Capítulo HH
¿Quién definió el amor como la penitencia
fortuita de las palabras y los gestos? Ha debido ser, sin duda, algún lóbrego
Van Gogh de la escritura, algún ser maldito enredado en telarañas terrosas.
Porque no hay nada más liberador que el amor.
Al nacer
Pedro Pablo se soltaron las amarras de mi dicha. Ese pedacito de carne
sonrosada, de frágiles huesos, de mirada entrecerrada y vacilante, de cabeza
moteada de hebras semejantes a oleajes plasmados en lienzos sumergidos, ese
diminuto hombre escapado de mi vientre se convirtió en el eje vertiginoso de mi
existencia. Todo el inventario de amor contenido que se licuaba en mi alma cesó
de pugnar y afloró, incontenible, a chorros, con el estruendo de un chaparrón
de agosto. La primera sorprendida era yo. Me estremecí de alegría al descubrir
mi capacidad de amar, sin restricciones, sin hitos fronterizos.
Pedro Pablo
significó, a la vez, el gran vínculo entre Ornela y yo. Nuestras vidas habían
divergido radicalmente, es cierto. Con el pequeño en medio, los recelos
encallaban en las albuferas de la memoria. Mi hermana mostró sus dotes de
excelente compañera, de amantísima tía, de solidaria a carta cabal. Estábamos,
entre ambas, sondeando las hondonadas de
una nueva y placentera mar océano. Ojalá siempre.
El período
negro pareció desvanecerse. Nació mi hijo. Tenía una nueva residencia. El
incendio del otro apartamento marcó una especie de rito purificador, en el cual
todo lo perteneciente al pasado quedó tapiado por las jarcias del olvido.
Numerosos amigos de los de antes volvieron a aparecer con intención de borrar
los malos momentos. El embarazo me trajo muchos problemas al principio; nunca
padecí por la salud y al verme limitada por náuseas, mareos, vómitos, várices
diminutas y pare usted de contar, estuve a punto de deprimirme. Resolví, por lo
tanto, ocuparme en algo útil. Me propusieron hacer labor cultural en los
barrios y retorné, al punto, a Las Minas de Baruta, llevando grupos de títeres
y talleres de teatro callejero, organizando muestras pictóricas y recitales de
canciones de protesta al aire libre, montando espectáculos de danzas
folklóricas y grandes parrandas de tambor barloventeño. Las gentes del barrio
se animaron y nos auspiciaron
decididamente. Para variar, la directora del ciclo básico, ciega de
rabia al tenerme nuevamente en su coto exclusivo de caza, pretendió malquistar
a las autoridades civiles contra nosotros. Hice, entonces, algo que jamás pensé
que haría. Utilicé influencias. Le referí el asunto a Ornela. Sabía de su
estrecha amistad con la célebre Fedora Téllez, de quien ya todo el mundo se
hacía lenguas como la madame Pompadour, la madame Du Barry y hasta la ¡Lucrecia
Borgia! del régimen. Y se acabó lo que se daba. La situación dio un vuelco
total. La policía ya no hostigó más las veladas, pasando los agentes a
convertirse en nuestros primeros colaboradores, desdeñando sus caretas de
gorilas asalariados y de mampara de los poderes ocultos tras las bambalinas ceremoniales
de esta falsa democracia. Aun permaneciendo uniformados, se percataban
progresivamente de que ellos también son pueblo. Sin el azuzamiento deliberado
de las jerarquías mercenarias, no había razón para porfiar en el absurdo
enfrentamiento que los oponía a sus compañeros de clase e infortunio.
— ¡Esto es
Arcadia! ¡La utopía rediviva de Tomás Moro! —afirmaba el “Gocho” Rojas, casi en
el límite de la exaltación, observando a los agentes arrimarle el hombro a los
muchachos de la barriada, cuyas fachas, modales y vocabulario no diferían, en
buena medida, de las de los malandros más duros, mientras armaban una tarima
portátil para el debut del nuevo combo salsero, integrado, casi en su
totalidad, por ex alumnos míos del ciclo básico.
La barriga,
por ese entonces, se iba abultando más y más, lo que no impedía dejarme llevar
a la pista de baile por cualquier caballeroso compañero de vicisitudes en el
barrio.
— ¿Y esa
profe Pérez Pirrone, qué? —me saludaba, con el micrófono a todo volumen, el
chamo vocalista principal, llevando sus palabras al unísono del repiqueteo
africano de las tumbadoras y las pailas.
A pesar de la
trepidante rítmica y de la alegría desbordada, no se presentaban incidentes
desagradables.
— ¡Tranquilo,
mis panas! ¡Esta es la rumba del amor y del cariño! ¡Vamos a comportarnos todos
que la profe Pérez Pirrone nos está mirando y no queremos quedar mal con ella!
¿Verdad que sí? —peroraban los muchachos al interponerse entre contrincantes
dispuestos a darse unos pescozones. Intimidados por el ingente número de
personas dispuestas a mantener, de motu propio, el orden y la convivencia, los
rivales preferían dejar las cosas de ese tamaño y la gente seguía disfrutando
sin mayores percances.
Repetí, con
mayor éxito aún, los montajes teatrales que ya habíamos ensayado en el ciclo
básico.
— ¿Quién mató
a Fuenteovejuna?
— ¡El pueblo!
—coreaba el elenco.
— ¡Así es! ¡A
los desgraciaos hay que fuñirlos! —gritaba una voz metálica desde la audiencia.
— ¡Guáimaro
con esos bichos! —exclamaba otro desde un tejar vecino y no dilataban las
risotadas en aflojar.
La chama
actriz de carácter se salió del libreto y declamó ad libitum:
— ¡Sí! Porque
cuando todo falla, porque cuando se nos cierran los caminos, porque cuando la
corrupción se apodera de todos los instrumentos de la justicia, hay que
reaccionar vivamente, tomando nosotros mismos, el pueblo, con nuestras propias
manos, el clamor para que se castigue a quienes se han burlado de nuestras
esperanzas...
— ¡Los
políticos! ¡A esos hay que fuñirlos! —remachaba la voz metálica.
— ¡Yo los
plomeo con mi bácula! —aseguraba la voz desde el tejar.
—Pero la
justicia del pueblo —continuaba la chama actriz de carácter—, aparte de
ejemplarizante, debe ser impecable. En esta obra que estamos representando se
demuestra cómo las masas pueden abrogarse el derecho a ejecutar al funcionario
corrompido, deshonesto y autoritario. ¿Creen ustedes que eso es correcto?
— ¡De bolas
que sí! —contestó la voz metálica, rápidamente coreada por el resto de la
audiencia.
— ¡Bala con
esos zánganos! —retumbó la voz desde el tejar.
—Pues
entonces, estemos preparados, compañeros. Ya no soportamos más el espectáculo
de los corruptos derrochando y gozando del dinero que nos han robado mientras
viejo pueblote pasa hambre y necesidad. Ellos disfrutan de lo lindo en sus
mansiones, viajando a Estados Unidos y Europa cuando les viene en gana,
alimentando a sus perros con manjares que ya quisiéramos nosotros para nuestros
hijos. Ah, pero que no se olviden que la justicia tarda pero llega...
— ¡A los
políticos y a los corruptos hay que matarlos! —clamó la voz metálica.
— ¡Plomo con
esos muérganos! —sentenció la voz del tejar y, de inmediato, la audiencia se
largó con una letanía de improperios contra quienes consideraba responsables de
sus privaciones.
El “Gocho”
Rojas y yo notamos la intranquilidad entre los policías. Previendo cualquier
descontrol que pudiese devenir en encontronazo con las fuerzas del orden,
decidimos subir a la tarima para sugerir a los actores que terminaran de
representar la obra. Afortunadamente, su respeto hacia mí era inmenso y, al
cabo de pocos minutos, la escenificación siguió su curso.
—Quédese
tranquila, profe, que no le vamos a echar a perder la noche ni a usted ni a su
barriga —me aseguró el chamo vocalista.
Ya en mi
casa.
—Es que los
ánimos están muy excitados —escuché al “Gocho” Rojas decirle a Nadia Coronado,
al tiempo que yo venía de la cocina con unos pasapalos preparados por Ornela—. Oye, y no es para
menos. El pueblo ya no es pendejo. Todo el mundo sabe que esta crisis es
producto de los reales que se robaron los vivos y de la impunidad con que los
disfrutan.
Puse un disco
de Pablo Milanés para matizar la conversación.
