Capítulo HHHH
Las campañas electorales son unos torbellinos
oblicuos. Por todos lados brincan unas ebriedades desafinadas y unas
indisciplinas que se expanden como redes surgidas de unos declives enmarañados.
Con todo y que no soy afecta a los enjundiosos e introspectivos análisis, no
pude dejar de preguntarme cómo hacían las cosas para marchar con un mínimo de
eficacia ante el ciclón de desbarajustes que brotaba por doquier, a semejanza
de un chicle gigantesco. He visto desorganización en los tribunales, en la
universidad en la cual me gradué, en el tránsito caraqueño, en las colas de los
cines y hasta en los baños de las discos. Pero
nada como el despelote frondoso de una campaña eleccionaria en
Venezuela.
No pude negarme a nada luego de que el
doctor Rubén Arnoldo Rovira pugnase (con éxito resonante) por incluir mi nombre
en la lista de diputados por el estado Cojedes. Más de una vez escuché, a mis
espaldas, el mote de paracaidista. Pero, estando metida en la candela, ¿qué
importaba? Tenía acceso directo al candidato, el turbulento ex presidente, no
solamente a través de mi cada vez mayor compenetración con Javier Grimán, sino
también por mis méritos propios. Como era de prever, le caí bien al hombre y,
al poco tiempo, me constituí en un formidable bastión del comando de campaña.
Para no descontrolarme por completo en medio del frenesí y del agite, distribuí
mis bártulos vitales de la manera más natural.
Arnaldo, mi novio, al frente de mi flanco afectivo, operaba, asimismo,
el frente económico en estrecha conjunción con Carmen Adilia Fragachán, de tal
forma que nuestra compañía suministradora de alimentos en gran escala siguió
funcionando a la perfección. Además, dada la seguridad en la victoria del bando
de “Bicho Loco”, teníamos asegurada la transición, sin traumas, para el cabal
desempeño de nuestras operaciones mercantiles y financieras con la nueva
administración. Le aseguré a Fedora que, en agradecimiento por el empujón
inicial, le mantendría una participación en las utilidades. Es más, ¿quién
podía afirmar a rajatabla que ella y el doctor Lizarraga pasarían a ser
cadáveres insepultos de la política nacional? Conociendo el carácter veleidoso
y la corta memoria de los venezolanos, no resultaba hipotético conjeturar una
previsible resurrección de la influencia de ambos en el ambiente político al
cual yo me estaba adaptando con mayor y mayor firmeza. Nuestro archirrival, el
vetusto y egolátrico ex presidente socialcristiano, no cesaba de arrojar sus
dardos ponzoñosos contra mi amiga y su consorte. Fuentes confiables y discretas
se me aproximaron en los acallados vestíbulos donde se entretejen las infinitas
componendas de la política para asegurarme que ya el anciano soberbio había
fijado sus vitriólicas pupilas contra mí, en lo específico. Un hipotético
triunfo suyo auguraba vindictas judiciales fulgurantes y punitivas, Sin
embargo, todas las mediciones serias de opinión vaticinaban un holgado triunfo
bicholoquiano, con lo cual esas ansias retaliativas se verían frustradas antes
de ver la luz. De todos modos, conversé largamente con mi futuro suegro sobre
el particular, por no dejar ningún cabo suelto y para aprovechar la innegable
influencia que éste ejercía sobre la mayoría determinante del poder judicial.
Pero no todo podía ser miel sobre
hojuelas. Hubiera ofrendado la mitad de la vida que me quedaba por delante por
obtener la mejoría de mi mamá. Mas no podía ser así. Me empeñaba en negármelo a
mí misma, en no querer advertir conscientemente los signos que delataban su
creciente palidez, adelgazamiento y ronquera. Contraté una enfermera para que
velara por ella con dedicación exclusiva. La pobre no daba su brazo a torcer en
su deseo de que yo me labrara un nicho material de confort y desprovisto de
agobios. Siempre me insistía en no desmayar, pues no quería ver repetida la
quebrada torrencial de penurias y privaciones soportada por ella para echarnos
adelante a LauraÉ y a mí. Empero, me mortificaba en demasía su amargura para
con mi hermana. ¿Es que ni siquiera esta adversidad lograría aproximarlas? Me
juré que no cejaría en mi empeño de reconciliarlas. Rezaba con fervor por ello,
por estrecharlas en un cerco de amor recobrado, por cobijarlas en una vida
común. Y estaba persuadida de que el pequeño Pedro Pablo, con su inocencia de
ensueño y su adorable risita de dos y tres dientecitos, lograría el prodigio.
Sólo me restaba impulsar la oportunidad propicia.
¿Cómo hice para caminar por las cuerdas
flojas de la escasez de tiempo? Mis días transcurrían ahora en el encierro
aéreo de unas avionetas que tragaban, sin masticar, las millas náuticas del
espacio aéreo nacional e internacional; en el hermetismo refrigerado de las
naves que me llevaban y me traían de interminables reuniones donde negociábamos
(con paciencia de hermana Teresa de Calcuta) la composición del Congreso,
asambleas legislativas, concejos municipales, comités ejecutivos y demás
corporaciones deliberantes donde el ánimo de figuración de toda laya de
personajes garantizaba el descenso pentecostal del espíritu santo de la
democracia representativa; en las interminables comilonas y libaciones (a lo
largo y ancho del territorio patrio) que me permitieron conocer las disímiles
ofertas de la gastronomía vernácula, de acuerdo a la región donde estuviésemos
adobando los diferentes condumios políticos, pues es deber inevitable de todo
aquel que se involucre en los azogues comiciales el prestar su diente y su
paladar (sin posibilidad de negación, so pena de incurrir en inefable falta de
etiqueta y descortesía hacia los anfitriones) para la ingesta de toda clase de
mondongos, hallacas, bollos pelones, arepas peladas, gofios, conejos en coco,
pasteles de chucho, zapoaras guisadas, naiboas de Cúpira, chichas andinas,
arroces con patos güiriríes, ruedas de jurel al ajillo, rones de pasita, piscas
andinas, carnes en vara, cochinos horneados, pasteles de morrocoy, asados negros,
paloapiques, tarcaríes de chivo, huevas de lisa, terneras a la llanera,
parrillas con chinchurria, lebranches tacarigüeños, fresas con crema de la
Colonia Tovar, calentaítos merideños, caviares de berenjena, guarapitas del
médico asesino y no sigo porque me va a faltar sistema gástrico para
metabolizar, digerir y asimilar tanta comida. De hecho, gané unos kilitos y la
determinación de perderlos, al finalizar la descocada vorágine, en un reputado
gimnasio que me recomendó Javier.
Javier. De no haber sido por él no habría
podido sobrellevar el inmenso trajín que se me vino encima en esos días.
Definitivamente, el tipo era el as del desenvolvimiento, el relacionista
público único e imprescindible, el gran componedor de las trastiendas veniales.
Su infinita gama de relaciones y recursos me abría todas las puertas, a todo
nivel, en todos los ámbitos. Los jerarcas del ejecutivo, legislativo y
judicial; los pontífices de la banca y las finanzas; las enyesadas matronas de
las crónicas sociales; los zamarros caporales de las maquinarias partidistas…
¡y hasta los juerguistas consuetudinarios de la noche caribeña! me recibían sin
sofocos protocolares (ni antesalas) ante la recomendación, suave pero firme, de
Javier Grimán. Todos olisqueaban ganancias, réditos y plusvalías pues era fama
que Javier fungía de sumo titiritero y gran chambelán de las compuertas
dadivosas de “Bicho Loco McGraw”, presidente de la munífica Venezuela, de la
magna Venezuela, de la pletórica Venezuela, de la desbordante Venezuela, en el
quinquenio setentero que vio subir los precios del petróleo a niveles de
intoxicación, época añorada cuando hasta los habitantes de los cerros de
Caracas llegaron a beber fino escocés de dieciocho años en ranchos que podían
carecer de agua corriente y cloacas, pero donde no faltaba un equipo de sonido
estéreo irradiando el estruendo meticuloso del bachiche en la gozadera de una
interminable noche de año nuevo. El hiperkinético ex presidente “Bicho Loco
McGraw” despertaba la nostalgia por el retorno de ese paraíso perdido y Javier
Grimán, aunque desconocido para el gran público y la masa, interpretaba el rol
del prosódico deus ex machina y del
purpurado demiurgo que conjuraría (con sus artes prodigiosas) el renacer de esa
añorada bacanal. Llegó, tenía que ser así, el momento climático de la campaña
electoral en que la imaginería popular concedió a los dos principales
candidatos el carácter maniqueo que nuestra unidad de medios (encargada de
moldear la percepción primaria de los electores con sus alquimias propagandísticas)
esculpió a partir del bla-bla-blá interminable y gaseoso de las cabezas
parlanchinas en que se habían convertido las vacas sagradas de nuestra
política. Por un lado, el patriarca, petrificado por la ira y por la rabia de
saberse el elegido del Señor y no ser reconocido como tal por la mayoría de sus
conciudadanos; evocador de una época engavetada en las desvaídas memorias de un
populismo alcanforado; paternalista pero pacato; altruista pero pichirre; probo
en lo personal pero autista hacia el desmán ajeno (sobre todo si los
perpetradores resultaban consanguíneos); voceador de vocaciones aperturistas
para con las nuevas generaciones, mas incapaz de desprenderse de la tonsura
candidatural con terquedad de náufrago incurable; flemático e iracundo cual Júpiter
tonante ante quien retara su avidez de figuración histórica. Por el otro, el
arrobador y arrollador shamán de la
Venezuela saudita; el sudoroso, impulsivo e irrefrenable montañés, con sus tics
y sus retruécanos verbales, incansable en sus correrías al igual que una manada
de búfalos en tropelía; con su aura de rey Midas, reavivando la saudade por las vacas gordas. Y, detrás
de él, Javier Grimán aglutinando las voluntades de todos los factores
(conspicuos y no conspicuos), como el supremo médium imantador de las cábalas que harían revivir los días de la
abundancia, las noches del jolgorio colectivizado y las madrugadas de
azucaradas resacas. Después de cinco años de achante en los cuales se oyó
crecer la hierba, según la percepción generalizada, todos, absolutamente todos
en Venezuela (con excepción, quizá, del amortajado patriarca y los más duros de
sus seguidores), echaban de menos la vuelta de nuestra versión vernácula de
“los años locos”. Quien dijera lo contrario pecaba de hipócrita. Hasta los mismos
compinches de LauraÉ, ataviados con su idealismo izquierdoso, reconocían lo
imperativo e inevitable del retorno de “Bicho Loco”. Recuerdo al “Gocho” Rojas,
arrellanado en un sofá del apartamento de mi hermana, queriendo impresionarme
con su polisemia de alazán, al momento de parafrasear un aforismo de un viejo y olvidado pensador, deglutido en
una de sus atragantadas intelectualosas:
¾Te
voy a citar algo que leí por ahí: “Castidad significa pasión, castidad
significa neurastenia. Y pasión y neurastenia significan inestabilidad. E
inestabilidad significa el fin de la civilización. No puede haber una
civilización verdadera sin abundancia de agradables vicios”.
¾¿Quién
es ese filósofo de la decadencia? ¾preguntó Nadia Coronado.
¾Aunque
tú no lo creas ¾clarificó
el “Gocho”, escrutándome sin poder disimular la contorneada ansiedad de su
oftalmología virola¾,
eso aparece en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley.
¾Donde
vaticinaron la reproducción asexuada y en probeta ¾corroboró
LauraÉ.
¾Pero
en Venezuela lo que viene es el gran desnalgue. “Bicho Loco”, prácticamente, diciéndolo
y sin decirlo, está clamando por la gran bacanal. El nuevo mundo feliz, el
nuevo imperio de los sentidos, el nadir de la castidad, el cénit de la morronga
¾vaticinó
el “Gocho”.
¾¿Adónde
se fue la utopía? ¾preguntó
LauraÉ, pendiente de que Pedro Pablo no se despertara.
¾La
utopía subyace aturdida en la soledad de quienes no le temen al encontronazo consigo
mismos. La utopía se manifiesta como una ausencia presentida en el miedo a la
muerte y en el silencio que remueve las culpabilidades. La utopía es una niebla
pálida disfrazada de fiel de la balanza en la frontera dual que separa al
hombre-conciencia del hombre-tropismo. Su precio, su peaje, su tarifa, repito,
viene traducido en soledad, escepticismo y en una ética laica, y será cancelado
ese débito cuando el hombre-conciencia venza al hombre-hedonismo. Mucho me temo
que este no es el instante para que ello ocurra. Por lo tanto, como no poseo
veleidades de Job andino, rogaría a una de mis amables anfitrionas ¾al
llegar a esta solicitud, el “Gocho” Rojas me miró con sus ojillos desviados de
saltimbanqui pueblerino¾
que me conceda la gracia de servirme otro ronsonol con mucha aguakina y
bastante limón.
¾¡Qué
barato te vendes, Rojitas! ¾criticó,
bromeando, Nadia.
¾Recapitulo
y rebobino: ¡mi vocación no es de mártir! ¾replicó
él.
¾Dame
el vaso, yo te lo sirvo ¾me
volteé hacia Arnaldo, quien se adormilaba frente a la tele al compás de una
culebra mexicana¾.
¿Te traigo más café con leche, mi vida?
¾Mmmmm…
bien.
LauraÉ había contratado a Benny para su
programa televisivo de concursos y el tipo se la estaba devorando. En apenas
unos meses se había convertido en una celebridad. Sus locuras y desfachateces
ante las cámaras eran la comidilla de casi toda Venezuela, pues se burlaba de
media humanidad sin pedir ni dar cuartel. A veces me parecía que iba a pasarse
de la raya. Mis sentimientos hacia él seguían su consabido trayecto
ambivalente. Admiraba su desparpajo, pero me enervaba su informalidad perenne,
su superficialidad contemplativa y su dejadez crónica por todos los guiños
sólidos de la vida. Me llamaba constantemente, pero yo no respondía. Me sentía
temerosa, no lo niego, de una recaída en ese pozo sin fondo donde sucumbiría, a
no dudar, bajo una irrealidad ebria, encantadora pero succionante, cual canto
de sirena preñado de péndulos bituminosos cuyas oscilaciones lloverían mi
pérdida y mi insensatez. Llegué, incluso, a escribirle una carta, no enviada
(pero tampoco hecha trizas) conservada en un estuchito secreto, camuflado en
las astringentes cómodas de mi corazón.
