lunes, 30 de enero de 2017

Noventitantos (V)



Capítulo XXXXX

Todo hubiera salido a pedir de boca  de no haber sido por la fuckin’ intransigencia y la maldita negativa a todo lo que representase cambio, variación, sacudimiento. ¿Qué tiene esta raza, damn it!, para seguir aferrada, después de cuatro mil años, a esa absurda arrogancia de creerse elegidos? Me lo merezco por iluso.
No quisieron, en su infinita testarudez, aceptar ninguna de mis sugerencias. José, incluso, tuvo la desfachatez de echarme en cara, ante la mesa plena de manjares kosher, la supuesta falsedad de mi diploma —si supiera del esfuerzo del cachaco Laureano para elaborarlo con el máximo de realismo—, sacando a relucir, también, el dispendio que significó mi estadía en Eley, mientras él se quemaba el pecho con el viejo, procurando ahorrar en previsión del mañana —aprovechando para citar la fábula de la cigarra y la hormiga, su favorita—. Ni corto ni perezoso, le respondí de inmediato que, simple y llanamente, él no pasaba de ser un obtuso sin iniciativa propia. El viejo arrojó el kipá sobre el mantel y masculló —en un papiamento de yídisch, ruso y venezolanadas— su inconformidad y molestia por la desavenencia entre sus dos hijos. “¿Porrrr qué no podíamos”, exclamó, “tolerrrrarrrnos el uno al otrrro?” La vieja, por su parte, insistió que la ocasión no era la más conveniente para dilucidar problemas mundanos y de ganapán. Que siempre deberíamos tener presente el ejemplo de Sarah, nuestra hermana, que había abandonado todo y ahora vivía en un kíbutz, trabajando arduamente con sus manos para hacer brotar de la tierra inhóspita de nuestros ancestros los frutos duramente logrados. Que los goyim no serían quienes nos ayudarían porque pertenecían al mundo de lo ajeno y de lo impuro. ¡Y yo ni siquiera los había mencionado! Mas ya tenía establecido que José continuaría, sin desmayar, con su discreta y artera labor de zapa. No me quedó más recurso que levantarme e irme, dejando atrás cierto aire de tedio ante la enésima repetición de la misma cantaleta. Los viejos, en su disgusto, no se atrevieron a levantar la vista del plato.
Es increíble la manera como la gente tiende a enredarse en sus propias madejas. Por todo causan complicaciones inverosímiles. Crean convencionalismos de la nada; en principio, con la sana intención de invocar las abstrusas cábalas que modifiquen el probable infortunio o afiancen la anhelada dicha, y luego con la absurda pretensión de regular las actividades nimias de la supervivencia. Y hasta ahí llega su utilidad porque, a medida que los conglomerados se tornan más y más complejos, los convencionalismos y las cortapisas se transforman en yugos y garrotes viles, en paredones de fusilamiento moral y en cárceles que encierran, ahogan, aplastan y sepultan a las mismas gentes que los inventan y a todo aquel que se atreva a tener un criterio un tanto heterodoxo. El problema es que el mundo prosaico goza autolimitándose. Lo disfrutan a plenitud. No son sino una partida de masoquistas atávicos. Screw the rules and regulations! Para todo existe un reglamento, un ceremonial y una liturgia. El más absurdo de todos es el que impone a esta raza ungida del Señor no mezclar nuestra sangre ni nuestra semilla con los, así llamados, gentiles. Eso fue lo primero que me recalcaron cuando me fui al Norte. Menos mal que no se enteraron de que Cheryl era una WASP de Tulsa, Oklahoma, porque si no me hubieran execrado.
¡Cómo me costó olvidarla! Tuve que poner un buen pedazo de continente de por medio y unos cuantos meses para lograrlo. Estuve, lo confieso, tentado de volver a Eley a buscarla las cuatro o cinco veces que viajé a Miami. Fue con gran esfuerzo de mi parte que evité hacerlo. El antídoto lo constituyó el atiborramiento de trabajo y la compañía de unas cuantas chicuelas vagabundillas.