—En eso
estamos de acuerdo —manifestó Nadia—, pero yo lo que me pregunto es, ¿qué
hacer? ¿Para dónde coger? La lucha armada fue derrotada y ahora lo que se
observa es un repliegue general de toda la izquierda hacia posiciones cómodas,
hacia el disfrute de las migajas que nos arrojan los partidos del status para
no volver a sucumbir a la tentación del alzamiento. Nos hemos mimetizado en lo
que los franceses llaman la divine gauche.
—Mira, chica —se estaba poniendo
vehemente el “Gocho”—, aun peco de soñador y de diletante, yo reivindico la
pureza del arrojo individual. Confieso que rezo todas las noches, con la
inmensa fe que me confiere mi agnosticismo desbordado...
Nadia y yo
reímos.
—...eso del
rezo es un resabio de mi conservadora crianza andina, rezo, vuelvo y lo repito,
porque aparezca alguien verdaderamente valiente, atestado y cuatriboleado. No
me refiero, óigase bien, a ningún movimiento de masas, ni siquiera a una
minúscula vanguardia cohesionada, como recomendaba Lenin. Hablo de un solitario
purificador que se dedique a extirpar, con la fuerza de la sangre derramada,
este cáncer que nos carcome que es el de los corruptos, prevaricadores,
ladrones, comisionistas y testaferros. Tiene que ser un glorioso suicida al
estilo fundamentalista islámico, que crea en el fondo de su corazón que va a
ganar el cielo y un harén de veleidosas huríes
al constituirse en la cólera de Dios. Tiene que ser un nuevo Boves
tonante y arrasador de toda la ignominia pasada que, con la fuerza que le
provee el ansia de justicia social, se dé a la tarea de eliminar de la faz de
esta tierra a toda esa jauría de parásitos, políticos, ricachones,
sindicaleros, trepadores y logreros que se ha apoderado de este país.
— ¿Estás
clamando por un ángel exterminador, “Gocho”? —pregunté.
—Llámalo como
tú quieras.
—No, “Gocho”,
así no puede ser. Eso va en contra de todas las experiencias de la historia.
Las iniciativas de un individuo solitario se diluyen ante el inconmensurable
cuerpo social como la gota de agua en el océano —recalcó Nadia—. Eso es puro
nihilismo.
—Soy alérgica
a la violencia. Gandhi logró más con una rueca que todos los terroristas con
sus bombas y pistolas —intervine.
—Eso pasó en
la India, donde abundan los ascetas y los faquires —me interrumpió el “Gocho”
Rojas—. En este país acogotado por tanto pájaro bravo campeando por sus fueros,
a los soñadores y mansos de corazón los cogen para mamadera de gallo. Hace
falta una espada flamígera, empuñada por un vengador errante y carente de
piedad. Al rodar las primeras cinco o diez cabezas, el resto de la gusanera
temblará de pavor y, entonces, o se arrepienten o abandonan esta tierra de
gracia por siempre jamás.
¾¿Y
tú qué piensas hacer al respecto, "Gocho"? ¾preguntó
Nadia¾
Porque del dicho al hecho hay mucho trecho y esas teorías tuyas se oyen harto
interesantes así en el puro bla-bla-bla,
peeeeerooo…
¾De
entrada, te diré que voy a incluir esta idea en el libro que estoy escribiendo ¾informó
el aludido.
¾Esa
gran obra que vienes calibrando desde hace no sé cuándo y de la cual no hemos
visto la primera línea ¾aguijoneó
Nadia.
¾Te
vas a caer para atrás cuando la tengas en tus manos ¾aseguró
el "Gocho", chasqueando la lengua para denotar la resequedad de su
gaznate.
¾No
lo descalifiques, Nadia, que él me ha enseñado algunos extractos y puedo
asegurar que nuestro común amigo Rojitas viene con la vena poética por todo lo
alto ¾aseguré,
haciéndole el quite a nuestro intelectualoso y verboso amigo.
Ornela
irrumpió desde la cocina con una nueva ronda de ron con aguakina.
—Aquí están
estos palos para mis amigos, los componemundos —ofreció, con el mismo espíritu
dicharachero que le abría las puertas en todas partes.
El “Gocho”
Rojas se recompuso. Me di cuenta que le gustaba mi hermana.
—Nadia tiene
razón, Rojitas —aduje—. ¿Qué se gana con eliminar a unas cuantas
individualidades si, de todas maneras, las estructuras de poder permanecen
incólumes?
—En mi
escrito sostengo que esta acción no es válida
como un fin en sí mismo sino, más bien, como un detonante para que las
masas se echen a la calle y tomen la iniciativa que les corresponde. ¿Qué mejor
estímulo para estremecerlas y hacerlas abandonar el marasmo en que se
encuentran?
—Ahí te
contradices, loco, porque sin una organización disciplinada que asuma a
conciencia el liderazgo, la resultante de todo eso va a ser una orgía de hordas
anarquizadas y enloquecidas dedicadas al botín, al saqueo y a la violación —se atrevió Nadia a profetizar.
—Caray,
¿dónde es eso? Si la cosa es así, entonces hago como la monjita del cuento:
¡violación es violación! —bromeó Ornela.
El único que
le consiguió la gracia fue el “Gocho”.
—Bueno
—dije—, supongamos que lo que tú propones se lleve a efecto. Sale un loco
atestado...
—Un rolo de
amargado y obstinado de la vida, diría yo —calificó Ornela.
—...y se
dedica a eliminar políticos... —continué.
—...y a toda
clase de corruptos —agregó Nadia.
—Sí, pero los
políticos son los más evidentes —terció el “Gocho”—. Con ellos habría que
comenzar el escarmiento.
—Ajá,
llegamos al punto —clarifiqué—. El problema nuestro, es decir, de la izquierda
en general, es que vivimos teorizando y elucubrando en demasía. Siempre nos
resulta difícil poner los pies sobre la tierra. En este momento, Rojitas acaba
de colocar sobre la mesa una propuesta concreta. Te emplazo, por consiguiente:
¿qué harías tú en caso de tener la ocasión de ser ese guerrero vengador
solitario?
— ¿Yo? —al
“Gocho” se le infló el pecho ante la mirada de Ornela.
—Sí, tú
mismo. Ay, Rojitas, quién te viera empuñando un fusil con mira telescópica,
todo de negro de pies a cabeza y encaramándote por las paredes del Congreso
como el hombre mosca, extremadamente sigiloso, al acecho de tu víctima —Ornela
seguía con su ánimo de chanza.
—No olvides
agregarle un compinche, formando la pareja dinámica de Batman y Rojas —Nadia se
sumó al corro de la jocosidad.
El “Gocho” se
cohibió un tanto. La cercanía de Ornela incrementaba su timidez y acentuaba su
aire profesoral.
—Vamos a
hablar en serio —recomendé—. ¿Con quién, específicamente, arrancarías esa labor
de cauterización?
—Déjame
decirte —empezó a decir con cierta vacilación el “Gocho” Rojas— que esto se me
ha ocurrido no como una solución final, sino como un sucedáneo temporal a la
falta de justicia, a la burla en que han convertido nuestro ordenamiento
jurídico...
—Ah no —saltó
Ornela—, ya la van a volver a coger con nosotros, los abogados.
—No con los
abogados. Con todo el sistema que está carcomido con las sentencias amañadas,
los juicios comprados, los jueces venales, los códigos absurdos y
decimonónicos, los veredictos negociados —pontificó el “Gocho”, su peludo
índice en dirección al techo.
Ornela se
amoscó.
—Tú no puedes
afirmar eso porque la mayor parte del tiempo no es sino la prensa la que forma
esos alborotos contra nuestro gremio. Una cosa es la verdad procesal...
—No se
desvíen —interrumpí—: queremos nombres.
El “Gocho”
parecía haber recobrado el aplomo.
—Bueno, ya
que me pides nombres para que el verdugo anónimo les dé matarile, ¿qué te
parece este? ¡Rubén Arnoldo Rovira!
Ornela mudó
de color, cual papel tornasol.
—Más adecuada
no puede ser esta selección, en vista del cariz que tomó la discusión. Nada
menos ni nada más que el gran componedor de la comarca. El hombre que quita y
pone jueces y fiscales a su antojo; el hombre de quien se sabe que, con un
telefonazo suyo, puede cambiar, trastocar, mutilar, dilatar, torpedear,
inutilizar, agilizar y enterrar sentencias absolutorias o no; el hombre
reconocido como el jefe indiscutible del famoso clan de Rubén Arnoldo, el
exclusivo grupo de abogados que maneja a su antojo el poder judicial
venezolano; el hombre a quien toda la clase política, y todos los “empresarios”
enriquecidos en conchupancia con ella, deben favores por ocultarles sus
tramposerías y marramuncias legales...