“Benny:
“Somos dos vectores en un espacio
imaginario, de igual magnitud pero de direcciones distintas. Has profundizado
en mí, más de lo que imaginas. Nuestros planos, aun cuando se entrecruzan,
parecieran pertenecer al mismo ámbito, pero no es así.
“Pienso en tus manos tocándome
paulatinamente en cada resquicio de mi piel, en cada pliegue sentido, en cada
curvatura gemida. Pienso en tus dedos arrancándome cada suspiro al recorrer
lentamente mi ser, llegando al alma y volviendo como marea dueña de la orilla.
Con tu lengua humedeciendo lo húmedo y saboreando lo dulce, lo ácido y lo
amargo. Sueño con mi entrega temida, guardada, restringida, dejando de serlo al
sentir tu aliento, tus ímpetus, tu euforia.
“Te quiero, te quiero, te quiero muy
junto a mí respirando el mismo aire, sintiendo lo mismo, viendo lo mismo, y
mirándonos a los ojos y compartirlo sin decir palabra, y dejándome llevar por
la vanagloria, fingiendo cada uno para el bienestar del otro. Es por eso que
sólo los momentos fueron hechos para nosotros, y no la permanencia, pues nos
coartaríamos hasta el dolor, hasta la herida, hasta el odio y… y… te quiero, te
quiero, te quiero.
“Perdóname por no poder ser perfecta,
pero creo que nunca lo sospechaste, aquel día que te caí de sopetón y te
derramé mi coctel encima, en una fiesta en Miami (yo tampoco llegué a
sospecharlo). Todo se inició como un respiradero en los túneles emocionales por
donde uno se mete. Y termina respirando el aire del otro. El aire tuyo.
“Te amo. Pero nunca sabrás cuánto. Porque
no puede ser.
Ornela”
Primera vez en mi vida que
escribo algo tan largo (aparte de mi trabajo en los tribunales). Siempre creí
que los dones de la literatura pertenecían únicamente a LauraÉ. De todas
maneras, a Benny y a mí nos separaba la misma vorágine, el mismo torbellino
incorpóreo surcando el mismo plano cartesiano. Él, figurando de cuerpo entero
como el nuevo oráculo de la befa que denuncia la desnudez del soberano. Ornela,
oculta tras los vestíbulos agiotistas que apuntalan los tinglados y los frisos
lisiados de la grande y desconocida parodia. Solamente la agotadora transfusión
de jornadas febriles me garantizaba un reposo medular y un olvido piadoso de su
imagen clavada en mi mente. Como una especie de exorcismo a la carta, cada vez
que el recuerdo de Benny atolondraba mi alma con su carga de compasivo
descuido, buscaba la mano de Arnaldo y la apretaba contra mi pecho, musitando
para mis adentros una plegaria por la desintoxicación de mi alma, una plegaria
barredora de sus trinos poéticos, una plegaria aspiradora de sus ecos risueños,
una plegaria coleteando los muelles donde no volverían a atracar sus muletillas
que (muy a pesar mío) me hacían reír. Por ese lado, llegué hasta a agradecerle
a dios la enfermedad de mi mamá, pues ayudaba a endurecer mi corazón con
respecto a Benny.
Empeoraba a ojos vistas. Cada
día se consumía más. Quería dármelas de corajuda, pero mis piernas temblaban
ante la posibilidad real de su pronta desaparición. LauraÉ se cohibía ante su
presencia. Ni aun en ese trance, ninguna de las dos podía desinhibirse de
tantos años de dardos e incomprensión. ¿Qué adventicio torneo de falsa dureza
era ese? No podían estar juntas en el mismo cuarto porque la atmósfera se hacía
irrespirable. Y LauraÉ se empecinaba en no dejar venir a Pedro Pablo,
argumentando que (dada su tierna edad) podía sobrevenirle un trauma. De nada
valieron mis súplicas para lograr un armisticio entre ambas. Podría haberme
tendido como un puente uniendo las dos orillas de ese precipicio salitroso y
ninguna de ellas se habría atrevido a cruzarlo. Decidí, entonces, dejar las
cosas de ese tamaño. La testarudez repetida me acalambra el entendimiento.
El día de la elección se
aproximaba como un imán vertiginoso fletado por una prestidigitación de
epítetos, corricorris y planetas en franco rumbo de colisión. Mis jornadas
arrancaban a las cuatro de la madrugada. Después de verificar cómo había pasado
la noche mi mamá (en el noventa por ciento de los casos, la tos y las
crecientes dificultades respiratorias me hacían desvelar), de instruir a la
enfermera (le informaba de mi ubicación de acuerdo a la agenda del día) y de
confortar a mi vieja enferma (le acariciaba el pelo mientras ella, sacando aire
de la nada, insistía sin desmayar en que no perdiera el tiempo y le sacara el
jugo a la oportunidad), me apersonaba al búnker del comando de campaña. Tras intercambiar impresiones, planes y
estrategias con el cogollito (así llamábamos al círculo de los más íntimos del
hiperventilador ex presidente, conformado por esta servidora, Javier Grimán y
los tres más incondicionales dirigentes del partido), cada cual tomaba su rumbo
específico en la coordinación de las actividades de la jornada. Habitualmente,
Javier y yo nos turnábamos para ver cuál de los dos acompañaba en ese día al
candidato. Tarea realmente agotadora, por lo demás, ya que al susodicho le
brotaba la energía como un torrente volátil en el maremágnum de las
interminables caminatas por las calles y barrios de todas las poblaciones
venezolanas, en el marco de los calcados mítines y concentraciones de masas
donde se peroraba tanto y no se decía nada (pero, en el fondo, eso es lo que le
gusta a la gente), en el cuadro de las monocotiledóneas reuniones con las
dirigencias regionales donde se repetían (hasta el infinito) los mismos chismes
y las mismas intrigas parroquiales, los mismos peines y los mismos dardos con
curare, las mismas zancadillas y los mismos velados comentarios por causa de
las mismas prebendas, las mismas ansias de figuración, las mismas ambiciones,
los mismos cálculos y los mismos quítate-tú-pa-poneme-yo, en el tejido de la
pedigüeñería sin tapujos en que se convertían las asambleas con los
representantes de las barriadas, de las asociaciones de vecinos, de los
sindicatos, de las federaciones de campesinos (con o sin tierra), de los
gremios profesionales, de los estudiantes sin cupo, de los industriales
clamando más proteccionismo, de las fuerzas vivas (nacionales, locales y
regionales), de los militares retirados, de los jubilados de la administración
pública, de las organizaciones de comerciantes informales, de los importadores,
de los exportadores, de los curas católicos, de los pastores evangélicos, de
los rabinos judíos, de los brujos, de los yerbateros, de los curiosos, de las
juntas pro mejoras, de los comités organizadores de las ferias patronales de
los pueblos, de las sociedades de socorro mutuo, de los grupos culturales
solicitando más y más subsidios, de los ateneos con juntas directivas dominadas
por inmortales matronas enraizadas en la gran prensa nacional, de los
insaciables pozos sin fondo que son las universidades nacionales, de los
comités pro graduación de los liceos públicos y los colegios privados, de los
ganaderos, de los agricultores, de los latifundistas, de los parceleros, de los
conuqueros, de los que viajan a New York y a Miami para comprar ropa y
revenderla, de los abogados, de los médicos, de los ingenieros, de los
limpiabotas, de los contabilistas, de los recogelatas, de los escarbadores en
los basureros, de los pintores de brocha gorda, de los poetas solicitando que
les publiquen un libro… todos clamando por sus irrenunciables derechos… todos sin excepción demandando demandando
pidiendo pidiendo pidiendo exigiendo exigiendo exigiendo solicitando solicitando
solicitando dame dame denme denme denme deme deme deme dennos dennos dennos… y
“Bicho Loco McGraw” exudando contento y satisfacción en su papel de altísimo
repartidor de indulgencias por obra y gracia de nuestro supremo padre bienhechor,
la deidad de deidades, el Moloch de Venezuela, el Baal de Venezuela, el
Vellocino de Oro de Venezuela, la Espada en La Piedra de Venezuela, el maná de
Venezuela, la gallina de los huevos de oro de Venezuela, nuestro santo
benefactor Papá Estado Petrolero. Y Ornela al pie del cañón. Tejiendo y
destejiendo. Uy, qué bochorno tan atolondrado. A veces pernoctábamos en las
diversas ciudades, en casa de los ricachones locales que (contribución
mediante) esperaban la justa retribución a su apoyo en la forma de contratos de
obras públicas, licencias de importación, concesiones de radio y TV, créditos
blandos para no pagarlos más nunca, ventas con sobreprecio al estado manirroto,
el perdón de las acreencias con el Banco de Desarrollo Agropecuario, la
Corporación Venezolana de Fomento, el Banco Industrial o cualquiera de las
quebradas y expoliadas instituciones financieras del gobierno. Para todos, el
aspaventoso candidato tenía una meliflua sonrisa, un palmetazo en el hombro o
un secreto compartido que hacía creer al susodicho de marras (en su mansión
barquisimetana, en su quintota maracucha o en su hacienda tachirense) que era
copartícipe en las grandes movidas de la política criolla. Ay, Ornelita,
¡cuánto aprendiste en esos días de vértigo y bólidos encapsulados! Si no nos
quedábamos para la noche, regresábamos a Caracas en volandas, ligando que no
hubieran cerrado todavía el aeropuerto de La Carlota. Ya una vez en tierra,
Arnaldo me esperaba, me llevaba a casa de LauraÉ a juguetear un rato con Pedro
Pablo, o a mi casa, donde me aguardaba mi mamá con su mal que la estaba
consumiendo de a poquito, como a una Dama de Las Camelias en el fárrago de la
Venezuela saudita. Y, al día siguiente, de vuelta a las andadas.
Me estaba convirtiendo en una
Lucrecia Borgia caraqueña. A través de Fedora (y, por mampuesto, del doctor
Arnulfo Lizarraga quien, en una hábil maniobra, había “concertado” las paces
con el arrogante anciano soberbio, el ex presidente copeyano, logrando insertar
dos de sus fichas en el comando estratégico de campaña) lograba enterarme de
las maniobras del campo contrario con antelación. Sabiéndose, a título de
ejemplo, en total desventaja (todos los sondeos de opinión así lo mostraban),
el colérico líder demandaba (a veces en tono de imperiosa requisición, otras
veces con imprecación quejumbrosa) un debate, una confrontación televisada para
acorralar con su dialéctica sibilina al verborreico “Bicho Loco”. En cierto
momento, las encuestas mostraron una nada deleznable inclinación del electorado
para que ese torneo se realizara. Decidimos, entonces, en una reunión del
cogollito, iniciar las negociaciones. Contacté al doctor Lizarraga. Éste era
nuestro aliado tácito, pues no olvidaba los agravios que el vetusto candidato
le había endilgado en la precampaña e intuía que sus aspiraciones
presidenciales, para el quinquenio subsiguiente, se verían amplificadas con la
derrota de su correligionario e implacable némesis. Además, contaba con mi
colaboración (vía Fedora) por el flanco financiero. Así las cosas, no le costó
mucho prestarse a la jugada y servir de emisario de “buena fe”. Por supuesto,
sabiéndonos ganadores (y por amplio margen), no nos interesaba concederle
tribuna a nuestro egolátrico contendor. Establecimos las primeras
negociaciones, bajo un manto de rigurosa confidencialidad, con los delfines del
embalsamado ex presidente. Por parte de las huestes bicholoquianas, asistimos
Armandito (el dirigente de la juventud del partido con quien, cada cierto
tiempo, compartía, en los respiros del columpio electoral, unas breves horas de
sexo recreacional) y yo. Concordamos, tentativamente, varias fechas para la
producción del tan ansiado debate. La nuestra era, en definitiva, una maniobra
de diversión. Logramos que el amortajado candidato aminorara sus incesantes
peticiones por la realización de la confrontación televisada, con lo cual la
iniciativa de las hostilidades comiciales volvía a estar de nuestro lado, y
acordamos que la transmisión se efectuaría quince días antes de las elecciones.
Nuestra intención, lógicamente, era la de suspender el asunto con cualquier
pretexto. Ya teníamos, incluso, previsto un par de maquiaveladas como excusa
para acusar al bando contrario de no jugar limpio cuando, fortuitamente,
falleció de un infarto fulminante un ex canciller alemán (gran chivo de la Internacional Socialista) y nuestro
impulsivo “Bicho Loco” recogió (la ocasión no la podían pintar más calva) sus
arreos de peripatético líder tercermundista. Sin mediar preparativos, se
encaramó en un avión (gentilmente cedido por nuestro viejo amigo y financista
Óscar Zavala, vendedor de tanques y misiles franceses e israelíes), y voló a
Berlín, no sin antes excusarse al pie de la escalerilla de la aeronave (ante
una batería de micrófonos y cámaras) por tener que suspender el debate desencadenador
de tantas expectativas, dejando atrás a su rival por la presidencia escupiendo
viperinos rayos y centellas. Javier y yo habíamos previamente abordado la nave.
Durante los tres días que permanecimos en la urbe germánica, nuestro inquieto
caudillo asistió a las exequias, se codeó y conferenció con los prohombres del
socialismo europeo, varios ex presidentes latinoamericanos y un sinfín de
personalidades, todo esto (por supuesto) bajo la exhaustiva cobertura de la
televisión venezolana, para remachar su imagen de estadista. Por las noches,
Javier y la suscrita nos dimos a la tarea de recorrer las discos y los clubes
de Berlín occidental, con su aire de decadencia expectante, sus adictos al por
mayor, sus punks de caras
pintarrajeadas, sus noches de rave y
de psicodélica adrenalina. Al tercer día, “Bicho Loco McGraw” ordenó nuestra
partida hacia New York. Y, sin más preámbulos, aterrizamos en la babel de
hierro. Ahí conocí a Alecia.