Para excusar lo intempestivo de mi llegada, conté que sentía una gran nostalgia por la familia,  que me daba grima pensar en la salud del viejo y que no aguantaba la idea de mi lejanía en momentos en que se me necesitaba. Moisés Möllerstein, mi padre —el susodicho—, fundador-propietario de Importadora “La Selecta” C.A., se manifestó complacido por la vuelta de su hijo pródigo y lo designó, de un plumazo, gerente administrativo. Confiaba, reveló arrastrando las erres en la mescolanza de hasta cuatro lenguas que utilizaba en el seno familiar, en que, dentro de poco, podría descargar todas sus tareas en manos de sus dos vástagos. A los quince días me llegó, vía courier, el diploma elaborado —con destrezas de falsificador cinematográfico— por el veteranísimo Laureano, acompañado de una larga carta donde me explicaba que se mudaba para Tampa aprovechando una oferta de trabajo con unos paisanos y anexaba su nueva dirección y teléfono. Mostré el diploma con orgullo a los viejos y lo colgué en la oficina que me asignó el bueno para nada de José en la sede de la empresa, muy  cerca de la avenida Fuerzas Armadas, al fondo del depósito atestado por más de treinta años de acopio de mercancías. El cubículo tenía las paredes manchadas por las filtraciones, la alfombra disparaba partículas de polvo al pisarla y el trotar de los roedores se dejaba oír  por encima de las láminas de yeso del techo raso. Para complementar la panorámica, el aire acondicionado hacía añísimos que no recibía mantenimiento y el sol de las tardes, que me pegaba frontalmente, me ponía a sudar con la profusión obligada y esperada de los descendientes de Abraham. “Es provisional”, me aseguró mi hermano mayor. “Cuando las ventas se recuperen acomodamos el piso de arriba con tabiques y te mudas”. Me fui de sucker y se lo creí.
Llegué a pensar que una nueva era se abría ante mí. Rompí las fotos de Cheryl y me dediqué al trabajo con ahínco. Revisé los procedimientos y comencé a generar propuestas para optimizarlos. Le hablé al viejo y a José de la necesidad de automatizar la contabilidad, la facturación, el control de los inventarios, los registros de clientes y proveedores, etc. Matizaba mis peroratas con los términos en boga de la ciencia administrativa. Se hacía imperativo el abrirle a nuestros clientes sus respectivos expedientes, como se estilaba en las grandes corporaciones, solicitándoles sus registros de comercio, referencias comerciales y bancarias, balances, estados de ganancias y pérdidas. La memoria del viejo ya no era suficiente para retener tantos datos, ni aun al unísono con la de José. Cada factura debía ser emitida con su correspondiente letra de cambio. Era necesario contratar agentes viajeros y asignarles zonas de trabajo exclusivas, en vez de estarnos desplazando nosotros por toda Venezuela. “Está bien”, me dijo el viejo —y José consentía por lo bajito y desganado—, “perrrro mientrrrrras se rrrrecuperrrran las ventas seguimos trrrrabajando como hasta ahorrrrra”. Santa palabra. En ese plan me tuvieron un largo tiempo.
No tardó mucho en que se me planteara la necesidad de visitar yo también a la clientela. “Hay que descarrrgarrrrle ocupaciones a José”. En la sempiterna búsqueda de reducción de costos, salía en mi propio carro —menos mal que era un LTD recién sacado de agencia—. Acompañado por un pesado y grueso muestrario, cogía la ruta de Valencia, Barquisimeto, Trujillo, Valera, Mérida, San Cristóbal y puntos circundantes, deteniéndome en las ferreterías y quincallas que siempre nos habían comprado. Les vendía una amplia gama de menudencias: desde nylon importado de Taiwán, pasando por navajas, tijeras, bombas de achique, limas, seguetas, machetes, aperos, cuerdas para guitarra, balones de cualquier deporte, candados, cavas, termos, carpas, cordeles y todo tipo de herramientas, hasta llegar a los implementos de cocina, aparejos de pesca, bidones, taturos y piedra pómez para rasparse los callos y los juanetes de los pies. No puedo negarlo, lo llevaba en la sangre. Era un singular vendetutti, hablachento y petulante. Lo único que me faltaba era dármelas de “consíguemeto’eso”, o como dicen los gringos,  you name it, I’ve got it. A los insatisfechos consuetudinarios los desarmaba con el viejo estribillo: satisfaction guaranteed or your money back. En pocos meses ya poseía un repertorio de frases consabidas que podía recitar automáticamente con acentos guaro, gocho —en sus tres modalidades: trujillano, merideño y tachirense—, maracucho, llanero y oriental. Lo único que me faltaba era convencer a mis compradores de echarse palos conmigo, pero lo tenía expresamente prohibido por el viejo —no recuerdo cuál versículo de la Torá era pertinente con respecto a la caña y el comercio— y, por añadidura, todos ya tenían unos cuantos almanaques encima por lo que —me imagino— se mantenían el hígado tonificado con sus buenas dosis de Litrisón.
