Capítulo HHH
Ahora sí es
verdad que me encontraba de verdad en la calle. Y lo peor de todo: con mi ritmo
habitual de vida la plata no me alcanzaría ni para tres meses. Llamé a Laureano
a Miami y le expliqué la situación.
—Bueno,
véngase pues, y aquí lo acomodamos, viejito.
Pero qué va.
Estando en la soledad del apartamento que alquilé en la Alta Florida me puse a
meditar. Y me acobardé. Ese cachaco debía hallarse metido hasta el pescuezo en
un negociazo de a kilos. Quizá toneladas. Con razón ostentaba ese Pent House en Coral Gables, se
desplazaba en un BMW, y aquel beeper
que no paraba de sonar nunca. Esos negocios no van conmigo. Hay que tener los
nervios supertemplados, o como dicen los gringos, you gotta have guts. Y las esféricas bien puestas.
Agarré una
depresión increíble. Estuve días enteros sin hacer nada, contemplando los
aguaceros mojar las faldas del Ávila a través de la ventana corrediza y tomando
Polar como un campeón. La desidia total, en suma. Intenté comunicarme con
Charlie. Marqué para México y para Los Ángeles sin resultado alguno. Con mis amigos de Caracas ni lo pensé. I was overwhelmed and I didn’t want to pretend that things went on as usual.
Shame on me, at last. There were
several times that this thought hit upon my head that I was doomed.
Nevertheless, I wanted to sort things out, even if it was for the last time,
with a grand finale. I knew I could make it. But how?
Los
dos primeros días fueron terribles. La misma pregunta iba,
venía, retornaba y se me retorcía en el occipucio. “¿Y ahora qué hago? ¿Para
dónde cojo? Gran dilema”. Después, de la misma manera como había venido, se
diluía en el placer del ocio y la nada.
Me la pasaba
desnudo, encendiendo alternativamente el televisor, la radio, el tocadiscos, el
betamax, el microondas y alguno que otro
cachito. Los recuerdos de todas ellas me atacaban en ráfagas fugaces, empezando
por Cheryl y finalizando con Ornela. Le daba unos toques al viejo y leal
Chancleto para solazarme en el recuerdo de interminables fornicaciones. La
erección no tardaba en llegar y, as usual,
se me afiebraba la imaginación con nuevas maneras de hacérmela. Utilicé
lechosas, botellones de agua mineral, dispensadores de papel aluminio, conchas
de plátano, bistecs crudos, huevos batidos y un sinfín de adicionales
sucedáneos de vulvas. Sin olvidar las viejas y queridas manos de israelita
desocupado, vago y aberradito que Yijova me dio. Uno de estos días, lo juro por
los cimientos del Muro de Los Lamentos, me dedicaré a describir
concienzudamente, bien sea en un tratado o en un manual, las quinientas
millones de posibilidades de que uno dispone para hacérsela y disfrutarlo a
plenitud, casi como si fuera the real
thing. Apuesto que será todo
un best seller. I became, on those lazy and penniless days, not only the undisputed
king of lies but also the king of el cucazo loco —y sin muñeca inflable.
A
la semana y pico tuve que salir a reencontrarme con el mundo. La nevera se
había vaciado, tanto de Polar como de pan y mayonesa kosher. Pero la excusa principalísima, no podía ser de otro modo,
fue que, al fin, ubiqué a Ornela.
Había
olvidado pedirle su teléfono en Caracas. No me quedó más remedio que coger la
guía y contemplar la posibilidad de contactar a todos los abonados apellidados
Pérez. Empresa ciclópea, por decir lo menos. El dedo índice se me ampollaría. No, thanks. El sólo esfuerzo de
esforzarme en pensar en el esforzado esfuerzo de esforzarme me daba calambres
en la silla turca del esfenoides. Hasta que me acordé de Javier Grimán. Di con su número en el amasijo
de mis papeles y, holy heavens, al
primer intento me respondió el susodicho.
—Ay, pero qué
eztupenda zorpreza, amigable Benny. ¿Dónde te habíaz metido?
En realidad
el tipo no me caía mal. No tardé en sonsacarlo para llevarlo a terrenos de mi
interés, verbigracia, Ornela’s
whereabouts.
—Sí, vale, la
ando buscando porque... porque no nos veíamos desde que estudiábamos
bachillerato, tú sabes, nosotros éramos muy amigos y teníamos un montón de años
cada quien por su lado hasta que nos encontramos en tu fiesta en Miami
“God save the mighty king of bulshit”, no
pude dejar de pensar.
—Qué
cheverízimo...
—Ella y yo
éramos casi como hermanos.
—Grandiozo,
amigable Benny.
—Y bueno, qué
te digo, la otra noche me robaron el carro saliendo del “Gazebo” con todo lo
que cargaba adentro: el maletín, la agenda, tarjetas, todo, vale, me dejaron en
la calle. Entonces me dije: Javier Grimán es el hombre y aquí me tienes,
pidiéndote que me hagas la segunda.
El tipo soltó
un suspiro grueso del otro lado de la línea.
—Qué
encantado eztoy de volver a zaber de ti. Te diré que no haz podido llamar en
mejor momento. Mañana, prezizamente, voy a ofrezerle una zena ezpezial a Orne.
No te preocúpez, no va a venir mucha gente. Ez algo maz bien íntimo. Y, por
zupuezto, que tú eztaz cordialízimamente convidado, amigable Benny.
—Oye,
magnífico.
—Y tú zeraz
la zorpreza de la noche porque no pienzo dezirle a Orne que te he invitado.
Me veía,
pues, en la obligación de abandonar el redil. Cosa que, por lo demás, no me
venía nada mal. Sentía que estaba engordando y poniéndome fofito por la
profusión de cervezas, la inactividad mullida y el exceso de onanismo. Aparte
de que me estaba dando cierto pánico de perder el control, por efectos del
alcohol y del machiche, y, bueno, no deseaba volver a atentar contra mi vida, ni
siquiera accidentalmente. No me atrevía a desglosar tal pensamiento en forma
consciente. Se me erizaban los discos vertebrales de sólo contemplar esa
posibilidad tenebrosa. Pero si a ver a vamos, mayor era la flojera de tener que
buscar un mecate, un revólver o tener que encaramarme en una silla para
arrojarme al vacío desde un piso catorce. Y ni hablar del dolor previo a la
muerte. Alguien tiene que inventar un método que le permita a uno
autodespacharse sin el agobio del sufrimiento corporal. Yijova nos envolvió en
esta cáscara supersensitiva, emanadora de olores y efluvios, degenerativa al
correr de ese flujo hipnopédico que llaman el tiempo y que engendra ese
cataplasma palurdo al que llamamos dolor físico. Según los ascetas, esta
acumulación de pasones, a la larga, libera la esencia inefable escondida dentro
de la túnica corpórea. Con un estoicismo macizo y transfigurado, por supuesto,
y, ¿por qué no?, con una alta dosis de masoquismo mesiánico, los avatares
espirituales, las diversas encarnaciones y advocaciones de Yijova, y el alma,
en fin, para ponerlo de manera escueta, rompen el cascarón orgánico a picotazos
y entonces, y solo entonces, acaece el despertar absoluto a la vida verdadera,
esa donde los sentidos perciben únicamente lo positivo de lo físico y lo
metafísico a máxima capacidad, y donde las cordiales definiciones con que
edulcoran nuestras existencias dejan de tener validez y le adjudicamos valores
inefables a las infantiles tentaciones terrenales. Pero si ni siquiera el
redentor de los cristianos aguantó el yeyo de los cuarenta días en el desierto
y se la chilló fuertemente al Padre celestial antes de someterse al bárbaro
suplicio que le infligieron los romanos y los fariseos, ¿qué se le puede pedir
al acobardado hijo de Moisés Möllerstein? ¿Benny el estoico? ¿Benny el
espiritualizado en busca de redención? Palpé a Chancleto y terminé sufragando
por el jueguito de siempre. El jueguito que Yijova quiere que juguemos para su
deleite y su retroalimentación. Ándele pues, diría Charlie.
Cuando regresé
de Miami me tenían preparado un consejo de familia. O, más bien, una corte
marcial. José había descubierto algunas facturas —por un monto insignificante—
de hoteles y discotecas frecuentadas por mí durante mis desplazamientos por el
interior del país. Buscando obviarlas para no tener que rendirle cuentas, se
las había cobrado al viejo como viáticos atrasados. De haber dicho la verdad
habría tenido que calarme siete días —incluyendo el sabbath— de monsergas y reproches. La vieja no se quedaría atrás.