Se trataba de la legendaria
querida de “Bicho Loco”. Aun cuando a la luz pública el matrimonio con su
abnegada mujer de cuarenta años parecía incólume, resultaba un secreto a voces
su relación con Alecia, quien recibía, de parte de todos cuantos acudían al
entorno bicholoquiano, la adulación y los miramientos de una soberana en su
corte. Javier entraba y salía, como Pedro por su casa, del amplísimo
apartamento dúplex de Sutton Place. A pesar de que hice gala de todas las
artimañas que me ganaron el apelativo de avión en la universidad “Santa
Cecilia”, Alecia no quedó impresionada conmigo. Pienso, de sinceridad, que le
caí francamente mal, pero la mujer tenía mucho mundo recorrido y siempre me
premiaba con una aséptica sonrisa de publicidad de dentífrico, sin duda en
condescendencia hacia Javier y hacia el
ex mandatario con quien hacía vida marital y a quien le había traído dos hijas
al mundo. “Siempre hay una primera vez. No se puede ser monedita de oro con
todo el mundo”, pensé. De todas maneras, esos tres días en la gran manzana me
sirvieron de relax y de olvido. La primera noche, acompañamos Javier y yo, a
nuestro jefe, a Alecia y al célebre Ronnie, magnate de la televisión nacional,
a cenar en Le Cirque. En medio de la anodina conversación de sobremesa que
Alecia pugnaba por liderar, “Bicho Loco” y Ronnie comenzaron a conjeturar
planes para convertir a Venezuela en la potencia mediática de Latinoamérica.
Hábilmente y con sutileza untuosa de hombre ducho en el humus donde chapaletean
los grandes mercaderes, Ronnie obtuvo del futuro mandatario la seguridad de un
apoyo abierto y generoso de parte de la
próxima administración para sus proyectos, a cambio (no había que estar dotado
de un cacumen einsteineano para captarlo) de un respaldo total de su imperio
mediático a las políticas bicholoquianas. Ronnie se despidió lanzándome una
sonrisita en la que se mezclaban el charm
de Robert Redford con la codicia guisada de un superbroker de Wall Street, más una breve pizca de la picaresca
criptográfica de Mario Moreno “Cantinflas”. Para no irme en blanco, le devolví
el gesto, gratificándolo con una de esas miradas ornelianas que, a pesar de
estar enclaustradas tras unos espejuelos de chica intelectual, lo prometen todo
sin asegurar nada. “Touché, turtle!”,
hubiera dicho el sin par Benny. Luego de la cena, nuestro líder y su querida
decidieron retirarse temprano. Javier me convenció para continuar con los
recorridos nocturnos. Fuimos a un sitio en el Village donde se alternaban
varias bandas imitadoras de Los Ramones. Estuvimos, a continuación, en un club
donde tocaban jazz en un idioma de parábolas
incomprensibles y donde los presentes parecían unos fantasmas de antepasados
vigilando covachas en indumentaria de noviembre. Recalamos, de seguidas, en un
antro gay, donde todos los tipos iban ataviados de cuero negro y gorras de
motociclista. En una de esas, Javier me llegó agarrado de la mano de un
bigotudo que caligrafiaba su musculatura de levantapesas bajo un chaleco sin
mangas y me dijo, sin anestesia: “Manita, vete, si quieres, para el hotel
porque Robert (se refería al jamado) me acaba de invitar a su apartamento y…
bueno, tú sabes, ¿no?”, y yo, como buena hija de mi madre, reflexionando:
“Ornela, Nueva York no se quiere dar contigo. Pero tú tranquila, que lo tuyo es
asegurar el futuro”. Regresé al hotel, llamé a mi mamá, en Caracas, pero respondió
la enfermera contándome que la había sedado para que pasara la noche con
tranquilidad. Llamé a LauraÉ, pero me contestó Débora, la llanerita que cuidaba
a Pedro Pablo, refiriéndome que mi hermana había telefoneado para explicar que
la grabación de no sé qué programa del Doctorísimo Chancleto se había retrasado
y que, por lo tanto, iba a llegar tarde y el niño ya estaba dormido. Repiqué, a
continuación, a casa de Arnaldo y me atendió su mamá, la señora Bolivia, para
decirme que había llegado con dolor de cabeza y fiebre, síntomas inequívocos de
una gripe que estaba dando por esos días y a la que el ingenio popular había
bautizado como “La Bicha Loca”, y ya se iba a pegar a hablar de las señoras de
no sé cuál comité de damas cuando, en un resquicio de su incesante cotorra,
logré decirle que yo también me iba a acostar, que mañana volvería a llamar,
buenas noches y un besote para todos. Como Javier no apareció en los dos días
siguientes y nuestro hiperkinético jefe se encuevó a hacer vida familiar, me fui
de tiendas, subí al Empire State Building
y conocí la Estatua de La Libertad. Estando sola no podía dejar de pensar
en Benny. ¿Qué estaría haciendo ese grandísimo locuaz? Menos mal que se
acercaba el regreso a Caracas y, por ende, la recta final de la campaña.
El “Bicho Loco McGraw” ganó,
por segunda vez, la presidencia con amplísima ventaja, tal como se había
pronosticado. Ya el hombre había designado, in
pectore, su equipo de gobierno y las actividades, políticas y comerciales,
adoptaron un ritmo más sosegado. Decidí, entonces, pasarme unos días a solas
con Arnaldo entre Los Roques, Margarita y Miami. Mi mamá permanecía en un
estado estacionario. Como la quimioterapia le producía unas náuseas y unos
vahídos espantosos, decidimos retomar el tratamiento en enero, dándole
oportunidad a que recobrara fuerzas. La insté a que nos acompañara, pero ella
aseguró que nada ni nadie la sacarían de su casa, en donde estaba muy bien en
compañía de sus pericos enjaulados. Total que hice de tripas corazón y me
marché con Arnaldo, dispuesta a que la playa, el sol y la arena hicieran que el
estrés, el agite y los desbarajustes de la vida cotidiana descendieran a
niveles tolerables. En pleno despegue del avión, rumbo al archipiélago, le dije
a Arnaldo:
¾Papi,
ya está bueno de esperar. Este año nos casamos. Compramos una casa, la acomodamos
a nuestro gusto y, de una vez por todas, legalizamos este concubinato. Verás
cómo todo el mundo se contenta cuando hagamos pública nuestra determinación.
¿No te parece?
¾Mmmmm…
bien ¾contestó
mi novio, recibiendo un vaso grande de café con leche que le traía una azafata.
Pero no podía olvidar a
Benny. Incluso dejé de ver televisión para no tropezarme, ni por casualidad,
con su imagen que ahora engalanaba la publicidad de un sinnúmero de productos:
café de Los Andes, polvos para lavar y blanqueadores de ropa, detergentes tapa
amarilla, atunes enlatados, jugos de pulpa fresca, refrescos de cola negra y
automóviles refrigerados de largas trompas. El muy sinvergüenza tuvo hasta el
tupé de aparecer semidesnudo, con su infantil barriguita y su incipiente
calvicie, en una cuña de ¡pañales desechables! que fue el comentario obligado
de esas navidades y año nuevo. Todo el mundo tomaba partido, a favor o en
contra. Y, por supuesto, ésta que está aquí viendo sus esfuerzos para apartarlo
de su mente malgastados pues ahora lo veía en las vallas de las autopistas y
las contraportadas de las revistas, lo escuchaba en decenas de spots radiales que los taxistas
reproducían a full volumen y, para
completarla, tenía que oír los pareceres de la gente en las colas de los
aeropuertos, de los supermercados, de los cines, de los teatros, y Benny Miller
por aquí, y el Doctorísimo Chancleto por allá, y dale y dale y dale y dale y
dale… y lo peor resultaba cuando estaba en plena faena amorosa con mi novio, el
hombre con quien iba a estabilizar mi vida y mis afectos, y tenía que morderme
un dedo, o la almohada, para que no se me brotara su nombre ajeno, en medio de
ese ir y venir de infinitas y cosquillosas plumas cuando el encrespamiento de
la carne la hace confesar a una las veleidades de un alma que no obedece a
falsas riendas.
Luego del quince de enero
tuve que reincorporarme al cogollito. La toma de posesión de “Bicho Loco”
estaba adquiriendo visos de monumental coronación. Había que coordinar la
llegada y alojamiento de casi todos los mandamases de Latinoamérica, más la
primera dama norteamericana, el presidente del gobierno español y una
pluralidad de dignatarios y diplomáticos que realzarían con su presencia, la nueva
investidura de nuestro inquieto jefe. Javier y yo, nuevamente, tomamos las
riendas ejecutivas del asunto, acicateados por la inagotable energía del
presidente electo. Menos mal que Arnaldo y Carmen Adilia ya conocían al dedillo
todos los detalles de la operación comercial, por lo cual me concreté a
cimentar los contactos ya establecidos y a abrir nuevas compuertas con la
naciente administración. Logré convencer a Fedora de radicarse en Miami y,
desde allí, supervisar todos los procedimientos que, con plena seguridad, nos
repartirían pingües ganancias. Todo lo hacíamos con discreción elevada al
máximo. Sin embargo, el conocido columnista de izquierda Valentín Vergara
alcanzó a comentar (de manera velada y sin mencionar nombres) que se estaba
fermentando un monopolio en la distribución de alimentos y víveres para el
Patronato Institucional de Alimentación, los comedores escolares y todos los
organismos gubernamentales relacionados con el ramo, en connivencia con altos
personeros del régimen anterior y del nuevo gobierno. Prometía Vergara
información adicional con detalles más específicos en futuras entregas. Se lo
comenté a Javier y quedamos en que sintonizaríamos con mayor agudeza nuestras
antenas para averiguar de dónde provenía la fuga de información.
Los preparativos de la toma
de posesión se hicieron más intensos, con lo cual nuestras mentes se
preocuparon con decisiones de mayor perentoriedad. Me juramenté como diputada
por el estado Cojedes, aunque convine con mi suegro que coordinaría con mi
suplente para que éste asistiera a la mayoría de las sesiones y me ahorrara la
presencia en el parlamento, salvo en caso de absoluta necesidad. Total, estaba
colmada de obligaciones.
La investidura del “Bicho
Loco McGraw” resultó un éxito rotundo. Trabajamos, como posesos, sin descanso,
robándole horas al sueño. Venezuela fue el marco de intensas reuniones entre
los diversos mandatarios, originándose acuerdos de trascendencia continental.
El barbudo dictador cubano, con todo y sus treinta y pico de años de rígida autocracia,
recibió la desmesurada atención de los medios, puesto que ese magno cónclave
significaba, en parte, que estaba dejando de ser un paria internacional. No
obstante, nuestro flamante presidente reelegido ganó puntos ante la opinión
pública mundial cuando de manera amable pero categórica, lo conminó a
democratizar su régimen. Y, en medio de estas sinuosidades de la alta política,
logré contactar a varios funcionarios de la comitiva cubana quienes escucharon,
con bastante interés, mis ofertas para suministrarle víveres a la bloqueada
isla, a través de un esquema que se nos había ocurrido a Fedora y a mí tomando
a México como base de operaciones. Las puertas habían quedado abiertas.
Todo auguraba viento en popa.
Llamé a Fedora para que fletara dos barcos y los llenara de leche en polvo,
carne congelada, embutidos, fiambres, frutas y otros bocadillos. Lo que sobrara
del aprovisionamiento al Patronato Institucional de Alimentación lo
colocaríamos en varias cadenas de comercialización, formales e informales. El
negocio no podía ser más redondo.
Pude hablar con Javier a las
dos semanas después de la investidura bicholoquiana. Nos reunimos en su
apartamento de Valle Arriba.
¾¿Por
fin? ¿Vas o no vas de cónsul en Miami? ¾le
pregunté, sabiendo de antemano que sus ambiciones burocráticas fatigaban esos
derroteros.
¾No,
manita. El hombre dezea que me quede a zu lado. Me nombraron zubzecretario de
la prezidenzia, un puezto bien ozcuro y mal pagado, pero con una ofizina en la
mera adyazenzia del dezpacho prezidenzial. Cuento contigo para que me échez una
manito, porque el zueldito no da ni para pagarle a la cachifa.
¾Aquí
te traje algo, porque me imaginaba que por ahí venía la lavativa ¾contesté,
alargándole un sobre amarillo con una apreciable cantidad en efectivo.
¾Gráziaz.
La coza pareze que eztá peluda, Orne.
¾Cuéntame,
a ver.
¾Tiénez
que reclamarle a Fedora.
¾¿Qué
es lo que tengo que reclamarle a Fedora?
¾Cónchale,
zuz compañéroz de gobierno razparon la olla. No dejaron prácticamente nada de
rezérvaz. El gordito ecz prezidente quemó cazi tódaz laz divízaz para mantener,
artifiziozamente, la paridad del bolívar. Maquilló laz zífraz.
¾¿Y
todo eso qué significa?
¾Que
vienen medídaz de auzteridad y de dizciplina fizcal. Ezta tarde me colé en la
reunión del gabinete económico con el gran jefe y ze habló abiertamente de
aumentar el prezio de la gazolina, de zubir el impuezto zobre la renta y de
recaudar dinero a como dé lugar, porque no hay con qué zubvenzionar loz gáztoz
del eztado. Imagínate que el miniztro de hazienda afirmó que, zi no ze
recolecta plata cuanto ántez, no habrá múnaz para pagar la nómina de la
administrazión pública dentro de doz mézez. Ademaz, el hombre ez partidario de
liberalizar la economía, ziguiendo laz páutaz del Fondo Monetario
Internazional.
|¾Pero
el presidente condenó en la campaña electoral al FMI por querernos imponer políticas
tan austeras a rajatabla. Es más, los llamó, si mal no recuerdo en un mitin en
Barinas, la “bomba-solo-mata-gente”.
¾No
zerá la primera vez que un político promete una coza y termina haziendo otra.
Pero prepárate para lo mejor. Habrá devaluazión.
¾Coño
¾exclamé¾.
¿De cuánto?
¾Eztaban
hablando de un veinte por ziento.
¾Entonces
la vaina es más seria de lo que se pensaba.
¾Cambia
tódoz los bolívarez que téngaz, porque la coza ez rápido.
