lunes, 29 de agosto de 2011

Arévalo y Funes: juicio en Atabapo

 Enarbolando zábilas
Emilio Arévalo Quijote (VIII)

De sueños de ambición apacentó su ociosidad a su pobreza, y despegado del regalo de la vida, anheló inmortalidad no acabadera.
Miguel de Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho
 

Tras la cábala procedimental
                       
                          Tomás Funes había izado la banderola blanca, temeroso de perecer abrasado por la candela y las cóleras de los amazonenses. Escribe Emilio Arévalo Cedeño en su autobiografía: “En aquel momento fue que vino a acordarse Funes de que es mal negocio ser malo, y que lo bueno y práctico es ser bueno”. El jefe guariqueño designó una comisión para ocupar el cuartel funero y desarmar la guarnición. La formaban el general Fermín Toro, jefe de estado mayor;  el coronel Luis Felipe Hernández, segundo de Arévalo; el general Marcial Azuaje (Cuello’e pana), jefe del cuerpo Anzoátegui, y otros oficiales.
                        Algunas reláficas interesadas pretenden sustraerle méritos al guerrero vallepascuense en la derrota del monstruo de Río Negro. Se olvidan ex profeso de la penuria de la travesía, más las bajas ocasionadas por la encarnizada resistencia de Funes quien, aun sabiéndose disminuido por la lejanía de sus leales en la cosecha purgüera, vendió caro su pellejo.
                        EAC recalca: “Nuestras pérdidas fueron de alguna consideración, contando entre los heridos al general Asisclo Ramírez y al coronel Napoleón Manuitt, Jefe(s) de los Cuerpos ‘Arauca’ y ‘Horacio Ducharne’, respectivamente”. Solo la astucia y el arrojo pudieron refrendar un laurel tan inesperado contra el  puño de hierro de un tirano enmantillado como Gómez, ayuno de descalabros, tanto en lo político como en lo militar. Y mayor resulta el mérito arevalero al considerar que Tomás Funes —en coyunda con figuras de la talla de Eustoquio Gómez y Vincencio Pérez Soto— era considerado como uno de los puntales del caciquismo cuyo principal lema, ultra personalista por lo demás, era “Viva Gómez y adelante”.
La captura del terror del Amazonas no puede desdeñarse como una peripecia marginal, si bien no significó un zarpazo mortal contra la hegemonía gomera. El hombre de La Mulera podía asumir para sí mismo el anacrónico ditirambo eructado por el adulante Gumersindo Rivas —un josevicentehoy de principios del siglo XX— a los pies del compadre don Cipriano Castro en las páginas del periódico El Constitucional: “Siempre vencedor, jamás vencido”. Desde la invasión de los sesenta, en 1899, que lo llevó al poder, primero como vicepresidente del Cabito y luego por mérito golpista propio, Gómez únicamente había conocido triunfos, tanto suyos como de sus lugartenientes. Emilio Arévalo Cedeño suponía el primer baldón contra su palmarés, así fuera en un flanco tan remoto.
                        No hay enemigo chiquito, reza el añoso aforismo. Desde ese momento, el sátrapa andino conoció del peligro de tener un adversario tan mañoso y escurridizo. Su captura se hizo imperiosa.

