las mujeres con lentes ostentaban a toda hora gestos
ceñudos, en el caso de ella noté que no era así.
—Oye, no sé
cómo pedirte disculpas por ser tan descuidada...
La
interrumpí.
—Bueno,
siempre hay maneras. ¿Qué te parece si mañana vienes a cenar conmigo a un
restaurantico que conozco en Coconut Grove? Sirven unos mariscos pero lo que
llaman... ¡uao! —garanticé, aplanando el aire con mi mano derecha y recalcando
la interjección con un tumbaíto sabrosón.
Sonrió.
Habíamos llegado al bar y los mozos se apresuraban a despachar las órdenes y a
llenar las bandejas de pasapalos.
—Podría ser —contestó,
con esa dulce indefinición de la que hacen gala las venezolanas cuando quieren
ponerle a uno los ánimos como jockey
esperando partida.
Un flaco alto
y patón, de gruesos bifocales y prominente nuez de Adán, se acercó.
—Te andaba
buscando —le dijo, con cierta voz nasal y aflautadita.
Ella hizo la
introducción formal.
—Te presento
a Arnaldo Rovira, mi novio. Y él es...
—Benny
Möllerstein. Tanto gusto —le tendí la mano.
En eso
irrumpió Javier Grimán, con los humores en mezclote.
— ¡Jezuz, qué
epizodio! Ze noz mojó el prezidente y nadie zabe cómo empezó el zafarrancho —me
observó de arriba a abajo—. Ay, pero zi tú también eztaz emparamado de piez a
cabeza. Parézez un popzicle.
Ella no pudo
reprimir una ligera risa.
— ¿Y tú de qué te ríez, Ornela? No veo lo
graziozo.
—Si te cuento
lloras —le respondió, intercambiando una mirada cómplice conmigo.
—Quien
debería eztar llorando ez el prezidente y ahí eztá, de lo maz tranquilo,
miéntraz loz ezcóltaz creen que ze trata de un atentado fruztrado.
—No creo que
sea para tanto —comentó Arnaldo, el novio.
—Claro que
no. Fue uno de éztoz mezonéroz inéptoz. Pareze que loz hubieran traído de
Carácaz. Y para colmo me rompieron doz tóldoz. ¡Y eze tipo de lona eztampada
eztá difizilízima de conzeguir!
—Háblate con
Carolina Herrera —le sugirió Ornela, mientras agarraba una servilleta, la
empapaba en soda y comenzaba a restregarme suavemente las manchas del saco.
—No, mijita, zi eza zeñora y yo ya no noz
dirigímoz la palabra.
— ¿De cuándo
acá? —preguntó ella— Si ustedes eran como uña y sucio.
—No hablémoz
de ezo. Y vámonoz, maz bien, para allá. Zi me alejo durante mucho tiempo, al
prezidente le da el beriberi.
—Yo mejor me
despido de una vez —dije.
Ella seguía
limpiando mi chaqueta.
—Tenémoz que
volver a vérnoz, amigable Benny —propuso Javier, tornándose enseguida a dictar
instrucciones con respecto al toldo caído.
—Bueno, chao
entonces —le esbocé a Ornela una macilenta sonrisilla no exenta de cierta frustración.
Dejó de
limpiarme. Se volteó y notó que el novio miraba hacia el otro lado del salón,
por donde venía entrando el ex presidente con su séquito, rumbo hacia donde
estaba Javier. Se volvió nuevamente hacia mí, con una cálida media sonrisa.
—Cinco-tres-cinco-diecisiete-cuatro-nueve
—me dijo en un murmullo rápido y eficaz.
Dio media
vuelta, tomó al novio por el antebrazo y lo arrastró hacia el corrillo.
A partir de
aquella noche, la efigie resinosa de Cheryl se fue macerando y desintegrando en
trocitos infinitésimos que patinaban silenciosamente hacia las capilaridades
del desván de la memoria.
It was already time!
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