Al día siguiente transferí toda mi
liquidez (y la de la compañía) a mis cuentas en Miami, en dólares. Llamé a mi
suegro y le relaté el asunto, aconsejándole hacer lo mismo. Me lo agradeció
sutilmente, conminándome a no contárselo a más nadie. Había que evitar un
pánico financiero a toda costa.
El lunes siguiente fleté una avioneta y
partí a Maracaibo, Mérida y San Cristóbal a supervisar la llegada de varias
gandolas apertrechadas de provisiones para los diversos programas de nutrición.
Almorcé, en pleno vuelo, para ahorrar tiempo.
¾Hay
disturbios en Guarenas y en el centro de Caracas. Lo acabo de escuchar en la radio
¾me
informó el piloto, en el trayecto hacia Mérida, ya con los picos nevados a la
vista.
¾Los
encapuchados, ¿no? Esos nunca están contentos con nada.
Regresamos a Caracas al final de la
tarde. Sobrevolando el valle que alberga a la capital, nos fijamos en varias
columnas de humo y en multitudes en estampida en las avenidas Baralt y Lecuna.
¾¿Qué
pasa ahí abajo? ¾pregunté.
¾Son
las manifestaciones. Acabo de escuchar en la radio que, al parecer, varias unidades
de la Policía Metropolitana están en huelga.
Al aterrizar percibimos nerviosismo en
las personas.
¾Hay
saqueos en el Centro, Plaza Venezuela y Sabana Grande ¾informó
un capitán de la Fuerza Aérea que ostentaba una verruga con pelos en el cachete
izquierdo.
¾La
gente está bajando de los cerros a arrasar con lo que encuentre ¾aseguró
un enfluxado gerente de transnacional que tenía las cejas pegadas de un solo
trazo.
¾Por
aquí me informan que las chusmas de los barrios de Petare han comenzado a
atacar todo lo que es El Marqués, La Urbina y El Llanito, y se están metiendo
en las casas impunemente ¾me
cuchicheó, con acento sifrino, una conocida y bronceada modelo que acababa de
llegar de un fin de semana en Saint Marteen con un novio de orondas
pantorrillas, culo cuadrado y mentón a lo Kirk Douglas. Ambos parecían
extraídos de un anuncio playero de cigarrillos.
¾
Se alzó el negraje. Se formó el mierdero ¾rezongó
un gordito fofo y patizambo, célebre en toda Caracas por haberse hecho
millonario vendiendo gold filled a raudales.
Fui al CCT y recuperé mi carro. Por la
Río de Janeiro y la Principal de Bello Monte se veían colas y colas de gente a
pie y ni un solo autobús, camionetica puesto o taxi cumpliendo con el servicio.
Previendo zaperoco en la Universidad Central, me desvié por Santa Mónica y la
Nueva Granada. Las patrullas y ambulancias iban y venían con sus sirenas
estrepitosas a millón. Llegué, por fin, a nuestro apartamento de Las Acacias.
Serían alrededor de las ocho y media. Por los lados de La Charneca se
escuchaban detonaciones.
¾Está
dormida ¾me
aseguró la enfermera, informándome en detalle la cantidad de centímetros
cúbicos de la ampolleta opiácea que le había inyectado a mi mamá.
Marqué para casa de LauraÉ. Todavía no
había regresado de una de sus interminables grabaciones con el Doctorísimo
Chancleto, me confirmó Débora. Luego pedí que me pusiera al pequeñín. Escuchar
su vocecita de algodón contarme en su media lengua sus juegos con los muñecos
de los héroes fantásticos que le había traído de mis últimos viajes fue
reconfortante. “Vé ahora a acostarte.
Tía Orne pasará a verte mañana y te va a llevar unos caramelos y un
avioncito de papel”. Sus gorgorinos y sus agudas risotadas colmaron mi ánimo de
un cariño transparente, dulce e infinito.
Llamé a casa de Arnaldo. Me contestó la
señora Bolivia, tratando de disimular los nervios. Ni Arnaldo ni el doctor
Rovira habían regresado aun. María Bolivia había telefoneado desde Boston para referirle
que acababa de ver por televisión las escenas de violentos disturbios en
Caracas y otras ciudades de Venezuela. Algunas vecinas le habían comentado que
habían observado a gente de los barrios vecinos merodeando por los alrededores,
como si estuvieran reconociendo el terreno. “Voy a soltar los rottweilers”, me aseguró. Le solicité
que me llamara en caso de cualquier novedad mientras llegaban mi novio y su
esposo.
Localicé a Javier en su casa. Me lo
imaginaba enfundado en su batín de seda estampada y calzado con sus pantuflas
de fino cuero, tomándose su coñac del estribo.
¾La
zituazión eztá bajo control. Ez maz, ya el hombre ze fue a acoztar.
¾Pero
por aquí lo que se escucha es plomo parejo.
¾Todavía
quedan algúnoz fócoz dizpérzoz. Ya el miniztro del Interior y el gobernador de
Caracas azeguran que la P.M. tiene el azunto dominado y que ni ziquiera habrá
falta de zacar la Guardia a la calle.
¾
No me confío, Javier.
¾Bueno,
vete a dormir tranquila. Por zierto, ¿cómo zigue tu mamá?
Mi mamá continuaba sedada aunque se podía
advertir su respiración irregular. La enfermera estaba nerviosa. Le habían
contado que en El Valle, donde residía su familia, las turbas habían detenido
varios camiones cargados de alimentos y otros enseres y los habían desvalijado.
Se podía apreciar su intranquilidad, pero la disuadí de marcharse repitiéndole
lo que me había dicho Javier.
Al rato llamó Arnaldo. Todo estaba en
orden y me vendría a buscar por la mañana. Luego repicó LauraÉ para decirme que
ya había llegado a su casa, que se veían patrullas por doquier y que, al
parecer, todo volvía a la calma. Los disparos por La Charneca y El Cementerio
se hicieron más esporádicos. Me tomé un té de toronjil para atemperar los
nervios, yo que suelo dormir como un lirón de los lirones, y me fui a la cama.
Abrí los ojos a las cinco. Todavía no
había salido el sol. Mi mamá seguía durmiendo. Tomé una ducha, un té de menta y
salí cuando Arnaldo apareció al doblar la esquina. Nuestro primer destino era
el galpón que habíamos arrendado en Catia para almacenar y clasificar los
alimentos.
La muchedumbre se hacía más densa en la
avenida Sucre. Tenían cara de pocos amigos.
¾Esto
no anda nada bien, Arnaldo. Ya no es una simple manifestación. Tiene aspecto de
que se va a convertir en un motín generalizado.
Llegamos, por fin, al galpón. Los dos
vigilantes y otro par de empleados se veían asustados.
¾La
cosa está fea, doctora ¾me
aseguró el jefe de depósito, un flaco al que se le notaban las puntadas con que
le cosieron el labio leporino.
¾¿Qué
se dice por ahí? ¾pregunté.
¾La
gente está abriendo negocios con patas de cabra, ganzúas y cualquier
herramienta que se les atraviese. Están cargando con todo: televisores,
neveras, ropas costillares completos, cajas de aceite, cajas de papel tualé,
radios, equipos de sonido… ¾respondió
el montacarguista, un barrigoncito pata de loro.
¾¿Y
la policía? ¾insistí.
¾Esos
son los primeros que invitan a la gente a que se coja las cosas ¾contestó
al jefe de depósito.
¾Y
ellos mismos están cargando también con los corotos ¾corroboró
el montacarguista.
El ruido de la multitud aumentó afuera.
¾Abrieron
el galpón de la esquina, el de los turcos que importan electrodomésticos de Panamá
¾llegó
anunciando uno de los vigilantes, un mulato calvo que no llegaba a los treinta
años.
¾Están
volcando los carros y les están pegando candela. La gente está que no cree en
cuentos ¾notificó
el otro vigilante, un moreno barloventeño que tenía cara de gran bailador de
tambó en las fiestas de San Juan Guaricongo.
¾Meta
su carro, doctora.
Busqué a Arnaldo con la
mirada y no lo encontré. Sin pensarlo dos veces, salí, encendí el vehículo y lo
introduje al recinto. Los vigilantes cerraron la puerta corrediza tras de mí.
Alguien entre la turba se apercibió de la
acción. Como carnívoros sedientos de sangre, unos treinta hombrachones, la
mayoría con el torso desnudo y el rostro cubierto por sus deshilachadas camisas
a guisa de capuchas, corrieron hacia el local y comenzaron a patear la puerta.
Los golpes retumbaban como una hiedra sónica que le enfrió el guarapo a mis
acompañantes.
¾Esto
se jodió, mi pana ¾dijo
el vigilante calvo.
¾Escuché
que a un chino que pretendió defender su abasto, en la avenida San Martín, lo
lincharon y, total, igualito terminaron saqueándolo ¾comentó
el vigilante barloventeño.
¾Mejor
ábrales el portón y que se cojan todo ¾recomendó
el montacarguista.
Los trancazos arreciaban. La
pesada puerta no tardaría en ceder. Eran demasiados y estaban resueltos.
¾¡Abran,
coños de sus madres! ¡Tumben esa mierda!
¾se
escuchaban los alaridos de la turba sedienta de botín.
¾¡Arnaldo!
¡Sal! ¡Llama a la policía! ¡Llama a la Guardia! ¾exclamé
a todo pulmón. Mi novio no aparecía por todo eso.
Miré de reojo a mis
acompañantes. Un par de segundos más y se unirían a la chusma, de eso no
quedaba duda. Por un rescoldo de mi mente pasó como una tromba un pensamiento
atroz: violación.
En eso el portón crujió con
estrépito de cimbal chino.
Una figura se introdujo, al
principio temerosa, luego más resueltamente.
Y después otro más. Y otro. Y
otro.
No sé cómo lo hice, pero en
una fracción de segundo despojé al vigilante barloventeño de su escopeta. Su
descuido no lo dejó reaccionar a tiempo.
A punta de puro instinto,
quité el seguro e hice un disparo al techo.
Los invasores se paralizaron.
Permanecí inmóvil, apuntando
hacia el grueso de la aglomeración que se agolpaba a la puerta del galpón.
¾Pero
bueno, jeba, ¿te vas a oponer a la acción del pueblo? ¾exhaló
un flacuchento que se encontraba a la vanguardia del grupo, cubierta su cara
con una camisa a cuadros a semejanza de un tuareg
en el desierto.
No me moví de mi sitio. Ni
uno solo de mis músculos manifestó el más ligero temblor. Debía parecerme a una
estatua infranqueable.
¾Vamos
a escoñetar a esa pajúa y le damos una redoblona ¾sugirió
una voz empastichada que no supe ubicar.
¾Eso.
Y después arrasamos con toda esta verga.
¾Échenle
bolas, pues.
Pero nadie se movía.
¾Bueno,
¿y entonces? ¿Le vamos a tener miedo a esa cabrona?
De pronto, alguien arrojó un proyectil.
Una lata de cerveza a medio llenar me golpeó en la frente. El líquido pastoso
se derrumbó sobre mis lentes, empañándome momentáneamente la visión. Mi dedo
índice se tensó contra el gatillo.
Comenzaron a avanzar. Resueltos.
Las estampas borrosas se aproximaban.
Me dije a mí misma: “No pienses. Hazlo”.
Sonó un disparo.
Y otro.
Y varios más.
Se volvieron a paralizar. Yo estaba como
en animación suspendida. Los veía como si fuera espectadora de una comiquita
fantasmagórica teñida en fuegos tártaros.
Repentinamente alguien gritó, en medio de
los crecientes disparos.
¾Coño,
pana, es el ejército y vienen repartiendo plomo a diestra y siniestra.
¾La
pinga es negra así el burro sea alemán. Yo me piro, bróder.
¾Dale,
güevón, dale…
Salieron todos en veloz carrera. Ahora
arreciaba el tableteo.
Permanecí tiesa en el mismo punto. El
corazón parecía salírseme del pecho. Tenía la cara húmeda y pegostosa.
Los otros se acercaron sigilosos. Estaban
más pálidos que jeroglíficos telepáticos.
¾Deme
eso, doctora ¾el
vigilante barloventeño sustrajo de mis manos inertes la escopeta.
¾Doctora,
le rajaron la cabeza. Véngase para ponerle una curita ¾recomendó
obsequiosa y nerviosamente el vigilante calvo.
Reaccioné.
¾No.
Déjenme.
Se quedaron tiesos. Viéndome. Después
comprendí que la vergüenza por su pusilanimidad los había transformado en
quejumbrosos émulos de los perros callejeros cuando sienten que un dóberman
anda suelto por los predios.
En eso salió Arnaldo de la oficina,
hablándome desde detrás de un parabán de lluvioso celofán, con una vocecilla
sin contornos.
¾Mami,
acabo de ver al presidente en la televisión. Antes había estado el “policía” Alguíndigue
¾se
refería al ministro del Interior¾, pero le dio un soponcio en pleno
discurso. Ahí mismito cortaron la transmisión, pero al ratico salió el propio
“Bicho Loco” y anunció que le había ordenado al ejército hacerse cargo de la
situación, decretó el toque de queda a partir de las seis de la tarde y la
suspensión de las garantías.
Se refrenó, de improviso, al verme.
¾¿Qué
tienes en la frente?
Me palpé. Había sangre en la yema de mis
dedos cuando los retiré.
¾Nada
¾respondí.
El montacarguista, bastante achicopalado
por el episodio que venía de presenciar, me pasó un pañuelo.
¾Tome,
doctora.
¾Gracias
¾le
contesté, sin mirarlo.
¾Vamonós
para la casa, mami ¾propuso
Arnaldo.
¾No
se preocupe por nada, doctora. Nosotros nos encargaremos. Como que todo vuelve
a la normalidad, ¿no? ¾aseguró
el vigilante barloventeño.
¾Sí,
sí, doctora, váyase tranquila ¾recomendó
el jefe de depósito.
Cuchichearon algo con Arnaldo. Ahora sí
sentía que mis piernas iban a flaquear.
Arnaldo me abrió la compuerta y me ayudó
a penetrar al carro. Antes de subir, sacó su cartera y les repartió unos
billetes a los empleados. Arrancamos y, nuevamente, el portón se trancó tras de
nosotros.
