jueves, 9 de febrero de 2017

Noventitantos (VIII)


Capítulo HHH
        Ahora sí es verdad que me encontraba de verdad en la calle. Y lo peor de todo: con mi ritmo habitual de vida la plata no me alcanzaría ni para tres meses. Llamé a Laureano a Miami y le expliqué la situación.
        —Bueno, véngase pues, y aquí lo acomodamos, viejito.
        Pero qué va. Estando en la soledad del apartamento que alquilé en la Alta Florida me puse a meditar. Y me acobardé. Ese cachaco debía hallarse metido hasta el pescuezo en un negociazo de a kilos. Quizá toneladas. Con razón ostentaba ese Pent House en Coral Gables, se desplazaba en un BMW, y aquel beeper que no paraba de sonar nunca. Esos negocios no van conmigo. Hay que tener los nervios supertemplados, o como dicen los gringos, you gotta have guts. Y las esféricas bien puestas.
        Agarré una depresión increíble. Estuve días enteros sin hacer nada, contemplando los aguaceros mojar las faldas del Ávila a través de la ventana corrediza y tomando Polar como un campeón. La desidia total, en suma. Intenté comunicarme con Charlie. Marqué para México y para Los Ángeles sin resultado alguno. Con mis amigos de Caracas ni lo pensé. I was overwhelmed and I didn’t  want to pretend that things went on as usual. Shame on me, at last. There were several times that this thought hit upon my head that I was doomed. Nevertheless, I wanted to sort things out, even if it was for the last time, with a grand finale. I knew I could make it. But how?
        Los dos primeros días fueron terribles. La misma pregunta iba, venía, retornaba y se me retorcía en el occipucio. “¿Y ahora qué hago? ¿Para dónde cojo? Gran dilema”. Después, de la misma manera como había venido, se diluía en el placer del ocio y la nada.
        Me la pasaba desnudo, encendiendo alternativamente el televisor, la radio, el tocadiscos, el betamax,  el microondas y alguno que otro cachito. Los recuerdos de todas ellas me atacaban en ráfagas fugaces, empezando por Cheryl y finalizando con Ornela. Le daba unos toques al viejo y leal Chancleto para solazarme en el recuerdo de interminables fornicaciones. La erección no tardaba en llegar y, as usual, se me afiebraba la imaginación con nuevas maneras de hacérmela. Utilicé lechosas, botellones de agua mineral, dispensadores de papel aluminio, conchas de plátano, bistecs crudos, huevos batidos y un sinfín de adicionales sucedáneos de vulvas. Sin olvidar las viejas y queridas manos de israelita desocupado, vago y aberradito que Yijova me dio. Uno de estos días, lo juro por los cimientos del Muro de Los Lamentos, me dedicaré a describir concienzudamente, bien sea en un tratado o en un manual, las quinientas millones de posibilidades de que uno dispone para hacérsela y disfrutarlo a plenitud, casi como si fuera the real thing. Apuesto que será todo un best seller. I became, on those lazy and penniless days, not only the undisputed king of lies but also the king of el cucazo loco —y sin muñeca inflable.
        A la semana y pico tuve que salir a reencontrarme con el mundo. La nevera se había vaciado, tanto de Polar como de pan y mayonesa kosher. Pero la excusa principalísima, no podía ser de otro modo, fue que, al fin, ubiqué a Ornela.
        Había olvidado pedirle su teléfono en Caracas. No me quedó más remedio que coger la guía y contemplar la posibilidad de contactar a todos los abonados apellidados Pérez. Empresa ciclópea, por decir lo menos. El dedo índice se me ampollaría. No, thanks. El sólo esfuerzo de esforzarme en pensar en el esforzado esfuerzo de esforzarme me daba calambres en la silla turca del esfenoides. Hasta que me acordé de  Javier Grimán. Di con su número en el amasijo de mis papeles y, holy heavens, al primer intento me respondió el susodicho.
        —Ay, pero qué eztupenda zorpreza, amigable Benny. ¿Dónde te habíaz metido?
        En realidad el tipo no me caía mal. No tardé en sonsacarlo para llevarlo a terrenos de mi interés, verbigracia, Ornela’s whereabouts.
        —Sí, vale, la ando buscando porque... porque no nos veíamos desde que estudiábamos bachillerato, tú sabes, nosotros éramos muy amigos y teníamos un montón de años cada quien por su lado hasta que nos encontramos en tu fiesta en Miami
         God save the mighty king of bulshit”, no pude dejar de pensar.
        —Qué cheverízimo...
        —Ella y yo éramos casi como hermanos.
        —Grandiozo, amigable Benny.
        —Y bueno, qué te digo, la otra noche me robaron el carro saliendo del “Gazebo” con todo lo que cargaba adentro: el maletín, la agenda, tarjetas, todo, vale, me dejaron en la calle. Entonces me dije: Javier Grimán es el hombre y aquí me tienes, pidiéndote que me hagas la segunda.
        El tipo soltó un suspiro grueso del otro lado de la línea.
        —Qué encantado eztoy de volver a zaber de ti. Te diré que no haz podido llamar en mejor momento. Mañana, prezizamente, voy a ofrezerle una zena ezpezial a Orne. No te preocúpez, no va a venir mucha gente. Ez algo maz bien íntimo. Y, por zupuezto, que tú eztaz cordialízimamente convidado, amigable Benny.
        —Oye, magnífico.
        —Y tú zeraz la zorpreza de la noche porque no pienzo dezirle a Orne que te he invitado.
        Me veía, pues, en la obligación de abandonar el redil. Cosa que, por lo demás, no me venía nada mal. Sentía que estaba engordando y poniéndome fofito por la profusión de cervezas, la inactividad mullida y el exceso de onanismo. Aparte de que me estaba dando cierto pánico de perder el control, por efectos del alcohol y del machiche, y, bueno, no deseaba volver a atentar contra mi vida, ni siquiera accidentalmente. No me atrevía a desglosar tal pensamiento en forma consciente. Se me erizaban los discos vertebrales de sólo contemplar esa posibilidad tenebrosa. Pero si a ver a vamos, mayor era la flojera de tener que buscar un mecate, un revólver o tener que encaramarme en una silla para arrojarme al vacío desde un piso catorce. Y ni hablar del dolor previo a la muerte. Alguien tiene que inventar un método que le permita a uno autodespacharse sin el agobio del sufrimiento corporal. Yijova nos envolvió en esta cáscara supersensitiva, emanadora de olores y efluvios, degenerativa al correr de ese flujo hipnopédico que llaman el tiempo y que engendra ese cataplasma palurdo al que llamamos dolor físico. Según los ascetas, esta acumulación de pasones, a la larga, libera la esencia inefable escondida dentro de la túnica corpórea. Con un estoicismo macizo y transfigurado, por supuesto, y, ¿por qué no?, con una alta dosis de masoquismo mesiánico, los avatares espirituales, las diversas encarnaciones y advocaciones de Yijova, y el alma, en fin, para ponerlo de manera escueta, rompen el cascarón orgánico a picotazos y entonces, y solo entonces, acaece el despertar absoluto a la vida verdadera, esa donde los sentidos perciben únicamente lo positivo de lo físico y lo metafísico a máxima capacidad, y donde las cordiales definiciones con que edulcoran nuestras existencias dejan de tener validez y le adjudicamos valores inefables a las infantiles tentaciones terrenales. Pero si ni siquiera el redentor de los cristianos aguantó el yeyo de los cuarenta días en el desierto y se la chilló fuertemente al Padre celestial antes de someterse al bárbaro suplicio que le infligieron los romanos y los fariseos, ¿qué se le puede pedir al acobardado hijo de Moisés Möllerstein? ¿Benny el estoico? ¿Benny el espiritualizado en busca de redención? Palpé a Chancleto y terminé sufragando por el jueguito de siempre. El jueguito que Yijova quiere que juguemos para su deleite y su retroalimentación. Ándele pues, diría Charlie.
        Cuando regresé de Miami me tenían preparado un consejo de familia. O, más bien, una corte marcial. José había descubierto algunas facturas —por un monto insignificante— de hoteles y discotecas frecuentadas por mí durante mis desplazamientos por el interior del país. Buscando obviarlas para no tener que rendirle cuentas, se las había cobrado al viejo como viáticos atrasados. De haber dicho la verdad habría tenido que calarme siete días —incluyendo el sabbath— de monsergas y reproches. La vieja no se quedaría atrás. José estaba empeñadísimo en propiciar una campaña de austeridad a carta cabal y, por supuesto, yo no tenía ninguna intención de seguirle el paso a su ritmo anémico y bostezante. Instigados por él y por Ruth —la cuñada nariguda y fisgonísima—, los viejos se sobresaltaron por lo que dieron en llamar “los desmedidos gastos de Benjamín”. ¿Qué querían ellos? ¿Que hiciera vida monacal en esos parajes alejados de la gran metrópoli? Lo peor fue que la vieja se lanzó con la acostumbrada letanía: que estás cometiendo actos impuros con esas goyyim, que estás ofendiendo a Yijova con esas costumbres perversas, que cómo es posible que te degrades a ti mismo de esa manera, que ya tienes treinta años y todavía no te has decidido a sentar cabeza con una buena y decente muchacha de esas que no se pelan una ceremonia en la sinagoga, que el otro día vino el rabino muy extrañado porque no te ha visto por allá ni una sola vez desde que volviste de los Estados Unidos. Saqué a relucir mis argumentos: yo no era un simple agente viajero, yo soy un ejecutivo con un Em-Bi-Ei obtenido en UCLA, yo tengo mis propios planes para transformar radicalmente el modus operandi de Importadora “La Selecta”, C.A., y trabajar —en lo sucesivo— con espíritu corporativo en ambientes de dinámicas gerenciales, yo no puedo llegar a hoteluchos de tercera clase porque uno de mis deberes como líder empresarial es impresionar tanto a la clientela como a la competencia, yo estoy soltero aun y no puedo limitar mis aspiraciones afectivas al limitado mundo de la sinagoga, yo sostengo que el mundo es bien ancho y tenemos que integrarnos y mezclarnos y adoptar las costumbres del país que nos acoge, es más —recalqué firmemente—, yo me siento más venezolano, en primer término, y más american,  en segundo lugar —por algo he vivido buena parte de mi vida en el Norte—, que cualquier otra cosa, yo no quiero verme rechazado, yo no deseo verme señalado siempre como un extraño y un forastero y un alien, yo quiero unirme al sabor, yo no quiero vivir en Tel Aviv ni en Jerusalén atemorizado por la posibilidad de que un palestino exaltado me zampe un bombazo mientras aguardo a una preciosidad israelita en un café al aire libre, yo me conformo con vivir en Caracas y pasarme mis temporadas en Miami tranquilito y sin molestar a nadie. Lo único que no me atreví a decir fue que, a pesar de que Chancleto está circuncidado, ello no es óbice —como dicen los políticos ramplones— para que desista de buscar maneras de introducirlo, embutirlo y atornillarlo en lubricados agujeros gentiles.