Lo malo de la viajadera era la soledad y el anonimato homogéneo de los hoteles. Llega un momento en que  todos te parecen idénticos —de hecho lo son—. A José, que tenía asignada la zona de Oriente y Guayana, le encantaba un cuchitril. De ahí, entonces, que su cuenta de gastos era reducidísima, por no hablar de su inveterado monocuquismo. Le era fiel —como Rin Tin Tin al pequeño cabo Rusty— a la narizona Ruth Gouldberg, su esposa desde hacía casi diez años, una inflexible adicta a todo lo que oliera a sobaquina de rabino y sahumerios de sinagoga. Gracias a Yijova que resultó estéril porque ningún hijo se hubiera calado a semejante ladilla de madre. Yo, por mi parte, me hospedaba en los mejores hoteles y me dedicaba a hacerles ojitos a las hijas de los ferreteros y quincalleros. Hubo algunas —las más gálfaras— que picaron el anzuelo y fueron pasadas— ¡albricias, Chancleto! —por las armas circundadas  A todas les contaba las aventuras que se me venían a la cabeza sobre mis andanzas en Los Ángeles, Las Vegas y Tijuana. Debo considerar que tuve suerte porque mi figura no es la de un Apolo. Aún no frisaba los treinta y  ya tenía un par de entradas profundas en la frente, indicios de cierta calvicie heredada de Moisés Möllerstein, del padre de éste y de quién sabe cuántos más hasta la estirpe del profeta Ezequiel. Procuraba disimular mi nariz ganchuda con un bigotón chorreado. Todas las mañanas —siempre y cuando no estuviera enratonado —hacía sesenta push ups y otros tantos abdominales metiendo los pies debajo de la cama, por la tendencia innata a desarrollar lipa. No soy muy alto y la expansión en horizontal me achataba por los polos y me abultaba por el ecuador. Sin embargo, no puedo quejarme. Con esta labia que Yijova me dio compensaba la carencia de atributos físicos. Más de una se dejó horizontalizar con tanta cotorra. Por algo soy campeón absoluto de la coba y del camelo. Y, no menos importante, contaba con la inmejorable contribución de Chancleto, quien nunca me había dejado mal parado.
Pero no todo era titties and beer, como diría Frank Zappa. Me dediqué concienzudamente a recopilar toda la información disponible tanto sobre nuestra competencia como acerca de la posibilidad de reclutar clientes inéditos. Con el boom petrolero de años recientes habían aparecido nuevos negocios en  las diferentes ciudades y nosotros, desafortunadamente, no llevábamos relaciones con casi ninguno, consecuencia de nuestra política de contentarnos con los que había reclutado el viejo durante los 40, 50 y 60. Esto tenía que cambiar, me propuse.
Acuciado por la inquietud, acopié todos los datos sobre el particular y, cuando lo creí a punto de melcocha, hablé con el viejo, exponiéndole meticulosamente todo lo que había averiguado, recalcándole el cúmulo de inmejorables oportunidades que estábamos pasando por alto. Lo único que respondió fue que esperásemos a José, quien estaba en Ciudad Bolívar por esos días.  Tuve que explicarle a éste lo mismo a su regreso. La réplica no me sorprendió. “Debemos esperar a que se clarifique el panorama. El enfriamiento de la economía ha provocado la quiebra de muchas empresas y la gente no habla sino de comprar dólares porque se aproxima una devaluación, así que nadie está adquiriendo nada”.  Manifesté, de seguidas, que eso era impensable, el bolívar seguirá valiendo 4,30 por dólar forever and ever, la gente continuará viajando a Miami a comprar y ahora era el momento para conquistar nuevos clientes y traer más mercancía de Hong Kong y Taiwán. José, lógicamente, no estuvo de acuerdo. Muchas personas y compañías habían quedado en el aire con las quiebras del BTV y del BND, entre ellos unos cuantos clientes suyos. Además, ya estábamos en los prolegómenos de las elecciones y todo el mundo se encontraba a la expectativa. Insistí en que era ahora o nunca; no podíamos permanecer aguardando a que se aclarase la situación; había incontables oportunidades no solamente para ampliar la clientela sino también para acometer nuevos negocios en la construcción o vendiéndole al gobierno. Al respecto, estornudé envanecido, contaba con varios amigos que me aseguraban poseer los contactos en los ministerios y otros entes oficiales; podríamos venderles cuanto se nos antojara, al precio que quisiéramos, eso sí, pagando una comisioncita