Colillas meticulosas
Teoría del bachiche
por: Nicolás Soto
En alguna oportunidad nuestra desvencijada osamenta habrá fatigado las calles de Salzburgo, Austria. La atmósfera que allí prevalece está impregnada al ciento por ciento con el legado de su hijo más célebre: Wolfgang Amadeus Mozart, para muchos el genio más preclaro del arte musical. Se infiere, entonces, que una comarca irradia lo que sus retoños han creado o lo que ellos hayan representado en la esfera vital. Por ello, no es de extrañar, pongamos por caso, que teniendo Venezuela fama de procrear hembras esplendorosas, un recorrido por sus calles, sus playas o sus malls nos depare una verdadera fiesta visual ante tanto primor.
Se ha dado el caso en las últimas décadas en esta Tierra de Gracia de una magnífica explosión musical con la expansión del programa de orquestas sinfónicas juveniles. Ha sido de tal magnitud el talento desarrollado que ya comienzan a llegar no solamente los premios y reconocimientos, sino también la atención y el interés por transplantar en otras áreas del orbe esta interesante iniciativa. Ahora bien, siguiendo el razonamiento desarrollado en el primer párrafo, cabría suponer que todo el país estaría en vías de convertirse en un vasto Salzburgo, en donde los ejecutantes, directores y compositores desbordarían las vías, solazándonos con su extraordinaria creatividad, ¿no es así?
No, no es así. Una correría por nuestras ciudades, cualquiera sea su tamaño, desde las capitales hasta los más alejados pueblos, nos muestra sus calles invadidas por una secuela del altísimo desempleo que pareciera endémico: la contaminación sónica. Desde las cornetas desplegadas en las aceras hasta los altavoces de los vehículos con potentes bajos que activan las alarmas de los automóviles estacionados, el pavimento se engurruña, las vidrieras traquetean, los tímpanos supuran, las almorranas se arrochelan, las mentes se abotagan y las sensibilidades se amellan con el mugido desapacible del bachiche en sus actuales manifestaciones: cantamaluco, reguetón y vallenato llorón. Para quienes tienen que desplazarse, morar o laborar en dichas zonas céntricas, la convivencia con el ruido inclemente obliga a hacer de tripas corazón, hasta que sobrevenga algún inevitable y enojoso incidente que obligue, entonces sí, a tomar cartas en el asunto.
Algunos de ustedes alegarán: habiendo tantos problemas de gran envergadura (“¿en-qué?”) asolando el bienestar de los venezolanos, ¿a quién puede importarle la saturación sónica? Lamentablemente, la caída vertiginosa, en la última década, de los ya escasos valores éticos y morales que subsistían entre nosotros, nos ha hecho olvidar que los grandes problemas de criminalidad rampante se comienza a combatirlos, precisamente, no desatendiendo las aparentes pequeñas transgresiones, según la teoría de la tolerancia cero. Al sancionar con firmeza, por ejemplo, a quien se orina en la vía pública, estamos enviando un mensaje a quien pretenda ir más allá del mero acto de sacarse el piripicho con la intención, como decía el prelado-poeta (y capellán de Juan Vicente Gómez) Carlos Borges, de “tan sólo echar unos orines/con este delicado artefacto/de tan encrespados crines”, y pasar, sin solución de continuidad, al abuso sexual. Si disponemos, valga el caso, de ordenanzas de convivencia ciudadana e, incluso, de una ley penal del ambiente que castiga la contaminación en todas sus variantes, incluyendo la sónica, ¿qué esperamos para reclamar su puesta en vigor?
Anhelamos, por supuesto, que algún día no tan lejano, nuestras calles sean tomadas por esa muchachada que nos está haciendo enorgullecer por su arte y dedicación, y que en cada esquina haya un virtuoso desgranando en su viola o en su oboe las obras de los futuros Lauro o Sojo que habrán de enaltecer nuestro gentilicio musical.
Soñar no cuesta nada. Mientras tanto, toreo a los mototaxistas y evado los puestos de buhoneros, verdadera expresión del capitalismo salvaje y de la desprotección social, mientras el bachiche de moda retumba con todos los decibeles del mundo desde las robustas cornetas situadas cada diez trancos, regurgitando tonadillas empalagosas a las que sólo les espera el desahuciado olvido de sus desmemoriados consumidores. ¿Sobrevivirá el bachiche a la consolidación del ipod y la previsible muerte del CD? ¿Será el bachiche como el corozillo llanero que se burla hasta de las explosiones nucleares, según auguran los futuros premios Nóbel de la Nasa endógena graduados en la misión “cachicamo viudo”? ¡Mis oídos sangran!
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