        Poco faltó para que José me cayera encima. Ruth, su narizona y motolita mujer, no dejaba de estrujar una servilleta y murmurar:
        — ¡Oh, qué blasfemias! ¡Oh, qué blasfemias!                   
        —Eres un impío —soltó José, apretando los dientes.
        —Y tú un sometido —respondí, at once.
        —Malnacido... ¡renegado y traidor a tu raza! —me gritó.
        ¿Qué se creyó ese patán? Perdí los estribos por su insolencia. Salté como picado por un abejorro y lo arrinconé de un pescozón. Mi vieja y la narizona arrancaron con unos gemidos histéricos.
        El viejo llamó al orden antes de que José pudiese reaccionar.
        — ¡Basta ya!
        Me amonestó severamente advirtiéndome que estaba suspendido por un mes de cualquier labor en el negocio. Habían planeado y calculado todo para atarme de pies y manos. It was a goddamned set up!
        —No hace falta. ¡Ya renuncié!
        Ruth destelló en sus ojos un timbrazo de satisfacción. No era para menos. Siempre había ambicionado que José heredara todo. Ahora tenían en bandeja de plata lo que habían anhelado. Sentí asco e indignación. Sin mirar atrás, salí tirando portazos. Recogí mis cosas y me fui a un hotel. No quería saber nada más de ellos. A los tres días, alquilé el apartamento en la Alta Florida y me mudé.
        Llegué de primero a la cena, inducido por la flagrante premura de Javier Grimán. Andaba en una onda de dieciochescas representaciones y etiquetas, así que me dejé llevar por el ingrávido sainete de mi anfitrión.
        — ¿Y cómo haz eztado, amigable Benny? —Javier me servía un destornillador de Tanqueray.
                —Ocupado, vale. Ando metido en varios negocios pero la situación está requetedura. La gente se restringe mucho en año electoral.
        — ¡Qué faztidio éztaz campáñaz tan lárgaz! ¡Y “Bicho Loco” cada día maz inquieto! Tengo un dolor de juanétez que no lo zoporto...
        —Ese hombre está condenado a seguir aspirando a la presidencia forever and ever —comenté, luego de un alargado sorbo.
—Hoy me le hize el muziú y le dije que me zentía mal con la gripe, porque zinó me tendría pegando bríncoz por ézoz cérroz de Dioz.
Sonó el timbre. Una mucama chaparrita abrió. Javier se adelantó a recibir a sus invitados. Pude oler el siseo de las telas femeninas y escuchar el olor a perfume parisino.
        Javier tomó a Ornela del brazo y la acercó a mí.
        —…ezpero que te acuérdez de él —le dijo, señalándome.
        Nadie lo habría podido notar. Nos sonrojamos y empalidecimos, al unísono, tres veces en cuestión de fracciones de segundos. En un tris, Ornela recobró el aplomo y me infundió confianza.
        — ¡Pero si es Benny! ¿Cómo estás tú, delincuente?
        Definitivamente, la chama era un avión.
        —Arnaldo, ven. ¿Te acuerdas de Benny? Estuvo con nosotros en la fiesta que dio Javier en Miami.
        — ¿Qué hay de nuevo? —extendí mi mano con una sonrisita de profeta galileo.
        —Mmmmmm... bien.
        Javier venía ahora con una mujer de poco más de treinta años —al menos así lo creí en ese momento—. Era un tantico más alta que Ornela, tenía el pelo no muy largo, de un color como de paja oscura. No se podía decir que era deslumbrantemente bonita, pero detentaba un encanto muy particular. Se acercó con su alargada cara haciendo gala de una sonrisa que me terminó de descorrer los picaportes glandulares.
        —Encantada, Fedora Téllez —su voz era ronca y agradable.
        Tomamos el aperitivo desarrollando el consabido small talk. Javier no había olvidado la explicación que le di sobre mi interés por Ornela, la cual sazoné con un par de historietas más, ingeniadas sobre la marcha.
        —Nunca me habías hablado de Benny, Orne —se quejó amablemente Fedora.
        Por primera vez le ganaba una de avioncismo a la muchacha porque no supo qué contestar de inmediato. Yo posaba mi mirada lánguida —tenía el Clark Gable subido esa noche— de la una a la otra, preguntándome cuál me gustaba más, si la madura o la tierna.
        —Es que la vida lo arrastra a uno por cualquier parte, sobre todo en esta ciudad loca. Si no nos hubiésemos encontrado en Miami, así tan de sopetón... —reprimí la risa con un esfuerzo encomiable.
        — ¡Ay, no me recuérdez eza noche, que ezo fue un verdadero dezaztre! Pero cambiémoz el tema, por Dioz. Entónzez, Fedora, ¿cuándo te échaz al agua?
        Fedora me miró sonriendo.
        —Chico, aquiétate. ¿Quieres provocar un escándalo?
        —Ezo ez lo único interezante que ze comenta en Carácaz por éztos díaz. Ademaz, ¿qué tiene de malo? Tú érez una mujer muy atractiva y con un futuro por delante que maz preziozo no puede zer. ¿No te pareze, amigable Benny?
        Ahora Ornela me miraba con unos ojos que chispeaban detrás de gruesos cristales.
        —Ese es un tema donde me confieso ignorante por completo.
        — ¿Cuál? ¿El de loz atractívoz de Fedora?
        —No. El del matrimonio.
        — ¿Y eso por qué, Benny? —preguntó Fedora, sin dejar de acicalar la noche con una sonrisa que tenía de todo.
        —Ya estuve casado una vez y no resultó.
        — ¿Dónde? ¿Cuándo? —Ornela pareció saltar en un ensogado de proporciones moleculares. De repente, recordó el embustazo que yo le había contado a Javier—. Esa no la sabía, Benny. Como teníamos tanto tiempo sin vernos.
        —Fue en el Norte. Ahí fue donde me di cuenta que el matrimonio es un estado de gracia que siempre será vedado a gente como yo.
        —Eso me interesa, Benny. ¿Cómo eres tú? —inquirió Fedora.
        —Soy un lobo solitario, soñador e imaginativo. Algunas veces inescrupuloso de una manera infantil, otras veces heroicamente banal. Y, de tanto en tanto, querencioso como un cachorro regalón, porque soy insaciable cuando me quieren. De hecho, mi canción favorita es aquel bolero que repite incansablemente: “Emborráchame de amor”.
        “Chupa, cachete”, pensé.
        —Puez déjame dezirte que no te conzebía de eza forma. Ziempre creí que  donde mejor te dezenvolvíaz era en el arduo mundo de loz negózioz, zerrando tranzacziónez en loz córroz burzátilez y dándole parejo a loz númeroz. ¡Zi zupiéraz qué malo zoy para laz matemáticaz! Hazta ezte prezizo inztante temí confezártelo por miedo a que te deziluzionáraz de mí.
        —No, vale —chasqueé la lengua—, todo lo contrario.
        Fedora fumaba con cierta gracia felina.
        —Yo también creí lo mismo. La  impresión que causas a primera vista es que eres un alto ejecutivo, de esos que no dan ni piden cuartel en el agreste mundo de los negocios. Difícil imaginarte, por consiguiente, como tú mismo te has descrito.
        Ornela se separó un tanto de su novio, quien había encendido un televisor aledaño y se había transportado a la procelosa dimensión de la novela de las nueve.
        —Mmmjú, Benny siempre fue medio poeta —corroboró haciéndose mi cómplice y clavándome sus ojillos inquisidores.
        —Tienes que enseñarme lo que escribes —solicitó Fedora.
        —Cuando quieras... — le correspondí su arrobadora sonrisa.
        Ornela se incorporó preguntando qué tomaba cada quién.
        —Pero no te moléztez, chica. La cachifa noz puede zervir loz trágoz.
        —Deja. Yo voy. Para mí no es molestia.
        — ¿Y a tu novio qué le vámoz a dar? Por hoy ze acabó el café con leche.
        Fedora disimuló una plácida risotada, antes de comentar:
        —Por los momentos está inmerso en el imposible romance que experimentan tres hermanas tocayas por un mismo y engominado galán.