Las calles estaban llenas de soldados y
vehículos militares. Muchos de ellos correteaban tras las desaforadas
multitudes, disparando al aire, abaleando por aquí, dispersando por allá.
Arnaldo esperó a que un desmirriado soldadito con cara de campesino del Tuy le
franqueara el paso en una alcabala móvil. Un teniente bigotudo, con incipiente
panza cervecera, nos vio con cara de pocos amigos al cruzar la barrera.
Rodeamos la plaza del Silencio, donde las paredes esculpidas por Narváez se
maquillaban con la ebriedad de una tarde orgiástica de botín y soles balizados
e hirsutos (el porrazo en la cabeza me puso a divagar con pensamientos tipo
Benny). Cuando nos hundimos en el túnel del Silencio, no aguanté más y comencé
a llorar. Arnaldo se sorprendió.
¾¿Qué
te pasa, mami?
Me recompuse como pude.
¾Nada.
Sólo deseo llegar rápido a la casa para prepararte un café con leche.
¾Mmmmm…
bien.
Durante varios días la ciudad guardó una
tensa calma. La impresión resultante fue que la gente se exacerbó por las duras
medidas económicas tomadas por el gobierno. Los rumores iban y venían. Que si
la extrema izquierda había azuzado los motines o si, por el contrario, habían
surgido por combustión espontánea. Que si habían matado en una refriega a un
capitán del ejército por los lados de la Panamericana. Que si los congresistas
habían quitado las placas de sus carros para no ser identificados por los
vulgares y silvestres, pues se había comentado de pobladas donde algunos
diputados por poco no habían sido linchados (Armandito, mi esporádico amante
fue uno de lo que no utilizó su propio automóvil por varias semanas). Que si el
desabastecimiento se iba a prolongar durante mucho tiempo, ya que numerosos
supermercados habían sido víctimas de saqueos. Que si la morgue de Bello Monte
estaba que rebosaba de cadáveres (más de dos mil según algunos, por encima de
cuatro mil aseguraban otros) y, por lo tanto, se imponía enterrarlos a la
brevedad en fosas comunes. Que si el Caracazo marcó el fin de la Venezuela
saudita porque significó el día en que los cerros bajaron. Que si las compras
nerviosas arreciaban porque se preparaba otro alzamiento popular. Que ahora va
a venir la gente de los barrios no sólo a desvalijar sino también a violar a
toda la gente blanca y catira de las urbanizaciones caraqueñas. Y las bolas
iban y venían.
No pudiendo permanecer inactiva, liquidé
mis existencias en un santiamén y le encargué a Fedora, en Miami, tres barcos
más, considerando la precariedad en los suministros y el pánico desatado en Caracas por el sacudón.
La gente gastaba lo que no tenía para llenar la despensa. Durante varios días,
las colas en los mercados y en los abastos reflejaron el temor de los
caraqueños a pasar hambre. Ornela, haciendo de tripas corazón, cuadruplicó (en
un tris) sus ventas. Resultó, a la postre, un buen antídoto para el latazo que
recibí en la frente y el chichón que oculté tras una pollina por más de una
semana.
Algo había cambiado. Ya “Bicho Loco” no
era el reverenciado gurú de las vacas gordas. La sargentería del partido,
incapaz de apreciar la labor de largo aliento que se pretendía acometer, empezó
a torpedear las iniciativas del gobierno. Era evidente que el presidente se
disponía a modificar profundamente la estructura paternalista, hipertrofiada y
dadivosa del estado petrolero. Se imponía la modernización a ultranza. Aun
cuando no soy ducha en los intrincados y áridos campamentos de la
macroeconomía, entendí a la perfección la estrategia última: actualizar el
funcionamiento de la administración, reduciéndola de tamaño y adecuándola a las
necesidades de una globalización creciente. Era menester, entonces, privatizar
las empresas estatales improductivas, grandes alimentadoras de un déficit
convertido en un monstruo de un millón de cabezas. Había que deshacer el nudo
gordiano de un aparato estatal pantagruélico transformado (por obra y gracia
del clientelismo) en el máximo empleador, en el supremo contratista y en el
dionisíaco dispensador de prebendas y discrecionalidades. Los jóvenes
tecnócratas (llegados al poder de la mano del hiperkinético presidente)
lograron convencernos de trocar nuestro destino de país monoexportador por un
futuro de comunidad productora y productiva, insertada en un marco evolutivo
donde se aprovechasen a cabalidad nuestras ventajas comparativas. De esta
forma, “Bicho Loco” daba el triple salto mortal desde su antiguo trapecio de
populista socialdemócrata hasta el trampolín aperturista y neoliberal.
Por supuesto, tal metamorfosis acrecentó
el vocinglerío de una oposición anclada en las viejas formas de concebir el
estado. La voz cantante la llevó el amortajado ex presidente copeyano, quien no
perdía la ocasión para enrostrarle al primer mandatario su inconsistencia entre
lo que ofreció en la campaña electoral y las políticas que se llevaban a
efecto. Los partidos de izquierda clamaban cada vez que se solicitaba al
congreso el permiso correspondiente para vender alguna de las requetequebradas
empresas públicas: “¡Traición a la patria! ¡Están mancillando la soberanía
nacional!” Valentín Vergara denunciaba a diestra y siniestra los negociados,
verdaderos o inventados, donde se desangraba dolosamente el patrimonio
colectivo. Mi nombre comenzó a ser cita, casi obligada, en las numerosas
columnas que publicaba en varios diarios capitalinos. Incluso llegó a mencionar
que Ornela Pérez Pirrone era la socia, la testaferra y la mujer de paja de Alecia, amante del presidente y
campeona obligada del chanchullo y la trapisonda. En cierto momento, saturada
por el aluvión de denuncias, me vi tentada a entablarle una querella judicial.
Se lo mencioné a Javier, una noche en su apartamento.
¾Zi
lo demándaz lo conviértez en víctima. Y ezo ez, prezizamente, lo que él anda buscando.
¾¿Y
me voy a quedar, entonces, de brazos cruzados?
Javier no me respondió enseguida. Se
alisó su batín de seda y saboreó un kalúa.
¾Ya
zé. Me acabo de acordar. ¿Tú conózez a Verónica del Trigal, la gran doña de la high caraqueña? ¾Javier
notó mi gesto dubitativo y prosiguió¾ Bueno, el cazo ez que la única forma
como pudo quitarze de enzima a Valentín, en una ocazión en que zu zegundo o
tercer marido intentó pazar un lote de Ferraris zin pagar mucho aranzel, fue
comprándole únaz pintúraz a Lucky.
¾¿Quién
es Lucky?
¾La
mujer de Valentín.
¾¿Y
qué tal son esas pinturas?
¾Zon
únoz liénzoz enórmez (nunca pinta nada chiquito), donde jamaz faltan únaz
flórez en colórez eztrambóticoz y únaz vírgenez defórmez y zúper infládaz,
ziempre zobre un fondo de follájez formádoz por aglomeraziónez de carítaz de
bebez zobre capúlloz.
¾Variaciones
sobre el mismo tema ¾comenté.
¾Ziempre
pinta lo mizmo.
¾Es
como las teleculebras: repetición de una misma historia, hasta el infinito,
variando los decorados y los rostros pero, en el fondo, la misma miasma.
¾Eczacto.
Yo la llamo, para miz adéntroz por zupuezto, la Fernanda Botero de laz ártez
plázticaz nazionález. Y, ¡ay de quien ze meta con ella! Te conzíguez a Valentín
de frente, el adalid de la izquierda venezolana, el zumo pontífize de la
denunzia, la impoluta veztal de la honradez, el hombre que no tiene prezio…
¾Pero
si le compro unos cuadros a la susodicha me despojo del sambenito.
¾Déjame
llamar a Verónica del Trigal para que te ponga en contacto con Lucky.
Dicho y hecho. A través de la amiga de
Javier, adquirí cinco horrendas pinturas de vírgenes amorfas cobijadas por unos
encerados de flores paquidérmicas arrimadas, a su vez, a unos follajes
puntillistas atomizados en una infinidad transoceánica de caritas de recién
nacidos sobre hojuelas de pálidas rosas. La gracia me salió en treinta mil
dólares. Valentín refería mi nombre, una vez sí otra vez no, hasta que, al cabo
de un mes, enfiló sus baterías contra Alecia, sin Ornela de por medio.
¾¿Por
qué Alecia no le compra unas pinturas a Lucky y así se quita, de una vez por todas,
a Vergara de encima? ¾le
pregunté, en otra ocasión, a Javier.
¾Mijita,
zi Alezia junta tódoz loz cuádroz de Lucky que pozee ya tendría un muzeo. Lo
que paza es que Valentín ze la tiene jurada a nueztro prezidente dezde que a un
zobrino zuyo lo mató la polizía política, en un enfrentamiento con la guerrilla
urbana en loz áñoz zezenta, cuando “Bicho Loco” era miniztro del Interior.
¾¿Pero
el tipo era guerrillero?
¾Zí.
¾¿Y
le metía al terrorismo también, verdad?
¾Mmmjú.
¾Entonces
murió en su ley.
¾¿Cómo
le eczplícaz tú ezo a Valentín? Para él loz guerrilléroz fueron únoz mártirez inmaculádoz,
únoz zanmiguélez arcángelez, únoz heróicoz luchádorez por la juztizia y la
igualdad. Y, por zupuezto, tódoz loz contrárioz eran loz demónioz encarnádoz,
la reprezentazión del mal y, por ende, del capitalizmo y del entreguizmo
neocolonial. Total, tú zábez cómo zon loz ñángaraz. Olvidémonoz de eze azunto.
Ya le comprazte loz adefézioz a Lucky y Valentín Vergara te va a dejar
tranquila… por ahora.
Continué con mis operaciones a un ritmo
afiebrado. Importábamos contenedores tras contenedores de víveres y vituallas.
No nos dábamos abasto. Valentín Vergara peroraba a diestra y siniestra la
supuesta corrupción del régimen, los pasados desmanes de Fedora, los opíparos
negocios de Alecia, el tren de vida descocado del “Bicho Loco McGraw” y su
corte, pero a Ornela Pérez Pirrone no la volvió a mencionar.
Las medidas económicas habían resultado
una píldora dura de tragar, pero sus resultados comenzaban a dar frutos.
Llegaban inversionistas de todas partes del mundo buscando oportunidades de
negocios en la Venezuela del gran viraje, donde se había resuelto, por todas
las apariencias, la fallida experiencia latinoamericana del estatismo
asfixiante.
Pero los dolientes del antiguo régimen de
privilegios y proteccionismo no cesaban en sus amargas críticas. Los primeros
denuestos provenían del partido socialdemócrata, supuestamente el sostén
político del gobierno bicholoquiano. Hasta mi suegro, el doctor Rovira, marcó
distancia públicamente. El hiperkinético presidente hacía caso omiso del alud
de dardos verbales y de acusaciones de corrupción, sin parar de hablar y de
montarse en aviones y helicópteros, siempre rumbo a algún punto distante del
globo terráqueo o de la geografía patria.
Armandito y Javier se enzarzaron en una
amarga pelea por la prevalencia en los desdoblados bastidores del poder. El
primero manipulaba sus contactos a todo nivel en el partido y su proyección
como líder joven y representante de las nuevas generaciones políticas ante la
opinión pública. Javier movió los hilos de su intimidad con el gran jefe indio
y su cada día menos indiscreta consorte. Armandito apeló a la sufrida y
abnegada primera dama, quien contaba con una excelente imagen ante la gente
dada la amplitud de sus obras filantrópicas y su estoicismo frente al notorio
adulterio del presidente. Javier se alió con Ronnie, el magnate mediático,
quien aspiraba a más y más concesiones de canales de TV, emisoras de radio,
periódicos, licencias de importación, financiamientos blandos y (últimamente)
pretendía también erigirse en primer suplidor de armamento para los militares.
Armandito me confesó, luego de una
olímpica sesión de desahogo sexual en la suite real de un hotel cinco
estrellas, que estaba en juego la jefatura del partido y la próxima candidatura
presidencial, a la cual él aspiraba. Yo le hice ver que, de acuerdo a lo
pactado en el pasado proceso con “Bicho Loco”, mi suegro había obtenido el
compromiso moral y la anuencia tácita de todas las tendencias y, por lo tanto,
debía ser el abanderado. Armandito me replicó, al tiempo que jugueteaba con mis
senos e introducía sus dedos en mi vulva, que en política no valían esos
contratos (ni siquiera pasándolos por notaría) y, mientras me penetraba y
comenzaba a bombear con denuedo, me aseguró que nada ni nadie le arrebataría la
nominación para la próxima justa electoral. Aun gozando de intensas oleadas de
cosquilleos generalizados, no pude dejar de calcular mis próximos movimientos
para seguir sacándole el mayor provecho al asunto. Entre gemido y gemido
pensaba: “Gana mi suegro, sigo en la jugada. Gana Armandito, permanezco en play. Gana la oposición con Lizarraga,
continúo figurando. Coño, Ornelita, no hay forma ni manera de que pierdas”.
A los pocos días me reuní con Javier en
su dúplex de Valle Arriba.
¾Perdí,
manita.
Hice gesto de extrañeza.
¾Me
mandan para Miami de vizecónzul.
Me quedé de una pieza.
¾Armandito
ze zalió con la zuya. El prezidente me dize que ez lo mejor por loz moméntoz.
También le dio orden a Alezia de alejarze por un tiempo. Pareze zer que la gota
que derramó el vazo fue que la zuzodicha pretendió calentarle la oreja al
hombre con únoz nombramiéntoz militárez, la coza ze zupo y múchoz generález
eztán que echan chízpaz. Azí que la orden ez clara y tajante: Alezia para Nueva
York, yo para Miami y Armandito ze queda aquí, dueño de la zituazión y amanzando
a loz caimánez del partido. El muy zuzio no zólo ze zalió con la zuya en todo
ezto, zino que también me hizo perder únoz emoluméntoz que penzaba ganarme con
Ronnie.
¾¿Qué
pasó con Ronnie? ¾pregunté.