Ornela cortó
la perorata del “Gocho” sin dejar traslucir su turbación.
—Oye, ¿y cómo
sabes tú que todo eso no es falso?
—Vamos,
querida amiga. Todo el mundo en Venezuela sabe que Rubén Arnoldo Rovira es una
de las vacas sagradas de la corrupción. Un sujeto que empezó siendo
sindicalista petrolero y hoy en día no
lo matan por menos de cincuenta millones de dólares.
—Verdaderamente
que es una escogencia acertada —concordó Nadia, levantándose y solicitando los
vasos para volverlos a llenar de ron con aguakina.
—Deja que yo
voy —Ornela decidió asumir el rol de dueña de casa.
La vi
desplazarse hacia la nevera un tanto afectada. Menos mal que no escuchó lo que
vino luego.
— ¿Y después,
Rojitas? ¿Quiénes serían las próximas víctimas del guerrero enmascarado?
—inquirió Nadia.
—Fedora
Téllez y su elegante consorte, Arnulfo Lizarraga.
— ¡Romeo y Julieta!
—adjetivó Nadia— ¡Simón y Manuelita!
—Los amantes
deben aprender —concluyó el “Gocho”.
—...y
escarmentar en carne propia —agregué, palpándome la barriga, dentro de la cual
una criaturita juguetona manifestaba su inquietud pateándome.
Esos últimos
meses revolotearon como golondrinas índicas.
Llegué a
sentirme ligera y plena de regocijo. La impaciencia por mecerlo entre mis
brazos me tenía en vilo y me halaba, soñando las canciones con que lo iba a
arrullar.
Personajito
extraño y anhelado,
quiero besar tus ojitos
por las noches
y despertarme presurosa
al oír tu vocecita de
algodón
solicitarme, a ciegas,
por entre las sonajas
mudas
y las cortinas
inexistentes de la noche.
Porque la vida,
¿sabes?, nuestra vida
se nos presentará
como un velerito aventurero
en aguas muy tersas.
Y yo estaré ahí,
siempre, siempre,
para protegerte con
este amor mío
cincelado en seda y
libertad
Veía
en el espejo a una mujer hermosa. Así era como me sentía. Adopté unas
placenteras manías retozando sobre las playas de mi soledad. Me admiraba a mí
misma al contemplar mis pechos cabalgar en lomos del vientre abultadísimo, con
el ombligo pareciéndome una boya hinchada o un corcho flotador. Lo sentía
desperezarse en mi interior, semejándoseme a un delicioso meteorismo con un
sonsonete de súper orgasmos
espirituales. ¡Estaba gozando de mi preñez! Solamente existíamos mi hijo
por nacer y yo, y no necesitábamos a más nadie. Se podría asegurar que
disfrutábamos, ambos, de nuestro placer exclusivista.
Vida,
como te vivo, vive
niño,
de mi niñez, niña
amor,
con amor te amo
te
aguardo, te espero, te sueño
vivir
para aguardarte
vivir
para esperarte
vivir
para soñarte
Nunca
llegué a asustarme. Tuve siempre la certitud de que tu llegada, preciosa prenda
mía, sería suave y rizada como los oleajes del crepúsculo. Los dolores físicos
zarparon encerrados en una cuenca de voces, calambres y sudor. Sólo quise
concentrarme en ti. Sabía, porque suspiré por saberlo, que mi amor te iba a
despegar de ese rincón endulzado de mis venas para remontarte a mi corazón.
Llegaste, al fin, y mi hermosura se agigantó. Llegaste, al fin, para erigirte
en sumo sacerdote de nuestra insólita religión.
Primera vez
que veía a Ornela tan excitada. Adoró al bebé sin restricciones en un
agradabilísimo cataclismo de amor. Sin embargo, presentí inefablemente que todo
ese cariño afloraba por mediación de mi hijo. Si entre ella y yo se diseñaba,
¡albricias!, un rumbo de profundizado afecto, sería a instancias del pequeño.
Era lo mejor.
No me
interesaba tener idea exacta de lo que hacía Ornela con su vida. Sabía de su
noviazgo con el hijo de Rubén Arnoldo Rovira. Su estampa de envarado gafolonio
y sus comentarios bobolongos me desconcertaron al principio. Creía que se
trataba de una broma de mi hermana. Después percibí que ella se lo tomaba en
serio y que rodeaba esa relación con un manto de formalidades que daba por
desaparecidas en el fragor de las revueltas de los sesenta y los setenta.
Recuerdo, viniendo al caso, cuando el pobre pazguato pretendió, en tres o
cuatro ocasiones y a instancias de Ornela, cargar a Pedro Pablo. El bebé lo
rechazó con un llanto agudo y ensordecedor, nada común en él. Arnaldo optaba,
desde entonces, por sentarse tranquilamente en un sofá cada vez que venía a mi
apartamento, embebiéndose en la geografía sinuosa de las grietas del techo o en
el vuelo torpe de las moscas extraviadas, sin dejar de tomarse, al menos, siete
pocillos de café con leche que le preparaba mi hermana. Así se pasaba las
veladas con nosotras hasta que Ornela se apareció un buen día con un televisor.
“¿Cómo era posible que el vástago de un tipo tan célebremente avispado pudiera
permanecer durante tanto rato abrevando de los programas más necios y tontos,
entreabriendo la boca con un rezongo ecuatorial y ensimismado en la idiotez de
las novelas, con una actitud cataléptica como si estuviera roncando con los
ojos abiertos?”, me interrogaba yo.
El obsequio
llegó en el momento justo.
— ¿Sabes que
el profesor Callejas me preguntó por ti en días pasados? —me informó Nadia al
regreso de la primera colectiva de los pintores ingenuos de Las Minas.
— ¿Ajá?
—pregunté— ¿Y qué es de su vida?
—Muérete:
¡trabajando en televisión!
—Imagínate donde
cayó.
—Por cierto
que me ofreció empleo.
La miré con
ceño medio burlón y medio inquisidor.
— ¿A ti? ¿En
televisión? Me imagino que no será de vedette
para que salgas meneando el pompis en uno de esos programas maratónicos de los
sábados que tanto le agradan al novio de Ornela.
—Búrlate, mi
amor, pero ésta que está aquí todavía dispone de un torrente de sabor y dulzura
para compartir con los muñecotes de la TV.
Ambas reímos.
Nadia surcaba por los mogotes de la vida con porte franco de solterona
incorregible. Aunque no por falta de ganas.
— ¿Y
entonces? ¿Cuál era el ofrecimiento?
—Ah sí. Se me
olvidaba. Resulta que el hombre viene siendo dentro del canal como una especie
de director creativo. A él se debe, entre otras cosas, que ahora las novelas
sean más realistas y no se concreten únicamente a la consabida historia, toco
madera por lo pavoso, de muchacha pobre conoce a muchacho rico, se convierte en
madre soltera, lucha para...
“Dios mío”,
pensé, “¡cómo se asemeja la historia de mi vida a un ofidio televisivo!”
Nadia
comprendió que había pulsado cierta tecla sensible.
—Ay, loca,
perdóname por martirizarte con tanto desvarío, pero tú sabes cómo es...
Hice un
ademán para que no preocupara.
—Es que las
mujeres somos unas tontas de capirote —argumenté—. Nunca escarmentamos y, para
colmo, somos las primeras víctimas de la alienación producida, entre otras
cosas, por esa cajita concupiscente.
— ¡Oooñóoo!
Siempre dije que tú eras la campeona de la labia...
—Bueno, pero
termíname de contar lo de Callejas, pues.
Me puse a
fregar unos platos mientras Nadia hablaba.
—El hombre
está organizando un departamento de semiología en el canal para analizar, con
enjundia y profundidad, todos los libretos y guiones de los programas que vayan
al aire.
— ¿Y eso qué
tiene que ver conmigo?
—Chama, el
profe Callejas me propuso que le aceptara trabajar en el fulano departamento.
Pero me negué. Nadie saca a Nadia de la universidad. Total es que terminamos
hablando de ti y me sugirió que te sondeara a ver si estabas interesada en el
cargo.
Solté una
ahogada risilla.
— ¿Yo?
¿Trabajando en la TV?
A instancias
de Nadia, el profesor Callejas me llamó. Nos citamos para una semana después,
sin ningún compromiso de mi parte. Honestamente, mi intención no rebasaba la
mera curiosidad y la búsqueda de distracción mientras se llegaba el momento de
reintegrarme a mis clases.