        — ¿Cómo va eso, mi amor? ¿Ya cayó también Doris Wells en las garras de José Bardina? —preguntó Ornela, rumbo a la cocina.
        —Mmmmm... bien.
        Dejé transcurrir un minuto. Le pregunté comedidamente a Javier dónde quedaba el baño.
        —La zegunda puerta a la izquierda por aquel pazillo.
        Fui hacia allá. Me volteé en el umbral. Fedora reía con ganas de un chisme que le refería Javier. Para el novio no existía otro mundo que la colorida pantalla. Llegué donde estaba Ornela. De sorpresa, la tomé por la cintura y la volví hacia mí.
        — ¿Qué haces? —preguntó con cierto trémolo de pánico.
        Sentí su cuerpo distenderse cuando la besé. Sus labios ardían y temblaban sabiendo, paradójica y simultáneamente, a fresas y nísperos. Acarició mi escaso cabello mientras, afanosamente, yo buscaba su cuello con ansias de Nosferatu saduceo. Mordí su boca. Parecía que nunca más podríamos despegarnos. Tormentas de buganvilias desembocaban en una adicción que destilaba fragancias alocadas. Metí mi mano por debajo de su blusa y comencé a masajear su seno con suaves y pequeños movimientos rotatorios. Se aferró a mí como si yo fuese la única tabla de salvación en su vida.
        —Yo, Benny... quiero que me dejes... por favor —la escuché mentirse a sí misma.
        Mi mano descendió por entre su aflojado pantalón. Aparté la banda elástica de su pantaleta y palpé el bulto afelpado de su sexo.
        — ¡No! ¡Aquí no! —musitó con firmeza y se apartó.
        El aire óqueo de locura pugnaba por no desvanecerse.
        — ¡Coño! ¿Qué me haces? —murmuró a la par que se alisaba la melenita y procuraba darle orden a su ropa, el mismo orden que ansiaba para sus pensamientos— ¿Estás loco, Benny? Nos puede ver mi novio.
        —Vamos a darnos una escapada —le propuse.
        —Vete, que puede venir Javier... o Arnaldo... por favor.
        Pude percibir su aturdimiento.
        — ¿Sí o no? —insistí, tomando su mano.
        —Después hablamos —respondió, apretándomela y evadiendo mi cara.
        — ¿Sí o no?
        —Sí, sí... pero ahora vete para allá.
        Javier tenía fama de excelente cocinero. La cena que nos sirvió, digna de los más reputados gastrónomos, lo corroboró. Gozó describiéndonos, con profusión de detalles, en qué consistía cada plato.
        Voilà lez entrecôtez à la Grimán, mezdamez et mezzieurz.
        —Qué bonito acento francés posees —bromeó Ornela, apartando un poco de comida para su novio, ahora embelesado con un dramón brasileño.
        —El francés es un idioma que siempre me ha fascinado. ¿Tú no lo hablas, Benny? —me preguntó Fedora.
        Je ne parle pas beaucoup de français —respondí, pronunciando las “erres” a la anglosajona—, pero ahí le vamos dando. N’est-ce pas?
        La velada transcurrió en forma muy agradable. Nos tomamos unas cuantas copas de un aterciopelado y fresco Beaujoulais durante la comida. Luego del dessert, degustamos una selecta variedad de quesos, el consabido guayoyito à la vénézuélienne y el pousse café. Javier, sibarita de gran tronío al fin, extrajo, de un finamente labrado cajón, un surtido de habanos Cohiba del cual disfrutamos todos, Ornela y Fedora incluidas. Los semitas siempre hemos sido seres de acendrados hábitos, por lo cual retorné a mis primigenios destornilladores Tanqueray.
        — ¿Tu poesía es romántica, Benny? —habría jurado que Fedora estaba a punto de ronronear como una gata mingona.
        —Buena parte de ella lo es —afirmé, observando muy de reojo a Ornela quien disimulaba su turbación cuidando de que el novio no se quedara dormido frente a la tele.
        Fedora garabateó algo en una libretica, desprendiendo la hoja.
        —Llámame a este número mañana después de las siete. Y prepara lo mejor que hayas escrito —me sugirió.
        Hora de partir. Ornela desperezó al novio y, de seguidas, se despidió de Javier. Fedora y yo, en el umbral, la aguardábamos, hablando de cualquier cosa.
        —Bueno, Benny, vamos a ver cuándo volvemos a repetir este encuentro, vale —me dijo Ornela y, subrepticiamente, su mano dejó en la mía un papelito arrugado. Cuando se apartó de mí, medio lo abrí y vi su número telefónico.
        Javier me tomó por el codo.
        —Éztoz ze van porque zon una pila de flójoz. Quédate tú un ratico maz.
        Consentí. El tipo me interesaba.
        Me contó la historia de su vida. Había nacido en un barrio. No había conocido a su padre. Su mamá se empleó de ama de llaves de los Rosetti, una adinerada familia caraqueña. Se encariñaron con él porque siempre fue un niño servicial, hacendoso, dispuesto a cumplir con cualquier tarea o diligencia. Lo ayudaron a estudiar.
        —...aunque yo ziempre fui un gran flojo para loz líbroz... ¡y no hablémoz de laz matemáticaz! A mí lo que me guztaba era el baile. Laz mucháchaz Rozetti ze ponían como lócaz para que yo laz zacara a bailar en laz fiéztaz porque era (zigo ziendo, de pazo) un maeztro para loz pazodóblez, laz guaráchaz  y tódoz loz rítmoz. ¡Adoro la danza! Zi mi deztino hubiera zido otro a lo mejor hoy en día zería bailarín. Añoro la época de Travolta. ¡Me-encanta-eza-múzica-dizco-miúzic! Podía (y puedo todavía) pazar toda una noche bailando zin parar. ¿A ti no te gusta bailar, amigable Benny? Ez como un frenezí zenzual que te tranzporta, te zeduze, haziendo que tuz múzculoz y tuz huézoz ze conviertan en una máquina de plazer. Y te abandónaz por completo, dejándote llevar por marejádaz y marejádaz de felizidad, olvidándote de todo, viviendo zolamente para el dizfrute de tu cuerpo en un tranze mágico, deliziozo e inzuperable. También me encanta la decorazión, jugar con laz télaz, zuz colórez, zuz tezitúraz, combinar loz divérzoz materiález para obtener calidez acogedora y eleganzia. Me divertía muchichízimo dizeñándole veztídoz alocádoz a laz mucháchaz Rozetti y zuz amígaz. ¡Tódaz afirmaban que pozeía verdadero talento! Láztima que ahora cazi no tenga tiempo para dedicarme a ézaz actividádez tan reconfortántez para mi  ezpíritu. Quién lo hubiera penzado, ¿no? Haze únoz áñoz me lo hubieran dicho y me habría reventado de la riza. ¿Yo metido en varíllaz de políticoz? ¡Bazirruque! ¡Jezuz, María y Jozé! No, mijito, ezo no ez conmigo, habría dicho. Pero fíjate, qué cazualidad. Ez como dízez tú. La vida ze lo va llevando a uno por loz camínoz ménoz penzádoz. Zi no hubiera conozido a Mariélviz, la hija del prezidente, a lo mejor ahorita eztaría bien léjoz de Venezuela, trabajando en alguna caza franzeza de haute couture, qué zé yo. Pero azí ez el deztino, amigable Benny. Mariélviz y yo noz hizímoz grández amígoz. Organizámoz váriaz fiéztaz como nunca jamaz ze volverán a ver en Prádoz del Ezte. La gente ze moría, literalmente, por zer invitada. ¡Y nozótroz dándonoz tremendo caché! En ezo nombraron al hombre candidato prezidenzial. Mariélviz me llevó a zu caza y me prezentó a todo el mundo. Al prinzipio creí haberle caído mal a él. ¿Recuérdaz que en aquella época tódoz  dezían que el hombre era un polizía zangriento? ¡Y con eza cara de gocho rezabiado que ze gazta! Pero qué va, el hombre ez un pedazo de pan. Me cogió un cariño inmenzo porque ziempre procuré hazerle maz llevadera la eczistenzia. Toda eza familia me adora. Hazta Alezia, su amante me aprezia infinitamente. Por ahí tengo únaz fótoz de élloz doz que zi llegan a caer en málaz mánoz... ayayay. Total, que para qué te voy a caer a embúztez, hoy en día tódaz laz perzónaz del mundo me azedian para que lez conziga que el hombre loz reziba y a vézez no zé qué hazer para quitarme de enzima a tántaz géntez que lo ven a uno como la zoluzión para zuz problémaz. Ezo ez lo malo de nueztro paiz, amigable Benny. Todo ze conzentra en la capazidad de dezizión de un zolo hombre. Ez el dilema del poder. Mira a tu alrededor. No ze preziza zer en ecztremo inteligente para darze cuenta. A pezar de que “Bicho Loco” no pudo volver a zer candidato otra vez zinó hazta ahorita, tal como lo eztipula la conztituzión, nadie en zuz cabález puede dudar  que él ha zido la verdadera fuente de poder en Venezuela. Eze ez un hombre que opaca a tódoz loz demaz. O lo ámaz o lo ódiaz, pero no puédez permanezer indiferente ante él. Ez un individuo que opaca y zepulta a los demás con zu energía inagotable. Y ez que lo que eztá a la vizta no nezezita anteójoz. ¡Dígame zi ze enterara que quien le puzo el zobrenombre de “Bicho Loco” fui yo! Ze le zaldría el gocho atravezado. Ez un tipo verdaderamente teztarudo e incapaz de fatigarze cuando ze propone una coza. No te quepa ninguna duda de que volverá a ser prezidente, porque vive únicamente para ezo. El otro día ze lo dijo Felipe González, tú zábez, con ese tumbao andaluz tan zalerozo que tiene cuando habla: “Ez que tú no puéez zer otra cosa que un animar político, como yo, mi arma, y ozú”. No ze canza nunca. Ménoz mal que dezconecté el teléfono porque ez capaz de llamarme a cualquier hora de la madrugada y ponerme a pegar bríncoz como un loco, que zi conzígueme a fulano, que zi llámame a perenzejo, que zi organízame tal azunto. ¡Uf, amigable Benny! Me acuerdo una noche en La Habana que ze trancó con Fidel Caztro y zalieron dezpuez de nueve hóraz de una entrevizta, loz doz frezquezítoz como únaz lechúgaz. ¡Hay que nazer para ezo, amigable Benny! Pero te veo cabezear.