por aquí, otra comisioncita por allá. José empezó a mostrar rasgos de ofuscamiento. “Ahí sí es verdad que no debemos meternos”, increpó con la voz poniéndosele paulatinamente más chillona, “porque nos devoran vivos esas pirañas que son los buscadores de chances con el gobierno. Y esa gente tarda Dios y su ayuda para pagar”. Garanticé, sin darle tiempo a coger aire, que no había de qué preocuparse. El viejo, a todas estas, ni siquiera movía la cabeza, permitiendo a sus pupilas talmúdicas ir al vaivén de la discusión. “La gente con la que cuento se ocupa de todo el inside job”, exhalé con inicios de vehemencia acuñada en el zarandeo cinético de mis regordetas manos. “Lo único que necesitamos es cash para que las bisagras se aflojen y penetramos cual Moshe Dayan por el Sinaí. Si no me creen, fíjense en la multitud de avispados que se ha resuelto por todo lo alto trajinando al gobierno”. A continuación, nombré a un gentío, de todas las razas y colores, figurantes todos en la gran kermesse de la farándula política y económica nacional. “Pero bueno, ¿en qué quedamos?”, se quejó semiafónicamente José, “¿o son los nuevos clientes o es el gobierno? Para mí ninguna de las dos opciones es válida”. Salté, como jaguar sediento de sangre de váquiro tierno, para enmendarle la plana. “Es que eres un pusilánime y un falto de iniciativa que no vives sino para quejarte”. José se puso como un basilisco. “¿Qué se puede esperar de un botarate y un fantasioso como tú? Eres capaz de llevarnos a la ruina en menos de un mes”. Me apresté a sumar puntos para mi score. “¿Y qué se puede esperar de ti, un sometido incapaz de decirle a tu entrépita mujer esta boca es mía...?” El viejo cortó el enfrentamiento con un “¡Ya basta!” sonoro y seco, y mi hermano y yo nos quedamos callados durante unos segundos largos y estiradísimos. Moisés Möllerstein se levantó pesadamente de su silla y, cuando iba a salir, lo conminé a que me diera una respuesta válida a mis inquietudes. Me miró profunda y detenidamente —con una mezcla de enojo, condescendencia (no hay nada que me reviente más) y paciencia tribal—, para sentenciar, abrasivamente: “¡Porrr ahorrrra nos quedamos como estamos!” No me quedó más remedio que tragar grueso y disimular mis convulsiones aprisionadas.
Con gente así jamás se podrá progresar. ¿Para qué carrizo, entonces, lograron sobrevivir al ghetto de Varsovia? Estábamos todos condenados a medrar tras barrotes esculpidos con argamasa de restricciones seculares. Para mí no tenía ningún sentido una vida prefijada, cartabonada y atenazada en embalaje de calabozos absurdos. Tantos siglos emigrando, huyendo, aguantando pogroms, comiendo mendrugos ázimos tras barreras invisibles erigidas por ellos mismos, resultando forasteros en todos los suelos por la manía de querer preservar una manida pureza que —you bet your ass— no conduce a nada. Todo por creerse elegidos y selectos. Pero, ¿elegidos por quién? ¿En verdad somos únicos por el hecho de que nos cortan el prepucio? Aparte de tener en todo momento el glande a la vista no le veo ningún beneficio adicional a ese ritual, como a ningún otro, de paso sea dicho. No me resultaba, por supuesto, difícil comprender la verdadera razón del rechazo tajante a mis propuestas. No era sino la ancestral fobia al roce con el prójimo que no encaja con el exclusivismo de nuestra raza. Válgame Dios. Ni de casualidad entremezclarnos directamente con los rústicos goyím por no contaminarnos con sus hábitos barbáricos e impuros, como atiborrarse de cochino frito en Yom Kippur. Podíamos, eso sí, recibir sus dineros en las actividades tradicionales —por no llamarlas usurarias y propias de virtuosos en el regateo— que nuestra estirpe se autoasignó. Pero nada que se saliera de lo ortodoxo. Holy shit! ¿Hasta cuándo? ¿Habría que esperar el próximo Holocausto para darnos cuenta de que esa intencional torpeza y apatía para integrarnos es lo que provoca el rechazo por doquiera que pasamos? Los gentiles siempre han sabido que los desdeñamos. Ese ha sido el motivo fundamental de las masacres de que fuimos objeto en Rusia, Polonia y Alemania, por ejemplo. ¿Por qué no podemos adaptarnos,  mezclarnos e imbuirnos de igualdad con los demás habitantes del universo? ¿Por qué tengo que pasar por extranjero en cualquier tierra a la que me dirija?