Habíamos
planificado, por esos días, un festival interbarriadas a celebrarse, lógicamente,
en Las Minas, donde ya teníamos experiencia y logística. Esperábamos la
participación de numerosas agrupaciones provenientes de toda Caracas. Los
preparativos consumieron la totalidad del tiempo libre que no le dispensaba a
Pedro Pablo (contaba con la ayuda de Débora, una excelente muchacha oriunda del
llano, que accedió a trabajar para mí gracias a la recomendación de Carmen
Adilia Fragachán, la socia de Ornela). Gracias a Dios, el bebé continuaba su
crecimiento sin ninguna complicación. Cada día lo veía más grande, sano, fuerte
y, sobre todo, hermoso.
La directora
del ciclo básico, roída por un inveterado germen envidioso, se había dado a la
tarea de entorpecer el desarrollo del festival. Amenazó con expulsión a los
alumnos del plantel que se sumaran a las labores organizativas. Despotricó
contra mí en una reunión de la junta vecinal calificándome de sinvergüenza,
promiscua, madre desnaturalizada, drogómana y ñángara. Redactó un oficio para
el ministerio de Educación donde me acusó de piratería profesional y de estar
dedicada a actividades subversivas. Ornela me atizaba a demandarla por
difamación e injuria. Decidí no concederle importancia al asunto. Después me enteré
de que sus garfios emponzoñados estuvieron, en buena medida, detrás de los
enojosos incidentes. Me agarró mansita, por ingenua y poco precavida. Pero así
soy yo.
El festival
arrancó con buenos augurios. Los participantes desfilaron por las estrechas
calles de Las Minas, con sus músicas anfibias, sus atuendos de esporangios
coralinos y sus desenfados de simpáticas marsopas en alta mar. Todo el barrio
se había engalanado para recibirlos. Durante varios días los hombres, las
mujeres y los jóvenes bregaron lo indecible, con sus propios y escasos
recursos, para embaular las aguas de albañal que drenaban desde lo alto de los
cerros apilando putrefacciones y escuadrones de moscardones alucinados;
bachearon las calles con asfalto caliente donado, o mejor dicho, sustraído por
unos gandoleros amigos, de los trabajos de vialidad de una lujosa urbanización
que se estaba construyendo por los lados del Alto Hatillo; limpiaron y
ornamentaron las calles; colocaron bambalinas y flores de papel (verdes, rojas
y amarillas como en “La Fiesta” de Joan Manuel Serrat); instalaron bombillos de
colores cerca de los diversos templetes donde se presentarían los grupos de
teatro popular, las parrandas de tambor de las costas de Cuyagua y Choroní, los
contrapunteos de joropo llanero, los zapateados de golpe tuyero y las descargas
afrocaribe de folklore urbano. No quedó nadie sin aportar su granito de arena.
Se organizaron brigadas de orden identificables por brazaletes púrpura (el
“Gocho” Rojas les mamaba gallo preguntando a todo gañote si le iban a pagar
promesas al Nazareno), con inmejorable disposición por parte de los pocos
policías que se dignaban a aparecer por el barrio. La libre empresa dijo
presente con el gentío que, so pretexto de ganarse unos churupos extra, dio
rienda suelta a sus habilidades en el ámbito de los fogones instalando
tarantines para vender hallacas, empanadas, chicha de arroz, dulces caseros,
arepas rellenas, jugos y caratos.
Luego de la
parada, comenzaron las representaciones. Había gente no sólo de Las Minas sino,
prácticamente, de todas las barriadas de Caracas e, incluso, muchos clase media
que se decidieron a vencer el acendrado temor que les produce el contacto con
los sectores menos favorecidos. Por supuesto, la cobertura periodística
brillaba por su ausencia con contadas excepciones. “Si llego a trabajar en TV”,
pensé, “esta va a ser una de las cosas que voy a remediar”.
—Apuesto mi
virginidad a que si fuera un desfile de modas de señoronas adecas o copeyanas,
la concentración de luces y las cámaras no nos dejaría caminar —argumentaba
Nadia.
Recordé la
frase de algún olvidado poeta: “Las maldiciones del Señor son solo para los
pobres”. No obstante, el entusiasmo era contagioso. En compañía del “Gocho”,
Nadia y otros compañeros más, me prodigué para que todo resultase a pedir de
boca. Estaba en mi elemento.
Parece ser
que el asunto estalló, ya un tanto tarde esa noche, por la infiltración de
algunos agentes provocadores de la juventud copeyana. Al principio no lo
sospeché, pero luego me enteré que la mano peluda de la directora no era ajena
al percance. Los gamberros se dieron a la tarea de molestar a las parejas que
bailaban al ritmo guapachoso de una sonora del barrio Marín. Llegaron empujando
e intimidando. Uno de ellos, envalentonado, se subió a la tarima cayéndole a
patadas a los amplificadores e instrumentos. Cuando trataron de atajarlo, por
arte de birlibirloque, dibujó una parábola hirsuta y pendenciera con un
revólver negro que tosió cinco disparos de resonancia amortiguada por el fresco
de la noche en el cerro. El pánico se expandió a la velocidad de la luz policromática
de los colgajos de papel. No sé quiénes arrojaron latas de cerveza, piedras y
otros objetos. Cundió el desorden, como en un hormiguero tapiado. Nadia, el
“Gocho” Rojas y yo nos guarecimos bajo el entarimado. Los infiltrados se
enardecieron, quizá bajo los efectos de droga y alcohol remezclados, sin que
las brigadas de orden, desarmadas e impotentes, pudiesen contenerlos. Uno de
los gorilas se distraía disparándole a los transformadores de luz. Parte del
barrio se sumió en la oscuridad. Los chillidos de las mujeres y los tiros eran
una sarta de traquitraquis frenéticos. De algunas azoteas respondieron el
fuego. La noche se rasuraba con estrépito de batalla campal.
Nadia gritaba
en cámara lenta que nos fuésemos. Emergimos de las entrañas del entarimado con
las piernas temblequeantes. Los fogonazos parecían construcciones de chispas
estranguladas. Corrimos sin saber hacia dónde. Lo irregular del pavimento y la
oscuridad nos hacían trastabillar. Oímos, a lo lejos, ruido de sirenas. Nos
recostamos de un quicio que daba a un barranco más negro y perverso que una
noche de año nuevo. Mis oídos ardían por los gritos escalofriantes, los
ladridos de los perros realengos y los disparos.
— ¡Por aquí!
¡Por aquí! —ordenó el “Gocho” Rojas y observé dos sombras ligeras y blancuzcas
al ser deglutidas por una hendidura en la noche.
Sonaron tres
descargas muy cerca de mí mientras huía azorada del caos. Buscaba a tientas el
resplandor volantinero de mis amigos cuando algo rodó junto a mis pies. Un
cuerpo humano con unos ojos abiertos hacia el cielo partido en dos de Caracas
se había posado en mi despavorida ruta, exhalando un vapor caliente y
gelatinoso. Escuché un estertor de temblor de tierra. Me quedé paralizada por
el horror y las náuseas. No podía ver nada y todo me daba vueltas. Me aturdían
los latigazos sepulcrales de la pólvora que nadaba en esa atmósfera
comprometida por las falsas tinieblas. Incapaz de un movimiento, ni siquiera
podía cerrar los párpados para resignarme a morir. Quería que mi último
pensamiento fuera para mi hijo.
Una mano
rugosa encalló en mi antebrazo.
— ¡LauraÉ! —oí
la voz de Nadia, sobrecogida de espanto, desde el apretado fondo del farallón.
Presa de un
último deseo de seguir viviendo, quise desasirme e ir al encuentro de esa voz.
La mano apretó mi muñeca y me haló con la fuerza de trece ciclones antillanos.
Iba a
volverme loca. El grito de Nadia se repitió, casi completamente desfigurado por
la estridencia del desastre. Mis pies se vieron forzados a seguir las
distancias ascendentes que se clavaban en mi muñeca. Procuraba, en vano, no
ceder ante el ajeno apremio.
— ¡No te
malempates, mi reina! —me conminó otra voz, áspera pero la mar de confortante.
No opuse resistencia.
Con pericia de baquiano submarino, la mano me fue guiando por vericuetos
espumosos, haciéndome apresurar el paso casi hasta dejarme extenuada.
Subimos por
interminables escalones que enfilaban hacia las tráqueas de las penumbras.
Había algunos focos alumbrando por aquí y por allá, mas sus conos de luz no
eran sino lánguidas escobas y mi vista estaba percudida por el terror. La mano
tiraba de mí, me aspiraba, me arrastraba cual cordero pascual rumbo al
sacrificio y me hacía brincar por entre charcos malolientes. Setecientas
cuarenta y nueve sombras platinadas nos olisqueaban a través de celosías
disfrazadas.