¾Dezeaba
únoz contrátoz para vendérlez tánquez y lánchaz a la milizia, pero Armandito ze
enteró de mi alianza con él y, ni corto ni perezozo, ze encompinchó con Óscar
Zavala (aunque él cree que yo no lo zé) y noz tumbaron el negozio. Ronnie eztá
que zi lo córtaz no echa zangre por laz vénaz porque tuvo conozimiento de que,
al parezer y por mediazión de Armandito, a Zavala también le van a otorgar una
conzezión para un canal de televizión. Y, de pazo, el muy zángano de Ronnie
ahora no me quiere reconozer lo que me debe por miz geztiónez Miéntraz maz ricáchonez, maz pichírrez y
pezetéroz.
¾Ese
Ronnie se las da de pulpo y quiere acaparar demasiado poder.
¾Y
para maz ñapa, ahora el tipo ez enemigo del gobierno. Coza que no le conviene
para nada al "Bicho Loco". Tremenda metida de pata. El canal de
Ronnie ez el que tiene maz alta zintonía, zobre todo por laz novélaz de Horazio
Quintín Zúñiga, y ahora el gobierno lo que va a llevar ez plomo gruezo. Ez maz,
hazta Benny ze eztá preztando para la jugada porque en zuz prográmaz no haze
zino burlarze abierta y dezcaradamente del prezidente. ¿Zabez cuál ez la última
que zacó?
¾No.
Dime a ver.
¾”Bicho
Loco” eztá debajo de una mata de mango. Un pájaro, pozado en una rama, ze haze
pupú y el zuzio le cae en la calva. Él ze palpa, ve la caca en zuz dédoz y
eczclama: “¡Qué tochada, ze me rompió el zerebro!”
¾Qué
chiste tan malo ¾dije,
riéndome para mis adentros y pensando en mi loco e inquieto judío errante.
¾Puez
ézaz cózaz, poco a poco, van calando y erozionando la baze de zuztentazión del
gobierno. Ez maz, me atrevo a dezir, conoziéndolo como lo conozco, que Ronnie
ze ha pazado por completo a la opozizión. Y no ez un enemigo fázil de
despreziar. “Bicho Loco” no ze da cuenta que le eztán zerruchando laz pátaz.
¾¿Y
Benny también está en la oposición?
Javier se sonrojó. “Coye”, pensé, “¿qué
tiene Benny que a todos nos turba?”
¾Eze
lo que eztá ez loco de remate. Pero, a fin de cuéntaz, ¿quién no eztá mal de la
chaveta en ezte mundo de vízperaz de milenio? Vámoz a tomárnoz un kalúa, Orne,
y a olvidárnoz, ziquiera por un rato, de ezta avalancha de mierda que ze noz
viene enzima.
El traslado de Javier como vicecónsul en
Miami nos favoreció en nuestras operaciones de importación de alimentos. Los
trámites se aligeraron ostensiblemente. Es cierto que se perdía un importante
contacto en las interioridades del palacio presidencial. Pero lo compensé
incrementando mis encontronazos eróticos con Armandito, quien (con todo y sus
ínfulas de playboy) se prendaba más y
más de mí.
En lo que sí tenía razón Javier fue en la
reciedumbre asentada que adoptó la oposición al pasarse Ronnie, con todos sus
bártulos mediáticos, al campo de los enemigos abiertos y declarados del
régimen. Las novelas de Horacio Quintín Zúñiga mutaron sus sagas: las historias
de mujeres en la búsqueda de su identidad e independencia como seres autónomos
y pensantes devinieron en frescos de una sociedad donde permeaba la corrupción,
desde los estratos más encumbrados del valle caraqueño hasta los ranchos más
encaramados de los empobrecidos cerros que ciñen la metrópoli. En una de ellas,
titulada “Los senderos del paraíso”, la protagonista, de nombre Flora Toscana
(inspirada, según LauraÉ, en un personaje operático) era el objeto de las
pasiones y vaivenes hormonales de varios chupasangres enchufados en la gran
movida de los negociados y el cohecho, hasta que irrumpe en escena el buenmozo
vengador Édinson Vicario, surgido de las entrañas de las barriadas populares a
la cabeza de una insurrección muy parecida al Caracazo; se adueña del corazón
de la protagonista, cae preso y aprovecha la reclusión para cultivarse (ahora
la cosa venía por los lados del Conde de Montecristo, me clarificaba LauraÉ);
de seguidas, el apuesto Édinson Vicario rescata a Flora Toscana de las garras
del envilecido doctor Escobedo Gracián, gran capitoste de las cúpulas podridas
y, eventualmente, Édinson y Flora terminan haciéndose dueños de la situación, a
pesar de los arteros arponazos que les dirigen las fuerzas oscuras que se
enfrentan no solo contra el amor entre nuestros héroes sino también contra las
energías redentoras del pueblo, representadas en este caso por la romántica
parejita y bla-bla-blá. Para colmo, mi hermana era la productora ejecutiva,
vale decir, jefa indiscutida, gran gerente corporativa y santa patrona del
programa de marras, hito incólume en la historia de las teleboas venezolanas.
Lástima que el susodicho culebrón (a pesar del rompimiento de todos los récords
locales de medición de audiencia) no gustó afuera. Ergo, no se vendió ni en
España, ni en México, ni en Singapur. Mucho sabor localista, alegaron los
clientes foráneos, al tiempo que pedían varias gruesas extras de las culebras
tradicionales con su carga lacrimógena de mucamas preñadas por el galán
preciosón y ricachón de turno, amén de las tarántulas perversas y las pérfidas
contrafiguras de rigor. De todo hay en la viña del Señor. Y para colmo de los
colmos (¡y esto sí era el colmo!), LauraÉ le hizo dar un papel a Benny como el
fiel escudero, el infaltable Sancho Panza, el nada enmudecido Bernardo de un
desenmascarado Zorro, el neoPancho del neoCisco Kid, el muy ocurrente
acompañante y pupilo del muy heroico y popular Édinson Vicario. Total, que con
el cacumen de Horacio Quintín Zúñiga, más las muy logradas actuaciones de los
artistas que interpretaban a Flora, Édinson y el doctor Escobedo Gracián, más
la producción ejecutiva de LauraÉ y el debut histriónico de Benny, “Los
senderos del paraíso” se había convertido en el hit de la década. Y le
producía un daño terrible, en el ánimo de la percepción pública, al gobierno
del “Bicho Loco McGraw”.
Benny me escribía unas cartas que me
erizaban toda la epidermis. Yo las guardaba en un cajoncito secreto, al fondo
de mi cómoda, junto con otros objetos que ese ufano loco me enviaba: muñequitos
de barro, prendedores de insólitas formas, camafeos esmaltados, cajitas para
guardar los aretes, peluches con forma de gremlins
y jedis. Pero eran sobre todo sus
palabras encendidas de una oscuridad delirante las que me hacían pensar en él
con el ensueño de una pasión enloquecida que no podía ser. Muchas veces me
despertaba en medio de la noche, me salía subrepticiamente de la cama para no
interrumpir los ronquidos de Arnaldo, me encerraba en el baño a leer con manos
temblorosas y la vista gelatinosa que me hacía desteñir las letras sobre el
papel en una danza misteriosa disfrazando sus palabras de una fiebre selvática,
y en más de una ocasión me descubrí besando los trozos de albahaca y las
colecciones de tiza líquida que eran su rúbrica. Me pasaba luego el día sumida
en un frenesí lampiño y con una inquietud en barrena hasta que, no pudiendo
contenerlo más, lo llamaba, nos citábamos en un motel de la Panamericana, en su
apartamento de La Florida, en un hotel gringo del litoral, en la Colonia Tovar,
y hacíamos un amor hematúrico, agónico, pleno de rasguños y gestos primarios,
con la textura indulgente de todas las drogas adictivas, con la locura
agujereada de la heroína, el crack,
el perico, la marihuana, el peyote y los quaaludes.
Y colmada ya, por el instante, mi apetito de insania, huía de él diciéndole una
y mil veces, para zaherirlo y zarandearlo en su placidez hedonística: “Yo
también te quiero, Benny, pero no puedo enamorarme, ni de ti ni de nadie. Soy
incapaz de enamorarme. Nuestros mundos son divergentes, Benny. Nunca podré
amarte con la magnitud con que tú me amas, Benny. ¿Podrás perdonarme algún día
por ser tan brutalmente sincera contigo, Benny? Contéstame, Benny, no te quedes
callado, viéndome así con esa mirada que lo dice todo y a la vez no dice nada.
Me marcho, Benny. No sé si te volveré a llamar”. Y me iba, sin mirar atrás. Y
me prohibía pensar en él, concentrándome en mi trabajo gerencial, en mis
operaciones comerciales tanto con la administración pública como con diversas
cadenas de supermercados y distribuidoras de víveres y alimentos, y los
préstamos y los pagarés, y el precio de los bienes básicos, y los vaivenes
monetarios, y Fedora llamándome para que agilizara las cartas de crédito y los
papeleos de importación, y Javier llamándome para datearme con nuevas
oportunidades de negocios de las que se enteraba por sus conexiones en el
consulado y el alto gobierno, y Arnaldo llamándome para que viniera a firmar
los documentos de la casa que íbamos a construir en Catia La Mar muy cerca de
la del doctor Rovira y la señora Bolivia, y Armandito llamándome para hacer el
amor a hurtadillas y contarme todas las jugadas del ajedrez chimbo en que se
dividían las ambiciones desmedidas de todos los participantes en toda la
comedia del poder, y mi mamá cada día más enferma pero soportando con entereza
el cangrejo que se la estaba comiendo por dentro, y Pedro Pablo creciendo cada
día más hermoso y adorable, y LauraÉ metida de cabeza en su canal de televisión
y en su novela que a la chita callando estaba socavando cada día más las bases
del régimen bicholoquiano aun cuando la procesión viniera por dentro, y Benny,
y Benny, y Benny, Benny, Benny, escribiéndome esas cartas enloquecidas, esas
sifrinas comedias donde me criticaba veladamente por mi doble vida, por mi
doble cara, mi doble cruz, pero es que mi corazón es tuyo, Benny, y, no
obstante, el resto de Ornela no te pertenece, Benny, porque el resto de Ornela
es ancho y ajeno, y no es de nadie, Benny. Si sucumbo ante ti me voy a volver
loca. Y mi naturaleza no es la locura, Benny, tú lo sabes bien. Mi sino es tener
la cabeza bien puesta sobre los hombros y tener el control de las cosas. Y, sin
embargo, te amo, Benny, pero no puedo decírtelo abiertamente y espero que lo
comprendas. Y nos seguimos llamando en las cenagosas madrugadas, regresando yo
de alguna cena en algún exclusivo club con algunos cocteles de más y la locuacidad pugnando por salirse de mi
pecho, luego de haberme contenido y sumergido en largas conversaciones con
siluetas borrosas y homogéneas acerca de las intrigas del poder y los nuevos
ángulos que se materializan por doquier para ganar más y más dinero, y al
llegar a mi casa, luego de verificar que mi mamá prosigue estacionaria,
muriéndoseme de a poquito (cada día una molécula más de ella se me escurre
entre los dedos), es entonces (y solo
entonces) cuando marco tu número, o aguardo aprensiva a que tú marques el mío,
y contesto presurosa: “Estoy pensando en ti”, para no decirte abiertamente que
te quiero porque no puedo decírtelo, porque es el último resguardo de mi
cordura, porque soy hiperracional, porque no puedo dejarme arrastrar entre tus
campos de locura empaquetados y encalados con aletas de ventrílocuo, porque soy
toda control y eficiencia corporativa, y tú respondes al alimón: “I’m thinking about you, sweet little thing”,
con tu voz deconstruida en los jugueteos náufragos, y arrancas a decirme
insensateces: “I’ve got a hard on, sweetie,
every time I talk to you, every time I hear your voice”, y yo, “¿Qué
sandeces me estás diciendo, Benny?”, y entonces traduces, que tienes unas
erecciones bestiales y parece que tu cosa va a estallar como un plumero
multicolor, Chancleto tú le dices, y agregas que no puedes aguantarte más, que
te la estás frotando, y hablas con un tono de desahogo, y yo te respondo con mi
cordura de incólume mármol: “Deja las cochinadas, Benny”, pero en realidad
estoy mojada, estoy goteando, soy un torrente desbordado, y te digo: “No sigas,
Benny, que hoy estoy ovulando y cuando estoy ovulando paso el día de un humor
de perros”, e intento contarte las mil y una peripecias que he sobrellevado
durante el día, que si el cheque que no sale, que si me devolvieron la
valuación y la cobranza se ha retrasado, que si la diligencia en el Patronato
Institucional de Alimentación, pero tú sigues tallándote a Chancleto y
diciéndome que quieres besarme el cuello y pellizcarme los pezones, y yo
pellizco mis pezones por ti y acaricio mi punto incandescente por ti y (a duras
penas) logro dominar mi voz para que no traslucir que estoy a punto de tener un
orgasmo, hasta que me callo y te dejo hablar y te dejo que me cuentes todo lo
que me harías si estuviéramos los dos tendidos en una manta, desnudos los dos,
en una playa desierta, en Los Roques, en La Orchila, en Punta Cana, bajo un
cielo ahíto de estrellas polares, desnudos los dos, mis piernas aprisionándote
la cintura, Chancleto entrando y saliendo, lentamente, húmedamente, desnudos
los dos, y tú recitándome palabritas de amor al oído, poemas de amor al oído,
me amas que no puedes más, me quieres arrechísimamente, y yo acabo mil veces,
me erizo toda, y yo recuerdo tus manos, tus labios, tus ojos, tu respiración,
tus brazos… y vuelvo a tus manos, hurgando en mis pliegues encendidos… y yo
cual arrobada planta absorbiendo la magnificencia del placer de vida que la luz
le da, y recuerdo tu avidez, tu necesidad, tu urgencia que luego devino a calma
y luego a prontitud, y luego a dejadez, y luego tu maniobra sentida y aprehendida,
y luego tu reacción al encontrarte con eso que no habías aprendido; pero no lo
recuerdo todo, estoy desvariando como sólo tú me haces desvariar, Benny, y
cierro los ojos y me doy a sentir y no puedo explicarlo más y, en un último
rasgo de lucidez, tapo la bocina para que no oigas mis mmmmmmmm y aaaaaaaahhhh,
y nunca sepas el poder que ejerces sobre mí. Y cuando ya he acabado y cuando
percibo, por el tono plácido y somnoliento de tu voz que tú también has
llegado, te corto tajantemente, te dejo, me voy, resguardo mi compostura vital
diciéndote que estás loco de atar, y tú me amenazas con hacerme el amor sin
respiro y sin dobleces la próxima vez que nos veamos y yo te respondo:
“Veremos”, con un tono de voz que quiere ser glacial para castigarte por tus
aberraciones de sexo telefónico, pero lo que pasa, Benny, y te lo repito por
última vez, es que mi amor por ti solo lo debes a ti mismo y a lo que has hecho
que yo sea cuando estoy contigo, y perderte ahora para mí nunca será una
pérdida, pues si algún día eso llega a suceder, nunca será de tal manera pues
cada minuto hablado, sentido, vivido junto a ti, es ganancia. Te amo, Benny. Pero
nunca te lo voy a decir. Nunca lo sabrás. Nunca lo entenderás.