José estaba empeñadísimo en propiciar una campaña de austeridad a carta cabal
y, por supuesto, yo no tenía ninguna intención de seguirle el paso a su ritmo
anémico y bostezante. Instigados por él y por Ruth —la cuñada nariguda y
fisgonísima—, los viejos se sobresaltaron por lo que dieron en llamar “los
desmedidos gastos de Benjamín”. ¿Qué querían ellos? ¿Que hiciera vida monacal
en esos parajes alejados de la gran metrópoli? Lo peor fue que la vieja se
lanzó con la acostumbrada letanía: que estás cometiendo actos impuros con esas goyyim, que estás ofendiendo a Yijova
con esas costumbres perversas, que cómo es posible que te degrades a ti mismo
de esa manera, que ya tienes treinta años y todavía no te has decidido a sentar
cabeza con una buena y decente muchacha de esas que no se pelan una ceremonia
en la sinagoga, que el otro día vino el rabino muy extrañado porque no te ha
visto por allá ni una sola vez desde que volviste de los Estados Unidos. Saqué
a relucir mis argumentos: yo no era un simple agente viajero, yo soy un
ejecutivo con un Em-Bi-Ei obtenido en UCLA, yo tengo mis propios planes para
transformar radicalmente el modus
operandi de Importadora “La Selecta”, C.A., y trabajar —en lo sucesivo— con
espíritu corporativo en ambientes de dinámicas gerenciales, yo no puedo llegar
a hoteluchos de tercera clase porque uno de mis deberes como líder empresarial
es impresionar tanto a la clientela como a la competencia, yo estoy soltero aun
y no puedo limitar mis aspiraciones afectivas al limitado mundo de la sinagoga,
yo sostengo que el mundo es bien ancho y tenemos que integrarnos y mezclarnos y
adoptar las costumbres del país que nos acoge, es más —recalqué firmemente—, yo
me siento más venezolano, en primer término, y más american, en segundo lugar
—por algo he vivido buena parte de mi vida en el Norte—, que cualquier otra
cosa, yo no quiero verme rechazado, yo no deseo verme señalado siempre como un
extraño y un forastero y un alien, yo
quiero unirme al sabor, yo no quiero vivir en Tel Aviv ni en Jerusalén atemorizado
por la posibilidad de que un palestino exaltado me zampe un bombazo mientras
aguardo a una preciosidad israelita en un café al aire libre, yo me conformo
con vivir en Caracas y pasarme mis temporadas en Miami tranquilito y sin
molestar a nadie. Lo único que no me atreví a decir fue que, a pesar de que
Chancleto está circuncidado, ello no es óbice —como dicen los políticos
ramplones— para que desista de buscar maneras de introducirlo, embutirlo y
atornillarlo en lubricados agujeros gentiles.
Poco faltó
para que José me cayera encima. Ruth, su narizona y motolita mujer, no dejaba
de estrujar una servilleta y murmurar:
— ¡Oh, qué
blasfemias! ¡Oh, qué blasfemias!
—Eres un
impío —soltó José, apretando los dientes.
—Y tú un
sometido —respondí, at once.
—Malnacido...
¡renegado y traidor a tu raza! —me gritó.
¿Qué se creyó
ese patán? Perdí los estribos por su insolencia. Salté como picado por un
abejorro y lo arrinconé de un pescozón. Mi vieja y la narizona arrancaron con
unos gemidos histéricos.
El viejo
llamó al orden antes de que José pudiese reaccionar.
— ¡Basta ya!
Me amonestó
severamente advirtiéndome que estaba suspendido por un mes de cualquier labor
en el negocio. Habían planeado y calculado todo para atarme de pies y manos. It
was a goddamned set up!
—No
hace falta. ¡Ya renuncié!
Ruth
destelló en sus ojos un timbrazo de satisfacción. No era para menos. Siempre
había ambicionado que José heredara todo. Ahora tenían en bandeja de plata lo
que habían anhelado. Sentí asco e indignación. Sin mirar atrás, salí tirando
portazos. Recogí mis cosas y me fui a un hotel. No quería saber nada más de
ellos. A los tres días, alquilé el apartamento en la Alta Florida y me mudé.
Llegué de
primero a la cena, inducido por la flagrante premura de Javier Grimán. Andaba
en una onda de dieciochescas representaciones y etiquetas, así que me dejé
llevar por el ingrávido sainete de mi anfitrión.
— ¿Y cómo haz
eztado, amigable Benny? —Javier me servía un destornillador de Tanqueray.
—Ocupado,
vale. Ando metido en varios negocios pero la situación está requetedura. La
gente se restringe mucho en año electoral.
— ¡Qué
faztidio éztaz campáñaz tan lárgaz! ¡Y “Bicho Loco” cada día maz inquieto!
Tengo un dolor de juanétez que no lo zoporto...
—Ese hombre
está condenado a seguir aspirando a la presidencia forever and ever —comenté, luego de un alargado sorbo.
—Hoy me le hize el muziú y le dije que me
zentía mal con la gripe, porque zinó me tendría pegando bríncoz por ézoz cérroz
de Dioz.
Sonó el timbre. Una mucama chaparrita
abrió. Javier se adelantó a recibir a sus invitados. Pude oler el siseo de las
telas femeninas y escuchar el olor a perfume parisino.
Javier tomó a
Ornela del brazo y la acercó a mí.
—…ezpero que
te acuérdez de él —le dijo, señalándome.
Nadie lo
habría podido notar. Nos sonrojamos y empalidecimos, al unísono, tres veces en
cuestión de fracciones de segundos. En un tris, Ornela recobró el aplomo y me
infundió confianza.
— ¡Pero si es
Benny! ¿Cómo estás tú, delincuente?
Definitivamente,
la chama era un avión.
—Arnaldo,
ven. ¿Te acuerdas de Benny? Estuvo con nosotros en la fiesta que dio Javier en
Miami.
— ¿Qué hay de
nuevo? —extendí mi mano con una sonrisita de profeta galileo.
—Mmmmmm...
bien.
Javier venía
ahora con una mujer de poco más de treinta años —al menos así lo creí en ese
momento—. Era un tantico más alta que Ornela, tenía el pelo no muy largo, de un
color como de paja oscura. No se podía decir que era deslumbrantemente bonita,
pero detentaba un encanto muy particular. Se acercó con su alargada cara
haciendo gala de una sonrisa que me terminó de descorrer los picaportes
glandulares.
—Encantada,
Fedora Téllez —su voz era ronca y agradable.
Tomamos el
aperitivo desarrollando el consabido small
talk. Javier no había olvidado la explicación que le di sobre mi interés
por Ornela, la cual sazoné con un par de historietas más, ingeniadas sobre la
marcha.
—Nunca me habías
hablado de Benny, Orne —se quejó amablemente Fedora.
Por primera
vez le ganaba una de avioncismo a la muchacha porque no supo qué contestar de
inmediato. Yo posaba mi mirada lánguida —tenía el Clark Gable subido esa noche—
de la una a la otra, preguntándome cuál me gustaba más, si la madura o la
tierna.
—Es que la
vida lo arrastra a uno por cualquier parte, sobre todo en esta ciudad loca. Si
no nos hubiésemos encontrado en Miami, así tan de sopetón... —reprimí la risa
con un esfuerzo encomiable.
— ¡Ay, no me
recuérdez eza noche, que ezo fue un verdadero dezaztre! Pero cambiémoz el tema,
por Dioz. Entónzez, Fedora, ¿cuándo te échaz al agua?
Fedora me
miró sonriendo.
—Chico,
aquiétate. ¿Quieres provocar un escándalo?
—Ezo ez lo
único interezante que ze comenta en Carácaz por éztos díaz. Ademaz, ¿qué tiene
de malo? Tú érez una mujer muy atractiva y con un futuro por delante que maz
preziozo no puede zer. ¿No te pareze, amigable Benny?
Ahora Ornela
me miraba con unos ojos que chispeaban detrás de gruesos cristales.
—Ese es un
tema donde me confieso ignorante por completo.
— ¿Cuál? ¿El
de loz atractívoz de Fedora?
—No. El del
matrimonio.
— ¿Y eso por
qué, Benny? —preguntó Fedora, sin dejar de acicalar la noche con una sonrisa
que tenía de todo.
—Ya estuve
casado una vez y no resultó.
— ¿Dónde?
¿Cuándo? —Ornela pareció saltar en un ensogado de proporciones moleculares. De
repente, recordó el embustazo que yo le había contado a Javier—. Esa no la
sabía, Benny. Como teníamos tanto tiempo sin vernos.
—Fue en el
Norte. Ahí fue donde me di cuenta que el matrimonio es un estado de gracia que
siempre será vedado a gente como yo.
—Eso me
interesa, Benny. ¿Cómo eres tú? —inquirió Fedora.
—Soy un lobo
solitario, soñador e imaginativo. Algunas veces inescrupuloso de una manera
infantil, otras veces heroicamente banal. Y, de tanto en tanto, querencioso
como un cachorro regalón, porque soy insaciable cuando me quieren. De hecho, mi
canción favorita es aquel bolero que repite incansablemente: “Emborráchame de
amor”.
“Chupa,
cachete”, pensé.
—Puez déjame
dezirte que no te conzebía de eza forma. Ziempre creí que donde mejor te dezenvolvíaz era en el arduo
mundo de loz negózioz, zerrando tranzacziónez en loz córroz burzátilez y
dándole parejo a loz númeroz. ¡Zi zupiéraz qué malo zoy para laz matemáticaz!
Hazta ezte prezizo inztante temí confezártelo por miedo a que te deziluzionáraz
de mí.
—No, vale —chasqueé
la lengua—, todo lo contrario.
Fedora fumaba
con cierta gracia felina.
—Yo también
creí lo mismo. La impresión que causas a
primera vista es que eres un alto ejecutivo, de esos que no dan ni piden
cuartel en el agreste mundo de los negocios. Difícil imaginarte, por consiguiente,
como tú mismo te has descrito.
Ornela se
separó un tanto de su novio, quien había encendido un televisor aledaño y se
había transportado a la procelosa dimensión de la novela de las nueve.
—Mmmjú, Benny
siempre fue medio poeta —corroboró haciéndose mi cómplice y clavándome sus
ojillos inquisidores.
—Tienes que
enseñarme lo que escribes —solicitó Fedora.
—Cuando
quieras... — le correspondí su arrobadora sonrisa.
Ornela se
incorporó preguntando qué tomaba cada quién.
—Pero no te
moléztez, chica. La cachifa noz puede zervir loz trágoz.
—Deja. Yo
voy. Para mí no es molestia.
— ¿Y a tu
novio qué le vámoz a dar? Por hoy ze acabó el café con leche.
Fedora
disimuló una plácida risotada, antes de comentar:
—Por los
momentos está inmerso en el imposible romance que experimentan tres hermanas
tocayas por un mismo y engominado galán.
— ¿Cómo va
eso, mi amor? ¿Ya cayó también Doris Wells en las garras de José Bardina?