El haber expresado estas cavilaciones en voz alta habría sido causa más que suficiente para que me expulsaran de una vez por todas del seno familiar. El viejo hubiera caído infartado y la vieja habría negado que su vientre engendró a un herético de semejante calaña. La prudencia concordó con mi silencio. Pero, god damn it!, había estado viviendo en Venezuela y en el Norte y mi mundo  no se reducía a los confines de un ghetto mental. Me gustaba vivir on the fast track. No me eran ajenas las energías para hacerlo. El ambiente estaba preñado de conjuros tentadores para toda clase de negocios. Había dinero en abundancia rondando por ahí. Uno lo que tenía que hacer era estirar la mano y no vacilar en cogerlo. Sin remilgos.
Después de aquel episodio, era natural que eludiera adicionales confrontaciones con José. Cada vez que discutía con él se me profundizaban un tantico más las entradas de la calvicie. Cortando por lo sano, inventé una reunión de ex condiscípulos en Miami. Le saqué unos greenbacks al viejo —con carácter de riguroso préstamo, aunque yo tenía la saludable intención de pagárselos el día del diablo por la mañana— y cogí el primer vuelo de Pan Am, preguntándome  por lo bajito qué tal se vería si algún loco, de esos obstinados de la vida que abundan por ahí, se diera a la tarea de secuestrar aquel 747 full de venezolanos coroteros y de cubanos gusanos, para hacerlo aterrizar en La Habana, y verles a los susodichos la cara de scared shitless ante el gesto de fieras hambrientas de los milicianos barbudos de Fidel. Chuckle chuckle...
Busqué a Laureano por los lados de Miracle Mile, en Coral Gables, y el cachaco veterano, como cosa rara, andaba en una de partying around. Le pregunté por la chamba y me dijo que era de mal agüero  ponerse a hablar, en ese  momento, de tales profundidades.
—Por cierto, viejito —me dijo, después del tercer Jack Daniels on the rocks, en la terraza de su Pent House—, esta noche hay una fiestecita en casa de Javier Grimán. Si quieres venir conmigo...
        —¿Y ese quién es? —pregunté, sobándome la panza y pensando, de refilón, en los kilómetros de jogging que desde hacía días me estaban haciendo falta.
Laureano hizo gesto de asombro.
— ¿Cómo? ¿No lo conoces? Ese es el veneco más reputado de estos contornos. Da unas fiestas de la puta madre y es amigo de todo el mundo.
— ¿Y de cuándo acá esa amistad?
        —Es que hemos hecho varias negociaciones juntos —en eso sonó el beeper que llevaba colgado del cinturón—. Disculpa, viejito. Soy esclavo de este pito. Voy que quemo y ya regreso.
                        El Pent House estaba provisto a todo trapo. Laureano hasta se gastaba una mucamita, nica o salvatrucha por la pinta. La muchachita se las traía, con sus nalguitas parecidas a un par de melones maduros que se le marcaban por debajo del uniforme de algodón.
— ¿El señor desea otra bebida? —me preguntó, casi inaudiblemente.
By all means —respondí.
— ¿Mande? —era evidente que todavía no le entraba al inglés.
—Ah sí, por favor —clarifiqué.
Me sirvió una porción musical de bourbon y, luego, se inclinó enfrente de mí para coger unos cubos de hielo en el bucket. Pude verle las redondas y puntiagudas teticas guindando como plomadas frente a mis flemáticos ojos de semita renegado. La mano me vibró, aquejada por mortificaciones de testosterona, queriendo introducirse en el escote. La mucamita se irguió, sonriéndome con pizcas de timidez perversa y coquetería campesina. Mi regordeta mano —sonrojada por los arrepentimientos inculcados durante el Bar Mitzvá de Benjamín Möllerstein— corrigió el rumbo y se fue en barrena hasta el vaso.
—Gracias, mi linda —dije, con los colmillos ensalivados.
        En ese momento retornó Laureano.
        This caliche really knows how to live —murmuré, admirativo.
— ¿Qué dices? —preguntó Laureano sentándose, simultáneamente, en el couch colgante situado justo frente a mí.
—Que ustedes los cachacos son los reyes del resuelve.
        —Y ustedes los venecos son unos costeños con petrodólares, porque no piensan sino en la gozadera y en la rumba. Ya te vi clavándole las retinas a la niña, sinvergüenza. Entonces, ¿vienes conmigo esta noche a la fiesta?
