sábado, 4 de febrero de 2017

Noventitantos (VII)


Capítulo HH

¿Quién definió el amor como la penitencia fortuita de las palabras y los gestos? Ha debido ser, sin duda, algún lóbrego Van Gogh de la escritura, algún ser maldito enredado en telarañas terrosas. Porque no hay nada más liberador que el amor.
        Al nacer Pedro Pablo se soltaron las amarras de mi dicha. Ese pedacito de carne sonrosada, de frágiles huesos, de mirada entrecerrada y vacilante, de cabeza moteada de hebras semejantes a oleajes plasmados en lienzos sumergidos, ese diminuto hombre escapado de mi vientre se convirtió en el eje vertiginoso de mi existencia. Todo el inventario de amor contenido que se licuaba en mi alma cesó de pugnar y afloró, incontenible, a chorros, con el estruendo de un chaparrón de agosto. La primera sorprendida era yo. Me estremecí de alegría al descubrir mi capacidad de amar, sin restricciones, sin hitos fronterizos.
        Pedro Pablo significó, a la vez, el gran vínculo entre Ornela y yo. Nuestras vidas habían divergido radicalmente, es cierto. Con el pequeño en medio, los recelos encallaban en las albuferas de la memoria. Mi hermana mostró sus dotes de excelente compañera, de amantísima tía, de solidaria a carta cabal. Estábamos, entre ambas,  sondeando las hondonadas de una nueva y placentera mar océano. Ojalá siempre.
        El período negro pareció desvanecerse. Nació mi hijo. Tenía una nueva residencia. El incendio del otro apartamento marcó una especie de rito purificador, en el cual todo lo perteneciente al pasado quedó tapiado por las jarcias del olvido. Numerosos amigos de los de antes volvieron a aparecer con intención de borrar los malos momentos. El embarazo me trajo muchos problemas al principio; nunca padecí por la salud y al verme limitada por náuseas, mareos, vómitos, várices diminutas y pare usted de contar, estuve a punto de deprimirme. Resolví, por lo tanto, ocuparme en algo útil. Me propusieron hacer labor cultural en los barrios y retorné, al punto, a Las Minas de Baruta, llevando grupos de títeres y talleres de teatro callejero, organizando muestras pictóricas y recitales de canciones de protesta al aire libre, montando espectáculos de danzas folklóricas y grandes parrandas de tambor barloventeño. Las gentes del barrio se animaron y nos auspiciaron  decididamente. Para variar, la directora del ciclo básico, ciega de rabia al tenerme nuevamente en su coto exclusivo de caza, pretendió malquistar a las autoridades civiles contra nosotros. Hice, entonces, algo que jamás pensé que haría. Utilicé influencias. Le referí el asunto a Ornela. Sabía de su estrecha amistad con la célebre Fedora Téllez, de quien ya todo el mundo se hacía lenguas como la madame Pompadour, la madame Du Barry y hasta la ¡Lucrecia Borgia! del régimen. Y se acabó lo que se daba. La situación dio un vuelco total. La policía ya no hostigó más las veladas, pasando los agentes a convertirse en nuestros primeros colaboradores, desdeñando sus caretas de gorilas asalariados y de mampara de los poderes ocultos tras las bambalinas ceremoniales de esta falsa democracia. Aun permaneciendo uniformados, se percataban progresivamente de que ellos también son pueblo. Sin el azuzamiento deliberado de las jerarquías mercenarias, no había razón para porfiar en el absurdo enfrentamiento que los oponía a sus compañeros de clase e infortunio.
        — ¡Esto es Arcadia! ¡La utopía rediviva de Tomás Moro! —afirmaba el “Gocho” Rojas, casi en el límite de la exaltación, observando a los agentes arrimarle el hombro a los muchachos de la barriada, cuyas fachas, modales y vocabulario no diferían, en buena medida, de las de los malandros más duros, mientras armaban una tarima portátil para el debut del nuevo combo salsero, integrado, casi en su totalidad, por ex alumnos míos del ciclo básico.
        La barriga, por ese entonces, se iba abultando más y más, lo que no impedía dejarme llevar a la pista de baile por cualquier caballeroso compañero de vicisitudes en el barrio.
        — ¿Y esa profe Pérez Pirrone, qué? —me saludaba, con el micrófono a todo volumen, el chamo vocalista principal, llevando sus palabras al unísono del repiqueteo africano de las tumbadoras y las pailas.
        A pesar de la trepidante rítmica y de la alegría desbordada, no se presentaban incidentes desagradables.
        — ¡Tranquilo, mis panas! ¡Esta es la rumba del amor y del cariño! ¡Vamos a comportarnos todos que la profe Pérez Pirrone nos está mirando y no queremos quedar mal con ella! ¿Verdad que sí? —peroraban los muchachos al interponerse entre contrincantes dispuestos a darse unos pescozones. Intimidados por el ingente número de personas dispuestas a mantener, de motu propio, el orden y la convivencia, los rivales preferían dejar las cosas de ese tamaño y la gente seguía disfrutando sin mayores percances.
        Repetí, con mayor éxito aún, los montajes teatrales que ya habíamos ensayado en el ciclo básico.
        — ¿Quién mató a Fuenteovejuna?
        — ¡El pueblo! —coreaba el elenco.
        — ¡Así es! ¡A los desgraciaos hay que fuñirlos! —gritaba una voz metálica desde la audiencia.
        — ¡Guáimaro con esos bichos! —exclamaba otro desde un tejar vecino y no dilataban las risotadas en aflojar.
        La chama actriz de carácter se salió del libreto y declamó ad libitum:
        — ¡Sí! Porque cuando todo falla, porque cuando se nos cierran los caminos, porque cuando la corrupción se apodera de todos los instrumentos de la justicia, hay que reaccionar vivamente, tomando nosotros mismos, el pueblo, con nuestras propias manos, el clamor para que se castigue a quienes se han burlado de nuestras esperanzas...
        — ¡Los políticos! ¡A esos hay que fuñirlos! —remachaba la voz metálica.
        — ¡Yo los plomeo con mi bácula! —aseguraba la voz desde el tejar.
        —Pero la justicia del pueblo —continuaba la chama actriz de carácter—, aparte de ejemplarizante, debe ser impecable. En esta obra que estamos representando se demuestra cómo las masas pueden abrogarse el derecho a ejecutar al funcionario corrompido, deshonesto y autoritario. ¿Creen ustedes que eso es correcto?
        — ¡De bolas que sí! —contestó la voz metálica, rápidamente coreada por el resto de la audiencia.
        — ¡Bala con esos zánganos! —retumbó la voz desde el tejar.
        —Pues entonces, estemos preparados, compañeros. Ya no soportamos más el espectáculo de los corruptos derrochando y gozando del dinero que nos han robado mientras viejo pueblote pasa hambre y necesidad. Ellos disfrutan de lo lindo en sus mansiones, viajando a Estados Unidos y Europa cuando les viene en gana, alimentando a sus perros con manjares que ya quisiéramos nosotros para nuestros hijos. Ah, pero que no se olviden que la justicia tarda pero llega...
        — ¡A los políticos y a los corruptos hay que matarlos! —clamó la voz metálica.
        — ¡Plomo con esos muérganos! —sentenció la voz del tejar y, de inmediato, la audiencia se largó con una letanía de improperios contra quienes consideraba responsables de sus privaciones.
        El “Gocho” Rojas y yo notamos la intranquilidad entre los policías. Previendo cualquier descontrol que pudiese devenir en encontronazo con las fuerzas del orden, decidimos subir a la tarima para sugerir a los actores que terminaran de representar la obra. Afortunadamente, su respeto hacia mí era inmenso y, al cabo de pocos minutos, la escenificación siguió su curso.
        —Quédese tranquila, profe, que no le vamos a echar a perder la noche ni a usted ni a su barriga —me aseguró el chamo vocalista.
                       