—preguntó Ornela, rumbo a la cocina.
—Mmmmm...
bien.
Dejé
transcurrir un minuto. Le pregunté comedidamente a Javier dónde quedaba el
baño.
—La zegunda
puerta a la izquierda por aquel pazillo.
Fui hacia
allá. Me volteé en el umbral. Fedora reía con ganas de un chisme que le refería
Javier. Para el novio no existía otro mundo que la colorida pantalla. Llegué
donde estaba Ornela. De sorpresa, la tomé por la cintura y la volví hacia mí.
— ¿Qué haces?
—preguntó con cierto trémolo de pánico.
Sentí su
cuerpo distenderse cuando la besé. Sus labios ardían y temblaban sabiendo,
paradójica y simultáneamente, a fresas y nísperos. Acarició mi escaso cabello
mientras, afanosamente, yo buscaba su cuello con ansias de Nosferatu saduceo.
Mordí su boca. Parecía que nunca más podríamos despegarnos. Tormentas de
buganvilias desembocaban en una adicción que destilaba fragancias alocadas.
Metí mi mano por debajo de su blusa y comencé a masajear su seno con suaves y
pequeños movimientos rotatorios. Se aferró a mí como si yo fuese la única tabla
de salvación en su vida.
—Yo, Benny...
quiero que me dejes... por favor —la escuché mentirse a sí misma.
Mi mano
descendió por entre su aflojado pantalón. Aparté la banda elástica de su
pantaleta y palpé el bulto afelpado de su sexo.
— ¡No! ¡Aquí
no! —musitó con firmeza y se apartó.
El aire óqueo
de locura pugnaba por no desvanecerse.
— ¡Coño! ¿Qué
me haces? —murmuró a la par que se alisaba la melenita y procuraba darle orden
a su ropa, el mismo orden que ansiaba para sus pensamientos— ¿Estás loco,
Benny? Nos puede ver mi novio.
—Vamos a
darnos una escapada —le propuse.
—Vete, que
puede venir Javier... o Arnaldo... por favor.
Pude percibir
su aturdimiento.
— ¿Sí o no?
—insistí, tomando su mano.
—Después
hablamos —respondió, apretándomela y evadiendo mi cara.
— ¿Sí o no?
—Sí, sí...
pero ahora vete para allá.
Javier tenía
fama de excelente cocinero. La cena que nos sirvió, digna de los más reputados
gastrónomos, lo corroboró. Gozó describiéndonos, con profusión de detalles, en
qué consistía cada plato.
—Voilà lez entrecôtez
à la Grimán, mezdamez et mezzieurz.
—Qué
bonito acento francés posees —bromeó Ornela, apartando un poco de comida para
su novio, ahora embelesado con un dramón brasileño.
—El francés
es un idioma que siempre me ha fascinado. ¿Tú no lo hablas, Benny? —me preguntó
Fedora.
—Je ne parle pas
beaucoup de français —respondí, pronunciando las “erres” a la anglosajona—,
pero ahí le vamos dando. N’est-ce pas?
La
velada transcurrió en forma muy agradable. Nos tomamos unas cuantas copas de un
aterciopelado y fresco Beaujoulais
durante la comida. Luego del dessert,
degustamos una selecta variedad de quesos, el consabido guayoyito à la vénézuélienne y el pousse café. Javier, sibarita de gran
tronío al fin, extrajo, de un finamente labrado cajón, un surtido de habanos
Cohiba del cual disfrutamos todos, Ornela y Fedora incluidas. Los semitas
siempre hemos sido seres de acendrados hábitos, por lo cual retorné a mis
primigenios destornilladores Tanqueray.
— ¿Tu poesía
es romántica, Benny? —habría jurado que Fedora estaba a punto de ronronear como
una gata mingona.
—Buena parte
de ella lo es —afirmé, observando muy de reojo a Ornela quien disimulaba su
turbación cuidando de que el novio no se quedara dormido frente a la tele.
Fedora
garabateó algo en una libretica, desprendiendo la hoja.
—Llámame a
este número mañana después de las siete. Y prepara lo mejor que hayas escrito
—me sugirió.
Hora de
partir. Ornela desperezó al novio y, de seguidas, se despidió de Javier. Fedora
y yo, en el umbral, la aguardábamos, hablando de cualquier cosa.
—Bueno,
Benny, vamos a ver cuándo volvemos a repetir este encuentro, vale —me dijo
Ornela y, subrepticiamente, su mano dejó en la mía un papelito arrugado. Cuando
se apartó de mí, medio lo abrí y vi su número telefónico.
Javier me
tomó por el codo.
—Éztoz ze van
porque zon una pila de flójoz. Quédate tú un ratico maz.
Consentí. El
tipo me interesaba.
Me contó la
historia de su vida. Había nacido en un barrio. No había conocido a su padre.
Su mamá se empleó de ama de llaves de los Rosetti, una adinerada familia
caraqueña. Se encariñaron con él porque siempre fue un niño servicial,
hacendoso, dispuesto a cumplir con cualquier tarea o diligencia. Lo ayudaron a
estudiar.
—...aunque yo
ziempre fui un gran flojo para loz líbroz... ¡y no hablémoz de laz matemáticaz!
A mí lo que me guztaba era el baile. Laz mucháchaz Rozetti ze ponían como lócaz
para que yo laz zacara a bailar en laz fiéztaz porque era (zigo ziendo, de
pazo) un maeztro para loz pazodóblez, laz guaráchaz y tódoz loz rítmoz. ¡Adoro la danza! Zi mi
deztino hubiera zido otro a lo mejor hoy en día zería bailarín. Añoro la época
de Travolta. ¡Me-encanta-eza-múzica-dizco-miúzic! Podía (y puedo todavía) pazar
toda una noche bailando zin parar. ¿A ti no te gusta bailar, amigable Benny? Ez
como un frenezí zenzual que te tranzporta, te zeduze, haziendo que tuz múzculoz
y tuz huézoz ze conviertan en una máquina de plazer. Y te abandónaz por
completo, dejándote llevar por marejádaz y marejádaz de felizidad, olvidándote
de todo, viviendo zolamente para el dizfrute de tu cuerpo en un tranze mágico,
deliziozo e inzuperable. También me encanta la decorazión, jugar con laz télaz,
zuz colórez, zuz tezitúraz, combinar loz divérzoz materiález para obtener
calidez acogedora y eleganzia. Me divertía muchichízimo dizeñándole veztídoz
alocádoz a laz mucháchaz Rozetti y zuz amígaz. ¡Tódaz afirmaban que pozeía
verdadero talento! Láztima que ahora cazi no tenga tiempo para dedicarme a ézaz
actividádez tan reconfortántez para mi
ezpíritu. Quién lo hubiera penzado, ¿no? Haze únoz áñoz me lo hubieran
dicho y me habría reventado de la riza. ¿Yo metido en varíllaz de políticoz?
¡Bazirruque! ¡Jezuz, María y Jozé! No, mijito, ezo no ez conmigo, habría dicho.
Pero fíjate, qué cazualidad. Ez como dízez tú. La vida ze lo va llevando a uno
por loz camínoz ménoz penzádoz. Zi no hubiera conozido a Mariélviz, la hija del
prezidente, a lo mejor ahorita eztaría bien léjoz de Venezuela, trabajando en
alguna caza franzeza de haute couture, qué
zé yo. Pero azí ez el deztino, amigable Benny. Mariélviz y yo noz hizímoz
grández amígoz. Organizámoz váriaz fiéztaz como nunca jamaz ze volverán a ver
en Prádoz del Ezte. La gente ze moría, literalmente, por zer invitada. ¡Y
nozótroz dándonoz tremendo caché! En ezo nombraron al hombre candidato
prezidenzial. Mariélviz me llevó a zu caza y me prezentó a todo el mundo. Al
prinzipio creí haberle caído mal a él. ¿Recuérdaz que en aquella época
tódoz dezían que el hombre era un
polizía zangriento? ¡Y con eza cara de gocho rezabiado que ze gazta! Pero qué
va, el hombre ez un pedazo de pan. Me cogió un cariño inmenzo porque ziempre
procuré hazerle maz llevadera la eczistenzia. Toda eza familia me adora. Hazta
Alezia, su amante me aprezia infinitamente. Por ahí tengo únaz fótoz de élloz doz
que zi llegan a caer en málaz mánoz... ayayay. Total, que para qué te voy a
caer a embúztez, hoy en día tódaz laz perzónaz del mundo me azedian para que
lez conziga que el hombre loz reziba y a vézez no zé qué hazer para quitarme de
enzima a tántaz géntez que lo ven a uno como la zoluzión para zuz problémaz.
Ezo ez lo malo de nueztro paiz, amigable Benny. Todo ze conzentra en la
capazidad de dezizión de un zolo hombre. Ez el dilema del poder. Mira a tu
alrededor. No ze preziza zer en ecztremo inteligente para darze cuenta. A pezar
de que “Bicho Loco” no pudo volver a zer candidato otra vez zinó hazta ahorita,
tal como lo eztipula la conztituzión, nadie en zuz cabález puede dudar que él ha zido la verdadera fuente de poder
en Venezuela. Eze ez un hombre que opaca a tódoz loz demaz. O lo ámaz o lo
ódiaz, pero no puédez permanezer indiferente ante él. Ez un individuo que opaca
y zepulta a los demás con zu energía inagotable. Y ez que lo que eztá a la
vizta no nezezita anteójoz. ¡Dígame zi ze enterara que quien le puzo el
zobrenombre de “Bicho Loco” fui yo! Ze le zaldría el gocho atravezado. Ez un
tipo verdaderamente teztarudo e incapaz de fatigarze cuando ze propone una
coza. No te quepa ninguna duda de que volverá a ser prezidente, porque vive
únicamente para ezo. El otro día ze lo dijo Felipe González, tú zábez, con ese
tumbao andaluz tan zalerozo que tiene cuando habla: “Ez que tú no puéez zer
otra cosa que un animar político, como yo, mi arma, y ozú”. No ze canza nunca.