        La curda de ginebra me estalló entre los parietales con  intensidad de grageas geométricas. Un sueño de los mil demonios hizo que mis ojos se entrecerraran.
        — ¡Ay, Dioz mío! ¡Ze razcó mi general! Me pareze que no ez conveniente que te váyaz por ézaz cállez llénaz de lócoz a éztaz hóraz, azí como eztaz.
        —No, vale, tranquilo. Estoy bien —murmuré, con la lengua atezada como si me la hubieran lapidado a ladrillazos. La cabeza comenzó a girarme con ínfulas de mandinga enloquecido ante pruritos exorcistas.
        Javier me tomó por el brazo y me condujo hacia adentro.
        —Inzizto en que lo maz conveniente ez que te quédez ezta noche aquí. No hay ningún problema. Maz bien tengo un par de habitaciónez vacíaz. Puédez ocupar ezta y dezpertarte mañana a la hora que maz te convenga.
        Me acosté en una cama matrimonial cubierta por unas sábanas frescas y mullidas que, de no haber estado yo tan ebrio, hubiera jurado eran del más puro satén. Me desvestí con las manos más torpes de la galaxia y no tardé en quedarme dormido.
        Al rato sentí que alguien se echaba a mi lado. Abrí los ojos y lo vi tendido, mirándome en la penumbra con sus ojos de efebo solitario y su bigotín galancino. Tenía puestos unos shortcitos desflecados. Cuando estaba vestido se le veía más corpulento y casi de mi estatura. Sin ropas parecía más menudo, delgado y frágil. De su cuerpo emanaba una fragancia de resinas griegas.
        —No te preocúpez. Ez que zufro de inzomnio y zólo me da zueño cuando veo a ótraz perzónaz quedarze dormídaz.
        La borrachera no me dejaba ni siquiera mover un dedo.
        —Okey. Pero sin agarraderas —dije, con la voz más aguardentosa de este mundo, y le di la espalda.
        En la madrugada me creí un sonámbulo aturdido. Su delgado diafragma de potrillo resollaba como un amable y suave fuelle. Chancleto se mostraba inquieto y hambriento. Lo atraje hacia mí. Poseía la indolencia de un adorno lampiño y tenue al tacto, contrayéndose bajo mi empuje con una sumisión a la vez complaciente y salvaje.
        A la mañana siguiente me trajo el desayuno a la cama. Había recogido mi ropa y la había dispuesto, muy delicadamente, en el clóset. Se recostó a mi lado, observándome comer con una expresión luminosa en su fisonomía de cachorro hambriento de amor. Insistió en que me bañara en el jacuzzi para restregarme la espalda con una esponja y masajearme los omóplatos con sus manos aterciopeladas. Me dejé hacer —así lo confieso— porque me encanta ser consentido y  mimado. Por algo soy, entre otras muchas cosas, el rey del postín. Javier era un experto en lograr que sus dedos extrajeran el bálsamo oculto del bienestar. Aplicó ungüentos frescos y olorosos por todo mi cuerpo  sumergiéndome en una modorra extraña y sutil. Limpió mi cutis utilizando una acuarela de cremas que hicieron aletear mi nariz con armonías de hierbas diáfanas. Enjuagó mis ralos cabellos con pomadas primorosas para restituirles su lozanía. Finalmente, permaneció durante largo rato sumido en un ritual de adoración hacia Chancleto que culminó con su bigotín apelmazado por mi semilla perlina.
        No hubiera querido marcharme, pero sentí remordimientos rabínicos recordando historias de ciudades sodomitas condenadas a perecer bajo el fuego arrasador de las rabietas metafísicas de Yijova.
        —Hazta pronto, adorable Benny —me dijo,  ya vestido y encaminado hacia la puerta. Intentó besarme y lo rechacé, con un gesto algo brusco, haciéndole entender que hasta ahí  llegaba la intimidad.
        La verdad era que yo estaba pasado de sinvergüenza y no me importaba. ¿De qué carrizo me valía estar vivo si no disfrutaba a plenitud? Yo no había buscado esos placeres. Ellos me habían llegado sin yo solicitarlos adrede. Para colmo, eran del todo gratuitos. Hubiera sido una necedad monumental rechazarlos. Por eso peca de insincero e hipócrita el cristianismo, ordenando a sus acólitos resignación, abstinencia y autoflagelación, ante un mundo esplendoroso de sensaciones gratificantes. Después nos vienen con las pamplinas usuales: easy comes, easy goes; todo lo fácil es efímero y pertenece al espejismo de la falsa felicidad; para obtener la dicha verdadera, hay que descoyuntarse bregando porque bien le habló Yijova a Adán acerca del pan y del sudor de su frente; hay que romperse el lomo trabajando como bestias para, al final, encontrarnos con la muerte que nos tasa a todos con el mismo rasero solitario y anónimo. ¿Cómo se puede vivir en un mundo de semejantes absurdos? Lo único que vale la pena es la libertad sin ataduras ni responsabilidades bobaliconas. Si para sobrevivir hay que cancelar un precio, pues que lo paguen los aburridos, los esclavos de las rutinas malditas, los obreros del panal, los fanáticos —los workaholics— que conciben el trabajo como único aliciente en sus vidas desprovistas de emoción, los necios de la supervivencia, los proletarios de la fatalidad. Yo no. Soy artífice de mi propio destino y por eso conquisto mi libertad plena. El mundo gira alrededor mío. El mundo existe sólo cuando yo abro los ojos, cuando yo y solo yo determino su especificidad. Si los falsos filósofos se rasgan las vestiduras  encadenando los vocablos solipsismo y anatema, pues me sabe a Corn Flakes.  Las reglas de los demás son ficticias y me son impuestas —vano intento, por lo demás— en medio de sueños irrelevantes. Al diablo con todas las conjeturas irreales de los moradores de esos sueños. La única conciencia posible es la de mi gozo, mi placer y mi bienestar. Mi libertad no tiene nada que ver con la dimensión espiritual y dinámica de los otros, vale decir, no tiene puntos de referencia con el obtuso prójimo que me impone el cruel y burlón Yijova en estas falsas topografías oníricas. Mi libertad es la medida de mi acción para crear el mundo de acuerdo a lo que yo desee percibir. Mi libertad es única, irrefutable e indivisible, fervorosa y gravitacional con mi yo en el papel de máxima referencia. Mi libertad es un paño infinito que se extiende por todos los predios, sin tocar puertas ni pedir excusas. No necesito descubrir a los demás porque ellos no son sino una proyección parcializada de mi ánimo. Lo que necesito, entonces, es encerrarme, en períodos cada vez más fructíferos y creativos, para deslastrar mis dendritas, regurgitando —hacia las espinosas vigilias—  esos campos vitales y  esos cúmulos crecientes de ¿experiencias? y empañadas ideas de personas que, mutatis mutandi, facilitan la extracción de mis más arraigados licores somáticos cuajándolos en partenones esculpidos en argamasa de más placer, más gozo, más dicha y menos agobios. Esos van a ser mis períodos meditativos. Pero, en vez de convertirme en un anacoreta en búsqueda de ideales inexistentes, mutaré mis alquimias en génesis de felicidad exclusivista. Sin atribulaciones teológicas ni remordimientos por dejar atrás los difusos potreros del despótico Yijova. Mi libertad engendrará  extensos alerones y quien quiera compartirla, bienvenido sea.
        Perfecto. Pero aun hay polipastos  y cigüeñales de este enigmático sueño que escapan a mi dominio. Me refiero a las tareas prosaicas y las necesidades de la parte apestosa y rumiante de los sórdidos organismos, bastos, ordinarios, grasientos y proclives al deterioro. En suma, el aquejado ámbito de lo físico. Ya hallaré la solución pertinente. ¡Quiúbo, Dr. Fausto! Yendo a lo meramente puntual, el interés que sentía Fedora por mí se había acrecentado por mis supuestas dotes de poeta. En pleno dominio de los farallones del solipsismo me habría bastado con alzar un dedo para hacer aparecer una catajarria de sonetos, rimas endecasílabas y qué sé yo qué más —mis memorias del Castellano de bachillerato se habían disipado irremisiblemente mucho tiempo ha—. Todavía no arribaba a maravillas semejantes. Algún secreto habría que demoler. A su debido momento —y sin quebraderos de cabeza— me llegaría la fórmula para acceder a tales facultades. Tenía un problema concreto que resolver y a ello aboqué mi atención luego de partir de casa de Javier. Enfilé mi enratonado carapacho de hijo pródigo de Judá hasta una de esas librerías de Sabana Grande y —tarjetazo mediante— adquirí varios tomos de las obras poéticas más renombradas. No podía concretarme a un vulgar plagio, fácilmente discernible con el uso de poca clarividencia. Decidí, entonces, mezclar, remezclar, amasar, condimentar, hornear y cocinar al vapor toda una flotilla de metáforas, símiles, giros y construcciones de verbos y adjetivos, tallando oscuras mastabas de palabras reordenadas que lucían una nueva vida de distinta índole. Descubrí que no era tan difícil ser poeta. Me apropié, sin pedir permiso, de relámpagos nerudianos y se los endosé al pavimento de neón de Octavio Paz. Desmenucé virutas extraviadas de Vicente Gerbasi y se las calcé a las obsesiones fraguadas en eneros grisáceos de José Antonio Ramos Sucre. Baudelaire incrustó unos versos invisibles en carnes de Gabriela Mistral. A las siete y veinte de la noche, hora en que llamé a Fedora, ya poseía una obra poética que me abriría las antesalas de su capilla. Menos mal que no se me ocurrió inventar que también le entraba al canto lírico —la hubiera puesto, you bet your ass—.