        Ya en mi casa.
        —Es que los ánimos están muy excitados —escuché al “Gocho” Rojas decirle a Nadia Coronado, al tiempo que yo venía de la cocina con unos pasapalos  preparados por Ornela—. Oye, y no es para menos. El pueblo ya no es pendejo. Todo el mundo sabe que esta crisis es producto de los reales que se robaron los vivos y de la impunidad con que los disfrutan.
        Puse un disco de Pablo Milanés para matizar la conversación.
        —En eso estamos de acuerdo —manifestó Nadia—, pero yo lo que me pregunto es, ¿qué hacer? ¿Para dónde coger? La lucha armada fue derrotada y ahora lo que se observa es un repliegue general de toda la izquierda hacia posiciones cómodas, hacia el disfrute de las migajas que nos arrojan los partidos del status para no volver a sucumbir a la tentación del alzamiento. Nos hemos mimetizado en lo que los franceses llaman la divine gauche.
—Mira, chica —se estaba poniendo vehemente el “Gocho”—, aun peco de soñador y de diletante, yo reivindico la pureza del arrojo individual. Confieso que rezo todas las noches, con la inmensa fe que me confiere mi agnosticismo desbordado...
        Nadia y yo reímos.
        —...eso del rezo es un resabio de mi conservadora crianza andina, rezo, vuelvo y lo repito, porque aparezca alguien verdaderamente valiente, atestado y cuatriboleado. No me refiero, óigase bien, a ningún movimiento de masas, ni siquiera a una minúscula vanguardia cohesionada, como recomendaba Lenin. Hablo de un solitario purificador que se dedique a extirpar, con la fuerza de la sangre derramada, este cáncer que nos carcome que es el de los corruptos, prevaricadores, ladrones, comisionistas y testaferros. Tiene que ser un glorioso suicida al estilo fundamentalista islámico, que crea en el fondo de su corazón que va a ganar el cielo y un harén de veleidosas huríes  al constituirse en la cólera de Dios. Tiene que ser un nuevo Boves tonante y arrasador de toda la ignominia pasada que, con la fuerza que le provee el ansia de justicia social, se dé a la tarea de eliminar de la faz de esta tierra a toda esa jauría de parásitos, políticos, ricachones, sindicaleros, trepadores y logreros que se ha apoderado de este país.
        — ¿Estás clamando por un ángel exterminador, “Gocho”? —pregunté.
        —Llámalo como tú quieras.
        —No, “Gocho”, así no puede ser. Eso va en contra de todas las experiencias de la historia. Las iniciativas de un individuo solitario se diluyen ante el inconmensurable cuerpo social como la gota de agua en el océano —recalcó Nadia—. Eso es puro nihilismo.
        —Soy alérgica a la violencia. Gandhi logró más con una rueca que todos los terroristas con sus bombas y pistolas —intervine.
        —Eso pasó en la India, donde abundan los ascetas y los faquires —me interrumpió el “Gocho” Rojas—. En este país acogotado por tanto pájaro bravo campeando por sus fueros, a los soñadores y mansos de corazón los cogen para mamadera de gallo. Hace falta una espada flamígera, empuñada por un vengador errante y carente de piedad. Al rodar las primeras cinco o diez cabezas, el resto de la gusanera temblará de pavor y, entonces, o se arrepienten o abandonan esta tierra de gracia por siempre jamás.
¾¿Y tú qué piensas hacer al respecto, "Gocho"? ¾preguntó Nadia¾ Porque del dicho al hecho hay mucho trecho y esas teorías tuyas se oyen harto interesantes así en el  puro bla-bla-bla, peeeeerooo…
        ¾De entrada, te diré que voy a incluir esta idea en el libro que estoy escribiendo ¾informó el aludido.
        ¾Esa gran obra que vienes calibrando desde hace no sé cuándo y de la cual no hemos visto la primera línea ¾aguijoneó Nadia.
        ¾Te vas a caer para atrás cuando la tengas en tus manos ¾aseguró el "Gocho", chasqueando la lengua para denotar la resequedad de su gaznate.
        ¾No lo descalifiques, Nadia, que él me ha enseñado algunos extractos y puedo asegurar que nuestro común amigo Rojitas viene con la vena poética por todo lo alto ¾aseguré, haciéndole el quite a nuestro intelectualoso y verboso amigo.
        Ornela irrumpió desde la cocina con una nueva ronda de ron con aguakina.
        —Aquí están estos palos para mis amigos, los componemundos —ofreció, con el mismo espíritu dicharachero que le abría las puertas en todas partes.
        El “Gocho” Rojas se recompuso. Me di cuenta que le gustaba mi hermana.
        —Nadia tiene razón, Rojitas —aduje—. ¿Qué se gana con eliminar a unas cuantas individualidades si, de todas maneras, las estructuras de poder permanecen incólumes?
        —En mi escrito sostengo que esta acción no es válida  como un fin en sí mismo sino, más bien, como un detonante para que las masas se echen a la calle y tomen la iniciativa que les corresponde. ¿Qué mejor estímulo para estremecerlas y hacerlas abandonar el marasmo en que se encuentran?
        —Ahí te contradices, loco, porque sin una organización disciplinada que asuma a conciencia el liderazgo, la resultante de todo eso va a ser una orgía de hordas anarquizadas y enloquecidas dedicadas al botín, al saqueo y a la violación  —se atrevió Nadia a profetizar.
                        —Caray, ¿dónde es eso? Si la cosa es así, entonces hago como la monjita del cuento: ¡violación es violación! —bromeó Ornela.
        El único que le consiguió la gracia fue el “Gocho”.
        —Bueno —dije—, supongamos que lo que tú propones se lleve a efecto. Sale un loco atestado...
        —Un rolo de amargado y obstinado de la vida, diría yo —calificó Ornela.
        —...y se dedica a eliminar políticos... —continué.
        —...y a toda clase de corruptos —agregó Nadia.
        —Sí, pero los políticos son los más evidentes —terció el “Gocho”—. Con ellos habría que comenzar el escarmiento.
        —Ajá, llegamos al punto —clarifiqué—. El problema nuestro, es decir, de la izquierda en general, es que vivimos teorizando y elucubrando en demasía. Siempre nos resulta difícil poner los pies sobre la tierra. En este momento, Rojitas acaba de colocar sobre la mesa una propuesta concreta. Te emplazo, por consiguiente: ¿qué harías tú en caso de tener la ocasión de ser ese guerrero vengador solitario?
        — ¿Yo? —al “Gocho” se le infló el pecho ante la mirada de Ornela.
        —Sí, tú mismo. Ay, Rojitas, quién te viera empuñando un fusil con mira telescópica, todo de negro de pies a cabeza y encaramándote por las paredes del Congreso como el hombre mosca, extremadamente sigiloso, al acecho de tu víctima —Ornela seguía con su ánimo de chanza.
        —No olvides agregarle un compinche, formando la pareja dinámica de Batman y Rojas —Nadia se sumó al corro de la jocosidad.
        El “Gocho” se cohibió un tanto. La cercanía de Ornela incrementaba su timidez y acentuaba su aire profesoral.
        —Vamos a hablar en serio —recomendé—. ¿Con quién, específicamente, arrancarías esa labor de cauterización?
                        —Déjame decirte —empezó a decir con cierta vacilación el “Gocho” Rojas— que esto se me ha ocurrido no como una solución final, sino como un sucedáneo temporal a la falta de justicia, a la burla en que han convertido nuestro ordenamiento jurídico...
        —Ah no —saltó Ornela—, ya la van a volver a coger con nosotros, los abogados.
        —No con los abogados. Con todo el sistema que está carcomido con las sentencias amañadas, los juicios comprados, los jueces venales, los códigos absurdos y decimonónicos, los veredictos negociados —pontificó el “Gocho”, su peludo índice en dirección al techo.
        Ornela se amoscó.
        —Tú no puedes afirmar eso porque la mayor parte del tiempo no es sino la prensa la que forma esos alborotos contra nuestro gremio. Una cosa es la verdad procesal... 
        —No se desvíen —interrumpí—: queremos  nombres.
        El “Gocho” parecía haber recobrado el aplomo.
        —Bueno, ya que me pides nombres para que el verdugo anónimo les dé matarile, ¿qué te parece este? ¡Rubén Arnoldo Rovira!
        Ornela mudó de color, cual papel tornasol.
        —Más adecuada no puede ser esta selección, en vista del cariz que tomó la discusión. Nada menos ni nada más que el gran componedor de la comarca. El hombre que quita y pone jueces y fiscales a su antojo; el hombre de quien se sabe que, con un telefonazo suyo, puede cambiar, trastocar, mutilar, dilatar, torpedear, inutilizar, agilizar y enterrar sentencias absolutorias o no; el hombre reconocido como el jefe indiscutible del famoso clan de Rubén Arnoldo, el exclusivo grupo de abogados que maneja a su antojo el poder judicial venezolano; el hombre a quien toda la clase política, y todos los “empresarios” enriquecidos en conchupancia con ella, deben favores por ocultarles sus tramposerías y marramuncias legales...
        Ornela cortó la perorata del “Gocho” sin dejar traslucir su turbación.
        —Oye, ¿y cómo sabes tú que todo eso no es falso?
        —Vamos, querida amiga. Todo el mundo en Venezuela sabe que Rubén Arnoldo Rovira es una de las vacas sagradas de la corrupción. Un sujeto que empezó siendo sindicalista petrolero  y hoy en día no lo matan por menos de cincuenta millones de dólares.
        —Verdaderamente que es una escogencia acertada —concordó Nadia, levantándose y solicitando los vasos para volverlos a llenar de ron con aguakina.
        —Deja que yo voy —Ornela decidió asumir el rol de dueña de casa.
        La vi desplazarse hacia la nevera un tanto afectada. Menos mal que no escuchó lo que vino luego.
        — ¿Y después, Rojitas? ¿Quiénes serían las próximas víctimas del guerrero enmascarado? —inquirió Nadia.
        —Fedora Téllez y su elegante consorte, Arnulfo Lizarraga.
        — ¡Romeo y Julieta! —adjetivó Nadia— ¡Simón y Manuelita!
        —Los amantes deben aprender —concluyó el “Gocho”.
        —...y escarmentar en carne propia —agregué, palpándome la barriga, dentro de la cual una criaturita juguetona manifestaba su inquietud pateándome.
                       