Ménoz mal que dezconecté el teléfono porque ez capaz de llamarme a cualquier
hora de la madrugada y ponerme a pegar bríncoz como un loco, que zi conzígueme
a fulano, que zi llámame a perenzejo, que zi organízame tal azunto. ¡Uf,
amigable Benny! Me acuerdo una noche en La Habana que ze trancó con Fidel
Caztro y zalieron dezpuez de nueve hóraz de una entrevizta, loz doz
frezquezítoz como únaz lechúgaz. ¡Hay que nazer para ezo, amigable Benny! Pero
te veo cabezear.
La curda de
ginebra me estalló entre los parietales con
intensidad de grageas geométricas. Un sueño de los mil demonios hizo que
mis ojos se entrecerraran.
— ¡Ay, Dioz
mío! ¡Ze razcó mi general! Me pareze que no ez conveniente que te váyaz por
ézaz cállez llénaz de lócoz a éztaz hóraz, azí como eztaz.
—No, vale,
tranquilo. Estoy bien —murmuré, con la lengua atezada como si me la hubieran
lapidado a ladrillazos. La cabeza comenzó a girarme con ínfulas de mandinga
enloquecido ante pruritos exorcistas.
Javier me
tomó por el brazo y me condujo hacia adentro.
—Inzizto en
que lo maz conveniente ez que te quédez ezta noche aquí. No hay ningún
problema. Maz bien tengo un par de habitaciónez vacíaz. Puédez ocupar ezta y
dezpertarte mañana a la hora que maz te convenga.
Me acosté en
una cama matrimonial cubierta por unas sábanas frescas y mullidas que, de no
haber estado yo tan ebrio, hubiera jurado eran del más puro satén. Me desvestí
con las manos más torpes de la galaxia y no tardé en quedarme dormido.
Al rato sentí
que alguien se echaba a mi lado. Abrí los ojos y lo vi tendido, mirándome en la
penumbra con sus ojos de efebo solitario y su bigotín galancino. Tenía puestos
unos shortcitos desflecados. Cuando estaba vestido se le veía más corpulento y
casi de mi estatura. Sin ropas parecía más menudo, delgado y frágil. De su
cuerpo emanaba una fragancia de resinas griegas.
—No te
preocúpez. Ez que zufro de inzomnio y zólo me da zueño cuando veo a ótraz
perzónaz quedarze dormídaz.
La borrachera
no me dejaba ni siquiera mover un dedo.
—Okey. Pero
sin agarraderas —dije, con la voz más aguardentosa de este mundo, y le di la
espalda.
En la
madrugada me creí un sonámbulo aturdido. Su delgado diafragma de potrillo
resollaba como un amable y suave fuelle. Chancleto se mostraba inquieto y
hambriento. Lo atraje hacia mí. Poseía la indolencia de un adorno lampiño y tenue
al tacto, contrayéndose bajo mi empuje con una sumisión a la vez complaciente y
salvaje.
A la mañana
siguiente me trajo el desayuno a la cama. Había recogido mi ropa y la había
dispuesto, muy delicadamente, en el clóset. Se recostó a mi lado, observándome
comer con una expresión luminosa en su fisonomía de cachorro hambriento de
amor. Insistió en que me bañara en el jacuzzi
para restregarme la espalda con una esponja y masajearme los omóplatos con
sus manos aterciopeladas. Me dejé hacer —así lo confieso— porque me encanta ser
consentido y mimado. Por algo soy, entre
otras muchas cosas, el rey del postín. Javier era un experto en lograr que sus
dedos extrajeran el bálsamo oculto del bienestar. Aplicó ungüentos frescos y
olorosos por todo mi cuerpo
sumergiéndome en una modorra extraña y sutil. Limpió mi cutis utilizando
una acuarela de cremas que hicieron aletear mi nariz con armonías de hierbas diáfanas.
Enjuagó mis ralos cabellos con pomadas primorosas para restituirles su lozanía.
Finalmente, permaneció durante largo rato sumido en un ritual de adoración
hacia Chancleto que culminó con su bigotín apelmazado por mi semilla perlina.
No hubiera
querido marcharme, pero sentí remordimientos rabínicos recordando historias de
ciudades sodomitas condenadas a perecer bajo el fuego arrasador de las rabietas
metafísicas de Yijova.
—Hazta
pronto, adorable Benny —me dijo, ya
vestido y encaminado hacia la puerta. Intentó besarme y lo rechacé, con un
gesto algo brusco, haciéndole entender que hasta ahí llegaba la intimidad.
La verdad era
que yo estaba pasado de sinvergüenza y no me importaba. ¿De qué carrizo me
valía estar vivo si no disfrutaba a plenitud? Yo no había buscado esos
placeres. Ellos me habían llegado sin yo solicitarlos adrede. Para colmo, eran
del todo gratuitos. Hubiera sido una necedad monumental rechazarlos. Por eso
peca de insincero e hipócrita el cristianismo, ordenando a sus acólitos
resignación, abstinencia y autoflagelación, ante un mundo esplendoroso de
sensaciones gratificantes. Después nos vienen con las pamplinas usuales: easy comes, easy goes; todo lo fácil es
efímero y pertenece al espejismo de la falsa felicidad; para obtener la dicha
verdadera, hay que descoyuntarse bregando porque bien le habló Yijova a Adán acerca
del pan y del sudor de su frente; hay que romperse el lomo trabajando como
bestias para, al final, encontrarnos con la muerte que nos tasa a todos con el
mismo rasero solitario y anónimo. ¿Cómo se puede vivir en un mundo de
semejantes absurdos? Lo único que vale la pena es la libertad sin ataduras ni
responsabilidades bobaliconas. Si para sobrevivir hay que cancelar un precio,
pues que lo paguen los aburridos, los esclavos de las rutinas malditas, los
obreros del panal, los fanáticos —los workaholics—
que conciben el trabajo como único aliciente en sus vidas desprovistas de
emoción, los necios de la supervivencia, los proletarios de la fatalidad. Yo
no. Soy artífice de mi propio destino y por eso conquisto mi libertad plena. El
mundo gira alrededor mío. El mundo existe sólo cuando yo abro los ojos, cuando
yo y solo yo determino su especificidad. Si los falsos filósofos se rasgan las
vestiduras encadenando los vocablos
solipsismo y anatema, pues me sabe a Corn
Flakes. Las reglas de los demás son
ficticias y me son impuestas —vano intento, por lo demás— en medio de sueños
irrelevantes. Al diablo con todas las conjeturas irreales de los moradores de
esos sueños. La única conciencia posible es la de mi gozo, mi placer y mi
bienestar. Mi libertad no tiene nada que ver con la dimensión espiritual y
dinámica de los otros, vale decir, no tiene puntos de referencia con el obtuso
prójimo que me impone el cruel y burlón Yijova en estas falsas topografías
oníricas. Mi libertad es la medida de mi acción para crear el mundo de acuerdo
a lo que yo desee percibir. Mi libertad es única, irrefutable e indivisible, fervorosa
y gravitacional con mi yo en el papel de máxima referencia. Mi libertad es un
paño infinito que se extiende por todos los predios, sin tocar puertas ni pedir
excusas. No necesito descubrir a los demás porque ellos no son sino una
proyección parcializada de mi ánimo. Lo que necesito, entonces, es encerrarme,
en períodos cada vez más fructíferos y creativos, para deslastrar mis
dendritas, regurgitando —hacia las espinosas vigilias— esos campos vitales y esos cúmulos crecientes de ¿experiencias? y
empañadas ideas de personas que, mutatis
mutandi, facilitan la extracción de mis más arraigados licores somáticos
cuajándolos en partenones esculpidos en argamasa de más placer, más gozo, más
dicha y menos agobios. Esos van a ser mis períodos meditativos. Pero, en vez de
convertirme en un anacoreta en búsqueda de ideales inexistentes, mutaré mis
alquimias en génesis de felicidad exclusivista. Sin atribulaciones teológicas
ni remordimientos por dejar atrás los difusos potreros del despótico Yijova. Mi
libertad engendrará extensos alerones y
quien quiera compartirla, bienvenido sea.
Perfecto.
Pero aun hay polipastos y cigüeñales de
este enigmático sueño que escapan a mi dominio. Me refiero a las tareas
prosaicas y las necesidades de la parte apestosa y rumiante de los sórdidos
organismos, bastos, ordinarios, grasientos y proclives al deterioro. En suma,
el aquejado ámbito de lo físico. Ya hallaré la solución pertinente. ¡Quiúbo,
Dr. Fausto! Yendo a lo meramente puntual, el interés que sentía Fedora por mí
se había acrecentado por mis supuestas dotes de poeta. En pleno dominio de los
farallones del solipsismo me habría bastado con alzar un dedo para hacer
aparecer una catajarria de sonetos, rimas endecasílabas y qué sé yo qué más
—mis memorias del Castellano de bachillerato se habían disipado
irremisiblemente mucho tiempo ha—. Todavía no arribaba a maravillas semejantes.