De repente y
como en un pase francés cinematográfico, nos encontramos en el interior de una
casucha endeble. Un certero jalón y me sumergí en una ceguera encajonada.
— ¡Suéltame!
—atiné a decir y caí sobre un planchón
basto y corrugado.
— ¡Sshshshshsh...!
Callé por
unos segundos. Los disparos sonaban más lejanos y espaciados. Busqué, aterida
por la oscuridad y la retahíla de sobresaltos, un asidero. Algo me impelía a
abandonar ese sitio. No quería ser prisionera de nadie.
Tropecé y di
de lleno con algún taburete. Hubo un redoble escamoso de hierros desparramados.
—Pero bueno,
mi linda, Cayetano baila bembé. Silencio en la noche, pues.
Desde el
ángulo donde había caído podía verle parte de la cara cortada en dos por un
soplo de luz acuosa.
— ¡Canuto!
— ¡Sshshsh! —
se llevó el índice a la boca.
Afuera
sonaban pasos presurosos y dotados de inercia castrense. Ladraron varios perros
y unas voces latonadas se refractaron en siete quincenas de esquirlas vítreas
que chocaron contra el techo de zinc.
— ¿Qué pasa?
—interrogué, al tiempo que me arrastraba hacia él, apartando con manos
nerviosas un tintineante césped de platos de peltre, cubiertos plásticos y
envoltorios de macarrones.
—Tán peinando
el cerro.
— ¿Quiénes?
—Los pacos.
Sentimos que
pasaban de largo con tremendura de chaparrones moleculares.
Me incorporé
y, por poco, no despego el frágil techo de un cabezazo. Canuto halló graciosa
mi torpeza.
—Tampoco es
pa’q’m’desintegres el espartaco, mi reinita. ¿Cómo l’avestruz? La propia
manguangua. Lo único q’m’achanta es la falta de yacusi pa’meteme con to’ y jeba
y vacilarme una de supersancochón. Dígalo, pues.
No sabía si
echarme a reír o dejarme llevar por unos temblores silenciosos que me
encapillaban las ganas de llorar.
— ¿Dónde
estamos? —pregunté, y me descubrí hiperventilando.
—Esto por
aquiles lo mientan “La Vuelta’el Cachirulo”, dond’el viento se devuelve y
Supermán no entrompa porq’la kriptonita es pura caledonia.
—Tengo que
irme, Canuto —sugerí, ansiosa.
— ¿Tastostá,
mi reina? Orita no podemos dale. A mí m’anda precisando la juda y tú no puedes
pirá sola con tanto landro engorilao en la vía.
—No puedo
quedarme aquí.
Canuto ahora
adosaba su rostro a una ventana minúscula, parecida a una mirilla de
periscopio.
—Me voy
—persistí en mi empeño.
Cerró un
tanto la ventanita. Su escuálida presencia se irguió con dejadez.
—Okigua. Pero
vamos a achantá un pelitín mientras los tomboleles le dan p’alca.
— ¿Cómo
cuánto?
—Ponle un
cuarto d’horilla. Los ñeros esos s’ladillan después d’arrastrá a tres o cuatro
becerros q’cachen con el enchave encima. En eso nos piramos nosotros y rao
bacalao.
—No es
necesario que vengas conmigo.
Canuto hizo
un gesto de caballerito galán.
—Noooo,
chamorra, ¿qué te pasa? ¿Tú crees q’esta zona es Disneyworld? Aquí a jeba q’la
vean batiéndose una de soledá l’sale redoblona. Este barrio es puro latinfáir.
Así que sola ni-de.
Busqué a
tientas el taburete que había tumbado. Lo enderecé y me senté.
— ¿Dónde
estuviste todo este tiempo, Canuto?
—En el
rebusque, mi reina —contestó, a la par que agarraba un galón de pintura y se le
sentaba encima para atisbar mejor por la ventanita—. Vacilándome to’tipo’e chambas
en la Caracoles, porq’la vidurria s’ha puesto Durango Kid pa’nosotros, los
monos cerrícolas, como dicen los burguesitos sifrinos.
Había un
pincelazo de resentimiento en su expresión.
— ¿Cómo me
reconociste en medio del desbarajuste?
Se tornó
hacia mí, con expresión límpida y sin
resquemor.
—Ah, maicuín,
desde hace burda q’sé q’andas en una nota d’ayuda y solidaridá. Lo q’pasa es
q’m’maquiné una d’clandestino.
— ¿Andas
huyéndole a la policía?
—No tanto yo,
sino el panela “Leche Cortá”. ¿Te acuerdas d’él? S’metió a jibareá pa’vé si
s’coronaba, pero lo q’hizo fue enrollase en tremenda culebra con un chivo d’la
justicia por no bajase con los lletes. Porq’aquí to’el mundo se baja caifás paq’
no t’ladillen en las raquetas. Lo q’pasa es q’como nos han visto arrejuntaos,
bueno nosssé.
— ¿Por qué no
lo dejas?
—Nooo,
chamolina, si el tipo me resuelve cantidá. Desde q’s’metió a flecha veloz
siempre anda respaldao. Sino fuera porq’s’embroncó con el paco ese, bueno,
andaríamos por ahí en una d’suavidad y dulzura. Pero tú tranquilina q’los
chaborros andan lejanía q’contemplan mis ojaldres y ya es hora d’sacudirse las
escamas. Coja camino, mileididí.
Salimos.
Conducida por Canuto, atravesé pasadizos estrechísimos, casi en barrena.
Llegando a Las Minas, un zagaletón de afilada estampa como un alfeñique
cirquero pretendió cortarnos el paso. Canuto se le enfrentó, decidido.
—Nooo, vale,
si es el pinta Canuto. Tranculo, convive, y dese. ¿Cómo’stá el dengue por allá
arriba?
—Burda
d’tombos, maifrén. Y toditos calzaos como Rambo.
—Tá pelúa la
vaina, tonces.
—Positivo.
—Yo mejor
achanto con la tierna en el rancho y m’empato en una d’acomodamiento, mojo la
barbilla y pelero adentro, camará, mientras pasa la ventolera.
—Así es
q’es’q’es, varón.
—Dígalo ahí.
—Tá decío.
—Eso, mi
llave.
—Afínquese,
pues.
A guisa de
despedida, ejecutaron un extraño rito, chocando los codos y luego
entrecruzándose las palmas de sus manos
derechas, partiendo cada cual por su rumbo.
Llegamos al
sitio donde había dejado aparcado al “Delfine”. Algún inefable instinto me
decía que Nadia y el “Gocho” Rojas habían salido bien librados de la batahola.
— ¿Tienes
adónde ir, Canuto? —le pregunté, abriendo la portezuela.
Miró hacia la
urdimbre de cocuyos que se recostaba del cerro.
Ornela se
aterrorizó cuando lo vio en el apartamento.
—Definitivamente,
o eres una santa o eres una rolo de loca.
—Me inspiró
lástima, chica. Además, es un muchacho muy leal que nunca ha tenido una
oportunidad en la vida. Y Pedro Pablo se encariñó con él.
Lo único que me producía escozor era que
pudieran despertársele los instintos carnales con la presencia de Débora.
— ¿Qué tal se
porta Canuto contigo? —le pregunté, aguzando los cinco sentidos para no dejar
pasar cualquier indicio de vibraciones extrañas.
—Bien, señora
LauraÉ — respondió ella, con candor y sinceridad.
(El percance
tuvo repercusión. A los pocos días, fui nuevamente amonestada por el ministerio
de Educación a instancias de la mano peluda de la directora del ciclo básico)
Me atavié con
un tailleur azul, cortesía de mi
hermana, para mi cita con el profesor Callejas en el piso ejecutivo del canal.
Su oferta me interesó y acepté.
— ¿Viste,
Pedro Pablo, que tu mami ahora es farandulera? —Ornela jugueteaba con el niño
mientras lo llevaba de la mano en sus primeros y vacilantes pasos.
—Ahora sí es
verdad que vamos a reformar al huésped alienante— aseguró Nadia, agitando el
tetero que se iba a tomar mi bebé cuando dejase de bochinchar con la tía.
—Uy, tanto
optimismo me abruma —precisé, sin dejar de tejerle un suetercito—. En realidad,
mi función se limita al análisis de los textos que se van a llevar al aire para
proponer modificaciones semánticas, ete-cétera, ete-cétera.
— ¡Cómo le
gustan a tu mami las palabras domingueras! —Ornela ahora tomaba al nené en sus
brazos. Nadia le pasó el tetero.