        Esos últimos meses revolotearon como golondrinas índicas.
        Llegué a sentirme ligera y plena de regocijo. La impaciencia por mecerlo entre mis brazos me tenía en vilo y me halaba, soñando las canciones con que lo iba a arrullar.
Personajito extraño y anhelado,
quiero besar tus ojitos por las noches
y despertarme presurosa
al oír tu vocecita de algodón
solicitarme, a ciegas,
por entre las sonajas mudas
y las cortinas inexistentes de la noche.
Porque la vida, ¿sabes?, nuestra vida
se nos presentará
como un velerito aventurero
en aguas muy tersas.
Y yo estaré ahí, siempre, siempre,
para protegerte con este amor mío
cincelado en seda y libertad
            Veía en el espejo a una mujer hermosa. Así era como me sentía. Adopté unas placenteras manías retozando sobre las playas de mi soledad. Me admiraba a mí misma al contemplar mis pechos cabalgar en lomos del vientre abultadísimo, con el ombligo pareciéndome una boya hinchada o un corcho flotador. Lo sentía desperezarse en mi interior, semejándoseme a un delicioso meteorismo con un sonsonete de súper orgasmos  espirituales. ¡Estaba gozando de mi preñez! Solamente existíamos mi hijo por nacer y yo, y no necesitábamos a más nadie. Se podría asegurar que disfrutábamos, ambos, de nuestro placer exclusivista.
Vida, como te vivo, vive
niño, de mi niñez, niña
amor, con amor te amo
te aguardo, te espero, te sueño
vivir para aguardarte
vivir para esperarte
vivir para soñarte
            Nunca llegué a asustarme. Tuve siempre la certitud de que tu llegada, preciosa prenda mía, sería suave y rizada como los oleajes del crepúsculo. Los dolores físicos zarparon encerrados en una cuenca de voces, calambres y sudor. Sólo quise concentrarme en ti. Sabía, porque suspiré por saberlo, que mi amor te iba a despegar de ese rincón endulzado de mis venas para remontarte a mi corazón. Llegaste, al fin, y mi hermosura se agigantó. Llegaste, al fin, para erigirte en sumo sacerdote de nuestra insólita religión.
        Primera vez que veía a Ornela tan excitada. Adoró al bebé sin restricciones en un agradabilísimo cataclismo de amor. Sin embargo, presentí inefablemente que todo ese cariño afloraba por mediación de mi hijo. Si entre ella y yo se diseñaba, ¡albricias!, un rumbo de profundizado afecto, sería a instancias del pequeño. Era lo mejor.
               
        No me interesaba tener idea exacta de lo que hacía Ornela con su vida. Sabía de su noviazgo con el hijo de Rubén Arnoldo Rovira. Su estampa de envarado gafolonio y sus comentarios bobolongos me desconcertaron al principio. Creía que se trataba de una broma de mi hermana. Después percibí que ella se lo tomaba en serio y que rodeaba esa relación con un manto de formalidades que daba por desaparecidas en el fragor de las revueltas de los sesenta y los setenta. Recuerdo, viniendo al caso, cuando el pobre pazguato pretendió, en tres o cuatro ocasiones y a instancias de Ornela, cargar a Pedro Pablo. El bebé lo rechazó con un llanto agudo y ensordecedor, nada común en él. Arnaldo optaba, desde entonces, por sentarse tranquilamente en un sofá cada vez que venía a mi apartamento, embebiéndose en la geografía sinuosa de las grietas del techo o en el vuelo torpe de las moscas extraviadas, sin dejar de tomarse, al menos, siete pocillos de café con leche que le preparaba mi hermana. Así se pasaba las veladas con nosotras hasta que Ornela se apareció un buen día con un televisor. “¿Cómo era posible que el vástago de un tipo tan célebremente avispado pudiera permanecer durante tanto rato abrevando de los programas más necios y tontos, entreabriendo la boca con un rezongo ecuatorial y ensimismado en la idiotez de las novelas, con una actitud cataléptica como si estuviera roncando con los ojos abiertos?”, me interrogaba yo.
        El obsequio llegó en el momento justo.
        — ¿Sabes que el profesor Callejas me preguntó por ti en días pasados? —me informó Nadia al regreso de la primera colectiva de los pintores ingenuos de Las Minas.
        — ¿Ajá? —pregunté— ¿Y qué es de su vida?
        —Muérete: ¡trabajando en televisión!
        —Imagínate donde cayó.
        —Por cierto que me ofreció empleo.
        La miré con ceño medio burlón y medio inquisidor.
        — ¿A ti? ¿En televisión? Me imagino que no será de vedette para que salgas meneando el pompis en uno de esos programas maratónicos de los sábados que tanto le agradan al novio de Ornela.
        —Búrlate, mi amor, pero ésta que está aquí todavía dispone de un torrente de sabor y dulzura para compartir con los muñecotes de la TV.
        Ambas reímos. Nadia surcaba por los mogotes de la vida con porte franco de solterona incorregible. Aunque no por falta de ganas.
        — ¿Y entonces? ¿Cuál era el ofrecimiento?
        —Ah sí. Se me olvidaba. Resulta que el hombre viene siendo dentro del canal como una especie de director creativo. A él se debe, entre otras cosas, que ahora las novelas sean más realistas y no se concreten únicamente a la consabida historia, toco madera por lo pavoso, de muchacha pobre conoce a muchacho rico, se convierte en madre soltera, lucha para...
        “Dios mío”, pensé, “¡cómo se asemeja la historia de mi vida a un ofidio televisivo!”
        Nadia comprendió que había pulsado cierta tecla sensible.
        —Ay, loca, perdóname por martirizarte con tanto desvarío, pero tú sabes cómo es...
        Hice un ademán para que no preocupara.
        —Es que las mujeres somos unas tontas de capirote —argumenté—. Nunca escarmentamos y, para colmo, somos las primeras víctimas de la alienación producida, entre otras cosas, por esa cajita concupiscente.
        — ¡Oooñóoo! Siempre dije que tú eras la campeona de la labia...
        —Bueno, pero termíname de contar lo de Callejas, pues.
        Me puse a fregar unos platos mientras Nadia hablaba.
        —El hombre está organizando un departamento de semiología en el canal para analizar, con enjundia y profundidad, todos los libretos y guiones de los programas que vayan al aire.
        — ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
        —Chama, el profe Callejas me propuso que le aceptara trabajar en el fulano departamento. Pero me negué. Nadie saca a Nadia de la universidad. Total es que terminamos hablando de ti y me sugirió que te sondeara a ver si estabas interesada en el cargo.
        Solté una ahogada risilla.
        — ¿Yo? ¿Trabajando en la TV?

        A instancias de Nadia, el profesor Callejas me llamó. Nos citamos para una semana después, sin ningún compromiso de mi parte. Honestamente, mi intención no rebasaba la mera curiosidad y la búsqueda de distracción mientras se llegaba el momento de reintegrarme a mis clases.
        Habíamos planificado, por esos días, un festival interbarriadas a celebrarse, lógicamente, en Las Minas, donde ya teníamos experiencia y logística. Esperábamos la participación de numerosas agrupaciones provenientes de toda Caracas. Los preparativos consumieron la totalidad del tiempo libre que no le dispensaba a Pedro Pablo (contaba con la ayuda de Débora, una excelente muchacha oriunda del llano, que accedió a trabajar para mí gracias a la recomendación de Carmen Adilia Fragachán, la socia de Ornela). Gracias a Dios, el bebé continuaba su crecimiento sin ninguna complicación. Cada día lo veía más grande, sano, fuerte y, sobre todo, hermoso.
        La directora del ciclo básico, roída por un inveterado germen envidioso, se había dado a la tarea de entorpecer el desarrollo del festival. Amenazó con expulsión a los alumnos del plantel que se sumaran a las labores organizativas. Despotricó contra mí en una reunión de la junta vecinal calificándome de sinvergüenza, promiscua, madre desnaturalizada, drogómana y ñángara. Redactó un oficio para el ministerio de Educación donde me acusó de piratería profesional y de estar dedicada a actividades subversivas. Ornela me atizaba a demandarla por difamación e injuria. Decidí no concederle importancia al asunto. Después me enteré de que sus garfios emponzoñados estuvieron, en buena medida, detrás de los enojosos incidentes. Me agarró mansita, por ingenua y poco precavida. Pero así soy yo.
                       
        El festival arrancó con buenos augurios. Los participantes desfilaron por las estrechas calles de Las Minas, con sus músicas anfibias, sus atuendos de esporangios coralinos y sus desenfados de simpáticas marsopas en alta mar. Todo el barrio se había engalanado para recibirlos. Durante varios días los hombres, las mujeres y los jóvenes bregaron lo indecible, con sus propios y escasos recursos, para embaular las aguas de albañal que drenaban desde lo alto de los cerros apilando putrefacciones y escuadrones de moscardones alucinados; bachearon las calles con asfalto caliente donado, o mejor dicho, sustraído por unos gandoleros amigos, de los trabajos de vialidad de una lujosa urbanización que se estaba construyendo por los lados del Alto Hatillo; limpiaron y ornamentaron las calles; colocaron bambalinas y flores de papel (verdes, rojas y amarillas como en “La Fiesta” de Joan Manuel Serrat); instalaron bombillos de colores cerca de los diversos templetes donde se presentarían los grupos de teatro popular, las parrandas de tambor de las costas de Cuyagua y Choroní, los contrapunteos de joropo llanero, los zapateados de golpe tuyero y las descargas afrocaribe de folklore urbano. No quedó nadie sin aportar su granito de arena. Se organizaron brigadas de orden identificables por brazaletes púrpura (el “Gocho” Rojas les mamaba gallo preguntando a todo gañote si le iban a pagar promesas al Nazareno), con inmejorable disposición por parte de los pocos policías que se dignaban a aparecer por el barrio. La libre empresa dijo presente con el gentío que, so pretexto de ganarse unos churupos extra, dio rienda suelta a sus habilidades en el ámbito de los fogones instalando tarantines para vender hallacas, empanadas, chicha de arroz, dulces caseros, arepas rellenas, jugos y caratos.
        Luego de la parada, comenzaron las representaciones. Había gente no sólo de Las Minas sino, prácticamente, de todas las barriadas de Caracas e, incluso, muchos clase media que se decidieron a vencer el acendrado temor que les produce el contacto con los sectores menos favorecidos. Por supuesto, la cobertura periodística brillaba por su ausencia con contadas excepciones. “Si llego a trabajar en TV”, pensé, “esta va a ser una de las cosas que voy a remediar”.
        —Apuesto mi virginidad a que si fuera un desfile de modas de señoronas adecas o copeyanas, la concentración de luces y las cámaras no nos dejaría caminar —argumentaba Nadia.
        Recordé la frase de algún olvidado poeta: “Las maldiciones del Señor son solo para los pobres”. No obstante, el entusiasmo era contagioso. En compañía del “Gocho”, Nadia y otros compañeros más, me prodigué para que todo resultase a pedir de boca. Estaba en mi elemento.
        Parece ser que el asunto estalló, ya un tanto tarde esa noche, por la infiltración de algunos agentes provocadores de la juventud copeyana. Al principio no lo sospeché, pero luego me enteré que la mano peluda de la directora no era ajena al percance. Los gamberros se dieron a la tarea de molestar a las parejas que bailaban al ritmo guapachoso de una sonora del barrio Marín. Llegaron empujando e intimidando. Uno de ellos, envalentonado, se subió a la tarima cayéndole a patadas a los amplificadores e instrumentos. Cuando trataron de atajarlo, por arte de birlibirloque, dibujó una parábola hirsuta y pendenciera con un revólver negro que tosió cinco disparos de resonancia amortiguada por el fresco de la noche en el cerro. El pánico se expandió a la velocidad de la luz policromática de los colgajos de papel. No sé quiénes arrojaron latas de cerveza, piedras y otros objetos. Cundió el desorden, como en un hormiguero tapiado. Nadia, el “Gocho” Rojas y yo nos guarecimos bajo el entarimado. Los infiltrados se enardecieron, quizá bajo los efectos de droga y alcohol remezclados, sin que las brigadas de orden, desarmadas e impotentes, pudiesen contenerlos. Uno de los gorilas se distraía disparándole a los transformadores de luz. Parte del barrio se sumió en la oscuridad. Los chillidos de las mujeres y los tiros eran una sarta de traquitraquis frenéticos. De algunas azoteas respondieron el fuego. La noche se rasuraba con estrépito de batalla campal.
        Nadia gritaba en cámara lenta que nos fuésemos. Emergimos de las entrañas del entarimado con las piernas temblequeantes. Los fogonazos parecían construcciones de chispas estranguladas. Corrimos sin saber hacia dónde. Lo irregular del pavimento y la oscuridad nos hacían trastabillar. Oímos, a lo lejos, ruido de sirenas. Nos recostamos de un quicio que daba a un barranco más negro y perverso que una noche de año nuevo. Mis oídos ardían por los gritos escalofriantes, los ladridos de los perros realengos y los disparos.
        — ¡Por aquí! ¡Por aquí! —ordenó el “Gocho” Rojas y observé dos sombras ligeras y blancuzcas al ser deglutidas por una hendidura en la noche.
        Sonaron tres descargas muy cerca de mí mientras huía azorada del caos. Buscaba a tientas el resplandor volantinero de mis amigos cuando algo rodó junto a mis pies. Un cuerpo humano con unos ojos abiertos hacia el cielo partido en dos de Caracas se había posado en mi despavorida ruta, exhalando un vapor caliente y gelatinoso. Escuché un estertor de temblor de tierra. Me quedé paralizada por el horror y las náuseas. No podía ver nada y todo me daba vueltas. Me aturdían los latigazos sepulcrales de la pólvora que nadaba en esa atmósfera comprometida por las falsas tinieblas. Incapaz de un movimiento, ni siquiera podía cerrar los párpados para resignarme a morir. Quería que mi último pensamiento fuera para mi hijo.
        Una mano rugosa encalló en mi antebrazo.
        — ¡LauraÉ! —oí la voz de Nadia, sobrecogida de espanto, desde el apretado fondo del farallón.
        Presa de un último deseo de seguir viviendo, quise desasirme e ir al encuentro de esa voz. La mano apretó mi muñeca y me haló con la fuerza de trece ciclones antillanos.
        Iba a volverme loca. El grito de Nadia se repitió, casi completamente desfigurado por la estridencia del desastre. Mis pies se vieron forzados a seguir las distancias ascendentes que se clavaban en mi muñeca. Procuraba, en vano, no ceder ante el ajeno apremio.
        — ¡No te malempates, mi reina! —me conminó otra voz, áspera pero la mar de confortante.
        No opuse resistencia. Con pericia de baquiano submarino, la mano me fue guiando por vericuetos espumosos, haciéndome apresurar el paso casi hasta dejarme extenuada.
        Subimos por interminables escalones que enfilaban hacia las tráqueas de las penumbras. Había algunos focos alumbrando por aquí y por allá, mas sus conos de luz no eran sino lánguidas escobas y mi vista estaba percudida por el terror. La mano tiraba de mí, me aspiraba, me arrastraba cual cordero pascual rumbo al sacrificio y me hacía brincar por entre charcos malolientes. Setecientas cuarenta y nueve sombras platinadas nos olisqueaban a través de celosías disfrazadas.
        De repente y como en un pase francés cinematográfico, nos encontramos en el interior de una casucha endeble. Un certero jalón y me sumergí en una ceguera encajonada.
        — ¡Suéltame! —atiné  a decir y caí sobre un planchón basto y corrugado.
        — ¡Sshshshshsh...!
        Callé por unos segundos. Los disparos sonaban más lejanos y espaciados. Busqué, aterida por la oscuridad y la retahíla de sobresaltos, un asidero. Algo me impelía a abandonar ese sitio. No quería ser prisionera de nadie.
        Tropecé y di de lleno con algún taburete. Hubo un redoble escamoso de hierros desparramados.
        —Pero bueno, mi linda, Cayetano baila bembé. Silencio en la noche, pues.
        Desde el ángulo donde había caído podía verle parte de la cara cortada en dos por un soplo de luz acuosa.
        — ¡Canuto!
        — ¡Sshshsh! — se llevó el índice a la boca.
        Afuera sonaban pasos presurosos y dotados de inercia castrense. Ladraron varios perros y unas voces latonadas se refractaron en siete quincenas de esquirlas vítreas que chocaron contra el techo de zinc.
        — ¿Qué pasa? —interrogué, al tiempo que me arrastraba hacia él, apartando con manos nerviosas un tintineante césped de platos de peltre, cubiertos plásticos y envoltorios de macarrones.
        —Tán peinando el cerro.
        — ¿Quiénes?
        —Los pacos.
        Sentimos que pasaban de largo con tremendura de chaparrones moleculares.
        Me incorporé y, por poco, no despego el frágil techo de un cabezazo. Canuto halló graciosa mi torpeza.
        —Tampoco es pa’q’m’desintegres el espartaco, mi reinita. ¿Cómo l’avestruz? La propia manguangua. Lo único q’m’achanta es la falta de yacusi pa’meteme con to’ y jeba y vacilarme una de supersancochón. Dígalo, pues.
        No sabía si echarme a reír o dejarme llevar por unos temblores silenciosos que me encapillaban las ganas de llorar.
        — ¿Dónde estamos? —pregunté, y me descubrí hiperventilando.
        —Esto por aquiles lo mientan “La Vuelta’el Cachirulo”, dond’el viento se devuelve y Supermán no entrompa porq’la kriptonita es pura caledonia.
        —Tengo que irme, Canuto —sugerí, ansiosa.
        — ¿Tastostá, mi reina? Orita no podemos dale. A mí m’anda precisando la juda y tú no puedes pirá sola con tanto landro engorilao en la vía.
        —No puedo quedarme aquí.
        Canuto ahora adosaba su rostro a una ventana minúscula, parecida a una mirilla de periscopio.
        —Me voy —persistí en mi empeño.
        Cerró un tanto la ventanita. Su escuálida presencia se irguió con dejadez.
        —Okigua. Pero vamos a achantá un pelitín mientras los tomboleles le dan p’alca.
        — ¿Cómo cuánto?
        —Ponle un cuarto d’horilla. Los ñeros esos s’ladillan después d’arrastrá a tres o cuatro becerros q’cachen con el enchave encima. En eso nos piramos nosotros y rao bacalao.
        —No es necesario que vengas conmigo.
        Canuto hizo un gesto de caballerito galán.
                        —Noooo, chamorra, ¿qué te pasa? ¿Tú crees q’esta zona es Disneyworld? Aquí a jeba q’la vean batiéndose una de soledá l’sale redoblona. Este barrio es puro latinfáir. Así que sola ni-de.
        Busqué a tientas el taburete que había tumbado. Lo enderecé y me senté.
        — ¿Dónde estuviste todo este tiempo, Canuto?
        —En el rebusque, mi reina —contestó, a la par que agarraba un galón de pintura y se le sentaba encima para atisbar mejor por la ventanita—. Vacilándome to’tipo’e chambas en la Caracoles, porq’la vidurria s’ha puesto Durango Kid pa’nosotros, los monos cerrícolas, como dicen los burguesitos sifrinos.
        Había un pincelazo de resentimiento en su expresión.
        — ¿Cómo me reconociste en medio del desbarajuste?
        Se tornó hacia mí, con expresión  límpida y sin resquemor.
        —Ah, maicuín, desde hace burda q’sé q’andas en una nota d’ayuda y solidaridá. Lo q’pasa es q’m’maquiné una d’clandestino.
        — ¿Andas huyéndole a la policía?
        —No tanto yo, sino el panela “Leche Cortá”. ¿Te acuerdas d’él? S’metió a jibareá pa’vé si s’coronaba, pero lo q’hizo fue enrollase en tremenda culebra con un chivo d’la justicia por no bajase con los lletes. Porq’aquí to’el mundo se baja caifás paq’ no t’ladillen en las raquetas. Lo q’pasa es q’como nos han visto arrejuntaos, bueno nosssé.
        — ¿Por qué no lo dejas?
        —Nooo, chamolina, si el tipo me resuelve cantidá. Desde q’s’metió a flecha veloz siempre anda respaldao. Sino fuera porq’s’embroncó con el paco ese, bueno, andaríamos por ahí en una d’suavidad y dulzura. Pero tú tranquilina q’los chaborros andan lejanía q’contemplan mis ojaldres y ya es hora d’sacudirse las escamas. Coja camino, mileididí.
        Salimos. Conducida por Canuto, atravesé pasadizos estrechísimos, casi en barrena. Llegando a Las Minas, un zagaletón de afilada estampa como un alfeñique cirquero pretendió cortarnos el paso. Canuto se le enfrentó, decidido.
        —Nooo, vale, si es el pinta Canuto. Tranculo, convive, y dese. ¿Cómo’stá el dengue por allá arriba?
        —Burda d’tombos, maifrén. Y toditos calzaos como Rambo.
        —Tá pelúa la vaina, tonces.
        —Positivo.
        —Yo mejor achanto con la tierna en el rancho y m’empato en una d’acomodamiento, mojo la barbilla y pelero adentro, camará, mientras pasa la ventolera.
        —Así es q’es’q’es, varón.
        —Dígalo ahí.
        —Tá decío.
        —Eso, mi llave.
        —Afínquese, pues.
        A guisa de despedida, ejecutaron un extraño rito, chocando los codos y luego entrecruzándose  las palmas de sus manos derechas, partiendo cada cual por su rumbo.
        Llegamos al sitio donde había dejado aparcado al “Delfine”. Algún inefable instinto me decía que Nadia y el “Gocho” Rojas habían salido bien librados de la batahola.
        — ¿Tienes adónde ir, Canuto? —le pregunté, abriendo la portezuela.
        Miró hacia la urdimbre de cocuyos que se recostaba del cerro.

        Ornela se aterrorizó cuando lo vio en el apartamento.
        —Definitivamente, o eres una santa o eres una rolo de loca.
        —Me inspiró lástima, chica. Además, es un muchacho muy leal que nunca ha tenido una oportunidad en la vida. Y Pedro Pablo se encariñó con él.
Lo único que me producía escozor era que pudieran despertársele los instintos carnales con la presencia de Débora.
        — ¿Qué tal se porta Canuto contigo? —le pregunté, aguzando los cinco sentidos para no dejar pasar cualquier indicio de vibraciones extrañas.
        —Bien, señora LauraÉ — respondió ella, con candor y sinceridad.

        (El percance tuvo repercusión. A los pocos días, fui nuevamente amonestada por el ministerio de Educación a instancias de la mano peluda de la directora del ciclo básico)

        Me atavié con un tailleur azul, cortesía de mi hermana, para mi cita con el profesor Callejas en el piso ejecutivo del canal. Su oferta me interesó y acepté.
        — ¿Viste, Pedro Pablo, que tu mami ahora es farandulera? —Ornela jugueteaba con el niño mientras lo llevaba de la mano en sus primeros y vacilantes pasos.
        —Ahora sí es verdad que vamos a reformar al huésped alienante— aseguró Nadia, agitando el tetero que se iba a tomar mi bebé cuando dejase de bochinchar con la tía.
        —Uy, tanto optimismo me abruma —precisé, sin dejar de tejerle un suetercito—. En realidad, mi función se limita al análisis de los textos que se van a llevar al aire para proponer modificaciones semánticas, ete-cétera, ete-cétera.
        — ¡Cómo le gustan a tu mami las palabras domingueras! —Ornela ahora tomaba al nené en sus brazos. Nadia le pasó el tetero.
        —Estoy dentro de un equipo multidisciplinario. Hay psicólogos, sociólogos, ejecutivos del canal, productores, escritores y directores. Callejas le ha imprimido una tónica de veracidad al tratamiento de los espacios dramáticos porque, indiscutiblemente, son los que prefiere la gente.
        —Pero todavía siguen siendo unos esperpentos, y que me perdone el profe Callejas —intervino Nadia.
        —Fíjate tú, yo también pienso lo mismo. Pero esta gente me convenció con el argumento de que el público no puede cambiar bruscamente sus hábitos de la noche a la mañana. No lo tolerarían y se cambiarían para el otro canal, que sí pasa novelas al estilo tradicional, ramplonas y cursis. De lo que se trata, en estos momentos, es de influir a la audiencia en pequeñas dosis, como dice Callejas.
        Ornela mecía a Pedro Pablo y ya casi lo tenía completamente dormido.
        —De vez en cuando, si tengo tiempo y no estoy muy cansada, las veo y es verdad lo que dice LauraÉ. Ya los actores, incluso, hablan como uno y no con el estilo acartonado aquel, como de vieja película mexicana.
        —No te lo niego —apuntó Nadia—. Pero insisto en que son esfuerzos dispersos. Por ejemplo, ¿te acuerdas de “La Señora de Cárdenas”? Esa culebra intentó plasmar una realidad diferente. Y tuvieron éxito. Pero ahí mismito volvieron a agarrar el patrón tradicional. No hay consistencia.
        —Es cierto. Lo que sucede es que la estrategia cambió porque la gente no hubiera aguantado dos “Señoras de Cárdenas” seguidas. Ahora lo que se busca es concientizar con mensajes escuetos y repetitivos.
        —No lo veo. Dame ejemplos — solicitó Nadia.
        —Para citarte uno, en la novela de las nueve se presentó el caso de uno de los personajes femeninos principales a quien le diagnostican un tumor en el seno. Lógicamente, la susodicha se angustia y se reprocha a sí misma por no haber acudido al médico con antelación. En eso estuvimos alrededor de quince días hasta que la Sociedad Anticancerosa llamó pidiendo que suspendiéramos, temporalmente, esa situación dramática porque no se daban abasto con la afluencia de mujeres solicitando chequeo de mamas.
        Ornela se había puesto pálida.
        —Me voy —dijo, entregándome al niño.
        La observé.
        — ¿Te sientes mal?
        Recogió sus cosas y fue hacia la puerta. Se detuvo, dubitativa.
        —A mi mamá le consiguieron un carcinoma en el pulmón —dijo, mirando hacia la rendija de abajo de la puerta—. Pasado mañana la operan. Iba a decírtelo pero no daba con la ocasión propicia.
        Nadia paseó su vista de la una a la otra. Cogió al bebé y lo llevó a la cuna.
        — ¿Vendrás a verla? —preguntó Ornela.

        Estuve en la clínica, aguardando con mi hermana a que la sacaran del quirófano. Un doctor emergió de un recinto grisáceo asegurando que todo había marchado sin complicaciones y que ya la paciente había sido trasladada a recuperación. Consideré que mi permanencia allí había sido lo suficientemente prolongada. Aproveché la llegada del novio de Ornela y de algunas de sus amistades para excusarme. Me dirigí al canal. No pensaba en nada, salvo en Pedro Pablo.
                       
        Disfrutaba de mi trabajo. Al poco tiempo, ya comprendía fehacientemente los mecanismos de producción y realización. Cuando disponía de tiempo, me aparecía por cualquier estudio y observaba la puesta en escena de las novelas, la dirección de actores, la intención de los personajes, la distribución de los elementos dramáticos. Me revelé como una curiosa insaciable. Le preguntaba a los camarógrafos por el manejo de sus instrumentos de trabajo. Los luminitos me explicaban la mejor colocación de los faroles de modelaje, relleno y contraluz para la obtención de ambientes, texturas y efectos. La gente de escenografía y los utileros me describieron con detalle sus funciones. Era todo un hormiguero humano creando mundos para la fantasía y el escapismo, a través de la labranza de océanos de cartón piedra, anime, tirro, listones de madera, pintura en colores pastel  y alambre liso. Todas las mañanas los operarios de montaje fabricaban los decorados de las lujosas mansiones de las millonarias perversas, los paupérrimos ranchos de los olvidados por las dichas terrenas, los encogidos habitáculos donde sufridas consortes de clase media aguardaban por sus infieles maridos, las mullidas oficinas donde inescrupulosos magnates perpetraban dudosas operaciones financieras para luego descubrir que eran víctimas del mal de amores como cualquier hijo de vecino, las sórdidas recámaras donde las malvadas contrafiguras se empeñaban en quebrantar la leal castidad de los fieles y copetudos galanes. Me maravillaba con la inagotable capacidad de los actores y actrices para memorizar los parlamentos de las treinta y pico de escenas que comenzaban a montarse y a grabarse a la una de la tarde, sin contar con las que habían salido a realizar en exteriores por la mañana y la noche anterior. Era el mundo de la presión inacabable para complacer a ese dragón anónimo y hambriento que es la audiencia.
        Gerardo Farfán, el productor ejecutivo de la novela estelar, siempre me convidaba a cenar. A veces aceptaba. No era mi intención permanecer recluida hasta el fin de mis días. Además, el tipo siempre procuraba hacerme gratas las veladas. Así que, ¿por qué no?
        Callejas me instó a producir varios espacios. Reto por demás interesante pues nunca me había paseado por esos linderos. Mi bautismo de fuego acaeció con un programa de amenidades infantiles que tuvo mediano éxito. Después me involucré en una comedia de situación que narraba las vicisitudes de una familia de clase media con peculiares problemas. Luego realicé musicales, testimoniales y miniseries. El trabajo y mi hijo me absorbieron a plenitud.

        Pedro Pablo era mi orgullo, mi luz, mi oleaje reconfortante. No había cumplido el año completo y ya hablaba como un lorito encantador. Él era el único inquilino de mi amor. No existía lugar para nadie más.

        La existencia seguía su curso. Aparte de uno que otro roce en el canal, por los consabidos problemas que surgen al trabajar con todo tipo de gente sometida a constante presión, mi vida transcurría plácida, sin sobresaltos, bogando por rutinas que proporcionaban un atracadero firme y sensible en los litorales de la realidad. Los tiempos del agobio habían quedado sólidamente anclados en el brumoso pretérito. Mis ambiciones se circunscribían a mi nené, a mi trabajo y a los buenos amigos, como Nadia y el “Gocho” Rojas, que me solazaban con sus comentarios, agudas observaciones e interesantes pláticas. Las salidas con Gerardo adquirieron el barniz de agradables hábitos. Canuto se desaparecía durante lapsos regulares pero siempre volvía, cada vez más servicial y apegado a mí.
        Una falla crucial en la programación era la falta de buenos programas de concursos. Callejas me sugirió abocarme al respecto. No resultaba nada fácil. Todas las fórmulas habían sido ensayadas de antemano y no había nada nuevo que inventar.
                        — ¿Para qué te vas a romper el cráneo? —Gerardo apuntaló mis convicciones, una noche en que disfrutábamos de un acuerpado Chianti, a la espera de unos fettuccini alla rabiatta.
        Vi una sonrisa amartelada tras su bien recortado mostachín.
        — ¿Qué me aconsejas tú?
        —El canal no necesita de programas de concursos. Con los dramáticos nos basta y nos sobra para mantener contra la pared a la competencia.
        —Pero Callejas me solicitó...
        —Callejas lo que hace es dejarse llevar por las presiones de Ronnie —Gerardo se refería al célebre heredero propietario del canal—, que está recién llegado, por enésima vez, del Norte, deslumbrado ahora por-qué-sé-yo, “La Rueda de la Fortuna”, o algo por el estilo.
        —La competencia ya copió eso. Y les ha ido bien.
        —Punto a mi favor. No hay, entonces, razón para devanarse los sesos.
        —No me entusiasma la idea de copiar por copiar. Si voy a realizar algo, al menos debe tener una pizca de originalidad.
        —Eso no lo venden en botica.
        — ¿Estás intentando disuadirme?
        Gerardo probó con refinamiento engolado el delicioso vino italiano.
        —En absoluto. Pero yo, siendo tú, tomaría elementos de aquí y de allá, los mezclaría en proporciones adecuadas, me buscaría un talento a quien no hayan “quemado” con excesivas apariciones en pantalla y, finalmente, trataría de acopiar un paquete jugoso de premios, poniendo mucho hincapié en esto último, porque este es el gancho para atrapar tanto a participantes como a televidentes.
        El consejo era sensato. Reuní a mi equipo de producción y concebimos un programa de preguntas y respuestas, en el cual, por cada acierto, el concursante tendría oportunidad de abrir una casilla para jugar a “La Vieja” o “Tic-Tac-Toc” contra el respectivo contrincante. Las casillas estarían embutidas en las paredes de una especie de fortaleza o castillo medieval y unas atractivas modelos, enfundadas en sugestivos trajes de época, descubrirían las jugadas desempeñando el rol de las letras “X” y “O”. Habría, simultáneamente, competencias de destreza y velocidad mental al arribar a cierto nivel de puntuación. Recurriríamos, para ello, a los viejos juegos de la infancia que estaban a punto de desaparecer bajo la avalancha de la despersonalizada vida moderna. Con ello manipularíamos el factor nostalgia. Las preguntas serían elaboradas por el departamento de semiología del profesor Callejas cuidando, simultáneamente, que no fueran ni demasiado eruditas ni triviales en exceso. Preparamos, de seguidas, un cuidadoso plan de producción, con todos los soportes posibles, anticipando cualquier interrogante que pudiese surgir en la reunión de junta directiva.
        —La cosa es esta tarde a las tres —me informó el profesor Callejas, en su espartana oficina.
        —Aquí está todo —entregué el informe contentivo del proyecto.
        —Prepárate.
        Sugerí con mi gesto una interrogante de desconocimiento.
        —Ronnie presidirá la reunión y tú vienes conmigo. Mejor dicho, LauraÉ: recaerá sobre tus hombros la responsabilidad de vender la idea del programa.
        Yo nunca había sufrido de miedo escénico, así que esa tarde expuse con lujo de detalles las conveniencias de nuestra propuesta. Nos habíamos reunido alrededor de una mesa alargada, parecida a las que aparecen en escenas hollywoodenses de reuniones mafiosas. El único que estaba en mangas de camisa y el nudo de la corbata flojo era Ronnie, dando la impresión de querer pasar por un émulo de John F. Kennedy con su aire de muchachote gringo que no se le había diluido ni aun frisando la cincuentena.
        Cuando finalicé, Ronnie hizo una seña casi subrepticia para que sus ejecutivos de confianza me acosaran como legión de mastines amaestrados.
        —Los programas de preguntas y respuestas no están en boga en estos momentos —aseguró el vicepresidente administrativo, un argentino con la nariz parecida a un rábano maduro—. A la gente lo que le gustan son los shows donde los pongan a pasar trabajos con un tanto de, ¿por qué no llamarlo así?, vejación. Así, la masa los toma como objeto de burla.
        —Pero eso está prohibido por el reglamento de telecomunicaciones vigente por atentatorio contra la dignidad humana. Ahí lo que se estipula es el deber de exigirle a los participantes pruebas de conocimiento o destreza.
        El vicepresidente de ventas, un colorado cuarentón con bisoñé, contraatacó.
        —El ministerio se hace la vista gorda. Lo más que puede hacer es multarnos por alguna cantidad insignificante ya que nunca se han atrevido a cerrar un canal. La fuerza de los medios es avasallante, y los políticos la reconocen.
        —Siempre hay una primera vez —dije por lo bajo.
        —La idea no es mala —intervino el director corporativo de tesorería, un calvo con orejas elefantiásicas y peludas—, pero sugeriría un cambio en el tenor de las preguntas. En vez de historia, arte o cultura general, como sugiere la licenciada, ¿por qué no hacerlas sobre la vida artística de las estrellas del canal?
        Respondí al punto para no dejar que algún otro homogeneizado ejecutivo reforzara el planteamiento.
        —Así perderíamos la sintonía de los estratos de mayor nivel socio-cultural y económico que, por cuestión del horario que sugerimos, es el que deseamos conquistar.
        Callejas permanecía impasible, como en los buenos tiempos en que los estudiantes ultrosos amenazaban con secuestrarlo por su empeño en hacer cumplir el reglamento de repitientes.
        —Eso no se compadece con el hecho concreto de que los jóvenes y adolescentes son quienes más sintonizan los programas de concursos —declaró el vicepresidente de recursos humanos, un yuppie de mejillas relucientes que debía su cargo al parentesco consanguíneo con Ronnie y de quien se insistía, en los corrillos de cafetín, que era el terror de las aspirantes a actrices—. ¿Para qué, entonces, conformar nuevos equipos de producción si ya contamos con un plantel de gente experimentada?  Poseemos una pléyade de muchachas y muchachos que conocen los ambientes y los mecanismos para sacar al aire excelentes espacios.
        Intuí que el viejo hábito de producir para la audiencia sifrina no sería erradicado sin una lucha cruenta. Callejas y yo intercambiamos fugaces miradas. Pareció darme un tácito consentimiento para proseguir.
        —Precisamente ese es el esquema que desearíamos romper. Hace mucho tiempo que no transmitimos programas de este corte, con un “tárguet” eminentemente familiar, enfocándonos con precisión hacia la clase media emergente y profesional quienes, seamos realistas, no cuentan con muchas alternativas a la hora de encender el aparato.
        Ronnie se aflojó un poco más la corbata. Se reclinó un tanto en su mullido sillón de ejecutivo senior y, después de un sorbo de té frío, interrogó a Callejas.
        —Y usted, profesor, ¿qué nos dice al respecto?
El interpelado se irguió hacia un costado, sacudió su pipa en un cenicero de cristal y comenzó a hablar sin dejar de ver sus entrelazados dedos.
        —Creo que la estrategia adelantada hasta los momentos de salirnos prudentemente de los cánones tradicionales por donde siempre había marchado la televisión venezolana, y por extensión la latinoamericana, ha sido exitosa. La proposición de la licenciada Pérez Pirrone se encuadra en este contexto que no significa, sincerémonos, una ruptura revolucionaria con el pasado sino, más bien, un reacomodo, un replanteamiento en el modo de conceptualizar el producto que ofrecemos al espectador. Sin olvidar que pertenecemos a una empresa que busca márgenes razonables de rentabilidad y que no pretendemos realizar televisión elitesca, pienso que esta proposición debería merecer el visto bueno de esta junta.
        Respiré reconfortada. Mejor espaldarazo no se podía esperar.
        —Okey, de acuerdo —exclamó Ronnie, cubriendo la punta de la mesa con su diafragma de rinoceronte rubio y dándole un tímido golpecito a la superficie bruñida—. Licenciada, abóquese a preparar un piloto que esté listo, a más tardar, en un mes. Gracias por su presencia. ¿Qué más tenemos pendiente en agenda, señores?
        Me retiré con la anuencia de la junta. De inmediato, me vi inmersa en un hilo febril de actividad. Las reuniones se sucedían una tras otra. Numerosos detalles requerían mi atención para ser aprobados o denegados. Luego de arduas sesiones de trabajo, conseguí que los arquitectos a cargo del diseño escenográfico plasmasen en planos la idea un tanto barroca y posmodernista que bullía en mis neuronas. Logré hacerme de los servicios de uno de los más frenéticos e inquietos directores de cámaras del canal porque anhelaba otorgarle un cariz dinámico al marco visual del programa. Afinamos la mecánica de la competición  dotándola de un máximo de agilidad y entretenimiento, evitando a toda costa los altibajos y requiriendo la participación de las figuras reconocidamente célebres de las telenovelas para disponer de un gancho más efectivo de audiencia. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Todo, excepto la cuestión del animador.
        Me descorazonaba reconocerlo, pero no dábamos en el clavo. En el papel de trabajo lo definíamos como una personalidad fresca, agradable, desinhibida, telegénica y con una buena dosis de cultura, sin llegar a ser petulante, engreído y tedioso. La gente que me recomendaban en el canal no llegaba a calzar la totalidad de estos puntos. Algunos resultaban demasiado livianos y frívolos. Otros apenas podían respirar por el acartonamiento y la pomposidad. Los más no manejaban los códigos de desenvoltura para codearse con participantes de cierto nivel sociocultural. Hicimos varias pruebas y ninguno me satisfizo a carta cabal. Sin pecar de genios, todo el mundo presumía que el éxito eventual del espacio recaería en la acertada selección del animador.
        Por esos días, me di a la tarea de convencer a Canuto de la conveniencia de estabilizar su vida.
        — ¿No te gustaría trabajar conmigo en la televisión?
        —Essssssso. Así m’bato una d’artista, con una muela burda d’bandera. ¡Dígame cuando m’vean los panas en plena tripa teletevé!
        Se puso un tanto remolón cuando se dio cuenta que su esmirriado porte no iba a salir al aire. Al menos, no todavía.
        —Tá bien, mi reina. Me vacilo d’tranquilidad una d’recogecable y d’asistente’e cámara porq’tú tienes razón. Hay q’chambiá legalidad pa’controlase las lucrecias. Además, yosssé q’contigo voy caballo blanco y ya m’llegó l’época d’achantá el güiro, dígalo ahí.
        No dejé a quién no probé para el papel de animador. Por el estudio que me habilitaron para grabar el piloto pasaron actores, actrices, locutores, reporteros, vedettes de certámenes de belleza, show-men, narradores hípicos y de béisbol, cuentachistes, parodiadores, imitadores, predicadores evangélicos, políticos desocupados, perifoneadores de verduras, anunciadores de vuelos en los congestionados aeropuertos nacionales, y no sigo.

        Una noche en mi apartamento. Ornela, su novio, Nadia, el “Gocho” Rojas y yo. Acababa de darle el Nestum a Pedro Pablo. El sueño lo doblegó y dormía en brazos de su tía.
        —Por fin, LauraÉ, no me has contado si has conseguido al animador que tanto andas buscando —Nadia me ayudaba a poner la mesa.
        Miré al “Gocho”.
        — ¿Y este joven tan prosopopéyico no podrá hacerme el quite? — pregunté, con tono de guasa.
        —Nooo, mija —respondió presuroso—. A mí no me pueden parar delante de un micrófono que no me achicopale todo.
        —Pero si nunca has hecho la prueba —terció Nadia.
        —Zapateen pa’otro lado. El hambre todavía no me obliga a tanto.
        ¾Te tengo una sorpresa, Rojitas. Quería reservármela para más tarde.
        El "Gocho" entornó hacia mí su mirada virola.
        ¾Conseguí con el profesor Callejas para que te dé una oportunidad con el staff de escritores dramáticos.
                        ¾Uy, "Gocho" —dijo Nadia, sobándole la rodilla derecha—, ¡quién te viera convertido en el rey del culebrón!
        —Venderé mis principios por un plato de lentejas noveléricas. ¿Cómo la ves? —ripostó él.
        Ornela retornó de acostar al nené en su cama cuna.
        —Es que ustedes no han escuchado al tipo que tiene Jorge Luis, el hermano del Arnaldo, en Radio “Éxitos del Mar”. ¿Verdad, mi amor?
        El novio de mi hermana despegó la vista del televisor, colocó el pocillo a medio llenar de café con leche sobre el platico y dijo, con énfasis de gafolandro:
        —Mmmmmm... bien.
        — ¿Quién es ese? —interrogó Nadia.
        —No sé. Es un tipo que se hace llamar el Doctorísimo Chancleto. A causa de él, esa emisora,  comprada por  el doctor Rovira al playboy de  Jorge Luis para que hiciera algo con su vida, repuntó —explicó Ornela, sin cuidarse del novio que ya no la escuchaba más, embebido en la teleculebra de las nueve—. La sintonía andaba por el subsuelo hasta que llegó este hombre con sus imitaciones y sus mamaderas de gallo, un poquito al estilo gringo, y mira, te digo, desde hace un tiempo para acá Radio “Éxitos del Mar” ha venido recuperándose. Si hasta parece que, del tiro, Jorge Luis dizque empezó a sentar cabeza. ¿No es verdad, mi amor?
        —Mmmmmm... bien —replicó el interpelado sin despegar los crótalos del dramón pletórico de cuaimas, mapanares, cascabeles y macaguas.
                       
        Al otro día, yendo hacia el canal en “El Delfine”, sintonicé la emisora. Era una de las últimas en el dial AM. La señal, a ratos nítida, a ratos débil, parecía aquejada de tuberculosis electrónica. Un borrachín deslenguado agudizaba el ingenio para lograr que un portugués de botiquín consintiera en dejarlo ir sin pagar, con el aplauso frenético de las ficheras que ornaban el antro; a continuación, el presidente norteamericano se comunicaba con el mantecoso presidente de Venezuela e, intercambiando los más descabellados refranes, firmaban un acuerdo de cooperación para que los satélites espías gringos hicieran descender las manos de topocho que se paseaban realengas por la estratósfera en la nota del alto costo de la vida; de seguidas, un boxeador barloventeño, luego de haber sido noqueado, le pedía la bendición al campeón mundial, solicitaba que le trajeran a su mamá desde Tapipa con una sopa de plátano verde porque se le aflojaban los esfínteres, y le preguntaba al réferi, muy de soslayo, si ya se había ido el otro negro que lo aporreó para ver si él agarraba camino; luego se escuchó la voz del Papa con su pastoso acento varsoviano regañando a las mujeres por usar la píldora, la minifalda y los minúsculos bikinis y, a medida que progresaba la diatriba,  el sumo pontífice iba transformando su cadencia tonante en una especie de rap con polka y terminó coreando un estribillo sabrosón con un coro de féminas alborotadas, pasándose, sin solución de continuidad, al campo de la gozadera y el hedonismo (“Ya lo van a protestar los curas”, pensé). No había personaje público que se salvase de sus chanzas.
        — ¿Sabe, baisano, en gué se diferencian los judíos de las bizzas? —preguntose a sí mismo, en su imitación de Yasser Arafat.
        —No —respondióse con la que imagino sería su voz normal.
        —En gue las bizzas no chillan guando las meten en el horno.
        Y él mismo se doblaba de la risa, exclamando:
        — ¡Ay, Yijova, si me escuchara Moshe...!

        Lo mandé a localizar con uno de los asistentes de producción. Al día siguiente le hicimos una prueba de cámara. El frenético director le explicó la mecánica del programa y lo que se esperaba de él. Le indicó los desplazamientos en el set  y la manera de coordinarlos con los movimientos de cámara.
        —Bueno, señores, posiciones... ¡Graba, video! ¡Cinco, acción! — gritó el director desde su cabina.
        No podíamos creerlo. Aunque nos había confesado que era la primera vez en su vida que pisaba un estudio de televisión, el fulano Chancleto parecía haber nacido con un micrófono en la mano y delante de una cámara.
        —Éste como que es el hombre, LauraÉ  —sugirió el director, convirtiendo en microscópicas trizas la plantilla de luces del estudio.
        —Ese pinta es violentísimo soltando buches —me susurró Canuto, empujando una cámara.
        Esa misma tarde me reuní con mi equipo.
        —No he visto a ninguno que lo haga tan bien como él —reveló Lourdes, la productora.
        —Tiene cancha y labia —argumentó el director, mordisqueando, con ánimo ratonil,  la goma de borrar de un bolígrafo.
        —Mmmm, no está mal —calificó Gerardo Farfán, deteniéndose en mi oficina para examinar la grabación en U-Matic.
        —Lo que no me gusta es el nombre —confesé—. Quiero decir, su nombre verdadero.
        —Demasiado complicado —reafirmó Lourdes.
        —Eso de Doctorísimo Chancleto no pega en televisión. A menos que lo reserváramos para un programa infantil —comentó el director, creyéndose el rey de la batería rockera con par de lápices haciendo de palos y sendas libretas en carácter de redoblantes y platillos.
        —Con esa procacidad y ese doble y hasta triple sentido con que dice las cosas no me lo imagino en un espacio para niños —objetó Lourdes.
        — ¿Qué nombre le vas a poner? —Gerardo retomó el hilo.
        —Dejémosle el nombre de pila y cambiémosle el apellido —propuse.
        —A ver, a ver. ¿Qué tal te parece Benny Molly? —insinuó Lourdes, consultando una lista de alternativas redactadas en un cuadernito— ¿O, más bien, Benny Miller?
        —¿Miller en vez de... Möllerstein? ¿Así es cómo se dice? Te diré que me parece muchísimo mejor así. Doy mi voto a favor —manifestó el director sonándose las coyunturas de los dedos una a una.
        Posé la vista en Gerardo. Hizo un gesto aprobatorio.
        —Perfecto. Nos quedamos con él —y di por terminado el asunto.
        Nos levantamos. Gerardo esperó a que los otros salieran.
        — ¿Cenamos esta noche en el “Chez Patrick”?
        Asentí, recogiendo mis cosas.
        “Benny Miller”, cavilé. “No está mal”.

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