El sarao se desenvolvía en un caserón tipo colonial español en la salida hacia Key West. Había profusión de toldos al aire libre y la gente no se daba abasto con el tropel de mesoneros que se desplazaba ofreciendo toda clase de gambas, langostinos, filetes de rodaballo, alubias, mejillones y de cuanta lavativa marina se puede comer. Los pebeteros regurgitaban lengüetazos de luz temblorosa. Se podía escuchar una babilonia de conversaciones en inglés, francés y hasta japonés, pero predominaba el castellano en todos los acentos habidos y por haber. Laureano me condujo directamente hasta un tipo con un bigotazo a lo Burt Reynolds y un aire de playboy aburrido a lo Porfirio Rubirosa. Me estrechó la mano, con una firmeza dubitativa y una mirada un tanto esquiva. Su sonrisa era eficiente y pulcra, como de publicidad de dentífrico.
—Encantado. Javier Grimán.
        —Mucho gusto. Benjamín Möllerstein.
        —Pero todo el mundo lo llama Benny —acotó Laureano.
        El tipo me habló con un seseo gastronómico que parecía traspapelar el rubor casi artificial de su tez.
— ¿Venezolano también, Benny?
        —Sí, de Caracas —aunque si el viejo hubiera estado ahí me habría obligado a decir “de Eretz Israel”.
        —Últimamente para conozer quién ez quién en Venezuela, y de pazo en toda Latinoamérica, hay que venir a Miami. Pero que lanze la primera piedra el que nunca haya manifeztado dezéoz de cambiar nueztro bochinchito y nueztra inzeguridad por todo ezte paraízo de orden, puntualidad y limpieza. Nuéztroz paízez, amigable Benny, ze han convertido en el compendio máczimo  de la vulgaridad. Fíjenze como todo el que quiera dizfrutar verdaderamente  de la vida tiene que darze una vuelta por éztos lárez. Miami lo rezume todo, ¿no lez pareze?
Miré a Laureano de reojo. En nuestra época de estudiantes en Eley seguramente nos hubiéramos propuesto jugarle una trastada a un ciudadano de la condición de nuestro “amigable” Javier. Sin embargo, el cachaco no parecía prestarle atención alguna, por lo que le seguí la corriente al anfitrión.
        —A mí me parece que New York... —arranqué a decir.
        —No, no y no —me interrumpió Javier Grimán, con énfasis de esquivo danzarín marroquí—. Nueva York ez para loz znobz, para la gente que pretende zer algo. Aquí no fingímoz ni aparentámoz  reveztir de profundidádez ni de méritoz intelectuález lo que no preziza de maquillájez. Púraz verdádez deznúdaz. Zómoz banález y como tal noz moztrámoz. Fíjate, amigable Benny, cuánta gente conozida, renombrada y zélebre ze dio zita aquí ezta noche. Múchoz de élloz venídoz no zolamente de Nueva York, zino también de Pariz y Lóndrez. Quédate aquí, junto a mí, y loz oiraz agradezerme por esta ocazión en que pueden manifeztarze tal como zon, cada quien a zuz ánchaz. Podraz obzervar, incluzo, múchaz cáraz famózaz en Carácaz que harán cózaz que ni zoñarían en nueztro ambiente provinziano. Con ezo, y por favor no te zorpréndaz, obtengo mi zatizfaczión y mi retribuzión. Que ze mueztren como zon, zin inhibiziónez, con la dezfachatez de la confianza. Ahora, zi me perdonan, amigáblez Benny y Laureano, voy a rezibir a algúnoz invitádoz —y se alejó en brazos de una ricura de catira que vino a requerirlo, no sin antes voltearse para decirme (obviando al cachaco)— ...pero volverémoz a vérnoz.
—Ese sí que es un verraco de socialite.
        Laureano no exageraba. Paneando la esclerótica por los alrededores podía uno reconocer desde un archiconocido y aspaventoso ex presidente de Venezuela, pasando por Miss Puerto Rico, Miss Panamá y Miss Trinidad, hasta dos duquesas españolas con facciones de cacatúa engripada, una princesa inglesa que parecía aquejada de un relicario de anorexias y bulimias por lo traqueada que lucía, amén de un surtido de efebos baladistas recién salidos de portadas de revistas del corazón (¿por qué será que estos elementos nunca sudan?) y una ancha ralea de buscones, negociantes, musas impávidas, señoronas empasteladas por gruesos maquillajes y atildados galanes de otoño. Había de todo, como en Importadora “La Selecta” C.A.
Estuvimos deambulando de aquí para allá un buen rato. Intenté entablar conversación con varias preciosuras, pero nunca faltó algún galán buenmozazo que me hiciera batir en retirada al despojarme de la atención de la bella senza anima en cuestión. Definitivamente —y lo digo con el dolor de mi alma por todo lo que me gustan—, las insoportablemente bellas muñecas de carne y hueso no son mi target.
Laureano venía y se desaparecía.