—Estoy dentro
de un equipo multidisciplinario. Hay psicólogos, sociólogos, ejecutivos del
canal, productores, escritores y directores. Callejas le ha imprimido una
tónica de veracidad al tratamiento de los espacios dramáticos porque,
indiscutiblemente, son los que prefiere la gente.
—Pero todavía
siguen siendo unos esperpentos, y que me perdone el profe Callejas —intervino
Nadia.
—Fíjate tú,
yo también pienso lo mismo. Pero esta gente me convenció con el argumento de
que el público no puede cambiar bruscamente sus hábitos de la noche a la
mañana. No lo tolerarían y se cambiarían para el otro canal, que sí pasa
novelas al estilo tradicional, ramplonas y cursis. De lo que se trata, en estos
momentos, es de influir a la audiencia en pequeñas dosis, como dice Callejas.
Ornela mecía
a Pedro Pablo y ya casi lo tenía completamente dormido.
—De vez en
cuando, si tengo tiempo y no estoy muy cansada, las veo y es verdad lo que dice
LauraÉ. Ya los actores, incluso, hablan como uno y no con el estilo acartonado
aquel, como de vieja película mexicana.
—No te lo
niego —apuntó Nadia—. Pero insisto en que son esfuerzos dispersos. Por ejemplo,
¿te acuerdas de “La Señora de Cárdenas”? Esa culebra intentó plasmar una
realidad diferente. Y tuvieron éxito. Pero ahí mismito volvieron a agarrar el
patrón tradicional. No hay consistencia.
—Es cierto.
Lo que sucede es que la estrategia cambió porque la gente no hubiera aguantado
dos “Señoras de Cárdenas” seguidas. Ahora lo que se busca es concientizar con
mensajes escuetos y repetitivos.
—No lo veo.
Dame ejemplos — solicitó Nadia.
—Para citarte
uno, en la novela de las nueve se presentó el caso de uno de los personajes
femeninos principales a quien le diagnostican un tumor en el seno. Lógicamente,
la susodicha se angustia y se reprocha a sí misma por no haber acudido al
médico con antelación. En eso estuvimos alrededor de quince días hasta que la
Sociedad Anticancerosa llamó pidiendo que suspendiéramos, temporalmente, esa
situación dramática porque no se daban abasto con la afluencia de mujeres solicitando
chequeo de mamas.
Ornela se
había puesto pálida.
—Me voy
—dijo, entregándome al niño.
La observé.
— ¿Te sientes
mal?
Recogió sus
cosas y fue hacia la puerta. Se detuvo, dubitativa.
—A mi mamá le
consiguieron un carcinoma en el pulmón —dijo, mirando hacia la rendija de abajo
de la puerta—. Pasado mañana la operan. Iba a decírtelo pero no daba con la
ocasión propicia.
Nadia paseó
su vista de la una a la otra. Cogió al bebé y lo llevó a la cuna.
— ¿Vendrás a
verla? —preguntó Ornela.
Estuve en la
clínica, aguardando con mi hermana a que la sacaran del quirófano. Un doctor
emergió de un recinto grisáceo asegurando que todo había marchado sin
complicaciones y que ya la paciente había sido trasladada a recuperación.
Consideré que mi permanencia allí había sido lo suficientemente prolongada.
Aproveché la llegada del novio de Ornela y de algunas de sus amistades para
excusarme. Me dirigí al canal. No pensaba en nada, salvo en Pedro Pablo.
Disfrutaba de
mi trabajo. Al poco tiempo, ya comprendía fehacientemente los mecanismos de
producción y realización. Cuando disponía de tiempo, me aparecía por cualquier
estudio y observaba la puesta en escena de las novelas, la dirección de actores,
la intención de los personajes, la distribución de los elementos dramáticos. Me
revelé como una curiosa insaciable. Le preguntaba a los camarógrafos por el
manejo de sus instrumentos de trabajo. Los luminitos me explicaban la mejor
colocación de los faroles de modelaje, relleno y contraluz para la obtención de
ambientes, texturas y efectos. La gente de escenografía y los utileros me
describieron con detalle sus funciones. Era todo un hormiguero humano creando
mundos para la fantasía y el escapismo, a través de la labranza de océanos de
cartón piedra, anime, tirro, listones de madera, pintura en colores pastel y alambre liso. Todas las mañanas los
operarios de montaje fabricaban los decorados de las lujosas mansiones de las
millonarias perversas, los paupérrimos ranchos de los olvidados por las dichas
terrenas, los encogidos habitáculos donde sufridas consortes de clase media
aguardaban por sus infieles maridos, las mullidas oficinas donde inescrupulosos
magnates perpetraban dudosas operaciones financieras para luego descubrir que
eran víctimas del mal de amores como cualquier hijo de vecino, las sórdidas
recámaras donde las malvadas contrafiguras se empeñaban en quebrantar la leal
castidad de los fieles y copetudos galanes. Me maravillaba con la inagotable
capacidad de los actores y actrices para memorizar los parlamentos de las
treinta y pico de escenas que comenzaban a montarse y a grabarse a la una de la
tarde, sin contar con las que habían salido a realizar en exteriores por la
mañana y la noche anterior. Era el mundo de la presión inacabable para
complacer a ese dragón anónimo y hambriento que es la audiencia.
Gerardo
Farfán, el productor ejecutivo de la novela estelar, siempre me convidaba a
cenar. A veces aceptaba. No era mi intención permanecer recluida hasta el fin
de mis días. Además, el tipo siempre procuraba hacerme gratas las veladas. Así
que, ¿por qué no?
Callejas me
instó a producir varios espacios. Reto por demás interesante pues nunca me
había paseado por esos linderos. Mi bautismo de fuego acaeció con un programa
de amenidades infantiles que tuvo mediano éxito. Después me involucré en una
comedia de situación que narraba las vicisitudes de una familia de clase media
con peculiares problemas. Luego realicé musicales, testimoniales y miniseries.
El trabajo y mi hijo me absorbieron a plenitud.
Pedro Pablo
era mi orgullo, mi luz, mi oleaje reconfortante. No había cumplido el año
completo y ya hablaba como un lorito encantador. Él era el único inquilino de
mi amor. No existía lugar para nadie más.
La existencia
seguía su curso. Aparte de uno que otro roce en el canal, por los consabidos
problemas que surgen al trabajar con todo tipo de gente sometida a constante
presión, mi vida transcurría plácida, sin sobresaltos, bogando por rutinas que
proporcionaban un atracadero firme y sensible en los litorales de la realidad.
Los tiempos del agobio habían quedado sólidamente anclados en el brumoso
pretérito. Mis ambiciones se circunscribían a mi nené, a mi trabajo y a los
buenos amigos, como Nadia y el “Gocho” Rojas, que me solazaban con sus
comentarios, agudas observaciones e interesantes pláticas. Las salidas con
Gerardo adquirieron el barniz de agradables hábitos. Canuto se desaparecía
durante lapsos regulares pero siempre volvía, cada vez más servicial y apegado
a mí.
Una falla
crucial en la programación era la falta de buenos programas de concursos.
Callejas me sugirió abocarme al respecto. No resultaba nada fácil. Todas las
fórmulas habían sido ensayadas de antemano y no había nada nuevo que inventar.
—
¿Para qué te vas a romper el cráneo? —Gerardo apuntaló mis convicciones, una
noche en que disfrutábamos de un acuerpado Chianti, a la espera de unos fettuccini alla rabiatta.
Vi una
sonrisa amartelada tras su bien recortado mostachín.
— ¿Qué me
aconsejas tú?
—El canal no
necesita de programas de concursos. Con los dramáticos nos basta y nos sobra
para mantener contra la pared a la competencia.
—Pero
Callejas me solicitó...
—Callejas lo
que hace es dejarse llevar por las presiones de Ronnie —Gerardo se refería al
célebre heredero propietario del canal—, que está recién llegado, por enésima
vez, del Norte, deslumbrado ahora por-qué-sé-yo, “La Rueda de la Fortuna”, o
algo por el estilo.
—La
competencia ya copió eso. Y les ha ido bien.
—Punto a mi
favor. No hay, entonces, razón para devanarse los sesos.
—No me
entusiasma la idea de copiar por copiar. Si voy a realizar algo, al menos debe
tener una pizca de originalidad.
—Eso no lo
venden en botica.
— ¿Estás
intentando disuadirme?
Gerardo probó
con refinamiento engolado el delicioso vino italiano.
—En absoluto.
Pero yo, siendo tú, tomaría elementos de aquí y de allá, los mezclaría en
proporciones adecuadas, me buscaría un talento a quien no hayan “quemado” con
excesivas apariciones en pantalla y, finalmente, trataría de acopiar un paquete
jugoso de premios, poniendo mucho hincapié en esto último, porque este es el
gancho para atrapar tanto a participantes como a televidentes.