        Me dio una dirección ubicada en uno de esos cerros de Los Naranjos entrecruzados por avenidas enredadísimas. Llegué, al fin, y unos esbirros malencarados me registraron en busca de armamentos ocultos. Busqué arreglar mi semblante, denotando el apremio que resulta de rigor en las facciones de un intelectualoso inofensivo. Los tipos me dejaron proseguir. Toqué la puerta del lujoso y exquisitamente decorado apartamento. Otro espaldero permanecía colocado a escasos metros de la puerta conversando por un walkie talkie y escrutándome con expresión de pocos amigos. Yo me preguntaba qué pasaba con esta parafernalia de policías rondando. No me gustaba que me mirasen de esa manera. Esos sujetos tienen la ingente capacidad de hacerlo sentir siempre culpable a uno.
        Fedora me abrió ella misma la puerta. Estaba disparando —literalmente— toneladas de instrucciones a través de un teléfono inalámbrico. Por un momento me pareció que no era la misma persona de la noche anterior. La veía más madura, con la edad marcándosele sin subterfugios en la cara y en los gestos. Se notaba a leguas que le gustaba mandar y que sus instrucciones fuesen obedecidas al término de la distancia. La voz le sonaba áspera y desprovista de sutilezas. Colgó el inalámbrico y tomó otro auricular descolgado que se encontraba encima de un escritorio de grueso vidrio verde.
        —Por esta noche no quiero más llamadas —ordenó—, absolutamente de nadie. Ni siquiera del presidente, ¿entendió? Llame al doctor Lizarraga, al Hotel “Pierre” en Nueva York, y le deja el mensaje que mañana a primera hora me estoy comunicando con él. Buenas noches.
        Se tornó hacia mí y —como por argucia de prestidigitador— recobró la prestancia de gata de Angora sobre mullidos cojines con que me había subyugado en casa de Javier.
        —Hola, Benny — parecía, de hecho, magia porque cuando sonreía el rostro se le ponía más fresco y desaparecían, de repente, los rasgos graves de mujer en el umbral de la madurez.
        Cenamos los dos solos.
        —Esta comida no es tan exquisita como la de Javier, ¿verdad?, a pesar de que la preparó el mismísimo chef de palacio.
        — ¿Qué palacio? —pregunté, atiborrándome de mejillones.
        — ¿Cómo que cuál palacio? —Fedora me miró, extrañada.
        —El único que conozco en Caracas es el “Palacio Imperial” —me referí al conocido local de espectáculos burlescos.
        — ¿Me estás tomando el pelo, Benny?
        — ¿Yo? ¿Por qué habría de hacerlo?
        —Estoy hablando del palacio de Miraflores.
        — ¿El del presidente de la república?
        —Ese mismo.
        — ¿Y qué haces tú ahí?
        Fedora puso el tenedor sobre el plato y concentró su atención en mí.
        — ¿De verdad que no sabes quién soy yo?
        Ni con la pretensión del mejor de los embustes habría podido simular tan bien mi ignorancia —que era genuina, de paso—.
        Negué con la cabeza.
        —Ay, Benny, no me vaciles.
        —Eres Fedora, amiga de Javier y de Ornela. ¿Qué más quieres que te diga?
        — ¿En qué mundo vives, Benny?
        —En mi mundo de visiones y sueños. En el mundo donde son las palabras quienes gobiernan en las vidas y en las tumbas.
        Hice un gesto de what-me-worry-kid. La desarmé.
        —No puedo creer que todavía exista alguien tan encantador como tú. Pareces el propio niño grande que vive ensimismado en una galería de deliciosas fantasías.
        Chocamos las copas.
        —Mejor así. Quisiera que jamás te enterases de tantas cosas y que la malevolencia del mundo no penetrase hasta nosotros —dijo con una voz ronca, profunda y acariciadora que daba trabajo creer fuese la misma voz de las órdenes ejecutivas, pulcras y eficientes de hacía apenas un rato—. Benny, ¿son bonitos los sueños de los poetas?
        —A veces no.
        —Cuéntame por qué.
        Me coloqué un antifaz de rapazuelo indefenso.
        —Son muchos los demonios que me persiguen. Uno llega a pensar de momento que los universos que creas nunca escaparán al contagio de lo banal ajeno para transigir con el resto del mundo y mimetizarse convenientemente, para el agrado de las gentes comunes, en albañilerías de mentiras y escaparates de lo inútil fantasioso. Entonces te abruma la desolación, porque lo que escribes se convierte en entes con vida propia, algo así como tus propios hijos, y tú deseas para ellos el supremo aliento vital. Piensas en la muerte y en la futilidad de las cosas y, repentinamente, te dan deseos de destruir tu obra, sin que  aparezca un malhadado Max Brod amigo póstumo de Kafka salvándola, a última hora, de las llamas que se merecen.
        Fedora cobijó mi espíritu con una mirada cargada de claveles y ópalos.
        —Nunca creí que existiesen tantos espectros malignos acechando en el mundo de la poesía.
— ¿Y cómo es tu mundo, entonces? —pregunté.
        Fedora suspiró, apartando la vista de mí y posándola en la panorámica de Caracas que se colaba a través del balcón.
        —Mi mundo, Benny, es un lugar pletórico de tiburones, tigres, mapanares, hienas y zamuros.
        — ¡Ah! —exclamé—: es un zoológico.
        Ambos reímos.
        —El zoológico del poder —confirmó.
        — ¿Y qué papel desempeñas ahí? Si es que se puede saber. ¿El de abeja reina? ¿O acaso serás el ave del paraíso? ¿O un vistoso faisán? ¿Un quetzal ricamente enjaezado en coloridas plumas? —sonreí galantemente y, praise the Lord,  Fedora no tardó en ruborizarse.
        —Soy una alcabala.
        — ¿Un Checkpoint Charlie?
        — ¿Qué?
        —El punto de control que separa Berlín oriental del occidental.
        —Algo así. Pero, a fin de cuentas, no soy el umbral entre dos mundos distintos sino, más bien, el puente de plata que regula el acceso a nuestro emperadorcillo constitucional. Y, como debo filtrar a quienes allí llegan, me he ganado la animadversión de todos los figurantes de la gran verbena parroquial que es nuestra política.
                        — ¡Uao! —exclamé— Nadie que te vea, de buenas a primeras tan despampanantemente sensual, imaginaría que cobijas, dentro de ti, la furia de un cancerbero.
        —Haz la prueba para que veas —me retó, sin dejar de obsequiarme la s.s.f. (subyugante sonrisa fedoriana).
        — ¿Cómo qué?
        —Pídeme algo que amerite poder.
        Cavilé durante unos segundos.
        —Nómbrame ministro de interiores.
        —Ese cargo tiene ya dueño hasta el fin del período.
        —Nómbrame ministro de pantaletas, pues.
        —Ese chiste está muy manido, querido amigo.
        Me levanté, sosteniendo la copa de vino blanco con la izquierda.
        — ¿Ministro de sostenes? —insistí, tomándola de la mano y convidándola a bailar un vals inexistente.
        Fedora seguía mis pasos danzarines y yo no detenía la cotorra.
        —De repente, mejor me designas ministro de brassières brasileños. O tal vez como que prefiero el instituto autónomo de mejillones mejicanos. ¿O será preferible que me metas de supervisor de las bolas bolivianas? ¿Y si me pongo ácido? Entonces, prefiero el puesto de comisario general de venenos venecos. Y para complacer a los compadres, me quedo con la comisionaduría para los panas panameños. No, pero ya va, déjame pensarlo mejor. Sí, sí, eso es: ¡ahora quiero que me designes director del medio fondo monetario!
        — ¿Y por qué no superintendente del ambi?
        — ¿Del ambi?
        —Sí... del medio-ambiente.
        Ambos reímos, con los rostros muy cerca, sin dejar de girar.
                        —Te cogí —dijo, y sus pupilas fulguraron con la tenue luz de la vista panorámica del balcón.
        —Me cogiste —e intenté besarla en la boca, pero me esquivó.
        —Creo que estuvo bueno por hoy, Benny.
        Detuvimos el imaginario vals, a instancias de ella.
        —Vete antes de que me hagas perpetrar algo de lo que pueda arrepentirme después.
        Hice una profunda reverencia, a la usanza de la corte isabelina, con toda la gracia de un experimentado hombre de mundo, pero al erguirme no aguanté las ganas y le hice una payasada poniendo los ojos virolos.
        —Ay, Benny, qué loco eres.