Algún secreto habría que demoler. A su debido momento —y sin quebraderos de
cabeza— me llegaría la fórmula para acceder a tales facultades. Tenía un
problema concreto que resolver y a ello aboqué mi atención luego de partir de
casa de Javier. Enfilé mi enratonado carapacho de hijo pródigo de Judá hasta
una de esas librerías de Sabana Grande y —tarjetazo mediante— adquirí varios
tomos de las obras poéticas más renombradas. No podía concretarme a un vulgar
plagio, fácilmente discernible con el uso de poca clarividencia. Decidí,
entonces, mezclar, remezclar, amasar, condimentar, hornear y cocinar al vapor
toda una flotilla de metáforas, símiles, giros y construcciones de verbos y
adjetivos, tallando oscuras mastabas de palabras reordenadas que lucían una
nueva vida de distinta índole. Descubrí que no era tan difícil ser poeta. Me
apropié, sin pedir permiso, de relámpagos nerudianos y se los endosé al
pavimento de neón de Octavio Paz. Desmenucé virutas extraviadas de Vicente
Gerbasi y se las calcé a las obsesiones fraguadas en eneros grisáceos de José
Antonio Ramos Sucre. Baudelaire incrustó unos versos invisibles en carnes de
Gabriela Mistral. A las siete y veinte de la noche, hora en que llamé a Fedora,
ya poseía una obra poética que me abriría las antesalas de su capilla. Menos
mal que no se me ocurrió inventar que también le entraba al canto lírico —la
hubiera puesto, you bet your ass—.
Me dio una
dirección ubicada en uno de esos cerros de Los Naranjos entrecruzados por
avenidas enredadísimas. Llegué, al fin, y unos esbirros malencarados me
registraron en busca de armamentos ocultos. Busqué arreglar mi semblante,
denotando el apremio que resulta de rigor en las facciones de un intelectualoso
inofensivo. Los tipos me dejaron proseguir. Toqué la puerta del lujoso y
exquisitamente decorado apartamento. Otro espaldero permanecía colocado a
escasos metros de la puerta conversando por un walkie talkie y escrutándome con expresión de pocos amigos. Yo me
preguntaba qué pasaba con esta parafernalia de policías rondando. No me gustaba
que me mirasen de esa manera. Esos sujetos tienen la ingente capacidad de
hacerlo sentir siempre culpable a uno.
Fedora me
abrió ella misma la puerta. Estaba disparando —literalmente— toneladas de
instrucciones a través de un teléfono inalámbrico. Por un momento me pareció
que no era la misma persona de la noche anterior. La veía más madura, con la
edad marcándosele sin subterfugios en la cara y en los gestos. Se notaba a
leguas que le gustaba mandar y que sus instrucciones fuesen obedecidas al
término de la distancia. La voz le sonaba áspera y desprovista de sutilezas.
Colgó el inalámbrico y tomó otro auricular descolgado que se encontraba encima
de un escritorio de grueso vidrio verde.
—Por esta
noche no quiero más llamadas —ordenó—, absolutamente de nadie. Ni siquiera del
presidente, ¿entendió? Llame al doctor Lizarraga, al Hotel “Pierre” en Nueva
York, y le deja el mensaje que mañana a primera hora me estoy comunicando con
él. Buenas noches.
Se tornó
hacia mí y —como por argucia de prestidigitador— recobró la prestancia de gata
de Angora sobre mullidos cojines con que me había subyugado en casa de Javier.
—Hola, Benny
— parecía, de hecho, magia porque cuando sonreía el rostro se le ponía más
fresco y desaparecían, de repente, los rasgos graves de mujer en el umbral de
la madurez.
Cenamos los
dos solos.
—Esta comida
no es tan exquisita como la de Javier, ¿verdad?, a pesar de que la preparó el
mismísimo chef de palacio.
— ¿Qué
palacio? —pregunté, atiborrándome de mejillones.
— ¿Cómo que
cuál palacio? —Fedora me miró, extrañada.
—El único que
conozco en Caracas es el “Palacio Imperial” —me referí al conocido local de
espectáculos burlescos.
— ¿Me estás
tomando el pelo, Benny?
— ¿Yo? ¿Por
qué habría de hacerlo?
—Estoy
hablando del palacio de Miraflores.
— ¿El del
presidente de la república?
—Ese mismo.
— ¿Y qué
haces tú ahí?
Fedora puso
el tenedor sobre el plato y concentró su atención en mí.
— ¿De verdad
que no sabes quién soy yo?
Ni con la
pretensión del mejor de los embustes habría podido simular tan bien mi
ignorancia —que era genuina, de paso—.
Negué con la
cabeza.
—Ay, Benny,
no me vaciles.
—Eres Fedora,
amiga de Javier y de Ornela. ¿Qué más quieres que te diga?
— ¿En qué
mundo vives, Benny?
—En mi mundo
de visiones y sueños. En el mundo donde son las palabras quienes gobiernan en
las vidas y en las tumbas.
Hice un gesto
de what-me-worry-kid. La desarmé.
—No puedo
creer que todavía exista alguien tan encantador como tú. Pareces el propio niño
grande que vive ensimismado en una galería de deliciosas fantasías.
Chocamos las copas.
—Mejor así.
Quisiera que jamás te enterases de tantas cosas y que la malevolencia del mundo
no penetrase hasta nosotros —dijo con una voz ronca, profunda y acariciadora
que daba trabajo creer fuese la misma voz de las órdenes ejecutivas, pulcras y eficientes
de hacía apenas un rato—. Benny, ¿son bonitos los sueños de los poetas?
—A veces no.
—Cuéntame por
qué.
Me coloqué un
antifaz de rapazuelo indefenso.
—Son muchos los demonios que me
persiguen. Uno llega a pensar de momento que los universos que creas nunca
escaparán al contagio de lo banal ajeno para transigir con el resto del mundo y
mimetizarse convenientemente, para el agrado de las gentes comunes, en
albañilerías de mentiras y escaparates de lo inútil fantasioso. Entonces te
abruma la desolación, porque lo que escribes se convierte en entes con vida
propia, algo así como tus propios hijos, y tú deseas para ellos el supremo
aliento vital. Piensas en la muerte y en la futilidad de las cosas y,
repentinamente, te dan deseos de destruir tu obra, sin que aparezca un malhadado Max Brod amigo póstumo
de Kafka salvándola, a última hora, de las llamas que se merecen.
Fedora cobijó
mi espíritu con una mirada cargada de claveles y ópalos.
—Nunca creí
que existiesen tantos espectros malignos acechando en el mundo de la poesía.
— ¿Y cómo es tu mundo, entonces?
—pregunté.
Fedora
suspiró, apartando la vista de mí y posándola en la panorámica de Caracas que
se colaba a través del balcón.
—Mi mundo,
Benny, es un lugar pletórico de tiburones, tigres, mapanares, hienas y zamuros.
— ¡Ah!
—exclamé—: es un zoológico.
Ambos reímos.
—El zoológico
del poder —confirmó.
— ¿Y qué
papel desempeñas ahí? Si es que se puede saber. ¿El de abeja reina? ¿O acaso
serás el ave del paraíso? ¿O un vistoso faisán? ¿Un quetzal ricamente enjaezado
en coloridas plumas? —sonreí galantemente y, praise the Lord, Fedora no
tardó en ruborizarse.
—Soy una
alcabala.
— ¿Un Checkpoint Charlie?
— ¿Qué?
—El punto de
control que separa Berlín oriental del occidental.
—Algo así.
Pero, a fin de cuentas, no soy el umbral entre dos mundos distintos sino, más
bien, el puente de plata que regula el acceso a nuestro emperadorcillo
constitucional. Y, como debo filtrar a quienes allí llegan, me he ganado la
animadversión de todos los figurantes de la gran verbena parroquial que es
nuestra política.
—
¡Uao! —exclamé— Nadie que te vea, de buenas a primeras tan despampanantemente
sensual, imaginaría que cobijas, dentro de ti, la furia de un cancerbero.
—Haz la
prueba para que veas —me retó, sin dejar de obsequiarme la s.s.f. (subyugante
sonrisa fedoriana).
— ¿Cómo qué?
—Pídeme algo
que amerite poder.
Cavilé
durante unos segundos.
—Nómbrame
ministro de interiores.
—Ese cargo
tiene ya dueño hasta el fin del período.
—Nómbrame
ministro de pantaletas, pues.
—Ese chiste
está muy manido, querido amigo.
Me levanté,
sosteniendo la copa de vino blanco con la izquierda.
— ¿Ministro
de sostenes? —insistí, tomándola de la mano y convidándola a bailar un vals
inexistente.
Fedora seguía
mis pasos danzarines y yo no detenía la cotorra.
—De repente,
mejor me designas ministro de brassières
brasileños. O tal vez como que prefiero el instituto autónomo de mejillones
mejicanos. ¿O será preferible que me metas de supervisor de las bolas
bolivianas? ¿Y si me pongo ácido? Entonces, prefiero el puesto de comisario
general de venenos venecos. Y para complacer a los compadres, me quedo con la
comisionaduría para los panas panameños. No, pero ya va, déjame pensarlo mejor.
Sí, sí, eso es: ¡ahora quiero que me designes director del medio fondo
monetario!
— ¿Y por qué
no superintendente del ambi?
— ¿Del ambi?
—Sí... del
medio-ambiente.
Ambos reímos,
con los rostros muy cerca, sin dejar de girar.
—Te
cogí —dijo, y sus pupilas fulguraron con la tenue luz de la vista panorámica
del balcón.
—Me cogiste
—e intenté besarla en la boca, pero me esquivó.
—Creo que
estuvo bueno por hoy, Benny.
Detuvimos el
imaginario vals, a instancias de ella.
—Vete antes
de que me hagas perpetrar algo de lo que pueda arrepentirme después.
Hice una
profunda reverencia, a la usanza de la corte isabelina, con toda la gracia de
un experimentado hombre de mundo, pero al erguirme no aguanté las ganas y le
hice una payasada poniendo los ojos virolos.
—Ay, Benny,
qué loco eres.
Al bajar la
guardia, rocé sus labios con los míos.
—Dele ya,
hombre, y no sea toche.
— ¿Cuándo te
vuelvo a ver? —pregunté, dejándome conducir hasta la puerta.