El consejo era sensato. Reuní a mi
equipo de producción y concebimos un programa de preguntas y respuestas, en el
cual, por cada acierto, el concursante tendría oportunidad de abrir una casilla
para jugar a “La Vieja” o “Tic-Tac-Toc” contra el respectivo contrincante. Las
casillas estarían embutidas en las paredes de una especie de fortaleza o
castillo medieval y unas atractivas modelos, enfundadas en sugestivos trajes de
época, descubrirían las jugadas desempeñando el rol de las letras “X” y “O”.
Habría, simultáneamente, competencias de destreza y velocidad mental al arribar
a cierto nivel de puntuación. Recurriríamos, para ello, a los viejos juegos de
la infancia que estaban a punto de desaparecer bajo la avalancha de la
despersonalizada vida moderna. Con ello manipularíamos el factor nostalgia. Las
preguntas serían elaboradas por el departamento de semiología del profesor
Callejas cuidando, simultáneamente, que no fueran ni demasiado eruditas ni
triviales en exceso. Preparamos, de seguidas, un cuidadoso plan de producción,
con todos los soportes posibles, anticipando cualquier interrogante que pudiese
surgir en la reunión de junta directiva.
—La cosa es
esta tarde a las tres —me informó el profesor Callejas, en su espartana
oficina.
—Aquí está
todo —entregué el informe contentivo del proyecto.
—Prepárate.
Sugerí con mi
gesto una interrogante de desconocimiento.
—Ronnie
presidirá la reunión y tú vienes conmigo. Mejor dicho, LauraÉ: recaerá sobre
tus hombros la responsabilidad de vender la idea del programa.
Yo nunca
había sufrido de miedo escénico, así que esa tarde expuse con lujo de detalles
las conveniencias de nuestra propuesta. Nos habíamos reunido alrededor de una
mesa alargada, parecida a las que aparecen en escenas hollywoodenses de
reuniones mafiosas. El único que estaba en mangas de camisa y el nudo de la corbata
flojo era Ronnie, dando la impresión de querer pasar por un émulo de John F.
Kennedy con su aire de muchachote gringo que no se le había diluido ni aun
frisando la cincuentena.
Cuando
finalicé, Ronnie hizo una seña casi subrepticia para que sus ejecutivos de
confianza me acosaran como legión de mastines amaestrados.
—Los
programas de preguntas y respuestas no están en boga en estos momentos —aseguró
el vicepresidente administrativo, un argentino con la nariz parecida a un
rábano maduro—. A la gente lo que le gustan son los shows donde los pongan a
pasar trabajos con un tanto de, ¿por qué no llamarlo así?, vejación. Así, la
masa los toma como objeto de burla.
—Pero eso
está prohibido por el reglamento de telecomunicaciones vigente por atentatorio
contra la dignidad humana. Ahí lo que se estipula es el deber de exigirle a los
participantes pruebas de conocimiento o destreza.
El
vicepresidente de ventas, un colorado cuarentón con bisoñé, contraatacó.
—El
ministerio se hace la vista gorda. Lo más que puede hacer es multarnos por
alguna cantidad insignificante ya que nunca se han atrevido a cerrar un canal.
La fuerza de los medios es avasallante, y los políticos la reconocen.
—Siempre hay
una primera vez —dije por lo bajo.
—La idea no
es mala —intervino el director corporativo de tesorería, un calvo con orejas
elefantiásicas y peludas—, pero sugeriría un cambio en el tenor de las
preguntas. En vez de historia, arte o cultura general, como sugiere la
licenciada, ¿por qué no hacerlas sobre la vida artística de las estrellas del
canal?
Respondí al
punto para no dejar que algún otro homogeneizado ejecutivo reforzara el
planteamiento.
—Así
perderíamos la sintonía de los estratos de mayor nivel socio-cultural y
económico que, por cuestión del horario que sugerimos, es el que deseamos
conquistar.
Callejas
permanecía impasible, como en los buenos tiempos en que los estudiantes
ultrosos amenazaban con secuestrarlo por su empeño en hacer cumplir el
reglamento de repitientes.
—Eso
no se compadece con el hecho concreto de que los jóvenes y adolescentes son
quienes más sintonizan los programas de concursos —declaró el vicepresidente de
recursos humanos, un yuppie de mejillas relucientes que debía su cargo al
parentesco consanguíneo con Ronnie y de quien se insistía, en los corrillos de
cafetín, que era el terror de las aspirantes a actrices—. ¿Para qué, entonces,
conformar nuevos equipos de producción si ya contamos con un plantel de gente
experimentada? Poseemos una pléyade de
muchachas y muchachos que conocen los ambientes y los mecanismos para sacar al
aire excelentes espacios.
Intuí que el
viejo hábito de producir para la audiencia sifrina no sería erradicado sin una
lucha cruenta. Callejas y yo intercambiamos fugaces miradas. Pareció darme un
tácito consentimiento para proseguir.
—Precisamente
ese es el esquema que desearíamos romper. Hace mucho tiempo que no transmitimos
programas de este corte, con un “tárguet” eminentemente familiar, enfocándonos
con precisión hacia la clase media emergente y profesional quienes, seamos
realistas, no cuentan con muchas alternativas a la hora de encender el aparato.
Ronnie se
aflojó un poco más la corbata. Se reclinó un tanto en su mullido sillón de
ejecutivo senior y, después de un sorbo de té frío, interrogó a Callejas.
—Y usted, profesor, ¿qué nos dice al
respecto?
El interpelado se irguió hacia un costado,
sacudió su pipa en un cenicero de cristal y comenzó a hablar sin dejar de ver
sus entrelazados dedos.
—Creo que la
estrategia adelantada hasta los momentos de salirnos prudentemente de los
cánones tradicionales por donde siempre había marchado la televisión
venezolana, y por extensión la latinoamericana, ha sido exitosa. La proposición
de la licenciada Pérez Pirrone se encuadra en este contexto que no significa,
sincerémonos, una ruptura revolucionaria con el pasado sino, más bien, un
reacomodo, un replanteamiento en el modo de conceptualizar el producto que
ofrecemos al espectador. Sin olvidar que pertenecemos a una empresa que busca
márgenes razonables de rentabilidad y que no pretendemos realizar televisión
elitesca, pienso que esta proposición debería merecer el visto bueno de esta
junta.
Respiré
reconfortada. Mejor espaldarazo no se podía esperar.
—Okey, de
acuerdo —exclamó Ronnie, cubriendo la punta de la mesa con su diafragma de
rinoceronte rubio y dándole un tímido golpecito a la superficie bruñida—.
Licenciada, abóquese a preparar un piloto que esté listo, a más tardar, en un
mes. Gracias por su presencia. ¿Qué más tenemos pendiente en agenda, señores?
Me retiré con
la anuencia de la junta. De inmediato, me vi inmersa en un hilo febril de
actividad. Las reuniones se sucedían una tras otra. Numerosos detalles
requerían mi atención para ser aprobados o denegados. Luego de arduas sesiones
de trabajo, conseguí que los arquitectos a cargo del diseño escenográfico
plasmasen en planos la idea un tanto barroca y posmodernista que bullía en mis
neuronas. Logré hacerme de los servicios de uno de los más frenéticos e
inquietos directores de cámaras del canal porque anhelaba otorgarle un cariz
dinámico al marco visual del programa. Afinamos la mecánica de la
competición dotándola de un máximo de
agilidad y entretenimiento, evitando a toda costa los altibajos y requiriendo
la participación de las figuras reconocidamente célebres de las telenovelas
para disponer de un gancho más efectivo de audiencia. Todo estaba saliendo a
pedir de boca. Todo, excepto la cuestión del animador.
Me
descorazonaba reconocerlo, pero no dábamos en el clavo. En el papel de trabajo
lo definíamos como una personalidad fresca, agradable, desinhibida, telegénica
y con una buena dosis de cultura, sin llegar a ser petulante, engreído y
tedioso. La gente que me recomendaban en el canal no llegaba a calzar la
totalidad de estos puntos. Algunos resultaban demasiado livianos y frívolos.
Otros apenas podían respirar por el acartonamiento y la pomposidad. Los más no
manejaban los códigos de desenvoltura para codearse con participantes de cierto
nivel sociocultural. Hicimos varias pruebas y ninguno me satisfizo a carta
cabal. Sin pecar de genios, todo el mundo presumía que el éxito eventual del
espacio recaería en la acertada selección del animador.
Por esos
días, me di a la tarea de convencer a Canuto de la conveniencia de estabilizar
su vida.
— ¿No te
gustaría trabajar conmigo en la televisión?