Soledades a derecho

                        En septiembre 1967, en El Universal de Caracas, el cronista Guillermo José Schael publicó en su columna “Brújula” una misiva de un sobrino de Funes, Miguel A. Pérez Mirabal, proporcionando una versión de los sucesos de San Fernando de Atabapo obtenida, a su vez, del testimonio de Santana Veitía, hombre de brega del campo relacionado con ambos protagonistas de estos lances.
                        Citémoslo: “Uno de los hechos que no sólo esclarece sino que confirma el señor Veitía, es el relacionado con la toma de Río Negro (…) Ella no fue cruenta en sí (…) Arévalo Cedeño no tuvo que pelear prácticamente. Y la muerte de Funes fue resuelta en medio de un diálogo más o menos del tenor siguiente:
          ¿Qué hago contigo, Funes?— inquirió Arévalo.
—Lo mismo que haría yo contigo, en situación contraria —respondió Funes—, te fusilaría…
Por lo que su sentencia prácticamente se la dictó el mismo Funes. Consecuente siempre con la crueldad y rudeza que significó su existencia, Funes era hijo de mi abuelo materno José Miguel Guevara (…)”
                        Haciendo abstracción de lo narrado en el párrafo anterior, la tradición venezolana, marcada a lo largo de más de un siglo de interminables contiendas civiles —nuestras “matazones republicanas”, al decir del ideólogo gomecista Laureano Vallenilla Lanz—, imponía el pase por las armas, sin fórmula de juicio, del enemigo vencido y, de seguidas, la sevicia gratuita con los despojos del infortunado. Ello como secuela natural de la fiereza ejercida en la Guerra a Muerte, la Federación y nuestras incontables “revoluciones”.
Escasas excepciones descollaron en un panorama tan desolador concerniendo los derechos humanos: el juicio por sedición contra Manuel Carlos Piar, incoado por El Libertador en 1817; el proceso por rebelión contra Matías Salazar, propiciado por Antonio Guzmán Blanco en 1872... y hasta aquí nos ayuda la sesera. Más típicos resultaban el balazo artero, el machetazo a lo Iscariote o el mecate alrededor del gaznate, sin más ni más. En 1921 todavía estaba reciente la ejecución alevosa del general Antonio Paredes —sobre aguas del Orinoco en 1908, hecho narrado magistralmente por Ramón J. Velásquez en La caída del liberalismo amarillo—, asesinato ordenado, supuestamente, por don Cipriano desde el lecho mismo donde convalecía con el riñón rebosante de pus (y dale con el pus). Este crimen fue citado por el mismísimo Gómez como causal determinante para el derrocamiento y subsecuente juicio al ex dictador Cipriano Castro.
                        Si a ver vamos, la usanza reinante permitía a Emilio Arévalo Cedeño, con su triunfo inesperado y vertiginoso, plantar al terror del Amazonas frente a la guadaña del verdugo. Nada lo obligaba a guardar las formas. Y, sin embargo, EAC, primeramente, se proclama representante de la “Revolución Constitucionalista” bajo la jefatura del Dr. José María Ortega Martínez, vale decir, se arropa con una simiente de legalidad; segundamente, convoca a “todos los elementos de San Fernando de Atabapo, para que eligieran un Gobernador del Territorio, del seno de ellos mismos”, inoculándose así de democracia; y, finalmente, reúne un “Consejo de Oficiales, que, a manera de Tribunal de Guerra en Campaña, conociera de la causa de Tomás Funes y Luciano López, responsables directos de los grandes crímenes que allí se habían cometido (haciendo) de Río Negro un feudo particular, separándolo prácticamente del territorio de la República”.
                        Puede colegirse de todo esto una intención civilista y hasta pedagógica por parte de Arévalo, a pesar de provenir del campo bélico. Su intento de utilizar la justicia como un ariete para equilibrar las fuerzas sociales se traduce en su colisión contra las prácticas inhumanas: “Durante mi permanencia en Río Negro, me ocupé también de acabar con la esclavitud que allí existía, teniendo todos los poderosos del Territorio, a su servicio, cantidades de doscientos y hasta trescientos indios, que con el nombre de Personales, los empleaban en los campos de balatá y de goma, dándoles solamente la comida y un miserable vestido que ponerse, como también haciéndoles pagar cuentas imaginarias, de miles de pesos, que según les decían sus dominadores o amos, eran sumas que debían sus padres y abuelos y que ellos estaban obligados a pagar”.
                        El 30 enero 1921 finalizó su deliberación el tribunal. La defensa de los procesados recayó en la persona del coronel Eliseo Henríquez, secretario general de gobierno de Funes (y padre de Manuel Henríquez, futuro cronista de Puerto Ayacucho). Abrumado el defensor por el rosario de crímenes atribuidos a los indiciados, “no pudiendo negar la lista de los cuatrocientos veinte compatriotas sacrificados por Tomás Funes y Luciano López (…) tan sólo se limitó a suplicar el perdón de los dos reos, en nombre de su amistad personal con ellos, y la gratitud que les debía”. El veredicto de pena capital resultó unánime, en un juicio oral, transparente, abierto y libre de coacciones.