—Llámame la
semana próxima —y, sin un respiro, me puso en las afueras del apartamento.
—Hell of a broad! —comenté en voz alta,
recomponiéndome, y el espaldero del walkie
talkie a la vera de la puerta me cotejó nuevamente con su mirada de
administrador de gulags equivocados.
Como no soy habitué de los bares —y menos andando
solo—, me encaminé a mi apartamento. Estaba enamorado. De Fedora. De Ornela. Y
también-todavía de Cheryl. Okey, okey, ya saldrán los consuetudinarios de la
moral a escarbar en sus dialécticas conformistas un sinnúmero de diatribas
contra el policuquismo. Dirán que el estado de gracia del hombre se resume en
aquella vieja máxima: “Cada oveja con su pareja”. Pero este descendiente de las
tribus de Abraham sabe que es capaz de albergar, simultáneamente, esa espiga
plácida que llaman amor hacia las tres susodichas. No puedo constreñirme a una
sola. Nones, nones, nones. Me asfixio si me exigen lealtades monógamas.
Llegué al
redil y me disparé cuatro birras, desnudo en pelotas, desandando el apartamento
como un león enjaulado. Le di un toque al viejo y fiel Chancleto. Rebotó en mi
palma con ansias de encuevarse. Era tarde en la noche y eso me hacía dudar. Me
dejé de timideces y marqué el número. Ornela me contestó, sin voz somnolienta,
más bien risueña y plácida. Sin dejarla casi hablar, la insté a venir. La
añoraba. La necesitaba. Los laboratorios de mi alma se desguazaban por ella. No
tenía que fingir mucho porque era verdad. Le indiqué cómo llegar y esperé.
Hicimos el
amor con ebriedad de albahacas, tomillo y perejil. Luego, mientras nos
reposábamos del fragor y del vapor de nuestros gestos en la pasión, ella
insistía en que era una locura: tenía su vida hecha y un novio con quien
casarse. Yo desviaba su atención desglosando mis babiecadas usuales para
hacerla reír. Cosquillitas para el espíritu, en fin.
—Benny, no me
mientas.
—Soy un
mentiroso, te digo la verdad.
—No estoy
jugando. Esto no puede seguir. ¿Es que tú no crees en nada?
—Como dijo
Luis Buñuel: soy ateo, gracias a Dios.
—Ya, vale, no
me vaciles.
—Para
vacilar, nada como el bacilo de Koch. Por lo tanto, me voy a servir un palo de scotch. ¿Quieres?
—Dime la
verdad, Benny, ¿de qué estás viviendo?
Serví los
tragos.
— ¿Estás
desempleado, verdad?
Touché. Ni aun con toda la
despreocupación del mundo podía olvidar la precariedad de mi situación.
Me confesó la
ambivalencia de lo que sentía por mí. Por un lado, no dejaba de pensarme pues
me cargaba como un tatuaje vespertino que sólo se enseña al espejo de los
exilios y las neblinas. Por el otro, lo otro. La vida real, la vida normal, la
vida de los compromisos, la vida de los papeleos y los agites, la vida chaborra,
la vida viuda, la vida bizca, la vida de la vida. ¿Dónde cabría yo cabronamente
en todo eso?
—Deberías
aprovechar ese sentido del humor que tienes, Benny.
—Prefiero el
sentido del amor. ¿Será eso un rumor? ¿O un tumor? —murmuré, mientras
mordisqueaba su oreja.
— ¡Ya sé!
—exclamó, incorporándose y dejándome con los labios exánimes y querenciosos.
Fue entonces
cuando me contó que su futuro cuñado había comprado una radio en el Litoral.
¿Por qué no probar suerte con un programa en donde relucieran mis habilidades?
¿Yo en la radio?, pregunté. Y ahí fue donde Ornela agarró el toro por los
cachos y, sin parar de hablar, planificó mi vida profesional en las ondas
hertzianas.
Jorge Luis
Rovira exhibía dotes de galán playero. Pecho cuadrado, melena semejante a un
plumero de refilón desteñido por trillones de horas bajo el sol, batatas
gruesas, andar de jinetero veterano sobre olas plastificadas, mirada
depredadora ante ejemplares femeniles de su misma catadura con permanente bronceado y —la guinda que corona
el Tom Collins— una indiferencia e
ignorancia heroicas ante lo que trascendiese su ámbito de chicuelo
sabrosón. Un anti-Benny sifrinazo, en suma. Ergo, todo un beach bum. Su padre, el famoso doctor Rovira de la política
nacional, le había comprado la emisora, según Ornela, para que dispusiera de su
vida productivamente. El tipo no tenía
la más mínima idea del negocio.
—Benny es el
hombre, Jorge Luis. Dale el horario de la mañana.
—Pero bueno,
cuñadita...
—Sí, ya sé
que te sale más barato poner discos, pero
mejor te metes de una vez por todas de
lleno a competir por la audiencia con un programa diferente, fresco,
divertido...
—Pero bueno,
cuñadita...
—Ya verás
que, al poco tiempo, los anunciantes se van a pelear por el privilegio de
colocar su publicidad con nosotros.
Y no hubo más
pataleo. Ornela habló con Fedora, y ésta con alguno de sus subalternos, y a las
cuarenta y ocho horas dispuse de mi flamante certificado de locutor de
estaciones radiodifusoras. Nos reunimos los tres en el apartamento de Javier y
fabricamos el libreto de los cinco primeros programas, riéndonos de lo lindo
mientras yo disimulaba el apego que sentía por mis ajenas enamoradas.
No sentí
nervios ante el micrófono. Arrancaba con mis peroratas, bromeando con el
operador, las secretarias, el motorizado y hasta con el mismo Jorge Luis.
Inventé personajes que desarrollaban truculentos diálogos hurgándole la vida a
todo el mundo. Para ello, contaba con toda la munición de chismes que
compartíamos en el apartamento de Javier. El gran fastidio era tener que bajar
todos los días a La Guaira.
Muchísima
gente llamaba, al principio, para criticar duramente al roliverio de loco de
las mañanas. No estaban acostumbrados a tanta irreverencia. Jorge Luis, por
primera vez en su ociosa vida, tuvo algo de qué preocuparse aparte de los surfing boards, los yates y las mamis
playeras. Ornela me defendía a capa y espada. Sin embargo, la audiencia iba en
aumento, aun cuando la señal de la emisora no era muy potente y no penetraba en
muchas zonas de Caracas. Tal como Ornela había previsto, la publicidad empezó a
llegar, con lo cual el hijo pródigo de Yijova pudo redondear unos emolumentos
($$ Bs ££, greedy kiddo!).
Nadie gozaba
de inmunidad ante mis arremetidas. Cuando enfilé mis baterías contra el obeso
presidente de la república, se encendieron unas cuantas luces rojas
recomendando autocensura. Hice caso omiso. Lo presentaba como un perezoso dormilón de
la siesta del desayuno que
mandaba a preparar el toddy en una
lavadora de rodillos. Inventaba diálogos surrealistas con los dos ex presidentes
que, tal y como se auguraba, iban a rivalizar en la venidera campaña electoral.
El primero, como el hiperkinético y hablachento representante de la alicaída
bonanza petrolera; y el otro, cual una momia ególatra proveniente de las
catacumbas.
PRESIDENTE
(con voz atragantada): Bueno, mis muchachones, justamente ¿no?, vamos a
ponernos de acuerdo a ver a quién de ustedes le voy a entregar el coroto. Mire
que camarón que se duerme si se devuelve se esnuca...
EX
PRESIDENTE 1 (con voz andina): Alas no diga vea, me corresponde a mí por
derecho consuetudinario, mire que he recorrido los cinco continentes y soy el
más internacional de los venezolanos.
EX
PRESIDENTE 2 (con voz temblequeante): No, si así es. Esto hay que pelearlo rolo
a rolo y tolete a tolete.
PRESIDENTE
(devorando una pechuga): Bien dicho, justamente ¿no?, porque el que a buen
árbol se arrima ni que lo fajen chiquito...
EX
PRESIDENTE 1 (hiperventilando): Llueve y escampa. Hubiera preferido otra
muerte. Deme lo mío, que me voy que quemo otra vez en el barco que le regalé a
Bolivia.
EX
PRESIDENTE 2 (agonizando): Después de mí, el diluvio, caballero. Mire que yo
estoy sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso. Yo - yo - yo - yo - yo -
yo...
PRESIDENTE
(atacando un pernil adobado): Ese disco se rayó, justamente ¿no? Empújale que empújale
que empújale la aguja...
EX
PRESIDENTE 1 (resollando): Currutá currutá qué bueno que está. Déjeme significarle,
amigo fablistán, que ni lo uno ni lo otro sino todo lo contraproducente.
EX
PRESIDENTE 2 (en el estertor): Muera yo con los filisteos... y me paso a la
reserva con Gran Reserva, Minerva.
Jorge
Luis solía quedarse con los ojos claros y sin vista. De no ser por Ornela y su
rutinaria defensa, me habría defenestrado a las primeras de cambio. Pero todo
cambió desde el día en que leyó un artículo
en el “Diario Informativo” —
¡Jorge Luis leyendo! ¡Sus circunvoluciones cerebrales deben haber hervido! — de
Horacio Quintín Zúñiga, gran oráculo del quehacer nacional, excelso dramaturgo
metamorfoseado en autor de las más exitosas telenovelas, reputado melómano,
sibarita sin par y sardónico cronista de
lo humano y lo divino. La pieza de marras decía como sigue:
Los
Chancletazos del Éter
por: Horacio Quintín Zúñiga
Quiera Dios que
yo no muera solo, triste y cariacontecido en tierra y lecho ajenos. Mi difunto
padre, quien había atravesado la mar océano en pos de su El Dorado particular,
acostumbraba pontificar, con su gracejo de Navarra: “Horacio Quintín, que no te
agarre la noche de los tiempos con un sudario de lino basto. Hasta en la muerte
uno tiene que darse su compostura y bajar al sepulcro con garbo”. ¿Qué quería
decir el viejo con esto? ¿Qué le importa a los gusanos que me aguardan al fondo
de la fosa si visto con harapos o con un terno de firma? ¿Y si opto por la
cremación, dejando que la brisa acarree los remanentes de una carroña que algún
día se solazó con María Callas transmutada en Floria Tosca? Ea, compadres, que
nada ni nadie osará quitarnos lo bailado.