Voy a Miami y regreso a Caracas “n”
veces. Hoy estoy en Puerto Ayacucho, mañana en Coro, pasado mañana en Puerto
Ordaz, el fin de semana en Catia La Mar o en Puerto Azul con los Rovira. Por
todos lados prodigo sonrisas, frases amables, el último chiste, abrazos y
besos. Diríase que soy la reina de esta tremenda fiesta. Todos tienen que ver
conmigo. Fedora me comunica que siente nostalgia por las arepas gochas y las
piscas andinas. No puede volver a Venezuela sin arriesgar un auto de detención.
Valentín Vergara denuncia todas las semanas un nuevo escándalo contra ella, sin
olvidar a Alecia, y haciendo los inevitables puntos de comparación entre ambas
y las amantes de los reyes de Francia que, eventualmente (pontifica
didácticamente), con su permisividad y corruptela, precipitaron el terror
guillotinesco de la Revolución y de Robespierre. El rubicundo heredero Ronnie
coloca su madeja de televisoras, radioemisoras y periódicos en franca confrontación
con el gobierno. Mientras tanto, Óscar Zavala, para no quedarse atrás, se da el
tupé de concederle a Valentín, en su nueva cadena llamada Tele-Tevé, un par de
horas semanales. En uno de sus programas dominicales, en medio de la
escenografía querubínica diseñada por Lucky, el infatigable periodista destapa
la olla de un traslado de dólares de la partida secreta de la seguridad del
estado dizque para financiar una operación de asesoría policial en
Centroamérica, pero dejando entrever que los dineros han sido desviados para
provecho personal. No la nombra, pero en el aire permanece el nombre de Alecia
y su ostentoso tren de vida neoyorquino. Enseña a la cámara copias fotostáticas
de cheques de gerencia, comprobantes de compras de divisas, pasaportes de supuestos
agentes antisubversivos venezolanos actuando contra la insurrección
izquierdista en El Salvador y a favor de la contrainsurgencia nicaragüense.
Acicateados por este cúmulo de evidencias, un grupo de parlamentarios de
extrema izquierda solicita, ante la corte suprema, la apertura de una
investigación judicial (un antejuicio de mérito, en el argot de nuestro
inquisitorial sistema penal) contra el presidente de la república. La prensa
internacional se hace eco del escándalo, pues no hace mucho se ha destituido en
Brasil a un presidente por un asunto similar. El Watergate latinoamericano, o
Latingate, lo llaman.
Me encuentro a Javier muy azorado en
Miami.
¾Manita,
qué metida de pata tan grande. Eztámoz cundídoz de ezpíaz. Ez la mizma gente
del partido, encrezpádoz porque “Bicho Loco” no loz toma en cuenta para nada,
quiénez lez eztán pazando toda eza informazión a Valentín, a Ronnie y a tódoz
nuéztroz enemígoz políticoz. Ezo ez lo que yo llamo ezcupir para arriba. Y el
prezidente no haze cazo a laz recomendaziónez que le hazémoz quiénez zí eztámoz
conziéntez de la zituazión. Eze avizpero eztá zumamente alborotado. Hazta el
FBI noz eztá inveztigando.
¾¿El
FBI? ¿Qué tienen que ver ellos con nosotros? ¾Pregunté,
sorbiendo un poco de piña colada bajo un toldo de un local art deco frente a los
arenales de Miami Beach.
¾Coño,
que ya no puédez traerte únoz zentavítoz de Venezuela porque creen que zon
producto del narcotráfico y de ótraz operaziónez nada zantificádaz. Azí que lo
mejor ez abrir únaz cuéntaz en Zuiza o en loz paraízoz fizcález que pululan en
tódaz éztaz izlítaz que hay por aquí zerca de Florida. Por zupuezto, nada de
ezto lo podrémoz converzar maz nunca por teléfono, porque tódaz laz líneaz,
abzolutamente tódaz laz líneaz eztán intervenídaz, manita.
¾¿Y
para qué carrizo van a espiar mis conversaciones telefónicas? Yo lo que soy es
una mujer de negocios.
¾No
zéaz ingenua, Orne. Hoy en día, a todo aquel que ez alguien en Venezuela le
tienen montada una vigilanzia de zuz converzaziónez por teléfono. Y maz a ti,
mi reina, por tuz contáctoz con el actual gobierno… y con el anterior. Ya
Valentín te nombró una vez y, zi ze le da la ocazión, te vuelve a zacar tódoz
loz detállez de tódoz tuz azúntoz. Y ni que le cómprez zien pinturítaz a Lucky
te va a dejar tranquila. Loz tiburónez eztán oliendo zangre y ze van a lanzar a
dentellázoz contra zu preza. ¿Y “Bicho Loco”? Bien gráziaz, viajando por todo
el mundo, creyéndoze el gran cacao terzermundizta y el rancho cogiendo candela.
Ezte gobierno ze volvió un relajo. Hazta la misma Alezia lo dize, en zu eczilio
dorado de Nueva York.
¾Yo
no veo la cosa tan tormentosa como tú la estás pintando, Javier ¾repliqué,
observando, a través de mis gafas oscuras, a los bronceados apolos que hacían
piruetas con sus patinetas sobre la
amplia calzada que bordeaba la extensa playa mayamera.
¾Mijita,
cuando el río Guaire zuena ez porque arraztra inménzoz peñónez de mierda. Ezto
va a terminar mal, muy mal. Hazta loz gríngoz le eztán cogiendo idea a “Bicho
Loco”. Dizen que la corrupzión lo está ahogando. Y zi lo enjuizian, con todo el
prozezo de ley, élloz ze lavan laz mánoz como Ponzio el Piloto. Y nozótroz a
agarrar nueztro cuchuchaz y a olvidárnoz de regrezar a Venezuela por un tiempo
largo, porque quiénez agarren el coroto noz van a arropar con el cuento de que
zómoz únoz ladrónez, únoz zaqueadórez, y ezte joven que eztá aquí no quiere
conozer una inmunda y hazinada cárzel venezolana pero ni de vizita. Y tú
también eztaz en la mira, azí que mejor ez ir tomando precauziónez. Por zierto,
Orne, gráziaz por loz últimoz veinte mil dólarez que me mandazte. Ezpero que mi
informazión te haya caído de pérlaz y ezpero, también, poder zeguir colaborando
contigo hasta que Armandito termine de zacarme del conzulado, porque me la
tiene jurada.
En efecto, a los pocos días nos enteramos
de la destitución de Javier. Ni aun apelando a los buenos oficios de Alecia, su
íntima amiga, pudo conservar el cargo.
¾Mijita,
el problema conzizte en que Alezia ze ha enterado de la conchupanzia entre nozótroz
doz y, honeztidad por delante, tú le cáez como un trozo de plomo.
¾Pero
bueno, ¿qué le he hecho yo a ella para que me tenga tanta ojeriza? ¾pregunté,
en la casa de Javier en Cayo Hueso, a la orilla de la piscina, sin dejar de
notar, de reojo, cómo mi anfitrión deglutía con los ojos las fibrosas formas de
un dorado efebo a quien había contratado para hacerle mantenimiento a la
piscina.
¾Zabrán
dioz y zuz zecuázez. A lo mejor tu encompinchamiento con Fedora o tuz arrejúntez
con Armandito tienen algo que ver. Lo zierto ez que la doña te detezta
cordialmente. Y maz ahora que zu influenzia en el área gubernamental ha
dizminuido…
¾¿Y
eso?
¾Puez
que “Bicho Loco” la conminó a quedarze en Nueva York, dedicada eczcluzivamente
a la crianza de laz níñaz.
¾¿Y
cómo hace para mantenerse?
¾Alezia
ez una mujer de múchoz recúrzoz. Cómo zerá de hábil que hazta Ronnie y Ózcar
Zavala, azérrimoz rivález en loz negózioz, concuerdan en zubvenzionarla. Me
conzta porque lo he vizto. Zi por ella fuera (y conoziendo zu don de géntez,
algo en lo cual uztédez doz zon muy parezídaz), todo el mundo en Venezuela
caería poztrado a zuz piez. El problema ez que aquello ze ha embochinchado
terriblemente. Desde el Caracazo, tódoz le han vizto la oreja blanca a “Bicho
Loco”. El partido, inztigado por Armandito y tu zuegro, pareze un potro
zimarrón que no le haze cazo a laz riéndaz. Loz médioz cazi tódoz eztán
adverzándolo. Zaca el balanze de loz enemígoz que ze ha echado enzima, por zu
teztarudez, y veraz que la zituazión no la pintan calva: Ronnie y prácticamente
tódoz loz canález de televizión, “El Razional” encabezando el pelotón y
prácticamente toda la prenza ezcrita, Valentín Vergara y tras de él
prácticamente tódoz loz columníztaz y forjadórez de opinión en Venezuela, Úzlar
Pietri y prácticamente tódoz loz notáblez piden la renunzia de la corte zuprema
en pleno, hay pozibilidádez de que le abran un juizio al prezidente por loz
dólarez que ze mandaron a Zentroamérica, loz militárez eztán moléztoz por laz
intromiziónez de Alezia en loz nombramiéntoz de loz áltoz mándoz, tódoz loz
díaz “El Razional” revienta un ezcándalo de corrupzión: zobreprezio en la
compra de mizílez para la marina, adquizizión de armaméntoz defectuózoz…
Carajo, ¿adónde vamoz a parar?
Introduje mi pie dentro del agua de la
piscina. Me provocaba un chapuzón.
¾Debe
existir alguna manera de cerrarles el pico. No sé, pero, a lo mejor, deberían
cortarles la publicidad gubernamental o algo por el estilo. Durante el gobierno
pasado, cuando a alguien de la prensa se le ocurría alumbrar a Fedora con una
luz someramente desfavorable, el doctor Lizarraga movía algunos ocultos hilos,
qué sé yo, mediante el otorgamiento o no de dólares preferenciales para la
importación de papel, o amenazas veladas por parte de la Disip e,
inmediatamente, cesaban las críticas y resurgían las loas. ¿Por qué no hace
algo semejante el presidente?
¾¿Con
la economía abierta donde todo el mundo adquiere loz dólarez a prezio de mercado
libre? Ezo ze acabó, Orne. Ez lo malo del neoliberalizmo. Tiénez que zeder en
loz contrólez y, a la vez, ze abren laz compuértaz para ezte dezbarajuzte. A
ezo agrégale que “Bicho Loco” ziempre ze laz ha dado de demócrata a carta
cabal. Ez un coriázeo, como dizen loz franzézez. O maz bien, diría yo, ez como
el río Guaire (volviéndolo a nombrar): miéntraz maz mierda le echan, maz ze
creze. Eztá en zu elemento, puez. No zé qué vámoz a hazer. Ezto ze lo llevó
quien lo trajo. Ménoz mal que hémoz eztado tomando laz previziónez del cazo.
En eso arribó Fedora. Lucía un conjunto
estampado que realzaba el suave bronceado que, desde que se había radicado en
Miami, no abandonaba su tez. Incluso, se podía afirmar que había rejuvenecido.
Sus labios destacaban una pintura de tonalidad pastel que producía una
agradable armonía con el caramelo de sus ojos. La recibimos con evidentes
muestras de aprecio y compartimos con ella nuestras inquietudes.
¾Lizarraga
me ha comentado, muy a sotto voce,
que hay ruido de sables en los cuarteles.
¾No,
no creo, manita. Zi de algo ze han preocupado loz adécoz y copeyánoz ez en mantener
conténtoz a loz generález y a loz coronélez. Ez maz, loz mejórez contrátoz de
aprovizionamiento zon para élloz. Zino, que lo diga Orne.
¾Que
lo diga Ronnie, que está chingo por meterle la mano a la gallina de los huevos
de oro ¾aduje,
con media pierna dentro del agua.
Fedora nos prodigó una sonrisa atonal.
¾Cambiando
de tema, los voy a hacer partícipes de una primicia, solicitándoles, de antemano,
que no salga de estas cuatro paredes.
¾¿Y
cuál es ese secreto tan misterioso? ¾pregunté, con ambas pantorrillas
sumergidas.
¾Yo
zoy una tumba helada ¾aseguró
Javier, sorbiendo su rum punch y
atisbando, con el rabillo del ojo, al apolíneo limpiador de piscinas en su
labor de recolección de los aperos de su oficio y ya en franca retirada hacia
el cobertizo donde se guardaban las herramientas.
¾Lizarraga
y yo nos casamos el mes que viene. Y ustedes dos son los padrinos.
¾Felizitaziónez,
manita.
¾¿Te
lanzas al agua, entonces? ¾insistí.
¾Me
lanzo al agua… por fin ¾respondió
Fedora, pero la sonrisa de su boca no era replicada a cabalidad por la euforia
empañada de sus ojos.
¾Lánzate
al agua, puez ¾dijo
Javier y, sin más preámbulos, la empujó hacia la piscina. Fedora cayó de
platanazo y emergió muerta de la risa.
¾Chico,
mira lo que hiciste. Ahora estoy toda empapada.
¾A
ti también te toca lanzarte de chupulún, Orne ¾y,
dicho y hecho, el muy tunante me empujó con el pie. Caí de sopetón y tragué
agua, por reírme al tiempo que me zambullía.
¾Necio
¾
le dije¾.
¿Cómo hacemos con estas ropas mojadas?