—Es que para mí, mayor es el business que el placer this evening.
        Ahí mismito sonó el beeper.
— ¿Ya ves? Ni los matasanos, pues —dijo, a la par que se colocaba el artilugio cerca del oído. Escuchó el mensaje y se volvió hacia mí—. Viejito, el deber me llama. Tengo que marcharme a resolver un par de asuntitos. Si quieres te dejo en mi casa y duermes ahí tranquilamente.
No way, dude. Voy a quedarme un ratico más a ver qué capturo.
—De todas maneras veo que le caíste simpático a Javier Grimán.
        No sé si lo dijo con segundas intenciones. El relamido acento cachaco no deja mucho margen para el discernimiento.
—Déjate de vainas. Ya yo estoy muy viejo para estarme engrasando el chaparro...
Laureano soltó la carcajada.
— ¡Este Benny! ¡Siempre con sus procacidades! Bueno, viejito, see you around —y me dejó una llave de su Pent House.
Permanecí solo durante un rato, escrutando el panorama en busca de alguna cara conocida. Era en momentos así en que Cheryl se me venía a la mente. Cada vez su memoria era más borrosa, pero siempre estaba ahí, agazapada y sin terminarse de ir por completo. No podía dejarme paralizar por esa imagen difusa. Un clavo saca a otro clavo. Me desperecé y me dispuse a rodear la piscina.
Una muchacha delgada y de pelo corto surgió, al rompe y rasga, de debajo de uno de los toldos acarreando dos copones rebosantes de margaritas. Estaba hablándole a alguien con rapidez de metralleta israelí y, al mismo tiempo, iniciaba su desplazamiento. No se daba cuenta de que mantenía trayectoria de colisión conmigo. Traté de evadirla pero, aunque me estaba dando la espalda, se movía en cualquier sentido que yo adoptase, en una especie de muda coreografía tártara. En menos de un segundo me había bañado, casi de pies a cabeza, con sus cocteles. Una de las sombrillitas que coronaban los tragos se aprisionó de la manera más inusitada en el ojal de mi solapa izquierda. Me quedé más tieso que un soldado de terracota chino, no atinando ni a verla ni a enmendar mi chorreado traje.
Se llevó una mano a la boca, queriéndose morir de la pena.
        —Ay, disculpe, señor —fue lo único que le oí decir antes de que intentara aproximarse, su mano derecha extendida con la urgencia de sacudir unos trozos de fruta adheridos a mi humanidad. Ella estaba del lado de la grama y yo del sendero empedrado. Ni se fijó que había un pequeño quicio de ladrillos separándonos y tropezó. Para no perder el equilibrio se apoyó inopinadamente en mi humanidad. A mi vez, busqué asirme a un tubo que sustentaba un toldo aledaño. La muchacha estaba sobre mí y el peso de ambos contribuyó a que la mitad delantera del colorido pabellón se ladeara estrepitosamente, dejando desguarnecidos a varios sorprendidos convives. Un mesonero que se aproximaba en esa dirección, por puro instinto, esquivó la miniavalancha que se le venía encima, pero no pudo impedir el atarantado despegue de la bandeja que traía. Los tragos surcaron el firmamento. Algunas copas aterrizaron en los tupés ingrávidos de varias doñitas con aspecto de organizadoras profesionales de tés de caridad. Pero el grueso del bombardeo se lo llevó el inquieto ex presidente quien —exhibiendo su celebridad de tipo hiperactivo— eludió tres vasos de daiquirí y una botella de lambrusco amabile, sin salvarse de que un par de rodajas de piña le dieran de lleno en su pecosa y bien disimulada calvicie. Como por reacción en cadena, varios andantes cayeron en la alberca —algunos de platanazo— y otros se rociaron encima sus rum punches.
Trastabillé varias veces, sin dejar por ello de sostener a la muchacha involuntariamente por el talle. Ya una vez pisando terreno firme, la ayudé a incorporarse. La confusión reinante no me permitió escoger entre enfurecerme por su descuido o, más bien, echarme a reír por la expresión de asombro y pena que veía en su cara. Tenía, para colmo, los anteojos descolgados sobre su perfilada nariz, una pata sobre la oreja y la otra resbalándole por la mejilla.
— ¿Estás bien? — le pregunté, soltando púdicamente su cintura.
        —Sí, gracias.
        Nos examinamos de soslayo. El rebullicio se había trasladado hacia los predios del manoteador ex presidente. Sus espalderos  le limpiaban los bagazos del traje mientras  él aclaraba que no había motivo de preocupación. Javier Grimán venía sorteando mesas como una tromba, dando órdenes con su seseo de castrado catalán. La muchacha y este semita renegado volvimos a trocar miradas y desplegamos sendas risotadas.