Sirva este
exordio, amables lectores, para pasar a relatarles lo siguiente. Era un lunes
por la mañana (y muy a principios de la semana, como bien lo acota el joropo).
La humedad al pie del Ávila estaba, comme d’habitude, agarrotando mis huesos y la inspiración se escurría. Estaba en
plena escena donde la heroína de mi más reciente drama televisado descubre la
futilidad de la vida que ha compartido durante los últimos años con un apocado,
acartonado y engolado galán de otoño y, ¡zuás!, hete aquí que, como decimos
coloquialmente, se me trancó el serrucho. No encontraba manera de descoyuntar
el nudo gordiano de esa madeja de pasiones. Un brandy recalentado no sirvió de
mucho. Caminar por la terraza para dejar que el aire montañés impregnara mis congestionados
bronquios tampoco lubricó el cacumen. Inquieto, pero sin dejar al pánico
cundir, encendí el radio y me di a la tarea de navegar por el dial. Una
cumbia por aquí, una salsa erótica (¿¡!?) por allá, un predicador evangélico
acullá y, presto, aterrizo en una extraña señal donde un no menos extraño
personaje se da a la tarea de remedar desvergonzadamente a toda la galería de
nuestros presidentes democráticos, al papa de Roma, al barbudo Fidel y,
¡válgame Dios!, a los personajes de mis cuitas mediáticas. ¿Quién podría ser el
autor de semejantes exabruptos? Sin dejar de carcajear aguardé el final de la
emisión y escucho que el responsable es un tal Doctorísimo Chancleto. Docto
como él solo en retruécanos perpetuos y en franca colisión con el humor tradicional
que nos signa ante el resto del orbe. Un hereje, en suma. Un iconoclasta de las
ondas del éter, en espera de un piadoso censor que lo arrastre a su notoriedad
de un cuarto de hora, como lo estipuló el andrógino Andy Warhol. Recordé una
vieja frase de Borges que en alguna ocasión galopó mi encéfalo: “Las herejías
que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia”. Pero el
sarcasmo del Doctorísimo rasguña, lacera y desintegra la venal ortodoxia
que nos ha dejado un conformismo falaz, el
achante del rentismo petrolero y la sinvergüenzura en que está sumida
Venezuela, deseando toda que la pongan donde “haiga”.
El fulano Chancleto es un gandul al
mayúsculo. Mas, debo confesar, me agrada y me halaga su desfachatez. Pienso: es
lo que necesitamos en estos instantes: una remezón en el confort, un terremoto asesino que devaste esta placidez inicua que
nos sabe a scotch de dieciocho años,
una nueva cólera divina (ciento y pico de años después de la muerte del “Taita”
Boves) que nos abofetee con fuerza y nos haga despertar de este esmeril onírico
pleno de inmundicias corruptas. Alguna vez me habré soñado en personificaciones
de ángel exterminador. Mi problema es que mi pluma, malgré moi, se atavía con cenotafios moralistas y, es fama, que el
tiro anhelado siempre nos sale por la culata. Hará falta, ergo, un jester desprovisto de moral y hasta de
ética que nos descubra la desnudez del soberano. El fraude del soberano. El
mojón del soberano. Creo que lo hemos encontrado en la inmoralidad (“el más eficaz
y generalizado de todos los pecados capitales elegantes”, como lo matizaba
Dickens) del Doctorísimo Chancleto.
Les dejo, gentiles lectores. Ya va a
comenzar el show pelotudo y
chancletudo de nuestro deslenguado héroe-hereje hertziano. Voy a sobarme un rato
las tripas con las deliciosas sandeces de los mil y un personajes que
revolotean en la atmósfera de mi terraza avileña. Para luego volver a la
inmoralidad didáctica que no logro desprender de la psique del galán cincuentón
y cariacontecido de mi última teleanaconda.
A lo mejor termino asestándole un
chancletazo.
Aun Jorge Luis, ignorante supino de la
meteorología cultural, no pudo dejar de pasar por alto el espaldarazo de
Horacio Quintín Zúñiga. De ahí en adelante, las llamadas telefónicas negativas
le cedieron el paso a las positivas y hasta a un verdadero fan mail que atiborraba las
gavetas de la recepción, ocupada ésta por una de las hermosuras playeras del
panal de Jorge Luis y que —for once in my
life— cambió su actitud para conmigo. La indiferencia sifrina con que me
obsequió los primeros días evidenció, de la noche a la mañana, una guirnalda
sonreída que vislumbraba aceptación e interés. La sometí a mi habitual asedio
de chistes malos, mentiras vertiginosas y halagos fluviales y no tardó en ser pasada
por las armas chancletudas.
El programa ganaba sintonía a ojos
vistas. Un buen día Jorge Luis me llamó a gritos a su oficina: ¡estábamos ya en
el ranking de la sintonía! Los anunciantes se agolpaban a
nuestras puertas. Parecía como si el tonante Yijova se hubiera fatigado de
llevarme la contra.
A Ornela la veía con menos y menos
frecuencia. Detentaba una especie de cargo secreto en la frenética campaña del
enervante “Bicho Loco McGraw” (como empecé a llamarlo, muy en privado, por
supuesto). Las pocas veces que pudimos escaparnos y vernos clandestinamente,
luego de hacer un amor frenético y descocado, caíamos en sopor de caricias y
besos en cuya órbita trasegábamos nuestros secretos y anhelos. No quería
sonsacarla —de hecho no me interesaba un ápice su faceta política—, mas pude
entender que ella era una suerte de liaison
officer entre las huestes bicholoquianas —a quienes definía como un patois de Chicago Boys con lo más típico del pantallerismo nacional— y el
universo del doctor Rovira, su futuro suegro — ¡y dale otra vez! —, el papá del
envarado consumidor de café con leche con quien pretendía cincelar una relación
de pareja de lo más formal y equilibrada. Nos decíamos que nos adorábamos para
después caer en lo de siempre: “Mi futuro y el bienestar de mi familia yacen
ahí, Benny. Tú sabes que te amo, pero eres un incorregible. Creo que lo mejor
es que esta sea la última vez que nos encontremos de esta manera. Es mejor para
ambos, Benny. A pesar de todo, te sigo queriendo”. Y cuando nos separábamos —sospechando
de nuestras propias sombras, como los espías—, yo tenía la certeza de que nos
volveríamos a ver y a amar. Pero, en el ínterin, un vacío asfixiado se
encunetaba en mi estómago y podía palpar, casi físicamente, la lejanía que nos
iba a consumir en los próximos días.
Seguí visitando a Fedora. A pesar de su
esfuerzo por aparentarlo, su ceño profetizaba una empastada gravedad. También
era pródiga con su parquedad. “¿Por qué un soñador como tú debe empatucarse con
la meca de injurias que se me viene encima? ¿Por qué quieres involucrarte en el
amargo hedor del circo en el cual soy una trapecista sin red? Tu lugar está en
los lienzos perdurables, Benny, en las sedas de la imaginación, en los rosales
de la fascinación”, argumentaba, dándome a entender que —en su particular
nirvana— yo ocupaba un lugar idealizado. Vacilé entre proseguir con el
escenario poético que se prestaba a su visión de ensueño o si, por el
contrario, me las daría de caballero andante para doblegar las defensas de la
inhóspita mazmorra donde se encontraba recluida. Le recitaba, entonces, los
poemas que había pergeñado para ella, entre copas y copas de brut, y cada vez que iba a acceder a sus
labios de versátiles nubes, un timbrazo telefónico acogotaba con su aridez de
bronce la noche fresca de Los Naranjos y la realidad real, la realidad del debe
y del haber, la realidad de las lechuzas y de las serpientes, venía a
entronizarse por encima del quicio ceremonioso que delimitaba nuestras
siluetas. Y siempre que nos despedíamos, Fedora volvía a ronronear con su
sonrisa húmeda y blanca, y acariciaba mis declinantes cabellos y me susurraba:
“el impaciente Benny, el acelerado Benny, el impetuoso Benny... ¿nunca podrás
esperar, Benny?”, y su silueta felina se me clavaba en el alma con la puntería enguantada
de los poemas que aprendí a escribirle en las madrugadas inéditas.
Hasta que un día recibí un gangoso
telefonazo, luego de una ventosa mañana en que me transformé en chef francés
anclado en una venta de pescado frito con arepas ubicada en la vía hacia Los
Caracas, y luego de haber remedado —por quincuagésima vez— las gagueras
vicariales de una campaña electoral que se antojaba interminable. Se trataba de
una productora de televisión llamada Lourdes, invitándome a hacer una prueba
para un programa de concursos en el mismo canal de televisión que transmitía
las novelas de Horacio Quintín Zúñiga. Haciendo gala de mi agrio humor ashkenaze, le manifesté sentirme muy
nervioso ante mi inminente desfloración televisiva. No tardó mucho la tal
Lourdes en hacerme acceder al susodicho examen de mis virtudes telegénicas.
Colgué y no le volví a prestar atención al asunto. Se lo mencioné de pasada a
la apetitosa y bronceada recepcionista, quien se sobresaltó, me felicitó, me
dio un beso chupado en la oreja que casi me deja sordo y me solicitó no
olvidarla cuando estuviera surcando las mieles de la celebridad pues su máxima
ambición era convertirse en actriz de telenovelas.