        Al bajar la guardia, rocé sus labios con los míos.
        —Dele ya, hombre, y no sea toche.
        — ¿Cuándo te vuelvo a ver? —pregunté, dejándome conducir hasta la puerta.
        —Llámame la semana próxima —y, sin un respiro, me puso en las afueras del apartamento.
        —Hell of a broad! —comenté en voz alta, recomponiéndome, y el espaldero del walkie talkie a la vera de la puerta me cotejó nuevamente con su mirada de administrador de gulags equivocados.
        Como no soy habitué de los bares —y menos andando solo—, me encaminé a mi apartamento. Estaba enamorado. De Fedora. De Ornela. Y también-todavía de Cheryl. Okey, okey, ya saldrán los consuetudinarios de la moral a escarbar en sus dialécticas conformistas un sinnúmero de diatribas contra el policuquismo. Dirán que el estado de gracia del hombre se resume en aquella vieja máxima: “Cada oveja con su pareja”. Pero este descendiente de las tribus de Abraham sabe que es capaz de albergar, simultáneamente, esa espiga plácida que llaman amor hacia las tres susodichas. No puedo constreñirme a una sola. Nones, nones, nones. Me asfixio si me exigen lealtades monógamas.
        Llegué al redil y me disparé cuatro birras, desnudo en pelotas, desandando el apartamento como un león enjaulado. Le di un toque al viejo y fiel Chancleto. Rebotó en mi palma con ansias de encuevarse. Era tarde en la noche y eso me hacía dudar. Me dejé de timideces y marqué el número. Ornela me contestó, sin voz somnolienta, más bien risueña y plácida. Sin dejarla casi hablar, la insté a venir. La añoraba. La necesitaba. Los laboratorios de mi alma se desguazaban por ella. No tenía que fingir mucho porque era verdad. Le indiqué cómo llegar y esperé.
        Hicimos el amor con ebriedad de albahacas, tomillo y perejil. Luego, mientras nos reposábamos del fragor y del vapor de nuestros gestos en la pasión, ella insistía en que era una locura: tenía su vida hecha y un novio con quien casarse. Yo desviaba su atención desglosando mis babiecadas usuales para hacerla reír. Cosquillitas para el espíritu, en fin.
        —Benny, no me mientas.
        —Soy un mentiroso, te digo la verdad.
        —No estoy jugando. Esto no puede seguir. ¿Es que tú no crees en nada?
        —Como dijo Luis Buñuel: soy ateo, gracias a Dios.
        —Ya, vale, no me vaciles.
        —Para vacilar, nada como el bacilo de Koch. Por lo tanto, me voy a servir un palo de scotch. ¿Quieres?
        —Dime la verdad, Benny, ¿de qué estás viviendo?
        Serví los tragos.
        — ¿Estás desempleado, verdad?
        Touché. Ni aun con toda la despreocupación del mundo podía olvidar la precariedad de mi situación.
        Me confesó la ambivalencia de lo que sentía por mí. Por un lado, no dejaba de pensarme pues me cargaba como un tatuaje vespertino que sólo se enseña al espejo de los exilios y las neblinas. Por el otro, lo otro. La vida real, la vida normal, la vida de los compromisos, la vida de los papeleos y los agites, la vida chaborra, la vida viuda, la vida bizca, la vida de la vida. ¿Dónde cabría yo cabronamente en todo eso?
        —Deberías aprovechar ese sentido del humor que tienes, Benny.
        —Prefiero el sentido del amor. ¿Será eso un rumor? ¿O un tumor? —murmuré, mientras mordisqueaba su oreja.
        — ¡Ya sé! —exclamó, incorporándose y dejándome con los labios exánimes y querenciosos.
        Fue entonces cuando me contó que su futuro cuñado había comprado una radio en el Litoral. ¿Por qué no probar suerte con un programa en donde relucieran mis habilidades? ¿Yo en la radio?, pregunté. Y ahí fue donde Ornela agarró el toro por los cachos y, sin parar de hablar, planificó mi vida profesional en las ondas hertzianas.
        Jorge Luis Rovira exhibía dotes de galán playero. Pecho cuadrado, melena semejante a un plumero de refilón desteñido por trillones de horas bajo el sol, batatas gruesas, andar de jinetero veterano sobre olas plastificadas, mirada depredadora ante ejemplares femeniles de su misma catadura con  permanente bronceado y —la guinda que corona el Tom Collins una indiferencia e  ignorancia heroicas ante lo que trascendiese su ámbito de chicuelo sabrosón. Un anti-Benny sifrinazo, en suma. Ergo, todo un beach bum. Su padre, el famoso doctor Rovira de la política nacional, le había comprado la emisora, según Ornela, para que dispusiera de su vida  productivamente. El tipo no tenía la más mínima idea del negocio.
        —Benny es el hombre, Jorge Luis. Dale el horario de la mañana.
        —Pero bueno, cuñadita...
        —Sí, ya sé que te sale más barato poner discos, pero  mejor te metes de una vez por todas de  lleno a competir por la audiencia con un programa diferente, fresco, divertido...
        —Pero bueno, cuñadita...
        —Ya verás que, al poco tiempo, los anunciantes se van a pelear por el privilegio de colocar su publicidad con nosotros.
        Y no hubo más pataleo. Ornela habló con Fedora, y ésta con alguno de sus subalternos, y a las cuarenta y ocho horas dispuse de mi flamante certificado de locutor de estaciones radiodifusoras. Nos reunimos los tres en el apartamento de Javier y fabricamos el libreto de los cinco primeros programas, riéndonos de lo lindo mientras yo disimulaba el apego que sentía por mis ajenas enamoradas.
        No sentí nervios ante el micrófono. Arrancaba con mis peroratas, bromeando con el operador, las secretarias, el motorizado y hasta con el mismo Jorge Luis. Inventé personajes que desarrollaban truculentos diálogos hurgándole la vida a todo el mundo. Para ello, contaba con toda la munición de chismes que compartíamos en el apartamento de Javier. El gran fastidio era tener que bajar todos los días a La Guaira.
        Muchísima gente llamaba, al principio, para criticar duramente al roliverio de loco de las mañanas. No estaban acostumbrados a tanta irreverencia. Jorge Luis, por primera vez en su ociosa vida, tuvo algo de qué preocuparse aparte de los surfing boards, los yates y las mamis playeras. Ornela me defendía a capa y espada. Sin embargo, la audiencia iba en aumento, aun cuando la señal de la emisora no era muy potente y no penetraba en muchas zonas de Caracas. Tal como Ornela había previsto, la publicidad empezó a llegar, con lo cual el hijo pródigo de Yijova pudo redondear unos emolumentos ($$ Bs ££, greedy kiddo!).
        Nadie gozaba de inmunidad ante mis arremetidas. Cuando enfilé mis baterías contra el obeso presidente de la república, se encendieron unas cuantas luces rojas recomendando autocensura. Hice caso omiso. Lo presentaba como un perezoso  dormilón de  la siesta del desayuno  que mandaba a preparar el toddy en una lavadora de rodillos. Inventaba diálogos surrealistas con los dos ex presidentes que, tal y como se auguraba, iban a rivalizar en la venidera campaña electoral. El primero, como el hiperkinético y hablachento representante de la alicaída bonanza petrolera; y el otro, cual una momia ególatra proveniente de las catacumbas.
PRESIDENTE (con voz atragantada): Bueno, mis muchachones, justamente ¿no?, vamos a ponernos de acuerdo a ver a quién de ustedes le voy a entregar el coroto. Mire que camarón que se duerme si se devuelve se esnuca...
EX PRESIDENTE 1 (con voz andina): Alas no diga vea, me corresponde a mí por derecho consuetudinario, mire que he recorrido los cinco continentes y soy el más internacional de los venezolanos.
EX PRESIDENTE 2 (con voz temblequeante): No, si así es. Esto hay que pelearlo rolo a rolo y tolete a tolete.
PRESIDENTE (devorando una pechuga): Bien dicho, justamente ¿no?, porque el que a buen árbol se arrima ni que lo fajen chiquito...
EX PRESIDENTE 1 (hiperventilando): Llueve y escampa. Hubiera preferido otra muerte. Deme lo mío, que me voy que quemo otra vez en el barco que le regalé a Bolivia.
EX PRESIDENTE 2 (agonizando): Después de mí, el diluvio, caballero. Mire que yo estoy sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso. Yo - yo - yo - yo - yo - yo...
PRESIDENTE (atacando un pernil adobado): Ese disco se rayó, justamente ¿no? Empújale que empújale que empújale la aguja...
EX PRESIDENTE 1 (resollando): Currutá currutá qué bueno que está. Déjeme significarle, amigo fablistán, que ni lo uno ni lo otro sino todo lo contraproducente.
EX PRESIDENTE 2 (en el estertor): Muera yo con los filisteos... y me paso a la reserva con Gran Reserva, Minerva.