                        A las diez de la mañana los condujeron a la plaza del poblado. El coronel Elías Aponte Hernández dirigía la parada general de las fuerzas y el también coronel Marcos Porras comandaba el pelotón ejecutor. Funes enfrentó de primero la muerte. Según Oscar Yanes: “Una hora antes de ser ejecutado Funes pidió hablar con Arévalo Cedeño y le ofreció decirle dónde ocultaba su tesoro a cambio de que el guerrillero le diera una lancha, un revólver y cuarenta litros de gasolina. El vencedor no aceptó trato alguno. Funes entonces pidió un liqui liqui blanco, un sombrero Panamá y salió a la plaza Bolívar a enfrentar la muerte como un valiente”. EAC no menciona tal proposición en su autobiografía, pero sí habla de la fuerte suma de dinero depositada en Ciudad Bolívar y prometida por Luciano López a cambio del perdón. Arévalo la rechazó de plano.
                        Oldman Botello nos ofrece el relato de Tito Sierra Santamaría, tachirense de Rubio, aquerenciado a posteriori en San Juan de Los Morros, miembro de la fuerza rebelde, a la sazón con 21 años de edad y testigo presencial de los hechos: “Cuando iban a vendar al gobernador de Amazonas, este se negó y exclamó en voz alta, ‘¡Hombres de mi temple no se vendan. Quiero ver a mis asesinos!’ Luego entregó a uno de los oficiales del pelotón de fusilamiento su anillo de brillantes y le dijo: ‘Use este anillo en nombre de Tomás Funes’ (el anillo causó la muerte violenta de todos quienes lo usaron, tanto en Venezuela como en Colombia, según es fama). Exclamó para que lo oyeran todos ‘¡¡Malhaya sea Antonio Levanti que me vendió con Arévalo Cedeño!!’ Finalmente tomó su sombrero, lo lanzó al público y se despidió: 'Adiós, amigos míos'. Inmediatamente el coronel Marcos Porras Becerra dio la orden de fuego y el 30 de enero de 1921, a las 9 de la mañana, se cumplió la sentencia del remedo de juicio. No es cierto lo que escribió Arévalo en su libro donde incluye muchas inexactitudes ex-profeso y que serán reveladas en mi biografía sobre el personaje, en vías de publicación; no es cierto que la gente gritó de contento cuando se desplomó sin vida el menudo personaje todo vestido de negro. Al contrario, los indios principalmente, con quien se portó tan bien, lloraron a su benefactor como unos niños y de eso hay testimonios”.
                        ¿Contradicción en los detalles? Un cronista habla de un liqui liqui blanco. El otro de un traje negro, puntualizando, además, que los aborígenes "lloraron a su benefactor" a la hora del fusilamiento. EAC describe en su autobiografía el júbilo y el alivio de los atabapeños transcurrida la ejecución. Lo cierto es que, a diferencia de Funes, a Arévalo no se le conocen exacciones ni desmanes. Jamás despojó a nadie de lo suyo, nunca robó reses ni víveres, siempre pagó sus consumiciones —echando al taturo de los detritus la antigua conseja de las montoneras dizque revolucionarias (más bien cuatreras) de nuestra historia: “Viva la revolución, muera el ganado”—, fue escrupuloso en su trato con las mujeres y con los débiles, conminando a sus subordinados a seguir su ejemplo. En resumen, fue un caudillo anti caudillista.
                        La moraleja por abrevar de este hito consistiría en el denuedo contra la iniquidad y el delito, conjugado con el accionar irrenunciable por la justicia. El destino de todos los depredadores del poder por el poder mismo, así se amparen en argucias supuestamente científicas y redentoristas, debería ser siempre el banquillo de los acusados. Quizá el juicio de Atabapo no guardó todas las formalidades propias de un estado de derecho rutinario. Pero el proceso a Funes rubrica el anhelo de un hombre fraguado en un ideal civilizatorio ante los atropellos viles de la barbarie.
                        A lo mejor todavía no hay finiquito en la lucha del Quijote arevalero contra los atropellos de los Funes de hoy. Es materia pendiente, pues.

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Post Scriptum: Al conocerse la proeza del guariqueño, circuló de boca en boca en el llano la siguiente copla:

Tomás Funes se llamaba
el tirano de Río Negro
¡Ah, malhaya la justicia
de un Arévalo Cedeño
el protector del lisiado,
el amigo de los buenos,
el que siempre tuvo espada
al servicio de los pueblos!


Otrosí: En 1991, el cineasta caraqueño Atahualpa Lichy recreó este drama a través de su película Río Negro, en versión libre, de un modo muy venezolano, pero a la vez tan universal. Vean, por favor, la secuencia de la ejecución de Funes accediendo al siguiente link

@nicolayiyo




El general Matías Salazar fue procesado sumariamente y ejecutado durante el dominio sobre Venezuela del Ilustre Americano. 





El Benemérito calibró el fuste de Arévalo Cedeño al enterarse de los hechos de Río Negro.



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