A los tres días volvió a llamar Lourdes,
la productora. Me citó para la tarde siguiente en la sede del canal. De verdad
que, entonces, sí sentí algo de excitación y nerviosismo. Marqué el número de
Ornela. Una ronca voz de señora mayor me informó que su presencia de graciosa
ninfa con espejuelos bendecía las coordenadas de algún ignorado y remoto punto
de la geografía nacional por obra y gracia de la campaña electoral. En el
teléfono de Fedora me contestó una voz neutral de funcionario informándome que
“la doctora se encuentra fuera del país en estos momentos, con mucho gusto le
transmitiré su mensaje, ¿señor...?” Es proverbial mi ojeriza ante cualquier
ritual burrocrático, por lo
cual colgué sin más ni más. A Javier no me daban ganas de llamarlo pues, aunque
el tipo demostraba suma gentileza ante cualquier detalle referente a este
sionista renegado, no quería hacer que su infatuation
para conmigo creciera. Así las cosas, me quedé en la penumbra de mi
apartamento de La Florida tomando brandy, fumándome unos cuantos cachos, hasta
que me zampé tres pepas de un somnífero y me rendí ante el viejo y buen Morfeo.
El canal ocupaba un largo y estrecho
local en pleno centro de Caracas, trepanado por numerosas cuevas y túneles que
daban la impresión de haber sido excavadas por una legión de topos anoréxicos.
Nadie hubiera imaginado esas cavernas regurgitando, a la hora pico de la
grabación de los programas, una caterva de despampanantes actrices jóvenes de
teleculebras, de galanes acartonados, de cómicos maquillados a semejanza de los
políticos tan en boga en esos días de vorágine electoral, de personajes recién
duchados con el olor a cromo de currutacos grotescos, y un sinfín de caracteres
pertenecientes a los diversos formatos del género humano. De todo, como en la
viña del Señor. Lourdes me llevó al estudio donde me presentó a todo el
personal que laboraba en el proyecto piloto del programa de concursos. Allí se
apersonaron el director del programa —un flaco nervioso provisto de un arsenal
crepitante de los más diversos tics— y la productora ejecutiva. “She’s cute”, pensé, y su aire de
eficiencia corporativa no lograba disimular un idioma de ademanes que se me
antojaba familiar.
—...y luego que el
concursante acierte la pregunta, la modelo se dirigirá a la fachada del
castillo y, de acuerdo a su escogencia, abrirá la casilla correspondiente, en
“X” o en “O”, para seguir jugando a “La Vieja”, o “Tic Tac Toc”, como se
prefiera llamarlo —me explicaba Laura Eunice, según su propia manera de
identificarse cuando me fue presentada, aun cuando noté que todo el mundo se
dirigía a ella por el apelativo de LauraÉ.
— ¿Y si se equivoca y no
elige la casilla que é, LauraÉ? —pregunté con el más cool arrobamiento de mi arsenal.
—Entonces, pierde como é
—replicó ella, con una sonrisa de efigies cretenses y simpatías llenas de
coloridos vitrales.
“Le caí bien. You’re going to score again, dude”,
vaticiné.
—... y le toca al
contrincante otra vé, como é —retruqué.
—... y una nueva pregunta tú
le haces escogé —replicó ella.
—... y en menos de treinta
segundos él la tiene que respondé...
—... sin mucho tiempo
perdé...
—... porque sino se
siquitrilla, je-jé...
—... y el otro gana de “q” a
“p”...
—... así es que-é, así es
que-é...
— ¿Cómo la vé? ¿Cómo la vé?
—Ué, ué, LauraÉ...
Grabamos el piloto utilizando como concursante
a dos parejas de actores a destajo de los que contrata el canal para los
personajes de relleno de las telenovelas. Debo confesar, sin tapujos, que me
moví en el set con la calidad de un Sugar Ray Leonard judaico. Cada vez que
dirigía mi mirada hacia ella, LauraÉ me obsequiaba con un gesto sutil de
aprobación.
—Oye, Benny, creo que vas a
ser el seleccionado para este proyecto.
—Por algo soy el Doctorísimo Chanclecto.
—Caray, sí que eres modecto.
— ¿Acaso te molecto?
— ¡Qué intelecto!
— ¡Llámenme a Hecto!
— ¿Quién es Hecto?
—El que pué arreglá ecto.
“She likes me. And I dig her too”, corroboré para mis adentros.
Al día siguiente me citó a su
oficina. Me presentó a un bigotón remilgado y ñoño, de apellido Farfán, que me
regaló una sonrisa más falsa que un billete de a dólar con la cara de los Blues
Brothers. El tipo me enrostró un contrato, válido por un año, donde se me
estipulaba una buena suma en calidad de emolumentos, con la salvedad de que
debía prestarle mis servicios al canal en la oportunidad que se me requiriera,
tanto en el show de concursos —“El
Castillo del Saber” era su nombre— como en cualquier otro programa adonde fuese
llamado. Miré a LauraÉ. Ya presentía, entre ambos, una magnífica afinidad. Sin
titubear, firmé.
Grabamos de un tirón los
cinco primeros programas. Mucho después, me enteré que algunos de mis cáusticos
y nada planificados chascarrillos no habían gustado en algunas esferas
decisorias de la televisora. Pero LauraÉ me defendió con sólidos argumentos. Me
presentó, además, al profesor Callejas, el semiólogo del canal, con quien hice
buenas migas de inmediato. También conocí al célebre Horacio Quintín Zúñiga,
quien me ratificó personalmente la admiración que sentía por mis babosadas
radiales.
Asedié a LauraÉ desde el
primer día ganándome, de paso, la animadversión del estirado Farfán. Al segundo
intento, logré convidarla a cenar en un restaurancito italiano por los lados de
Los Palos Grandes que siempre se me había parecido al del romance perruno de
“La Dama y el Vagabundo”. Ay, Walt Disney, qué suerte me deparaste.
—El programa está calando,
Benny.
— ¿Estás contenta con lo que
hago?
—Claro que sí.
— ¿Aun cuando algunas de mis
babiecadas, o excentricidades, no caigan bien en los niveles directivos?
—Esa gente tiene que cambiar
su mentalidad. De la misma manera en que Horacio Quintín y el profesor Callejas
han logrado alterar los parámetros de las telenovelas, con otro discurso y
otras temáticas, nosotros lograremos un nuevo patrón. Ya lo verás.
— ¿No te parezco demasiado
irreverente? ¿A veces no se me pasa la mano?
—Me divierte todo lo que tú
haces, Benny.
LauraÉ poseía una mirada
límpida que me despercudía todos los señuelos de las mentiras y los vanos
extravíos. Logró hacerme sonrojar.
—Pero, otras veces me haces
entender que mis chistes son malos y necios.
—Eso no es así. Pareces un
niño, Benny. Un niño regañado.
—Es que me haces sentir como
un carajito de quince. Mira cómo me tiembla la mano.
—Me halagas.
—Te halago.
Ahí fue cuando el flechazo me
traspasó la pleura y me hizo llevar a cuestas todas las culpas, las vigilias y
los clamores envueltos en un vacío de alcanfor. Por una mujer así, sería capaz
de hasta lo último, lo cual, en mi caso, equivale a reformarme, a dejar de
mentir, a amar a una sola. LauraÉ se veía lindísima, cobijada por la suave
penumbra de una vela pálida y por la serena música napolitana que a la vez nos
separaba y nos unía.
La llevé a su edificio, por
los lados de Bello Monte. La acompañé hasta el pie de la escalera y, cuando me
iba a dar las buenas noches, sin previo aviso, la tomé por el talle, la atraje
hasta mí y nos besamos ansiosos durante unos minutos que se diluyeron en el
albur del tránsito lejano de la autopista y el extravío de una noche que se
emperifollaba en ráfagas de luna y respiración compartida.
Subimos a su apartamento en
un estado de delirio endosado a la nada. Con gestos perentorios, me conminó a
no hacer ruido. Me susurró que su hijo dormía, acompañado por una muchacha, por
una baby sitter, una au pair, o algo por el estilo. En el
trayecto, logré desnudarla, besándola enloquecidamente con una dulce furia que
era un bebedizo de olas y ebriedades.
Hicimos el amor con hambre y
denuedo.
—Pero, ¿qué me haces, Benny?
¿Qué estoy haciendo, Benny? —gemía LauraÉ, y yo no la dejaba recomponerse, pues
temía que un rasgo de cordura se entronizara en nuestro dialecto de súbitos
caprichos.
Nos quedamos tendidos largo
rato, saboreando nuestras bocas, besándonos como gaviotas indiferentes, dejando
nuestros dedos escalar entre corrientes polares de pernoctas y cegueras
barnizadas de un azucarado dolor.
LauraÉ se levantó y fue al
baño.
En una mesa de noche aledaña
se encontraba su carnet del canal. Hasta en esa imagen, producto de una de esas
máquinas foto-matón, exteriorizaba belleza, frescura, pureza, intensa
femineidad, the greatest beauty of them
all.
Laura Eunice Pérez
Pirrone.
“¡Coño!”, interjeccioné y
recordé.
Me erguí como puyado por un
resorte y la primera reacción fue vestirme y huir de ahí. Para variar. Huir,
escapar, fugarme. ¿Por qué seré tan cobarde?
“¿Benny? ¿Benny?”, la oí
preguntar mientras cerraba, tras de mí, la puerta del apartamento y me alejaba
como diablo que lleva el alma.
Estaba metido en un
berenjenal incestuoso.
“She’s Ornela’s sister!”, me autocorroboré.
Y estaba enamorado de las dos.
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