            Jorge Luis solía quedarse con los ojos claros y sin vista. De no ser por Ornela y su rutinaria defensa, me habría defenestrado a las primeras de cambio. Pero todo cambió desde el día en que leyó un artículo  en  el “Diario Informativo” — ¡Jorge Luis leyendo! ¡Sus circunvoluciones cerebrales deben haber hervido! — de Horacio Quintín Zúñiga, gran oráculo del quehacer nacional, excelso dramaturgo metamorfoseado en autor de las más exitosas telenovelas, reputado melómano, sibarita sin par  y sardónico cronista de lo humano y lo divino. La pieza de marras decía como sigue:

Los Chancletazos del Éter
por: Horacio Quintín Zúñiga

         Quiera Dios que yo no muera solo, triste y cariacontecido en tierra y lecho ajenos. Mi difunto padre, quien había atravesado la mar océano en pos de su El Dorado particular, acostumbraba pontificar, con su gracejo de Navarra: “Horacio Quintín, que no te agarre la noche de los tiempos con un sudario de lino basto. Hasta en la muerte uno tiene que darse su compostura y bajar al sepulcro con garbo”. ¿Qué quería decir el viejo con esto? ¿Qué le importa a los gusanos que me aguardan al fondo de la fosa si visto con harapos o con un terno de firma? ¿Y si opto por la cremación, dejando que la brisa acarree los remanentes de una carroña que algún día se solazó con María Callas transmutada en Floria Tosca? Ea, compadres, que nada ni nadie osará quitarnos lo bailado.
         Sirva este exordio, amables lectores, para pasar a relatarles lo siguiente. Era un lunes por la mañana (y muy a principios de la semana, como bien lo acota el joropo). La humedad al pie del Ávila estaba, comme d’habitude, agarrotando mis huesos y la inspiración se escurría. Estaba en plena escena donde la heroína de mi más reciente drama televisado descubre la futilidad de la vida que ha compartido durante los últimos años con un apocado, acartonado y engolado galán de otoño y, ¡zuás!, hete aquí que, como decimos coloquialmente, se me trancó el serrucho. No encontraba manera de descoyuntar el nudo gordiano de esa madeja de pasiones. Un brandy recalentado no sirvió de mucho. Caminar por la terraza para dejar que el aire montañés impregnara mis congestionados bronquios tampoco lubricó el cacumen. Inquieto, pero sin dejar al pánico cundir, encendí el radio y me di a la tarea de navegar por el dial. Una cumbia por aquí, una salsa erótica (¿¡!?) por allá, un predicador evangélico acullá y, presto, aterrizo en una extraña señal donde un no menos extraño personaje se da a la tarea de remedar desvergonzadamente a toda la galería de nuestros presidentes democráticos, al papa de Roma, al barbudo Fidel y, ¡válgame Dios!, a los personajes de mis cuitas mediáticas. ¿Quién podría ser el autor de semejantes exabruptos? Sin dejar de carcajear aguardé el final de la emisión y escucho que el responsable es un tal Doctorísimo Chancleto. Docto como él solo en retruécanos perpetuos y en franca colisión con el humor tradicional que nos signa ante el resto del orbe. Un hereje, en suma. Un iconoclasta de las ondas del éter, en espera de un piadoso censor que lo arrastre a su notoriedad de un cuarto de hora, como lo estipuló el andrógino Andy Warhol. Recordé una vieja frase de Borges que en alguna ocasión galopó mi encéfalo: “Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia”. Pero el sarcasmo del Doctorísimo rasguña, lacera y desintegra la venal ortodoxia que  nos ha dejado un conformismo falaz, el achante del rentismo petrolero y la sinvergüenzura en que está sumida Venezuela, deseando toda que la pongan donde “haiga”.
El fulano Chancleto es un gandul al mayúsculo. Mas, debo confesar, me agrada y me halaga su desfachatez. Pienso: es lo que necesitamos en estos instantes: una remezón en el confort, un terremoto asesino que devaste esta placidez inicua que nos sabe a scotch de dieciocho años, una nueva cólera divina (ciento y pico de años después de la muerte del “Taita” Boves) que nos abofetee con fuerza y nos haga despertar de este esmeril onírico pleno de inmundicias corruptas. Alguna vez me habré soñado en personificaciones de ángel exterminador. Mi problema es que mi pluma, malgré moi, se atavía con cenotafios moralistas y, es fama, que el tiro anhelado siempre nos sale por la culata. Hará falta, ergo, un jester desprovisto de moral y hasta de ética que nos descubra la desnudez del soberano. El fraude del soberano. El mojón del soberano. Creo que lo hemos encontrado en la inmoralidad (“el más eficaz y generalizado de todos los pecados capitales elegantes”, como lo matizaba Dickens) del Doctorísimo Chancleto.
Les dejo, gentiles lectores. Ya va a comenzar el show pelotudo y chancletudo de nuestro deslenguado héroe-hereje hertziano. Voy a sobarme un rato las tripas con las deliciosas sandeces de los mil y un personajes que revolotean en la atmósfera de mi terraza avileña. Para luego volver a la inmoralidad didáctica que no logro desprender de la psique del galán cincuentón y cariacontecido de mi última teleanaconda.
A lo mejor termino asestándole un chancletazo.

Aun Jorge Luis, ignorante supino de la meteorología cultural, no pudo dejar de pasar por alto el espaldarazo de Horacio Quintín Zúñiga. De ahí en adelante, las llamadas telefónicas negativas le cedieron el paso a las positivas y hasta a un verdadero fan mail  que atiborraba las gavetas de la recepción, ocupada ésta por una de las hermosuras playeras del panal de Jorge Luis y que —for once in my life— cambió su actitud para conmigo. La indiferencia sifrina con que me obsequió los primeros días evidenció, de la noche a la mañana, una guirnalda sonreída que vislumbraba aceptación e interés. La sometí a mi habitual asedio de chistes malos, mentiras vertiginosas y halagos fluviales y no tardó en ser pasada por las armas chancletudas.
El programa ganaba sintonía a ojos vistas. Un buen día Jorge Luis me llamó a gritos a su oficina: ¡estábamos ya en el ranking  de la sintonía! Los anunciantes se agolpaban a nuestras puertas. Parecía como si el tonante Yijova se hubiera fatigado de llevarme la contra.
A Ornela la veía con menos y menos frecuencia. Detentaba una especie de cargo secreto en la frenética campaña del enervante “Bicho Loco McGraw” (como empecé a llamarlo, muy en privado, por supuesto). Las pocas veces que pudimos escaparnos y vernos clandestinamente, luego de hacer un amor frenético y descocado, caíamos en sopor de caricias y besos en cuya órbita trasegábamos nuestros secretos y anhelos. No quería sonsacarla —de hecho no me interesaba un ápice su faceta política—, mas pude entender que ella era una suerte de liaison officer entre las huestes bicholoquianas —a quienes definía como un patois de Chicago Boys con lo más típico del pantallerismo nacional— y el universo del doctor Rovira, su futuro suegro — ¡y dale otra vez! —, el papá del envarado consumidor de café con leche con quien pretendía cincelar una relación de pareja de lo más formal y equilibrada. Nos decíamos que nos adorábamos para después caer en lo de siempre: “Mi futuro y el bienestar de mi familia yacen ahí, Benny. Tú sabes que te amo, pero eres un incorregible. Creo que lo mejor es que esta sea la última vez que nos encontremos de esta manera. Es mejor para ambos, Benny. A pesar de todo, te sigo queriendo”. Y cuando nos separábamos —sospechando de nuestras propias sombras, como los espías—, yo tenía la certeza de que nos volveríamos a ver y a amar. Pero, en el ínterin, un vacío asfixiado se encunetaba en mi estómago y podía palpar, casi físicamente, la lejanía que nos iba a consumir en los próximos días.
Seguí visitando a Fedora. A pesar de su esfuerzo por aparentarlo, su ceño profetizaba una empastada gravedad. También era pródiga con su parquedad. “¿Por qué un soñador como tú debe empatucarse con la meca de injurias que se me viene encima? ¿Por qué quieres involucrarte en el amargo hedor del circo en el cual soy una trapecista sin red? Tu lugar está en los lienzos perdurables, Benny, en las sedas de la imaginación, en los rosales de la fascinación”, argumentaba, dándome a entender que —en su particular nirvana— yo ocupaba un lugar idealizado. Vacilé entre proseguir con el escenario poético que se prestaba a su visión de ensueño o si, por el contrario, me las daría de caballero andante para doblegar las defensas de la inhóspita mazmorra donde se encontraba recluida. Le recitaba, entonces, los poemas que había pergeñado para ella, entre copas y copas de brut, y cada vez que iba a acceder a sus labios de versátiles nubes, un timbrazo telefónico acogotaba con su aridez de bronce la noche fresca de Los Naranjos y la realidad real, la realidad del debe y del haber, la realidad de las lechuzas y de las serpientes, venía a entronizarse por encima del quicio ceremonioso que delimitaba nuestras siluetas. Y siempre que nos despedíamos, Fedora volvía a ronronear con su sonrisa húmeda y blanca, y acariciaba mis declinantes cabellos y me susurraba: “el impaciente Benny, el acelerado Benny, el impetuoso Benny... ¿nunca podrás esperar, Benny?”, y su silueta felina se me clavaba en el alma con la puntería enguantada de los poemas que aprendí a escribirle en las madrugadas inéditas.
Hasta que un día recibí un gangoso telefonazo, luego de una ventosa mañana en que me transformé en chef francés anclado en una venta de pescado frito con arepas ubicada en la vía hacia Los Caracas, y luego de haber remedado —por quincuagésima vez— las gagueras vicariales de una campaña electoral que se antojaba interminable. Se trataba de una productora de televisión llamada Lourdes, invitándome a hacer una prueba para un programa de concursos en el mismo canal de televisión que transmitía las novelas de Horacio Quintín Zúñiga. Haciendo gala de mi agrio humor ashkenaze, le manifesté sentirme muy nervioso ante mi inminente desfloración televisiva. No tardó mucho la tal Lourdes en hacerme acceder al susodicho examen de mis virtudes telegénicas. Colgué y no le volví a prestar atención al asunto. Se lo mencioné de pasada a la apetitosa y bronceada recepcionista, quien se sobresaltó, me felicitó, me dio un beso chupado en la oreja que casi me deja sordo y me solicitó no olvidarla cuando estuviera surcando las mieles de la celebridad pues su máxima ambición era convertirse en actriz de telenovelas.