        —Lo menos que puedo hacer es invitarte a otro trago para compensarte por el que te hice derramar —me atreví a insinuar.
        —Vamos, entonces, antes que se den cuenta que fuimos nosotros los causantes de todo este lío —accedió, con impecable acento caraqueño.
        Nos encaminamos.
        —Allá adentro buscaré un poquito de soda para desmancharte el flux —propuso.
—No te preocupes. De todas maneras mañana lo iba a mandar al laundry.
        Su cuerpo era anguloso y firme, según se podía apreciar bajo el conjunto de chaqueta y pantalón baggies. A pesar de que siempre había pensado que las mujeres con lentes ostentaban a toda hora gestos ceñudos, en el caso de ella noté que no era así.
        —Oye, no sé cómo pedirte disculpas por ser tan descuidada...
        La interrumpí.
        —Bueno, siempre hay maneras. ¿Qué te parece si mañana vienes a cenar conmigo a un restaurantico que conozco en Coconut Grove? Sirven unos mariscos pero lo que llaman... ¡uao! —garanticé, aplanando el aire con mi mano derecha y recalcando la interjección con un tumbaíto sabrosón.
        Sonrió. Habíamos llegado al bar y los mozos se apresuraban a despachar las órdenes y a llenar las bandejas de pasapalos.
        —Podría ser —contestó, con esa dulce indefinición de la que hacen gala las venezolanas cuando quieren ponerle a uno los ánimos como jockey esperando partida.
        Un flaco alto y patón, de gruesos bifocales y prominente nuez de Adán, se acercó.
        —Te andaba buscando —le dijo, con cierta voz nasal y aflautadita.
        Ella hizo la introducción formal.
        —Te presento a Arnaldo Rovira, mi novio. Y él es...
        —Benny Möllerstein. Tanto gusto —le tendí la mano.
        En eso irrumpió Javier Grimán, con los humores en mezclote.
        — ¡Jezuz, qué epizodio! Ze noz mojó el prezidente y nadie zabe cómo empezó el zafarrancho —me observó de arriba a abajo—. Ay, pero zi tú también eztaz emparamado de piez a cabeza. Parézez un popzicle.
        Ella no pudo reprimir una ligera risa.
— ¿Y tú de qué te ríez, Ornela? No veo lo graziozo.
        —Si te cuento lloras —le respondió, intercambiando una mirada cómplice conmigo.
        —Quien debería eztar llorando ez el prezidente y ahí eztá, de lo maz tranquilo, miéntraz loz ezcóltaz creen que ze trata de un atentado fruztrado.
        —No creo que sea para tanto —comentó Arnaldo, el novio.
        —Claro que no. Fue uno de éztoz mezonéroz inéptoz. Pareze que loz hubieran traído de Carácaz. Y para colmo me rompieron doz tóldoz. ¡Y eze tipo de lona eztampada eztá difizilízima de conzeguir!
        —Háblate con Carolina Herrera —le sugirió Ornela, mientras agarraba una servilleta, la empapaba en soda y comenzaba a restregarme suavemente las manchas del saco.
—No, mijita, zi eza zeñora y yo ya no noz dirigímoz la palabra.
        — ¿De cuándo acá? —preguntó ella— Si ustedes eran como uña y sucio.
        —No hablémoz de ezo. Y vámonoz, maz bien, para allá. Zi me alejo durante mucho tiempo, al prezidente le da el beriberi.
        —Yo mejor me despido de una vez —dije.
        Ella seguía limpiando mi chaqueta.
        —Tenémoz que volver a vérnoz, amigable Benny —propuso Javier, tornándose enseguida a dictar instrucciones con respecto al toldo caído.
        —Bueno, chao entonces —le esbocé a Ornela una macilenta sonrisilla no exenta de cierta frustración.
        Dejó de limpiarme. Se volteó y notó que el novio miraba hacia el otro lado del salón, por donde venía entrando el ex presidente con su séquito, rumbo hacia donde estaba Javier. Se volvió nuevamente hacia mí, con una cálida media sonrisa.
—Cinco-tres-cinco-diecisiete-cuatro-nueve —me dijo en un murmullo rápido y eficaz.
        Dio media vuelta, tomó al novio por el antebrazo y lo arrastró hacia el corrillo.
        A partir de aquella noche, la efigie resinosa de Cheryl se fue macerando y desintegrando en trocitos infinitésimos que patinaban silenciosamente hacia las capilaridades del desván de la memoria.
        It was already time!

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