¾Quítenzelaz
¾sugirió.
¾¿Y
nos vamos a quedar desnudas? ¾preguntó
Fedora, sin dejar de sonreír.
¾¿Cuál
ez el problema? ¾demandó,
a su vez, Javier.
¾Qué
riñones tienes tú ¾argumenté¾.
¿Y el chamo ese, el que viene a limpiar la piscina? Nos va a ver en cueros.
¾Ya
él ze marcha. Ze acabó su turno. Le pago zuz quinze dólarez y hazta la zemana
próczima.
¾¿Seguro?
¾interrogó
Fedora.
¾Como
que me llamo Javier Grimán. A ver, entónzez ¾e
hizo un gesto para que le entregásemos nuestras vestimentas.
Fedora se despojó de su conjunto. Hice de
tripas corazón y me quité lo que cargaba puesto. Ambas nos quedamos en
pantaleta y sostén. Fedora se conservaba en la línea, con todo su cuerpo muy
firme. Yo, en cambio, me sentía algo gorda por causa de la profusión de
cocteles y cenas de negocios, más la ausencia de actividad física.
Javier recogió nuestras indumentarias y
se dirigió hacia la parte de atrás de la casa, por los aledaños del cobertizo.
¾Ese
gran carajo le va a buscar pelea al catirito.
¾Qué
bandido ¾comenté¾,
nos va a dejar aquí, en la dulce espera.
¾Pues
qué tochada, esto me molesta ¾dijo
Fedora arrojando hacia la orilla sus prendas íntimas y lanzándose a nadar en
dirección opuesta. Yo también me deshice de mi sostén y mi panti, y la seguí,
nadando como un perrito.
Fedora se recostó lánguidamente contra el
dosel, irguiendo sus rosados y firmes pechos y apuntándolos hacia el azul
límpido del cielo de Febrero.
¾¿Qué
diría Benny en estos casos? ¾preguntó
con su voz de gata santurrona.
¾Alguna
barbaridad incomprensible en inglés ¾contesté mecánicamente, sintiendo una
vibración extraña muy adentro al evocar su figura gordezuela y sus aberraciones
y ociosidades de mitómano irredento.
Ambas nos reímos.
Nos miramos y advertí, sin querer
queriendo, la turbación y el sonrojo de Fedora.
“¡Coño!”, pensé, “Fedora también cayó”, y
la imagen de Benny adquirió, en el sótano de mis neuronas, una resolución de
cinematógrafo angelical. Mis pezones se hincharon.
Cerré los ojos y la tomé por el cuello.
La atraje hacia mí, la besé y sentí sus pechos frotarse con los míos. El agua
portaba una electricidad prepotente. Una sordina táctil zigzagueó dentro de mis
compuertas y mis dedos hurgaron sus recorridos y sus andamios y sus perillas
escondidas. Me embarazó una frescura arenosa y vertical, a la par que gemíamos
como dos tigresas incendiando cristales vespertinos. Tuve tres orgasmos
seguidos y la solté cuando su cuerpo se distendió luego de atisbar el señuelo
de una satisfacción evocadora de islas griegas y templos amazónicos.
Emergimos del agua sin atrevernos a intercambiar
miradas. Nos cubrimos con unas toallas playeras del tamaño de África y nos
encaminamos al interior de la casa. A través de las puertas corredizas de
cristales polarizados, observamos a
Javier y al efebo surgir desde el interior del cobertizo. Javier se abotonaba,
lo besaba en la boca y le entregaba un dinero. En ese momento, me acorraló una
ventisca de culpabilidad enjabonada. Fedora se encerró en un baño. Yo tampoco
deseaba cotejarla. Me sentía torpe, débil, reseca y aturdida, como si la tentación
se hubiera reclinado a posteriori, bajo un huracán de telarañas y escamas
disueltas en un silencio desconocido. Una brisa aplastada se colaba por las
rendijas de los vidrios entreabiertos. Javier hacía su entrada, y también
traslucía algo de azoramiento culposo, como si ignorásemos Fedora y yo su
inocultable condición. Al verme, dibujó en su rostro una sonrisa fenicia,
mezcla de picardía, complicidad y aturdimiento.
El pálido encantamiento sucumbió ante los
timbrazos de mi celular.
Era la enfermera. Se tomó la libertad, me
comunicó, de llamarme directamente (qué explicación tan innecesaria). La
respiración de mi mamá se hacía de más en más dificultosa. Presentaba,
asimismo, un cuadro de expectoración sanguinolenta. No quería tener entre sus
manos la posibilidad de una recaída. ¿La internaba en una clínica? Mi mamá se
oponía tercamente a que la trasladaran. “¿No llamó usted a mi hermana?”,
pregunté, olvidando (por causa de mi turbación) que LauraÉ, menos que nadie,
sería capaz de convencerla. Había tratado de localizarla en el canal, contestó
la enfermera, y le habían dicho que estaba supervisando la grabación de unos
exteriores en Fuerte Tiuna, pero le había dejado el mensaje en el
buscapersonas. “¿Usted cree que sea de gravedad?”, insistí neciamente (sino
para qué me habría llamado con tanta premura) y, sin aguardar respuesta, le
aseguré que de inmediato regresaba a Caracas. Javier había escuchado todo y se
ofreció a llevarme enseguida al aeropuerto. Fedora salió del baño, su aplomo
totalmente recuperado, y me aseguró que podía marcharme tranquila, que ella se
encargaría de la buena marcha de nuestros negocios en Miami, que me ocupara
primero de lo más urgente, la salud de mi mamá era prioritaria. Recogí unas
cuantas cosas como equipaje de mano y, llegando al terminal aéreo, sin mucha
espera, abordé el avión de Viasa que decolaba a final de la tarde.
Arnaldo me esperaba en Maiquetía. Eran
casi las diez y se observaba un revuelo desusado de militares en el aeropuerto.
Al parecer, el presidente venía llegando en ese mismo instante de Suiza, luego
de asistir a una de las tantas reuniones con dignatarios mundiales que copaban
la totalidad de su agenda.
¾No
veo la razón para tanta alharaca ¾afirmé.
¾Mmmmmm…
bien ¾respondió
mi prometido.
Nos pusimos en camino. Llamé a la
enfermera por el celular. Me aseguró que la condición de mi mamá ameritaba su
traslado a una clínica. Ciertas evasivas y eufemismos me hicieron comprender
que la situación no era color de rosas. La previne de mi pronta llegada para
que tuviera todo listo. No había tiempo que perder. Mientras trataba de ponerme
en contacto con LauraÉ para informarle de mis disposiciones, noté que numerosos
camiones rebosantes de infantes de marina y de la policía naval nos rebasaban,
a toda velocidad, por la empinada cuesta de la autopista.
¾¿Qué
estará pasando? ¿Por qué hay tantos militares en la vía?
Arnaldo no supo responderme.
En la propia Caracas proliferaban aún más
los vehículos castrenses y policiales por doquier. Algo extraño estaba
sucediendo. Mis temores de una repetición de la insurrección popular de hacía
tres años se incrementaron. Por lo menos no nos agarrarían otra vez
desprevenidos. Para curarme en salud, llamé a mi suegro. Me atendió la señora
Bolivia. Después de preguntarme por la condición de mi mamá, me informó que el
doctor se encontraba reunido en la fracción parlamentaria del partido y que su
voz le había sonado medio extraña cuando le había telefoneado, apenas media hora antes. Que cualquier cosa
de la que yo me enterara, por favor la pusiera sobre aviso. No me estaba
gustando la cosa.
Llegamos a mi casa. Ya la ambulancia
solicitada se encontraba en el sitio. Los paramédicos, con toda la eficiencia
del mundo por haber bregado tantas veces en incontables emergencias, bajaron a
mi mamá con sumo cuidado, la colocaron en una tienda de oxígeno en la parte de
atrás del vehículo y, de seguidas, partimos en dirección de la Clínica La
Casona, ubicada en las adyacencias de la residencia presidencial. Conminé a
Arnaldo a seguirnos lo más aproximado posible.
Al desembocar en la salida de la
autopista del Este que daba hacia la urbanización La Carlota nos detuvo un
grupo de soldados. Era un grupo de reclutas bisoños (ninguno sobrepasaría los
veinte años), tocados de boinas rojas y cada uno portando una cinta del mismo
color sobre el brazo izquierdo. Vestían uniformes de camuflaje y sus caras se
veían untadas de un pegoste oscuro, pareciéndose a aquellos cantantes de
películas de principios del cine sonoro que se hacían pasar por vocalistas de
color.
¾Está
prohibido el paso ¾nos
ladró el que parecía estar al mando de ese grupo, sin dejar de mirar
nerviosamente en dirección de la casa presidencial, desde donde se escuchaban
unos gritos ahogados por la brisa refrescada que descendía del Ávila.
¾¡Es
una emergencia! ¡Déjennos pasar! ¾exclamé yo, enervándome ante el obstáculo
imprevisto y percibiendo la creciente dificultad respiratoria de mi mamá
(parecía sumida en un sopor encrespado y su cara reflejaba una angustia
dopada).
¾Les
repito que no pueden pasar ¾el
tono de voz del militar cobró un tinte más autoritario.
Me hirvió la sangre.
¾¿Cómo
que no podemos? ¿Qué clase de energúmeno es usted? ¾grité
con rabia acumulada.
En eso se oyeron unos sonidos muy
semejantes al ruido producido por las botellas de champaña cuando las
descorchan mezclado con el retumbar de unos triquitraques navideños
amortiguados. Me aprestaba a descender de la ambulancia para encararme con los
soldados de la inoportuna alcabala, cuando uno de los paramédicos se aferró a
mi brazo, gritando:
¾¡Al
suelo todo el mundo! ¡Están disparando!
El infierno pareció haberse desatado de
repente. Un estruendo de detonaciones escurridas se apoderó del aire de la
noche. El chofer de la ambulancia metió retroceso y, haciendo chirriar los
cauchos, intentó retornar por la misma vía utilizada para entrar. El carro de
Arnaldo estaba muy cerca y lo chocamos de lado. El conductor maniobró
rápidamente. Avanzó un par de metros y volvió a retroceder con ímpetu. En esta
ocasión, sí evadimos el carro de mi novio. Yo me aferré a la camilla. Mi mamá
pareció despertar por un segundo y me miró como preguntándome qué demonios
venía a perturbarla en este instante de supremo sufrimiento en que, de
casualidad, podía respirar con tanto esfuerzo. Yo temía que el oxígeno se
desconectara. Los balazos seccionaban el abatimiento que invadía mis temerosas
anorexias ante la gravedad de mi madre. Apreté su mano. Atisbé, a través de la
ventanilla de la ambulancia, cómo el soldado que nos había detenido caía al
piso con un borbotón rojinegro que le manaba de la cabeza, como si la boina se
le hubiera transformado en una grotesca ciénaga de sangre y encéfalo. El chofer
encendió la sirena y salimos del lugar a mil por hora. A lo lejos, los disparos
arreciaban.
¾¡Menos
mal que fuiste policía y te enseñaron a manejar como un campeón de fórmula uno!
¾aseguró
el paramédico que fungía de copiloto, más pálido que una sábana de morgue.
¾Silencio
y comunícate por radio con la central a ver si nos consiguen permiso de acceso
en la Clínica Losada, que está cerca de aquí.
La respiración de mi mamá se hizo más
tenue. Cualquiera habría asegurado que dormía un plácido sueño.
Los vehículos militares y policiales pululaban
por las avenidas Francisco de Miranda y Rómulo Gallegos.
Sonó el celular. Era mi socia, Carmen Adilia
Fragachán.
¾Coye,
chama, me llamó en este momento mi novio. Su hermano, el que es mayor del
ejército, le informó a la familia que recibió orden de acuartelamiento porque
hay un golpe de estado. Ahorita estoy en Colinas de Chuao, mirando hacia La
Casona. Lo que se observa y escucha es un tiroteo intenso. De verdad que estoy
asustada. ¿Tú dónde estás? ¿Cómo sigue tu mamá?
Había cesado de respirar. El ruido de la
sirena de la ambulancia, más el ulular de las patrullas que subían y bajaban
por las avenidas me aturdían.
¾Ornela,
¡contéstame!
“¿Dónde está Arnaldo?”, pensé. “¿Por qué
no nos sigue el muy pazguato?”
¾Ornela,
¡responde! ¿Qué pasa, chama?
Quería contestarle a Carmen Adilia, pero
de mi boca no salía ni un suspiro. La noche se me había convertido en un film
cuyo argumento se basaba en una anécdota absurda de cerrajeros piromaníacos.
¾Ornela,
¿me escuchas? Me informa mi novio que, al parecer, mataron al presidente.
Ornela si me oyes, por favor, no vayas a salir a la calle. Los militares andan
por todos lados y no se sabe nada de nada. Está muy peligrosa la cosa.
“¿Dónde está LauraÉ?”, pensé. “¿Por qué
no aparece la muy apática?”
La compuerta trasera de la ambulancia se
abrió de improviso. Nos encontrábamos en la rampa de emergencias de la Clínica
Lozada. El paramédico le tomó el pulso. Otro enfermero le abrió uno de sus ojos
y le alumbró la pupila con una linternita, apartando el celofán de la cámara de
oxígeno.
Yo me sentía como flotando entre nubes.
¾Ornela,
te dejo. Te vuelvo a llamar más tarde cuando haya noticias concretas. Mi novio
me dice que todo está confuso.
¾Ingresa
sin signos vitales ¾escuché
afirmar al enfermero.
¾¿Carmen
Adilia?
¾Sí,
Ornela, te oigo. ¿Qué te pasaba, chama?
¾Mi
mamá acaba de morir ¾le
informé y apagué el celular.
Mis ojos estaban secos. Mi corazón no
latía. Mi boca era una gruta pastosa y oscura. Mi alma se deslizaba por un
tobogán sudado.
Se llevaban la camilla rumbo a la entrada
de emergencias.
Me dio por reír.
La noche transpiró unos manchones
púrpuras. ¿Cuántos más morirían antes de que el sol se irguiera por los lados
de Petare?
“¿Dónde está Benny?”, pensé. “¿Por qué no aparecerá
ese embustero con carnet de mentiroso?”