A los tres días volvió a llamar Lourdes, la productora. Me citó para la tarde siguiente en la sede del canal. De verdad que, entonces, sí sentí algo de excitación y nerviosismo. Marqué el número de Ornela. Una ronca voz de señora mayor me informó que su presencia de graciosa ninfa con espejuelos bendecía las coordenadas de algún ignorado y remoto punto de la geografía nacional por obra y gracia de la campaña electoral. En el teléfono de Fedora me contestó una voz neutral de funcionario informándome que “la doctora se encuentra fuera del país en estos momentos, con mucho gusto le transmitiré su mensaje, ¿señor...?” Es proverbial mi ojeriza ante cualquier ritual burrocrático, por lo cual colgué sin más ni más. A Javier no me daban ganas de llamarlo pues, aunque el tipo demostraba suma gentileza ante cualquier detalle referente a este sionista renegado, no quería hacer que su infatuation para conmigo creciera. Así las cosas, me quedé en la penumbra de mi apartamento de La Florida tomando brandy, fumándome unos cuantos cachos, hasta que me zampé tres pepas de un somnífero y me rendí ante el viejo y buen Morfeo.
El canal ocupaba un largo y estrecho local en pleno centro de Caracas, trepanado por numerosas cuevas y túneles que daban la impresión de haber sido excavadas por una legión de topos anoréxicos. Nadie hubiera imaginado esas cavernas regurgitando, a la hora pico de la grabación de los programas, una caterva de despampanantes actrices jóvenes de teleculebras, de galanes acartonados, de cómicos maquillados a semejanza de los políticos tan en boga en esos días de vorágine electoral, de personajes recién duchados con el olor a cromo de currutacos grotescos, y un sinfín de caracteres pertenecientes a los diversos formatos del género humano. De todo, como en la viña del Señor. Lourdes me llevó al estudio donde me presentó a todo el personal que laboraba en el proyecto piloto del programa de concursos. Allí se apersonaron el director del programa —un flaco nervioso provisto de un arsenal crepitante de los más diversos tics— y la productora ejecutiva. “She’s cute”, pensé, y su aire de eficiencia corporativa no lograba disimular un idioma de ademanes que se me antojaba familiar.
—...y luego que el concursante acierte la pregunta, la modelo se dirigirá a la fachada del castillo y, de acuerdo a su escogencia, abrirá la casilla correspondiente, en “X” o en “O”, para seguir jugando a “La Vieja”, o “Tic Tac Toc”, como se prefiera llamarlo —me explicaba Laura Eunice, según su propia manera de identificarse cuando me fue presentada, aun cuando noté que todo el mundo se dirigía a ella por el apelativo de LauraÉ.
— ¿Y si se equivoca y no elige la casilla que é, LauraÉ? —pregunté con el más cool arrobamiento de mi arsenal.
—Entonces, pierde como é —replicó ella, con una sonrisa de efigies cretenses y simpatías llenas de coloridos vitrales.
“Le caí bien. You’re going to score again, dude”, vaticiné.
—... y le toca al contrincante otra vé, como é —retruqué.
—... y una nueva pregunta tú le haces escogé —replicó ella.
—... y en menos de treinta segundos él la tiene que respondé...
—... sin mucho tiempo perdé...
—... porque sino se siquitrilla, je-jé...
—... y el otro gana de “q” a “p”...
—... así es que-é, así es que-é...
— ¿Cómo la vé? ¿Cómo la vé?
—Ué, ué, LauraÉ...
Grabamos el piloto utilizando como concursante a dos parejas de actores a destajo de los que contrata el canal para los personajes de relleno de las telenovelas. Debo confesar, sin tapujos, que me moví en el set con la calidad de un Sugar Ray Leonard judaico. Cada vez que dirigía mi mirada hacia ella, LauraÉ me obsequiaba con un gesto sutil de aprobación.
—Oye, Benny, creo que vas a ser el seleccionado para este proyecto.
—Por algo soy el Doctorísimo Chanclecto.
—Caray, sí que eres modecto.
— ¿Acaso te molecto?
— ¡Qué intelecto!
— ¡Llámenme a Hecto!
— ¿Quién es Hecto?
—El que pué arreglá ecto.
“She likes me. And I dig her too”, corroboré para mis adentros.
Al día siguiente me citó a su oficina. Me presentó a un bigotón remilgado y ñoño, de apellido Farfán, que me regaló una sonrisa más falsa que un billete de a dólar con la cara de los Blues Brothers. El tipo me enrostró un contrato, válido por un año, donde se me estipulaba una buena suma en calidad de emolumentos, con la salvedad de que debía prestarle mis servicios al canal en la oportunidad que se me requiriera, tanto en el show de concursos —“El Castillo del Saber” era su nombre— como en cualquier otro programa adonde fuese llamado. Miré a LauraÉ. Ya presentía, entre ambos, una magnífica afinidad. Sin titubear, firmé.
Grabamos de un tirón los cinco primeros programas. Mucho después, me enteré que algunos de mis cáusticos y nada planificados chascarrillos no habían gustado en algunas esferas decisorias de la televisora. Pero LauraÉ me defendió con sólidos argumentos. Me presentó, además, al profesor Callejas, el semiólogo del canal, con quien hice buenas migas de inmediato. También conocí al célebre Horacio Quintín Zúñiga, quien me ratificó personalmente la admiración que sentía por mis babosadas radiales.
Asedié a LauraÉ desde el primer día ganándome, de paso, la animadversión del estirado Farfán. Al segundo intento, logré convidarla a cenar en un restaurancito italiano por los lados de Los Palos Grandes que siempre se me había parecido al del romance perruno de “La Dama y el Vagabundo”. Ay, Walt Disney, qué suerte me deparaste.
—El programa está calando, Benny.
— ¿Estás contenta con lo que hago?
—Claro que sí.
— ¿Aun cuando algunas de mis babiecadas, o excentricidades, no caigan bien en los niveles directivos?
—Esa gente tiene que cambiar su mentalidad. De la misma manera en que Horacio Quintín y el profesor Callejas han logrado alterar los parámetros de las telenovelas, con otro discurso y otras temáticas, nosotros lograremos un nuevo patrón. Ya lo verás.
— ¿No te parezco demasiado irreverente? ¿A veces no se me pasa la mano?
—Me divierte todo lo que tú haces, Benny.
LauraÉ poseía una mirada límpida que me despercudía todos los señuelos de las mentiras y los vanos extravíos. Logró hacerme sonrojar.
—Pero, otras veces me haces entender que mis chistes son malos y necios.
—Eso no es así. Pareces un niño, Benny. Un niño regañado.
—Es que me haces sentir como un carajito de quince. Mira cómo me tiembla la mano.
—Me halagas.
—Te halago.
Ahí fue cuando el flechazo me traspasó la pleura y me hizo llevar a cuestas todas las culpas, las vigilias y los clamores envueltos en un vacío de alcanfor. Por una mujer así, sería capaz de hasta lo último, lo cual, en mi caso, equivale a reformarme, a dejar de mentir, a amar a una sola. LauraÉ se veía lindísima, cobijada por la suave penumbra de una vela pálida y por la serena música napolitana que a la vez nos separaba y nos unía.
La llevé a su edificio, por los lados de Bello Monte. La acompañé hasta el pie de la escalera y, cuando me iba a dar las buenas noches, sin previo aviso, la tomé por el talle, la atraje hasta mí y nos besamos ansiosos durante unos minutos que se diluyeron en el albur del tránsito lejano de la autopista y el extravío de una noche que se emperifollaba en ráfagas de luna y respiración compartida.
Subimos a su apartamento en un estado de delirio endosado a la nada. Con gestos perentorios, me conminó a no hacer ruido. Me susurró que su hijo dormía, acompañado por una muchacha, por una baby sitter, una au pair, o algo por el estilo. En el trayecto, logré desnudarla, besándola enloquecidamente con una dulce furia que era un bebedizo de olas y ebriedades.
Hicimos el amor con hambre y denuedo.
—Pero, ¿qué me haces, Benny? ¿Qué estoy haciendo, Benny? —gemía LauraÉ, y yo no la dejaba recomponerse, pues temía que un rasgo de cordura se entronizara en nuestro dialecto de súbitos caprichos.
Nos quedamos tendidos largo rato, saboreando nuestras bocas, besándonos como gaviotas indiferentes, dejando nuestros dedos escalar entre corrientes polares de pernoctas y cegueras barnizadas de un azucarado dolor.
LauraÉ se levantó y fue al baño.
En una mesa de noche aledaña se encontraba su carnet del canal. Hasta en esa imagen, producto de una de esas máquinas foto-matón, exteriorizaba belleza, frescura, pureza, intensa femineidad, the greatest beauty of them all.
Laura Eunice Pérez Pirrone.
“¡Coño!”, interjeccioné y recordé.
Me erguí como puyado por un resorte y la primera reacción fue vestirme y huir de ahí. Para variar. Huir, escapar, fugarme. ¿Por qué seré tan cobarde?
“¿Benny? ¿Benny?”, la oí preguntar mientras cerraba, tras de mí, la puerta del apartamento y me alejaba como diablo que lleva el alma.
Estaba metido en un berenjenal incestuoso.
“She’s Ornela’s sister!”, me autocorroboré.
    Y estaba enamorado de las dos.

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