—Essssssso.
Así m’bato una d’artista, con una muela burda d’bandera. ¡Dígame cuando m’vean
los panas en plena tripa teletevé!
Se puso un
tanto remolón cuando se dio cuenta que su esmirriado porte no iba a salir al
aire. Al menos, no todavía.
—Tá bien, mi
reina. Me vacilo d’tranquilidad una d’recogecable y d’asistente’e cámara
porq’tú tienes razón. Hay q’chambiá legalidad pa’controlase las lucrecias.
Además, yosssé q’contigo voy caballo blanco y ya m’llegó l’época d’achantá el
güiro, dígalo ahí.
No
dejé a quién no probé para el papel de animador. Por el estudio que me
habilitaron para grabar el piloto pasaron actores, actrices, locutores,
reporteros, vedettes de certámenes de belleza, show-men, narradores hípicos y
de béisbol, cuentachistes, parodiadores, imitadores, predicadores evangélicos,
políticos desocupados, perifoneadores de verduras, anunciadores de vuelos en
los congestionados aeropuertos nacionales, y no sigo.
Una noche en
mi apartamento. Ornela, su novio, Nadia, el “Gocho” Rojas y yo. Acababa de
darle el Nestum a Pedro Pablo. El sueño lo doblegó y dormía en brazos de su
tía.
—Por fin,
LauraÉ, no me has contado si has conseguido al animador que tanto andas
buscando —Nadia me ayudaba a poner la mesa.
Miré al
“Gocho”.
— ¿Y este
joven tan prosopopéyico no podrá hacerme el quite? — pregunté, con tono de
guasa.
—Nooo, mija
—respondió presuroso—. A mí no me pueden parar delante de un micrófono que no
me achicopale todo.
—Pero si
nunca has hecho la prueba —terció Nadia.
—Zapateen
pa’otro lado. El hambre todavía no me obliga a tanto.
¾Te
tengo una sorpresa, Rojitas. Quería reservármela para más tarde.
El
"Gocho" entornó hacia mí su mirada virola.
¾Conseguí
con el profesor Callejas para que te dé una oportunidad con el staff de
escritores dramáticos.
¾Uy,
"Gocho" —dijo Nadia, sobándole la rodilla derecha—, ¡quién te viera
convertido en el rey del culebrón!
—Venderé mis
principios por un plato de lentejas noveléricas. ¿Cómo la ves? —ripostó él.
Ornela retornó
de acostar al nené en su cama cuna.
—Es que
ustedes no han escuchado al tipo que tiene Jorge Luis, el hermano del Arnaldo,
en Radio “Éxitos del Mar”. ¿Verdad, mi amor?
El novio de
mi hermana despegó la vista del televisor, colocó el pocillo a medio llenar de
café con leche sobre el platico y dijo, con énfasis de gafolandro:
—Mmmmmm...
bien.
— ¿Quién es
ese? —interrogó Nadia.
—No sé. Es un
tipo que se hace llamar el Doctorísimo Chancleto. A causa de él, esa
emisora, comprada por el doctor Rovira al playboy de Jorge Luis para que hiciera algo con su vida,
repuntó —explicó Ornela, sin cuidarse del novio que ya no la escuchaba más,
embebido en la teleculebra de las nueve—. La sintonía andaba por el subsuelo
hasta que llegó este hombre con sus imitaciones y sus mamaderas de gallo, un
poquito al estilo gringo, y mira, te digo, desde hace un tiempo para acá Radio
“Éxitos del Mar” ha venido recuperándose. Si hasta parece que, del tiro, Jorge
Luis dizque empezó a sentar cabeza. ¿No es verdad, mi amor?
—Mmmmmm...
bien —replicó el interpelado sin despegar los crótalos del dramón pletórico de
cuaimas, mapanares, cascabeles y macaguas.
Al otro día,
yendo hacia el canal en “El Delfine”, sintonicé la emisora. Era una de las
últimas en el dial AM. La señal, a ratos nítida, a ratos débil, parecía
aquejada de tuberculosis electrónica. Un borrachín deslenguado agudizaba el
ingenio para lograr que un portugués de botiquín consintiera en dejarlo ir sin
pagar, con el aplauso frenético de las ficheras que ornaban el antro; a
continuación, el presidente norteamericano se comunicaba con el mantecoso
presidente de Venezuela e, intercambiando los más descabellados refranes,
firmaban un acuerdo de cooperación para que los satélites espías gringos
hicieran descender las manos de topocho que se paseaban realengas por la
estratósfera en la nota del alto costo de la vida; de seguidas, un boxeador
barloventeño, luego de haber sido noqueado, le pedía la bendición al campeón
mundial, solicitaba que le trajeran a su mamá desde Tapipa con una sopa de
plátano verde porque se le aflojaban los esfínteres, y le preguntaba al réferi,
muy de soslayo, si ya se había ido el otro negro que lo aporreó para ver si él
agarraba camino; luego se escuchó la voz del Papa con su pastoso acento varsoviano
regañando a las mujeres por usar la píldora, la minifalda y los minúsculos
bikinis y, a medida que progresaba la diatriba,
el sumo pontífice iba transformando su cadencia tonante en una especie
de rap con polka y terminó coreando
un estribillo sabrosón con un coro de féminas alborotadas, pasándose, sin
solución de continuidad, al campo de la gozadera y el hedonismo (“Ya lo van a
protestar los curas”, pensé). No había personaje público que se salvase de sus
chanzas.
— ¿Sabe,
baisano, en gué se diferencian los judíos de las bizzas? —preguntose a sí
mismo, en su imitación de Yasser Arafat.
—No
—respondióse con la que imagino sería su voz normal.
—En gue las
bizzas no chillan guando las meten en el horno.
Y él mismo se
doblaba de la risa, exclamando:
— ¡Ay,
Yijova, si me escuchara Moshe...!
Lo mandé a
localizar con uno de los asistentes de producción. Al día siguiente le hicimos
una prueba de cámara. El frenético director le explicó la mecánica del programa
y lo que se esperaba de él. Le indicó los desplazamientos en el set y la manera de coordinarlos con los
movimientos de cámara.
—Bueno,
señores, posiciones... ¡Graba, video! ¡Cinco, acción! — gritó el director desde
su cabina.
No podíamos
creerlo. Aunque nos había confesado que era la primera vez en su vida que
pisaba un estudio de televisión, el fulano Chancleto parecía haber nacido con
un micrófono en la mano y delante de una cámara.
—Éste como
que es el hombre, LauraÉ —sugirió el
director, convirtiendo en microscópicas trizas la plantilla de luces del
estudio.
—Ese pinta es
violentísimo soltando buches —me susurró Canuto, empujando una cámara.
Esa misma
tarde me reuní con mi equipo.
—No he visto
a ninguno que lo haga tan bien como él —reveló Lourdes, la productora.
—Tiene cancha
y labia —argumentó el director, mordisqueando, con ánimo ratonil, la goma de borrar de un bolígrafo.
—Mmmm, no
está mal —calificó Gerardo Farfán, deteniéndose en mi oficina para examinar la
grabación en U-Matic.
—Lo que no me
gusta es el nombre —confesé—. Quiero decir, su nombre verdadero.
—Demasiado
complicado —reafirmó Lourdes.
—Eso de
Doctorísimo Chancleto no pega en televisión. A menos que lo reserváramos para
un programa infantil —comentó el director, creyéndose el rey de la batería
rockera con par de lápices haciendo de palos y sendas libretas en carácter de
redoblantes y platillos.
—Con esa
procacidad y ese doble y hasta triple sentido con que dice las cosas no me lo
imagino en un espacio para niños —objetó Lourdes.
— ¿Qué nombre
le vas a poner? —Gerardo retomó el hilo.
—Dejémosle el
nombre de pila y cambiémosle el apellido —propuse.
—A ver, a
ver. ¿Qué tal te parece Benny Molly? —insinuó Lourdes, consultando una lista de
alternativas redactadas en un cuadernito— ¿O, más bien, Benny Miller?
—¿Miller en vez de... Möllerstein? ¿Así
es cómo se dice? Te diré que me parece muchísimo mejor así. Doy mi voto a favor
—manifestó el director sonándose las coyunturas de los dedos una a una.
Posé la vista
en Gerardo. Hizo un gesto aprobatorio.
—Perfecto.
Nos quedamos con él —y di por terminado el asunto.
Nos
levantamos. Gerardo esperó a que los otros salieran.
— ¿Cenamos
esta noche en el “Chez Patrick”?
Asentí,
recogiendo mis cosas.
“Benny
Miller”, cavilé. “No está mal”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario